UNA REFLEXIÓN SOBRE HITLER
La dictadura de Hitler tiene el carácter de un paradigma del siglo XX. Reflejó de un modo extremo e intenso, entre otras cosas, la preeminencia absoluta del estado moderno, unos niveles de represión y violencia estatales imprevistos, una manipulación sin precedentes de los medios de comunicación para controlar y movilizar a las masas, un cinismo inaudito en las relaciones internacionales, y los graves peligros del ultranacionalismo y el poder inmensamente destructivo de las ideologías de superioridad racial y las consecuencias últimas del racismo, junto con el uso pervertido de la tecnología moderna y la «ingeniería social». Sobre todo, encendió una luz de alarma que todavía brilla con fuerza: mostró cómo una sociedad moderna, avanzada y culta puede sumirse rápidamente en una barbarie que culmina en una guerra ideológica, una conquista de una brutalidad y rapacidad difícilmente imaginables y un genocidio como nunca antes había presenciado el mundo. La dictadura de Hitler equivalió al colapso de la civilización moderna, a una especie de explosión nuclear dentro de la sociedad moderna. Mostró de lo que somos capaces.
El siglo en el que, en cierto modo, dominó su nombre le debe buena parte de su carácter a la guerra y el genocidio, las marcas distintivas de Hitler. Lo que sucedió con Hitler tuvo lugar (en realidad, sólo pudo haber tenido lugar) en la sociedad de un país moderno, culto, avanzado tecnológicamente y sumamente burocrático. Pocos años después de que Hitler se convirtiera en jefe de gobierno, este sofisticado país del corazón de Europa ya se encaminaba a lo que resultaría ser una guerra genocida y apocalíptica que dejó a Alemania y a Europa no sólo divididas por el Telón de Acero y materialmente en ruinas, sino destrozadas moralmente. Es un hecho que aún necesita una explicación. La combinación de un liderazgo comprometido con una misión ideológica de regeneración nacional y purificación racial, una sociedad con suficiente fe en su líder para tratar de cumplir los objetivos que él parecía perseguir y una administración burocrática competente capaz de planificar y aplicar las políticas, por muy inhumanas que fueran, y deseosa de hacerlo, nos ofrece un punto de partida. Aun así, el cómo y el porqué Hitler pudo acabar galvanizando esa sociedad requieren un análisis detallado.
Sería muy cómodo no buscar la causa del desastre de Alemania y Europa más que en la persona del propio Adolf Hitler, que gobernó Alemania entre 1933 y 1945, y cuyas ideas, de una sobrecogedora inhumanidad, ya habían sido pregonadas públicamente casi ocho antes de que se convirtiera en canciller del Reich. Pero, pese a que recae en Hitler la responsabilidad moral principal por lo que ocurrió durante su régimen autoritario, una explicación personalista sería una burda simplificación de la verdad. Se podría decir que Hitler es un ejemplo clásico del aforismo de Karl Marx de que «los hombres hacen su propia historia […] pero […] bajo circunstancias dadas y heredadas». ¿Hasta qué punto las «circunstancias dadas y heredadas», acontecimientos impersonales que escapaban al control de cualquier individuo, por muy poderoso que fuera, determinaron el destino de Alemania? ¿Qué se puede atribuir a la contingencia, incluso al accidente histórico, y qué se puede atribuir a los actos y motivaciones del hombre extraordinario que gobernaba Alemania en aquella época? Todas estas cuestiones precisan una investigación. Todas ellas forman parte del siguiente estudio. No es posible ofrecer respuestas sencillas.
