Capítulo 12

De cómo el almorávide vuelve por tercera vez a la Hispania, Rodrigo Díaz no consigue congraciarse con el rey Alfonso, y Millán asombra a propios y extraños con sus méritos

 

No había que ser un experto en política para darse cuenta de que Ibn Texufin, a la vista del putiferio en que se había convertido el Andalus en aquel tiempo, con tanta taifa y tanto reyezuelo arrimando el ascua a su sardina, decidiese apoderarse de todo, convertirse en un poderoso emir y mandar al carajo a sus veleidosos, timoratos, liantes, alevosos y advenedizos colegas andalusíes. No sabía el memo del emir de Sevilla lo que hacía cuando urgía a cruzar el estrecho a semejante bicho. Porque, como ya he dicho más de una vez, Ibn Texufin se consideraba poco menos que un enviado de Alláh que debía librar de corruptos aquel Andalus que sus ancestros se tomaron la molestia de conquistar tras correr a garrotazos al godo Ruderico cerca de Medina Sidonia y que solo el igualmente godo Pelagio, primo del anterior y enemigos ambos de los witizianos, fue capaz de detenerlos en la gloriosa jornada de Covadonga, la cueva santa.

Ibn Texufin se había quedado tan perplejo en Aledo al ver como sus aliados se cambiaban de bando como quien se cambia de turbante que, muy cabreado y dispuesto a poner orden allí desembarcó en Algeciras durante el verano de 1.090. Pero no crean ni por un momento que venía a echarles el sermón moralista que largaba a su gente en el desierto marroquí, no. El emir venía dispuesto a echarlos a patadas porque consideraba que su modo de vida ofendía los dictados del Corán, porque eran unos memos que preferían luchar entre ellos antes que llevar la guerra santa al corazón de los reinos cristianos, y hasta se había provisto de fatwas de los alfaquíes que cuestionaban seriamente la legitimidad de los reyezuelos taifas en sus tronos. Las fatwas eran unos edictos religiosos que tenían alcance jurídico, o sea, que todos los moros tenían que acatarlos sí o sí so pena de ser acusados de renegar de su fe mahometana.

Los primeros en pagar el pato, según traía planeado el emir, eran dos hermanos: el emir zirí de Granada Abd Alláh ibn Buluggin y su hermano Tammin, que era gobernador de Málaga. Los acusaba de corruptos, de ponerse de parte de los cristianos y de darles dos higas los preceptos de su profeta Mahoma. El emir granadino, en cuanto se enteró de lo que se le venía encima, se acojonó enormemente y pidió ayuda a los demás reyezuelos. Pero éstos, los muy cagones, en vez de ponerse de su parte y obrando como el avestruz, que esconde la testa para no ver el peligro, le dijeron que fuese valiente, que resistiese el empuje almorávide y que podía contar con su apoyo moral pero que de ayuda, nones. En menos de dos meses ya se había plantado el almorávide en las puertas de Granada, y aunque llamó a la puerta varias veces está de más decir que no solo no le abrieron, sino que las cerraron con todos los cerrojos, trancas y alamudes disponibles. Pero bastaron un par de mensajes amenazadores para que el cobarde emir saliese reptando a implorar el perdón de Ibn Texufin. Éste, que veía como de un plumazo se quitaba al primer incordio de en medio, envió desterrado al pobre Abd Alláh a Marrakex, camino que no tardó en seguir su hermano.

Y así pueden ver como fue la tercera aparición en escena de aquel jodido fanático. No hace falta que les diga que los demás reyezuelos se sintieron sumamente indispuestos cuando se enteraron del desastre, así como saber que los siguientes en caer serían ellos. Y la cosa es que entre todos, si hubiesen tenido más sentido común y menos miedo podrían haber echado al mar al almorávide, pero eran tan imbéciles, tan absurdos y tan pusilánimes que en vez de aunar fuerzas se dedicaron a echarse las culpas unos a otros de la falta de ortodoxia religiosa y a ponerle a huevo al marroquí su eliminación.

