18

LA CÚSPIDE DEL PODER

I

Hitler había metido al Reich en un atolladero. Ya no era posible poner fin a la guerra. Esa decisión ya había escapado al control de Alemania, a no ser que pudiera obligar a Gran Bretaña a sentarse en la mesa de negociaciones o vencerla militarmente. Pero en aquel momento Alemania no estaba preparada militarmente, como dejaron claro los jefes de las fuerzas armadas, ni económicamente, como demostraban todos los indicadores, para combatir en la prolongada guerra para la que Gran Bretaña ya se estaba preparando, como era bien sabido. La Wehrmacht había iniciado las hostilidades en el otoño de 1939 sin contar con unos planes precisos para una guerra a gran escala y sin ninguna estrategia para una ofensiva en Occidente. No se había estudiado en profundidad y con detenimiento nada en absoluto. La Luftwaffe era la mejor equipada de las tres ramas de las fuerzas armadas. Pero incluso en ese caso, estaba previsto completar el plan de armamento en 1942, no en 1939. De hecho, el Plan Z de 1939 (que fue suspendido al comienzo de la guerra) dejaría a Alemania gravemente limitada en el mar hasta 1946. E, incluso dentro del plan, Hitler descuidó deliberadamente la construcción de los submarinos necesarios para imponer un bloqueo económico a Gran Bretaña en favor de los intereses del ejército. No obstante, el propio ejército carecía incluso de municiones suficientes tras la breve campaña polaca (durante la cual había quedado inutilizado alrededor de un 50 por ciento de los carros de combate y las unidades motorizadas desplegadas) como para plantear una continuación inmediata de la guerra en Occidente.

Hitler se lo tenía que jugar todo en la derrota de Francia. Si se podía evitar que Gran Bretaña lograra establecerse en el continente antes de conseguirlo, estaba convencido de que los británicos tendrían que pedir la paz. Lograr que Gran Bretaña abandonase la guerra mediante el aislamiento tras una victoria de Alemania sobre Francia era la única estrategia bélica global de Hitler cuando el invierno excepcionalmente gélido de 1940 iba dando paso gradualmente a la primavera. Hitler era consciente de que Alemania también habría de hacer frente en algún momento al poder de Estados Unidos. Entonces todavía predominaba allí el aislacionismo y era probable que las siguientes elecciones presidenciales, previstas para el otoño, mantuviesen al país ocupado, por lo que se podía contar con que no interviniera demasiado pronto en el conflicto europeo. Pero mientras Gran Bretaña continuara en la guerra, no había que descartar la participación (como mínimo mediante una neutralidad benevolente) de Estados Unidos, con su inmenso poder económico. Y ése era un factor totalmente fuera del alcance de Alemania, lo que hacía aún más necesario eliminar a Gran Bretaña de la guerra sin la menor dilación, tanto desde un punto de vista objetivo como del de la maniática obsesión de Hitler con el tiempo.

En aquel momento, Oriente ocupaba un lugar secundario en los planes de Hitler, aunque no lo había olvidado. En su memorándum del anterior mes de octubre ya había señalado que se podía contar con la neutralidad soviética por el momento, pero que no había ningún tratado o acuerdo que pudieran garantizarla en el futuro. «Dentro de ocho meses o un año, por no hablar de unos cuantos años, todo eso podría ser diferente», había dicho. «Si hubiera que respetar todos los acuerdos que se cierran —le dijo a Goebbels— el género humano ya no existiría en la actualidad». Hitler suponía que los rusos romperían el pacto de no agresión cuando les viniera bien hacerlo. De momento eran militarmente débiles (una situación que las inexplicables purgas de Stalin no habían hecho más que agravar) y estaban demasiado ocupados con sus propios asuntos en el Báltico (sobre todo la molesta guerra finlandesa), por lo que no suponían ningún peligro en el este. Se podría hacerles frente más adelante. La actitud de los soviéticos en aquel momento era para Hitler una señal más de que tanto el ataque a Occidente como la eliminación de Gran Bretaña de la guerra no podían esperar por más tiempo.

A principios de 1940 empezó a resultar evidente que era imprescindible asegurar el control de Escandinavia y los accesos al mar del Norte antes de poder emprender la ofensiva occidental. Un factor clave era la protección de los suministros de mineral de hierro sueco, de vital importancia para la economía de guerra alemana, que en su mayor parte se cargaban en el puerto de Narvik, en el norte de Noruega. Ya en 1934 Hitler había reconocido a Raeder lo fundamental que sería para la armada garantizar las importaciones de mineral de hierro en caso de guerra. Pero no había mostrado un auténtico interés estratégico en Escandinavia hasta los primeros meses de 1940. Para Hitler, a la necesidad de asegurar los suministros de mineral de hierro se añadía el objetivo de mantener a Gran Bretaña fuera del continente europeo. La propia armada no había trazado ningún plan operativo para Escandinavia antes del estallido de la guerra. Pero cuando la posibilidad de una guerra con Gran Bretaña empezó a adquirir una forma concreta a finales de los años treinta, los planificadores de la armada comenzaron a sopesar la necesidad de disponer de bases en la costa noruega.

Cuando la guerra hubo comenzado, fue el alto mando de la armada, no Hitler, el que tomó la iniciativa de pedir la ocupación de Dinamarca y Noruega. En octubre, y de nuevo a principios de diciembre de 1939, Raeder, que había sido ascendido en abril al rango de gran almirante, recalcó a Hitler la importancia que tendría la ocupación de Noruega para la economía de guerra. Cada vez más preocupado por la posibilidad de que se les adelantara una ocupación británica (so pretexto de ayudar a los finlandeses en la guerra contra la Unión Soviética), Raeder continuó presionando a Hitler para actuar lo más pronto posible. Hitler empezó a preocuparse seriamente por el peligro de una intervención aliada en Noruega después de que el Altmark, con unos 300 marinos mercantes aliados capturados en el sur del Atlántico a bordo, hubiera sido atacado el 16 de febrero en aguas noruegas por un pelotón de abordaje del destructor británico Cossack, y los prisioneros hubieran sido liberados. Fue entonces cuando el asunto adquirió urgencia para él. El 1 de marzo Hitler promulgó la directiva para la «Weserübung» («operación Weser»). Dos días después, subrayó la urgencia de pasar a la acción en Noruega. Quería que se acelerasen los preparativos y ordenó que la «operación Weser» se llevara a cabo unos pocos días antes de la ofensiva occidental. El temor a una ocupación británica fue aumentando a lo largo de marzo y a finales de mes Raeder convenció finalmente a Hitler de que accediera a fijar una fecha exacta para la operación. Hitler utilizó los argumentos de Raeder cuando habló a sus comandantes el 1 de abril. Al día siguiente, fue determinada la fecha de la operación para el 9 de abril. En cuarenta y ocho horas se supo que los británicos iban a actuar de forma inminente. El 8 de abril, unos buques de guerra británicos minaron las aguas en torno a Narvik. Había comenzado la carrera por Noruega.

La colocación de minas por parte de los aliados le brindó a Alemania el pretexto que había estado esperando. Hitler llamó a Goebbels y le explicó qué estaba ocurriendo mientras paseaban solos por los jardines de la cancillería del Reich bajo un hermoso sol de primavera. Todo estaba preparado. No se esperaba ninguna resistencia digna de consideración. La reacción de Estados Unidos no le preocupaba, su ayuda material no llegaría hasta después de unos ocho meses aproximadamente y los soldados aún tardarían alrededor de un año y medio. «Y nosotros debemos obtener la victoria este año. De lo contrario, la superioridad material del enemigo será demasiado grande. Además, una guerra larga sería psicológicamente difícil de soportar», reconoció Hitler. Le dio a Goebbels una idea de sus objetivos para la conquista del norte. «Primero permaneceremos tranquilos durante un breve periodo de tiempo después de que nos hayamos apoderado de ambos países [Dinamarca y Noruega] y entonces Inglaterra recibirá una buena paliza. Ahora contamos con una base para atacar». Estaba dispuesto a dejar en su lugar a los reyes de Dinamarca y Noruega, siempre y cuando no dieran problemas. «Pero ya nunca renunciaremos a esos países».

A primera hora de la mañana del 9 de abril los alemanes aterrizaron y desembarcaron en Dinamarca. Los daneses decidieron enseguida que no iban a oponer resistencia. La operación noruega no estuvo exenta de problemas. Los alemanes tomaron Narvik y Trondheim. Pero el hundimiento del Blücher, por un proyectil procedente de una antigua batería costera que impactó en la bodega de las municiones del nuevo crucero mientras cruzaba el estrecho cerca de Oscarsborg, obligó a los barcos que lo acompañaban a retroceder y eso retrasó la ocupación de Oslo las suficientes horas como para que la familia real noruega y el gobierno pudieran abandonar la capital. Pese a la enérgica resistencia de los noruegos y las pérdidas navales relativamente altas a manos de la flota británica, la superioridad aérea que obtuvo el ejército alemán tras apoderarse rápidamente de los aeródromos enseguida le proporcionó el control suficiente para forzar la evacuación de las tropas británicas, francesas y polacas que habían desembarcado en el centro de Noruega a principios de mayo. Los aliados tomaron finalmente Narvik aquel mismo mes tras una prolongada lucha, pero Churchill retiró las tropas a principios de junio debido al creciente peligro que suponía para Gran Bretaña la ofensiva occidental alemana. Las últimas tropas noruegas capitularon el día 10 de junio.

La «operación Weser» había resultado un éxito, pero había tenido un precio. Gran parte de la flota de superficie de la armada alemana había quedado fuera de combate para el resto de 1940. Controlar las zonas ocupadas de Escandinavia absorbería a partir de aquel momento a unos 300.000 hombres de una forma más o menos permanente, muchos de ellos dedicados al sometimiento de una población noruega que detestaba profundamente la administración alemana, que contaba con la ayuda y la complicidad del movimiento colaboracionista de Vidkun Quisling. Y hubo otra consecuencia más que acabaría convirtiéndose en una desventaja para Alemania y tendría una importancia enorme para el esfuerzo de guerra británico. El fracaso británico condujo de manera indirecta al final del gobierno de Chamberlain y llevó al poder a la persona que se convertiría en el enemigo más feroz e implacable de Hitler: Winston Churchill.

El éxito final de la «operación Weser» ocultó las graves deficiencias de Hitler como comandante militar a todo el mundo excepto al alto mando de las fuerzas armadas. La falta de coordinación entre las ramas de las fuerzas armadas, las defectuosas comunicaciones entre el OKW (Oberkommando der Wehrmacht, el alto mando de la fuerzas armadas) y los jefes de la armada y, sobre todo, el ejército de tierra y la Luftwaffe (que hacían necesaria la modificación de directivas ya firmadas y promulgadas), la reticencia del propio Hitler a oponerse a Raeder o a Göring en las reuniones informativas más importantes, aunque en privado abogase por una línea dura, y sus constantes intromisiones en los pequeños detalles del control de las operaciones, todo ello causó graves complicaciones en la ejecución de la «operación Weser». En aquella ocasión, la crisis se superó pronto. Hitler pudo disfrutar la gloria de otro triunfo. Pero cuando comenzaron a acabarse las victorias, los fallos de su estilo de mando militar se convertirían en un punto débil permanente.

No obstante, en aquel momento podía dedicar todas sus energías a la tan ansiada ofensiva occidental.

Los reiterados aplazamientos del «caso Amarillo» (como se había bautizado a la ofensiva occidental) no sólo brindaron la oportunidad de preparar al ejército para la confrontación tras la campaña de Polonia, sino que también proporcionaron el tiempo para reconsiderar los planes operativos. En Polonia, Hitler se había mantenido al margen de las operaciones militares. Ahora, intervino directamente en la planificación de la ofensiva occidental por primera vez, lo cual sentó las bases para el futuro. Durante el otoño ya había empezado a recelar de las directrices procedentes del alto mando del ejército. Algunos de los comandantes tampoco estaban convencidos. Los planes parecían demasiado convencionales. Eran lo que podría esperar el enemigo. Incluso después de sufrir algunas modificaciones, todavía no eran enteramente satisfactorios. Preveían que el avance decisivo se produjera por el norte, a ambos lados de Lieja. Hitler quería algo más audaz, un plan que conservase el vital factor sorpresa. Sus propias ideas todavía eran embrionarias. Se inclinaba por situar la línea de ataque principal más al sur, aunque el alto mando del ejército pensaba que eso era demasiado arriesgado, puesto que implicaba atacar a través del difícil terreno boscoso de las Ardenas, lo que conllevaría problemas evidentes para las operaciones con carros de combate. Durante algunas semanas, Hitler no supo que el teniente general Erich von Manstein, jefe del estado mayor del Grupo de Ejércitos A, estaba estudiando más minuciosamente unas ideas similares. Manstein estaba entre los generales a los que preocupaba que la estrategia del alto mando fuera tan poco imaginativa. Tras mantener algunas conversaciones con Heinz Guderian, el general que poseía más conocimientos sobre el empleo de carros de combate en la guerra, llegó a la conclusión de que las Ardenas no suponían un obstáculo insuperable para una ofensiva con divisiones motorizadas. El general Von Rundstedt, superior inmediato de Manstein, también era partidario del plan más audaz. Sin embargo, Manstein no fue capaz de convencer al alto mando del ejército de que adoptase su plan. Brauchitsch se oponía terminantemente a introducir cualquier modificación en la estrategia establecida y ni siquiera estaba dispuesto a estudiar el plan de Manstein. Halder accedió al menos a tener en cuenta todas las propuestas operativas en una serie de maniobras. Éstas finalmente hicieron que en febrero se mostrara más favorable al plan de Manstein. Sin embargo, en enero Brauchitsch seguía negándose a hacerle llegar a Hitler el borrador del plan operativo de Manstein, e hizo que destinaran al insistente general a un nuevo puesto de mando en Stettin. Aun así, Hitler había llegado a conocer las líneas maestras del plan de Manstein en la segunda mitad de diciembre. El aplazamiento hasta la primavera del «caso Amarillo» decidido en enero le brindó la oportunidad de declarar que quería que la operación se apoyara en otros principios y, sobre todo, que se asegurase el mantenimiento del más absoluto de los secretos y del factor sorpresa.