Desde que Hitler comenzó a acaparar la atención pública en los años veinte, se le ha visto de formas muy diferentes y variadas, a menudo directamente opuestas entre sí. Se ha considerado, por ejemplo, que no era más que «un oportunista totalmente carente de principios», «desprovisto de cualquier idea excepto una: aumentar aún más su propio poder y el de la nación con la que se había identificado», preocupado únicamente por el «dominio, camuflado en la doctrina de la raza» y que no consistía más que en una «destructividad vengativa». Se le ha descrito, de una forma totalmente opuesta, como el fanático impulsor de un programa ideológico previamente planificado y ordenado. También se ha intentado presentarle como una especie de embaucador político que hipnotizó y hechizó al pueblo alemán y lo llevó por el mal camino hacia el desastre, o «demonizarle» y convertirle en un personaje místico e inexplicable del destino de Alemania. Nada menos que Albert Speer, el arquitecto de Hitler, después su ministro de Armamentos y durante gran parte del Tercer Reich una de las personas más cercanas al dictador, le describió poco después de la guerra como una «figura demoníaca», «uno de esos fenómenos históricos inexplicables que surgen con poca frecuencia en la humanidad» cuya «personalidad determina el destino de la nación». Ese punto de vista corre el riesgo de falsear lo que ocurrió en Alemania entre 1933 y 1945, al reducir la causa de la catástrofe alemana y europea al capricho arbitrario de una personalidad demoníaca. La génesis de dicho desastre no encuentra ninguna explicación fuera de las acciones de un individuo extraordinario. Se reducen acontecimientos complejos a una mera expresión de la voluntad de Hitler.
Un punto de vista absolutamente contrapuesto (que sólo era posible sostener cuando formaba parte de una ideología estatal y que, por lo tanto, se esfumó en cuanto se derrumbó el bloque soviético que la había sustentado) rechazaba tajantemente cualquier papel significativo de la personalidad y relegaba a Hitler a la condición de un mero instrumento del capitalismo, una nulidad al servicio de los intereses de las grandes empresas y sus dirigentes, que eran quienes le controlaban y manejaban los hilos de su marioneta.
Algunos estudios de Hitler apenas han reconocido problemas de interpretación o los han desestimado enseguida. Uno de los métodos ha sido ridiculizar a Hitler. Describirle simplemente como un «lunático» o un «loco de atar» obvia la necesidad de una explicación, aunque por supuesto deja sin resolver la cuestión clave: por qué una sociedad compleja estaría dispuesta a seguir hasta el abismo a alguien con un trastorno mental, a un caso «patológico».
Planteamientos mucho más sofisticados han discrepado sobre hasta qué punto era Hitler realmente el «amo del Tercer Reich» o incluso sobre si se le podría describir como «un dictador débil en algunos aspectos». ¿Ejerció realmente un poder único, total e ilimitado? ¿O su régimen se asentaba en una «policracia» con estructuras de poder como una hidra, con Hitler desempeñando, debido a su innegable popularidad y al culto que le rodeaba, el papel de punto de apoyo indispensable pero poco más, sin dejar de ser más que el propagandista que, en esencia, había sido siempre, que aprovechaba las oportunidades cuando se presentaban, aunque sin programa, plan o proyecto alguno?
Los diferentes puntos de vista sobre Hitler nunca han sido puramente objeto de un debate académico arcano. Tienen una trascendencia más amplia y unas implicaciones de mayor alcance. Cuando se presentaba a Hitler como una especie de copia invertida de Lenin y Stalin, un líder cuyo miedo paranoico al terror bolchevique, al genocidio de clase, le llevó a perpetrar un genocidio racial, las implicaciones estaban claras. Hitler era malvado, sin duda, pero menos malvado que Stalin. Él era la copia y Stalin el original. La causa subyacente del genocidio racial nazi fue el genocidio de clase soviético. También tenía importancia cuando se desviaba la atención de los crímenes contra la humanidad de los que Hitler es el responsable final y se centraba en sus reflexiones sobre la transformación de la sociedad alemana. Ese Hitler estaba interesado en la movilidad social, en mejorar las viviendas de los trabajadores, en modernizar la industria, en crear un Estado del bienestar, en eliminar los reaccionarios privilegios del pasado, en suma, en construir una sociedad alemana mejor, más avanzada y menos clasista, pese a lo brutales que fueran los métodos. Ese Hitler era, pese a su demonización de los judíos y su apuesta por el poder mundial contra todos los pronósticos, «un político cuyas ideas y cuyos actos eran mucho más racionales de lo que se creía hasta ahora». Desde ese punto de vista, se podría considerar que Hitler era malvado, pero con buenas intenciones hacia la sociedad alemana o, al menos, intenciones que se podrían ver de una forma positiva.
