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Mi colega Txema se quejaba muchas veces —sobre todo durante nuestros largos poteos—, de que en Euskadi solo había tías estrechas y que echar un polvo era un milagro, al menos sin pagar. Y yo me preguntaba en otras tantas ocasiones por qué conmigo no se cumplía aquella regla. Curiosamente, lo que le pasaba a Txema con las mujeres vascas era similar a lo que me sucedía a mí con las africanas, que no querían saber nada de tíos como yo y que preferían hombres con mucha pasta en el bolsillo, a ser posible blancos. A decir verdad, la cuestión no me preocupaba demasiado, el interés que mostraban por mí las mujeres blancas me lo tomaba como una curiosa anécdota, y me daba igual si para ellas era solamente un juguete exótico con el que poder liberarse de sus frustraciones, o si les daba por el rollo protector y querían consolar a un pobre negrito. Yo, simplemente, les dejaba hacer con mi cuerpo y, en ocasiones, hasta me soltaban algo de pasta, algunas como si pagaran a un gigoló profesional, otras como si dieran limosna a un mendigo… Este hecho tampoco me suponía un conflicto moral ni ninguna chorrada por el estilo, yo aceptaba el dinero con mucho gusto y a correr.
Aquellos pensamientos revoloteaban dentro de mi cabeza en el momento en que Enare me susurró algo al oído:
—No pienses que me voy con cualquiera a la cama, pero me ha encantado y… ¿sabes?, es la primera vez que lo hago con un negro.
Por un momento temí que hiciera algún comentario sobre el tamaño normalito de mi pene, pero no lo hizo. Estiró la mano para apretar un botón del mando a distancia que tenía sobre la mesilla de noche, luego se acercó más a mí y cruzó su brazo sobre mi pecho, pegando su cuerpo al mío. Estábamos desnudos, tumbados en su cama. Entonces empezó a sonar una canción desde la minicadena, una en un idioma extraño. Lo único que llegaba a entender era una palabra que se repetía muchas veces: “Bilbao”.
—¿La conoces? —me preguntó Enare.
—No.
—Txema me ha dicho que cantas ópera.
No dije nada, no sabía qué relación podía tener aquella música con la ópera.
—Esta canción —me aclaró—, Bilbao Song, es un fragmento de una especie de ópera, un musical de Kurt Weill. Se titula Happy End y la letra es del gran Bertolt Brecht.
Después de escuchar tantos nombres raros, pensé en decir “yo canto otro tipo de música” o algo por el estilo. Pero al final preferí seguir con la boca cerrada, y ella continuó con su historia.
—Algunos dicen que, a la hora de escribir Bilbao Song, Bertolt Brecht se inspiró en el barrio donde tú vives, en lo que era antiguamente, claro, durante su edad de oro hace ya casi cien años, cuando la Palanca estaba llena de cabarés elegantes y recibía viajeros de todo el mundo.
Me pregunté si mi acompañante no estaría exagerando un poco con aquella descripción de San Francisco; aún así, asentí con un “ah”, como si me sorprendiera lo que me estaba contando.
—Pero, según parece —continuó—, Brecht nunca estuvo allí —dejó pasar unos segundos—. A pesar de ello, captó a la perfección el ambiente nocturno de Bilbao, alegre y melancólico al mismo tiempo, relacionándolo con la imagen de la luna roja sobre la ciudad. A mí me gusta mucho, muchísimo —subrayó—, y la suelo poner en momentos tan especiales como este… La mujer que estamos oyendo cantar ahora, Lotte Lenya, es, sin duda, la que mejor ha interpretado Bilbao Song. ¿A ti qué te parece?
—Que tienes razón, es… —me costó unos segundos encontrar un adjetivo adecuado— encantadora.
La verdad es que la canción me parecía un coñazo, y la voz de la cantante me sonaba como el ladrido de un perro latoso.
—Los protagonistas de Happy End se parecen un poco a nosotros, ¿sabes? —siguió Enare, después de tararear un par de compases—. Trata de la relación entre una buena chica y un mafioso. No te lo tomes a mal —me aclaró—, yo no soy tan buena y tú no eres un mafioso, pero pertenecemos a caras opuestas de Bilbao. Tú te mueves en ese mundo, entre delincuentes, ¿verdad? Txema me ha dicho que eres detective.
Dejé que sonaran las últimas notas de Bilbao Song antes de responder.
—Pues sí, es verdad —me había parecido notar una cierta admiración en las palabras de Enare.
—Si llego a saberlo antes, no te hubiese tratado tan mal cuando entraste por primera vez a la librería. Te tomé por otra cosa.
