Capítulo 9
De cómo Millán se une de nuevo a la mesnada de su señor en busca de aventuras, y de cómo Rodrigo Díaz planea con suma cautela la forma de apoderarse de la rica taifa de Valencia
La información que me había dado Álvar Fáñez fue bastante precisa. Al-Qadir estaba a punto de ser puesto de patitas en la calle por sus súbditos- que lo veían como lo que era, un rey títere puesto por su protector castellano- y además le acosaba el emir de Denia. Aquel tipo quería apoderarse de la rica taifa valenciana, de modo que nuestro amado monarca decidió enviar allí al héroe para dejar bien clarito que si alguien se apoderaba de la ciudad era él.
Por lo tanto, partimos aquel verano del año de 1.087 camino de Zaragoza para, de entrada, quitarle a al-Mustain las ganas de apoderarse de Valencia y darle a entender educadamente que no se le ocurriese escamotearle la presa. En Zaragoza nos recibieron por todo lo alto, que aún recordaban los vecinos los buenos servicios que prestamos al viejo al-Mutamin, y nos festejaron a base de bien, y cuando se supo que íbamos camino de Valencia para darle por el saco al memo del emir de Denia, muchos moros se nos unieron, sabedores de que los que acompañaban al héroe en sus matanzas volvían a casa doblados por el peso del botín. Hasta el cuco de al-Mustain se apuntó a la fiesta.
Cuando el de Denia se enteró de que una imponente hueste se dirigía a Valencia, se meó de miedo en la chilaba y se largó de allí a toda prisa el muy hideputa. Al-Qadir nos recibió suspirando de alivio, porque veía que no había forma de vivir tranquilo en ninguna parte tras haber sido echado a patadas de su amado Toledo. Pero no se fiaba un pelo de su colega zaragozano, que sabía de buena tinta que si había ido de aceifa con el héroe era para apoderarse de su taifa de su alma por lo que habló muy en privado con el héroe, rogándole que no entregase su ciudad al felón de al-Mustain. Y por otro lado, el listillo del zaragozano no pudo resistir más las ganas de quedarse con la taifa y se lo dijo muy clarito al héroe.
-Mi muy querido Rodrigo Díaz- le dijo medio arrastrándose por el suelo-, en memoria de la vieja amistad que nos une, en recuerdo de la protección que te brindó mi padre- que Alláh el clemente y el misericordioso tenga en el paraíso de los justos-, te ruego me hagas entrega de ésta ciudad. Al-Qadir es un alevoso y un felón que juega a siete bandas, y no es digno de ostentar su corona.
El héroe casi se cae de culo ante la impresionante jeta del emir. Pero como tenía salidas para todo y no quería negarse en nombre propio por si acaso, que nunca se sabe si el tornadizo capricho real lo obligaría de nuevo a salir de naja de Castilla y pedir asilo en Zaragoza, se puso muy solemne y le respondió:
-Mi señor emir, no me pongas en un brete alegando amistades añejas porque yo no puedo darte la ciudad. Valencia pertenece a mi señor y rey don Alfonso. Si al-Qadir la tiene es porque mi rey se la ha dado. Si quieres la ciudad para ti debes pedírsela a mi rey y señor y, si él te la da, yo mismo te ayudaré a conseguirla. Pero no me pidas imposibles porque bastante tengo con esquivar las puyas que los pelotas de la curia dirigen contra mí a todas horas para enemistarme de nuevo con el rey como para que encima se me ocurra tomar una decisión tan grave sin permiso de mi señor.
Aquello sentó tan mal a al-Mustain que, sin decir esta boca es mía, se largó enhoramala a sus dominios echando pestes del héroe, del rey y del desgraciado de al-Qadir. Obviamente yo no estuve presente en tan privada conversación, pero el bueno de Alvar Fáñez, sabedor de que les estoy contando toda esta historia, ha sido muy gentil y me lo ha contado palabra por palabra, porque él sí estuvo presente y se ha reído horrores recordando la jeta de asombro de su primo ante la impresionante cara dura del jodido emir. No pueden ni imaginar lo mala que estaba la cosa en Valencia, que la jodida taifa tenía más novios que la hija única de un conde de Castilla y la ansiaban con inusitado fervor el emir de Zaragoza, y el de Denia, y el de Lérida, y hasta el reyezuelo de Alpuente, una taifa de mierda, querían apoderarse de Valencia.
