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Después de una larga caminata, todavía tuve que subir la cuesta de la calle Bailén, para, finalmente, encontrarme la farmacia Arteta con la persiana echada. Lógico, era uno de los pocos negocios que cerraban a mediodía en San Francisco mientras la inmensa mayoría funcionaba con horario libre. La tienda de los chinos, al otro lado de la calle, era uno de estos últimos, y hacia allí me dirigí, recordando que tenía el bolsillo caliente.

—A ver —le dije al tendero que nunca sonreía—. ¿En cuántos euros habías dicho que me dejabas la zanahoria?

—No me acuerdo.

Aquella respuesta rompió todos mis esquemas. ¿Me estaría tomando el pelo?

—Venga —continué, sin muchas ganas para bromas—, si lo prefieres empezamos de nuevo: ¿cuánto pides por el juguetito?

—Nada.

—¿Nada? ¿A qué viene eso?

—Ya lo he vendido.

—¿¡Que lo has vendido!? ¿Cuándo?

—Hoy por la mañana.

—¿A quién?

—Al peluquero de al lado.

—¿Al moro maricón?

—Sí.

“Pero ¡qué hijo de puta!”, pensé. Y él me miraba con aquella cara de memo, como diciendo: “¡Jódete!”.

—Te pedí que me la guardaras —le reproché con rabia—. ¿Por qué no me has esperado?

—Porque tú solo me ofrecías dieciséis euros y el moro maricón, treinta.

—¿Se la has vendido por treinta?

—No, por cuarenta. Y me ha cortado el pelo gratis.

—Te dije que iba a hacerte una buena oferta, había pensado pagarte más de cuarenta.

—¡Y yo me lo creo! Los negros olvidáis demasiado rápido vuestra palabra. ¿Crees que soy tonto?

Le miré con odio, le hubiera machacado los sesos con un gato de porcelana que tenía a mano… Pero no hice ni dije nada, era inútil alargar aquella conversación. Lo único que iba a conseguir era calentarme aún más, y no quería darle al puto chino el gustazo de verme cabreado. Lo dejé allí mismo, me di media vuelta y salí a la calle sin añadir ni una palabra.

Tuve que esperar un rato de pie en la acera, con la espalda apoyada contra la pared, a ver si se me pasaba la mala hostia, no podía entrar así en la peluquería de al lado. Traté de olvidar la discusión con el tendero chino y preparar una nueva estrategia. Tenía que actuar con la cabeza fría si no quería volver a fracasar. Respiré hondamente, moví el cuello en círculos y sacudí los hombros para liberar tensiones. Cuando me pareció que ya había recuperado la calma, entré en la peluquería con una media sonrisa.

—Buenas tardes —dije a la única persona que había en su interior, el joven tunecino dueño del negocio. Era un local pequeño que exhibía una ikurriña gigante al fondo.

—Buenas tardes —me respondió, no con mucho entusiasmo.

—¿Qué tal va el día?, ¿bien? —pregunté sin dejar de sonreír.

No respondió, solo me dirigió una mirada seria como diciendo: “¿Qué hostias querrá este tío?”. Decidí no enrollarme con gilipolleces.

—Algún día vendré a que me cortes el pelo, pero hoy estoy aquí por otro motivo.

En el barrio todo el mundo sabía que en aquel agujero no se hacía caja con cortes de pelo ni tratamientos capilares, el dinero salía de los servicios especiales que se ofrecían a los clientes gays en la oscura trastienda del local, detrás de la ikurriña.

El tunecino se me quedó mirando extrañado mientras esperaba a que yo terminara de explicarme.

—Un amigo, el chino de la tienda de al lado, me ha dicho que te ha vendido una cosa.

—Ese chino no tiene amigos —respondió cortante.

—Bueno, en eso no te falta razón —intenté mantener la sonrisa—, pero lo que me ha dicho es cierto, ¿no? Esta mañana le has comprado algo.

Por la jeta que me puso, estaba claro que desconfiaba de mí.

—Un juguete —añadí—, con forma de zanahoria, ya me entiendes.

—Sí, ya te entiendo —dijo al final, relajando un poco el gesto—. Ha venido a ofrecérmelo hoy a primera hora. ¿Quieres probarlo, o qué?

El chino no tenía un pelo de tonto. Seguro que cuando salió del locutorio de Osmán ya sabía a quién iba a vender el consolador y por cuánto.

