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EL AGITADOR DE CERVECERÍA
I
El 21 de noviembre de 1918, dos días después de abandonar el hospital de Pasewalk, Hitler estaba de vuelta en Múnich. A punto de cumplir treinta años, sin estudios, profesión o expectativas, su único plan consistía en permanecer el mayor tiempo posible en el ejército, que había sido su hogar y le había proporcionado un sustento desde 1914. Apenas podía reconocer el Múnich al que regresó. Los cuarteles a los que volvió estaban dirigidos por consejos de soldados. El gobierno revolucionario de Baviera, con la forma de un Consejo Nacional provisional, estaba en manos de los socialdemócratas y de los socialdemócratas independientes (el USPD), más radicales. El primer ministro, Kurt Eisner, era un radical. Y era judío.
La revolución de Baviera había precedido a la del propio Reich. Las circunstancias en que tuvo lugar y la forma en que se desarrolló dejarían una profunda huella en Hitler, y encajaría más fácilmente que los sucesos de Berlín en lo que se convertiría en la caricatura nazi de la revolución de 1918. Era más radical y estaba encabezada por los independientes; y degeneró casi en la anarquía y después en una efímera tentativa de instaurar un sistema al estilo soviético dirigido por comunistas. Esto, a su vez, condujo a unos pocos días (aunque unos pocos días que quedarían grabados en la conciencia de los bávaros durante muchos años) que equivalieron a una miniguerra civil y acabaron en un baño de sangre y una feroz represión; y resultó que varios de los dirigentes revolucionarios eran judíos, algunos de ellos judíos de Europa oriental con simpatías y conexiones bolcheviques. Es más, el cabecilla de la revolución bávara, el periodista judío y socialista de izquierdas Kurt Eisner, un destacado pacifista del USPD desde la escisión de la mayoría socialdemócrata en 1917, había intentado, junto con algunos de sus colegas del USPD, provocar disturbios en la industria durante la «huelga de enero» de 1918 y le habían detenido por sus actividades. Esto encajaría a la perfección con la leyenda de la «puñalada por la espalda» de la derecha.
El gobierno provisional que se constituyó enseguida bajo la dirección de Eisner fue desde el principio una coalición sumamente inestable, principalmente compuesta por el USPD, radical pero mayoritariamente idealista, y el «moderado» SPD (que ni siquiera había querido una revolución). Además, no tenía la menor posibilidad de resolver los tremendos problemas sociales y económicos a que se enfrentaba. El asesinato el 21 de febrero de 1919 de Eisner a manos de un joven y aristocrático ex oficial que entonces estudiaba en la Universidad de Múnich, Graf Anton von Arco-Valley, fue la señal para que la situación degenerara en el caos y casi en la anarquía. Los miembros del USPD y los anarquistas proclamaron una «república de consejos» en Baviera. El fracaso inicial de las tentativas contrarrevolucionarias sólo sirvió para redoblar la determinación de los exaltados revolucionarios y supuso el comienzo de la última fase de la revolución bávara: la toma plena del poder por parte de los comunistas en la segunda o «verdadera» Räterepublik, un intento de introducir en Baviera un sistema de tipo soviético. Duró poco más de quince días, pero terminó en violencia, derramamiento de sangre y profundos reproches, dejando un funesto legado en el clima político de Baviera.
Sería difícil exagerar la repercusión de los hechos acaecidos entre noviembre de 1918 y mayo de 1919, y en especial los de la Räterepublik, en la conciencia política de Baviera. Incluso en sus momentos más leves, la propia ciudad de Múnich experimentó una época de libertad restringida, grave escasez de alimentos, censura de la prensa, huelga general, confiscación de víveres, carbón y prendas de ropa, y desorden y caos generalizados. Sin embargo, lo que tendría una importancia más perdurable es que quedaría grabado en la memoria popular como un «gobierno de terror» impuesto por elementos extranjeros al servicio del comunismo soviético. La propaganda derechista construyó y reforzó enormemente en todo el Reich, así como en la propia Baviera, la imagen de que unas fuerzas extranjeras (bolcheviques y judíos) se habían apoderado del Estado, ponían en peligro las instituciones, las tradiciones, el orden y la propiedad, eran responsables del caos y los desórdenes, perpetraban terribles actos violentos y fomentaban una anarquía que únicamente beneficiaba a los enemigos de Alemania. Quien de verdad salió ganando con las desastrosas semanas de la Räterepublik fue la derecha radical, que se había abastecido de combustible para avivar el miedo y el odio al bolchevismo entre los campesinos y las clases medias de Baviera. Además, se había llegado a aceptar que la extrema violencia contrarrevolucionaria era una respuesta legítima a lo que se percibía como la amenaza bolchevique y pasó a convertirse en un fenómeno habitual en el panorama político.
Cuando hubo concluido su coqueteo con el socialismo de izquierdas, Baviera se convirtió en los años siguientes en un bastión de la derecha conservadora y en un imán para extremistas de derecha de toda Alemania. Fue en estas condiciones en las que se pudo producir la «consagración de Adolf Hitler».
