2
2
Aquella calurosa madrugada de primeros de julio volvía a casa reventado, y todo por culpa del maldito toro de fuego. Nunca hubiera imaginado que aquel trasto fuera tan pesado, ni siquiera cuando lo vi de cerca, mientras me hacían vestir unos ropajes especiales que con suerte me librarían de morir quemado, pero desde luego no asfixiado. Luego lo levantaron del suelo entre varios y ya era demasiado tarde para echarme atrás. “Sí, el nuestro pesa un poquitín más de lo normal, como no es muy nuevo… Pero tú eres un tío cachas, así que ¡hala!, ¡a por ellos!”. Eso fue lo que me dijeron los cabrones de la comisión de fiestas del barrio de Rekalde mientras me cargaban a la espalda aquel puto cajón con cuernos que se iba a convertir en un instrumento de tortura para mí.
Antes de dar cuatro pasos ya estaba sudando la gota gorda, ahogado de calor. Para colmo, no se conformaban con que hiciera el circuito caminando. Me dijeron que tenía que dar varias vueltas corriendo por aquella enorme plaza situada bajo la autopista, que la gente tenía ganas de caña. Bueno, pues allí que fui yo, metido en mi papel, como si fuera un toro de verdad, golpeado por los críos y azuzado por los borrachos que se divertían tirándome kalimotxo mientras a mis espaldas las bengalas chisporroteaban y los petardos explotaban sin parar.
Aquel absurdo espectáculo nocturno solo debió de durar unos minutos, pero para mí fue un suplicio interminable, y de ninguna manera se compensaba con el miserable billete de veinte euros que me dieron al final junto a las típicas palmaditas en la espalda: “¡has sido el mejor toro de fuego que hemos tenido!”, me decían algunos de los que habían estado corriendo; “¡menudas carreras, la gente se lo ha pasado bomba!”, otros que habían sido simples espectadores; “¡tienes que volver mañana, por favor!”, los de la comisión…
Por lo visto, en los últimos años habían tenido dificultades para encontrar voluntarios que hicieran de toro de fuego, al menos por ese dinero. “Con esto de la crisis se ha reducido mucho nuestro presupuesto y, además, hay que pagar los seguros…”, trataban de justificarse. Otro tanto sucedía con los cabezudos que debían asustar a los críos, y parece que tenían el mismo problema en otros muchos barrios y pueblos de los alrededores, donde las comisiones habían tenido que recurrir a inmigrantes muertos de hambre para conseguir cabezudos y toros de fuego, buscando voluntarios entre los más fuertes, sobre todo entre los vendedores de quincalla senegaleses que, a menudo, estaban dispuestos a hacer cualquier cosa a cambio de una propinilla. Aunque, eso sí, después de probar, ni dios quería repetir la experiencia del toro de fuego, al menos en Rekalde.
El caso es que yo, muerto de hambre burkinés que no senegalés, tampoco tenía mucho a lo que agarrarme en aquellos tiempos, y accedí a hacer aquel trabajito. Si me lo llegan a proponer unos meses antes, me parto de risa; pero la verdad es que cuando me llamó Txema, el librero, no estaba pasando precisamente por mi mejor momento. Hacía semanas que no nos veíamos y me alegró volver a oír su voz. Y es que él era el mejor amigo que tenía en el Bilbao Blanco. Lo había conocido de pura casualidad en la librería de la calle Ledesma donde trabajaba, y gracias a su carácter, tan especial y tan abierto, enseguida nos hicimos algo así como colegas.
—¡Touré! —me gritó desde el otro lado del teléfono, con su habitual entusiasmo—. ¿Qué tal andas de curro últimamente?
—No muy bien, la verdad.
—¿Tienes algún caso entre manos?
—Ni uno.
—¿Y de la ópera, qué hay?
—Ya se ha terminado la temporada. Me han dicho que seguramente me llamarán para septiembre u octubre, pero hasta entonces no voy a ver un céntimo.
