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Una vieja me observaba con recelo a través de la ranura de la puerta, solo abierta hasta donde lo permitía la cadena de seguridad. Miré la placa de la pared y comprobé que no me había equivocado, era el 2.º izquierda.
—Soy Touré —dije, intentando colar mi sonrisa por la rendija—, el detective.
—¿Seguro?
—Acabamos de hablar por teléfono.
—Cuando te he visto en el bar —vocalizaba fatal— no me has parecido tan alto —me miró de arriba abajo.
Yo me encogí de hombros. Había pasado a tratarme de “tú”, no estaba seguro si eso era una buena señal.
—Será porque estaba sentado —no se me ocurrió nada mejor que decir.
—Déjate de coñas, ¿no llevas nada que te identifique?
Precisamente hacía pocos días que había actualizado mis tarjetas, añadiendo nuevas mentiras a las mentiras antiguas, con la esperanza de poder ampliar mi clientela en el futuro. Saqué una de las cartulinas del bolsillo trasero de mi pantalón y se la pasé por el resquicio de la puerta entreabierta. Ella se tomó unos segundos para mirarla.
DETECTIVE TOURÉ
Prestigioso investigador privado, resultados garantizados, rápido y efectivo. Soluciono cualquier tipo de problema, utilizo tanto los métodos africanos tradicionales (cauris y otras prácticas animistas) como las técnicas más novedosas y sofisticadas de Occidente, incluidas las últimas tecnologías.
Confía en mí, no te arrepentirás.
Teléfono: 619348491
Correo electrónico: tourebf@yahoo.com
Después, levantó la vista y se dirigió a mí en un tono desagradable:
—¿No podías haber puesto una letra más grande? Solo puedo leer “Detective Touré” —me reprochó, y tras un momento de indecisión, por fin quitó la cadena del cerrojo y me dejó pasar.
—Todos los negros sois parecidos, y en este barrio no te puedes fiar de nadie.
Aunque no se me da muy bien eso de echar la edad a los blancos, calculé que aquella mujer tan antipática rondaría los setenta. Además, no tardé mucho en adivinar el motivo por el que vocalizaba tan mal: le faltaban los dientes.
—En nuestro portal —continuó, llenándome la cara de salivajos— a casi todos nos han entrado a robar alguna vez. A todos menos a los negros del quinto, claro.
—Los negros africanos no nos dedicamos a eso, señora.
—Si tú lo dices…
Se giró dándome la espalda y me condujo a través de un largo y estrecho pasillo en penumbra. No encendió ninguna luz, a pesar de que casi no se veía nada, pero ella conocía bien el camino y me guió en la oscuridad. Mientras avanzaba arrastrando las zapatillas, dijo que nunca me habría llamado de no ser porque la chica de la farmacia, que por cierto le parecía muy simpática, hablaba muy bien de mí. Por lo visto, Cristina le había dicho que, aunque fuera negro, era buena persona, un tipo serio y de fiar… No sé exactamente qué palabras utilizaría ella para ensalzar mis virtudes, el caso es que se había ganado la confianza de la vieja, lo cual, viendo cómo era aquella mujer, tenía un gran mérito. Mientras escuchaba toda clase de alabanzas sobre mi profesionalidad, me dio a la nariz que lo mejor sería aclarar cuanto antes cierto punto.
—Antes de continuar, señora… —le corté el rollo al llegar a la entrada de un cuarto casi tan oscuro como el pasillo—. Todavía no me ha dicho su nombre.
—Me llamo Marisa —respondió.
—Muy bien, Marisa… Creo que, antes de nada, deberíamos concretar alguna cosilla.
—¿Qué cosilla? —preguntó, contrariada.
—Pues tendríamos que hablar de mi tarifa.
