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Ya era hora de pasar por casa, no podía dejar al pequeño Garán tanto tiempo solo, quizás ya habría hecho alguna travesura, y además, quería ver si había vuelto el hijoputa de su padre. Preferiría haberlo pillado en cualquier otro lugar, pero no había ni rastro de él por el barrio, y me imaginaba que volvería al piso en cualquier momento. Caminaba por la calle San Francisco pensando dónde iba a arrearle el primer puñetazo a aquel impostor cuando, inesperadamente, me sorprendió una voz:
—¿Qué tal, Touré?
Levanté la mirada y eché un juramento entre dientes. Tenía por costumbre dar un rodeo al acercarme al cruce de la calle Cantera, siempre lo hacía; pero aquella tarde iba tan absorto en mis pensamientos que me descuidé, no pasé a la otra acera y me topé con quien menos deseaba.
—¿Estás enfadado, o qué? —escuché.
Conocía a aquel grupo de ertzainas: el veterano calvo que parecía ser el jefe, otro más pequeño y moreno que siempre se hacía el simpático, el joven flaco que era un borde, la mujer rubia, que no era mucho más agradable… Su aspecto no acojonaba tanto como el de otros policías y tal vez por eso pasaban tantas horas de guardia en nuestro barrio, alrededor de los coches patrulla que aparcaban a la entrada de aquel callejón.
Era evidente que ellos también me conocían. Había sido el policía más bajo, el moreno, quien se había dirigido a mí. Aunque me detuve en seco, no le respondí, y entonces él me hizo una señal para que me acercara. Me preguntaba de qué humor estarían aquella tarde, pues mi destino podía depender de ello. La verdad es que la Ertzaintza me tenía en el punto de mira desde lo del asesinato de Juliet, la prostituta nigeriana, cuando empecé a investigar y descubrí que uno de ellos parecía estar implicado. A pesar de que abandoné la investigación, aquella me la guardaban y, como estaba sin papeles, me podían joder cuando más les apeteciera.
Tal y como esperaba, me ordenaron que vaciara los bolsillos y obedecí sin rechistar.
—Mis papeles están en trámite —me disculpé mientras iba dejando las cosas encima del capó del coche patrulla—. Me los van a dar pronto.
Pero aquellos polis no parecían interesados por mis papeles; en ese momento fue otra cosa lo que les llamó la atención:
—¿Qué hostias es esto? —soltó el flaco, con una mueca de asco mientras señalaba los dientes postizos, repugnantemente amarillentos.
Por la cara de alucine que se les quedó cuando vieron la dentadura, deduje que Marisa no había denunciado el robo. Por otra parte, aquello no era lo más normal que uno podía llevar en los bolsillos, así que pensé que debía inventarme alguna excusa rápidamente, y me sentí aliviado de que el chino no me hubiera vendido la zanahoria, de otro modo no sé qué tipo de explicaciones habría tenido que dar.
—¡Vamos, responde! ¿Qué es esto? —insistió bruscamente el ertzaina.
—Está claro —respondí, intentando ganar un poco de tiempo—, unos dientes postizos.
—¿De quién?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—No lo sé, me los he encontrado —no se me ocurrió nada más original.
—¿Dónde?
—En una papelera.
—¿Y para qué leches los has cogido?
—No sé, por si puedo venderlos —tenía que seguir mi propio guión—. Tal vez me den algo por ellos, ¿no?
El veterano hizo un gesto a su colega, como dándole a entender: “tranquilo, chico, déjalo”. Luego, cogió mi teléfono y me ordenó guardar el resto de las cosas. Mientras yo obedecía, se lo entregó a la mujer, y esta se metió dentro del coche con el aparato en la mano. El poli volvió a girarse hacia mí y empezó a hablarme en un tono sospechosamente amable:
—¿Qué tal tu hermano?
—¿Qué hermano?
—Cissé Touré.
Se me pusieron los huevos de corbata. Disimulando a duras penas mi nerviosismo, decidí seguir haciéndome el tonto, por lo menos hasta adivinar lo que sabían ellos.
—No sé quién es ese tío —respondí.
—Un hombre gordo, pequeño… y de Burkina Faso, como tú.
—¿Y?
Nos quedamos callados, ellos clavaron sus miradas en mí.