Pensé que, en realidad, yo era más “otra cosa” que detective, pero qué demonios, si me convenía pasar por héroe con aquella princesa, por mí no había inconveniente.
—¿Sabes que soy muy aficionada a las novelas negras? —añadió.
—Me alegro —¿qué sería eso de las “novelas negras”?—. ¿Lees mucho?
—A eso me dedico la mayor parte del tiempo en la librería, no tengo mucho más que hacer… Conozco a todos los detectives que han creado los mejores autores del mundo, y nunca imaginé que algún día me encontraría tan cerca de uno de verdad.
Aquellas palabras me hicieron sentir importante.
—Para celebrar nuestro encuentro, te he traído una cosita. Abre el cajón —me ordenó, señalando la mesilla que había a mi lado.
Obedecí a Enare y saqué de allí una bolsa que llevaba impreso el nombre de la librería Urtxintxa. Dentro había un libro en cuya portada se podía leer: “José Javier Abasolo”.
—¿Es su última novela? —le pregunté.
—Sí.
—¡Gracias! —me salió, casi emocionado, y me surgió una duda—. Entonces… Txema sí te había dicho que pasaría por la tienda.
—¡Pues claro! —me dio un pellizquito en un pezón—, antes te he tomado el pelo.
Enseguida até cabos y, claro, me pareció más lógica la actitud de Enare al verme entrar en la librería.
—¿Cuánto te debo? —pregunté, por si acaso.
—¡Por favor, Touré! No estropees este momento tan romántico. Es un regalo, hombre.
El tercer y último objeto que tenía que recuperar para la vieja había llegado a mis manos del modo más inesperado. Y encima, gratis, no como los otros dos. Al final, aquel caso no iba a ser tan ruinoso para mí. Empecé a calcular cuánto pediría a Marisa a cambio del libro, pero la felicidad me duró poco. Precisamente al pensar en el dinero, de repente, recordé lo que en los últimos días había sido mi única fuente fija de ingresos: los trabajitos de las fiestas de Rekalde. “¡Mierda!”, pensé, y maldije mi huevonería. ¿Cómo había sido capaz de olvidarme de aquello? Era demasiado tarde para intentar arreglar el problema y traté de encontrar algún consuelo. ¿Habría vuelto a ocuparse Txema de los cabezudos y del toro de fuego, como la víspera? ¿O, por el contrario, se había ido a la mierda, para siempre, mi plan “20+20x30”? Por si fuera poco, me di cuenta de que también me había olvidado de otra cosa: le había prometido a Cristina que le llamaría para quedar y comernos unos pinchos. Entonces me vino a la cabeza una de las teorías del sabio Osmán: solía decir a menudo que los hombres tenemos dos cabezas y que somos incapaces de pensar con las dos al mismo tiempo. Eso es lo que me pasó a mí aquella noche, que cuando empezó a funcionar mi cabeza de abajo, la de arriba se bloqueó totalmente.
Pensé que, como mínimo, le debía una explicación a Cristina. Me entró el agobio, pero no era plan de vestirme a toda leche y salir disparado. En su lugar, cogí el teléfono y me dirigí a mi acompañante, acariciándola:
—Por favor, Enare —le pedí—, ¿puedes estar un momento en silencio? Tengo que hacer una llamada por narices.
—¿A quién?
—A una amiga.
—Bueno —accedió después de un par de segundos y no muy convencida. Se retiró a su lado de la cama y se quedó tumbada boca arriba, dando un resoplido. Yo marqué el número desde la agenda.
—¿Qué tal Touré? —escuché al otro lado del teléfono. Al menos, parecía que Sa Kené no estaba enfadada.
—Vaya, bastante bien, pero me he liado un poco con lo que tenía que hacer y se me ha hecho un poco tarde.
—Tranquilo, hombre. Nosotros estamos muy bien, nos acabamos de comer un helado gigante cada uno y ahora íbamos para casa.
—¿A qué casa?
—A la mía, ¿por qué?
Hubo un silencio, y después se me adelantó Cristina.
—¿No te parece bien que esperemos allí hasta que vengas?
—No sé… Puede que todavía tarde un poco y ¿no sería mejor llevar a Garán a mi piso?
—Por mí, no hay inconveniente. ¿Quieres que vayamos para allí?
—Igual mejor.
—Vale. ¿Habrá alguien en casa?
—Creo que sí, y te conocen de sobra. Si no, puedes pasar por el locutorio y pedirle la llave a Osmán.
