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—¿Qué tal está mi pedazo de pelirroja? —le solté a Cristina al entrar en la farmacia.

Ella se me quedó mirando en silencio. En aquel momento me pareció que estaba emocionada.

—¿Te he dicho alguna vez lo que significa “Sa Kené”? —continué.

—Claro, una especie de lagarto muy bonito, de color rojizo, que hay en tu país.

—Tan bonito como tú —le miré fijamente a los ojos—, casi —maticé—. Es una expresión que utilizamos para referirnos a las mujeres más hermosas.

Garán estaba a mi lado, observándonos con los ojos muy abiertos. Entonces se abrió la puerta y entró la yonqui de la chamarra blanca, que también se nos quedó mirando sin decir nada.

—¿Estás bien, Touré? —me preguntó Cristina.

—Como nunca, y vengo a decirte un par de cosas que me rondan la cabeza desde hace tiempo —en aquel momento me importaba un pito quién nos pudiera estar escuchando, y solté lo que tenía en mente sin ningún tipo de reparo—. Quiero que sepas que eres la mujer de mi vida, y que, si te apetece que hagamos un par de mulatillos entre los dos, por mi parte, no hay ningún problema.

Durante unos segundos no se oyeron más que los motores de los vehículos que salían a la calle San Francisco desde la cuesta de Bailén. Después se escuchó la voz aflautada de la yonqui:

—Creo que volveré más tarde.

Se dio media vuelta y salió a la calle con su andar torpón, murmurando algo que no comprendí.

—Bueno, ya está dicho —añadí, percibiendo la seguridad que se desprendía de mis palabras—. Ahora lo mejor será que nosotros también nos vayamos, porque no quiero molestarte mientras trabajas, seguro que tienes un montón de cosas que hacer. De todos modos, piensa en lo que te acabo de decir, y hablaremos de ello cuando quieras, ¿de acuerdo?

—Lo pensaré, por supuesto —dijo Sa Kené, dirigiendo su atención hacia el niño—. Ya hablaremos más tranquilos en otro momento, sí. Pero ¿ahora a dónde vas? No pensarás ir muy lejos, ¿no?

—No, qué va. Voy a una casa, aquí cerca, no está ni a cincuenta metros. Asuntos de trabajo, estoy a punto de cerrar un caso y voy a ver a mi cliente.

—Puedes dejar a Garán conmigo, a mí no me molesta.

—No hace falta, mejor que me acompañe, así aprenderá cómo se hacen las cosas, le vendrá bien para cuando sea mayor. Por cierto, tú conoces a mi cliente, bueno, clienta, la señora mayor a la que aconsejaste que me llamara.

—Claro, Marisa. Me contó lo del robo y recordé cuál era tu oficio —se quedó un momento pensativa y seria—. Pero no creo que ahora esté en casa, así que ¿por qué no vas un poco más tarde? Podemos comer juntos, ya tendrás tiempo de ir luego.

—Gracias, Cristina, pero quiero terminar con este asunto lo antes posible para centrarme en otro más delicado que tengo entre manos. Voy a probar, a ver si la pillo en casa, y si ha salido, no creo que tarde mucho en volver, tal y como tiene al marido. ¿Le conoces?

—Nunca ha entrado aquí, pero sé que está impedido, me lo ha dicho la mujer. Además, alguna vez los he visto pasar con la silla de ruedas por delante de la farmacia.

—¿Y qué te parecen?

—¿Qué qué me parecen? Pues gente normal, ¿por qué?

—No sé… —respondí—. ¿Crees que esos dos pueden ser peligrosos?

—¿Peligrosos? ¡Menuda ocurrencia, Touré! —por fin apareció una pequeña sonrisa en el rostro de Cristina—. ¿Qué peligro puede tener un matrimonio de su edad? Marisa parece que tiene muy mal genio, es verdad, pero, aparte de eso, yo no les veo nada extraño.

—Tienes razón —le hice un gesto de complicidad—. En un par de ocasiones me han dado mala espina, pero después he caído en la cuenta de lo ridículo que resulta sospechar de ellos.

—¿Has encontrado todas las cosas que le birlaron a Marisa?

—Pues sí, al menos las que ella quería recuperar. Al final todo ha salido bien.

—¿Y has descubierto al ladrón?

—No, del ladrón todavía no sé nada.

Aparentemente, Sa Kené, por una vez, no se olió la trola, aunque intenté esquivar el tema, por si acaso.

—Pero eso es lo de menos, lo importante es que he recuperado los objetos robados y que voy ahora mismo a devolvérselos. Bueno, la dentadura postiza ya se la llevé ayer y, la verdad, la mujer fue bastante rácana. Pero hoy será diferente porque si quiere recuperar el libro y el consolador, tendrá que soltar la pasta, de lo contrario, se quedará sin nada. Por cierto, no te lo había dicho todavía, pero el juguetito naranja que sacaste de mi bolsillo era de Marisa.

Le señalé la bolsa que llevaba en mi mano, donde estaban la zanahoria y el libro.

—Me lo debí imaginar —me dijo, con cara picarona—, ¿de qué se te va a ocurrir a ti una cosa así?

—¿Sabías que había un consolador entre las cosas que le mangaron a la vieja?

—¡Claro!, ¡si yo misma le aconsejé que se lo comprara!

Aquel comentario me pilló por sorpresa.

—Veía triste a la mujer —me aclaró la pelirroja—, un día me habló de la incapacidad sexual de su marido, y también de la frustración que ella sentía. Le dije que un juguete de esos le vendría bien. ¿Por qué no?

—No, si a mí me parece estupendo, faltaría más. Pero, de todos modos… —me di cuenta de que Garán estaba atento a nuestra conversación y pensé que, tal vez, no era muy adecuado seguir con aquello.

—De todos modos ¿qué?

—Nada —arqueé las cejas mirando de reojo al chiquillo.

Luego me quedé callado y fue Cristina quien retomó la palabra.

—Touré —se me quedó mirando fijamente con sus grandes ojos claros—, ¿seguro que estás bien?

—Segurísimo, nunca me he sentido mejor —puse la mano sobre el hombro de mi sobrino—. Y ya nos estamos enrollando demasiado aquí, será mejor que vayamos a donde Marisa. ¿Te parece bien, Garán?

El crío, que estaba tan formal, se encogió de hombros y yo interpreté aquello como un gesto de aprobación. Sa Kené no dijo nada más, pensé que, probablemente, seguía emocionada.