7

7

—Hola, Touré —la pelirroja de mis sueños me recibió tan adorable como siempre. De repente, sin querer, me vino a la memoria la primera vez que Sa Kené me abrió aquella puerta, y ese recuerdo me produjo una inevitable y súbita erección.

Me invitó a entrar y yo pasé por delante de ella hasta la sala, pensando en que tenía que bajar aquello cuanto antes, sobre todo teniendo en cuenta que llevaba puesto un pantalón de chándal. Me encontré a Garán viendo la tele, su pasatiempo favorito. No me hizo ni caso cuando le saludé. Aun así, me senté junto a él, poniendo mi mano sobre su hombro.

—A gusto, ¿eh? —dije, sin ningún resultado.

Sa Kené se sentó en la butaca de al lado, mirando hacia mí, sin fijarse en la televisión.

—¿Ya has comido? —me preguntó.

—No, ¿y vosotros?

—Nosotros sí, y muy bien, además. ¿A ti no te apetece nada?

Me quedé mirando a Cristina un momento en silencio, me pareció que aquella pregunta encerraba otro tipo de proposición y al final respondí:

—Bueno…, igual algo sí que me apetece…

Fuimos juntos a la cocina. Allí me inundó otra ola de recuerdos, precisamente aquel era el lugar donde, en el pasado, Cristina solía atender a sus clientes. Volví a sentir cómo se me empinaba.

Sa Kené se dio cuenta —siempre se daba cuenta—, y después de cerrar cuidadosamente la puerta, se me acercó con aquella sonrisa dibujada en sus labios que tanto me gustaba. Apretó sus pechos contra mí y, sin entretenerse en protocolos inútiles, fue bajando su mano hacia mi aparato. Cuando se detuvo en mi entrepierna, dijo una de las frases más extrañas que he escuchado en mi vida:

—Hasta ahora nunca había conocido un hombre con dos penes —aquellas palabras me pillaron desprevenido—. ¡Y además, este de aquí parece bastante más grande que el de al lado! —añadió, divertida, mientras palpaba por encima de mis pantalones.

No tardé en darme cuenta de lo que estaba pasando, ¡vaya corte! Me moría de vergüenza y sentía que debía aclarar aquello, pero Cristina puso su dedo índice sobre mis labios para que no dijera nada. Sacó el juguete anaranjado de mi bolsillo y me lo puso delante de los morros.

—¿Para qué has traído esta cosita? —me miraba con picardía—, ¿para hacer juntos algún jueguecito?

—No es eso —respondí tartamudeando—. No es…

—Shhh… —volvió a cerrarme los labios, apoyando otra vez su dedo sobre ellos.

Luego, retiró con los dientes la funda de zanahoria y se llevó la punta de látex a la boca. Intenté decir “¡no!”, pero el dedo que sellaba mis labios presionó hacia dentro y empezó a juguetear con mi lengua, de modo que solo pude emitir un sonido incomprensible. Al final, ya era demasiado tarde para empezar a dar explicaciones y, llegados a este punto, decidí que lo mejor era callarme. Sa Kené fijó sus ojos en mi rostro, mirándome provocativamente mientras el juguete anaranjado aparecía y desaparecía dentro de su boca, deslizándose entre sus labios carnosos, al tiempo que su otra mano bajaba a soltarme el cordón de los pantalones y buscaba un resquicio por donde colarse dentro de mis calzoncillos. Sentí la caricia cálida de sus dedos juguetones, creí desmayarme de placer y entonces… irrumpió una voz procedente de la sala:

—¡Tío Mamou!

“¡Joder, no!”, pensé, y al poco volvió a oírse otro grito:

—¡Tío Mamou!

—¿Qué? —respondí de mala leche, vociferando desde la cocina. Estaba tan nervioso como excitado mientras Sa Kené continuaba entregada a su tarea, como si no hubiese oído nada.

—¡Mira! —volví a escuchar la voz que venía de la sala.

—¿Mira, qué?

—¡Mira lo que hay en la tele!

—Ahora no puedo.

—¡Ven, ven rápido!

No sabía qué hacer, pero mi indecisión terminó cuando me pareció oír que el chiquillo se levantaba del sofá. Entonces solté un juramento y me agaché para subirme los pantalones a toda prisa, dando por terminada la sesión. Cristina no tuvo más remedio que poner la funda al consolador y guardarlo rápidamente en un cajón. Al final, por suerte o por desgracia, el crío no apareció por la cocina, pero ya nos había cortado el rollo.

Al poco tiempo estábamos los tres juntos viendo la televisión en la sala. Echaban un programa sobre dinosaurios, y Garán estaba entusiasmado. Se sabía de memoria los nombres de todos los bichos, y nos explicaba las costumbres y características de cada uno de ellos. Después pusieron otros dibujos animados, y entonces volvió a quedarse callado, mirando atentamente a la pantalla. Yo, aparte de sentirme gilipollas, me había puesto de muy mal humor. La pelirroja, por el contrario, mantenía su expresión satisfecha y feliz de siempre, hasta parecía divertirse con todo aquello.

Un poco más tarde, mi amante, o lo que fuera mi Sa Kené, trajo un bocata de chorizo que, acompañado de un buen vaso de vino, me ayudó a superar poco a poco mi frustración. Con el estómago lleno me sentí algo mejor, casi a gusto del todo, pero a Garán Touré le entraron ganas de hablar otra vez.

—Tío —empezó—, antes un niño me ha dado un recado para ti.

—¿Un niño?, ¿qué niño?

—Un niño mayor, no le conocía. Ha venido adonde mí cuando estaba jugando en los columpios de la plaza.