Mientras esto ocurría, nosotros seguíamos en Burriana poniendo orden en los territorios que el héroe controlaba. En la primavera de 1.091 estábamos cercando Yubayla y saqueando los alrededores. Como al-Qadir había caído enfermo y estaba a punto de diñarla, el amo había nombrado alguacil de Valencia a un moro de toda su confianza llamado al-Faray, que se hacía cargo de los botines, los vendía a los innumerables comerciantes que arribaban al puerto de la ciudad y ponía a buen recaudo el producto de la venta. Tras apoderarnos Yubayla  marchamos a Liria, y cuando estaba a punto de caramelo para rendirse llegó una carta de la reina doña Constanza, la mujer del rey don Alfonso. Ésta buena reina, que siempre apreció mucho al héroe y nunca tomó por ciertas las infamias que sobre él largaban los pelotas de la curia, le ponía al corriente de que su marido iba con una numerosa hueste a pararle los pies al almorávide, y no por hacerle un favor a los memos de las taifas, sino porque tras lo de Sagrajas tenía muy claro que el tipo aquel eran un hideputa de tomo y lomo al que había que derrotar para siempre so pena de tenerlo pegado como una lapa para los restos. Y le decía que, ya que su marido marchaba a la batalla, qué mejor ocasión para congraciarse con él que unir nuestra mesnada a su hueste y demostrarle así que lo de Onteniente fue un malentendido, que él era un vasallo fiel, y que le ayudaba de mil amores.

El héroe no lo dudó. Pensando que, si tal como le sugería la buena reina, eso le serviría para rehabilitarse en Castilla y volver a disfrutar de sus tierras confiscadas, de sus tenencias arrebatadas, y de paso hacerle un corte de mangas a los pelotas de la curia, no se lo pensó dos veces y salimos a toda prisa hacia Granada. Nos encontramos con la hueste real casi llegando a nuestro destino, y el monarca salió a nuestro encuentro y recibió con buenas palabras al héroe. Todos nos alegramos al ver que las cosas parecían ir por buen camino, que bueno sería obtener el perdón real y poder volver de una puñetera vez a Vivar a descansar un poco de tanto batallar sin tener que ocultar que servíamos a Rodrigo Díaz, el proscrito. Muy contentos todos por las inmejorables perspectivas, plantamos nuestro campamento delante del de don Alfonso. Pero eso, sin saber por qué, causó un enorme enojo al monarca. El amo, con su mejor intención, lo dispuso así para que si los moros salían en espolonada ser nosotros los que recibiésemos el primer choque y protegerlo a él de la primera embestida. Pero el cretino del rey, en vez de agradecerlo, lo puso a caldo delante de su legión de pelotas, se mofó cruelmente de él y el héroe se las tuvo que tragar todas porque pensaba que era algo pasajero. Y a todo esto, el cabronazo del almorávide ya se había largado de nuevo a África antes de llegar nosotros, tras haber dejado bien guarnecida Granada al mando de un primo suyo, un tal Ibn Abu Bakr, un tipo tan fanático y siniestro como él. Y como ya nada pintábamos allí, pues el rey ordenó levantar el campo y largarnos con viento fresco hacia Toledo.

El héroe, que no quería volver a Valencia hasta conseguir de una puñetera vez el perdón del imbécil del rey, siguió tras él como perro apaleado. Mucho debió costarle tragar la hiel que tragó y mucho tuvo que domeñar su orgullo y mucha saliva tuvo que tragar para tener que soportar una vez más las chulerías del rey cuando estábamos acampados en Úbeda. Y los mierdas de los lamebotas coreando al monarca, y el héroe hasta las pelotas de tanta humillación sin sentido y sintiendo que a lo único que había ido allí era a que se mofasen de él, le hizo dos higas al rey y sus corifeos y nos largamos camino de Valencia. Los buenos oficios de la reina Constanza no habían servido de nada, y el amo se juró no volver a intentar ganar el perdón de tan mal rey, que yendo en su ayuda sin ser llamado solo había recibido insultos y desdenes. Y no faltaron los cagones que a la vista de lo visto se largaron, desertando de la mesnada para unirse a la hueste real. Y es que todo era producto de la jodida envidia, porque Alfonso era un cantamañanas que se creía emperador de Hispania y no era más que un bobalicón vanidoso que se le abría el culo con los piropos con que sus pelotas le regalaban los oídos en la curia, pero que no era tan tonto como para no darse cuenta de que su presencia no acojonaba más que al desgraciado de al-Qadir, que se meaba encima con solo ver aparecer una avispa en su jardín mientras que el héroe era temido y respetado por todos los reyezuelos, y que su sola presencia bastaba para que las fortalezas más fuertes le abriesen sus puertas de par en par, y que ganaba en botines y rescates más dineros de los que Alfonso soñó ganar en su jodida vida, y tenía una mesnada fiel como el rey jamás tuvo con todos sus aires de emperador, y no era capaz de meter en cintura a nadie mientras él lo había hecho con el emir de Zaragoza, con el de Denia, con el conde de Barcelona y con el rey de Aragón, y el rey solo cosechaba derrotas y cuando juntaba una buena hueste resulta que el enemigo se había largado dejándolo con un palmo de narices y no podía demostrar su valía. Y aunque sus pelotas le decían que el enemigo se había ido por miedo a su persona, él sabía de sobras que no era por eso, y mientras, el héroe iba de victoria en victoria, y jamás había sido vencido en batalla campal mientras que al rey le escoció toda su vida el desastre de Sagrajas y luego el de Uclés, aunque para entonces el héroe ya se había despedido de éste mundo. Y mientras que el rey se rascaba los picores de la derrota, el amo había vencido a sus enemigos en Morella, y en Tébar, y en Almenar, y en Monzón, y rindió muchas fortalezas mientras el rey ocupaba Toledo, casi regalado por el infeliz de al-Qadir; y el amo se enseñoreó de la taifa valenciana mientras que el rey iba de un lado a otro intentando poner orden. Y en fin, que por esta vez fue muy verdad lo dicho por el juglar. Ya saben, aquello de: ¡Dios, qué gran vasallo si tuviere buen señor!