A mediados de febrero aún no se había acordado definitivamente el plan operativo para el «caso Amarillo». Se decía que Hitler había descrito la planificación elaborada por el alto mando del ejército como las «ideas de un cadete». Pero todo seguía en el aire por el momento. Entonces el edecán de la Wehrmacht de Hitler, Rudolf Schmundt, tomó la iniciativa y concertó una reunión con Manstein el 17 de febrero. Para entonces, Jodl ya había sido informado de que Hitler abogaba por una ofensiva de las unidades motorizadas en el flanco del sur, hacia Sedán, donde el enemigo menos lo esperaría. El alto mando del ejército, teniendo en cuenta esos deseos de Hitler y también los resultados de las maniobras, ya había modificado sus planteamientos estratégicos cuando Hitler habló el 18 de febrero de la favorable impresión que le había causado el día anterior el plan de Manstein. La suerte ya estaba echada. La casualidad había querido que las ideas básicas del aficionado coincidieran con la planificación brillantemente heterodoxa del estratega profesional. El plan de Manstein, perfeccionado por el OKH (Oberkommando des Heeres, el alto mando del ejército de tierra), ofrecía a Hitler lo que quería: un ataque por sorpresa en la zona más inesperada que, aunque no estaba exento de riesgos, poseía la audacia del genio. El famoso «corte de hoz» (aunque ése no fue el nombre que recibió en aquel momento) fue incorporado a la nueva directiva del 24 de febrero. Mientras las fuerzas aliadas se preparaban para el esperado ataque alemán a través de Bélgica, las unidades blindadas del Grupo de Ejércitos A cruzarían rápidamente las Ardenas y se adentrarían en las tierras bajas del norte de Francia hacia la costa, segando a las fuerzas aliadas y empujándolas hacia el camino del Grupo de Ejércitos B, que estaría avanzando desde el norte.

«El Führer presiona para que se actúe lo más rápidamente posible —comentaba Goebbels a mediados de abril—. No podemos esperar durante mucho tiempo y no vamos a hacerlo». Finalmente, se fijó la fecha del ataque para el 10 de mayo. Hitler se sentía lleno de confianza en sí mismo. Quienes formaban parte de su entorno tenían la impresión de que estaba tranquilo y optimista, como si se hubieran despejado las dudas de los meses anteriores y ahora estuviera dejando que los acontecimientos siguieran su curso. Creía que Francia capitularía al cabo de unas seis semanas y que entonces Inglaterra abandonaría una guerra que, de continuar, implicaría la pérdida de su imperio, algo totalmente inconcebible. Las fuerzas militares estaban más o menos equilibradas. De lo que no se había informado a Hitler con todo detalle era del estado crítico de las reservas de materias primas de Alemania: había suficiente caucho para seis meses y combustible sólo para cuatro. El botín de la campaña occidental resultaría crucial para garantizar la base material necesaria para continuar la guerra.

Durante los días previos a la ofensiva se mantuvo un enorme nivel de secretismo incluso en el entorno más cercano de Hitler. Cuando su tren blindado especial, cuyo nombre en clave era Amerika, salió de una pequeña y retirada estación del extrarradio de Berlín la noche del 9 de mayo, su jefe de prensa, Otto Dietrich, pensó que se dirigía a los astilleros de Hamburgo y las secretarias de Hitler creyeron que partían hacia Dinamarca y Noruega para visitar a las tropas. Después de la medianoche, el tren cambió silenciosamente de vías en las inmediaciones de Hanover y abandonaba las que se dirigían al norte para desviarse hacia el oeste. Ni siquiera entonces se reveló su destino. Pero ya no quedaba ninguna duda de cuál era la finalidad del viaje. Hitler estuvo todo el tiempo de un humor excelente. Estaba amaneciendo cuando bajaron del tren en una pequeña estación de la región de Eifel, cerca de Euskirchen. Había unos coches esperando para llevar al grupo a través del campo accidentado y boscoso a su nueva residencia provisional: el cuartel general del Führer en los alrededores de Münstereifel que había recibido el nombre de Felsennest («Nido de Rocas»). Las habitaciones eran pequeñas y sencillas. Además del propio Hitler, sólo Keitel, Schaub y un criado tenían habitaciones en el primer búnker. Jodl, el doctor Brandt, Schmundt, Below, Puttkamer y el edecán de Keitel ocupaban el segundo. El resto hubo de alojarse en el pueblo cercano. El gorjeo primaveral de los pájaros resonaba en todo el bosque de los alrededores. Pero cuando el mando de Hitler se reunió frente a su búnker, los apacibles sonidos del campo en primavera fueron interrumpidos por el lejano estruendo de la artillería. Hitler señaló hacia el oeste. «Caballeros, la ofensiva contra las potencias occidentales acaba de comenzar en este momento», declaró.

II

La ofensiva se desarrolló a un ritmo vertiginoso que dejó anonadado al mundo. Ni siquiera Hitler y sus dirigentes militares se habían atrevido a esperar unos primeros éxitos de tal envergadura. En el flanco norte, los holandeses sólo tardaron cinco días en rendirse y su reina y su gobierno huyeron al exilio en Inglaterra. Hasta ese momento, el bombardeo del casco viejo de Rotterdam perpetrado para sembrar el terror entre la población había hecho caer la muerte y la devastación desde el cielo. Los bombardeos eran la marca de fábrica de un nuevo tipo de guerra. Primero los habían sufrido los civiles varsovianos, la población de las ciudades de Gran Bretaña pronto comenzaría a temerlos y, en una fase posterior de la guerra, los mismos ciudadanos alemanes los experimentarían en todo su horror. La neutralidad belga fue violada por segunda vez en treinta años junto a la de Holanda. El 28 de mayo, el ejército belga se rendiría incondicionalmente, lo que de hecho, con el gobierno en el exilio, reduciría al rey Leopoldo a la condición de prisionero. Mientras tanto, el plan del «corte de hoz» estaba resultando un éxito brillante y decisivo. Las unidades blindadas alemanas fueron capaces de avanzar, con la ayuda de la incompetencia estratégica y operativa del alto mando militar francés, por las Ardenas, Luxemburgo y el sur de Bélgica hasta el norte de Francia, rompiendo la delgada línea de defensa francesa y cruzando el río Mosa ya el 13 de mayo. A los diez días del comienzo de la ofensiva, la noche del 20 al 21 de mayo, las tropas alemanas habían avanzado unos 240 kilómetros y alcanzado las costas del Canal. El «corte de hoz» había funcionado. Las fuerzas aliadas habían quedado divididas en dos partes y un gran número de sus tropas estaba atrapado entre la costa y las divisiones alemanas que avanzaban hacia ellas. El 26 de mayo, el Ministerio de la Guerra en Londres aceptó lo que ya era inevitable y ordenó la evacuación de la Fuerza Expedicionaria Británica, el grueso de la cual estaba librando un desesperado combate para cubrir la retirada en el este de Dunquerque, el último puerto del Canal de la Mancha que quedaba en manos de los aliados. Durante los días siguientes, se puso a salvo a casi 340.000 soldados británicos y franceses (la inmensa mayoría de las tropas aliadas que todavía combatían en el noroeste de Francia) transportándolos al otro lado del Canal de la Mancha con una flota improvisada de pequeñas embarcaciones mientras la Luftwaffe causaba estragos en los muelles y las playas del puerto.

La evacuación fue en gran medida posible gracias a la decisión que tomó Hitler, a las 11:42 de la mañana del 24 de mayo, de detener el avance alemán cuando la punta de lanza se encontraba a sólo unos veinticinco kilómetros de Dunquerque. Las hipótesis planteadas después de la guerra de que Hitler dejó escapar deliberadamente a las tropas británicas como acto de generosidad para alentar a Gran Bretaña a sentarse en la mesa de negociaciones con sus tropas intactas son descabelladas. Se decía que el propio Hitler le dijo a su círculo aproximadamente una quincena más tarde que «el ejército es la columna vertebral de Inglaterra y el imperio. Si aplastamos a las fuerzas de invasión, el imperio estará condenado. Puesto que no queremos ni podemos heredarlo, debemos darle una oportunidad. Eso es lo que mis generales no han comprendido». Aquellas ideas, si es que realmente fueron expresadas con esas palabras, no eran más que la autojustificación de un error militar. Y es que se decidió no tomar Dunquerque por motivos militares y siguiendo el consejo de los militares. Según su edecán de la Luftwaffe, Nicolaus von Below, «el ejército inglés carecía de importancia para él» en Dunquerque.

Hitler había aterrizado aquella mañana, 24 de mayo, en Charleville, a unos doscientos kilómetros al este del Canal, para visitar el cuartel general del coronel general Gerd von Rundstedt, comandante del Grupo de Ejércitos A, que había efectuado el extraordinario avance del «movimiento de la hoz» a lo largo del flanco sur. Rundstedt informó de la situación a Hitler cuando éste llegó a las once y media. No fue Hitler quien propuso detener el avance de las unidades motorizadas sino Rundstedt, uno de los generales en los que más confiaba. Hitler la aceptó y añadió que era necesario reservar los carros de combate para las próximas operaciones en el sur y que continuar con el avance limitaría la capacidad de acción de la Luftwaffe. Hitler estaba deseando continuar con la ofensiva hacia el sur sin la demora que pensaba que ocasionaría emplear unos cuantos días en ocuparse de las tropas aliadas acorraladas en Dunquerque. Cuando Brauchitsch llegó a la mañana siguiente, del día 25, con intención de ordenar el avance de los carros de combate en las llanuras, Hitler se opuso argumentando que los tanques no eran adecuados para el terreno de Flandes, ya que estaba lleno de canales. Pero dejó la decisión en manos de Rundstedt, que rechazó la propuesta debido a la necesidad de tener los carros de combate a punto para las próximas operaciones en el sur. Halder y Brauchitsch estaban consternados. Tendrían que resignarse al hecho de que el comandante supremo de la Wehrmacht interviniese en la dirección de las operaciones. Pero la decisión de detener los carros de combate no se debió a la magnanimidad. Hitler quería asestar un golpe aplastante a Gran Bretaña para obligarla a aceptar la paz. No tenía ningún interés en permitir que las tropas británicas escapasen del cautiverio o la destrucción. Göring le había convencido de que dejara a la Luftwaffe acabar con el enemigo acorralado. Pensó que pocos británicos conseguirían escapar.

En realidad, la Luftwaffe no podía cumplir las promesas de Göring. A pesar de las proclamaciones de éxito, el mal tiempo y la Royal Air Force se conjugaron para impedir la fácil hazaña que Göring había imaginado. Dunquerque no contribuyó a aumentar el prestigio de la Luftwaffe. Hitler se dio cuenta a los dos días de que la orden de detener el ataque había sido un error. El 26 de mayo revocó su decisión y ordenó finalmente el avance sobre Dunquerque para evitar más evacuaciones. En aquel momento habían logrado huir pocas de las tropas acorraladas, pero aquel retraso de cuarenta y ocho horas resultaría crucial para permitir que los británicos organizaran la extraordinaria retirada de los días siguientes, una obra maestra de la improvisación acompañada de una gran cantidad de buena suerte.

A medida que se iba sucediendo un espectacular triunfo tras otro, Dunquerque parecía no tener más que una importancia secundaria para Alemania desde el punto de vista militar. En realidad suponía una derrota enorme para Gran Bretaña, pero el hecho de que se hubiera conseguido llevar de vuelta a las tropas en aquellas condiciones para que combatieran de nuevo en otra ocasión fue convertido por el nuevo primer ministro británico Winston Churchill (que había asumido el cargo el mismo día en que había comenzado la ofensiva occidental) y la mitología popular en un símbolo del espíritu británico de lucha, en una victoria arquetípica sobre la adversidad. En ese sentido, el gran revés de Dunquerque proporcionó un estímulo a la moral británica cuando se encontraba en uno de los puntos más bajos de la larga historia de la nación. Dunquerque también fue fatídico para Alemania en otro sentido. En el caso de que hubiera caído la Fuerza Expedicionaria Británica, es prácticamente inconcebible que Churchill hubiera sobrevivido a la presión cada vez mayor de los poderosos sectores que dentro de Gran Bretaña estaban dispuestos a intentar llegar a un acuerdo con Hitler.

Hacia el final de la primera semana de junio, Hitler trasladó su cuartel general a Brûly-de-Pesche, en el sur de Bélgica, cerca de la frontera con Francia. La segunda fase de la ofensiva alemana iba a comenzar. Rápidamente se quebraron las líneas francesas. Aunque los franceses tenían más artillería y carros de combate que los alemanes, la potencia aérea de éstos superaba a la suya de una forma aplastante. No sólo eso, el armamento y las tácticas francesas estaban anticuados, desfasados con respecto a las exigencias de la guerra mecanizada moderna. Y, lo que no era menos importante, la cúpula militar francesa contagió su derrotismo a las tropas. La disciplina se desmoronó con la moral. Siguiendo el ejemplo de los combatientes, los civiles huyeron de las grandes ciudades por millares. Algunos recurrieron a la astrología. Los creyentes depositaron sus esperanzas en las oraciones y la intercesión de santa Genoveva. Nada de eso serviría de nada.

El 14 de junio las tropas alemanas penetraron la Línea Maginot al sur de Saarbrücken. Aquel mismo día, menos de cinco semanas después del comienzo de la ofensiva occidental, sus camaradas entraron en París. La anterior generación, la de los padres y los tíos de aquellos soldados, había combatido durante cuatro años y nunca había logrado llegar hasta París. Ahora, las tropas alemanas lo habían conseguido en poco más de cuatro semanas. La disparidad en las cifras de las bajas reflejaba la magnitud de la victoria. Se calcularon las bajas aliadas en 90.000 muertos, 200.000 heridos y 1,9 millones de prisioneros o desaparecidos. Los muertos alemanes no llegaron a los 30.000 y el número total de heridos fue algo inferior a 165.000.