La historia de la revolución bávara estaba hecha casi a la medida de la propaganda nazi. Después de la Räterepublik de Múnich, no sólo era posible hacer que pareciera verosímil la leyenda de la «puñalada por la espalda», sino también la idea de una conspiración judía internacional. Aunque hasta aquel momento el extremismo derechista no había tenido una tradición más arraigada en Baviera que en otros lugares, el nuevo clima le brindaba oportunidades únicas y el respaldo de una clase dirigente receptiva. La experiencia de los turbulentos meses de la Baviera postrevolucionaria había causado una profunda impresión en muchos de los primeros seguidores de Hitler. En cuanto al propio Hitler, sería difícil exagerar la importancia que tuvieron el periodo de la revolución y la Räterepublik de Múnich.
II
A su regreso a Múnich, Hitler fue destinado a la Séptima Compañía del Primer Batallón de Reserva del Segundo Regimiento de Infantería, donde, unos días más tarde, volvió a encontrarse con varios camaradas de guerra. Quince días más tarde, él y uno de aquellos camaradas, Ernst Schmidt, figuraban entre los quince hombres de su compañía (y 140 hombres en total) destinados al servicio de guardia del campo de prisioneros de guerra de Traunstein. Es probable que Hitler, como mencionaría más tarde Schmidt, le propusiera que dieran sus nombres cuando pidieron voluntarios para formar la delegación. Schmidt comentó que Hitler no tenía mucho que decir sobre la revolución, «pero se podía ver con bastante claridad la amargura que sentía». A ambos les repugnaban, según Schmidt, las nuevas condiciones de los cuarteles de Múnich, ahora en poder de los consejos de soldados, en los que ya no se respetaban los viejos valores de la autoridad, la disciplina y la moral. Si aquélla fue la verdadera razón por la que Hitler y Schmidt se habían ofrecido voluntarios, el traslado a Traunstein no supuso ninguna mejora. El campo, con capacidad para 1.000 prisioneros pero con un número muy superior, también estaba administrado por los consejos de soldados que supuestamente Hitler detestaba tanto. Había poca disciplina y entre los guardias, según una de las fuentes, figuraban algunos de los peores elementos de las fuerzas armadas que, como Hitler, consideraban al ejército «un medio para llevar una vida despreocupada a expensas del Estado». Hitler y Schmidt no tuvieron mucho trabajo en Traunstein, sobre todo en el servicio de guardias. Estuvieron allí casi dos meses en total, y durante ese tiempo los prisioneros de guerra, en su mayoría rusos, fueron trasladados a otros lugares. A principios de febrero el campo estaba completamente vacío y desmantelado. Schmidt dio a entender que probablemente Hitler regresó a Múnich a finales de enero. Luego, durante algo más de dos semanas, a partir del 20 de febrero, le destinaron al servicio de guardia en la Hauptbahnhof, donde una unidad de su compañía se encargaba de mantener el orden, especialmente entre los numerosos soldados que llegaban a Múnich y partían de allí.
Una orden rutinaria del batallón de desmovilización del 3 de abril de 1919 mencionaba a Hitler por el nombre como delegado (Vertrauensmann) de su compañía. Sin embargo, lo más probable es que hubiera ocupado ese cargo ya desde el 15 de febrero. Entre los deberes de los delegados se incluía cooperar con el departamento de propaganda del gobierno socialista con el fin de proporcionar material «educativo» a las tropas. Por tanto, las primeras tareas políticas que desempeñó Hitler fueron al servicio del régimen revolucionario del SPD y el USPD. No es de extrañar que en Mi lucha pasara por alto su experiencia personal del traumático periodo revolucionario de Baviera.
En realidad, habría tenido que encontrar una explicación convincente para un hecho aún más embarazoso: su continua participación durante el momento álgido de la «dictadura roja» en Múnich. El 14 de abril, al día siguiente de la proclamación de la Räterepublik comunista, los consejos de soldados de Múnich convocaron nuevas elecciones para elegir a todos los delegados de los cuarteles y para asegurarse de que la guarnición de Múnich se mantenía leal al nuevo régimen. En las elecciones del día siguiente Hitler fue elegido segundo delegado de batallón. No sólo no hizo nada entonces para ayudar a aplastar la «república roja» de Múnich, sino que fue un delegado electo de su batallón durante todo el tiempo que duró.
Ya en los años veinte, y luego en los treinta, hubo rumores, nunca refutados del todo, de que después de la revolución Hitler simpatizó con el SPD mayoritario durante un tiempo. Incluso se decía que circulaban rumores, aunque no existía ninguna prueba que los sustentara, de que Hitler había hablado de incorporarse al SPD. En un comentario mordaz hecho mientras defendía en 1921 a Hermann Esser, uno de sus primeros partidarios, de los ataques en el seno del partido, Hitler declaró: «Todo el mundo ha sido socialdemócrata en algún momento».
El posible apoyo de Hitler a los socialdemócratas mayoritarios en el periodo de agitación revolucionaria es menos improbable de lo que podría parecer a primera vista. La situación política era extremadamente confusa e incierta. Una serie de extraños aliados, entre ellos algunos que más tarde acabarían perteneciendo al séquito de Hitler, estaban al principio con la izquierda durante la revolución. Esser, que se convirtió en el primer jefe de propaganda del NSDAP, había sido durante algún tiempo periodista en un diario socialdemócrata. Sepp Dietrich, quien más tarde sería general de las Waffen-SS y comandante del Leibstandarte-SS Adolf Hitler, fue elegido presidente de un consejo de soldados en noviembre de 1918. El que sería chófer de Hitler durante mucho tiempo, Julius Schreck, había servido en el «ejército rojo» a finales de abril de 1919. Gottfried Feder, cuyas ideas sobre la «esclavitud de los intereses» tanto entusiasmaron a Hitler en el verano de 1919, el mes de noviembre anterior había enviado una declaración en la que exponía su postura al gobierno socialista encabezado por Kurt Eisner. Y Balthasar Brandmayer, uno de los camaradas más íntimos de Hitler durante la guerra y más tarde un acérrimo partidario suyo, relataba cómo en un primer momento se alegró del fin de la monarquía, la instauración de la república y el comienzo de una nueva era. La confusión ideológica, la desorientación política y el oportunismo se combinaron con frecuencia para producir lealtades caprichosas e inestables.