El héroe no paraba de rumiar sobre todo aquello mientras nos dedicábamos a saquear a nuestro sabor los alrededores de aquella maldita taifa, y temía que en cualquier momento el rey, siempre cortito de presupuesto para mantener mucho tiempo algaradas por tierra de moros, nos llamase en cualquier momento de vuelta a Castilla y disolviese la mesnada. Tan listo y previsor como siempre, prefirió curarse en salud y le envió una carta a nuestro amado soberano en la que le decía que no se preocupase por la paga de la mesnada, o sea, la nuestra, que él se encargaría de los gastos derivados de la expedición sacándolo de su peculio personal, así como de los botines que fuésemos ganando en nuestros saqueos por los poblados y alquerías que rodeaban la martirizada Valencia. Y es que estaba más claro que el agua que el héroe, teniendo bajo siete llaves la cláusula aquella en la que el rey le concedía el privilegio de hacer suyos todas los dominios que tomase de tierra de moros, se estaba planteando muy seriamente el apoderarse de la ciudad para él solito, que de esa forma tendría más tierras, dineros, rentas y poder que el más encumbrado magnate castellano, y hasta el mismo rey tendría que avenirse a su arbitrio, y si no se plantaba una corona en la testa era simple y llanamente porque no le resultaba rentable que si no, redaños no le faltaban para convertirse en Rodrigo Primero, rey de Valencia por la gracia de Dios.
Pero el héroe era demasiado listo para eso, y tenía el suficiente sentido común como para, en apariencia, seguir bajo el dominio del rey de Castilla pero, eso sí, haciendo él lo que le daba la realísima gana, manejando los cuartos como un cambista judío y haciendo y deshaciendo a su antojo y capricho, que para eso llevaba ya la torta de años partiéndose la cara para medrar. Total, que Rodrigo tuvo la suficiente habilidad para, a base de buenas palabras y promesas más falsas que Judas, dejar contentos a todos y cada uno de los novios de la taifa valenciana; y aprovechando que la cosa parecía quedarse tranquila, salió a toda prisa a Castilla para evitar que don Alfonso apareciese por allí y se enterase de más cosas de la cuenta. Además, si iba a Castilla por decisión propia, podía volver a Valencia cuando le diese la gana, que era lo que él quería ante todo: libertad de movimientos para fraguar sin prisa pero sin pausa su futuro estado. Por cierto que, para estropear un poco más el ambiente, el cretino de al-Mustain no tuvo nada mejor que hacer que dedicarse a saquear los alrededores del castillo de Murviedro, que hoy llaman Sagunto, a fin de presionar al desgraciado de al-Qadir. Pero su alcaide, un tal Ibn Yupon, muy acojonado y harto de todo aquello, lo entregó nada menos que al emir de Lérida, con lo que le regalaba una plaza sumamente importante para hostigar Valencia. Como ven, un lío de mil demonios.
Pero nosotros ya nos habíamos largado a Castilla a convencer al monarca de que la cosa iba viento en popa, que no pasaba nada que no tuviésemos bajo control y, de paso, aprovechar para dar una breve vuelta por casa a ver a la familia. No nos pusimos de nuevo en camino hasta la siguiente primavera de 1.088, y nada más llegar, ¿saben ustedes a quién nos encontramos cercando a Valencia? Pues nada menos que nuestro viejo enemigo, el conde de Barcelona que, tras poner sus dominios en orden una vez haber liquidado a su hermano Cabeza de Estopa, decidió hacerse también novio de la jodida taifa, que estaba dando más que hablar que Cristo en los mil años que llevaba su mensaje de bondad y amor corriendo por el mundo. Y no contento con cercar la ciudad, para asegurar su zaga estaba fortificando Liria y un lugar llamado Yubayla, situado entre Valencia y Murviedro. Pero esperen, esperen, que la cosa no queda ahí. Que el emir de Zaragoza, que ya no sabía qué carajo hacer para apoderarse de la ciudad, se había aliado con el conde, al que no dudó en soplarle una alfarda digna de un emperador como pago para obtener su ayuda y su protección.
El pobre al-Qadir, que resistía como un jabalí acorralado por la rehala, suspiró de felicidad y elevó los ojos al cielo dándole gracias a Alláh cuando tuvo noticia de que estábamos acampados en Torrens, a dos leguas de Murviedro. Ya pueden ustedes suponer el monumental cabreo que se agarró el héroe cuando vio por allí al maldito conde, y despotricó como solo él sabía hacerlo, echando fuego por los ojos, erizando como un puercoespín sus barbas rojas y poniendo al catalán de hijo de mil padres, y diciendo a voces que si no había tenido bastante con la soberana paliza que le propinamos en su día. Pero de momento se abstuvo de presentar batalla, porque el mierda del conde era pariente del rey y no quería volver a tener un lío con don Alfonso por una cosa así, de modo que nos quedamos quietecitos esperando acontecimientos. Pero los catalanes, muy chulos ellos, enviaban al héroe mensajes ofensivos, mofándose cruelmente de él y amenazándolo con llevarlo a Barcelona cargado de cadenas. El héroe, con una frialdad que solo él sabía mostrar en aquellos casos, que igual que le hervía la sangre que era capaz de dejarla helada como la nieve del Moncayo, no hizo nada. Sólo se limitó a entrevistarse muy en privado con el conde y decirle que ya podía largarse de allí porque su paciencia tenía un límite, y le juró por las barbas de todos sus ancestros que si dicha paciencia se le acababa el vapuleo que le dio en Almenar iba a ser una escaramuza entre críos comparado con lo que le haría. El conde se acojonó en grado sumo y, a pesar de la insistencia por parte de sus nobles de atacar sin más contemplaciones, levantó el campo y se largó enhorabuena a toda velocidad, lo que nos demuestra a todos una vez más que solo sus pelotas bastaban para poner en fuga a cualquier enemigo, y que a aquellas alturas de su vida se había labrado tal fama que la sola mención de su nombre era más que suficiente para arrugar la verga al más pintado.