—Pues mira, precisamente ahora estoy en mi barrio, en Rekalde, ya sabes. Hoy me tocaba repartir unos libros por aquí —el feliciano de Txema salía todos los días de la librería Urtxintxa con unos cuantos paquetes, montaba su voluminoso cuerpo en una pequeña motocicleta y hacía una especie de servicio telelibro por Bilbao—. Y lo de siempre —continuó—, me he encontrado con un amigo por casualidad. Resulta que está en la comisión de fiestas del barrio y me ha hecho una propuesta que a lo mejor te interesa.
Y yo, a falta de algo mejor, acepté esa propuesta. La acepté, la cumplí y me arrepentí. Y me prometí a mí mismo que no me iban a pillar en otra así nunca más, ¡ni hablar! Si al menos hubiera vuelto a casa nada más terminar el trabajito, con el billete de veinte euros en el bolsillo, algún provecho habría sacado del sofocón, pero no lo hice, y el gran culpable, en este caso, fue Txema. En cuanto me quitaron de encima aquel cajón chamuscado que supuestamente era el toro, y antes de que pudiera recuperar el aliento, apareció de repente a mi lado y me saludó a su manera, dándome un par de zarpazos de oso en la espalda. “¡Muy bien, Touré!”, me dijo, y, sin darme oportunidad de abrir la boca, me invitó a tomar unos tragos. Sabía de sobra que con él las excusas no servían de nada, era inútil resistirse. Además, qué demonios, necesitaba rehidratarme y tenía bien merecidas un par de cañas después del esfuerzo.
El problema es que no fueron solo un par de cañas, y claro, yendo de txosna en txosna los veinte euros no me duraron mucho. En nuestra ruta de poteo salvaje recorrimos todos los bares del barrio, uno cada dos metros, y terminamos metiéndonos entre pecho y espalda unos bocadillos de lomo renegrido que nos prepararon en una plancha bastante guarra. Luego, para rematar, pedimos unos churros de postre, y ahí fue donde volví a quedarme sin blanca. Pero, como siempre, mi insaciable compañero me dijo que no me preocupara por la pasta, que él pagaría los siguientes tragos. El final no podía ser de otra manera: terminamos con un pedo impresionante. Y, como era habitual cada vez que Txema me enredaba, tuve que aprovechar una de sus visitas al servicio para escaquearme sin que se diera cuenta.
Cuando llegué a Zabalburu llevaría media hora caminando, y el reloj de la plaza ya marcaba las tres de la madrugada. Iba mirando la hora mientras cruzaba la carretera medio atontado y casi no vi llegar a un coche que se acercaba a todo gas. El conductor dio un volantazo, y por un segundo pensé que iba a atropellarme. Pero no, solo se trataba de una cuadrilla de pijos blancos con ganas de hacer la gracia. Después del frenazo con el que se dejaron las ruedas pegadas al asfalto, soltaron algún chiste malo relacionado con el color de mi piel y luego salieron derrapando, no sé si más orgullosos de su ruidoso tubo de escape o de su agudo ingenio de niñatos.
Con el susto me espabilé un poco, pero la vuelta se me estaba haciendo eterna. Dejé atrás la plaza de Zabalburu y por fin avisté la entrada a mi barrio: San Francisco. Al cruzar la trinchera de las vías del tren por el puente de Cantalojas, observé a unos cuantos africanos tumbados sobre los bancos de la plaza del Doctor Fleming. Eso me hizo recordar la mala racha que yo mismo estaba atravesando, y pensé que, de seguir así, pronto acabaría yo también durmiendo en la calle. Ya veía lejano el golpe de suerte que había tenido a finales de 2011, cuando entré en el mundo de la ópera por uno de esos caprichos del destino. Parece ser que andaban a falta de voces graves como la mía, y me hicieron una oferta que ni yo mismo podía creerme. Así empecé a cobrar un buen dinero por cantar, o hacer como que cantaba, en el Coro de Ópera de Bilbao. Además, allí mismo tenía mi segunda fuente de ingresos: Charo, la soprano madurita que me había enchufado y que, de vez en cuando, se aprovechaba de mis supuestos encantos, lo cual no me importaba en absoluto teniendo en cuenta que la tía estaba forrada y que era muy generosa conmigo. Así que todo iba de cine.