No tenía nada de extraño que Hitler se sintiera en la cima del mundo, ni que se diera una palmada en el muslo de alegría (la forma habitual que tenía de expresar su júbilo) y riera aliviado cuando recibió la noticia el 17 de junio, en Brûly-de-Pesche, de que el nuevo gobierno francés del mariscal Pétain había pedido la paz. El final de la guerra parecía inminente. No cabía duda de que entonces Inglaterra acabaría por ceder. Hitler creía ver la victoria total al alcance de su mano.

Mussolini había involucrado a Italia en la guerra una semana antes, con la esperanza de sacar provecho de la operación justo antes de que todo terminase y a tiempo de obtener suculentas ganancias y disfrutar la gloria de una victoria fácil. Hitler no recibió con demasiada alegría a su nuevo compañero de armas cuando aterrizó en Múnich el 18 de junio para reunirse con él y estudiar la solicitud francesa de armisticio. Hitler deseaba imponer unas condiciones poco severas para los franceses y enseguida hizo que se desvanecieran las esperanzas que albergaba Mussolini de apoderarse de una parte de la flota francesa. Hitler quería evitar a toda costa que la armada francesa cayera en manos de los británicos, algo que Churchill ya había tratado de hacer. «De todo lo que dice se deduce que quiere actuar con rapidez para poner fin a la guerra —escribió Ciano—. Ahora Hitler es el jugador que ha ganado una gran apuesta y al que le gustaría retirarse de la mesa sin correr más riesgos».

Tras haber obtenido su gran victoria sin ninguna ayuda de los italianos, Hitler estaba decidido a que el abochornado y decepcionado Mussolini, que ahora se veía obligado a aceptar su papel como socio menor del Eje, no participase en las negociaciones de armisticio con los franceses. El 20 de mayo, cuando los carros de combate alemanes habían alcanzado la costa francesa, Hitler ya había especificado que las negociaciones de paz con Francia, en las que se exigiría la devolución de los antiguos territorios alemanes, se celebraran en el bosque de Compiègne, donde se había firmado el armisticio de 1918. Hitler dio órdenes de que se recuperase el vagón de ferrocarril del mariscal Foch, conservado como pieza de museo, en el que los generales alemanes habían firmado el cese de las hostilidades, y lo llevaran a un claro del bosque. Aquella derrota y sus consecuencias habían quedado grabadas a fuego en la conciencia de Hitler. Ahora la marca se borraría devolviendo la humillación a los franceses. A las tres y cuarto de la tarde del 21 de junio, Hitler, Göring, Raeder, Brauchitsch, Keitel, Ribbentrop y Hess contemplaron el monumento que conmemoraba la victoria sobre la «criminal arrogancia del Reich alemán», a continuación ocuparon sus lugares en el vagón y recibieron en silencio a la delegación francesa. Durante diez minutos, Hitler no hizo más que escuchar sin pronunciar palabra aunque, como él mismo contaría más tarde, poseído por el sentimiento de venganza de la humillación de noviembre de 1918. Keitel leyó en voz alta el preámbulo a las condiciones del armisticio. Después Hitler se marchó para regresar a su cuartel general. Se había consumado la depuración simbólica de la vieja deuda. «Se ha extinguido la desgracia. La sensación es como la de haber vuelto a nacer», escribió Goebbels después de que Hitler le contara por teléfono los grandes acontecimientos aquella misma noche.

Francia sería dividida: la zona del litoral del norte y el oeste quedaría bajo ocupación alemana y el centro y el sur formarían un Estado títere gobernado por Pétain con la sede de gobierno en Vichy. Tras la firma del armisticio entre Italia y Francia el 24 de junio, se declaró el cese de todas las hostilidades a la 1:35 de la madrugada siguiente. Hitler proclamó el final de la guerra en occidente y la «victoria más gloriosa de todos los tiempos». Ordenó que repicaran las campanas en el Reich durante una semana y que ondearan las banderas durante diez días. Cuando se estaba acercando el momento del cese oficial de las hostilidades, Hitler, sentado ante la mesa de madera de su cuartel general de campaña, ordenó que apagaran las luces y abrieran las ventanas para oír en la oscuridad el toque de trompeta que señaló en el exterior aquel momento histórico.

Empleó parte del día siguiente en hacer turismo. Max Amann (el jefe de la empresa editorial del partido) y Ernst Schmidt, dos camaradas de la Primera Guerra Mundial, se unieron a su séquito habitual para hacer un recorrido nostálgico por los campos de batalla de Flandes en el que volvieron a visitar los lugares en que habían estado destacados. Después, el 28 de junio, antes de que la mayoría de los parisinos estuvieran despiertos, Hitler hizo su primera y única visita a la capital de la Francia ocupada. No duró más de tres horas. Acompañado de los arquitectos Hermann Giesler y Albert Speer, y de su escultor favorito, Arno Breker, Hitler aterrizó en el aeropuerto de Le Bourget a las cinco y media de la mañana, una hora extraordinariamente temprana para él. El breve recorrido comenzó en L’Opéra, cuya belleza conmovió a Hitler. Los turistas continuaron su visita. Pasaron por delante de La Madeleine, cuyo estilo clásico impresionó a Hitler, subieron por los Champs Elysées, se detuvieron en la Tumba del Soldado Desconocido, bajo el Arc de Triomphe, vieron la Torre Eiffel y contemplaron en silencio la tumba de Napoleón en Les Invalides. Hitler elogió las dimensiones del Panthéon pero su interior le suscitó (como recordaría más tarde) «una terrible decepción» y se mostró indiferente a las maravillas medievales de París, como la Sainte Chapelle. El recorrido finalizó, curiosamente, en el testimonio decimonónico de la piedad católica, la iglesia del Sacré-Coeur. Hitler se marchó tras dar un último vistazo a la ciudad desde la cumbre de Montmartre. A media mañana ya estaba de vuelta en su cuartel general de campaña. Ver París, le confesó a Speer, siempre había sido el sueño de su vida. Sin embargo, a Goebbels le dijo que le habían decepcionado muchas de las cosas que había visto en París. Había pensado en destruirlo. Sin embargo, afirmaría Speer que comentó, «cuando terminemos en Berlín, París no será más que una sombra. ¿Por qué habríamos de destruirlo?».

El recibimiento que esperaba a Hitler en Berlín cuando su tren llegó a la Anhalter-Bahnhof a las tres en punto del 6 de julio superó incluso los que le dispensaron tras las grandes victorias de antes de la guerra, como la del Anschluss. Muchos de los ciudadanos que formaban parte de las multitudes habían estado esperando de pie durante seis horas mientras la gris mañana iba dando paso al brillante sol de la tarde. Las calles estaban cubiertas de flores a lo largo de todo el trayecto desde la estación hasta la cancillería del Reich. Cientos de miles de personas vitorearon hasta quedarse afónicas. Hitler, a quien Keitel elogió como «el caudillo más grande de todos los tiempos», fue llamado una y otra vez al balcón para que saliera a empaparse de la desbocada adulación de las masas. «En caso de que fuera posible que aumentara el sentimiento de apoyo a Hitler, eso es lo que habría sucedido el día que regresó a Berlín», comentaba un informe desde las provincias. Ante una «grandeza» tal, decía otro, «toda la mezquindad y las quejas quedan silenciadas». Incluso a los opositores al régimen les resultaba difícil resistirse a la atmósfera triunfalista. Los trabajadores de las fábricas de armamento pedían que se les permitiera enrolarse en el ejército. La gente pensaba que la victoria final estaba a la vuelta de la esquina. Sólo Gran Bretaña se interponía en su camino. Quizá por primera vez en la historia del Tercer Reich, se había apoderado de la población una auténtica fiebre de guerra. El odio a Gran Bretaña, avivado por la propaganda incesante, estaba generalizado en aquel momento. La gente estaba deseando ver derrotado de una vez por todas a aquel antiguo y arrogante enemigo. Pero todavía quedaban sentimientos de temor y angustia entremezclados con la agresividad. Ya estuviera provocado por el triunfalismo o por el temor, el deseo de que la guerra llegase pronto a su fin rápidamente era casi universal.

Entretanto, Hitler había decidido no pronunciar su discurso en el Reichstag aquel lunes. El 3 de julio la armada británica había hundido varios buques de guerra franceses anclados en la base naval de Mers-el-Kebir, cerca de Orán, en la Argelia francesa, y había matado a 1.250 marineros franceses durante la operación. Churchill ordenó la acción, una muestra de determinación británica, con el objetivo de evitar que la flota de guerra de sus antiguos aliados cayera en manos de Alemania. Para Hitler, aquello creaba una situación nueva. Quería esperar qué rumbo tomaba el curso de los acontecimientos. No estaba seguro de si debía seguir adelante y hacer un llamamiento a Inglaterra. «Todavía no está preparado para asestar el golpe final —comentó Goebbels—, quiere volver a estudiar su discurso con tranquilidad y por esa razón se ha retirado en el Obersalzberg». En el caso de que Londres rechazara la última oferta, Gran Bretaña «recibiría inmediatamente un golpe demoledor. Parece que los ingleses no tienen ni la menor idea de lo que les espera».

En el Berghof, Hitler mantuvo conversaciones con sus dirigentes militares sobre la posibilidad de invadir Gran Bretaña, en el caso de que su «oferta de paz» fuera rechazada. Raeder había advertido a Hitler en junio que la armada no podría desembarcar hasta que la Luftwaffe no hubiera conseguido asegurar la superioridad aérea sobre el sur de Inglaterra. Reiteró aquella condición previa cuando se reunió con Hitler el 11 de julio en el Obersalzberg y abogó por comenzar con un «bombardeo concentrado». Pero las ambiciones navales excedían con mucho una supuesta rendición británica, por lo que obviaban la necesidad de invadir Gran Bretaña, una empresa que tanto Raeder como Hitler consideraban demasiado peligrosa. Alemania necesitaría una gran armada para defender su imperio colonial, sobre todo de la amenaza inminente de Estados Unidos. Raeder aprovechó la oportunidad para promover los intereses de la armada y planteó la posibilidad de construir una gran flota de acorazados para combatir una posible alianza anglo-estadounidense. Al día siguiente, Jodl perfiló para Hitler las ideas previas sobre los planes operativos de un desembarco. El sábado, 13 de julio, le tocó a Halder viajar al Berghof para informar sobre los planes operativos. Pero un desembarco no podía ser más que el último recurso. «El Führer está sumamente desconcertado por el persistente empeño británico de negarse a hacer la paz —escribió Halder—. Él cree (como nosotros) que la respuesta se encuentra en la esperanza que Gran Bretaña ha depositado en Rusia y por lo tanto cuenta con tener que obligarla a aceptar la paz por la fuerza».

El 16 de julio Hitler firmó la «directiva número 16 para los preparativos de una operación de desembarco contra Inglaterra». El preámbulo decía: «Puesto que Inglaterra, a pesar de la situación militar desesperada en que se encuentra, no da ninguna señal reconocible de estar dispuesta a llegar a un acuerdo, he decidido preparar una operación de desembarco contra Inglaterra y, si hiciera falta, llevarla a cabo. El objetivo de esta operación es evitar que la patria inglesa se convierta en una base para continuar la guerra contra Alemania y, en el caso de que fuera necesario, ocuparla completamente». A continuación se exponían los planes operativos, pero las reservas del preámbulo («si hiciera falta», «en el caso de que fuera necesario») ponían de relieve la falta de entusiasmo de Hitler por la operación.

Esa falta de entusiasmo se contagió a los jefes del ejército. Rundstedt, comandante en jefe del frente occidental, simplemente no se tomó «León Marino» en serio, una actitud que se vio confirmada cuando Göring le informó de que Hitler le había dicho en privado que no tenía intención de ejecutar la operación. Ni siquiera se tomó nunca la molestia de presenciar las maniobras de desembarco anfibio. Para él y para todos los que estudiaron la operación, las dificultades logísticas parecían insuperables teniendo en cuenta el poderío de la armada británica.

Hitler pensaba que el que los británicos entrasen en razón sería mucho más deseable que una invasión. Tras firmar la directiva, fijó la fecha de su discurso en el Reichstag para la noche del viernes 19 de julio.

El Reichstag tenía un aspecto militar aquella noche. Había coronas de laurel en los escaños de seis diputados caídos en la campaña occidental. En primera fila estaban los gerifaltes del ejército con sus galones de oro y sus pechos cargados de medallas y condecoraciones, muchos de ellos pavoneándose de sus recientes ascensos a mariscales de campo y coroneles generales. (Hitler veía con cinismo los ascensos de sus jefes militares. Como se hacía en la antigüedad, utilizaba aquellos actos de generosidad para atarles aún más, independientemente de sus ideas políticas, a sus juramentos de lealtad y a él mismo como el distribuidor de aquellos obsequios. Tenía pensado hacer que sus sueldos estuvieran libres de impuestos y no iba a ser tacaño otorgándoles tierras cuando se hubiera ganado la guerra. Eso no cambiaba en absoluto su opinión de que el alto mando del ejército, y Brauchitsch y Halder en particular, había mostrado unas graves carencias otra vez en la campaña occidental y que su propio criterio era el que había resultado acertado.)