Una vez que el catalán se quitó de en medio, nos dedicamos con mucho entusiasmo a saquear y devastar los alrededores de Valencia, que había allí mucho moro alevoso dispuesto a pactar ya fuera con el leridano, o con el zaragozano, o con la madre que los parió con tal de seguir medrando y mangoneando a gusto. Y para cubrir gastos, que la economía siempre figuró en primer lugar en su escala de preferencias, le sacó al infeliz de al-Qadir una alfarda de mil dinares de oro contantes y sonantes por gozar de su protección, que para eso había puesto en fuga al memo del conde nada más asomar la jeta por allí, y además tenía a raya a sus alevosos paisanos. Y no contento con los mil dinares, que ya de por si eran una verdadera fortuna, le sacó además las rentas de las tenencias de todas las fortalezas del alfoz valenciano, que eran muchas y muy buenas, y hasta se compró unas casas dentro de la ciudad para vivir en ellas él y sus más allegados, que parecía que se estaba preparando el nido para cuando se apoderase definitivamente de la ciudad. También metió en cintura al alcaide de Murviedro, el que había cedido la plaza al emir de Lérida, y le dijo que allí mandaban sus pelotas, que la fortaleza era vasalla suya y junto a la fortaleza él y su guarnición, y que ya podía soltarle sin rechistar también las rentas de la tenencia so pena de colgarlo de la muralla por traidor, por chulo y por dejado en sus deberes. Y para rematar la faena, arrasamos la birriosa taifa de Alpuente cuyo reyezuelo, Ibn Qasim, lloró a moco tendido por ver que su noviazgo con Valencia se había tornado en repentino y nefasto divorcio.
Y como desde el comienzo de este capítulo solo he hablado de las complejas circunstancias que rodeaban a la maldita taifa de Valencia, tiempo es de dar un descanso de tanto politiqueo asqueroso y cuente algo de mí, que para eso soy el que narra la historia; que no todo va a ser hablar del héroe, que bastante llevan hablando de él desde hace siglos, vive Dios.
La cosa es que en cuanto el conde catalán se largó de allí, trasladamos nuestro campamento a las afueras de Valencia. Como los valencianos estaban muy satisfechos por los buenos oficios del héroe para no verse convertidos en moneda de cambio entre emires y reyes, pues aproveché la momentánea tranquilidad para, de vez en cuando, dar una vuelta por la populosa ciudad con Bernardo y un nuevo camarada que se nos había unido en la última recluta. Su nombre no consintió en decirlo jamás, por lo que nos tuvimos que contentar con llamarle por el mote con que se anunciaba: Doscalderas.
Doscalderas era un verdadero enigma para nosotros. Su aspecto era noble y atildado. Jamás blasfemaba, jamás se emborrachaba, jamás pronunciaba palabras malsonantes, jamás violaba a ninguna mujer y en todo momento se comportaba con unos modales dignos de un infante a pesar de su humilde vestimenta. Unos decían que era un cantamañanas con aires de conde y que el mote obedecía a que tragaba como para devorar el contenido de dos calderas; otros que había sido herrero y fabricaba esos utensilios domésticos. Pero yo, devanándome los sesos, llegué a otra conclusión muy distinta. Escamado por aquel empeño en ocultar su nombre, deduje que su origen sólo podía ser o bien judío, o bien pertenecer a una casa de postín, y los sabidos y leídos habrán caído en la cuenta de por qué digo esto, y es que los ricoshombres con medios para levantar una hueste y mantenerlos de su propio bolsillo eran denominados señores de caldera y pendón. Por lo tanto, a más calderas más categoría, de modo que Doscalderas debía provenir de una ralea de verdadero postín. Vean si no como unos tres siglos después, los Guzmán, señores de estirpe andaluza ricos como pocos, llegaron a ostentar precisamente dos de éstas calderas en su linajudo blasón. Total, que el jodido Doscalderas era un arcano y, aunque siempre se mostraba afable y prudente, en el momento en que alguno intentaba indagar más de lo que la discreción aconsejaba le lanzaba tan furibunda mirada al curioso que le encogía la verga y comprendía que lo mejor para no tener una seria disputa era pasar de los oscuros orígenes de nuestro benevolente y misterioso camarada. Por todo ello yo estaba convencido de que, por algún motivo que no alcanzaba a imaginar, nuestro compañero era una persona de cierto rango que había puesto tierra de por medio y que prefería mantener oculta su identidad; y si él lo quería así, yo no era quién para meterme en camisa de once varas, que si algo ha caracterizado siempre a los humanos es su denodado afán por husmear donde no los llaman, asacar secretos que no son cosa suya y, en fin, intentar por todos los medios saber de la gente más de que uno mismo.