Y me perdonen un momento, que la defensa del héroe me ha exaltado un poco, no estoy acostumbrado a hablar tan de seguido desde hace siglos y me falta el resuello.               Y por cierto que con tanto apasionamiento no he dicho nada de mi nuevo oficio de adalid. Lean, lean, que cumplí como los buenos.

De entrada, me fue asignado un caballo. Como tras vencer al conde de Barcelona trincamos cantidad de bridones que valían una fortuna y aún teníamos algunos sin vender, el héroe me asignó uno. Me lo dejó a buen precio y me dijo que su importe me lo deduciría poco a poco de mi soldada. Era un tipo generoso, ¿eh? Para que luego digan. Era un caballo fenomenal, una montaña con patas, un Pegaso sin alas. Y alas debería haber tenido yo, porque el hideputa estaba entero y todos los días me hacía salir despedido sobre sus orejas y me daba unas costaladas fastuosas. Yo, como recordarán, aprendí los rudimentos de la equitación en los lomos de la mula labriega de mi maestro Bartolomé González, y no tenía comparación aquella dócil acémila con mi flamante bridón, fogoso como un azor, incansable como un lebrel y con más mala leche que el almorávide. Pero poco a poco conseguí mantenerme en la silla sin necesidad de hacer demasiado el ridículo, y en no mucho tiempo más se me veía muy gallardo sobre mi montura. O por lo menos, eso decía mi María, que me miraba con unos ojos tan llenos de orgullo que me entraban ganas de tirarme de cabeza del caballo y comérmela a besos.

Debo decirles que ya mostraba menos rechazo a ciertos tocamientos, y se mostraba receptiva a la hora de que yo le acariciase su carita de ángel, y hasta una vez le di un cachete en el culo sin que a continuación viniesen los habituales pucheros. Eso me indicó que iba por el buen camino, que sus temores iban quedando arrumbados en el desván de la memoria, y que en quizá no mucho tiempo la cosa pasaría a mayores. Que era bien triste tener una hembra de primera clase desde hacía dos años y tener que desfogarme o a mano o con las rameras disponibles, que eran bien pocas, nada atractivas y más tocadas que la campana de una iglesia.

Supe imponer respeto a mis cuadrilleros desde el primer momento, y teniendo como lugarteniente a Doscalderas nos destacamos en poco tiempo sobre las demás cuadrillas de la mesnada. No permitíamos que nadie holgase más de lo necesario, obligábamos a los hombres a mantener un nivel de adiestramiento adecuado, y en los saqueos robábamos más que diez compañías de almogávares. Por todo ello, tiempo le faltó a Minaya para comunicarme de parte del héroe su satisfacción por mi buen hacer, cosa ésta que me llenó de orgullo como es lógico, que siempre son de agradecer las palabras de ánimo de los jefes. Y yo, con unos treinta años bien cumplidos, con la bolsa repleta de sólidos de plata, adalid de la más aguerrida mesnada de toda la Hispania y con toda una vida por delante para conquistar de una puñetera vez a María Ibáñez, que se resistía más que Troya, que dicen que tardaron once años en rendirla, me sentía en la plenitud de la vida, contento y feliz. Pensaba a veces en mi familia, en la cara de orgullo que pondría Juana Orzasdemiel al ver a su hijo convertido en un hombre importante, en la de mi padre, sonriendo tras su sempiterna máscara de harina, e incluso en la de mi hermano, con un leve matiz amarillo difuminado por su maquillaje blanco producto de la envidia de ser él un simple molinero y yo un adalid digno de la confianza del más bravo infanzón de toda la frontera.