—¿Tu tarifa? —subió la persiana y la luz de la calle dejó al descubierto lo que había en el interior de la estancia. Mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra y en un principio me quedé deslumbrado, pero cuando mis pupilas se adaptaron a la claridad y pude abrir los párpados, me llevé un susto de muerte. Hasta se me escapó un grito. En un rincón, en el hueco que quedaba entre la pared y un viejo armario, había un bulto enorme: un hombretón sentado en una silla de ruedas. Parecía mucho mayor que la mujer, iba totalmente vestido de negro, con la txapela encasquetada hasta las orejas, y era más feo que un demonio: una ceja enorme le atravesaba la frente de lado a lado, y unos pelos largos asomaban por los agujeros de su narizota deforme. A pesar de mi alarido, el hombre ni se inmutó. Permanecía inmóvil, con la mirada perdida en el infinito y los labios apretados. De no ser por la rabia contenida de su gesto, habría pensado que estaba fiambre, ya que parecía más rígido que una estaca y estaba extremadamente pálido. Un último detalle llamó poderosamente mi atención: entre las piernas tenía una barra de hierro, más o menos de metro y medio, que sujetaba con los puños fuertemente cerrados.
—Mi marido —dijo la mujer—, el último minero de Miribilla —añadió con orgullo.
Había escuchado, sí, que junto a San Francisco, más arriba, hubo en un tiempo unas minas muy importantesy que estuvieron abiertas hasta hacía bien poco. A los que habíamos llegado a Bilbao en los últimos años nos costaba imaginar aquel pasado de túneles y simas que, con el tiempo, habían quedado ocultos bajo los nuevos rascacielos, los jardines y otras construcciones modernas que daban un toque de elegancia a la ciudad. De cualquier modo, y a pesar de ser un barrio vecino, no teníamos ninguna relación, ni falta que nos hacía, con los habitantes de Miribilla. Sí ocurrió, durante una temporada, que las prostitutas africanas de Las Cortes empezaron a acercarse poco a poco hacia los parques y las rotondas de esa zona, pero la gente que vivía por allí montó una gorda y no paró hasta lograr que las chicas volvieran a meterse en el agujero de donde habían salido. La verdad es que, en general, los habitantes de San Francisco vivíamos en nuestro propio mundo, ajenos a lo que pasaba en Miribilla, en las Siete Calles o al otro lado del puente de Cantalojas. Nuestra Pequeña África poco o nada tenía que ver con el Bilbao Blanco.
—¿¡Su marido!? —medio exclamé, intentando aparentar incredulidad—. Pero usted, Marisa, es mucho más joven, ¿no? Si me dijera que se trata de su padre me lo creería —una vez pasado el susto, se me ocurrió que hacerle un poco la pelota a mi nueva clienta podría allanarme el camino a la hora de negociar mi salario.
—Es verdad, Julián es bastante mayor que yo, pero no te imaginas cómo era de joven… Menudo mozo… Guapo, trabajador, fuerte, valiente… Las chicas bebían los vientos por él; pero yo, solo yo —subrayó—, fui la afortunada, ¡fue en mí en quien se fijó el mejor barrenador de Bizkaia!
La mujer debió de notar por mi cara que no entendía de qué me estaba hablando:
—No te enteras, ¿verdad?
Y antes de que yo pudiera preguntarle nada comenzó a dar explicaciones:
—En aquellos tiempos no había maquinaria moderna, eran los propios mineros los que tenían que agujerear la piedra para meter dentro los cartuchos de dinamita, y para eso solo utilizaban la fuerza de sus brazos, y la barrena, claro —señaló la barra de hierro que su marido sujetaba—. Los buenos barrenadores eran muy valorados, y mi Julián era el mejor de todos. Mira si sería fuerte, que le llamaban “el Buey”. Cuando terminaba la jornada, desafiaba a otros barrenadores, y ¡anda que no ganó apuestas! Venían muchos, de otras minas de Bizkaia, y ninguno consiguió vencerle. Pero —su expresión pasó de una especie de orgullo eufórico al desánimo— los patrones fueron quienes mejor se aprovecharon de la fuerza de Julián. Gracias a él se forraron con las apuestas, y luego, cuando cerraron las minas y se vendieron los terrenos, le dejaron tirado. Nadie le tuvo en cuenta, nadie se acordó de nosotros. Aquellos ricachones se fueron a sus casas de lujo y nosotros nos quedamos aquí, condenados a vivir en este agujero para siempre.