—De acuerdo, ya sé lo que podemos hacer: vamos a cenar nosotros dos mano a mano en el Urkiola y luego, si todavía no has llegado, te esperamos en tu casa, ¿te parece bien? —hizo una pausa, como si estuviera pensando qué decir a continuación—. Y si, por lo que sea, te entretienes más de la cuenta, no te preocupes. Me quedo a pasar la noche con Garán y basta con que aparezcas mañana por la mañana, no te olvides de que tengo que ir a trabajar a la farmacia, aunque sea domingo.
—Sí, ya me acuerdo —se me había olvidado, por supuesto—. Pero tranquila, seguro que dormiré en casa, y no llegaré muy tarde.
Parecía que a Enare se le estaba pasando el mosqueo, porque se volvió a arrimar y empezó a chuparme una oreja. Eso me produjo un escalofrío que, creo, me hizo temblar hasta la voz.
—Gracias por el favor, Cristina —dije, intuyendo que lo mejor era despedirse cuanto antes.
—Para eso estamos los amigos, Touré. Tú disfruta del momento. Hasta luego.
Por la risita con que se despidió Sa Kené estoy seguro que se imaginaba lo que estaba haciendo en ese momento. Menos mal que no era nada celosa. Yo, por el contrario, no podía evitar tener ese sentimiento hacia ella, incluso a pesar de no tener motivos ni, mucho menos, derecho.
—Dime la verdad —me susurró Enare al oído cuando corté la llamada—. ¿Es una amante?
—Bueno —me resultaba difícil concretar qué tipo de relación era aquella; en realidad, ni yo mismo lo tenía muy claro—, podría decirse que somos buenos amigos.
Estaba avergonzado por haber olvidado mi cita con Sa Kené, y recordé lo que me había echado en cara el tendero chino. Tal vez tenía razón y no hay que fiarse de la palabra de los africanos. O, quizás, todo era mucho más simple y se resumía en la teoría de Osmán sobre las dos cabezas de los hombres.
—Touré.
Al escuchar mi nombre pronunciado con aquella dulzura recordé que, en aquel momento, no existía otro mundo fuera de aquella habitación y que tenía que volcar todo mi interés en la princesa que seguía junto a mí.
—Touré —repitió, mientras me rozaba suavemente un pezón con la punta de su dedo índice humedecido en saliva—. ¿Tienes algún caso entre manos?
—Sí —respondí—. Un par de cosas.
—¿Peligrosas?
—Bastante —el travieso dedo de la chica se entretenía entonces en la otra tetilla, y luego empezó a deslizarse lentamente desde el pecho hacia abajo, haciéndome olvidar que era la pura verdad lo que acababa de responderle.
—¿Por qué no me cuentas algo?
—Los buenos detectives debemos respetar la privacidad de nuestros clientes —intenté imaginar cómo hablaría un profesional—, pero te contaré algo, si tienes curiosidad.
Los dedos continuaron descendiendo, y sentí que toda mi sangre iba en la misma dirección, hacia mi cabeza inferior. A la mierda las batallitas, para eso ya habría tiempo más tarde; aparté las sábanas de un tirón, agarré a Enare por la cintura y la senté encima de mí.
Entonces comenzó un suave trote de gemidos ahogados, cuando, inesperadamente, sonó la musiquilla de mi teléfono. No pensaba atender la llamada, pero Enare alargó el brazo y miró la pantalla. Se le pusieron esos morritos que tanto me gustaban y apretó el botón verde. Se acercó el auricular al oído, al principio no dijo nada, pero luego sí que respondió, y por sus palabras, no me costó adivinar quién estaba al otro lado.
—¿Qué “chato” ni qué hostias? —soltó—. El chato no puede ponerse ahora, que está ocupado. ¡Escucha!
Enare arrojó el teléfono sobre la cama, con la llamada aún en curso, y dejándose de dulzuras y sutilezas, sacó la bestia que llevaba dentro. El balanceo tranquilo del principio fue acelerándose rápidamente, llegando a la categoría de galope desbocado y pasando de tímidos suspiritos a gritos de loca.
Estiré el brazo y pesqué el móvil con la punta de los dedos. Cuando me lo llevé a la oreja, escuché unas risas al otro lado.
—¿Dónde hay que pedir vez para estar con el chato? —preguntó la amante rubia de Davide, el Pálido.
—Soy yo, Alazne —balbuceé—. Perdona, no me pillas en un buen momento.
—¡No me digas!, ¡pues cualquiera lo diría! —no había elegido muy bien mis palabras, no—. Por lo visto —continuó—, hoy no es el mejor día para que saldes tu deuda, ¿verdad?
Evidentemente, se refería a mi sucesión de cagadas en la boda del mediodía, y entonces comprendí, mucho mejor que en la iglesia, a qué tipo de compensación se refería cuando me soltó los cien euros.