Y mientras tanto, el primo de Ibn Texufin, cumpliendo el programa dictado por el emir marroquí se apoderaba una a una de las débiles taifas andalusíes. Y así, aunque el emir de Sevilla y el de Badajoz enviaron mensajes al almorávide haciéndole la pelota de la forma más descarada, de poco les sirvió porque en nada de tiempo se vieron despojados de sus tierras, palacios y eunucos. Y así fueron cayendo una a una Sevilla, Córdoba, Badajoz, Ronda, Almería, Córdoba, Carmona, Coria, Murcia, Denia y Játiva, y el listillo de don Alfonso muy preocupado al ver como el poder de Ibn Texufin subía día a día mientras él no era capaz de detenerlo y, encima, se quedaba sin vasallos que le pagasen buenas alfardas; y desde entonces nadie le pagó nada, y finalmente solo se resistieron al empuje almorávide la taifa de Zaragoza y los territorios dominados por el héroe, que se convirtió en el único problema serio para el cabronazo del marroquí, y a mucha honra. Y hasta se perdió Aledo, el último bastión castellano en tierra de moros que tantos quebraderos de cabeza les había supuesto a la morisma.

Y mientras el almorávide se iba poco a poco apoderando de todo, extendiendo su poder como la sarna se extiende por el cuerpo infectado, el héroe, que como siempre hacía gala de un sentido común muy poco común, se dedicó a buscar en Valencia un lugar para fortificarnos y resistir al jodido emir marroquí por si le daba por aparecer por aquellos lares. El lugar elegido fue Peña Cadiella, un lugar situado a ocho leguas a poniente de Denia, y a catorce al mediodía de Valencia.

Ésta era una antigua fortaleza que los moros habían arrasado hasta los cimientos ya que, al no poder defenderla, la habían eliminado para que no se convirtiese en un nido de escorpiones en manos castellanas. Era ésta una práctica habitual en aquellos tiempos: si algo no se podía defender, de destruía antes de que el enemigo le sacase partido. Pero el sitio era inmejorable y, aunque le costó al héroe una fortuna su reedificación y a nosotros no pocos trabajos, en no muchos meses se consiguió reconstruirla con muchas mejoras sobre el edificio original, ya que fue dotada de buenos alojamientos para la mesnada, y de corrales y almacenes para resistir un largo asedio, y se le añadió un antemuro, y cadalsos, y taludes, y todo eso la convirtió en una fortaleza inexpugnable. Para tan enorme obra trajo alarifes, albañiles y carpinteros de Valencia, y no reparó en gastos hasta verla concluida. Y cuando se acabaron las obras la dotó de una buena guarnición al mando de Martín Antolínez, y mandó llenar los graneros de trigo y cebada, y los corrales de ganados y aves de corral, y cantidades ingentes de armas de todo tipo. Vamos, que si el hideputa marroquí aparecía por allí se iba a enterar de lo que valía un peine.

Mientras duraron las obras pude estrechar un poco más los lazos que me unían de forma inexorable a mi María, que cada día estaba más guapa, más cuajada, más mujer, y más accesible. Y ya incluso leía en sus ojos maravillosos que ella sentía algo más que agradecimiento por haberla librado de infame esclavitud, y yo me daba cuenta y me dejaba sin poder ni pegar ojo de la ilusión que me hacía que de una jodida vez me quisiera como yo la quería a ella. A pesar de todo seguía en plan célibe y como en el castillo aquel no había putas me desesperaba terriblemente, y un día ya no pude más y se lo dije muy claro. Fue una mañana en que volví tras estar toda la noche merodeando con mi cuadrilla en prevención de ataques por sorpresa desde Denia, que nos separaban pocas leguas de aquella ciudad ya en manos de los almorávides.

Yo venía reventado, que el maldito bridón, al que en recuerdo del anterior adalid lo llamé en mala hora Laín y debía haber heredado su locura además del nombre, estuvo toda la noche muy inquieto, y debieron llegarle los efluvios de una yegua en celo porque, si me descuidaba, tomaba camino de vuelta al castillo sin pedirme permiso. Y no imaginan lo que cuesta meter en cintura a un caballo entero de sesenta arrobas de peso y con la fuerza de cincuenta hombres si se empeña en ponerle a uno las cosas difíciles. Por eso, cuando llegué, sólo quería echarme a dormir y descansar mis molidas posaderas. Un peón se hizo cargo del jodido animal y me fui al chamizo donde dormíamos mientras se acababan las malditas obras. María me esperaba con un suculento desayuno, con vino caliente, con unas calzas limpias porque llevaba las mías empapadas por las pantorrillas de espuma de hideputa del caballo, y con una cara de felicidad por verme que me dije que me daban mil higas si volvía a hacerme pucheros porque, o le decía de una vez lo que sentía por ella o, reventaba allí mismo.

Tras dudar un momento mientras buscaba la forma de decirlo, ella me sirvió el desayuno. Yo meditaba cuidadosamente, buscando las palabras más adecuadas, algo bonito, ya saben, algo que no le resultase hiriente ni le trajese a la memoria funestos recuerdos que la apenasen y se pusiese a hacerme pucheros, fastidiándome la declaración de amor. Total, que tras zamparme medio desayuno encontré un discurso gentil, digno de un trovador de la Provenza.