—No te hagas el tonto —continuó el jefe, al cabo de unos segundos—, es de Burkina Faso y se apellida Touré. ¿No te parece demasiada casualidad?
—En Burkina hay miles de Touré. Allí ese apellido es como aquí… Etxeberria.
Por lo visto mi ocurrencia les hizo gracia. El agente pequeño de pelo negro se acercó a mí sonriendo.
—¡Anda, qué casualidad!, yo soy Etxeberria —dijo—, y además procedo de este barrio, aunque en la familia no tenemos ningún gitano —soltó una risita al decir esto último, pero yo no veía el chiste por ninguna parte.
—Pues sí… —continuó— me apellido Etxeberria, aunque los amigos me llaman Etxebe, y tú también, si quieres, porque… puede decirse que somos amigos, ¿verdad? —se me quedó mirando un instante—. Y, entre amigos, dime: ¿estás seguro de que no conoces a ese tal Cissé Touré?
—Seguro —me reafirmé, intentando aparentar la calma que no sentía—. ¿Ha hecho algo malo, o qué?
—Ya sabes que este barrio está lleno de cámaras —continuó el agente, pasando por alto mi pregunta y con un gesto más grave—. Podemos visionar las grabaciones de los últimos días, y si aparecéis juntos en alguna de ellas… vas a quedar muy mal, ¿sabes?
Hice un rápido repaso mental de los momentos y los sitios en los que había estado con mi supuesto hermano. Por ese lado no había ningún peligro, ya que nos habíamos visto solamente en mi casa. Pero ¿y si las cámaras lo habían grabado entrando en mi portal? Tampoco importaba, en el edificio había más pisos llenos de africanos. No podrían probar nada contra mí… Pero ¿qué tenían que probar?, ¿sabían lo que había estado haciendo el cabrón de Cissé? Se me pasó por la cabeza que, quizás, ya habrían revisado aquellas imágenes y que solo querían ponerme a prueba. Me estaba haciendo un lío, pero tenía que mantenerme coherente con lo que ya había dicho.
—No tengo ni idea de quién es ese Touré —repetí, en un tono que no sonó muy convincente.
—Mira… —intervino de nuevo el más veterano—. Voy a enseñarte una foto —sacó del bolsillo un teléfono y apretó unas teclas—, a ver si se te refresca la memoria.
Cuando me mostró la pantalla del móvil sentí un escalofrío, una especie de latigazo que me empujó hacia atrás hasta chocar contra la pared. En la fotografía se mostraba un cuerpo: el cadáver de Cissé Touré. Estaba tendido en el suelo, boca arriba, con las ropas empapadas de sangre y los ojos desorbitados de pánico.
Los ertzainas se me quedaron mirando fijamente, estudiando mi reacción. El flaco me preguntó con aire burlón:
—No le conoces, ¿verdad?
—No —respondí con un hilo de voz.
Entonces, el jefe volvió a tomar la palabra. Su tono dejaba claro que no estaba para bromas.
—¿Dónde has pasado hoy el día?
—En el barrio.
—En el barrio, ¿por dónde?
—He estado en casa, en un par de tiendas, en la plaza del Doctor Fleming…
—¿Puedes probarlo?
—Me ha visto mucha gente y he charlado con varios colegas —me encogí de hombros—, podéis preguntarles a ellos. Y si no, comprobadlo en las cámaras.
Me arrepentí de estas últimas palabras al instante. Precisamente era lo que yo no quería, que indagaran en las imágenes de las videocámaras, porque allí podían ver —si no lo habían hecho ya— a Cissé y a su hijo en plena acción antes de entrar en mi portal. La incertidumbre me corroía, ¿de verdad que la pasma no sabía nada sobre los robos?, ¿no habían recibido ni una sola denuncia?, ¿por qué no mencionaban a Garán? No creo que pensaran que yo fuera el asesino de Cissé, mi reacción de sorpresa al ver la fotografía me dejaba al margen de toda sospecha. Tenía motivos para alegrarme de su muerte, pero ellos no lo sabían, y mejor así, por si acaso. Empecé a sentirme muy confuso. Tan solo unos minutos antes habría sido capaz de matar a aquel canijo con mis propias manos, o eso me parecía; pero después, al ver la imagen de su cadáver ensangrentado, me invadió el pánico.