Sin embargo, resulta más difícil de creer que Hitler, como se ha insinuado, simpatizara en su fuero interno con la socialdemocracia y elaborara su propia Weltanschauung racista-nacionalista característica tras experimentar un giro ideológico influido por su «instrucción» en el Reichswehr tras el colapso de la Räterepublik. Si Hitler se sintió empujado a mostrar su apoyo al SPD mayoritario durante los meses de la revolución, no fue impulsado por la convicción, sino por el más puro oportunismo, para evitar durante el máximo tiempo posible ser desmovilizado del ejército.
Pese a su oportunismo y pasividad, es probable que la hostilidad de Hitler hacia la izquierda revolucionaria fuera patente para quienes le rodeaban en el cuartel durante aquellos meses de creciente agitación en Múnich. Es probable que si expresó abiertamente su apoyo a los socialdemócratas frente a los comunistas, como se alegaría más adelante, se considerara que elegía el menor de dos males y, en el caso de los miembros de la unidad de Hitler que le conocían desde hacía tiempo, que se trataba de una oportuna adaptación que no suponía la menor traición a sus verdaderas simpatías nacionalistas pangermanistas. Ernst Schmidt, por ejemplo, que para entonces ya había sido licenciado pero seguía manteniendo contacto regularmente con él, hablaría más tarde de la «absoluta repugnancia» que sentía Hitler por los sucesos de Múnich. Los diecinueve votos emitidos a favor de «Hittler» el 16 de abril, con los que fue elegido segundo delegado de la compañía (el ganador, Johann Blüml, obtuvo 39 votos) en el consejo del batallón, muy bien podrían haber sido los de quienes le veían de este modo. Que había tensiones en el cuartel y entre los delegados electos de los soldados se puede deducir de la posterior denuncia de Hitler a dos colegas del consejo del batallón en el tribunal de Múnich que investigaba el comportamiento de los soldados de su regimiento durante la Räterepublik. Es probable que Hitler fuera conocido entre quienes le rodeaban, al menos hacia finales de abril, por ser el contrarrevolucionario que en realidad era, cuyas verdaderas simpatías eran indistinguibles de las de las tropas «blancas» que se preparaban para tomar la ciudad. Y lo más significativo de todo es que, en la última semana del gobierno de los consejos, alguien (no se sabe quién) designara a Hitler para formar parte del comité de tres miembros que debía investigar si había soldados del Segundo Batallón de Reserva del Segundo Regimiento de Infantería que se hubieran implicado activamente en la Räterepublik.
Esto refuerza la teoría de que, en el seno de su batallón, era conocida su profunda hostilidad hacia el gobierno «rojo». En cualquier caso, su nueva función impidió que Hitler fuera licenciado, junto con el resto de la guarnición de Múnich, a finales de mayo de 1919. Y lo que es más importante, lo introdujo por primera vez en la órbita de la política contrarrevolucionaria dentro del Reichswehr. Eso, más que cualquier trauma psicológico que pudiera haber sufrido en Pasewalk al enterarse de la derrota, o cualquier decisión dramática de rescatar Alemania de los «criminales de noviembre», sería lo que le abriría en los meses siguientes el camino en el maremágnum de la política de extrema derecha de Múnich.
III
El 11 de mayo de 1919 se creó, a partir de las unidades bávaras que habían participado en el aplastamiento de la Räterepublik, el Bayerische Reichswehr Gruppenkommando n.º 4 («Gruko», abreviado), bajo el mando del general de división Von Möhl. Con el gobierno bávaro «exiliado» en Bamberg hasta finales de agosto, Múnich, cuyo centro estaba repleto de barricadas, alambradas de espino y puestos de control del ejército, fue una ciudad bajo control militar durante toda la primavera y el verano. El Gruko aceptó la doble tarea de vigilar exhaustivamente el panorama político y de combatir mediante la propaganda y el adoctrinamiento las actitudes «peligrosas» imperantes en el ejército de transición, y se hizo cargo en mayo de 1919 del «Departamento de Información» (Nachrichtenabteilung, Abt. Ib/P), creado en Múnich tras la supresión de la Räterepublik. Enseguida se juzgó que era prioritario educar a las tropas de un modo «correcto» en las doctrinas antibolchevique y nacionalista, por lo que se crearon «cursos de oratoria» para instruir a las «personalidades adecuadas de entre las tropas» con dotes de persuasión, cursos que les capacitaran para refutar ideas subversivas, con el objetivo de que se quedaran en el ejército durante un tiempo considerable haciendo las veces de agentes de propaganda. La organización de una serie de «cursos antibolcheviques», que comenzaron a principios de junio, le fue encomendada al capitán Karl Mayr, quien había asumido el mando del Departamento de Información poco antes, el 30 de mayo. Mayr, uno de los «parteros» de la carrera política de Hitler, sin duda podría haberse atribuido la máxima responsabilidad de su lanzamiento inicial.