Miré alrededor. Yo nunca habría dicho de aquella casa que fuera un agujero. De hecho, no se podía comparar ni de lejos con la nuestra.
—¡Qué curioso! —continuó con una mueca parecida a una sonrisa—. Ahora resulta que barrenar se ha convertido en un deporte. ¡Bobadas!, mi Julián dejaría en ridículo a cualquiera de esos jovencitos, imitadores de tres al cuarto.
—Todavía parece un hombre muy fuerte, sí —intervine, solo por decir algo.
—En diciembre —continuó—, si Dios quiere, cumplirá noventa y cinco años.
—¡Vaya! —exclamé—. Que así sea —me acerqué un poco al hombre, y me fijé mejor en la barra de hierro que sujetaba—. La tiene bien agarrada, ¿eh?
—Desde que perdió el habla, no hay quien le pueda arrancar eso de las manos. No lo suelta ni para salir a la calle. Las pocas veces que lo saco procuro taparlo con una manta, no vaya a ser que alguien se asuste.
El hombre seguía inmóvil como una estatua. Me incliné para verle todavía más de cerca. Me pareció que no respiraba.
—¿Seguro que está vivo? —se me ocurrió preguntar.
En contra de lo que esperaba, la respuesta no vino de la mujer sino del anciano, que resucitó de sopetón. Me dio un susto de muerte, no tanto por la sacudida de su cuerpo, que tampoco fue tan violenta, como por el bufido de toro que me soltó en las narices. Pegué un bote hacia atrás, con el corazón golpeándome a mil pulsaciones.
—Hace eso cuando se enfada —dijo ella con tono de reproche, recuperando el genio anterior—. Casi no habla, ni puede moverse, ¡pero está vivo!, ¡claro que está vivo! Y aun apostaría a que cualquier día se levanta de esa silla.
—Perdón —me disculpé—, a veces hablo sin pensar.
La mujer se acercó hasta su marido para secarle un hilillo de saliva que le salía por la boca, y de paso le enderezó la txapela y le arregló un poco la ropa. Yo me acerqué al balcón y aproveché aquella pausa para reconducir la conversación.
—Ha sido muy interesante conocer a su marido, Marisa —había que entrar en materia con delicadeza—, pero no me ha hecho venir hasta aquí solo para eso, ¿verdad?
—No, claro.
—Ya le diría Cristina —continué, intentando llegar adonde me interesaba— que soy detective profesional. Eso quiere decir que vivo de esto y, como es normal, tengo mi “caché”: por la primera cita, tanto si echo los cauris como si no…
—¿Qué demonios es eso de los cauris? —me cortó.
—Utilizo diferentes métodos de trabajo, como pone en mi tarjeta. Lo de los cauris es magia africana, a veces sirve para adivinar el futuro y puede ayudar a solucionar problemas de todo tipo.
—¿Y también sirve para encontrar objetos desaparecidos?
—Puede servir.
—Vale… —por su tono aún no parecía muy convencida—, me importa un carajo el método que utilices. Me han robado algunas cosas y si las recuperas te pagaré; si no, no.
—Pero se suele dar un adelanto, Marisa.
—¡Sí, hombre! ¡Para que desaparezcas con mi dinero y no te vuelva a ver el pelo! ¿Crees que soy imbécil, o qué?
—No, Marisa, no lo creo, pero esto funciona así. Cualquier detective le va a pedir un adelanto para los primeros gastos. Normalmente se pide bastante, pero yo me arreglaré con algo menos.
En realidad no estaba al tanto de lo que hacían otros, pero me pareció que la mujer se había tragado el cuento y que estaba a punto de ceder.
—Bueno… —dijo, después de pensárselo unos segundos—. Primero voy a explicarte lo que ha pasado y luego ya veremos cuánto y cuándo te pago.
Era muy testaruda. Al final, tuve que rendirme.