La intención de su discurso, como le había dicho antes a Goebbels aquel mismo día, era hacerle a Gran Bretaña una oferta breve pero imprecisa, señalar que aquélla era su última palabra al respecto y dejar la elección en manos de Londres. Dedicó una gran parte del discurso, que no duró menos de dos horas y cuarto, a explicar el curso de la guerra, a ensalzar las hazañas bélicas de los comandantes y a enumerar sus ascensos. Cuando mencionó a los doce generales que serían nombrados mariscales de campo, los saludó a todos y cada uno de ellos. Éstos, que estaban en la galería, se pusieron firmes y devolvieron el saludo. Hitler hizo una mención especial a Göring, que había sido ascendido al rango de mariscal del Reich. Göring parecía un niño con zapatos nuevos cuando Hitler le colocó la insignia correspondiente. Entonces Hitler pasó a destacar la fuerza de la posición de Alemania. Hasta los últimos minutos de su discurso no llegó al tema que todo el mundo estaba esperando: su «llamamiento a la razón, también en Inglaterra». El «llamamiento» prácticamente se acabó nada más empezar y consistió en esas mismas palabras y poco más. No faltó la habitual acusación dirigida a Churchill de que el belicista era él. Amenazó con destruir a Gran Bretaña y al imperio británico. Expresó de forma hipócrita su pesar por las víctimas de la prolongación de la guerra. Y tampoco faltó el «llamamiento a la razón» del vencedor. Eso fue todo. No tiene nada de extraño que la reacción fuera de decepción, incluso entre quienes formaban parte del entorno de Hitler, sobre todo cuando los británicos anunciaron su rechazo categórico a la «oferta» una hora después.

Hitler había juzgado erróneamente el estado de ánimo en Gran Bretaña y no había incluido nada en su discurso que pudiera atraer a los opositores a Churchill, los cuales podrían haber formado un grupo de presión para pedir la paz. Pero era evidente que aún albergaba esperanzas de llegar a una solución diplomática cuando se reunió con los comandantes en jefe de la Wehrmacht el 21 de julio. «Al Führer le parece muy arriesgado cruzar el Canal de la Mancha. Por eso, sólo se emprenderá la invasión si no queda otra manera de imponer nuestras condiciones a Gran Bretaña», informaba Halder. «La posición de Gran Bretaña es desesperada. Somos nosotros los que estamos ganando la guerra», afirmó Hitler.

Pero Gran Bretaña seguía depositando sus esperanzas en Estados Unidos y en Rusia. Existía la posibilidad, dijo Hitler refiriéndose a los rumores de que había una crisis en Londres, de que un gabinete con Lloyd George, Chamberlain y Halifax pudiera asumir el poder y tratase de firmar la paz. Pero si eso no ocurría había que emprender una ofensiva aérea, acompañada de una guerra submarina intensiva, que redujera a Gran Bretaña a un estado en el que se pudiera iniciar una invasión a mediados de septiembre. Hitler tendría que decidir a los pocos días, tras oír media semana después el informe de Raeder sobre la logística naval operativa, si debía ordenar la invasión durante el otoño. En cualquier caso, debía ocurrir antes del mes de mayo del siguiente año. La decisión final sobre la intensidad de los ataques submarinos y aéreos se aplazaría hasta principios de agosto. Existía la posibilidad de que la invasión pudiera comenzar ya el 25 de agosto.

Hitler acabó centrándose en el problema que ya había comenzado a preocuparle: la postura de Rusia. Stalin, señaló, tenía sus propios planes. Se estaba acercando a Gran Bretaña para que no abandonase la guerra, mantener sujeta a Alemania y aprovechar la situación para emprender su propia política expansionista. No había indicio alguno de agresividad hacia Alemania por parte de Rusia. «Pero —continuaba Hitler— debemos centrar nuestra atención en el problema ruso y preparar la planificación para enfrentarnos a él». Se necesitarían entre cuatro y cinco semanas para organizar la fuerza militar alemana. Su objetivo sería «aplastar al ejército ruso o al menos conquistar tanto territorio ruso como sea necesario para evitar los ataques aéreos sobre Berlín y las fábricas de Silesia». También mencionó la necesidad de proteger los yacimientos petrolíferos rumanos. Se necesitarían entre ochenta y cien divisiones. Sopesó la posibilidad de atacar Rusia aquel mismo otoño. Comparada con lo que se había logrado en occidente, le había comentado Hitler a Jodl y Keitel ya durante la capitulación francesa, «una campaña contra Rusia sería un juego de niños».

Hitler estaba mostrando un panorama sobrecogedor a los dirigentes de sus fuerzas armadas. Por supuesto, aún no se comprometía a nada, pero en aquel momento se estaba estudiando seriamente la posibilidad de librar una guerra en dos frentes, lo que siempre se había considerado anatema. Paradójicamente, tras haber preconizado desde los años veinte un enfrentamiento con la Unión Soviética para destruir el bolchevismo y obtener Lebensraum, Hitler ahora había vuelto a plantear la idea de una guerra contra Rusia por razones meramente estratégicas, para obligar a pactar a su antiguo pretendido aliado, Gran Bretaña, que resistía obstinadamente contra viento y marea. El objetivo ideológico de destruir el bolchevismo, aunque Hitler al parecer lo sacase a relucir como parte de su razonamiento, era secundario en aquel momento con respecto a la necesidad estratégica de expulsar a Gran Bretaña de la guerra. Era un síntoma del atolladero en el que se había metido Hitler. Gran Bretaña no le seguiría el juego. Pero Hitler sabía que la lección militar, que seguía manteniendo que había que darle a Gran Bretaña y que la población alemana ya estaba esperando, entrañaba un riesgo considerable. Por lo tanto, ahora estaba decidiendo dar un paso que consideraba menos peligroso (y la mayoría de sus generales estaban de acuerdo con él): atacar a la Unión Soviética.

En realidad, el alto mando del ejército, preocupado por la concentración de tropas soviéticas en el sur de Rusia, relacionada con la presión creciente que Stalin estaba ejerciendo sobre los Estados balcánicos, ya había añadido a mediados de junio nueve divisiones motorizadas a las quince inicialmente previstas para un traslado a oriente. Y el 3 de julio Halder, sin haber recibido ninguna orden de Hitler pero siguiendo instrucciones que evidentemente le había comunicado Weizsäcker, del Ministerio de Asuntos Exteriores, mostró su disposición a anticiparse al cambio de dirección, a «trabajar en aras del Führer», cuando juzgó apropiado estudiar las posibilidades de una campaña contra la Unión Soviética. El jefe del estado mayor se adelantó a Hitler y planteó a sus planificadores operativos la cuestión de cuáles eran «los requerimientos de una intervención militar que obligara a Rusia a reconocer la posición dominante de Alemania en Europa».

Hitler seguía tratando de evitar una decisión final sobre Gran Bretaña. Pero cuando viajó a Bayreuth, en la que sería su última visita, para ver al día siguiente una representación de Götterdämmerung, lo hizo con la impresión de que cuando lord Halifax había declinado oficialmente su «oferta de paz» en un discurso radiado la noche del 22 de julio se había producido el «rechazo definitivo de Inglaterra». «La suerte está echada —escribió Goebbels—. Estamos poniendo a punto la prensa y la radio para el combate». Lo cierto es que la suerte no estaba definitivamente echada. Hitler aún no estaba completamente seguro de cómo debía actuar.

Hacía mucho tiempo que se había convencido a sí mismo de todo cuanto pregonaba la propaganda alemana. Era él quien quería la paz. Churchill, respaldado por la «plutocracia judía», era el belicista, y el obstáculo para su triunfo. Durante su estancia en Bayreuth, Hitler vio por última vez a su amigo de la juventud, August Kubizek. Hitler le dijo a Kubizek, tan crédulo como siempre, que la guerra había entorpecido todos sus grandes planes para reconstruir Alemania. «No me convertí en el canciller del gran Reich alemán para hacer la guerra», le dijo. Kubizek le creyó. Es posible que Hitler también lo creyera.

Desde Bayreuth fue al Obersalzberg. Mientras estaba allí, Raeder informó al alto mando del ejército de que la armada no podría estar preparada para las operaciones contra Inglaterra hasta el 15 de septiembre. La fecha más temprana posible para una invasión, dependiendo de la luna y las mareas, era el 26 de aquel mes. Si resultaba imposible emprender la invasión aquel día, habría que aplazarla hasta el mes de mayo del año siguiente. Brauchitsch dudaba de que la armada pudiera proporcionar el apoyo necesario para una invasión en otoño. (De hecho, la armada había llegado a la conclusión de que era sumamente desaconsejable intentar la invasión en cualquier momento de aquel año y se mostraba muy escéptica sobre las posibilidades de una invasión en cualquier momento.) Halder estaba de acuerdo con Brauchitsch en que había que descartar la idea de poner en marcha una operación cuando la meteorología fuera adversa. Pero ambos veían inconvenientes, tanto militares como políticos, en aplazarla hasta el año siguiente. Estudiaron posibilidades para debilitar la posición en ultramar de Gran Bretaña atacando Gibraltar, Haifa y Suez, apoyando a los italianos en Egipto e incitando a los rusos a avanzar sobre el Golfo Pérsico. Ambos rechazaban un ataque a Rusia a favor del mantenimiento de relaciones amistosas.

Mientras tanto, Hitler había estado consultando a Jodl en privado. El 29 de julio le preguntó al jefe del estado mayor de la Wehrmacht qué pensaba acerca de desplegar al ejército en oriente y si cabía la posibilidad de atacar y vencer a Rusia aquel mismo otoño. Jodl lo descartó totalmente por razones prácticas. Hitler dijo que en ese caso se necesitaba una confianza absoluta. Se realizarían estudios para averiguar si la operación era factible, pero sólo unos pocos oficiales del estado mayor debían saberlo. Lo cierto es que, curiosamente, la Wehrmacht no había aguardado a recibir la orden de Hitler. «El ejército —comentaría Jodl más tarde— ya sabía cuáles eran las intenciones del Führer en el momento en que todavía las estaba sopesando. Por lo tanto, se elaboró un plan operativo incluso antes de que se hubiera dado la orden de hacerlo». Además, ya en julio el general de división Bernhard von Loβberg, del Departamento de Defensa Nacional dirigido por el general de división Walter Warlimont, había empezado a trabajar en un «estudio operativo para una campaña contra Rusia», «por propia iniciativa», como él mismo diría más tarde. En aquel momento, sólo se pretendía guardar el borrador del plan para que estuviera preparado en el momento en el que pudiera ser necesario. La conversación de Hitler con Jodl era una señal de que ese momento había llegado.

Loβberg, otros dos miembros del personal de Warlimont y el mismo Warlimont estaban sentados en el vagón restaurante del tren especial Atlas, en la estación de Bad Reichenhall, cuando Jodl bajó del Berghof para informar sobre su conversación con Hitler. Según Warlimont, la consternación que causó a todos lo que oyeron (puesto que implicaba la temida guerra en dos frentes) provocó una enconada discusión que se prolongó durante una hora. Jodl respondió exponiendo la opinión de Hitler de que era mejor librar la inevitable guerra contra el bolchevismo en aquel momento, cuando el poder de Alemania había alcanzado su cúspide, que más tarde, y que en el otoño de 1941 la victoria en oriente habría llevado a la Luftwaffe a su apogeo para emplearla en un ataque contra Gran Bretaña. Fueran las que fueran las objeciones (es imposible saber si Warlimont las exageró en su testimonio de la posguerra), se comenzaron a elaborar con la máxima urgencia los estudios de viabilidad, con el nombre en clave de «Aufbau-Ost» («Concentración en el Este»).

Hitler se reunió con sus dirigentes militares en el Berghof dos días más tarde, el 31 de julio. Raeder reiteró la conclusión a la que habían llegado sus planificadores navales de que la fecha más temprana posible para una invasión de Gran Bretaña era el 15 de septiembre y abogó por aplazarla hasta el mes de mayo del año siguiente. Hitler quería mantener todas sus opciones. Las cosas se pondrían cada vez más difíciles con el transcurso del tiempo. Los ataques aéreos debían comenzar inmediatamente. Ellos determinarían la fuerza relativa de Alemania. «Si los resultados de la guerra aérea son insatisfactorios, se detendrán los preparativos para la invasión. Si tenemos la impresión de que los ingleses han sido aplastados, y los efectos pronto nos lo dirán, emprenderemos el ataque», declaró. Seguía siendo escéptico con respecto a una invasión. Los riesgos eran grandes, pero también lo era la recompensa, añadió. Pero ya estaba pensando en el siguiente paso. ¿Qué sucedería si no se producía la invasión? En ese punto regresó a las esperanzas que Gran Bretaña había depositado en Estados Unidos y en Rusia. Si se conseguía eliminar a Rusia, Gran Bretaña también perdería a Estados Unidos, debido al aumento del poder japonés en el Lejano Oriente. Rusia era «el factor con el que más cuenta Gran Bretaña». Los británicos habían estado «completamente hundidos». Ahora habían revivido. Los acontecimientos en occidente habían conmocionado a Rusia. Los británicos estaban tratando de resistir a toda costa, con la esperanza de que se produjera un cambio en la situación durante los meses siguientes.

Hitler llegó entonces a su conclusión trascendental: había que eliminar a Rusia de la ecuación. Las notas de Halder reproducían los énfasis de Hitler: «Con Rusia destruida, la última esperanza de Gran Bretaña quedaría hecha añicos. Alemania será entonces la dueña de Europa y los Balcanes. Decisión: la destrucción de Rusia debe convertirse por tanto en parte de esta lucha. Primavera de 1941. Cuanto antes se aplaste a Rusia mejor. Sólo se cumplirán los objetivos del ataque si el Estado ruso puede ser destruido hasta sus mismos cimientos de un solo golpe. Apoderarse sólo de una parte del país no será suficiente. Sería peligroso que nos quedáramos quietos durante el próximo invierno. Por lo tanto es mejor esperar un poco más, pero con la firme determinación de eliminar a Rusia […] Si comenzamos en mayo de 1941 tendremos cinco meses para terminar el trabajo».

