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Salí indeciso de la casa de Marisa, no sabía para dónde tirar. Podía dirigirme hacia la plaza del Corazón de María, territorio gitano, o hacia la del Doctor Fleming, dominio de los africanos. Elegí esta segunda opción, pero no me senté en los bancos de siempre, donde se reunían los negros más o menos honrados. En aquella ocasión, me fui hasta la parte alta de la plaza, lugar de trapicheo de los pequeños camellos. Me quedé por allí un buen rato, sin hacer nada en especial: di unas cuantas vueltas entre los jugadores que participaban en las timbas callejeras, me senté en un banco a jugar con el móvil, estuve viendo pasar trenes apoyado en la barandilla que bordea la trinchera, me fui paseando hasta la estación de Zabalburu, de allí a la oficina de la asociación Askabide —donde ayudaban a las prostitutas—, también pasé por los locales donde sabía que vendían droga a escondidas… Tenía la esperanza de que, dejándome ver por aquellos rincones, alguien se me acercase, algún camello relacionado con los grandes traficantes, cualquier persona que me pudiera aclarar a quién y cómo debía devolver la maldita bolsa de polvo blanco.

A pesar de que el niño que se acercó a dar el recado a Garán había sido, seguramente, gitano, yo estaba convencido de que la droga que escondía en mi habitación era de los africanos. Le había oído decir un montón de veces a Jacinto Txabarri, el patriarca, que los de su raza habían dejado el tráfico hacía tiempo, que los guineanos eran quienes se habían hecho con el mercado. Seguramente, el chaval que habló con Garán solo era un mensajero, no iban a envíar a uno de los suyos si pretendían desviar la atención. Eso era lo que me decía mi instinto, eso y que no habían sido gitanos los que habían torturado a Cissé hasta morir, ellos habrían actuado de un modo diferente. De todas maneras, ¿debía fiarme de mi instinto?

El tiempo pasaba y yo seguía sin respuestas. De vez en cuando, aparcaba por allí un coche de la policía y una pareja se bajaba para dar una vuelta muy similar a la que yo acababa de hacer. Caminaban tranquilamente, con naturalidad, como mucho pedían a los jugadores que no hicieran tanto ruido, luego se metían otra vez en el coche y se iban. Los camellos también sabían actuar con naturalidad mientras merodeaba la pasma, aguantando el tipo hasta que pasara el peligro.

Aunque me dejé ver por todos los lugares más o menos estratégicos, nadie se acercó a mí ni mostró el más mínimo interés por mi presencia. Podría haber tomado yo la iniciativa, pero no me pareció muy buena idea entrar a la gente con preguntas extrañas. Al final, por mucho que me estrujara los sesos, no veía más que una salida: esperar la llamada de los dueños de la bolsa.

Miré el reloj, todavía no eran las ocho. Necesitaba evadirme un poco del agobiante rollo de la cocaína, y se me ocurrió centrarme en otro tema que tenía pendiente: el último cabo suelto que me quedaba en el caso de la vieja.