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Todas las mujeres apostadas a lo largo de Las Cortes me hacían el mismo tipo de proposición, todas ofrecían el mismo cielo, aunque cada una lo hacía con su propio acento. Yo caminaba con paso decidido, sin hacerles mucho caso, hasta que, en pocos minutos, llegué al lugar donde terminaban las viejas casas de San Francisco y empezaban las nuevas de Miribilla. Allí el terreno se elevaba en una empinada cuesta que habían aprovechado para hacer un parque. Subí hasta alcanzar la cima y me encontré ante una construcción ancha y cilíndrica rematada por una chimenea. Me acerqué a ella mientras un abuelo blanco con txapela me observaba en silencio desde un banco, y reparé en una placa informativa bastante maltratada en la cual se podía leer: “Horno de calcinación, donde se transformaba el carbonato de hierro en óxido…”.

No entendía bien el significado de aquellas palabras, no sabía lo que habría sido aquel lugar en el pasado, y me importaba un rábano, la verdad. Si estaba allí era porque el cuerpo de Cissé había aparecido en el interior de aquel tosco edificio de ladrillo. Comprobé que había varios accesos al interior, todos y cada uno de ellos cerrados con su correspondiente portezuela de hierro. Una estaba forzada y, agachándome un poco, pude colarme dentro sin mayor dificultad. Me sorprendió lo fácil que me resultó entrar a inspeccionar lo que se suponía la escena del crimen. Esperaba haberme encontrado la zona sellada por la policía, algún cartel prohibiendo el paso o algo por el estilo, pero no vi nada de eso. Quizás, si el muerto hubiera sido alguien más importante… Supongo que, en ese caso, todo habría sido diferente.

El interior del horno era más amplio de lo que parecía desde fuera, una vez en pie sobre su base de hierro podía erguirme sin ningún problema. Entraba algo de claridad desde arriba, por el agujero de la chimenea, mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra poco a poco y empecé a ver detalles por los que deduje que aquello se había convertido en guarida de gente poco afortunada. Entre las sombras se distinguían restos de comida, latas de cerveza y tetrabrics de vino vacíos, cagadas resecas, papeles a medio quemar, cartones… Todo esparcido alrededor de un gran cono de hierro que había en el centro.

En apenas dos pasos encontré el lugar exacto donde, sin duda, habían torturado y asesinado a Cissé Touré. Había manchas de sangre en el suelo y me resultó especialmente llamativo que, además, la superficie de hierro tuviera numerosas marcas producidas, al parecer, por algún objeto puntiagudo. Traté de imaginarme lo sucedido: la victima tumbada boca arriba allí mismo, con las piernas y los brazos estirados, atado por los tobillos y las muñecas o, quizás, fuertemente sujeto por alguien. Visualicé a su verdugo cortándole la carne, agujereándole el cuerpo… Hasta casi llegué a oír sus terribles alaridos, cada vez más ahogados a medida que le llenaban la boca con trozos de sus propia carne. Las barbaridades ocurridas en aquel escenario me resultaban insoportables, incluso me compadecí del muy cabrón, consciente de que quienes le habían hecho aquello debían de ser mucho peo­res que él. Empecé a echar de menos la luz del día, noté que me faltaba el oxígeno… como si estuviera encerrado en un ataúd… sentía que me ahogaba y escapé a toda prisa de aquel agujero oscuro, ya había visto suficiente.

Una vez fuera, aspiré una profunda bocanada de aire y traté de tranquilizarme mientras echaba un vistazo a mi alrededor. Aquel lugar estaba fuera del alcance de las cámaras de San Francisco, y lo más probable era que nadie hubiese oído nada, las casas más cercanas estaban a una distancia considerable y, además, las paredes del viejo horno eran muy gruesas. En cuanto a las visitas inoportunas, tampoco habrían sido un problema difícil de solucionar; lógicamente, alguien se habría quedado vigilando cerca de la puerta mientras dentro se encargaban de Cissé.

Estaba absorto sacando mis propias conclusiones, cuando una voz me hizo volver al presente. Se trataba del abuelo que mataba el tiempo en un banco del parque.

—¿Buscas un sitio para dormir? —aunque se trataba de un viejillo encogido y de aspecto frágil, todavía hablaba con voz firme.

—¿Tan mala pinta me ve? —le dije, acercándome un poco a él.