A diferencia de las reacciones angustiadas de 1938 y 1939, cuando los generales habían temido una guerra con Gran Bretaña, no hay nada que indique que les horrorizara lo que acababan de oír. La fatídica infravaloración de la capacidad militar soviética era algo que Hitler compartía con sus generales. La información sobre el ejército soviético de la que disponían era escasa. Pero la infravaloración no se debía únicamente a la escasez de información. La actitud de desprecio hacia los eslavos se mezclaba fácilmente con el desdén hacia los logros del bolchevismo. El contacto que habían mantenido con los generales soviéticos durante la partición de Polonia no había impresionado a los alemanes. La lamentable actuación del Ejército Rojo en Finlandia (donde los finlandeses, pobremente equipados, habían causado unas inesperadas y enormes bajas a los soviéticos en las primeras fases de la «guerra de invierno» de 1939-1940) no había contribuido precisamente a mejorar su imagen ante ellos. A todo ello había que sumar la aparente locura que había empujado a Stalin a destruir su propio cuerpo de oficiales. Mientras que un ataque a las islas británicas seguía siendo una empresa peligrosa, una ofensiva contra la Unión Soviética no suscitaba demasiada alarma. Allí cabía esperar una auténtica «guerra relámpago».

El día siguiente a la reunión en el Berghof, Hitler firmó la directiva número 17, que recrudecía la guerra aérea y marítima contra Gran Bretaña como la base de su estrategia para lograr su «subyugación final». Se reservaba explícitamente la prerrogativa (y subrayó la frase en la directiva) de tomar personalmente las decisiones sobre el uso de los bombardeos para aterrorizar a la población. Se fijó la fecha del comienzo de la ofensiva para cuatro días después, pero fue aplazada para el día ocho. Después fue pospuesta una vez más, hasta el día 13, debido a las condiciones meteorológicas. A partir de ese momento, los aviones de combate alemanes trataron de barrer a la Royal Air Force (RAF) del cielo, para lo cual se lanzó una oleada de ataques tras otra sobre los aeródromos del sur de Inglaterra. Los Spitfires, Hurricanes y Messerschmitts giraron, trazaron arcos en el aire, se lanzaran en barrena y se dispararon los unos a los otros en los espectaculares y heroicos combates aéreos en los que estaba en juego la supervivencia de Gran Bretaña. Los primeros resultados favorables que se proclamaron en Berlín pronto se revelaron altamente engañosos. Aquélla era una misión que excedía la capacidad de la Luftwaffe. Al principio, los jóvenes pilotos británicos no lograban resistir más que a duras penas, pero después fueron ganando progresivamente el dominio de la situación. A pesar de que Hitler había establecido que sólo él debía ordenar los bombardeos destinados a aterrorizar a la población, cien aviones de la Luftwaffe bombardearon el East End de Londres la noche del 24 de agosto, siguiendo al parecer una orden de Göring redactada en términos imprecisos y promulgada el 2 de agosto. Como represalia, la RAF efectuó los primeros ataques aéreos sobre Berlín la noche siguiente.

Hitler consideraba que el bombardeo de Berlín era una desgracia. Como siempre, su primera reacción fue la de amenazar con represalias masivas. «¡Borraremos sus ciudades del mapa! ¡Pondremos fin al trabajo de esos piratas nocturnos!», bramó en el discurso que pronunció en el Sportpalast el 4 de septiembre. Habló con Göring sobre la ejecución de la venganza. El 7 de septiembre comenzaron los bombardeos nocturnos de Londres. Era el turno de que los ciudadanos de la capital británica sufrieran una noche tras otra el terror caído del cielo. La adopción de la táctica de los bombardeos para sembrar el terror supuso el abandono de la idea del desembarco que Hitler nunca había apoyado con demasiado entusiasmo. Göring le convenció durante un tiempo de que podrían obligar a Gran Bretaña a sentarse en la mesa de negociaciones bombardeándola y sin que las tropas alemanas tuvieran que asumir el enorme riesgo de un desembarco. Pero a pesar de lo terrible que fue el «Blitz», la Luftwaffe simplemente no era lo bastante poderosa como para someter a Gran Bretaña a base de bombardeos.

Entre el 10 y el 13 de septiembre hubo indicios de que Hitler ya no tenía ninguna intención de desembarcar. El 14 de septiembre les dijo a sus comandantes que no se habían alcanzado las condiciones necesarias para ejecutar la «operación León Marino» (el plan operativo del ataque a Gran Bretaña).

Mientras tanto, se intensificaron los combates aéreos sobre el sur de Inglaterra y la costa del Canal de la Mancha durante la primera quincena de septiembre hasta alcanzar su apogeo el domingo 15 de septiembre. La Wehrmacht admitió haber perdido 182 aviones en aquella quincena, sólo cuarenta y tres de ellos el día 15. Los horrores del «Blitz» continuarían cayendo sobre las ciudades británicas durante meses; entre las peores devastaciones estuvo la del bombardeo de Coventry la noche del 14 de noviembre, cuando el ataque se centró en el cinturón industrial de la región central de Inglaterra para golpear objetivos más fáciles que Londres. Pero la «batalla de Gran Bretaña» había finalizado. Hitler nunca había estado convencido de que la ofensiva aérea alemana llegara a abrir el camino a una invasión sobre la que, en cualquier caso, era enormemente escéptico. El 17 de septiembre, ordenó que se aplazara de forma indefinida (pero no que se cancelara, por motivos psicológicos) la «operación León Marino».

Las propuestas de paz habían fracasado. La batalla por el cielo también. Entretanto, el 3 de septiembre Estados Unidos había cedido cincuenta destructores a Gran Bretaña (un trato que Roosevelt había conseguido que se aprobara al fin pese a la fuerte oposición de los aislacionistas), lo que suponía, pese a la escasa utilidad de los viejos buques de guerra, la señal más clara hasta la fecha de que Gran Bretaña podría contar en un futuro cercano con el poderío militar, todavía inactivo, de Estados Unidos. Cada vez era más urgente lograr que Gran Bretaña saliera de la guerra. En el otoño de 1940 todavía le quedaban opciones a Hitler. Existía la posibilidad de obligar a Gran Bretaña a rendirse y llegar a un acuerdo mediante una estrategia de ataques a sus baluartes en el Mediterráneo y Oriente Próximo. Pero cuando aquella opción también se desvaneció, a Hitler no le quedó más que una posibilidad: la que, desde su punto de vista, no sólo era estratégicamente indispensable, sino que también representaba una de sus obsesiones ideológicas más antiguas. No alcanzaría esa conclusión hasta diciembre de 1940. Entonces llegó el momento de preparar la cruzada contra el bolchevismo.

III

En 1940, Hitler estaba en la cúspide de su poder. Pero no tenía el suficiente para llevar la guerra a la conclusión que deseaba. Y, dentro de Alemania, se veía incapaz de impedir que la administración del Reich se descontrolara cada vez más. Se habían magnificado mucho las tendencias que ya eran claramente visibles antes de la guerra: la dualidad sin resolver entre el partido y el Estado, las competencias poco claras o solapadas, la proliferación de «autoridades especiales» ad hoc para políticas específicas, la anarquía administrativa. No se trataba de que Hitler fuera un «dictador débil». Su poder se reconocía y aceptaba en todos los frentes. Nunca se tomaba una decisión importante que fuera en contra de sus deseos conocidos. Contaba con un apoyo popular inmenso. Sus adversarios estaban desmoralizados y carecían de esperanzas. Era inconcebible que se pudiera llegar a organizar una oposición a su poder. El deterioro del control no implicaba una disminución de la autoridad de Hitler. Pero significaba que la propia naturaleza de su autoridad había gestado la erosión y el debilitamiento de toda pauta regular de gobierno y, al mismo tiempo, había agravado la incapacidad de tomar en consideración todos los aspectos del gobierno de un Reich en expansión y cada vez más complejo. Ni siquiera una persona más capacitada, activa y diligente que Hitler en lo tocante a las cuestiones administrativas podría haberlo hecho. Además, como ya hemos visto, durante los primeros meses de la guerra Hitler pasó largos periodos de tiempo fuera de Berlín y casi siempre estaba concentrado en los asuntos militares. Era imposible para él mantener un contacto total y participar de una forma competente en el gobierno del Reich. Pero al no haber ningún órgano de gobierno colectivo que reemplazase al gabinete, el cual no se había reunido desde febrero de 1938, ni se había producido ninguna verdadera delegación de poderes (algo que Hitler evitaba constantemente, pues lo consideraba una reducción de su autoridad potencialmente peligrosa), la desintegración de cualquier cosa que se pareciese a un «sistema» coherente de administración se aceleró de forma inevitable. Lejos de reducir el poder de Hitler, la corrosión constante de toda forma de gobierno colectivo en realidad no hizo más que reforzarlo. En cualquier caso, al ir esa desintegración acompañada de la lucha darwinista (en parte causa y en parte efecto) que se libraba utilizando como instrumento los objetivos ideológicos de Hitler, la radicalización que entrañaba el proceso del «trabajo en aras del Führer» se aceleró de forma igualmente inevitable.

El impulso ideológico del nacionalsocialismo estaba inextricablemente unido a los conflictos endémicos dentro del régimen. Sin tener en cuenta ese impulso ideológico, encarnado en la «misión» de Hitler (tal y como la percibían sus seguidores más fanáticos), resulta inexplicable la disolución del gobierno en un estado de semianarquía en el que proliferaban la rivalidad ente diferentes feudos y las luchas intestinas. Pero la radicalización interna trascendía la intervención personal de Hitler. «Trabajar en aras de» su «visión» era la clave del triunfo en la guerra interna del régimen.

Por muy encarnizadas que fueran las rivalidades, todos los implicados podían recurrir a los «deseos del Führer» y alegar que estaban trabajando para que se cumpliera su «visión». Lo que estaba en juego no eran objetivos, sino métodos y, sobre todo, parcelas de poder. La naturaleza misma de la vaga autoridad conferida a los paladines de Hitler, la libertad de la que disfrutaban para construir y extender sus propios imperios, así como las confusas delimitaciones de las competencias, garantizaban la lucha constante y la anarquía institucional. Al mismo tiempo, eso aseguraba un despliegue de energía incesante para impulsar hacia delante la radicalización ideológica. El desorden gubernamental y la «radicalización acumulativa» eran las dos caras de la misma moneda.

No cabía posibilidad alguna de que disminuyera la radicalización del «programa» nacionalsocialista, pese a lo vago que era. Las formas en que los diferentes grupos de poder e individuos importantes en posiciones influyentes interpretaban el imperativo ideológico representado por Hitler hacían que siempre estuviera totalmente presente el sueño de una nueva sociedad que había de crearse mediante la guerra, la lucha, la conquista y la purificación racial. A nivel popular, las consideraciones materiales más triviales (aunque sin duda no carecían de importancia para los individuos afectados), como la insuficiencia crónica de viviendas, la creciente escasez y carestía de los bienes de consumo o una grave falta de trabajadores agrícolas, podían generar resentimientos que eran canalizados con facilidad hacia las minorías despreciadas y eran alimentados por la avaricia más mezquina ante la perspectiva de adquirir los bienes o las propiedades pertenecientes a los judíos. Los mensajes cargados de odio de la propaganda no hacían más que avivar esos antagonismos sociales. Las mentalidades que se fomentaban de ese modo abrían la puerta al fanatismo de los partidarios. La competencia interna inherente al régimen no sólo aseguraba la continuidad del impulso radical, sino su intensificación a medida que la guerra brindaba nuevas oportunidades para ello. Y como la victoria parecía inminente, se abrió un impresionante panorama nuevo en el que sería posible eliminar a los enemigos raciales, desplazar a los pueblos inferiores y construir el «nuevo mundo».

La política racial desarrolló su propia dinámica sin que Hitler apenas participara directamente. Dentro del Reich, aumentaron las presiones para que Alemania se deshiciera de sus judíos de una vez por todas. En los manicomios, la matanza de los enfermos mentales estaba en pleno apogeo. Y la obsesión por la seguridad de una nación en guerra, amenazada por enemigos desde todos los lados y desde dentro, unida a las crecientes exigencias de unidad nacional, fomentó la búsqueda de nuevos grupos de «extraños» a los que convertir en objetivos. Los «trabajadores extranjeros», especialmente los procedentes de Polonia, ocupaban la primera línea de aquella persecución intensificada.

Sin embargo, el verdadero campo de pruebas era Polonia. Allí la megalomanía racial tenía carta blanca. Pero fue precisamente la ausencia de cualquier tipo de planificación sistemática en medio de aquella anarquía en la que el poder no tenía límites lo que generó los problemas logísticos y los callejones sin salida administrativos de la «limpieza étnica» que a su vez propiciaron unos métodos cada vez más radicales y genocidas.

Quienes disfrutaban de posiciones de poder e influencia consideraban que la ocupación de Polonia brindaba una oportunidad para «resolver la cuestión judía», a pesar del hecho de que entonces habían caído en manos del Tercer Reich más judíos que nunca. Para las SS se abrieron perspectivas enteramente nuevas. Entre los dirigentes del partido, todos los Gauleiter querían librarse de «sus» judíos y ahora veían la posibilidad de hacerlo. Ésos fueron los puntos de partida. Al mismo tiempo, para quienes gobernaban las zonas de la antigua Polonia incorporadas al Reich, la expulsión de los judíos de sus territorios no era más que una parte del objetivo más general de la germanización, que debía lograrse con la mayor rapidez posible. Eso también significaba enfrentarse a la «cuestión polaca», expulsar a miles de polacos para dejar espacio a los alemanes étnicos del Báltico y otras regiones, clasificar a los «mejores elementos» como alemanes y reducir a los demás a la condición de ignorantes ilotas puestos al servicio de sus amos alemanes. La «limpieza étnica» para producir la germanización obligatoria mediante el reasentamiento estaba intrínsecamente vinculada a la radicalización de las ideas sobre la «cuestión judía».

