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Un leve pitido desde mi reloj de pulsera me avisó de que ya era media noche. Me encontraba en una zona solitaria de la ría, en el muelle de Marzana, cerca del puente de San Antón y fuera del sector vigilado por las cámaras. Estaba pensando en que aquel domingo de principios de julio había sido, probablemente, el día más extraño de mi vida. Me había despertado sobresaltado por una pesadilla, había pasado las siguientes horas en estado eufórico por culpa del polvo blanco, después del subidón había llegado el desconcierto, seguido de un bajonazo que me había dejado derrotado por completo y, para cerrar el círculo, aquella sensación de fracaso se había ido transformando en miedo otra vez, de modo que al final del día estaba igual que por la mañana al despertarme: aterrorizado por una pesadilla, solo que ahora la pesadilla era real.
No se percibía ningún movimiento a orillas de la ría, y en el antiguo edificio levantado a lo largo del muelle todas las puertas estaban cerradas y las persianas bajadas. La mayor parte de esos locales parecían ser pequeños comercios, como indicaban sus letreros: “Tapicería”, “Lavandería”, “Tasca”… Todos se encontraban a un par de metros de altura desde el muelle, deduje que con el fin de evitar inundaciones en caso de crecidas, y para acceder a ellos había que subir unos peldaños que lo mismo eran de madera que de metal. Bajo una de esas escaleras estaba la única persona a la vista: un sin techo que se había acurrucado sobre unos cartones para pasar la noche con la única compañía de una litrona sin una gota de líquido. No había ni rastro de nadie más por ninguna parte. Al otro lado de la ría se avistaba la iglesia de San Antón, tan querida por los bilbaínos, iluminada, igual que el puente. Entre ambos formaban una bonita postal, como esas que se encuentran en la zona del Guggenheim; pero en San Francisco no se vendían postales, y a mí no me inspiraba ninguna paz aquella hermosa vista. Si hubiera sido cristiano, quizás le habría rezado al santo que daba nombre a la iglesia, pero los espíritus que podrían protegerme estaban demasiado lejos de Bilbao, así que me sentía solo y desamparado.
Se acercaba la hora de la cita y mi nerviosismo crecía. Llevaba la bolsa de fabricación casera sujeta a mi cuerpo con el cinto del pantalón, presionándome el estómago. Por la mañana me había parecido que aquel envoltorio daría el pego; pero por la noche, esperando a los traficantes en el muelle, me empapaba un sudor frío, consciente de que aquel apaño era en realidad una chapuza de lo más cutre, imposible de colar.
De repente, escuché un chirrido y giré la cabeza, forzando la vista para intentar distinguir algo en la oscuridad. Una silueta emergía entre las sombras del túnel peatonal que pasaba bajo el puente, iba empujando algo que parecía un carro, las ruedas venían pidiendo a gritos unas gotas de aceite. Según iba aproximándose, la figura se iba definiendo, parecía que se trataba de una mujer… noté cómo se aceleraba mi corazón y… ¡mierda!, reconocí a la vagabunda rumana que siempre andaba revolviendo entre las basuras, la que me vendió los dientes postizos de Marisa… Ahora se acercaba hacia donde yo estaba, empujando su inseparable carrito lleno de desechos de metal. Pensé que pasaría de largo sin fijarse en mí, pero se detuvo al llegar a mi altura.
—¡Dámelo! —me soltó, de sopetón.
—¿Que te de qué?
—Ya lo sabes, ¡venga, tráelo!
Me pilló desprevenido, aquella era la última persona que me esperaba.
—¡No tengo nada para ti! —le respondí con brusquedad—. ¡Y largo de aquí, rápido, que estoy esperando a una persona!
—Como no me des la bolsa ahora mismo, te van a llenar de agujeros, como a tu hermano.
Me asaltaron las dudas: ¿los traficantes habían enviado a aquella vagabunda miserable en busca de la cocaína?, ¿es que no tenían a nadie más?, ¿pero de qué tribu eran aquellos maleantes?