—Antes has mencionado tus papeles —el flaco interrumpió mis reflexiones—. ¿Cómo va la tramitación?
—Bien, pronto me los darán.
—¿Ya llevas tres años empadronado en Bilbao?
—Casi, casi.
—¿Y tienes un contrato de trabajo?
—Sí —era mentira—; bueno, estoy en ello. Eso también está casi arreglado.
—¿Va a ser de un año?
—Claro.
—¿Con quién?
No sabía qué responder a eso, pero por suerte fue él quien retomó la palabra.
—¿Cuánto llevas gastado en los trámites?
Como muchos de mis vecinos de la Pequeña África, y en beneficio de algunos abogaduchos y otros parásitos, ya me había gastado un pastón intentado agilizar el largo proceso para conseguir el permiso de trabajo y de residencia; pero eso seguro que ya lo sabía aquel tío. No dije nada, por si acaso, y entonces Etxebe, el que quería ser mi “amigo”, tomó el relevo a su compañero, dejando esta vez de lado la simpatía que había mostrado antes:
—Estos días hemos detenido a algunos de esos “gestores” sin escrúpulos que se dedican a timar a los inmigrantes, quién sabe si el tuyo no estará entre ellos. De ser así, no tendrás tus papeles y, tal como están las cosas, no tardarás en hacer otro viajecito al CIE de Madrid, pero esta vez sin billete de vuelta.
Hizo una pequeña pausa para ver qué cara se me quedaba. No sé si notaría el doble escalofrío que recorrió mi espalda: el primero por la sola mención del CIE, y el segundo ante la posibilidad de que me estuvieran engañando con los papeles.
Etxebe dirigió una rápida mirada al que parecía su superior y este le hizo un gesto de aprobación para que continuara.
—Ya sabes qué puedes hacer para evitar que te ocurra algo así, ¿verdad? —forzó una sonrisa—. Seguir siendo amigo nuestro; así que, si de repente te viene a la mente cualquier detalle que no nos hayas contado o si oyes algo sobre ese africano muerto que no conoces, no te cortes: acude a nosotros, ¿de acuerdo?
No dije ni pío, pero debieron de pensar que ya habían perdido demasiado tiempo conmigo, porque se dieron media vuelta y se alejaron unos pasos de mí.
—¿Puedo irme? —pregunté.
—Espera —la rubia antipática había salido del coche y se acercaba con mi teléfono en la mano—. ¿No se te olvida algo?
Con el apuro, ni me había acordado del móvil. En cuanto me lo devolvió, habló lo suficientemente alto como para que pudieran oírle sus compañeros:
—Parece que no es robado.
—¡Pues claro que no es robado! —salté indignado—. He tenido que trabajar mucho para comprármelo.
Los ertzainas se me quedaron mirando como si fuera un pobre diablo. Era evidente que les importaba un pimiento si habían herido mi sensibilidad. Y yo no tenía por qué dar más explicaciones, así que volví a preguntar:
—¿Ahora sí?, ¿ya puedo irme?
—Por supuesto —respondió el moreno, ofreciéndome otra de sus sonrisas falsas—. No has hecho nada malo, ¿verdad?
Antes de irme tuve la tentación de hacerles un par de preguntas: ¿dónde habían encontrado el cuerpo de Cissé?, ¿cómo le habían matado?… Pero era preferible desaparecer de allí lo antes posible, y eso es lo que hice.
Cuando me sentí lo suficientemente lejos del cruce de la calle Cantera, bajé el ritmo de la marcha y continué un poco más tranquilo, pero sin dejar de hacerme preguntas: ¿cómo habían sabido el nombre del muerto?… Tal vez llevara la documentación encima, en ese caso ¿podrían relacionarlo conmigo de alguna manera? ¿¡No sería mi hermano de verdad!? Y la principal cuestión: ¿por qué se lo habían cargado?, ¿tendría algo que ver aquella muerte violenta con los robos cometidos en el barrio o con los de los autobuses?, ¿habría que buscar en otra parte el móvil de aquel asesinato?, ¿dónde?
Llegué a mi portal con la cabeza como un bombo, y mientras metía la llave en la cerradura, se me ocurrió que, quizás, pudiera aclararme algo el pequeño huésped que tenía en casa.