-¡Oh, María, cuánto te amo!- exclamé poniendo jeta de arrobo místico. Genial, ¿no? Algo simple, pero comprensible. Básico, pero significativo. Breve, pero intenso.

María en vez de hacer pucheros esbozó la sonrisa más luminosa del mundo y me dijo, dejándome de piedra:

-¡Por fin!

Yo me quedé cortado. Aquella salida no la esperaba.

-¿Cómo que por fin?- acerté a decirle entre balbuceos.

-¡Claro, alma de cántaro!- exclamó-. ¡Por fin! ¡Por fin me lo dices, que llevo más de dos años esperándolo, necio!

Aquello me superaba, la verdad. No entendía un carajo.

-Pero, ¿y los pucheros que me hacías cuando te rozaba? ¿Y tu cara de pena cuando intentaba tocarte?

-¡Claro!- me espetó la puñetera-. Como que creía que no me querías nada más que para acostarte conmigo, y por eso me ponía triste.

-Pero entonces... ¿tú me quieres a mi?- tartamudeé totalmente desorientado.

-¡Claro que sí, zascandil!- respondió riéndose en mis narices-. Desde el mismo instante en que pujaste por mí en el palenque supe que eras el hombre de mi vida.

-¿Y llevo más de dos años como un monje porque tú no has querido decirme nada, maldita sea mi sangre?

-Ah, eso es cosa tuya. Sois los hombres los que tenéis que declararnos vuestro amor a las mujeres, de modo que, si no lo has hecho antes, peor para ti.

Y la jodida me lo decía y se quedaba tan campante. Y yo a dos velas meses y meses pensando que su problema era que no había superado la de putadas que le hicieron y lo que estaba esperando era que me declarase. No sabía si matarla allí mismo o finalmente hacerla mía. Tras dudar un instante opté por lo segundo, naturalmente. Y no quieran saber nada más, que lo que pasó a continuación es cosa muy privada y no le interesa a nadie; y no crean que voy a explayarme en relatos de fornicio como hacen muchos guarros hoy día, que narran historias huecas de sentido y llenas de lujuria. Básteles saber que me tomé cumplida revancha por los dos años de castidad forzosa, y que mi María cumplió con creces las esperanzas que había puesto en ella. ¡Feliz coyunda, juro a Dios!

Durante todo el día estuve muy ocupado en recuperar el tiempo perdido, y no fue hasta la mañana siguiente cuando, demacrado y agotado por razones obvias, salí de mi chamizo para retomar mis obligaciones de adalid. María, radiante, salió como si tal cosa, tan campante y con una cara de descanso que parecía haber dormido durante una semana. ¿Por qué será que el débito conyugal o extraconyugal agota a los hombres y descansa a las hembras? En fin, no quiero redundar más en eso.

Doscalderas, con una mirada pícara, me puso al tanto de las novedades del día, y no necesitó preguntarme nada sobre lo ocurrido cuando María se acercó y me estampó un beso en la boca que fue el mejor desayuno que tuve en mi vida.

-Si preguntas algo, te asesino- le dije en voz baja a Doscalderas.

-No hace falta que te pregunte nada, necio- me respondió con una sonrisa de oreja a oreja.

-Si se entera la cuadrilla, te mato- insistí muy avergonzado.

-Me temo que lo sabe toda la mesnada. Los rebuznos tuyos y los gemidos de ella se han oído todo el día de ayer y parte de la noche. Hasta el señor Rodrigo se interesó por ti y se alegró mucho de lo vuestro.

Deseé fervientemente que se abriese la tierra bajo mis pies y me tragase. ¡Qué bochorno, por san Millán!

En fin, las obras de Peña Cadiella duraron todo el año de 1.091 y parte de 1.092, y durante aquel tiempo nos dedicamos a fortalecer nuestra posición allí. En realidad, el héroe había creado su propia taifa porque no había reyezuelo, almorávide o cristiano, que le disputase lo que había ganado por sus pelotas, y como el memo de don Alfonso le había despreciado había perdido la oportunidad de cobrar suculentas alfardas de tanto castillo perdido a manos de los marroquíes aquellos del demonio, y como el emir de Zaragoza se llevaba muy bien con él le hacía la pelota continuamente, y el conde de Barcelona no nos molestó so pena de ser nuevamente derrotado y, además, se hizo muy amigo del héroe. Y a tanto llegó el prestigio de Rodrigo Díaz que un buen día aparecieron por allí cuarenta caballeros aragoneses enviados por el mismísimo rey Sancho como gesto de alianza. El héroe estaba en lo más alto de la cúspide, y todo el mundo le respetaba y le temía.