—Pues sí —me respondió, sin andarse con medias tintas—. Antes, hará unos veinte años, los vagabundos como tú se metían ahí a pasar la noche, y otros venían a drogarse…, hasta que los del Ayuntamiento sellaron todas las entradas. Pero este año alguien ha forzado una de las puertas y la gente ha empezado a colarse dentro otra vez.

Reparé en mi aspecto y me pareció que no era el de un vagabundo. De todos modos, no dije nada. No sabía cómo tomarme aquellas palabras, pero no parecía que el hombre quisiera reprocharme nada, no me estaba regañando ni compadeciéndose de mí, tan solo decía las cosas tal cual eran, quizás con un toque de resignación. Continuó hablando desde su asiento:

—Estoy seguro de que poca gente se imagina lo que era esto antiguamente. Tú tampoco lo sabes, claro.

—He leído algo en la placa —supuse que el viejo tenía ganas de contarme sus batallitas, esas que tanto les gustan a los abuelos del barrio cuando se ponen nostálgicos y hablan de un pasado supuestamente glorioso: las riqueza de las minas de Miribilla, el carácter abierto y alegre de la Palanca, las tiendas de lujo de la calle San Francisco… A duras penas podía creerme que el ghetto en el que vivía hubiera sido alguna vez semejante paraíso, pero así era como lo describían los mayores del lugar, y yo sabía escucharles, sobre todo cuando me interesaba, de modo que también a aquel abuelo le seguí la corriente, a ver si podía sonsacarle un poco de información:

—Pues, como pone en la placa —arrancó—, ese edificio era un horno de calcinación. Había unos carriles para los vagones que transportaban los pedruscos de las minas de alrededor. La siderita se metía al horno, intercalada con capas de carbón, por un agujero que había en la parte superior, y después se sacaba por abajo convertida en carbonato calcinado. Luego eso se lavaba, se llevaba por un túnel hasta los muelles y se exportaba, al principio a Inglaterra, luego ya no tan lejos. Era un trabajo muy duro, a los obreros nos costaba sudor y sangre.

El abuelo hizo una pausa y, ya que había mencionado lo de la sangre, aproveché para sacar el tema que me interesaba:

—Sangre como la que ha aparecido por aquí últimamente, ¿no? —probé—, parece ser que han matado a un hombre dentro del horno. ¿Ha oído algo?

—Claro —no se tomó a mal que yo, de repente, cambiara el rumbo de la conversación—. Precisamente es lo que quería decirte cuando te he preguntado si andabas buscando un sitio para dormir. Ahí dentro apareció ayer un hombre muerto, un negro, como tú. Vino la policía y se llevó el cadáver, pero es posible que vuelvan los de la Ertzaintza. Te lo digo, por si acaso.

—Gracias por el aviso —le respondí—, pero tengo una casa muy bonita con una cama bien grande y cómoda para dormir. Y con la Ertzaintza no tengo ningún problema.

Por la expresión de su cara, deduje que el viejo no se había tragado mis embustes.

—¿Sabe quién encontró el cuerpo? —continué, antes de perder el hilo.

—Sí, unos drogadictos. Entrarían ahí para pincharse, pero me han dicho que salieron escopeteados en cuanto se encontraron al muerto. Se les debieron de revolver bien las tripas, creo que hasta vomitaron cuando vieron cómo estaba el pobre diablo… ¿No sería conocido tuyo?

—¡Qué va!

—¿Y a qué has venido aquí, entonces, si no es buscando un sitio para dormir?

Me encogí de hombros porque ya no se me ocurría ninguna historieta medio creíble que contar. Encima, ni yo mismo estaba seguro de lo que estaba haciendo allí. ¿Merecía la pena explicarle que era una especie de detective? Seguro que se partiría de risa con la única cosa que era verdad de todo lo que le había contado. Me pareció mejor esquivar su pregunta cambiando de tema otra vez.

—¿Vive usted por aquí?

—Ahí mismo, en las casas más bonitas de Saralegi —señaló hacia un edificio de fachada rosa.

—¿Y no escuchó ni vio nada en el momento del asesinato?

—Nada de nada, pero no es la primera vez que sucede una desgracia como esta por aquí y seguro que ese negro no era trigo limpio… Estaría metido en algún asunto turbio.

No era normal que un anciano aburrido, como aquel, se conformara con contar solo un par de anécdotas y, claro, poco a poco fue calentándose, y al final comenzó a soltar todo lo que le pedía el cuerpo. En el fondo era lo mismo de siempre, y le escuché resignado.