Estas interpretaciones que hemos revisado no pretendían ser apologéticas. La comparación entre los crímenes contra la humanidad nazis y estalinistas, por muy distorsionado que fuera el enfoque, pretendía poner de relieve la terrible ferocidad del conflicto ideológico que se produjo en la Europa de entreguerras y las fuerzas que motivaron el genocidio alemán. El propósito de la descripción de Hitler como un socialrevolucionario era explicar, quizá de forma un tanto desacertada, por qué pudo ejercer una atracción tan grande en Alemania en un momento de crisis social. Pero no es difícil ver que ambos planteamientos contienen, aunque sea involuntariamente, el potencial para una posible rehabilitación de Hitler, que podría comenzar a presentarle, pese a los crímenes contra la humanidad asociados a su nombre, como un gran líder del siglo XX, un líder que, de haber muerto antes de la guerra, habría ocupado un lugar destacado en el panteón de los héroes alemanes.
La cuestión de la «grandeza histórica» solía estar implícita en la escritura de la biografía convencional, sobre todo en la tradición alemana. La figura de Hitler, cuyos atributos personales (diferenciados de su aura política y de su influencia) eran muy poco nobles, edificantes o enriquecedores, planteaba evidentes problemas a dicha tradición. Una manera de obviarlos era insinuar que Hitler poseía una especie de «grandeza negativa», que, aunque carecía de la nobleza de carácter y de otros atributos que se suponen propios de la «grandeza» de los personajes históricos, su repercusión en la historia fue innegablemente inmensa, aunque catastrófica. No obstante, también se puede considerar que la «grandeza negativa» tiene connotaciones trágicas: que se arruinaron esfuerzos titánicos y logros asombrosos, que la grandeza nacional se convirtió en la catástrofe nacional.
Parece más aconsejable evitar completamente la cuestión de la «grandeza» (excepto para tratar de entender por qué tantos contemporáneos vieron «grandeza» en Hitler). Sólo sirve para desviar la atención: está mal planteada, es inútil, irrelevante y potencialmente apologética. Mal planteada porque, como todas las teorías de los «grandes hombres», no puede evitar personalizar el proceso histórico de forma extrema. Inútil porque la noción de grandeza histórica es, en última instancia, fútil. Basada en una serie subjetiva de juicios morales e incluso estéticos, es un concepto ético-filosófico que no conduce a ninguna parte. Irrelevante porque, aunque respondiéramos a la cuestión de la supuesta «grandeza» de Hitler de forma afirmativa o negativa, eso por sí solo no explicaría absolutamente nada sobre la terrible historia del Tercer Reich. Y potencialmente apologética porque el simple hecho de plantear la pregunta no puede ocultar cierta admiración por Hitler, aunque sea reticente y pese a sus defectos; y porque buscar grandeza en Hitler conlleva casi automáticamente el corolario de reducir a aquellos que fomentaron de forma directa su gobierno, a los organismos que le sustentaron y al propio pueblo alemán que le brindó tanto apoyo, al simple papel de comparsas del «gran hombre».
Más que a la cuestión de la «grandeza histórica», necesitamos dirigir nuestra atención hacia otra cuestión mucho más importante. ¿Cómo podemos explicar que alguien con tan pocas dotes intelectuales y tan escasos atributos sociales, alguien que estaba totalmente vacío fuera de su vida política, inaccesible e impenetrable incluso para quienes formaban parte de su entorno más íntimo, al parecer incapaz de mantener una amistad verdadera, sin la formación que proporcionan los altos cargos, sin tan siquiera la menor experiencia de gobierno antes de convertirse en canciller del Reich, pudiera, pese a todo, tener una repercusión histórica tan inmensa y hacer que el mundo entero contuviera la respiración?
Quizá la pregunta esté planteada de forma errónea, al menos en parte. En primer lugar, no cabe duda de que Hitler no carecía de inteligencia y poseía una mente aguda que podía recurrir a su memoria extraordinariamente retentiva. Era capaz de impresionar no sólo a su adulador séquito, como cabía esperar, sino también a estadistas y diplomáticos fríos, críticos y experimentados con su rápida comprensión de los problemas. Por supuesto, hasta sus enemigos políticos reconocían su talento retórico. Y sin duda no es el único jefe de Estado del siglo XX que combinaba lo que se podrían considerar defectos de carácter y una formación intelectual superficial con una habilidad y eficiencia políticas notables. También es conveniente no caer en la trampa, en la que cayeron la mayoría de sus contemporáneos, de subestimar mucho sus aptitudes.