—No, no es eso —respondí, borrando mi sonrisa estúpida—. Lo que pasa es que ese juguetito era de una tía mía, y resulta que le tenía mucho cariño.

—Sí claro, y tu abuela también vive en San Francisco, ¿verdad? Ningún africano tiene una tía aquí.

Me estaba enredando yo solo, tenía que ser más directo.

—Bueno —le dije—, no importa. No es de mi tía, tienes razón. Es de una amiga, y le tiene mucho, mucho cariño, eso es verdad.

—Claro, lo entiendo —me respondió, como si tal cosa.

—Es un objeto robado —cambié de táctica, intentando acojonarle—. Entraron en casa de su dueño por la fuerza.

—La mitad de las cosas que se venden en este barrio son objetos robados.

El muy cabrón no se acobardaba. ¿Tendría que amenazarle con ir a la policía? Seguro que se la traía floja. Mi paciencia se iba agotando, los planes A y B habían fracasado, no me quedaba más opción que recurrir al plan C: el regateo. Sabía que él había soltado cuarenta euros y tendría que pagarle por encima de aquella cantidad. Parecía que iba a tener más gastos de los previstos, y ¿cuánto podría sacarle después a aquella supuesta amiga mía, la vieja tacaña que me había contratado?

—Podemos llegar a un acuerdo —le dije al peluquero—. Estoy dispuesto a pagarte.

—El juguete no está en venta.

—Te doy veinticinco euros.

—Ni hablar.

—Veintiocho, y me olvidaré de que es robado.

—Por ser tú —accedió finalmente—, y con tal de que me dejes en paz, te lo vendo por ochenta.

Al escuchar la propuesta, apenas pude mantener una expresión mínimamente serena en mi cara. Se veía venir una negociación muy dura, así que me mentalicé para actuar con paciencia africana. Él también preparó su estrategia, por supuesto, y antes de continuar me ofreció un té.

La discusión se alargó entre sorbo y sorbo, sin prisas. Todo transcurrió de manera normal mientras cada uno de nosotros defendía su postura, y después de tres tazas de té, por fin, sellamos nuestro acuerdo con un apretón de manos.

No me sentía precisamente orgulloso con el resultado de la negociación: sesenta euros a cambio de la zanahoria, el té y un corte de pelo gratis. Le solté la pasta con gran dolor de corazón y él me entregó el juguete anaranjado. No sé cómo se me ocurrió, pero me dio por apretar el botón y… no pasó nada.

—¿No tiene pilas? —me extrañé, pero él no dijo nada. Abrí la pequeña tapa que había en la base y comprobé que las baterías estaban allí.

—¿Están gastadas? —pregunté y al instante se me ocurrió algo asqueroso—. ¡No lo habrás usado!

El peluquero no soltaba prenda y eso no hizo sino aumentar mi recelo. Quité la funda y acerqué la punta a mi nariz. Olía a colonia. Me pareció muy sospechoso, pero no quise sacar ninguna conclusión, por muy lógica que fuera, o precisamente por eso. Sin más, guardé el juguete en el bolsillo del pantalón del chándal y dirigí la última mirada al tunecino. Me topé con una sonrisita burlona.

—El chino tiene muchas pilas —dijo—. Seguro que te hace un buen precio, como sois amigos…

El muy maricón me estaba hinchando las narices, salí a la calle echando pestes. Y por si no tuviera suficiente con eso, miré hacia la izquierda y allí estaba el maldito chino, en la puerta de su tienda. Se me quedó mirando con la misma cara de memo de siempre, pero estaba claro que por dentro se estaba descojonando de mí. Que estaba perdiendo mi facultad innata para el regateo ya era una triste evidencia. No había más que ver lo que me había ocurrido durante los últimos días: primero, con la mujer blanca que me había contratado; luego, con la vagabunda rumana, y por último, con el tendero chino y con el peluquero tunecino, cada cual más cabrón.

Me dirigí hacia Las Cortes intentando digerir la rabia y olvidar cuanto antes aquellos fracasos. Al menos me acordé de dar un rodeo bien grande para no pasar por delante de los cipayos de la calle Cantera. Para rematar, ya solo me faltaba que me pararan, me registraran y encontraran en mi bolsillo aquella maldita zanahoria.