—En cuanto llegasteis los extranjeros, todo se fue al garete en el barrio. Bueno, los extranjeros y los gitanos. Cuando yo era joven, en la época de las minas, éramos pobres, sí, pero honrados. Trabajábamos un montón de horas y a turnos, porque entonces todo se hacía por turnos: trabajar y descansar. Las camas de los mineros se llamaban camas calientes, ya te imaginarás por qué. Me río yo de la miseria de vuestros pisos patera, ¡pobres! —dijo con ironía—. Nuestras casas de goma, aquello sí que era miseria. Allí teníamos que meternos un montón de hombres, apelotonados de cualquier manera, lo mismo en las habitaciones que en el pasillo o en el balcón, nos las arreglábamos como podíamos. Cuando un minero se levantaba para ir a trabajar, llegaba otro con el turno recién terminado y ¡hala!, al catre que quedaba libre. Así día tras día y noche tras noche.

El viejo sacó un pañuelo arrugado del bolsillo, se lo pasó por la frente y luego se secó con él los labios antes de continuar con su relato, mirando hacia algún punto perdido en el infinito.

—Las camas siempre estaban calientes, sí, pero las ropas siempre frías. Se empapaban cada vez que llovía y nunca les daba tiempo a secarse. Entonces no teníamos botas de goma ni chubasqueros, qué va; íbamos al tajo con unas simples abarcas que no protegían nada, y para abrigarnos, unos pedazos de saco y ya está. ¿Y sabes de cuánto era la paga? —el hombre volvió la vista hacia mí y se me quedó mirando como si esperara que yo dijera algo, pero se respondió él solo—. ¡Treinta y seis pesetas!, ese era el jornal. Para cobrar esa cantidad, había que llenar tres vagonetas… y en cada una entraban cuatro mil kilos, en total ¡doce toneladas de mineral que cargábamos con nuestras propias manos! He visto a hombres haciendo ese trabajo hasta reventar, y a otros los he visto reventar, pero de verdad, dentro de los túneles, cuando se dinamitaba, la cabeza por un lado y las piernas por otro, despedazados, en peores condiciones que el negro que han encontrado ahí dentro.

El anciano se quedó un momento en silencio, pero estaba claro que no había terminado y le dejé continuar, haciendo como si le estuviera escuchando con mucho interés.

—Vivíamos rodeados de peligros, siempre medio enfermos y casi en la miseria, pero a nosotros nunca se nos pasó por la cabeza liarnos con las drogas ni nada de eso. Nos conformábamos con el aguardiente de la mañana y los tragos de vino en el trabajo. Luego, como mucho, nos dábamos una vuelta por los puticlubs de la Palanca. Muy de vez en cuando, no te creas, que había que guardar el dinero para comer y para mandar a la familia que habíamos dejado en el pueblo, porque la mayoría éramos de fuera, ¿sabes? De fuera, pero de aquí, entiéndeme —se corrigió, justo cuando empezaba a sentir un punto de complicidad con él—, no como vosotros. No podíamos gastar demasiado, no, que con un polvo se iba medio jornal. Dieciocho pesetas, eso era lo que cobraba una puta. Y echando cuentas, había que cargar seis mil kilos de piedra para echar un casquete que, al final, no duraba más que unos pocos minutos, ¿comprendes? —asentí con la cabeza—. Y al día siguiente, otra vez a picar o a cargar piedra, ¡eso sí que era un trabajo duro! Éramos obreros, trabajadores y honrados, y ahora, mira… el barrio se ha llenado de vagos y delincuentes. Los que no andan trapicheando con la droga o robando, en vez de trabajar, prefieren cobrar esa dichosa renta que les da el Gobierno Vasco con nuestro dinero y ¡a vivir la vida! Encima están esos jetas de las ONG que os apoyan —se me encaró directamente—. ¿Cuánto cobráis?, ¿seiscientos doce euros, no?

—Yo nunca he cobrado esa renta —protesté, aunque sin mucho éxito.

—¡Y yo me lo creo! ¡Menudo desastre, el San Francisco de hoy en día! Menos mal que pude salir de ahí —señaló hacia la entrada de Las Cortes—, gracias a que mi familia me consiguió un piso en estas casas nuevas, justamente pegado al lugar donde trabajé tantos años. Qué menos, siendo el último minero de Miribilla —pronunció con un deje de orgullo.