Además, Hitler no es el único que ha ascendido desde unos orígenes humildes hasta un alto cargo. Pero aunque su ascenso desde el anonimato absoluto no sea totalmente excepcional, el problema que plantea Hitler sigue sin estar resuelto. Una razón es la inanidad de la persona en privado. Era, como se ha dicho tan a menudo, el equivalente a una «no persona». Es posible que haya un componente de arrogancia en esa apreciación, una predisposición a menospreciar al advenedizo vulgar y sin estudios con una personalidad incompleta, al profano con opiniones precipitadas sobre todos los temas del mundo, al inculto que se atribuye el papel de árbitro de la cultura. El que su vida privada suponga un agujero negro se debe también, en parte, a que Hitler era sumamente reservado, sobre todo en lo relativo a su vida personal, sus orígenes y su familia. El secretismo y el distanciamiento formaban parte de su carácter, lo que se aplicaba también a su comportamiento en la política; también tenían importancia política, ya que eran elementos integrantes del aura de liderazgo «heroico» que había permitido conscientemente que se creara en torno a él y aumentaban el misterio que le envolvía. A pesar de todo, una vez hechas todas las matizaciones, sigue siendo cierto que, aparte de la política (y de una pasión estrecha de miras por la grandiosidad cultural y el poder en la música, el arte y la arquitectura), la vida de Hitler estaba en gran medida vacía.
La biografía de una «no persona», de alguien que prácticamente carece de vida privada o de una historia personal aparte de los acontecimientos políticos en los que participa, impone, naturalmente, sus propias limitaciones. Pero los inconvenientes sólo existen en la medida en que se supone que la vida privada es decisiva para la pública. Dicha suposición sería un error. Para Hitler no existía la «vida privada». Por supuesto, era capaz de disfrutar de sus películas escapistas, de su paseo diario a la Casa de Té en el Berghof, del tiempo que pasaba en su idílica residencia alpina lejos de los ministerios del gobierno en Berlín. Pero no eran más que rutinas vacías. No había ningún retiro a un ámbito que no fuera el político, a una existencia más profunda que condicionara sus reacciones públicas. No se trataba de que su «vida privada» pasara a formar parte de su personalidad pública. Al contrario: siguió siendo tan secreta que el pueblo alemán no supo de la existencia de Eva Braun hasta que el Tercer Reich no había quedado reducido a cenizas. Hitler más bien «privatizó» la esfera pública. Lo «privado» y lo «público» se fusionaron completamente y se volvieron inseparables. Todo el ser de Hitler quedó subsumido en el papel que interpretaba a la perfección: el papel de «Führer».
La tarea del biógrafo resulta más clara en ese punto. Su trabajo no consiste en centrarse en la personalidad de Hitler, sino exclusiva y directamente en el carácter de su poder, el poder del Führer.
Ese poder procedía sólo parcialmente del propio Hitler. Era, en gran medida, un producto social, un producto de las expectativas y motivaciones que sus seguidores habían depositado en Hitler. Eso no significa que los actos del propio Hitler, en el contexto de su creciente poder, no fueran de vital importancia en algunos momentos decisivos. Sin embargo, el impacto de su poder ha de buscarse, básicamente, no en algún atributo concreto de su «personalidad», sino en su papel de «Führer», un papel que sólo fue posible gracias al menosprecio, los errores, la debilidad y la colaboración de otros. Por tanto, para explicar su poder debemos recurrir en primera instancia a otros, no al propio Hitler.
El poder de Hitler era de una naturaleza extraordinaria. No basaba su derecho a detentarlo (excepto en un sentido estrictamente formal) en su cargo como dirigente del partido o en algún cargo funcional. Lo basaba en lo que consideraba su misión histórica de salvar Alemania. Dicho con otras palabras, su poder era «carismático», no institucional. Dependía de la predisposición de los demás a ver cualidades «heroicas» en él. Y los demás realmente vieron esas cualidades, quizás antes incluso de que él mismo comenzara a creer en ellas.