Por lo demás, era un hombre de edad madura, bien formado y, aunque aparentemente novato en el oficio de la guerra, no había más que verlo blandir su chafarote para darse uno cuenta de que de novato, nada de nada, que se veía a la legua que era maestro en el manejo de la maza, catedrático en el arte de lancear y pontífice máximo en el buen uso de la espada. Y por cierto que, igual que desconocíamos su nombre, también era un enigma su lugar de procedencia aunque cierto acentillo asturiano le delataba, y eso que lo disimulaba perfectamente hablando por lo general un castellano digno de un burgalés. En cualquier caso debo decir que era un camarada de los buenos, y un tipo al que convenía tenerlo cerca en plena batalla.
Como decía, nos íbamos Bernardo, Doscalderas y yo a Valencia de vez en cuando a conocer la ciudad, que era una verdadera maravilla. Siendo como era puerto de mar, su floreciente comercio con todos los territorios ribereños del Mare Nostrum le habían proporcionado un aire cosmopolita, y por sus calles siempre atestadas igual te encontrabas a un griego que a un turco que a un itálico. ¡Ah, y el mar, que no he dicho nada del mar! Y es que como buen villano nacido en el interior, no había visto jamás aquella inmensa masa de agua, y debo decirles que tanto Bernardo como yo nos quedamos más de medio día absortos en su contemplación. Nosotros, ignorantes mesnaderos de Castilla que lo más caudaloso que habíamos visto en nuestra vida era el Iber a su paso por Zaragoza, contemplar aquel piélago infinito rizado por el viento era un espectáculo grandioso. Y hasta un día nos armamos de valor y nos bañamos, pero nos salimos enseguida del agua porque nos dimos cuenta de que no teníamos ni puñetera idea de nadar, y nos percatamos rápidamente de que aquello no era el río en el que nos bañábamos durante el estío en Vivar, donde el agua no te llegaba más allá del ombligo. Además, nos sorprendió de forma extraña el ver que aquella agua en sí no valía para nada, ya que estaba salada como las tueras. Qué desperdicio, ¿no? En fin, Dios, en su infinita sabiduría, sabrá por qué tuvo a bien hacerlo de ese modo.
Con todo, nuestros paseos por la ciudad no eran como los de Zaragoza, donde todo el mundo nos conocía y nos miraban con recelo. Al fin y al cabo estábamos al servicio de su emir y éramos salvaguarda de su seguridad. Pero allí, donde los vecinos nos miraban con recelo, ya que nos consideraban como unos candidatos más a apoderarnos de su ciudad, y donde la miríadas de extranjeros ni nos miraban simplemente porque les importábamos cien higas, pues no era lo mismo, la verdad. Por eso preferíamos, una vez que conocimos a fondo la ciudad, buscarnos un sitio agradable donde pasar nuestros ratos de ocio fuera de ella. Ese lugar lo encontró Doscalderas, y era una venta a muy poca distancia de la ciudad, pero enclavada en un sitio muy agradable, cerca del río que desembocaba en el mar y protegido del sol y el viento por la agradable presencia de un montón de álamos. Servían un vino bastante bueno, unas frituras de carne y pescado riquísimas y unos dulces de esos a los que tan aficionados son los moros, con muchas almendras y mucha miel, que eran verdaderas golosinas para nuestros austeros paladares castellanos, habituados a cosas mucho más básicas como el pan y la humilde cebolla. Además, disponía de sitio de sobra para seguir practicando con mi arco galés, que en aquel tiempo era ya capaz de partir en dos una rama de un dedo de grosor a veinticinco pasos.
Allí estábamos una buena tarde de otoño de aquel turbulento año de 1.088, degustando un vinillo de la tierra bastante aceptable y hartándonos de naranjas de los miles de naranjos que daban su fruto en las miles de huertas que aquellos tipos cuidaban con el mismo esmero que una madre a sus retoños cuando Doscalderas, que parecía un poco aburrido, se interesó por mi arco.