Sólo unos pocos días después de la invasión alemana de Polonia, los jefes de la Policía de Seguridad y los dirigentes del partido en Praga, Viena y Katowice vieron la oportunidad de deportar a los judíos de sus zonas, aprovechando las ideas expuestas por Heydrich sobre el establecimiento de una «reserva judía» al este de Cracovia. Parece ser que fueron la iniciativa y ambición personales de Eichmann las que suscitaron las esperanzas de una expulsión inmediata de los judíos. Entre el 18 y el 26 de octubre organizó el transporte de varios miles de judíos de Viena, Katowice y Moravia al distrito de Nisko, al sur de Lublin. También se incluyó en aquella deportación a algunos gitanos de Viena. Al mismo tiempo comenzó el reasentamiento de los alemanes bálticos. Pocos días después de que comenzaran los traslados a Nisko, la falta de suministros para los judíos deportados a Polonia desencadenó una situación tan caótica a su llegada que hubo que interrumpir bruscamente la operación. Pero aquello no era más que un mero anticipo de las deportaciones más grandes que estaban por llegar.

A finales de aquel mes Himmler, tras asumir su nuevo cargo de comisario del Reich para el fortalecimiento de la raza germánica, ordenó la expulsión de todos los judíos de los territorios incorporados. Se planeó la deportación de unos 550.000 judíos. Además le tocó el turno a varios cientos de miles de miembros de la «población polaca especialmente hostil», lo que elevaba el número total a alrededor de un millón de personas. En la mayor de las zonas elegidas para las deportaciones y el reasentamiento de alemanes étnicos, Warthegau, resultó imposible alcanzar el número prescrito inicialmente para la deportación o ejecutar las expulsiones a la velocidad prevista. Aun así, durante la primavera de 1940 fueron deportados 128.011 polacos y judíos en las condiciones más espantosas. Los sádicos miembros de las SS solían aparecer por la noche para desalojar bloques enteros de pisos y cargar a sus inquilinos (sometidos a todas las formas imaginables de brutal humillación) en camiones abiertos, a pesar del intenso frío, para trasladarlos a campos de tránsito, donde los hacinaban en grandes cantidades en camiones de ganado sin calefacción y los enviaban al sur, despojados de todas sus pertenencias y a menudo sin comida ni agua. Las muertes eran frecuentes en aquellos viajes. Quienes sobrevivían a menudo sufrían congelaciones y otras secuelas de aquella terrible experiencia. Se enviaba a los deportados al Gobierno General, que en los territorios anexionados se consideraba como una especie de vertedero para los indeseables. Pero el gobernador general, Hans Frank, no tenía más deseos de que hubiera judíos en su zona de los que tenían los Gauleiter de las regiones incorporadas de tenerlos en las suyas. Esperaba que se pudrieran en una reserva, pero fuera de su propio territorio. En noviembre de 1939, Frank había expuesto con claridad cuáles eran sus planes para su provincia. Era un placer, declaró, poder enfrentarse físicamente a la raza judía al fin: «Cuantos más mueran, mejor. […] Los judíos deben darse cuenta de que hemos llegado. Queremos llevar a entre la mitad y las tres cuartas partes de todos los judíos al este del Vístula. Suprimiremos a estos judíos allá donde podamos. Todo el asunto está en juego aquí. Los judíos fuera del Reich, de Viena, de todas partes. No tenemos ninguna necesidad de judíos en el Reich».

Aproximadamente al mismo tiempo que Frank expresaba esas opiniones, el gobernador del Reich de Wartheland, Arthur Greiser, comentaba que había visto en Lodz «tipos a los que apenas cabía calificar de “personas”» y hacía saber que la «cuestión judía» estaba prácticamente resuelta. Sin embargo, a principios de 1940 sus esperanzas (y las de Wilhelm Koppe, el jefe de la policía de Warthegau) de que la expulsión de los judíos al Gobierno General se produjera rápidamente ya estaban resultando vanas. Hans Frank y sus subordinados empezaban a poner objeciones al número de judíos que estaban obligados a aceptar, sin una planificación clara de lo que había que hacer con ellos y después de que se hubieran desvanecido sus esperanzas de enviarlos más lejos aún, a una reserva (una idea que ya se había abandonado). Frank pudo conseguir el apoyo de Göring, al que interesaba evitar que se perdiera mano de obra útil para el esfuerzo de guerra. En una reunión celebrada el 12 de febrero Göring criticó con dureza el «salvaje reasentamiento», lo cual iba directamente en contra de las exigencias de Himmler de dejar espacio libre a los cientos de miles de alemanes étnicos que ya se habían desplazado de sus lugares de origen. Al día siguiente, los judíos de Stettin fueron deportados a la región de Lublin para hacer sitio a los alemanes del Báltico «con trabajos relacionados con el mar». El jefe de policía del distrito de Lublin, Odilo Globocnik, sugirió que en el caso de que los judíos que llegaban al Gobierno General no pudieran alimentarse por sí mismos o ser alimentados por otros judíos, se los dejara morir de hambre. El 24 de marzo, Göring se sintió en la obligación, a petición de Frank, de prohibir toda «evacuación» al Gobierno General «hasta nueva orden». Se informó a Greiser de que su petición de deportar a los judíos de Warthegau tenía que ser aplazada hasta agosto. A partir del 1 de mayo de 1940 se aisló completamente del resto de la ciudad el gigantesco gueto de Lodz, en el que vivían 163.177 personas, que en un principio se había establecido como una mera medida provisional hasta que se pudiera trasladar a los judíos de Warthegau al otro lado de la frontera, al Gobierno General. Las muertes provocadas por enfermedades y el hambre empezaron a aumentar vertiginosamente durante el verano. En una reunión celebrada en Cracovia el 31 de julio, Frank le dijo a Greiser en términos inequívocos que Himmler había asegurado, siguiendo las órdenes de Hitler, que no se deportarían más judíos al Gobierno General. Y el 6 de noviembre de 1940, Frank envió a Greiser un telegrama en el que le informaba de que no habría más deportaciones al Gobierno General hasta el final de la guerra. Himmler estaba al tanto. Se enviarían de vuelta todos los cargamentos que llegaran. La solución que a Greiser le había parecido que estaba al alcance de la mano un año antes había quedado bloqueada por tiempo indefinido.

En el momento en el que se cerraba una puerta, otra se estaba abriendo; o al menos eso pareció durante un momento. En la reunión celebrada en Cracovia a finales de julio, Greiser comentó que había surgido una nueva posibilidad. Dijo que él mismo había oído decir a Himmler «que ahora se tiene la intención de trasladar a los judíos a algunas zonas específicas de ultramar». Quería que se le aclarase pronto aquel punto.

El reasentamiento de los judíos en la isla de Madagascar, una colonia francesa frente a la costa de África, era una idea que se había tenido vagamente en cuenta durante décadas en los círculos antisemitas, no sólo de Alemania, como una posible solución a la «cuestión judía». En la primavera de 1940, cuando se vislumbraba la posibilidad de recuperar los territorios coloniales en un futuro cercano (y adquirir algunos que antes no habían pertenecido a Alemania), se comenzó a mencionar la opción de Madagascar como una política a tener en cuenta. Al parecer fue Himmler, probablemente tanteando el terreno, quien por aquel entonces sacó primero a relucir en las altas esferas la idea de deportar a los judíos a una colonia africana, aunque sin mencionar Madagascar en concreto. A mediados de mayo, tras una visita a Polonia, el Reichsführer-SS presentó un memorándum de seis páginas (que Hitler leyó y aprobó) titulado «Algunas ideas sobre el trato de la población extranjera en el este», en el que detallaba algunos planes brutales para llevar a cabo la selección racial en Polonia. Himmler sólo mencionó en un breve pasaje cuál era el destino que había previsto para los judíos. «Sobre el término “judío” —escribió—, espero verlo completamente erradicado mediante la posibilidad de una emigración a gran escala de todos los judíos a África o a alguna otra colonia».

Franz Rademacher, el recién nombrado y enormemente ambicioso jefe del «negociado judío» del Ministerio de Asuntos Exteriores, percibió lo que estaba en el aire y el 3 de junio elaboró un extenso memorándum interno en el que proponía, como objetivo de guerra, tres opciones: expulsar a todos los judíos de Europa; deportar a los judíos de Europa occidental, por ejemplo a Madagascar, y retener a los judíos del este en el distrito de Lublin para utilizarlos como rehenes con objeto de evitar que Estados Unidos combatiera a Alemania (suponiendo que en esa situación la influencia de la comunidad judía estadounidense impediría que su país entrara en la guerra); o crear un hogar nacional judío en Palestina (una solución de la que él no era partidario). Aquélla fue la primera ocasión en la que Madagascar se mencionaba explícitamente en un documento oficial como una posible «solución a la cuestión judía». Era fruto de la iniciativa de Rademacher más que el resultado de instrucciones recibidas desde arriba. Con el respaldo de Ribbentrop (quien a su vez probablemente había obtenido la aprobación de Hitler y Himmler), Rademacher se puso a trabajar en perfilar los detalles de su propuesta de reasentar a todos los judíos de Europa en la isla de Madagascar, donde él preveía que se estableciera un mandato alemán con administración judía. Sin embargo, Heydrich, a quien probablemente había alertado Himmler en la primera oportunidad, no estaba dispuesto a ceder el control al Ministerio de Asuntos Exteriores sobre aquel asunto tan importante. El 24 de junio dejó claro a Ribbentrop que la responsabilidad de la gestión de la «cuestión judía» era suya, tal y como se la había encomendado Göring en enero de 1939. La emigración ya no era la respuesta. «Por lo tanto, será necesaria una solución final territorial». Solicitó que se le incluyera en todas las conversaciones «concernientes a la solución final de la cuestión judía»; según parece, aquélla fue la primera vez que se utilizaron las palabras exactas «solución final», en aquel momento en clara referencia al reasentamiento territorial. A mediados de agosto, Eichmann y su hombre de confianza, Theo Dannecker, habían trazado con cierto detalle algunos planes para trasladar a cuatro millones de judíos a Madagascar. El plan del SD no preveía nada que se pareciera mínimamente a una administración autónoma judía, los judíos estarían sometidos al férreo control de las SS.

Poco después de que Rademacher hubiera presentado su propuesta original, a principios de junio, alguien, probablemente Ribbentrop, puso al corriente a Hitler de la idea de Madagascar. Más tarde, aquel mismo mes, el ministro de Asuntos Exteriores le dijo a Ciano «que la intención del Führer es crear un Estado judío libre en Madagascar al que enviará obligatoriamente a los varios millones de judíos que viven en el territorio del antiguo Reich, así como en los territorios conquistados recientemente». A mediados de agosto, Goebbels escribió, refiriéndose a una conversación con Hitler: «Queremos trasladar más adelante a los judíos a Madagascar».

Sin embargo, para entonces el efímero momento del plan Madagascar ya había pasado. Llevarlo a la práctica no sólo habría dependido de obligar a los franceses a entregar su colonia (lo que hubiera sido relativamente fácil), sino también de conseguir el control de los mares derrotando a la armada británica. Con la continuación de la guerra, el plan fue relegado a finales de año y no se volvió a recuperar jamás. Pero a lo largo del verano, durante unos tres meses, toda la cúpula nazi, incluyendo al propio Hitler, estudió seriamente la idea.

El hecho de que Hitler diera su aprobación tan rápidamente a una idea tan mal concebida y poco factible reflejaba lo superficial que era su participación en la política antijudía durante 1940. Aquel año, su atención principal se encontraba claramente en otra parte, en la dirección de la estrategia de guerra. Al menos en aquel momento, la «cuestión judía» era un asunto secundario para él. No obstante, el mandato general de «resolver la cuestión judía» asociado a su «misión», unido a los obstáculos que estaban surgiendo en la Polonia ocupada para hacerlo, fue más que suficiente. Otros fueron más activos que el propio Hitler. A Goebbels, se limitó a asegurarle que los judíos estaban destinados a abandonar Berlín, sin aprobar ninguna medida inmediata. Las peticiones de otros tuvieron más suerte. Al igual que en oriente, los Gauleiter con responsabilidades en las zonas recién ocupadas de occidente estaban deseando aprovechar su posición para librarse de los judíos de sus Gaue. En julio, Robert Wagner, el Gauleiter de Baden que entonces estaba a cargo de Alsacia, y Josef Bürckel, el Gauleiter de Sarre-Palatinado y jefe de la administración civil de Lorena, presionaron a Hitler para que permitiera la expulsión hacia el oeste, a la Francia de Vichy, de los judíos que se encontraban en sus dominios. Hitler dio su visto bueno. Aquel mes fueron deportados unos tres mil judíos de Alsacia a la zona no ocupada de Francia. En octubre, después de otra reunión con los dos Gauleiter, fueron enviados a Francia un total de 6.504 judíos en nueve trenes, sin consultar previamente a las autoridades francesas, las cuales parecían pensar que serían deportados a Madagascar tan pronto como fuera segura la travesía marítima.

La radicalización de la política judía corrió a cargo fundamentalmente de los mandos de las SS y de la Policía de Seguridad. Mientras por aquel entonces Hitler prestaba relativamente poca atención a la «cuestión judía», excepto cuando alguno de sus subordinados le planteaba un problema concreto, Himmler y Heydrich se estaban dedicando plenamente a la planificación del «nuevo orden», especialmente en el este de Europa. La decisión de Hitler de preparar la invasión de la Unión Soviética, tomada bajo los efectos del fracaso de los intentos de poner fin a la guerra en occidente, volvió a abrir nuevas posibilidades en oriente para una «solución» de la «cuestión judía». La política del Gobierno General se revocó una vez más. A Hans Frank, que durante el verano había esperado que los judíos de su zona fueran enviados a Madagascar, le dijeron entonces que tenían que quedarse. Se prohibió la emigración desde el Gobierno General. Las brutales condiciones de los trabajos forzados y los guetos ya estaban causando enormes estragos entre la población judía. En la práctica, a menudo se obligaba a los judíos a trabajar hasta la muerte. La mentalidad abiertamente genocida ya era patente. Heydrich propuso provocar una epidemia en el gueto de Varsovia, que había sido aislado totalmente en el otoño de 1940, para exterminar a los judíos que estaban allí atrapados. Cuando Hitler le dijo a Frank en diciembre que tenía que prepararse para recibir más judíos, los estaba enviando a una zona en la que predominaba esa mentalidad.