Como escribió Franz Neumann, uno de los analistas contemporáneos más brillantes del fenómeno nazi: «Desde hace mucho tiempo se olvida y ridiculiza el poder carismático, pero al parecer tiene raíces profundas y se convierte en un poderoso estímulo cuando se dan las condiciones psicológicas y sociales adecuadas. El poder carismático del líder no es un mero fantasma; nadie puede dudar de que hay millones de personas que creen en él». No se debe subestimar la contribución del propio Hitler a la expansión de ese su poder y sus consecuencias. Una breve reflexión hipotética sirve para poner de relieve la cuestión. Nos podemos preguntar: ¿es probable que se hubiera creado un Estado policial terrorista como el que acabó desarrollándose bajo el mando de Himmler y las SS si Hitler no hubiera sido el jefe de gobierno? ¿Se habría embarcado Alemania en una guerra generalizada en Europa a finales de los años treinta con un líder diferente, incluso con uno autoritario? ¿Habría culminado en un genocidio total la discriminación contra los judíos (que, casi con total seguridad, se habría producido de todas formas) con otro jefe de Estado? Probablemente la respuesta a cada una de estas preguntas sería seguramente «no» o, como mínimo, «sumamente improbable». Independientemente de las circunstancias externas y los determinantes impersonales, Hitler no era intercambiable.
El poder sumamente personalista que Hitler ejerció contribuyó a que se dejaran impresionar por él incluso personas sagaces e inteligentes (clérigos, intelectuales, diplomáticos extranjeros, visitantes distinguidos). La mayoría de ellos no se habrían sentido cautivados por las mismas opiniones expresadas ante una multitud vociferante en una cervecería de Múnich. Pero con la autoridad de la cancillería del Reich tras de sí, con el apoyo de las multitudes que le adoraban, rodeado del boato del poder, investido del aura de gran líder que proclamaba la propaganda, no resulta sorprendente que impresionara a otras personas y no sólo a aquellas completamente ingenuas y crédulas. El poder también era la razón de que sus subalternos (los dirigentes nazis subordinados, su séquito personal, los jefes provinciales del partido) estuvieran pendientes de cada una de sus palabras antes de abandonar como las ratas del proverbio el barco que se hundía cuando ese poder estaba tocando a su fin en abril de 1945. La mística del poder seguramente sirva también para explicar por qué tantas mujeres (y sobre todo algunas mucho más jóvenes que él) consideraban un símbolo sexual a un personaje que nos parece la antítesis de la sexualidad, hasta el punto de que algunas se intentaron suicidar por él.
Por tanto, una historia de Hitler tiene que ser una historia de su poder, de cómo lo obtuvo, cuál era su carácter, cómo lo ejercía, por qué se le permitió ampliarlo hasta romper todas las barreras institucionales, por qué la oposición a ese poder fue tan débil. Pero éstas son cuestiones que han de dirigirse a la sociedad alemana, no sólo a Hitler.
No hay ninguna necesidad de minimizar la contribución a la consecución y el ejercicio del poder de Hitler derivados de algunos rasgos arraigados de su carácter. La determinación, la intransigencia, la implacabilidad a la hora de suprimir los obstáculos, su cínica destreza, el instinto del jugador que apuesta todo a una carta: todas estas características ayudaron a determinar la naturaleza de su poder. Todos estos rasgos de carácter convergían en un elemento primordial del impulso interior de Hitler: su ilimitada egolatría. El poder era el afrodisíaco de Hitler. Para alguien tan narcisista como él, daba un sentido a aquellos primeros años que no lo tuvieron, compensaba de todos los reveses de los que se resintió tanto durante la primera mitad de su vida: su rechazo como artista, la quiebra social que le hizo acabar en un albergue vienés, y el desmoronamiento de su mundo con la derrota y la revolución de 1918. El poder era para él absorbente. Como un observador perspicaz comentó en 1940, antes incluso del triunfo en Francia: «Hitler es el suicida potencial por excelencia. No tiene lazos fuera de su propio “ego” […]. Se encuentra en la privilegiada posición de quien no ama nada y a nadie más que a sí mismo […]. Por tanto, puede atreverse a hacer cualquier cosa para conservar o aumentar su poder […] que es lo único que se interpone entre él y una muerte rápida». Aquella sed de poder personal tan enorme incluía un apetito insaciable de conquistas territoriales, que equivalía a una gigantesca partida (contra unas fuerzas muy superiores) por el monopolio del poder en el continente europeo y, más adelante, por el poder mundial. La implacable búsqueda de una ampliación aún mayor del poder no podía aceptar ninguna disminución, ninguna limitación, ninguna restricción. Además, dependía de la continuación de lo que se consideraban «grandes logros». Al no tener cabida ningún tipo de limitación, la progresiva megalomanía contenía, inevitablemente, las semillas de la autodestrucción del régimen que Hitler encabezaba. La coincidencia con sus propias tendencias suicidas innatas era absoluta.