-¿Sabes usar eso, Millán?- me preguntó mientras terminaba su octava naranja. Debo decirles que, ciertamente, Doscalderas comía como una cuadrilla de mesnaderos a pesar de lo cual nunca tuvo saín en demasía, sino todo lo contrario.
-Claro que sí. Lo compré hace tiempo a un judío de Zaragoza, y desde entonces no dejo de entrenarme con él- le respondí con un punto de vanidad.
-Es un maestro con el arco- corroboró Bernardo afirmando vigorosamente con la cabeza.
-¿Serías capaz de acertarle a esta naranja puesta a cien pasos?- dijo Doscalderas mostrándome una hermosa fruta.
Yo dudé, qué quieren que les diga. Cien pasos son muchos pasos, y una pequeña ráfaga de viento en el trayecto bastaba para desviar la flecha más de una vara de su objetivo. Pero como Bernardo había afirmado con tanto ímpetu que era un maestro, no podía decir que no.
-Se puede intentar- le dije sin quererme comprometer del todo- ¿Quieres apostar algo?
-No. Yo no apuesto nunca. Simplemente te desafío a que le aciertes.
-¡Vive Dios!- respondí un poco amoscado-. Pues vaya mierda de desafío. O le doy o no le doy.
-Si no aciertas, lo intentaré yo- me replicó con su habitual aire misterioso-. ¿Te parece?
-¡Hecho!- acepté. Que aquel tipo fuese además un experto arquero era algo nuevo, de modo que no estaba dispuesto a perderme su demostración por nada del mundo.
Doscalderas le lanzó la naranja a Bernardo, el cual la cogió y, dando zancajos, empezó a caminar mientras contaba los pasos. Lo malo es que no sabía contar más de diez, y Doscalderas tuvo que ir contando por él a grandes voces a medida que el canijo Bernardo se alejaba de nosotros. Cuando alcanzó los cien pasos miró a todas partes buscando donde colocarla, y vio un castaño que tenía una rama seca a unas dos varas de altura. La partió y clavó la naranja en ella, quedando pegada al tronco. Volvió a toda prisa mientras yo montaba la cuerda y elegía una flecha con cuidado de que no estuviese revirada, y que su centro de gravedad fuese el adecuado. Porque una cosa es dispararle a un tipo, que es un blanco enorme aun a cien pasos, y otra a una naranja que apenas distinguía clavada en aquel árbol.
Aprovechando que en aquel momento sólo corría una suave brisa a mi espalda, cosa ésta que no influiría en el vuelo de la flecha, empuñé el arco, monté la flecha con mucho cuidado y me dispuse a disparar. Apunté con mucha lentitud, solté la cuerda y mi flecha salió volando. Me quedé quieto, esperando a ver si había acertado. Pero de acierto, nada. Faltaba más de un palmo para que la flecha tocase la jodida naranja. Un poco corrido, me excusé como pude.
-Me he puesto nervioso, demonios- protesté-. Además, es la primera vez que tiro a un blanco así a esa distancia.
Pero el sesudo Doscalderas tenía respuestas para todo.
-En plena batalla no hay dos oportunidades. Si hubiese sido un enemigo, estarías perdido- sentenció.
-¡No hay enemigos del tamaño de una naranja, vive Cristo!- me apoyó Bernardo.
-Bueno, como es la primera vez, te concedo otra oportunidad- admitió Doscalderas con aire magnánimo-. Repite el tiro.
Cabreado, elegí una nueva flecha, esta vez con mucho más cuidado que la anterior. Una vez que encontré en mi aljaba la adecuada, repetí el disparo apuntando con mucho más cuidado. Pero, maldita sea mi estampa, volví a fallar, aunque esta vez por un poco menos.
-¡Mierda!- bramé muy enojado-. ¡Es imposible dar a un blanco semejante a esta distancia!
-Nunca digas que algo es imposible, Millán- me replicó Doscalderas con su voz apacible-. Observa.
Sin decir nada más, tomo el arco, sacó una flecha cualquiera de la aljaba sin preocuparse de si estaba recta o revirada, apuntó descuidadamente, disparó y acertó justo en el centro de la maldita naranja.
Yo me quedé boquiabierto.
-¡Ha sido suerte, ha sido suerte!- graznó Bernardo, siempre dispuesto a ponerse de mi parte.
-¿Tú crees, zagal?- le dijo Doscalderas tomando otra flecha y disparando sin apenas habernos dado cuenta de que se disponía a hacerlo y sin que yo tuviese tiempo siquiera de cerrar la boca.
Y nuevamente acertó a menos de un dedo de la anterior. Y cogió otra flecha sin decir nada, y volvió a acertar. Y así dos veces más, hasta que la naranja estaba materialmente cubierta por las flechas y no cabía una más.
-¡Jesucristo!- exclamé ante semejante alarde-. ¡Vive el Cielo que jamás he visto a nadie más diestro! ¿Cómo lo haces?