—No te preocupes, chato —añadió, sin perder el buen humor—, debí imaginarme que ese cuerpazo no podía estar libre cualquier sábado por la noche. Ya pediré vez para otro momento, ¿vale?
—Vale.
Apreté el botón rojo y, cuando estaba a punto de dejar el móvil sobre la mesilla de noche, Enare me lo tiró al suelo de un manotazo. A partir de ahí, cogió las riendas y nos centramos en nuestra tarea. Dejé que ella dirigiera el juego, aun cuando empezó a dar tal caña que llegué a temer que alguien se hiciera daño. Ella siguió armando escándalo, y no se detuvo hasta soltar unos buenos gritos orgásmicos. Yo me corrí unos segundos más tarde, con un suspiro mucho más moderado.
Si el primer polvo había sido bastante discreto, el segundo fue todo lo contrario. Me parecía increíble que fuera con la misma persona en las dos ocasiones. La que al principio parecía una joven modosita y delicada, se había convertido en una mujer ardiente con el furor de una loca, casi hasta el punto de asustarme. Eran alucinantes los cambios en la actitud de Enare.
Después volvió a la serenidad del principio, colocó su brazo relajadamente sobre mi pecho y los dos nos quedamos en silencio.
—Vamos a ir poco a poco —murmuró después de unos de minutos.
—¿A dónde? —me salió, pero ella siguió hablando como si no me escuchara.
—En las relaciones de pareja es mejor ir despacio, pero has de saber que no me gusta compartir hombre. No sé quiénes son esas Alazne y Cristina, ni todas las amantes que seguro que tienes por ahí; ni lo sé ni me importa, pero ya puedes ir despidiéndote de ellas.
En lugar de responder, me quedé mirando la lámpara del techo. Estaba formada por varios brazos finos de metal entrelazados entre sí y con unas pequeñas bombillas de colores en las puntas. Me recordaron las patas de una tarántula o, tal vez, los tentáculos de un pulpo.
—De momento es mejor que cada uno siga en su casa —continuó—, pero si todo marcha bien, pronto haremos planes para que te vengas conmigo —Enare me estaba dejando flipado, cada cosa que decía me resultaba más sorprendente que la anterior—. Así, de paso, podrás escapar de ese barrio miserable, aquí vivirás mucho mejor.
“¿Otra misionera?”, pensé, empezando a preocuparme de verdad. Creía que me había llevado a su casa por puro sexo, tal vez por morbo… pero se veía que estaba equivocado. De cualquier modo, la chica estaba exhausta y al poco tiempo, después de soltar un leve suspiro, calló y se quedó dormida.
Pasé un buen rato meditando, y justo cuando creía estar llegando a una conclusión, sonó otra vez mi teléfono. Salté rápidamente de la cama y conseguí coger el aparato antes de que despertara a Enare. No me dio tiempo a fijarme si aparecía algún número o nombre conocido en la pantalla, pero reconocí la voz del otro lado en cuanto apreté el botón verde.
—¿Qué tal, Touré? —esta vez era Amaya, la tabernera de Ledesma.
—Bien —dije simplemente, intentando no levantar la voz. No me podía creer lo que me estaba pasando aquella noche.
—Por hoy ya he currado bastante, pero me da pena irme a casa tan pronto y me estoy haciendo un porrito en la calle. Me he acordado de ti y se me ha ocurrido que a lo mejor estabas libre para compartirlo.
—Pues justo ahora no, Amaya, lo siento —le dije, hablando muy bajo.
—Estás con esa monjita, ¿verdad?
—¿Con quién?
—No te hagas el tonto, moreno, estás con la zorra de la librería ¿a que sí?
No respondí y ella siguió hablando.
—Me lo tenía que haber imaginado. Pero bueno, ya te habrás dado cuenta de que está como una chota la pobre, ¿no? —esperó un momento la respuesta que no le di—. En fin, guarda bien mi número, ya quedaremos otro día, ¿vale?
—Vale —susurré, y ella colgó.
Me senté en la cama y volví a recordar las conversaciones mantenidas con Txema acerca de la supuesta estrechez de las mujeres vascas. Allí mismo había una de ellas, durmiendo plácidamente a mi lado, y mientras observaba su bonita cara pensé que, al margen de su aspecto angelical, Amaya tenía un poco de razón con respecto a cómo le funcionaba la cabeza. Sentí un escalofrío y decidí que lo mejor que podía hacer era desaparecer de allí cuanto antes. Cubrí el hermoso cuerpo de la princesa con la sábana, me vestí con cuidado y salí del piso sigilosamente.