—Vale, entonces dice que le han robado ciertos objetos, ¿verdad, Marisa? —pregunté.
—Sí.
—¿De dónde?
—De aquí mismo, de mi dormitorio —señaló hacia el lugar donde se encontraba la mesilla de noche—. Han desaparecido unas cosas que había junto a la cama.
—¿Qué cosas, Marisa?
—El despertador, un libro, mi dentadura postiza, con vaso y todo…
—¿Nada más? —pregunté, intuyendo que se callaba algo.
—¿Te parece poco?
—¿No le falta dinero, Marisa?
—No. ¡Y deja ya de repetir mi nombre, coño!
Aquella reprimenda me dejó descolocado. Osmán solía decir que, para ganarse la confianza de los nuevos clientes, lo mejor era dirigirse a ellos con una sonrisa, hablando suavemente y, sobre todo, repitiendo muchas veces su nombre. Se suponía que eso les hacía sentir confianza y que así se dejaban convencer más fácilmente, eso según las leyes del marketing. Pero parecía que esas historias no funcionaban con aquella petarda. La verdad, a mí lo único que me interesaba era saber cuánto estaría dispuesta a pagarme, la muy tacaña, y empezaba a sospechar que no iba sacar de ella mucho más que de los infelices africanos que acudían a mí para que les adivinara el futuro.
—Ah, casi se me olvida —continuó—, también me han quitado otra cosa, algo muy especial para mí.
—¿Y qué es?
—Un juguete.
—¿Un juguete? Si no me da más datos…
La mujer parecía dubitativa.
—Un juguete… —repitió, mirando fugazmente hacia su marido—, largo… uno de esos que vibra cuando se aprieta un botón.
—Bien —respondí, muy serio—. ¿Me puede dar alguna otra pista que me ayude a encontrarlo?
—Es de color anaranjado y con forma de zanahoria.
—¿Es muy caro?
—Bastante.
—¿Dónde lo compró?
—¿Qué más da eso?
No dije nada, la mujer tenía razón; aquel detalle no era importante. En realidad, lo único que me preocupaba era otra vez lo mismo de antes: en cuántos euros se podría medir el cariño que la vieja tenía a su juguetito.
—¿Le han quitado algo más?
—No, creo que eso es todo.
—¿Y cuándo ha sido?, ¿estaba fuera de casa cuando entraron los ladrones? —pregunté.
—No. Entraron anoche, mientras dormía.
—¿Por la puerta?
—No. Por el balcón. Tuvo que ser por ahí —señaló hacia la calle—, no hay otro modo, porque siempre doy cuatro vueltas a la llave de la puerta, y además tengo tres cerrojos.
Abrí la puerta del balcón y salí. A pocos centímetros pasaba un canalón que bajaba hasta la acera. Estiré el brazo y lo agarré. Comprobé que estaba bien sujeto a la pared, apenas se movía. No parecía demasiado difícil que una persona, lo suficientemente ligera y ágil, hubiera subido por allí.
—¿Suele dormir con el balcón abierto?
—Los últimos días, sí. Este bochorno es insoportable.
—Es verdad —asentí, buscando un punto de complicidad—, nosotros también dormimos con la ventana abierta.
—Pero seguro que en vuestra casa no tenéis nada que atraiga a los cacos, porque tú vives en uno de esos pisos patera, ¿verdad?
A la mierda con la complicidad y con todo. Me planteé si merecía la pena seguir con aquello o si sería mejor mandar a la puta vieja a tomar por culo.
—Muy bien —dije, escogiendo la primera opción—. El despertador, la dentadura, el vaso, el juguete naranja, el libro… ¿Le interesa recuperarlo todo?
—El vaso no me importa demasiado, y el despertador, la verdad, tampoco, porque cada vez anda peor. Pero las demás cosas sí que las quiero. El libro es el último de Abasolo y se lo tengo que devolver a una amiga que me lo ha prestado. Además, es una historia que me tiene enganchada. El protagonista es un detective de Bilbao, pero de verdad, no como tú.