Doscalderas, con una sonrisa condescendiente, me devolvió el arco mientras añadía un granito más al cúmulo de misterios que rodeaban a su persona.
-Fácil, Millán. Simplemente, queriendo hacerlo.
No dijo nada más, ni nada más pudimos sacarle Bernardo y yo a pesar de que durante el resto de la tarde no dejamos de insistir. Pero él, callado como un muerto, siguió devorando naranjas hasta que nos largamos de vuelta al campamento.
Así se las gastaba el curioso personaje éste, y no me pregunten más sobre él que tiempo habrá de volver a mencionarlo, pero si él me mantuvo en ascuas durante mucho tiempo, no voy yo a ser tan memo como para romper tan pronto el hechizo sobre su persona.
Y ahora les narraré algo que fue muy importante en mi azarosa vida de mesnadero, que no crean ni por un momento que sólo los grandes señores hacen cosas decentes, sino incluso al contrario porque, guiados por otros principios morales y éticos que los villanos, dejan de lado la honradez en más de una ocasión y más de dos si eso viene bien a sus intereses, como ya habrán podido ir viendo a lo largo de mi relato.
La cosa es que, en uno de los paseos por la ciudad con mis dos camaradas, pasamos ante una subasta de esclavos. Curioso, porque a lo largo de mi vida había visto subastar tierras, vacas, cabras y ovejas pero nunca personas, me abrí paso a codazos entre la muchedumbre y me puse en primera fila ante las protestas de los presentes, protestas que rápidamente se acallaron ante mi marcial aspecto, todo alforado, y mi mirada fiera. Cuando finalmente pude colocarme delante de todos y contemplar de cerca semejante espectáculo, aquello me pareció una aberración. Ver a aquellos desgraciados, alejados de sus familias y su tierra para siempre y mercadeados como ganado me resultó repugnante. Un trujamán gordo como la panza de una carraca mostraba su infame mercancía, los palpaba como si fuesen animales de matadero y empezaba una salmodia cantando las excelencias del producto.
-¡Y ahora, gentiles señores, un esclavo etíope que es un Sansón!- graznó aquel hideputa mientras en el cadalso donde mostraba su mercancía aparecía un negro enorme, de aspecto formidable y turgente musculatura que destacaba mucho más en su piel brillante de aceite, pero con una cara de sumisión que me resultaba impropia de un tipo tan forzudo.
Yo me decía que si estuviese en su lugar, lucharía, me debatiría y no dejaría que se me tratase como un toro semental puesto a la venta en el mercado. Pero cuando le negro giró sobre sí mismo para que los clientes viesen sus anchurosas espaldas, vi como la tenía literalmente cubierta de cicatrices. Era evidente que la dignidad y las ansias de libertad de aquel pobre negro habían sido domeñadas a base de latigazos, y ya ni siquiera eran necesarios unos grilletes para evitar su fuga porque estaba más sometido que un cordero en manos del matarife. Y además, ¿qué podía hacer aquel desgraciado a cientos de leguas de su casa, y más siendo de un color de piel que lo delataba enseguida? Como digo, aquello era algo inmundo.
Bernardo y Doscalderas, igualmente asqueados, me dieron un codazo para largarnos. La puja por el negro estaba siendo reñida, y se lo disputaban dos moros muy atildados con pinta de bujarrones que, seguramente, lo querían para otra cosa que ustedes ya imaginarán y que no tenía nada que ver con las labores propias de un esclavo doméstico. Hice un gesto a mis compañeros para ver como acababa aquello, y finalmente se hizo con el negro uno de aquellos dos sodomitas que Dios confunda. El cabrón del moro, dando palmitas de contento, se acercó al trujamán para pagarle y recoger el papel que certificaba que el negro era de su propiedad como si fueran dos aranzadas de olivar.
Ya nos dábamos la vuelta para largarnos de aquel antro cuando el mercader sacó al cadalso su última mercancía. Lo que oí me hizo pararme en seco y darme la vuelta.
-¡Ultimo lote, excelencias! ¡Una mocita astur de piel blanca y cabellos de oro que es una verdadera maravilla! ¡Una doncella muy lista y capaz, merecedora de un lugar de honor en cualquier casa de postín!
Al cadalso subieron una zagala de no más de quince años, muy demacrada y sucia. Juro que si hubiese habido menos gente allí, saco mi serranil y degüello al hideputa del trujamán. Sentía un peso en el estómago como si me hubiese tragado un bolaño.
-¡No es virgen, pero como si lo fuera porque es muy nueva y tiene las carnes prietas y jugosas!- seguía graznando el cabronazo aquel mientras la palpaba con sus manos sebosas y asquerosas. Cegado por la ira, pensé que, con seguridad, sería una cautiva de alguna algarada que, antes de llegar allí, había sido violada mil veces por aquellos hijos de Satanás. Me sentí asquerosamente culpable, e imaginé que escenas similares se producían en Castilla. Me juré no volver a tocar nunca más a una mujer sin su permiso.