Estaba indeciso, sin saber cómo reaccionar, y tal vez hasta le habría entregado el paquete a la tipeja si ella no me llega a amenazar con un hierro que llevaba en el carro. Parecía una de esas barras que se utilizan en los restaurantes árabes para ensartar el kebab, y cuando vi cómo se alzaba su punta afilada se me encendió una lucecita en la cabeza y mi cerebro empezó a trabajar rápidamente. ¿No sería aquel el instrumento que habían utilizado para taladrar a Cissé? ¿Se lo habrían regalado los asesinos a aquella indigente a cambio de hacer de recadista y, ya de paso, para hacerlo desaparecer en la chatarrería de Las Cortes?
No me dio tiempo a pensar mucho, la vagabunda se lanzó al ataque descargando sobre mí dos golpes con una agilidad que no me esperaba en ella: con uno de ellos me alcanzó de refilón un hombro, y con el otro me clavó la punta metálica en un muslo, haciéndome una herida no muy profunda. Por suerte, conseguí desarmarla rápidamente, y durante el forcejeo la lancé de una patada contra el carrito, que se volcó armando un ruido de la leche mientras toda la chatarra quedaba desperdigada por el muelle. La rumana se levantó del suelo, furiosa, y mirando hacia el oscuro pasadizo bajo el puente, alzó los brazos y gritó:
—¡No me lo quiere dar!
Entonces otras dos figuras salieron de entre las sombras, dos hombres corpulentos. No eran negros, tampoco parecían gitanos, ¿quiénes hostias eran? De cualquier modo, no tenían aspecto de nada bueno, así que dejé caer la barra del kebab al suelo, saqué la bolsa que llevaba escondida en la cintura y la levanté al aire.
—Aquí está lo vuestro —les dije a viva voz, agitando la bolsa.
Y lo que ocurrió a partir de ese momento fue de auténtica locura. Ante la señal acordada de antemano, se encendió una luz en el otro extremo del muelle, sonó el ronquido de un motor y apareció una motocicleta acercándose a gran velocidad. El conductor era muy gordo, demasiado para el vehículo que conducía, y no se le veía la cara porque llevaba un casco grande, totalmente cerrado. Al llegar hasta donde yo me encontraba, frenó en seco y me atizó un golpe en las costillas con una pala de pelotari. Fue un golpe auténtico, demasiado auténtico. Eché una maldición mientras dejaba caer la bolsa llevándome las manos al costado dolorido. El tipo recogió el paquete del suelo, giró la moto y salió cagando leches por donde había venido.
—¡Ladrón! ¡Hijo de puta! —grité, encogido de dolor—. ¡Cogedle!
La vagabunda rumana no se atrevió a hacer nada contra el motorista, pero los hombres, que corrían hacia nosotros, sacaron sendas pipas y apuntaron hacia la moto, todavía no muy lejana. Temí que los pistoleros lo tuvieran demasiado fácil y, sin pensar apenas lo que estaba haciendo, interpuse mi cuerpo en el hipotético camino de las balas.
—¡Deja esa bolsa! —grité al fugitivo—. ¡Tírala ahora mismo o te pego un tiro!
Como si lo hubiera acojonado con aquella amenaza, mi exigencia tuvo el efecto esperado: el tío de la moto lanzó el bulto a la ría, por encima del pretil. Con lo que nadie contaba era con que las ruedas podrían derrapar por culpa de los trozos de chatarra que había esparcidos por el suelo, justo a donde fue a parar el gordo con su motocicleta, dándose el hostión padre. Los dos traficantes corrían, pistola en mano, hacia el supuesto ladrón, pero, antes de que pudieran alcanzarlo, y de sopetón, comenzó a aparecer gente por todos lados. Algunos salieron de una de las tiendas, en apariencia cerrada; otros, de la parte de arriba del puente de San Antón, de las otras entradas al muelle de Marzana…
—¡Alto, policía! —gritó, antes que nadie, el que yo había tomado por un indigente dormilón. Los traficantes levantaron las manos sin ofrecer la más mínima resistencia, la rumana se quedó petrificada y el motorista se levantó a duras penas y se quitó el casco. Entonces vi la expresión de acojono y alucine que tenía la redondeada cara de Txema.
Varios agentes fueron rápidamente a desarmar a los traficantes, otros dos se encargaron de la rumana y de Txema, un grupito de tres o cuatro inspeccionó el pretil hasta dar con unas escaleras que bajaban a la ría, y por último, un hombre moreno y pequeño se me acercó con aparente pachorra.
—¿Qué tal Touré? —me preguntó, y le reconocí al instante, a pesar de no llevar uniforme.