Miré hacia Cristina, pero ella puso cara de no saber nada.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que tienes una cosa de su tío.

—¿Qué cosa?

—Él no lo sabía, pero me ha dicho que tú sí, que tú ya sabes lo que es.

Me dio un escalofrío, pero Garán no me dejó asimilar aquello, aún tenía que decirme algo más:

—Me ha dicho que tienes hasta mañana por la tarde para devolvérselo, que si no, su tío vendrá con unos amigos a hablar contigo.

El crío no dijo nada más, volvió a concentrarse en los dibujos de la tele. Supongo que Cristina debió de notarme en la cara lo acojonado que estaba, percibí cómo su anterior expresión de sosiego se transformaba en inquietud mientras me miraba.

—Garán —dije, inútilmente, porque estaba otra vez hipnotizado. Tuve que ponerme en pie delante de la tele para que me prestara atención.

—¡Quita! —protestó—, ¡que no veo!

—Dime una última cosa —al menos me miró a la cara un segundo—. ¿Ese niño era negro?

—No, blanco.

Aquella respuesta me rompió los esquemas.

—¿Y te ha dicho quién es su tío o dónde lo puedo encontrar?

Tardó un par de segundos en responderme.

—No, me ha dicho que te llamará él.

—¿Que me va a llamar? —me extrañé—. ¿Adónde? ¿Tiene mi número…?

Garán no parecía tener nada más que añadir, se encogió de hombros y empezó a moverse hacia los lados, con el cuello estirado, intentando ver la televisión. Al final me quité de en medio, dejándolo tranquilo con sus dibujos animados.

A tomar por el culo la paz y el descanso de las últimas horas en lo referido al tema de la coca. Los malos habían descubierto mi relación con Cissé y me tenían cogido por los huevos. Me quise agarrar a una última esperanza: tal vez no estuvieran seguros, al cien por cien, de si yo tenía o no la bolsa de cocaína… Aunque, pensándolo bien, daba igual hasta qué punto lo estaban; a fin de cuentas, yo no tenía ninguna intención de andar jugando con aquel tema. Lo que debía determinar era qué hacer con la bolsa, y solo veía dos opciones: llevársela a la policía, con la esperanza de me dieran protección después de contarles toda la historia, o devolvérsela a sus antiguos propietarios, cruzando los dedos para que se dieran por satisfechos y se olvidaran de mí.

Angustiado en mitad de aquellas reflexiones, tardé en darme cuenta de que Cristina seguía observándome con expresión preocupada. Me hizo un gesto para volver a la cocina y eso es lo que hicimos, en esa ocasión sin ánimo para jueguecitos sexuales. La pregunta de Sa Kené era ine­vitable:

—¿Tienes algún problema, Touré?

No sabía qué responder.

—¿Puedo ayudarte en algo? —insistió.

—¿Has visto a algún niño hablando con Garán en la plaza? —le pregunté.

—Había un montón de chavales por el parque. La mayoría eran gitanos, no sé a quién se refería cuando ha dicho lo del mensaje.

Me quedé pensativo. Por lo que yo sabía, los gitanos de San Francisco ya no traficaban con drogas duras, aunque habría alguna excepción. ¿Sería alguno de ellos el dueño de la bolsa que tenía escondida en mi casa?

—Escucha, Touré —Cristina interrumpió mis pensamientos—. ¿Te puedo ayudar o no?

—No lo creo —dije finalmente—. No es tan grave, puedo arreglarlo yo solo —traté de tranquilizarla.

La pelirroja era demasiado inteligente para tragarse aquella bola, pero no insistió en el tema, seguramente por no agobiarme.

—Ahora, igual debería… —empecé a decir, después de reflexionar un poco.

—¿Qué?

—Debería salir a la calle a hacer un par de cosas.

Se encogió de hombros, aún con la preocupación reflejada en la cara.

—Todo esto no tiene nada que ver con el encargo de Marisa, ¿verdad?

—No, nada.

—Ya sabes que —continuó, con un gesto que me pareció de complicidad— no me gusta meterme en tus asuntos, pero…

—Te lo explicaré todo —le corté—, pero en otro momento. Solo dame un poco de tiempo, por favor.

—Algo así me pediste la última vez, cuando tuve que ir a buscarte a Madrid, ¿te acuerdas?

Me acordaba perfectamente, cómo no, del tiempo que pasé detenido en aquella ciudad, convencido de que iba a ser deportado.

—Venga —dijo finalmente—, no pasa nada, lo haremos como tú prefieras.

Me quedé en silencio, con la vista fija en algún punto de la pared.

—Vete tranquilo —añadió, en tono amable—, que Garán y yo nos arreglamos de maravilla. Mañana tengo guardia en la farmacia, pero esta tarde estoy libre y puedo llevármelo por ahí, a dar una vuelta.

—Te lo agradezco, porque no sé a qué hora me libraré —respondí, y vi complacido que volvía a sonreír.

—¿Quieres quedar luego, por la noche? —me preguntó—. Estaría bien que fuéramos los tres juntos a comer unos pinchos. Después podemos mandar al niño a la cama y, quién sabe —abrió el cajón de la mesa y me puso el consolador en la mano—, a lo mejor terminamos el jueguecito de antes.

Al meter la zanahoria en el bolsillo, mi pene amenazó con levantarse por tercera vez, pero no fue más que una falsa alarma, estaba demasiado preocupado con el susto que me acababa de dar Garán.

—De acuerdo —respondí—. Podemos quedar en el Urkiola, que ahí preparan buenos pinchos.

—Perfecto.

—Os llamaré para concretar la hora.

—Muy bien.