En 1919, la influencia de Mayr en el Reichswehr de Múnich era mayor de lo que correspondía a su rango de capitán y recibió considerables fondos para crear un equipo de agentes o informadores, organizar la serie de cursos «educativos» para formar a oficiales y soldados seleccionados en el pensamiento político e ideológico «correcto» y financiar partidos, publicaciones y organizaciones «patrióticas». Mayr conoció a Hitler en mayo de 1919, tras la derrota del «ejército rojo». Es posible que la participación de Hitler en las investigaciones sobre actos subversivos en su batallón durante la Räterepublik llamara la atención de Mayr. Ya hemos visto que Hitler había sido reclutado para llevar a cabo labores propagandísticas en su cuartel a principios de la primavera, aunque entonces en favor del gobierno socialista. Tenía las referencias adecuadas y el potencial ideal para los fines de Mayr. Mayr escribió más tarde que, cuando conoció a Hitler, «era como un perro callejero exhausto en busca de un amo» y «dispuesto a unir su suerte a la de cualquiera que lo tratara con amabilidad […]. No le preocupaban lo más mínimo ni el pueblo alemán ni su destino».
El nombre «Hittler Adolf» aparece en una de las primeras listas de nombres de informantes (V-Leute o V-Männer) confeccionadas por el Departamento de Información Ib/P a finales de mayo o principios de junio de 1919. Al cabo de unos días ya lo habían destinado al primero de los «cursos de instrucción» antibolcheviques, que se impartiría en la Universidad de Múnich entre el 5 y el 12 de junio de 1919. Por primera vez, Hitler iba a recibir algún tipo de «educación» política directa. Él mismo admitiría que aquello fue importante para él, como lo fue el hecho de ser consciente por primera vez de que podía ejercer una influencia en su entorno. Allí asistió a lecciones sobre «Historia de Alemania desde la Reforma», «La historia política de la guerra», «El socialismo en la teoría y en la práctica», «Nuestra situación económica y las condiciones de paz» y «La relación entre la política interior y la exterior» impartidas por personalidades relevantes de Múnich cuidadosamente seleccionadas por Mayr, en parte porque los conocía personalmente. Entre los conferenciantes figuraba Gottfried Feder, que se había hecho famoso entre los pangermanistas como especialista en economía. Su charla sobre la «ruptura de la esclavitud de los intereses» (lema al que Hitler reconoció su potencial propagandístico), causó una honda impresión a Hitler, quien acabaría por atribuir a Feder el papel de «gurú» de la economía en los inicios del Partido Nazi. Feder ya había publicado un «manifiesto» sobre el tema de la charla muy respetado en los círculos nacionalistas, en el que distinguía entre capital «productivo» y capital «rapaz», que asociaba a los judíos. Las lecciones de historia fueron impartidas por el historiador de Múnich Karl Alexander von Müller, que había conocido a Mayr en la escuela. Después de su primera lección, encontró en la sala de conferencias ya casi vacía a un pequeño grupo que se había congregado alrededor de un hombre que les hablaba en un tono apasionado y extraordinariamente gutural. Tras la siguiente lección le comentó a Mayr que uno de sus alumnos poseía un talento natural para la retórica. Von Müller señaló el lugar donde estaba sentado. Mayr lo reconoció al instante: era «Hitler, del regimiento List».
El propio Hitler creía que fue aquel incidente (según él había provocado su intervención uno de los participantes cuando defendió a los judíos) el que hizo que lo nombraran «oficial educador» (Bildungsoffizier). Sin embargo, nunca fue un Bildungsoffizier, sino que siguió siendo un mero informante, un V-Mann. Es evidente que este incidente ayudó a que Mayr se fijara en Hitler. Pero fue sin duda la observación constante y minuciosa por parte de Mayr de las actividades de Hitler para su departamento, en lugar de un incidente aislado, lo que hizo que lo seleccionaran como miembro de una brigada de 26 instructores (todos ellos elegidos entre los participantes en los «cursos de instrucción» de Múnich) a los que enviarían a impartir un curso de cinco días al campamento del Reichswehr en Lechfeld, cerca de Augsburgo. El curso, que empezó el 20 de agosto de 1919, al día siguiente de la llegada de Hitler al campamento, se había organizado en respuesta a las quejas por la falta de fiabilidad política de los hombres destinados allí, muchos de los cuales regresaban tras haber estado retenidos como prisioneros de guerra y ahora aguardaban a que los licenciaran. La tarea de la brigada era inculcar sentimientos nacionalistas y antibolcheviques a las tropas, descritas como «infectadas» por el bolchevismo y el espartaquismo. De hecho, se trataba de la prolongación de lo mismo a lo que los instructores se habían visto expuestos en Múnich.
Hitler, junto con el comandante de la unidad, Rudolf Beyschlag, asumió la mayor parte del trabajo, incluido ayudar a suscitar debates sobre las lecciones de Beyschlag acerca de, por ejemplo, «¿Quién tiene la culpa de la guerra mundial?» y «Desde los días de la Räterepublik de Múnich». Él mismo impartió clases sobre las «Condiciones de paz y reconstrucción», «Emigración» y «Consignas sociales y económicas». Se entregó a la tarea con pasión. Su compromiso era total. Y descubrió enseguida que podía tocar la fibra sensible de su audiencia, que su manera de hablar sacaba de su pasividad y cinismo a los soldados que le escuchaban. Hitler estaba en su elemento. Por primera vez en su vida había encontrado algo en lo que tenía un éxito rotundo. Había descubierto, casi por casualidad, cuál era su principal don. Como él mismo lo expresó, podía «hablar».