Mientras Hitler desempeñaba un papel poco activo, pero otorgando carta blanca a sus subordinados, se habían creado en los territorios ocupados de la antigua Polonia unas condiciones y mentalidades con las cuales sólo quedaba un paso para llegar al genocidio a gran escala.

IV

Antes de que Hitler firmara la directiva en diciembre de 1940 para preparar lo que no tardaría en adoptar la forma de una «guerra de aniquilación» contra la Unión Soviética, hubo un paréntesis en el que el rumbo inmediato que tomaría la guerra se mantuvo en la incertidumbre. Durante aquella fase, que se prolongó desde septiembre hasta diciembre de 1940, Hitler estuvo dispuesto a estudiar diferentes posibilidades para obligar a Gran Bretaña a salir del conflicto antes de que los estadounidenses pudieran entrar. Debido al fracaso de la «estrategia periférica», un término al que había aludido Jodl a finales de julio, por la cual Hitler no había mostrado demasiado entusiasmo en ningún momento, se fue consolidando su intención de invadir la Unión Soviética, una posibilidad que se planteó por primera vez en julio, hasta que el 18 de diciembre se materializó en una directiva de guerra.

Después de que Jodl descartara por razones prácticas la invasión de Rusia durante el otoño de 1940, como en un principio había propuesto Hitler, había que encontrar otras maneras de conservar la iniciativa estratégica. Hitler sopesó varias propuestas. Ribbentrop pudo revivir la idea que había fomentado antes de la guerra de un bloque antibritánico formado por Alemania, Italia, Japón y la Unión Soviética. La nueva situación creada a raíz de las victorias alemanas en Europa occidental abrió entonces la posibilidad de expandir el frente antibritánico si se obtenía la colaboración activa de España y la Francia de Vichy en la región del Mediterráneo, junto a la de varios Estados satélite del sureste de Europa. Para Japón, la invasión de los Países Bajos y la derrota de Francia, unidas al grave debilitamiento de Gran Bretaña, suponían una invitación directa a la expansión imperialista en el Asia suroriental. Las Indias Orientales Holandesas y la Indochina francesa eran una tentación irresistible, a la que había que añadir el señuelo de las posesiones británicas (que incluían Singapur, el Borneo británico, Birmania y, más allá, la propia India) como un posible botín más. Los intereses de Japón en la expansión hacia el sur hacían que en aquel momento deseara aliviar las viejas tensiones en su relación con la Unión Soviética. Al mismo tiempo, Japón estaba deseando mejorar sus relaciones con Alemania, que se habían deteriorado desde el pacto entre Hitler y Stalin, para tener las manos libres en el Asia suroriental. Por aquel entonces, Hitler se oponía a cualquier tipo de alianza formal con Japón. No cambió de idea hasta el final del verano, cuando se convenció de que Gran Bretaña no aceptaría su «oferta» y comenzó a preocuparle que Estados Unidos pudiera entrar pronto en la guerra (un paso que parecía estar más cerca desde la noticia del acuerdo de los destructores con Gran Bretaña). Las negociaciones que comenzaron a finales de agosto fructificaron en la firma del Pacto Tripartito el 27 de septiembre de 1940, según el cual Alemania, Italia y Japón acordaban ayudarse mutuamente en el caso de que uno de los signatarios fuera atacado por una potencia externa que no estuviera implicada en el conflicto europeo o en el chinojaponés, lo que significaba, por supuesto, Estados Unidos.

También Raeder logró aprovecharse de la incertidumbre de Hitler al final del verano y durante el otoño de 1940. En septiembre, el comandante en jefe de la armada presentó dos memorándums en los que propugnaba encarecidamente una estrategia cuyo objetivo fuera la destrucción de la fuerza de Gran Bretaña en el Mediterráneo y Oriente Próximo. Hitler no desestimó la ambiciosa propuesta de Raeder, dirigida directamente contra Gran Bretaña, de tomar el control de Gibraltar (con ayuda española) y el Canal de Suez, antes de abrirse paso a través de Palestina y Siria hasta la frontera turca. Con Turquía «en nuestro poder», como dijo Raeder, se reduciría la amenaza de la Unión Soviética. Entonces sería «cuestionable que todavía existiera la necesidad de atacar a los rusos por el norte», concluía.

Hitler no puso objeciones. Comentó que tras la firma de la alianza con Japón quería mantener conversaciones con Mussolini y quizás con Franco antes de decidir si era más ventajoso trabajar con Francia o con España.

De manera oportunista, Franco había pensado en unirse al eje a mediados de junio, contando con el botín de una guerra que entonces parecía estar a punto de ganarse. Quería Gibraltar, el Marruecos francés y Orán, la antigua provincia española que a la sazón formaba parte de la Argelia francesa. En aquel momento Hitler tenía todas las razones del mundo para eludir una decisión sobre propuestas que podían haber puesto en peligro el armisticio. En septiembre, parecía deseable y oportuno hacer malabarismos diplomáticos que asegurasen el apoyo de Francia, España e Italia a la estrategia mediterránea. Ribbentrop y Ramón Serrano Súñer, el cuñado y emisario personal de Franco que pronto ocuparía el cargo de ministro de Asuntos Exteriores de España, se reunieron en Berlín en 16 de septiembre. Pero el único fruto de aquel encuentro fue una oferta de Franco de reunirse con Hitler en la frontera española en octubre.

Antes de esa reunión, Hitler se entrevistó el 4 de octubre con Mussolini en el Brenner. Ribbentrop, que se sentía indispuesto y guardó un silencio nada habitual en él, y Ciano también estaban presentes. Hitler planteó la cuestión de la intervención española y expuso las demandas de Franco. Mussolini mostró su acuerdo con la postura que había que adoptar con España y reafirmó las demandas italianas de que Francia cediera Niza, Córcega, Túnez y Yibuti, unas peticiones que de hecho se habían reservado para más adelante durante la firma del armisticio. De aquella reunión, Ciano concluyó que el desembarco propuesto en Gran Bretaña no llegaría a producirse, que el objetivo había pasado a ser ganarse a Francia para la coalición antibritánica, puesto que Gran Bretaña estaba resultando más difícil de vencer de lo que se había previsto, y que la zona del Mediterráneo había cobrado mayor importancia, lo que redundaba en beneficio de Italia.

La reunión había sido cordial. Pero ocho días después se puso a prueba una vez más la paciencia de Mussolini cuando se enteró de que los alemanes, sin haberle avisado previamente, habían enviado una comisión militar a Bucarest y asumían la defensa de los yacimientos petrolíferos rumanos. La represalia de Mussolini fue ordenar que se invadiera Grecia a finales de mes y presentar entonces a Hitler un hecho consumado. Hitler había desaconsejado aquella aventura en numerosas ocasiones.

El 20 de octubre, Hitler, acompañado por Ribbentrop, emprendió viaje en su tren especial hacia el sur de Francia, en primer lugar para reunirse dos días después con Pierre Laval, el representante de Pétain y ministro de Asuntos Exteriores del régimen de Vichy. La reunión fue prometedora. Laval, todo untuosa humildad, brindó la posibilidad de una colaboración estrecha de los franceses con Alemania, con la esperanza de que Francia obtuviera como recompensa la conservación de sus colonias africanas y se librase de tener que pagar unas cuantiosas reparaciones, ambas cosas a expensas de Gran Bretaña, cuando se pudiera llegar a un acuerdo de paz. Hitler no quiso precisar los detalles definitivos. Dejó claro que Alemania se apoderaría de algunas colonias africanas tras la guerra, se limitó a ofrecer el incentivo de que el aligeramiento de las condiciones para Francia dependería del grado de colaboración francesa y de la rapidez con la que se pudiera derrotar a Gran Bretaña.

El tren de Hitler continuó su viaje hasta Hendaya, en la frontera española, para la reunión con el Caudillo el día 23. Desde el punto de vista de Hitler, era una reunión meramente preliminar. Al día siguiente, tal y como había acordado con Laval, se entrevistaría con Pétain de la misma manera. Un mes antes, el ejército de Vichy había repelido un desembarco británico-gaullista en Dakar, el puerto francés en África occidental, y con él su intento de tomar África occidental, lo que había contribuido a reforzar la preferencia que Hitler y Ribbentrop ya sentían por Francia sobre España en caso de que no fuera posible reconciliar los respectivos intereses de ambos países. Hitler sabía que sus jefes militares se oponían a los intentos de introducir a España en la guerra y que Weizsäcker también había declarado categóricamente que no tendría «ningún valor práctico» que España se uniera al eje. El objetivo de Franco no era mantener a España fuera de la guerra, sino obtener el máximo beneficio con su entrada. Pero lo cierto es que Hitler tenía poco o nada que ofrecerle a Franco, que quería mucho. Estaban sentadas las bases para la difícil reunión que habría de seguir.

El encuentro tuvo lugar en el salón del tren de Hitler. Franco (un hombre de corta estatura, gordo, moreno, con una voz cantarina que recordaba, se diría más tarde, a la de un almuédano) dijo que España combatiría de buena gana junto a Alemania en aquella guerra, pero que los problemas económicos del país excluían esa posibilidad. No obstante, de un modo inequívoco y decepcionante para los oídos españoles, Hitler dedicó gran parte de su farragosa alocución a frustrar cualquier esperanza que pudiera albergar Franco de obtener grandes ganancias territoriales a un coste mínimo. Cada vez quedaba más claro que tenía pocas cosas concretas que ofrecer a España. Propuso una alianza en la que España entrara en la guerra en enero de 1941 y recibiera Gibraltar como recompensa. Pero era evidente que Hitler no tenía previsto otorgar a España ninguno de los territorios del norte de África que Franco codiciaba. El dictador español se quedó en silencio durante unos momentos. Entonces presentó su lista de peticiones desmesuradas de alimentos y armas. En un momento determinado, Hitler se enojó tanto que se levantó de la mesa y declaró que no tenía sentido seguir hablando. Pero se calmó y continuó. Sin embargo, las conversaciones no dieron más fruto que un acuerdo vacío de contenido que permitía decidir a los españoles el momento de unirse al Eje, si es que alguna vez lo hacían. Cuando Hitler abandonaba la reunión se le oyó mascullar: «No hay nada que hacer con este tipo». Algunos días más tarde Hitler le dijo a Mussolini en Florencia que «preferiría que me arrancaran tres o cuatro dientes» a tener que soportar otra conversación de nueve horas con Franco.

Las conversaciones con Pétain y Laval en Montoire el 24 de octubre no fueron más fructíferas. Hitler buscaba la colaboración de Francia en la «comunidad» de países que en aquel momento trataba de organizar contra Gran Bretaña. El anciano dirigente de la Francia de Vichy se mostró evasivo. Podía confirmar el principio de colaboración francesa con Alemania que Laval había acordado en su reunión con Hitler dos días antes, pero no podía entrar en detalles y necesitaba consultar a su gobierno antes de firmar un acuerdo vinculante. Hitler no ofreció nada concreto a Pétain. A cambio, no recibió ninguna garantía precisa de que Francia fuera a colaborar de forma activa ni en la lucha contra Gran Bretaña ni en operaciones para recuperar el territorio perdido en el África ecuatorial francesa que habían tomado los «franceses libres» de De Gaulle, aliados con Gran Bretaña. Los resultados fueron, por lo tanto, irrelevantes.

No era sorprendente que Hitler y Ribbentrop se sintieran decepcionados ante la indecisión de los franceses cuando volvían a Alemania. Fue un viaje lento durante el cual Hitler, desalentado y convencido de que sus primeros impulsos habían sido los correctos, les dijo a Keitel y a Jodl que quería atacar Rusia durante el verano de 1941.

Al cruzar la frontera alemana Hitler recibió una noticia que no contribuyó precisamente a mejorar su humor. Se le informó de que los italianos estaban a punto de invadir Grecia. Le enfureció la estupidez de emprender aquella operación militar durante las lluvias de otoño y las nieves de invierno de las montañas balcánicas.

Sin embargo, durante la reunión de los dos dictadores y sus ministros de Asuntos Exteriores celebrada en Florencia el 28 de octubre (que básicamente se centró en informar sobre las negociaciones con Franco y Pétain), Hitler se reservó sus sentimientos sobre la aventura griega y la reunión se desarrolló con armonía. Hitler habló de la desconfianza mutua que existía entre él y Stalin. No obstante, dijo, Molotov viajaría dentro de poco tiempo a Berlín. Su intención, añadió, era encauzar las energías de Rusia hacia la India. Aquella extraordinaria idea era de Ribbentrop y formaba parte de su plan para establecer las esferas de influencia de Alemania, Italia, Japón y Rusia (las potencias que formarían el deseado bloque euroasiático que «se extendería desde Japón hasta España»). Fue una idea con una vida muy efímera.

A principios de noviembre, cuando informaba al alto mando militar sobre las negociaciones con Franco y Pétain, Hitler calificó a Rusia como «todo el problema de Europa» y dijo que «debemos hacer todo cuanto sea necesario para estar preparados para el gran enfrentamiento». Pero la reunión con sus jefes militares mostró que todavía no estaban cerradas las decisiones sobre la continuación de la guerra, si debía producirse en oriente o en occidente. Al edecán del ejército de tierra de Hitler, el comandante Engel, que había estado presente en la reunión, le pareció que Hitler estaba «visiblemente abatido» y había dado la «impresión de no saber por el momento qué rumbo deberían seguir los acontecimientos». Con toda probabilidad, la visita de Molotov convenció definitivamente a Hitler de que el único camino hacia delante que le quedaba era el que había preferido desde el verano por motivos estratégicos, y por el que, en todo caso, se inclinaba ideológicamente: un ataque a la Unión Soviética.