Y como si fuese el mismo papa de Roma, reclamado en tantas ocasiones para dirimir conflictos entre reyes, el emir de Zaragoza rogó al héroe que intercediese por él ante el rey de Aragón, que había construido una fortaleza en Castellar que lo traía por la calle de la amargura porque le cortaba las comunicaciones en su mismo reino. Y el héroe se puso en camino a Zaragoza, dejando la fortaleza de Peña Cadiella bien guarnecida con su fiel Martín Antolínez como alcaide de la misma y con los cuarenta caballeros aragoneses, que se prestaron de buen grado a formar parte de la misma.

Al-Mustain nos recibió como a sus libertadores. Agasajó a Rodrigo como si fuese el mismo califa de Damasco, lo obsequió con regalos costosísimos y le hizo la pelota de la forma más descarada del mundo, pero el héroe, que sabía que aquellos moros no daban regalos a cambio de nada, le preguntó que a santo de qué venía tanto agasajo y tantos honores.

-Mi querido amigo- le confesó muy en privado el emir- a ti no puedo ocultarte nada porque fuiste fiel servidor de mi padre y leal amigo mío.

El descaro y el cinismo del moro eran cosa notable, que cuando le interesó se puso en contra suya. Pero como en aquellos turbulentos tiempos no podían tomarse esas cosas como algo personal, el héroe le hizo un amable gesto con la mano para que prosiguiese su confesión íntima.

-Rodrigo, el rey de Aragón me hace la vida imposible más allá de lo humanamente tolerable. Me chulea en mis propias tierras y  me avasalla, y para colmo esos hijos de mala puta de los almorávides han barrido el Andalus y solo queda incólume mi taifa, de momento.

Tras digerir la confesión del emir, Rodrigo le puso las cosas claras, que no era hombre de medias tintas, y menos aún un retorcido alevoso como todos los reyezuelos del Andalus.

-Mi señor al-Mustain, en memoria de la leal confianza que me dispensó tu padre, en honor a la amistad que tenemos ambos desde hace tantos años y porque prefiero seguir teniéndote como amigo te diré lo que haré- explicó el héroe, muy satisfecho de ver como el emir se bajaba del burro y se ponía enteramente en sus manos-. Intercederé por ti ante el rey de Aragón, le diré que te deje en paz porque eres un hombre decente y un aliado valioso y que te mueres de ganas por firmar con él un tratado perdurable, y no el papel mojado que habéis solido firmar tú y tu gente durante tanto tiempo. Así mismo, te protegeré contra esa chusma almorávide, de cuya presencia sois culpables tú y los reyezuelos que los hicisteis venir por primera vez, y los meteré en cintura si atacan tu taifa. Pero a cambio, te conmino a jurar por tu fe que jamás te volverás a levantar contra mí, que jamás te unirás al rey de Castilla para hacerme daño, y que podré contar contigo para lo que sea menester.

-¡Dalo por hecho, mi querido Rodrig...!

-No he terminado, mi señor emir- interrumpió el héroe con un gesto de su poderosa mano-. Quiero advertirte además que si faltas a tu palabra caeré sobre tu taifa como la ira de Dios, arrasaré tus tierras, mataré tus ganados, asolaré tus ciudades y degollaré a tu gente, y sabes muy bien que no amenazo en vano. Quiero que esto te quede bien claro: si me traicionas, te juro por la memoria de mi venerable padre que volveré, y desearás mil veces la muerte antes de ver como convierto tu taifa en un erial sembrado de sal. Nada más.

Ante unas explicaciones tan claras y detalladas, el emir se acojonó enormemente, prometió lealtad al héroe, firmó todo lo que le pusieron por delante, y juró mil veces por las barbas de todos sus ancestros amistad eterna al sayyidi Rodrigo Díaz. Éste, muy contento por haberse quitado un problema de encima, nos hizo levantar el campo y marchar hacia Fraga a contarle la historia al aragonés. Y la cosa resultó igual, porque el rey Sancho se avino a todo y prometió dejar en paz al memo de al-Mustain, y juró que sería un leal aliado del héroe por los siglos de los siglos amén. Estaba claro que los reyes y emires de la Hispania sabían que con el amo no se jugaba, y que desde hacía más de diez años era el único que había resistido a todos sus enemigos derrotándolos sin problemas. Sólo le restaba conseguir el perdón real, pero creo que a aquellas alturas le daba aquello dos higas si bien en ese sentido nunca supe a ciencia cierta por qué le aguantó a Alfonso carros y carretas, y como le toleró tanta chulería y tanta humillación, y como no le hizo incluso la guerra, ya que según el derecho de la época tanto en cuanto estaba desnaturalizado de su señor podía hacer lo que le diese la gana: llevar la muerte al corazón de su reino, matarle a todos sus vasallos, cualquier cosa. Pero el héroe, incomprensiblemente y más teniendo en cuenta como se las gastaba con quien se le ponía delante en plan bravo, nunca llegó a eso aunque motivos y razones no le faltaron. Igual fue por la amistad que le unía a la reina doña Constanza, o porque en lo más profundo de su corazón lo que verdaderamente ansiaba era volver a su terruño, por donde no aparecía hacía ya tanto tiempo, o vete a saber. El caso es que así fue, y nunca supo bien don Alfonso de la que se libró.