Los testimonios de los participantes en el curso confirman que Hitler no exageraba la impresión que causó en Lechfeld: fue, sin la menor duda, la estrella. Una característica fundamental de su arsenal demagógico era el antisemitismo. No obstante, sus despiadados ataques contra los judíos no hacían más que reflejar unos sentimientos que en aquella época estaban muy extendidos entre la población de Múnich, como demuestran los informes sobre el sentir popular. Las respuestas a las charlas de Hitler en Lechfeld indican lo asequible que les resultaba a los soldados su forma de hablar. El comandante del campamento de Lechfeld, el Oberleutnant Bendt, incluso se sintió obligado a pedirle a Hitler que moderara su antisemitismo a fin de evitar posibles objeciones a las clases por provocar agitación antisemita. Aquello sucedió después de una lección de Hitler sobre el capitalismo en la que había «mencionado» la «cuestión judía». Es la primera mención de Hitler hablando en público de los judíos.
Dentro del grupo, y por supuesto a los ojos de su superior, el capitán Mayr, Hitler debió de granjearse fama de «experto» en la «cuestión judía». Cuando, en una carta fechada el 4 de septiembre de 1919, un antiguo participante de uno de los «cursos de instrucción», Adolf Gemlich de Ulm, le pidió a Mayr que le aclarara la «cuestión judía», especialmente en lo referente a las políticas del gobierno socialdemócrata, éste le remitió a Hitler (a quien evidentemente tenía en gran estima) para que le respondiese. La famosa respuesta de Hitler a Gemlich, fechada el 16 de septiembre de 1919, es su primera declaración escrita de la que se tiene constancia sobre la «cuestión judía». Escribió que el antisemitismo no se debía basar en la emoción, sino en «hechos», y el primero de ellos era que el judaísmo era una raza, no una religión. Continuaba diciendo que el antisemitismo emocional daría lugar a pogromos, pero que el antisemitismo basado en la «razón» debía conducir a la sistemática supresión de los derechos de los judíos. «Su objetivo final —concluía— debe ser, de una manera inquebrantable, la total eliminación de los judíos».
La carta a Gemlich revela por primera vez elementos clave de la Weltanschauung de Hitler, que a partir de aquel momento se mantendrían inalterados hasta sus últimos días en el búnker de Berlín: el antisemitismo basado en la teoría de la raza y la creación de un nacionalismo unificador basado en la necesidad de combatir el poder externo e interno de los judíos.
IV
Tras su éxito en Lechfeld, Hitler era claramente la mano derecha y el favorito de Mayr. Entre los deberes de los informantes asignados a Mayr se encontraba la vigilancia de cincuenta partidos políticos y organizaciones de Múnich que iban desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. En calidad de informante, Hitler fue enviado, el viernes 12 de septiembre de 1919, a recabar información sobre una asamblea del Partido Obrero Alemán en el Sterneckerbräu de Múnich. Lo acompañaban, al menos, dos antiguos camaradas de Lechfeld. El orador iba a ser el poeta y publicista völkisch Dietrich Eckart, pero estaba enfermo y Gottfried Feder tomó la palabra para hablar de la «ruptura de la esclavitud de los intereses». Hitler, según su propia versión, ya había oído aquella disertación antes, por lo que se dedicó a observar al propio partido, al que tenía por una «organización aburrida», que no se diferenciaba en nada de los muchos otros partidos pequeños que por aquel entonces brotaban en cada rincón de Múnich. Estaba a punto de marcharse cuando, en el debate posterior a la conferencia, un invitado, el profesor Baumann, atacó a Feder y habló en favor del separatismo bávaro. Ante aquello, Hitler intervino con tal vehemencia, que Baumann cogió su sombrero y se marchó totalmente abatido, «como un perro escaldado», mientras Hitler todavía seguía hablando. Al presidente del partido, Anton Drexler, le impresionó tanto la intervención de Hitler, que al final de la asamblea le puso en la mano un ejemplar de un folleto suyo, Mi despertar político, y le invitó a volver al cabo de unos días si estaba interesado en incorporarse al nuevo movimiento. Se dice que Drexler comentó: «¡Dios mío, menudo pico! Podría sernos útil». Según la propia versión de Hitler, leyó el panfleto de Drexler durante una noche de insomnio y le tocó la fibra al recordarle su propio «despertar político» doce años antes. No había transcurrido aún una semana desde que asistió a la asamblea cuando recibió una tarjeta postal en la que se le informaba de que había sido admitido como miembro del partido y debía asistir a una reunión algunos días más tarde para hablar del asunto. Hitler escribió que, aunque su primera reacción fue negativa (al parecer quería fundar su propio partido), le venció la curiosidad y acudió a la reunión con el reducido grupo dirigente, que se celebró, casi a oscuras, en el Altes Rosenbad, una miserable taberna en Herrenstraβe. Simpatizó con los objetivos políticos de los asistentes, pero le consternó —escribiría más adelante— encontrarse con una organización de miras tan estrechas, una «vida de club de la peor clase y especie», como la calificó. Tras varios días de dudas —añadía—, finalmente tomó la decisión de incorporarse. Lo que le convenció fue la idea de que una organización tan pequeña ofrecía «al individuo la posibilidad de desarrollar una actividad personal real» (es decir, la perspectiva de influir enseguida en ella y dominarla).