Un moro de aspecto repugnante hizo la primera puja. La querría para hacerla trabajar como a una mula o para prostituirla. Aquellos hideputas perdían la cabeza ante una mujer de piel blanca y pelo rubio, hartos de sus negras de piel pringosa.
-¡Cinco dinares!- exclamó el guarro aquel con su boca podrida llena de dientes negros. ¡Qué asco sentía, Dios mío! Imaginé por un momento aquella boca repugnante paseándose por aquel cuerpecito y hasta se me nubló la vista.
-¡Cincocincocincocinco dinares ofrece el del turbante azul!- jaleó el trujamán para animar el cotarro.
-¡Seis!- ofreció otro cabrón de aquellos levantando la zarpa para hacerse ver, porque el hideputa no levantaba cuatro cuartas del suelo.
-¡Seis! ¡Seisseisseisseis dinares! ¡Venga señores, que esta maravilla es digna de servir en casa del caíd!
-¡Siete!- berreó el guarro anterior, que no parecía dispuesto a abandonar la presa.
Miré la carita de angustia de aquella niña, sus ojos enrojecidos por el llanto, y perdí la cabeza.
-¡Diez! ¡Diez dinares por la mocita!- exclamé en voz tan alta que todos los presentes se volvieron a mirarme.
-¿Tú estás loco, Millán?- gruñó Bernardo por lo bajini-. Anda, vámonos de este antro del demonio.
-¡Suéltame, vive Cristo!- bramé mientras me zafaba de él, que ya tiraba de mi para salir de aquel sitio horrible. Le dirigí una mirada asesina y me soltó en seguida. Doscalderas, impasible, no se perdía detalle.
-¡Diez dinares! ¡Diezdiezdiezdiez dinares ofrece el bravo guerrero castellano, diez dinares! ¡Ánimo, señores! ¡Ésta maravilla vale su peso en oro!
El guarro de la boca podrida meditó un instante. Dudaba si aumentar la oferta. Pero Doscalderas se puso detrás suya, le musitó algo al oído, al moro se le puso la jeta blanca como una mortaja, y ya no pujó más.
-¿Nadie ofrece más?- insistió el trujamán, que estoy seguro de que no esperaba alcanzar semejante cifra por la niña-. ¡Diezdiezdiezdiez dinares! ¿Nadie ofrece once dinares de oro por ésta joya del septentrión?
Yo miraba desafiante a todas partes, como comunicando a los presentes que no tuviese pelotas para arrebatarme a la mocita aquella.
-¿Nadie da más? ¿Nadie da más? ¡Diezdiezdiezdiezdiez dinares ofrecen por esta doncella por la que el emir de Ixbiliya pagaría cien!
Pero nadie mejoró mi oferta, afortunadamente.
-¿Nadie, nadie, nadie, nadie da más?
Silencio.
-¡Vendida pues al invicto castellano por la irrisoria cifra de diez dinares! Qué Alláh, el justo, el clemente y el misericordioso te permita disfrutarla muchos años. Acércate, noble caballero- me dijo haciéndome un obsequioso gesto.
Yo miré a la niña, y en sus ojos azules vi un brillo de esperanza. Para ella, evidentemente, era mucho mejor ir a parar a manos de un castellano que no a las de uno de aquellos negros del demonio. Saqué mi faltriquera, conté los diez dinares y se los tiré con gesto de conde ofendido al hideputa del trujamán el cual, insensible a la soberbia de sus clientes, los recogió uno a uno del suelo del cadalso para tenderme luego el certificado de propiedad.
Cuando yo me vi con aquel papel en la mano sentí asco de mí. Lo rompí delante de su sudorosa jeta, me cagué en sus muertos y le dije con soberano desprecio:
-Yo no necesito papeles para justificar lo que acabo de hacer, bujarrón, hijo de la gran puta. Baja de ahí a la niña y queda enhoramala, y que el dinero que sacas por esta criatura te sirva para pagarte el entierro, perro asqueroso.
El trujamán me hizo un expresivo gesto con la mano, dándome a entender que mis prejuicios morales le daban una higa, y yo no le partí su asquerosa jeta allí mismo porque estaba deseando largarme y respirar aire puro. Cogí de la mano a la niña y la saqué casi en volandas del infame palenque. Bernardo y Doscalderas me seguían a buen paso, y no me detuve hasta salir de la ciudad. Me dirigí a la venta que frecuentábamos porque una sed tremenda me quemaba la garganta. Resollando, me empiné casi medio azumbre de vino antes de reparar siquiera en que la niña no había abierto la boca en todo el rato. Más calmado, la contemplé y le pregunté su nombre.