Cuando volvimos a nuestro campamento lo hicimos con varios moros de Zaragoza que, sabedores de la fama del héroe, conocedores de que en nuestra mesnada se ganaban buenos dineros, y probablemente con cosillas pendientes de resolver con la justicia del emir, no habían dudado en sumarse a nuestro séquito. Entre ellos venía uno con el que enseguida congenié, ya que se trataba de un caso similar al mío: su padre trabajaba en un molino propiedad del emir y, harto de masticar el polvo de la harina y de su irascible padre, que al contrario que el mío en vez de darle correazos le daba latigazos, que es mucho peor, vio en nuestra mesnada la posibilidad de librarse de todo aquello, ganar un buen dinero y largarse con viento fresco a cualquier ciudad del norte de África, donde los tipos con inteligencia y la bolsa llena de dinares podían abrirse camino con facilidad, o incluso embarcarse en el puerto de Valencia con destino a aquellas fantásticas ciudades de oriente de las que tantas maravillas habíamos oído hablar en tantas ocasiones. Ya saben, los camelos de siempre: casas con tejas de oro, fuentes donde mana vino en vez de agua, árboles de frutos extraños y maravillosos y toda esa palabrería de cuentos de ciego que, cuando uno las cree y parte al lugar descrito deseoso de ver tanta riqueza se queda con un palmo de narices al ver que dichas ciudades no son más que copias en mayor escala de las que ya había en el Andalus, aunque, eso sí, donde corría el dinero a manos llenas.

El moro en cuestión fue incorporado a mi cuadrilla, y su nombre era Razin ibn Bassam ibn Abu Yamlul al-Dawla, larguísimo nombre que, como todos los de los árabes, mencionaban al padre, al abuelo, un mote familiar y demás hierbas y que yo, obviamente, abrevié enseguida porque si lo llamaba al comienzo de una batalla, ésta habría concluido antes de que yo terminase de llamarlo. Por lo tanto, le llamé por su nombre de pila, Razin, y santas pascuas. Además, como no habían ninguno más con ese nombre no habría confusiones.

Razin era un moro más negro que el alma de Judas porque su madre era una tuareg de esas tatuadas de azul y pringosas como una pella de tocino que solo sabía parir pequeños molineros. Doce retoños había dado a su marido nada menos. Y como el molinero tenía personal de sobra para atender el molino, y como no es lo mismo repartir entre cuatro que entre catorce, pues la verdad es que pasaban bastante hambre. Por esa razón, el pobre Razin se unió a nosotros en tan famélico estado que se le podían contar las costillas una a una. Pero era un muchacho alto y seguramente fuerte, capaz de arrostrar la dura vida de la milicia en cuanto mantuviese una dieta adecuada y rica en grasas, aunque como estos moros no pueden probar el puerco pues probablemente tardaría más. Sin embargo y como vimos después, le daban dos higas los preceptos religiosos en ese sentido y no dudó en abalanzarse contra un pernil de cochino tal era el hambre que arrastraba.

Razin, que lo más parecido a un arma que había empuñado en su vida era un afilado cuchillo con el que hacía filigranas para sacar de una hogaza catorce finas rebanadas de pan, no tenía ni idea de cómo usar el equipo que le proporcionaron. El pobre moro, que no contó nunca como yo con un buen maestro como Bartolomé, se quedó mirando fijamente el chafarote, el serranil, la maza y la lanza que le dieron, sin saber ni en qué orden cogerlos del suelo. Yo, compadecido por su ignorancia, lo encomendé a Doscalderas para que lo adiestrase en el manejo de las armas; y no era mal alumno Razin porque, a las pocas semanas, ya era capaz de por lo menos parar golpes con su rodela y sacar la mano por debajo del escudo enemigo para apuñalarlo. Y es que está visto que no hay mejor estímulo que la necesidad ni mejor maestro que las ganas de prosperar en la vida.