En la segunda mitad de septiembre Hitler se incorporó al Partido Obrero Alemán y le fue asignado el número de afiliado 555. Pese a lo que siempre sostuvo, no era el afiliado número 7. Como escribió Anton Drexler, el presidente del partido, en una carta dirigida a Hitler en enero de 1940 que nunca llegó a enviar:
Nadie sabe mejor que tú mismo, mi Führer, que nunca fuiste el séptimo afiliado del partido sino, como máximo, el séptimo miembro del comité, al que te pedí que te incorporaras como jefe de reclutamiento (Werbeobmann). Y hace varios años tuve que quejarme a una oficina del partido de que tu primer carnet de miembro del DAP […] estaba falsificado, que habían borrado el número 555 y habían puesto el número 7.
Como tantas otras cosas que Hitler cuenta en Mi lucha sobre sus primeros años de vida, su versión sobre cómo ingresó en el partido no se puede tomar en un sentido literal; fue inventada, como todo lo demás, para que contribuyera a crear la leyenda del Führer que ya se estaba cultivando. Y pese a que Hitler escribió que estuvo debatiéndose durante días entre afiliarse o no al DAP, puede que en última instancia la decisión no fuera suya. En una declaración que ha pasado bastante inadvertida, su jefe en el Reichswehr, el capitán Mayr, afirmaría más tarde que había ordenado a Hitler ingresar en el Partido Obrero Alemán para ayudar a impulsar su crecimiento. Con este fin —proseguía Mayr— se le proporcionaron fondos al principio (el equivalente aproximado de 20 marcos de oro semanales) y, en contra de la práctica habitual con los miembros del Reichswehr que se incorporaban a partidos políticos, se le permitió quedarse en el ejército. De este modo pudo combinar su paga del ejército con sus honorarios como orador hasta que fue licenciado el 31 de marzo de 1920. Y a diferencia de los demás dirigentes del DAP, que tenían que compaginar la política con sus trabajos normales, eso le permitió consagrar todo su tiempo a la propaganda política. Entonces, tras haber dejado el ejército y con la confianza reforzada por sus primeros triunfos como orador del DAP en las cervecerías de Múnich, estaba en condiciones de hacer lo que, desde que había destacado en el curso de antibolchevismo de la Universidad de Múnich y había trabajado con Mayr como propagandista e informante del Reichswehr, había surgido como una oportunidad profesional a su medida que vino a sustituir las fantasías de convertirse en un gran arquitecto y la realidad de retomar su vida como pintor de poca monta de escenas callejeras y monumentos turísticos. Sin la capacidad para «cazar talentos» del capitán Mayr, puede que jamás se hubiera oído hablar de Hitler. De hecho, aunque sólo fuera en las cervecerías, podía convertirse en un agitador político y un propagandista a tiempo completo. Podía ganarse la vida con la única cosa que sabía hacer bien: hablar.
La trayectoria desde Pasewalk hasta convertirse en el principal atractivo del DAP no estuvo determinada por un repentino reconocimiento de que su «misión» era salvar Alemania, ni por la fuerza de su personalidad, ni por un «triunfo de la voluntad». Se debió a las circunstancias, el oportunismo, la buena suerte y, en gran medida, el respaldo del ejército, representado por el importante apoyo de Mayr. Hitler no fue a la política; la política fue a él, en los cuarteles de Múnich. Tras destacar por su predisposición a denunciar a sus camaradas después de la Räterepublik su aportación se había limitado a utilizar un don excepcional para apelar a los bajos instintos de sus oyentes, primero en el campamento de Lechfeld y después en las cervecerías de Múnich, junto con un ojo avizor para aprovechar la menor oportunidad de promocionarse. Estas «cualidades» tendrían un enorme valor en los años siguientes.
V
Si el Reichswehr no hubiera «descubierto» su talento para la agitación nacionalista, Hitler seguramente se habría convertido de nuevo en un marginado, en un veterano de guerra amargado y con pocas posibilidades de promoción personal. Si no hubiera descubierto que podía «hablar», Hitler no habría sido capaz de contemplar la posibilidad de ganarse la vida con la política. Pero sin el clima político excepcional de la Alemania de posguerra y, en especial, sin las condiciones únicas de Baviera, Hitler no habría encontrado un público, su «talento» habría resultado inútil y habría pasado inadvertido, sus invectivas no habrían tenido eco y aquellas personas próximas a los círculos de poder, de quienes dependía, no se habrían mostrado tan dispuestas a prestarle su apoyo.
Cuando ingresó en el incipiente Partido Obrero Alemán en septiembre de 1919 todavía era, como él mismo diría, un «anónimo», un don nadie. En menos de tres años recibía centenares de cartas de adulación, se hablaba de él en los círculos nacionalistas como el Mussolini de Alemania e incluso se lo comparaba con Napoleón. Al cabo de poco más de cuatro años ya había adquirido notoriedad nacional, no sólo regional, como cabecilla de una tentativa de tomar el poder por la fuerza. Por supuesto, había fracasado miserablemente y su «carrera» política parecía haber llegado a su fin (y así debería haber sido). Pero ya era «alguien». La primera parte de la asombrosa ascensión de Hitler del anonimato a la celebridad data de aquellos años que pasó en Múnich, de los años de su aprendizaje político.
