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Cissé Touré y su hijo descienden con calma por la calle San Francisco. El primero tira de un maletón de ruedas, el segundo lleva una mochila de Bob Esponja a la espalda. Es de madrugada, pero la temperatura apenas ha bajado y todavía se siente el bochorno. El calor y el silencio pesan sobre la ciudad dormida. Hay muchas ventanas abiertas, los edificios intentan respirar el aire fresco que falta. Cissé camina mirando hacia arriba, inspeccionando las fachadas de las casas junto a las que pasan. Después de dejar atrás el cruce de la calle Bailén, se detiene y hace una señal al niño.
—Garán, ¿estás muy cansado?
—No —el crío responde sacando pecho, a pesar de su cara de sueño.
—Entonces, mira…
El gordo señala uno de los balcones de un segundo piso: la persiana, medio levantada; la puerta, abierta; y muy cerca de la barandilla, un canalón con aspecto de estar bien anclado a la pared.
El chiquillo no necesita más explicaciones, le pasa la mochila a su padre, cruza la carretera y empieza a trepar por el tubo con la agilidad de una ardilla. Consigue llegar hasta arriba en unos segundos, entra de un salto al balcón y se mete en la casa por debajo de la persiana. Al cabo de un minuto sale con cuatro o cinco objetos entre las manos. Lanza las cosas por encima de la barandilla; con cuidado, para que su padre pueda cogerlas al vuelo. Cissé se hace con ellas sin mayor problema y las guarda dentro de la mochila de Bob Esponja, que ya está casi llena. Seguidamente, el niño vuelve a entrar en la casa, pero en esta ocasión apenas permanece dentro un segundo. Desde la calle, el hombre oye un chillido agudo, y ve salir a su hijo aterrorizado.
—Garán, ¿pero qué pasa? ¡Ten cuidado!, ¡no te caigas! —interpela al pequeño, viendo el modo temerario en que este pretende salir de la casa. Tiene los ojos desorbitados y no quiere detenerse por nada, mucho menos para dar explicaciones. Salta por encima de la barandilla, se agarra al tubo y, rápidamente, se deja caer deslizándose hasta la calle como si estuviera en un parque de bomberos. Apenas pisa la acera, agarra a su padre de la mano y empieza a tirar de él.
—¡Un monstruo!, ¡papá, un monstruo!, ¡vámonos rápido! —le apremia.
—¿Pero qué dices, Garán?
—Que he visto un monstruo ahí dentro. ¡Vámonos, por favor!
Cissé está desconcertado, pero hace caso al pequeño y ambos se alejan prácticamente a la carrera. A un par de manzanas, y después de comprobar que nadie les sigue, aminoran la marcha y el hombre trata de aclarar lo sucedido.
—Vamos a ver, ¿qué clase de monstruo había en esa casa?
—No lo sé, uno que daba mucho miedo.
—¿No sería una persona?
—No. Sí que había una mujer, estaba en la cama, durmiendo; pero en la habitación había alguien más: era como un fantasma.
—¿Y no te ha hecho nada?
—No. Estaba escondido, y al principio no lo he visto, pero, de repente, ha soltado un ruido muy raro y he salido corriendo. ¿Tú no lo has oído?
—Yo solo te he oído gritar a ti.
Cissé Touré se pregunta qué demonios habrá visto su hijo dentro de esa casa, pero no da más importancia a lo sucedido y trata de calmarlo diciéndole que los monstruos no existen, que se lo habrá imaginado, o que tal vez alguien ha querido gastarle una broma. Llegan hasta la entrada de la BBK, la única entidad bancaria que tiene una oficina abierta en el barrio, y se detienen entre las sombras de los contenedores de basura alineados junto a la acera, sin inmutarse por el hedor a desechos y orines, preocupados solamente por examinar el pequeño tesoro que acaban de conseguir. El crío parece haberse tranquilizado y su padre abre la mochila.
—¿Son cosas valiosas, papá? —pregunta Garán.
—Ahora lo veremos.
El gordo va tomando cada uno de los objetos y los observa intentando tasar su valor en el mercado negro. Primero saca un viejo reloj despertador, le da unas cuantas vueltas para verlo bien, y después de dudar un instante, vuelve a guardarlo. La segunda vez que mete la mano en la mochila saca una dentadura postiza, pero en este caso no se lo piensa dos veces, la tira directamente al contenedor de basura, y tres cuartos de lo mismo les sucede a un vaso de cristal y a un libro de muchas páginas. Todavía queda algo más, un objeto alargado con forma de zanahoria; tiene un botón, lo aprieta y aquello comienza a vibrar.
—¿Qué es eso, papá? —interroga el niño.
—Un juguete.
—¿Es para mí? ¿Me vas a dejar jugar con él?
—No, creo que podremos sacar unos cuantos euros por esto.
—¡Joder!
—¡No digas palabrotas!
El hombre vuelve a guardar la “zanahoria” en la mochila de Bob Esponja antes de acercarla a la espalda del crío.
—¿Seguro que no pesa mucho? —le pregunta.
—No, no pesa; y la quiero llevar yo.
Deja que el niño acomode la mochila sobre los hombros y salen de aquel rincón pestilente convertido en urinario público al aire libre.
—¿Se te ha pasado el susto de antes, Garán?
—Sí.
—¿Del todo?
—Sí.
—¿Qué prefieres…? —ya están llegando al número 43—, ¿quieres que nos vayamos a dormir ya o damos otra vuelta para jugar un poco más a escalar tuberías?
—Yo quiero seguir jugando.
—¡Muy bien, este sí que es mi chico!
La pareja continúa caminando por la calle San Francisco, atentos a ventanas y balcones, buscando nuevas oportunidades para que Garán practique la escalada. No reparan en las cámaras fijas que vigilan día y noche cada rincón del barrio, sin enterarse acaban de pasar por debajo de una, pero eso no impide que el crío vuelva a trepar hasta un primer piso. Se introduce sin dificultad en la casa, aunque también esta vez sale a la velocidad del rayo y baja mucho más rápido de lo que ha subido, saltando directamente del balcón a los brazos de su padre; y es que en esta ocasión, a falta de monstruos, ha salido a recibirle un enorme perro malhumorado. Aun así, el chaval no se acobarda e insiste en que quiere seguir jugando.
Al acercarse a la plaza del Corazón de María, divisan un coche de la Ertzaintza estacionado, por lo que giran en la bocacalle más próxima para subir hasta la calle de Las Cortes. En la zona en que se encuentran hay unos cuantos clubs de alterne baratos, aunque, a estas horas de la noche, están todos cerrados. Las únicas que no se han retirado todavía son las prostitutas africanas, que siguen esperando, en el otro extremo de la calle, la aparición de algún cliente. Están bastante apartadas, lo suficiente como para que el pequeño aún pueda realizar unas cuantas escaladas más amparado por la soledad. La noche transcurre sin más sorpresas, y cuando a Cissé Touré le parece que ya han llenado suficientemente el maletón de ruedas y la pequeña mochila de Bob Esponja, solo entonces, determina que ya es hora de acostarse.