-María- musitó con una vocecita que me partió el alma.
-Pero, ¿María qué?- volví a preguntar-. ¿No tienes padre, mocita?
-María Ibáñez- respondió con los ojos clavados en el suelo. Su aspecto era lamentable. Un ropón que me estaría bueno a mi cubría su cuerpo y unas abarcas duras como el hierro cubrían sus pies pequeños. Le levanté la cara tomándole la barbilla, y vi que bajo la capa de roña se ocultaba un rostro verdaderamente bonito.
-¿De dónde provienes, hija mía?- le preguntó Doscalderas mientras le acercaba un plato de albóndigas de cordero que había pedido para ella. La niña tenía cara de hambrienta.
-De una aldea no lejos de Oviedo, mi señor- informó sin atreverse a abalanzarse hacia las albóndigas.
-¡Basta de preguntas, Cuerpo de Cristo!- exclamé-. Come, niña, que debes arrastrar más hambre que el perro de un ciego. Come tranquila, que tiempo habrá de saber de ti. ¿Quieres un poco de hidromiel para regar las albóndigas?
La niña asintió con la cabeza mientras comía a dos carrillos. Pobrecita, carajo. Qué hambre tenía. Tres platos de albóndigas engulló ante nuestras asombradas jetas antes de dar por terminada su pitanza con un pequeño eructo de agradecimiento.
Me la llevé al campamento. A nadie le llamó la atención porque era cosa corriente en las mesnadas de aquellos tiempos el que sus componentes llevasen consigo mujeres, bien legítimas bien mancebas, y algunos incluso sus hijos y demás familia. Porque como las aceifas eran tan largas, y a veces era arriesgado dejar a la gente de uno en una casa aislada en un lugar tan peligroso como la frontera, pues con muy buen sentido decían que donde más seguros que acompañando a una mesnada de cientos de aguerridos villanos dispuestos a defenderlos a sangre y fuego. La conduje a la chabola que compartíamos Bernardo y yo, fabricada con ramas y troncos que mi compañero hábilmente había dispuesto para que fuese un lugar relativamente confortable y no nos mojásemos ni nos helásemos de frío. Sólo los infanzones, caballeros y demás gente de alcurnia podían permitirse llevar consigo un pabellón de tela o cuero y no ya por su precio, que con lo que había pagado por María tenía de sobras para comprarme una, sino por lo engorroso que resultaba su transporte. Era necesaria una buena mula para acarrear la pesada tienda de campaña más los palos y cordelería necesarios para montarla, y otra más para el jergón y demás utensilios. Nosotros, habituados a dormir si hacía falta bajo las estrellas, preferíamos obviar el engorro de desmontarla y tener que estar pendientes todo el rato de que nadie nos robase las acémilas y el pabellón, y nos era más fácil si daban orden de partir darle dos patadas a la chabola y largarnos con viento fresco. Pero, como digo, nuestro chamizo era aceptablemente cómodo. Dormíamos sobre unos catres hechos con sacos rellenos de forraje del que daban a los caballos, muy mullidos y cómodos, y una techumbre de brezos impedía que el agua de la lluvia o el rocío del relente nos empapase. Una brazada de paja en el suelo nos aislaba un poco de la humedad que afloraba del mismo, y como puerta usábamos un pellejo de cabra que no era problema transportar porque no pesaba apenas. Con eso y un poco de buena voluntad e imaginación, nos dábamos por satisfechos. Poco necesita el hombre para vivir si se sabe adaptar a las circunstancias, ¿verdad? Y no como ustedes, que les cortan la luz media hora y parece que el cielo se ha desplomado sobre sus cabezas en cuanto se quedan sin sus comodidades o, simplemente, saberse privados de poder encender la luz aunque sean las diez de la mañana y luzca un sol de mil demonios.
Bien, como decía, me llevé a María al campamento. En un avemaría, Bernardo le confeccionó un jergón para ella mientras que yo husmeaba por todas partes para encontrarle ropa decente que ponerse hasta que, al día siguiente, fuese de nuevo a Valencia a comprarle algo en condiciones y asearla, porque la niña era bonita como un amanecer de primavera pero hedía como una letrina. Vete a saber donde la había tenido metida el hideputa del trujamán.
Y ya vale por ahora, que tanto relato seguido embota las mentes de los oidores y las lenguas de los narradores. Básteles saber como anticipo de lo que ahora vendrá, que el cabrón del almorávide Ibn Texufin había desembarcado de nuevo en Algeciras aquella primavera una vez dada tierra al cretino de su hijo, y que volvía con arrobas de mala leche para darles tema de que hablar a los contadores de historias, quebraderos de cabeza a los reyezuelos de las taifas, y pesar y angustia tanto al héroe como al noble don Alfonso.