Las relaciones con la Unión Soviética ya se estaban deteriorando gravemente cuando Molotov fue invitado a Berlín. Los planes soviéticos sobre algunas partes de Rumanía (que durante el verano se había visto obligada a ceder Besarabia y el norte de Bucovina) y Finlandia (que en la práctica se había convertido en un satélite soviético tras la reciente derrota en la guerra) habían provocado la intervención alemana directa en aquellas zonas. Hitler, preocupado por los yacimientos petrolíferos de Ploesti, había accedido en septiembre a la petición del mariscal Antonescu de enviar una misión militar alemana compuesta por varias divisiones acorazadas y unidades de la fuerza aérea a Rumanía, supuestamente para reorganizar el ejército rumano. Alemania hizo caso omiso a las protestas que elevaron los rusos de que las garantías alemanas de las fronteras de Rumanía suponían una violación del pacto de 1939. A finales de noviembre, Rumanía entró plenamente en la órbita alemana cuando se unió al Pacto Tripartito. La postura alemana sobre Finlandia se había modificado a finales de julio, cuando se había propuesto por primera vez un ataque a la Unión Soviética. Alemania efectuó envíos de armas y firmó acuerdos que permitían el paso de sus tropas a Noruega, de nuevo a pesar de las protestas soviéticas. Entretanto, se habían incrementado el número de divisiones alemanas en el frente oriental para contrarrestar la concentración de tropas a lo largo de la frontera meridional de la Unión Soviética.

Ribbentrop no se arredró ante los crecientes problemas en las relaciones germano-soviéticas y convenció a Hitler, que se mostraba más escéptico, de que existía la posibilidad de reforzar el bloque continental antibritánico incluyendo también a la Unión Soviética en el Pacto Tripartito. Hitler señaló que estaba dispuesto a ver qué salía de aquella idea. Pero el mismo día en el que daban comienzo las conversaciones con Molotov difundió una directiva según la cual, independientemente del resultado, «todos los preparativos ordenados oralmente para oriente [debían] continuar su curso».

Se había enviado la invitación a Molotov el 13 de octubre, antes de que se hubieran realizado los sondeos infructuosos a Franco y Pétain. Molotov y su séquito llegaron a Berlín la mañana del 12 de noviembre. Weizsäcker pensó que los desaliñados rusos parecían extras de una película de gánsteres. La hoz y el martillo de las banderas soviéticas ondeando junto a los estandartes con las esvásticas proporcionaron un espectáculo extraordinario en la capital del Reich. Pero no se tocó la Internacional, al parecer para evitar la posibilidad de que los berlineses, que aún conocían la letra, se unieran a ella. Las negociaciones, que tuvieron lugar en el despacho de Ribbentrop del antiguo palacio del presidente del Reich, que había sido lujosamente reformado, fueron mal desde el principio. Molotov, con sus fríos ojos siempre alerta tras sus quevedos de montura metálica, y en cuya cara de ajedrecista se esbozaba de vez en cuando una gélida sonrisa, le recordó a Paul Schmidt (cuya misión era levantar acta de las conversaciones por escrito) a su antiguo profesor de matemáticas. Sus comentarios y preguntas directas y precisas contrastaban marcadamente con las declaraciones pomposas y prolijas de Ribbentrop. Molotov no hizo comentario alguno sobre las primeras afirmaciones de Ribbentrop de que Gran Bretaña ya estaba derrotada. Y durante el inicio de la conversación apenas respondió a las claras insinuaciones que hizo el ministro de Asuntos Exteriores alemán de que la Unión Soviética debía dirigir sus intereses territoriales hacia el Golfo Pérsico, Oriente Medio e India (a los que aludió inequívocamente, pero sin nombrarlos). Pero cuando Hitler se unió a las conversaciones en la sesión de la tarde y expuso su habitual grandiosa visión de conjunto de los intereses estratégicos, Molotov le lanzó un aluvión de preguntas concretas sobre Finlandia, los Balcanes, el Pacto Tripartito y las esferas de influencia propuestas en Asia que sorprendió al dirigente alemán con la guardia baja. Hitler estaba visiblemente desconcertado y pidió un conveniente aplazamiento.

Molotov no había terminado. Al día siguiente comenzó donde lo había dejado la tarde anterior. No respondió a la propuesta de Hitler de volver la mirada al sur y al botín del imperio británico. Dijo que estaba más interesado en asuntos que tenían una trascendencia evidente para Europa. Insistió en que Hitler aclarase cuáles eran los intereses alemanes en Finlandia, que en su opinión contravenían el pacto de 1939, y explicase las garantías fronterizas concedidas a Rumanía y la misión militar enviada allí. Molotov preguntó cómo reaccionaría Alemania si la Unión Soviética actuara de la misma manera con respecto a Bulgaria. Hitler sólo pudo responder, de manera poco convincente, que en ese caso habría tenido que consultar a Mussolini. Molotov señaló los intereses soviéticos en Turquía, ofreciendo seguridad en los Dardanelos y una salida al Egeo.

El banquete de clausura en la embajada soviética terminó con una desbandada cuando sonaron las sirenas avisando de un ataque aéreo, una metáfora del fracaso de aquellas negociaciones que habían durado dos días. En su búnker privado, Ribbentrop, haciendo gala una vez más de su infalible instinto para la torpeza, sacó del bolsillo un borrador de acuerdo e hizo un último y vano intento de convencer a Molotov para que aceptara dividir entre cuatro potencias una gran parte del planeta. Molotov reafirmó secamente que a la Unión Soviética le interesaban los Balcanes y el Báltico, no el océano Índico. Las cuestiones que preocupaban a la Unión Soviética, continuó Molotov, mostrándose algo más comunicativo que durante las auténticas negociaciones, no se limitaban a Turquía, Bulgaria y el destino de Rumanía y Hungría, sino que también incluían las intenciones del Eje en Yugoslavia, Grecia y Polonia. El gobierno soviético también quería saber cuál era la postura de Alemania sobre la neutralidad sueca. Además estaba la cuestión de las salidas al mar Báltico. Más tarde, aquel mismo mes, Molotov le dijo al embajador alemán en Moscú, Graf von der Schulenburg, que las condiciones soviéticas para aceptar un pacto de las cuatro potencias incluían las retirada de las tropas alemanas de Finlandia, el reconocimiento de que Bulgaria se encontraba dentro de la esfera de influencia rusa, la concesión de bases en Turquía, la aceptación de la expansión soviética hacia el Golfo Pérsico y la cesión por parte de Japón del sur de Sajalín.

Molotov enumeró esas condiciones el 26 de noviembre. Hitler no necesitó esperar tanto. Antes de que Molotov llegara a la capital del Reich le había dicho a su edecán del ejército de tierra, el comandante Engel, que consideraba las conversaciones en Berlín como una prueba para saber si Alemania y la Unión Soviética estarían «espalda contra espalda o pecho contra pecho». En su opinión los resultados de la «prueba» habían quedado claros. Las negociaciones de dos días con Molotov habían bastado para mostrar que los intereses territoriales irreconciliables de Alemania y la Unión Soviética implicaban unos enfrentamientos inevitables en el futuro cercano. Hitler le dijo a Engel que, en todo caso, no había esperado nada de la visita de Molotov. «Las conversaciones habían mostrado en qué dirección apuntaban los planes rusos. M [Molotov] había dejado salir al gato del saco. Él (F) [el Führer] se sentía realmente aliviado. No quedaría ni tan siquiera un matrimonio de conveniencia. Dejar entrar a los rusos en Europa significaba el final de Europa central. Los Balcanes y Finlandia también eran flancos peligrosos».

La convicción de Hitler, que se había ido consolidando desde el verano, quedaba confirmada: había que atacar a la Unión Soviética en 1941. En algún momento del otoño, probablemente tras las visita de Molotov, envió a sus ayudantes a buscar un emplazamiento adecuado para el cuartel general de campaña en el este. Le recomendaron un lugar en Prusia Oriental, cerca de Rastenburgo, y él dio órdenes a Todt de que se comenzara a construir el cuartel general y estuviera acabado en abril. El 3 de diciembre felicitó al mariscal de campo Fedor von Bock su sexagésimo cumpleaños y le comentó que «la cuestión oriental se está haciendo acuciante». Dijo que circulaban rumores acerca de vínculos entre Rusia y Estados Unidos y entre Rusia e Inglaterra. Era peligroso quedarse esperando acontecimientos. Pero si se eliminaba a los rusos de la ecuación, se desvanecerían las esperanzas británicas de derrotar a Alemania en el continente y el hecho de que los japoneses no tuvieran que preocuparse de un ataque soviético en la retaguardia dificultaría la intervención estadounidense.

Dos días después, el 5 de diciembre, repasó con Brauchitsch y Halder los objetivos del ataque proyectado a la Unión Soviética. Las ambiciones soviéticas en los Balcanes, declaró, suponían una fuente potencial de problemas para el Eje. «La hegemonía en Europa se decidirá en la batalla contra Rusia —añadió—. El ruso es inferior. Su ejército carece de liderazgo». La ventaja alemana en términos de liderazgo, equipamiento y tropas alcanzaría su punto álgido en la primavera. «Cuando el ejército ruso sea batido una sola vez —continuó Hitler, con su burda subestimación de las fuerzas soviéticas—, el desastre final será inevitable». El objetivo de la campaña, declaró, era «el aplastamiento de las tropas rusas». Los ataques clave se producirían en los flancos del norte y del sur. Moscú, comentó, no tenía «una gran importancia». Había que acelerar al máximo los preparativos de la campaña. Estaba previsto iniciar la operación a finales de mayo. Halder informó sobre los planes de Hitler a los jefes militares en una reunión celebrada el 13 de diciembre. La campaña, les dijo, implicaría la utilización de entre 130 y 140 divisiones contra la Unión Soviética en la primavera de 1941. Nada permite suponer que Brauchitsch, Halder o sus comandantes pusieran objeciones al análisis de Hitler. El 17 de diciembre Hitler resumió su estrategia a Jodl al destacar «que debemos resolver todos los problemas de la Europa continental en 1941, ya que Estados Unidos estaría en condiciones de intervenir a partir de 1942».

Al día siguiente, 18 de diciembre de 1940, Hitler promulgó la directiva de guerra número 21, que comenzaba: «La Wehrmacht alemana debe estar preparada, además antes del fin de la guerra contra Inglaterra, para aplastar a la Unión Soviética en una campaña rápida».

El estado mayor bautizó la operación con el nombre en clave de «Otto». El estado mayor operativo de la Wehrmacht la había llamado «Fritz» y el borrador de la directiva número 21 que Jodl vio el 12 de diciembre llevaba ese nombre. Cuando Jodl se la presentó cinco días más tarde a Hitler, éste cambió el nombre en clave por el más imperioso de «Barbarroja», una alusión al poderoso emperador del siglo XII, soberano del primer Reich germánico, que había dominado Europa central y liderado una cruzada contra los infieles. Hitler estaba entonces dispuesto a planear entonces su propia cruzada, esta vez contra el bolchevismo.

Los días 8 y 9 de enero de 1941, Hitler mantuvo conversaciones en el Berghof con sus dirigentes militares. Con respecto a las razones del ataque a la Unión Soviética, reiteró los argumentos que había estado empleando desde el verano anterior. En parte, el razonamiento se basaba en su interpretación de las intenciones soviéticas, que se había hecho más definida tras la visita de Molotov. Stalin era astuto, dijo Hitler, y se aprovecharía cada vez más de las dificultades de Alemania. Pero el fondo de la cuestión era, como siempre, la necesidad de eliminar lo que consideraba un apoyo vital de los intereses británicos. «La posibilidad de una intervención rusa en la guerra estaba manteniendo en pie a los ingleses —continuó—. Sólo abandonarían la lucha si se derrumbara esa última esperanza en el continente». No creía que «los ingleses estén locos. Si vieran que no queda ninguna oportunidad de ganar la guerra, dejarían de combatir, puesto que perderla significaría que ya no tendrían el poder para mantener unido el imperio. En el caso de que pudieran aguantar, organizar cuarenta o cincuenta divisiones y contar con la ayuda de Estados Unidos y Rusia, Alemania se enfrentaría a una situación muy difícil. Eso no debe suceder. Hasta ahora siempre ha actuado según el principio de destruir siempre las posiciones enemigas más importantes para avanzar un paso. Por lo tanto, ahora Rusia debe ser destruida. Entonces, o los británicos se rinden o Alemania continuará luchando contra Gran Bretaña en las circunstancias más favorables». «La destrucción de Rusia —añadió Hitler— también permitiría a Japón dirigir toda su fuerza contra Estados Unidos», lo que obstaculizaría la intervención estadounidense. Señaló otras ventajas para Alemania. Se podría reducir sustancialmente el tamaño del ejército en oriente, lo que permitiría que la industria armamentística pudiera dedicar más recursos a la armada y la Luftwaffe. «Alemania sería entonces inexpugnable. El gigantesco territorio de Rusia contiene riquezas inconmensurables. Alemania tiene que dominarlo económica y políticamente, pero no anexionarlo. Entonces tendría todas las posibilidades de emprender la lucha contra los otros continentes en el futuro. Entonces nadie podría derrotarla. Si se realizase la operación —concluía Hitler—, Europa contendría el aliento». Si los generales que le estaban escuchando tenían alguna reserva, no la manifestaron en absoluto.

A lo largo de 1940, las obsesiones principales de Hitler, la «eliminación de los judíos» y el Lebensraum, habían ido adquiriendo protagonismo progresivamente. Entonces, en la primera mitad de 1941, se podían acometer los preparativos prácticos para el enfrentamiento que Hitler siempre había deseado. Durante aquellos meses, las dos obsesiones se fundirían la una con la otra. Estaban a punto de darse los pasos decisivos para entrar en la guerra genocida.