Es lógico suponer que este rápido ascenso, incluso a la categoría de celebridad provincial, se produjera como consecuencia de algunas cualidades personales extraordinarias. No cabe duda de que Hitler poseía facultades y cualidades que contribuirían a convertirlo en una fuerza política a tener en cuenta. Ignorarlas o menospreciarlas equivaldría a cometer los mismos errores que cometieron sus enemigos políticos al infravalorarlo, quienes lo ridiculizaban y lo consideraban un cero a la izquierda al servicio de intereses ajenos. Sin embargo, la personalidad y las capacidades de Hitler no bastan por sí solas para explicar la adulación que ya le prodigaba un número cada vez mayor de miembros del bando völkisch en 1922. Los orígenes de un culto al líder reflejaban más las mentalidades y expectativas que imperaban en algunos sectores de la sociedad alemana de la época de lo que lo hacían las cualidades especiales de Hitler. Y tampoco sus dotes como orador de masas, que era lo máximo que podía ofrecer en ese momento, habrían bastado por sí solas para elevarlo a una posición donde pudiera encabezar, aunque sólo fuera por unas horas (retrospectivamente, horas de puro melodrama, incluso farsa), un desafío al poder del Estado alemán. Para llegar tan lejos necesitaba benefactores influyentes.
Sin un cambio de las condiciones, producto de la derrota en la guerra, la revolución y un sentimiento generalizado de humillación nacional, Hitler habría seguido siendo un don nadie. Su principal talento, como llegaría a comprender a lo largo de 1919, era que en las circunstancias imperantes podía inspirar a un público que compartía sus opiniones políticas básicas con su forma de hablar, la fuerza de su retórica, el poder de sus prejuicios, la convicción que transmitía de que había una salida para la penosa situación de Alemania y que sólo el camino que él proponía conduciría al resurgimiento nacional. En otra época, en otro lugar, aquel mensaje habría sido ineficaz, incluso absurdo. De hecho, a principios de los años veinte la gran mayoría de los ciudadanos de Múnich, por no mencionar a una población más amplia para la que Hitler sólo era, de ser algo, un demagogo y un exaltado bávaro provinciano, no se sintió cautivada por él en absoluto. No obstante, en esa época y ese lugar el mensaje de Hitler captaba con exactitud el sentimiento incontenible de ira, temor, frustración, rencor y agresividad reprimida de las escandalosas reuniones en las cervecerías de Múnich. El estilo compulsivo de su oratoria le debía, a su vez, gran parte de su poder de persuasión a la fortaleza de su convicción, que combinaba con diagnósticos y remedios atractivos y simples para los problemas de Alemania.
Y, sobre todo, lo que Hitler hacía con más naturalidad era avivar el odio de otros desahogando con ellos el odio que tan profundamente había arraigado en él. Aun así, nunca antes había tenido el efecto que tuvo entonces, en las nuevas condiciones de posguerra. Lo que en el albergue para hombres de Viena, en los cafés de Múnich y en los cuarteles del regimiento en el frente se había tolerado, en el mejor de los casos, como una excentricidad, ahora resultaba ser la principal baza de Hitler. Esto por sí solo sugiere que lo que había cambiado sobre todo eran el medio y el contexto en que Hitler actuaba; que, en primer lugar, habría que tener menos en cuenta su propia personalidad que los motivos y actos de aquellos que llegarían a ser seguidores, admiradores y adeptos de Hitler, además de sus poderosos patrocinadores, para explicar su primera irrupción en el panorama político. Porque lo que es evidente (sin caer en el error de suponer que no era más que una marioneta de la «clase gobernante») es que Hitler habría seguido siendo una nulidad política sin el patrocinio y el respaldo que obtuvo de círculos influyentes de Baviera. Durante este periodo, Hitler rara vez fue dueño de su propio destino, si es que lo fue alguna vez. Las decisiones clave (asumir la dirección del partido en 1921, participar en el golpe de Estado en 1923) no fueron actos cuidadosamente planeados, sino desesperadas huidas hacia delante para guardar las apariencias, un comportamiento típico de Hitler hasta el final.
En aquellos primeros años Hitler destacó como propagandista, no como un ideólogo con un conjunto de ideas políticas únicas o especiales. No había nada nuevo, diferente, original o característico en las ideas que pregonaba por las cervecerías de Múnich. Eran moneda corriente entre los diferentes grupos y sectas völkisch y ya las habían propuesto, en lo esencial, los pangermanistas de preguerra. Lo que hizo Hitler fue divulgar ideas poco originales de una forma original. Expresaba las fobias, los prejuicios y el rencor como nadie más podía hacerlo. Otros podían decir lo mismo, pero sin causar la más mínima impresión. Contaba menos qué decía que cómo lo decía. Como sucedería a lo largo de toda su «carrera», lo importante era la presentación. Aprendió intencionadamente a causar impresión mediante su oratoria. Aprendió a inventar propaganda eficaz y a aprovechar al máximo la repercusión que tenía la elección de chivos expiatorios concretos. En otras palabras, aprendió que era capaz de movilizar a las masas. Para él, aquélla fue desde un principio la vía para alcanzar los objetivos políticos. La capacidad para convencerse a sí mismo de que sólo su sistema, y no otro, podía triunfar era la base de la convicción que transmitía a los demás. Y a la inversa, la respuesta del público de las cervecerías (y más tarde de los actos de masas) le proporcionaba la certidumbre, la confianza en sí mismo y la sensación de seguridad de las que carecía en aquel momento. Necesitaba la excitación orgásmica que sólo podían proporcionarle las masas extasiadas. La satisfacción que obtenía con la calurosa reacción y los exaltados aplausos de la multitud vociferante debía compensar el vacío de sus relaciones personales. Más aún, era una señal de su triunfo después de tres decenios en los que, aparte de lo orgulloso que estaba de su historial de guerra, carecía de logros destacables que estuvieran a la altura de su ego desmedido.