—Hola, Etxebe —aún no sabía si tenía que alegrarme por el resultado imprevisto de mi plan.
—¿Qué andas haciendo tan tarde en este lugar tan solitario? —me preguntó con gesto serio.
Me di cuenta de que estaban poniendo las esposas a todos los demás, incluido Txema.
—No me vaciles —me arriesgué—. Me parece que ya lo sabes, ¿no?
El rostro del ertzaina se relajó.
—Creo que sí, pero me gustaría contrastarlo con tu versión.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Sé que ha llegado a tus manos una bolsa llena de polvo blanco, y que ha sido de un modo casual, sin que tú lo buscaras.
Asentí con la cabeza.
—Pues me gustaría que a partir de ahí me contaras tú lo sucedido.
Su tono sonaba más como una orden que como una invitación, de modo que empecé a largar, pero cuidando mis palabras, ya que aún no tenía claro hasta dónde me convenía confesar la verdad.
—Como tú mismo has dicho, esa bolsa no era mía, y como sospechaba que se trataba de droga, se me pasó por la cabeza llevárosla a vosotros, pero… —Etxebe me volvía a mirar con gesto grave—, me amenazaron, me acojoné y organicé esta cita para devolvérsela a sus dueños.
Se me quedó mirando en silencio, como si esperara algo más.
—Y aquí estoy.
No sabía cómo continuar con el relato sin meter la pata, así que lo dejé ahí. El ertzaina continuaba serio, no percibí en él ningún gesto de complicidad.
—También nos tendrás que aclarar quién es el de la moto —me dijo.
—Es un colega —tenía que pensar echando leches una explicación que pudiera colar—, y no ha hecho nada malo. Simplemente le pedí que me ayudara y él se ofreció de buena gana. Mi plan era que los traficantes creyeran que era un ladrón de verdad. A partir de ahí —no veía claro cómo seguir—, cabían dos posibilidades. La primera, que el motorista, mi amigo Txema, huyera con el paquete y os lo entregara a vosotros. A lo mejor los traficantes se lo tragaban y así me dejaban en paz —Etxebe me miraba escéptico—. Lo segundo que podía pasar era lo que ha pasado, sin vuestra aparición, claro. Si las cosas se ponían feas, Txema tenía que tirar el paquete al agua y largarse. En ese caso, si representábamos bien nuestro papel, quizás los traficantes se tragaran el farol, la droga se perdería en la ría y gracias a eso, de paso, nadie podría consumirla.
Me resultaba difícil interpretar la cara del policía, ¿seguía incrédulo?, ¿se estaba riendo de mí para sus adentros?
—¿No vais a soltar a mi amigo? —le pregunté.
—Primero vamos a hacerle un par de preguntas, y si nos confirma tu historia, no creo que tenga ningún problema.
—No se me ocurrió otro modo de librarme de esos delincuentes —me justifiqué—. Si llego a ir con la droga a donde vosotros, me habrían matado, igual que hicieron con mi… paisano.
—¡Claro, Touré! —dijo el ertzaina, con un evidente deje de ironía—. Ya sabíamos que tú no tienes nada que ver con el tráfico de drogas. Todo gracias a las nuevas tecnologías.
Aquella afirmación me hizo sospechar que durante los últimos días me habían tenido más controlado de lo que pensaba, y no fui capaz de quedarme callado:
—¿Habéis sabido en todo momento lo que estaba haciendo?
—Más o menos. Sabemos, por ejemplo, que últimamente tienes mucho éxito con las mujeres, y que todas quieren follar contigo. La verdad, no sé qué ven en ti.
Aquellas palabras burlonas solo consiguieron confundirme aún más.
—¿Cómo me habéis controlado?
—No eres tan memo, Touré, nosotros tenemos nuestros recursos, y tú eres un hábil investigador. De modo que adivínalo.
Fuera o no fuera memo, sospeché que exactamente esa era la cara que se me estaba poniendo en aquel momento. No sabía qué conclusión sacar y fue Etxebe quien siguió hablando.
—No te preocupes por eso, hombre. A fin de cuentas, tú no eras el que nos interesaba, sino los traficantes, estábamos esperando el momento adecuado para cazarlos y ya los tenemos.
El agente miró a los dos hombres arrestados. Estaban de cara a la pared.