Por muy absorbente que fuera el poder para Hitler, no era un fin en sí mismo ni carecía de contenido o significado. Hitler no sólo era un propagandista, un manipulador y un movilizador. Era todas esas cosas, pero también un ideólogo con convicciones inquebrantables, el más radical de los radicales como representante de una «visión del mundo» dotada de coherencia interna (aunque a nosotros nos repela), que obtenía su ímpetu y su potencia de la combinación de unas cuantas ideas básicas aglutinadas por la noción de que la historia de la humanidad es la historia de la lucha racial. Su «visión del mundo» le proporcionaba una explicación completa de los males de Alemania y del mundo y de cómo remediarlos. Se aferró a su «visión del mundo» con firmeza desde principios de los años veinte hasta su muerte en el búnker. Se trataba de una visión utópica de redención nacional, no de una serie de políticas a medio plazo. Pero no sólo fue capaz de incorporar dentro de la misma todas las diferentes corrientes de la filosofía nazi, sino que, unida a las dotes retóricas de Hitler, hizo que pronto fuera prácticamente irrebatible en cualquier punto de la doctrina del partido.
Por tanto, es necesario prestar la máxima atención a los objetivos ideológicos de Hitler, a sus actos y a su contribución personal al desarrollo de los acontecimientos. Pero eso no lo explica todo ni mucho menos. Lo que Hitler no hizo ni instigó pero, sin embargo, fue puesto en marcha por las iniciativas de otros es tan importante para comprender la fatídica «radicalización acumulativa» del régimen como los actos del propio dictador.
Un planteamiento que tome en consideración las expectativas y las motivaciones de la sociedad alemana (en toda su complejidad), más que la personalidad de Hitler, para explicar la inmensa influencia del dictador ofrece la posibilidad de estudiar la expansión de su poder a través de la dinámica interna del régimen que presidía y de las fuerzas que desencadenó. Ese planteamiento lo resume la máxima enunciada por un funcionario nazi en 1934 (que aporta en cierto modo el leitmotiv de esta obra en su conjunto) de que el deber de toda persona en el Tercer Reich era «trabajar en aras del Führer conforme a lo que él desearía» sin esperar instrucciones de arriba. La puesta en práctica de esta máxima fue una de las fuerzas motrices del Tercer Reich, haciendo realidad los objetivos ideológicos que Hitler expresaba de una forma imprecisa mediante iniciativas centradas en trabajar en aras del cumplimiento de las visionarias metas del dictador. Por supuesto, la autoridad de Hitler era decisiva, pero las iniciativas que él aprobaba procedían la mayor parte de las veces de otros.
Hitler no fue un tirano impuesto a Alemania. Aunque nunca obtuvo el apoyo de la mayoría en unas elecciones libres, fue nombrado legítimamente canciller del Reich del mismo modo que lo habían sido sus predecesores, y se podría decir que se convirtió en el jefe de Estado más popular del mundo entre 1933 y 1940. Para comprender esto es necesario conciliar lo que parece irreconciliable: el método personalizado de biografía y los enfoques opuestos de la historia de la sociedad (incluidas las estructuras de dominación política). La influencia de Hitler sólo se puede entender a través de la época que le creó (y que fue destruida por él). Una interpretación no sólo debe tener muy en cuenta los objetivos ideológicos de Hitler, sus actos y su aportación personal al desarrollo de los acontecimientos, sino que al mismo tiempo debe enmarcarlos dentro de las fuerzas sociales y las estructuras políticas que permitieron, determinaron y fomentaron el desarrollo de un sistema que comenzó a depender cada vez más de un poder personalista y absoluto, con las desastrosas consecuencias que se derivaron de ello.
El ataque nazi a las raíces de la civilización fue un elemento definitorio del siglo XX. Hitler fue el epicentro de ese ataque y su principal exponente, no su causa primordial.