Por fin, se le acabó el carrete al abuelo, pero yo estaba escamado con lo último que me había dicho y traté de tirarle de la lengua un poco más.

—Hay otro hombre que también dice ser el último minero de Miribilla. Bueno, lo dice su mujer, porque él está prácticamente mudo.

—¡Bah!, ya sé de quién me hablas —dijo con desdén.

—Ah, ¿sí?

—De Julián Artetxe, alias el Buey.

—Pues sí, ¿le conoce?

—¡Hombre, claro!, ¡no le voy a conocer! Pasa muchas veces por aquí, el muy farsante, con su silla de ruedas. Y la parienta empujando por detrás, claro.

—¿Dice que es un farsante?, ¿por qué?

—Apostaría el cuello a que el Buey, aparte de las cosillas propias de su edad, goza de buena salud y puede andar tan bien como yo. Lo que pasa es que siempre han sido unos tacaños, sobre todo la mujer, y seguro que hacen teatro para cobrar la invalidez. Y eso que tienen que estar forrados, porque nunca han gastado ni un céntimo, y no sé para qué quieren tanto dinero, como no sea para comprarse un ataúd de oro dentro de poco.

De repente, tuve un mal presentimiento, pero antes de que pudiera decir nada, el hombre continuó hablando:

—No te creas nada de esa elementa. Julián no era mala persona, era un tío honrado, y el minero más fuerte de toda Bizkaia, sin duda, pero se casó con Marisa y la cagó. La muy zorra solo buscaba su dinero, lo que él ganaba con las apuestas, y aprovechó sus encantos para camelar al Buey. La verdad es que era una chica muy guapa, y tenía un cuerpazo… Pero mira en qué se ha quedado la muy bruja, no es más que una vieja fea y amargada. Ahora esos sinvergüenzas ni me miran a la cara cuando nos cruzamos —descansó un momento antes de continuar—. Tuve al Buey de compañero mucho tiempo, pero durante los últimos años se olvidó del trabajo de la mina y se dedicó solamente a las apuestas de barrenadores. Sin embargo, yo seguía aquí cuando la mina de San Luis paró en 1987, y a partir de entonces fui yo quien se encargó de su mantenimiento: rellenar los pozos para evitar accidentes, mantener alejados a los chavales que venían a jugar, echar a los vagabundos y a los drogadictos… Eso hasta que en el 95 se cerraron completamente las instalaciones y pasaron a manos del Ayuntamiento. Así que ¡yo, y solo yo, soy el último minero de Miribilla! —reiteró con orgullo, a viva voz.

El abuelo desvió la mirada hacia otro lado, quedándose en silencio, como si ya lo hubiera dicho todo. Y yo necesitaba un poco de tranquilidad para ordenar en mi cabeza algunas de las cosas que acababa de oír, así que, después de esperar un poco por el respeto que se les debe a los mayores, decidí largarme de allí. Me despedí del ex minero, aunque él no me hizo ni caso; seguía sentado en el banco y tenía la cabeza inclinada hacia delante, parecía que se había quedado dormido de repente.

Me alejé del parque dirigiéndome de vuelta a San Francisco mientras rumiaba las palabras del viejo de la txapela. De ser cierto todo lo que había dicho de Marisa y el Buey, tal vez… “No, es imposible”, me dije, pero a continuación recordé las marcas que había visto entre los rastros de sangre, en el interior del horno. Volví a pensar en el arma homicida… Seguro que habían utilizado un cuchillo afilado, o algo parecido, para cortarle a Cissé las orejas, los huevos y las puntas de los dedos. Pero con ese tipo de arma no se podía atravesar un cuerpo adulto de lado a lado, ni siquiera con la víctima inmovilizada en el suelo, y mucho menos provocar los agujeros que había visto en el piso. Estaba claro que el verdugo tenía que ser alguien muy fuerte y corpulento, y también que un cuchillo no era lo suficientemente largo ni contundente, tenían que haberlo hecho con otra cosa, algo más parecido a una espada, quizás una lanza… Un tipo de arma que, de ninguna manera, podías imaginarte encontrar en San Francisco; sin embargo, no había que descartar nada, ni siquiera la teoría absurda que me rondaba la cabeza. Por lo tanto, estaba claro a quién iba a visitar a continuación.