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Cuando llegué al locutorio, me dirigí directamente adonde Osmán y le propuse salir a la calle para hablar más tranquilos, sin peligro de ser escuchados por quien no convenía. Nos quedamos en la acera, a la puerta del local, y fui directo al grano:
—¿Hoy también ha venido de visita el enano gordo?
—Lo has adivinado. Ha venido, y bien provisto además.
Me pareció que mi compañero de piso estaba más serio que de costumbre.
—¿Qué os ha traído? —le pregunté.
—Más ordenadores, más cámaras…
—¿No te ha parecido mercancía sospechosa?
—Todas las cosas que compramos aquí son mercancía sospechosa, Touré.
Me di cuenta en el acto de lo tonto de mi pregunta.
—¿También os ha traído un consolador con forma de zanahoria?
Osmán se sorprendió.
—¿Cómo lo has sabido? —su seriedad se relajó un instante con una sonrisita.
—Es una larga historia, te la contaré en otro momento. ¿Se lo habéis comprado?
—Casi, casi… Es que nos pedía veinte euros y nos ha parecido demasiado caro. El muy cabrón quería hacernos creer que estaba sin estrenar, que en realidad era un chollo… Mientras negociábamos el precio, se nos ha acercado un cliente, el chino de la tienda de al lado, se ha encaprichado del trasto y al final se lo ha llevado él.
“¡Mierda!” pensé una vez más. Luego, aunque me imaginaba la respuesta, le planteé otra duda:
—No ha traído ningún libro, ¿verdad?
—No —me confirmó, recobrando el gesto serio.
—¿Y un reloj despertador? —pregunté, a pesar de que era un cacharro sin mucho interés para la vieja.
—Sí, pero no se lo hemos comprado porque no valía para nada.
Repasé la situación mentalmente: de las tres cosas que mi clienta quería recuperar, la dentadura postiza ya estaba en mi bolsillo, la zanahoria en manos del tendero chino, y el libro… casi podía darlo por perdido.
Mientras reflexionaba, escuché de nuevo la voz de Osmán. Apenas susurraba, mirando hacia la cámara fija que nos observaba desde la acera de enfrente:
—¿No me vas a preguntar nada más?
—¿Qué quieres decir?
Enseguida comprendí el porqué de la actitud recelosa de mi colega:
—Ese hermano tuyo también nos ha tanteado sobre otro asunto.
—¿Sobre qué?
—Polvo blanco. Quería saber si trapicheamos con drogas.
—¿¡Ha intentado venderos coca!?
—No lo ha dicho así de claro, ni nos ha enseñado el género; pero era evidente que los tiros iban por ahí.
—No me lo puedo creer —dije, fijándome en la cámara. Me pregunté si habría alguien vigilándonos en aquel preciso instante, si alguien podría estar escuchando aquella conversación.
—Pues créetelo porque es así. Le hemos mandado al cuerno, por supuesto. Nosotros pasamos de esos rollos.
Me quedé en silencio hasta que Osmán retomó la palabra, como leyendo mi pensamiento:
—Será mejor que te libres cuanto antes de ese tipejo. Va a traernos problemas, y de los gordos.
—¿Lo has visto por aquí esta tarde?
—No. ¿Lo estás buscando?
—Sí, lo estoy buscando —respondí, ardiendo de la rabia—, y cuando lo agarre se va a arrepentir de haber aparecido por Bilbao.
—No sé de dónde habrá sacado todo lo que nos ha traído, ni tampoco quiero saberlo, no me importa; pero lo de la coca —el veterano malí negó con la cabeza—, eso ya es diferente. Y encima ahora, cuando tenemos que andar con más ojo que nunca. Ya sabes lo que sucede cada vez que sale una manifa de blancos a protestar por aquí y aparece el barrio en las noticias. Ya sabes cómo las gastan los maderos.
En San Francisco era habitual ver policías por cualquier rincón, pero en los últimos días su presencia se había hecho aún más evidente. Además de los coches de la Ertzaintza quesiempre aparcaban en la plaza del Corazón de María y en la calle Cantera, últimamente se veían muchas parejas de municipales patrullando a pie, a veces acompañadas por perros, y los controles y registros estaban a la orden del día.
Mientras pensaba en todo aquello, mis dedos jugueteaban con el móvil dentro del bolsillo. Lo cogí y miré en la pantalla la lista de últimas llamadas. Entre los números marcados que no me habían respondido destacaba uno, para mí el más importante, el que llevaba el nombre de Sira. Pulsé el botón sin ninguna esperanza, y casi me sobresalté cuando, incluso antes de que terminara la señal del primer tono, escuché la voz de mi hija. Hice un gesto con la cabeza a Osmán para despedirme y me dirigí hacia la plaza del Doctor Fleming con el teléfono pegado a la oreja.