Esta situación se prolongó durante unos meses, hasta bien entrado 2012. Nunca había manejado tanta pasta y, por supuesto, no se me ocurrió ahorrar nada. Gran parte de lo que ganaba se lo enviaba a mi familia, la mayoría seguían en Gorom-Gorom, y otra cantidad importante la destiné al alquiler de una habitación para mí solo dentro del piso donde vivía con otros africanos. Hasta entonces había compartido cuarto con el malí Osmán, el más veterano de todos, pero luego pasé a ocupar la habitación de los senegaleses que acababan de mandar de vuelta a África. Entonces no me parecía un gran problema pagar trescientos euros al mes en lugar de ciento cincuenta, y me veía sobrado para colaborar con los gastos e incluso para ayudar a mis compañeros de piso, tal y como habían hecho ellos antes conmigo, especialmente Osmán. Además, estaba lo de los papeles: ya había entregado casi dos mil euros a un abogado que parecía de fiar para que fuera agilizando los trámites, y parecía que el dichoso permiso de trabajo y residencia, ese documento que los extranjeros necesitamos para poder vivir en paz, por fin estaba al caer.
Como el dinero me llegaba a manos llenas, ninguno de aquellos gastos me preocupaba. Pero en abril las cosas empezaron a torcerse. Las siguientes óperas programadas en el Euskalduna solo precisaban de un coro pequeño y ya no eran necesarios colaboradores como yo. A partir de entonces no vi ni un céntimo procedente del canto, y además Charo dejó de llamarme. Posiblemente se habría aburrido de mí, o tal vez se habría encaprichado de algún otro negro, algo muy probable teniendo en cuenta lo que ella misma me confesó un día hablando sobre sus prácticas habituales.
Así las cosas, y como se estaba haciendo imposible conseguir los seiscientos doce euros de la RGI, incluso teniendo papeles, solo me quedaba mi tercera fuente de ingresos, la que, al menos en teoría, era mi verdadera profesión: echador de cauris, adivino, hechicero, mago, investigador, o como se le quiera llamar. Lo malo era que aquel grifo también estaba medio seco y apenas salían unas tristes gotas de vez en cuando. A falta de propuestas interesantes, tenía que conformarme con la visita esporádica de alguno de los africanos que vivía por el barrio. Recurrían a mí para que les adivinara el futuro a través de los cauris: si iban a conseguir trabajo, si solucionarían pronto el tema de los papeles, si podrían traer pronto a su familia… Pero la gran mayoría de ellos no podían pagarme y dejaban la deuda pendiente hasta conseguir aquel trabajo que yo acababa de anunciarles. Fuera como fuese, si en el Bilbao Blanco había crisis, el problema era mucho más grave en la Pequeña África de San Francisco.
Iba rumiando estas ideas mientras me acercaba a mi portal, a través de la larga calle que da nombre al barrio de San Francisco, sintiendo el peso de la mirada vigilante de las cámaras fijas, que teóricamente estaban allí solo para controlar la delincuencia. En el cruce de la Dos de Mayo, el lugar preferido por los magrebíes, no había ni un alma; sin embargo, se intuía movimiento en la parte más baja de la calle, allí donde clubs y after-hours abrían sus puertas cada noche. Un poco más adelante, en el cruce con la calle Cantera, di un rodeo para esquivar los coches de la Ertzaintza que solían estar allí haciendo guardia.
Por fin llegué al número 43. Vino a mi mente la imagen del colchón que me esperaba en el cuarto y, suspirando por llegar cuanto antes y dejarme caer sobre él como un saco, entré en el portal y comencé a subir los escalones, envuelto en los efectos del alcohol y el sueño. Ni por lo más remoto podía imaginar que, al llegar al descansillo del segundo piso, me iba a encontrar con un africano pequeño y gordo sentado junto a la puerta de casa. Por si esto fuera poco, el hombre no estaba solo, a su lado había un niño durmiendo, con la cabeza recostada sobre un maletón.