—¿De dónde son? —pregunté.
—Rumanos. Por lo visto, les parecía demasiado poco lo que obtenían a la entrada de las iglesias y los supermercados, y han querido hacerse un hueco entre los traficantes de San Francisco —el policía volvió de nuevo la vista hacia mí—. Como si no tuviésemos bastante con los africanos, ¿verdad, colega?
Respondí con un gesto de asentimiento y, dejando momentáneamente de lado el rollo de la droga, me atreví a hacer una pregunta:
—¿También se les va a castigar por el asesinato del burkinés? Porque seguro que fueron ellos, ¿verdad?
—En mi opinión —levantó los hombros— eso también lo confesarán.
No parecía que le preocupara mucho lo que le habían hecho a Cissé.
—Por curiosidad —no pude vencer la tentación de hacerle otra pregunta—, ¿ha aparecido el arma homicida?
—El “arma homicida” —repitió, como mofándose—. ¿Dónde has aprendido eso?
—Lo he dicho bien, ¿no? —miré de reojo la barra del kebab que había en el suelo.
—Lo has dicho perfectamente, pero me parece que ves demasiadas películas.
Recordé el robo sucedido hacía unos días en el restaurante árabe de debajo casa. ¿Habrían sacado precisamente de allí la barra metálica?
—¿Pero la habéis encontrado? —reiteré.
—¿A quién le importa ese cuento del arma homicida?
Parecía que el ertzaina estaba empezando a hartarse, y pensé que sería mejor no insistir. A fin de cuentas, no me convenía que investigasen ese tema; tanto si el arma utilizada en el asesinato era aquella barra del kebab como si lo era la barrena del Buey, en cualquiera de los dos casos encontrarían en ellas mis huellas dactilares, así como restos de mi sangre, y eso era lo último que me faltaba para terminar de complicarme la vida, y total ¿por qué? Todo por mera curiosidad o, a lo sumo, por hacer justicia a un hijoputa que, a fin de cuentas, estaba mejor muerto. Definitivamente, no merecía la pena seguir por ahí.
—La víctima ya está enterrada —añadió Etxebe, recuperando la calma—, los asesinos detenidos y da lo mismo que confiesen o no lo del burkinés, porque… —se giró un momento, e hizo un gesto de satisfacción— tenemos la principal prueba que servirá para mandarlos a chirona: un kilo de coca pura.
Al mismo tiempo que el policía pronunciaba su sentencia, uno de sus compañeros subía por las escaleras de la orilla de la ría, portando en sus manos el envoltorio que yo había preparado a modo de anzuelo. Me quedé de piedra al ver de nuevo aquel paquete, y juraría que hasta me puse blanco cuando noté que ni siquiera se había mojado. El agente se acercó a nosotros y entregó mi obra de arte a Etxebe. Este sacó una navaja de su cinturón y me dijo con sorna:
—Tú nunca has oído hablar de la playa de Marzana, claro.
Le miré confuso.
—Mi abuelo me contaba —prosiguió mientras hacía una pequeña incisión en la bolsa— que de pequeños venían a bañarse aquí, cuando había marea baja. ¿Sabes lo que es la marea baja o en tu país no tenéis mar?
Estiré el cuello para mirar por encima del pretil que había al borde del muelle, dirigiendo mi vista hacia las aguas sombrías, y un poco más abajo, por la zona hacia donde Txema había lanzado el paquete, distinguí un trozo de orilla totalmente seca. Maldije mi suerte y traté de controlar mis nervios.
Etxebe se quedó unos segundos mirando el paquete con extrañeza y seguidamente terminó de rasgar el plástico para examinar mejor su contenido. Olisqueó el polvo blanco, e incluso se llevó un poco a la boca, y a continuación, tras soltar un taco, se dirigió a mí con brusquedad:
—¿Qué coño es esto?
Luego aspiró profundamente, y cuando vi sus intenciones, estuve a punto de decir “¡no!”, pero antes de que pudiera abrir la boca, el ertzaina sopló, y entonces sí que me puse blanco, blanco de harina. Mi nefasto instinto me dio un último consejo: no decir nada de nada, al menos hasta que se me ocurriera algo razonable. Etxebe estaba realmente cabreado, y solo me dijo una frase más:
—¿Dónde hostias está la coca?