Razin solo tenía un serio problema, y era la incurable lascivia que suelen padecer los de su raza. En un mundo donde los temas sexuales estaban tan limitados, donde las mujeres iban por las calles como amortajadas y donde la novia la elegían los padres mediante contrato, pues el moro éste se veía con apenas unos veinte años en ayunas porque, como eran tan pobres, nadie lo tenía por buen partido y no le habían podido buscar esposa. Su edad era un enigma hasta para él, porque decía que su padre, con tanto hijo y su mujer echando más al mundo cada año, había perdido la cuenta y no sabía las fechas exactas de los partos, aunque calculaba que tendría más de veinte y menos de veinticinco. Entre sus hermanos, los únicos que lo tenían claro eran el primogénito y el benjamín del numeroso clan del molinero.

Por lo tanto y a la vista de que Razin ponía los ojos en blanco en cuanto aparecía mi María, que desde que le declaré mi amor estaba aún más guapa y más radiante, le advertí seriamente de que no osase ni rozarle el pelo de la ropa o le sacaba las tripas allí mismo. Porque esa raza no respeta a las mujeres y las tienen por meros objetos para su placer, para darles hijos y para trabajar como mulas, y mi María solo era para mí, para cuidarme y prepararme suculentos almuerzos y, quizá en el futuro, darme hijos. Y además la quería mucho, que conste.

-Sayyidi- me decía Razin con los ojos muy abiertos en su pésima jerga, una abominable mezcla de algarabía, castellano y latín-, ego querer muliere. Yo non sum puer et querer muliere. Yo sum omne et querer maxgora cum magnas ubres.

Y yo, que necesitaba una hora para comprender que no quería una mula, sino una mujer, lo mandaba a paseo y le decía que se fuese tras un arbusto a aliviarse. Por cierto que, para evitarles a ustedes los enormes esfuerzos que yo necesité para comprender la verborrea de Razin, se lo contaré ya traducido. No, no me lo agradezcan, soy así de generoso. Lo que Razin decía es que ya no era un crío, sino un hombre, y que quería una puta con las tetas muy grandes. Nos ha jodido el moro. Como todos, ¿no? Pero como el mesnadero es a veces durante prolongados periodos mitad monje mitad soldado, pues eso era lo que había, e igual podía uno desfogarse a diario que estar en ayunas durante semanas e incluso meses.

Para aplacar los humores del jodido moro tuve que adelantarle una parte de su soldada y permitirle que fuese a desfogarse con unas putas que pasaron por el campamento para alegría y solaz de la tropa célibe. La cola ante los tres carromatos que usaban era notable, y parecía que le iban a estallar las venas del cuello de la impaciencia mientras aguardaba dando saltitos de ansiedad a que los veintisiete clientes que iban delante de él terminasen de descargar el pesado lastre de la lujuria contenida. Y cuanta necesidad tendría el pobre que, tras más de una hora dale que te pego y los demás protestando porque tardaba demasiado, el alcahuete lo echó del carro diciéndole que iba a destrozarle a la puta, que se aliviase con una cabra y que un mal rayo le fulminase la verga. Pero, por lo menos, con aquella sesión se le aplacaron un poco los humos. Y como la vida del mesnadero no siempre era tan apacible como la que llevábamos allí, tiempo tendría que gastar sus energías lidiando con multitud de enemigos, y procurando que no le rebanasen las pelotas que tantos problemas le daban con su pertinaz ansia de fornicio.

El héroe, por su parte, pareció restablecerse totalmente de su pasada enfermedad. Sus ojos volvían a brillar con aquel fuego brioso, sus barbas rojas se habían erizado de nuevo desafiantes y su voz chirriante como una maza hundiendo un yelmo nos alegraba las mañanas cuando salía de su pabellón poniéndonos de desocupados, hideputas, malsines y bellacos. Nos trataba como a sus hijos, el jodido héroe. Qué bondadoso era y como nos quería, carajo.

Y con esto basta de momento. El año siguiente de 1.092 nos preparaba una ingrata sorpresa, ya que el cantamañanas del rey, haciendo gala una vez más de lo estúpido que era y con los oídos llenos de infamias que le susurraban los pelotas de la curia, no había tenido mejor ocurrencia que plantearse hacernos la guerra. Hacernos la guerra a nosotros, a la mesnada del héroe, a los únicos cristianos que tenían a raya a los almorávides. Un ablandabrevas es lo que era el rey. Aún me irrito al recordarlo y eso que aquí estamos ya curados de todo, y nuestros espíritus buscan la paz para que, libres ya de las pasiones que padecimos de humanos, podamos entrar en el paraíso sin ponerlo todo perdido de basura carnal, que allí dicen que son muy aseados y no permiten que ninguna alma albergue ninguno de los siete pecados esos tan jodidos.