—Ya —asumí, preguntándome si con ese “de verdad” la vieja estaba cuestionando el que yo fuera detective, que fuera de Bilbao, o ambas cosas. Recordé el comentario de la bibliotecaria de San Francisco, a lo mejor tenía que conformarme con ser “una especie de detective muy peculiar”.
—Me pondré a trabajar cuanto antes —añadí.
—Eso espero, a ver si es verdad, que ya sé yo lo huevones que sois los africanos.
Mantuvimos la mirada frente a frente, en silencio, hasta que yo desvié los ojos hacia donde estaba el último minero de Miribilla. Pensé en el mérito que tenía aquel pobre hombre por haber soportado a aquella bruja durante toda una vida.
—Como le decía antes… —retomé la palabra, haciendo un gran esfuerzo por mantener la sonrisa— tengo una tarifa fija.
Viendo que la mujer no reaccionaba, volví a la carga:
—Cobro veinte euros por la primera cita. Después…
—¿Estás loco? —me soltó, escandalizada—. Ni el fontanero cobra eso por una salida.
—¿Cómo que una salida?, ¿qué es eso? —estaba empezando a perder la paciencia.
—Te voy a dar cinco euros, y contento —dijo, sin hacerme mayor caso.
—Mire… por tratarse de usted… —comencé a balbucir, manteniendo a duras penas mi dignidad mientras me preguntaba sobre la conveniencia de volver a decir “Marisa”—, haré una excepción y se lo dejaré en diez.
—He dicho cinco, lo tomas o lo dejas.
En ese momento comenzó a sonar el himno del Athletic. El rostro de la mujer expresó primero sorpresa y luego se enterneció.
—¡Anda!, ¿eres del Athletic? —me preguntó.
—¡Pues claro!
Miré la pantalla del móvil: era Davide, el Pálido, mi colega del coro. Podía haber respondido enseguida, pero dejé que la musiquilla sonara todavía un rato, con la esperanza de que en aquella ocasión sí funcionaran los consejos de Osmán. Pero esa esperanza duró tanto como el gesto amable de la vieja.
—Espera aquí —me ordenó, y dándose media vuelta, salió del dormitorio.
No tardó en volver con un pequeño monedero en el que venía hurgando. En el mismo instante en que dejaba de sonar el himno del Athletic, sacó un billete de cinco euros, todo arrugado, y me lo ofreció. Miré otra vez hacia el marido, como si él pudiera darme algún consejo, pero este no dijo ni pío, así que, dándome por vencido, cogí el billete, me lo guardé en el bolsillo y me despedí de la mujer después de prometerle que la mantendría al corriente.
Bajé las escaleras lentamente, pensando que nunca antes había tenido una clienta tan rácana. Y entonces, me asaltó una duda: si no quería gastar dinero en un detective, ¿por qué no llamaba a la policía y denunciaba el robo? Seguro que alguna de las cámaras que había repartidas por el barrio habría grabado a los ladrones en plena acción, trepando por el tubo de la pared hasta el balcón del segundo piso; muchos casos de robo similares se habían podido resolver en San Francisco gracias a la videovigilancia. ¿Es que aquella mujer no sabía de la existencia de las cámaras? No me parecía lógico. Podía haber otra razón: seguramente no quería confesar a la policía lo que le habían mangado, sobre todo lo de la zanahoria vibradora; ahí debía de estar la explicación, sí. De cualquier modo, la información recogida por las cámaras era, sin duda, el camino más directo para descubrir quién había sido el ladrón, pero ¿qué podía hacer al respecto? Por supuesto, yo tampoco iba a acudir a la policía, y mucho menos teniendo en cuenta mi inolvidable experiencia con ellos en un pasado no tan lejano. Cuanto más lejos de los maderos, mejor. Intentaría encontrar las cosas de la vieja por mi cuenta, a cambio le sacaría los euros que pudiera, y fin de la historia. Al menos, tenía muy claro por dónde empezar la búsqueda.
Al salir a la calle me volvió a sonar el móvil. Era Davide otra vez. Entonces sí que pulsé el botón verde.