La simplicidad y la repetición eran dos elementos clave de su arsenal oratorio. Éste giraba en torno a los principios rectores esenciales y constantes de su mensaje: la nacionalización de las masas, la revocación de la gran «traición» de 1918, la destrucción de los enemigos internos de Alemania (sobre todo, la «eliminación» de los judíos) y la reconstrucción material y psicológica como requisito previo de la lucha exterior y la consecución del estatus de potencia mundial. Esta concepción del camino hacia la «salvación» y el resurgimiento de Alemania ya estaba parcialmente formulada, al menos en su fase embrionaria, cuando escribió la carta a Gemlich en septiembre de 1919. Sin embargo, quedaban por añadir algunos elementos importantes. La idea central de la búsqueda de un «espacio vital» en Europa oriental, por ejemplo, no fue totalmente incorporada hasta mediados de la década. Por lo tanto, hasta dos o tres años después del fracasado golpe de Estado no cuajaron sus ideas definitivamente para formar la característica Weltanschauung completa que a partir de entonces se mantendría inmutable.
Pero todo esto es adelantarse a los acontecimientos decisivos que determinarían el primer paso de la «carrera» política de Hitler como agitador de cervecería de un insignificante partido racista de Múnich y las circunstancias por las que llegó a dirigir ese partido.
VI
El público que comenzó a acudir en masa en 1919 y 1920 a escuchar los discursos de Hitler no estaba motivado por teorías refinadas. Lo que funcionaba con ellos eran las consignas sencillas que avivaban la ira, el resentimiento y el odio. Sin embargo, lo que les ofrecían en las cervecerías de Múnich era una versión vulgarizada de ideas que ya circulaban mucho más ampliamente. Hitler reconoció en Mi lucha que no había ninguna diferencia esencial entre las ideas del movimiento völkisch y las del nacionalsocialismo, y estaba poco interesado en aclarar o sistematizar dichas ideas. Por supuesto, tenía sus propias obsesiones: algunas nociones básicas que nunca lo abandonarían a partir de 1919 acabarían convirtiéndose en una «visión del mundo» completa a mediados de los años veinte y se transformarían en la fuerza impulsora de su «misión» para salvar Alemania. Pero para Hitler las ideas no tenían ningún interés como abstracciones. Para él eran importantes sólo como instrumentos de movilización. El logro de Hitler como orador fue, por tanto, convertirse en el principal divulgador de ideas que él no había inventado en absoluto y que servían a los intereses de otros tanto como a los suyos.
Cuando Hitler se afilió al Partido Obrero Alemán, éste era sólo uno más de los setenta y tres grupos völkisch de Alemania, la mayoría de ellos fundados tras el final de la guerra. Sólo en Múnich había por lo menos quince en 1920. Dentro del conjunto de ideas völkisch, la de un socialismo específicamente alemán o nacional, vinculado a un ataque contra el capitalismo «judío», había ido ganando terreno en la última fase de la guerra y había dado origen tanto al Partido Obrero Alemán de Drexler como al que pronto se convertiría en su acérrimo rival, el Partido Socialista Alemán (Deutschsozialistische Partei).
Ya durante la guerra, Múnich había sido un importante centro de agitación nacionalista contra el gobierno promovida por los pangermanistas, que hallaron un valioso distribuidor para su propaganda en la editorial de Julius F. Lehmann, famosa por la publicación de textos de medicina. Lehmann era miembro de la Sociedad Thule, un club völkisch al que pertenecían varios centenares de individuos adinerados, dirigido como una logia masónica y que había sido fundado en Múnich a finales de 1917 y principios de 1918 a partir de una organización de antes de la guerra, la Germanenorden, creada en Leipzig en 1912 para reunir a una serie de grupos y organizaciones antisemitas menores. La lista de miembros, que incluía, además de a Lehmann, al «especialista en economía» Gottfried Feder, el publicista Dietrich Eckart, el periodista y cofundador del DAP Karl Harrer y los jóvenes nacionalistas Hans Frank, Rudolf Hess y Alfred Rosenberg, parece un directorio de los primeros simpatizantes nazis y personajes destacados de Múnich. El pintoresco y acaudalado presidente de la Sociedad Thule, Rudolf Freiherr von Sebottendorff (un aventurero cosmopolita y autoproclamado aristócrata, que en realidad era el hijo de un maquinista ferroviario y había amasado su fortuna mediante turbios negocios en Turquía y un oportuno matrimonio con una rica heredera) garantizaba que las reuniones se pudieran celebrar en el mejor hotel de Múnich, el Vier Jahreszeiten, y proporcionó al movimiento völkisch de Múnich su propio periódico, el Münchener Beobachter (rebautizado en agosto de 1919 como Völkischer Beobachter y que acabarían comprando los nazis en diciembre de 1920). Fue en la Sociedad Thule donde, hacia finales de la guerra, surgió la iniciativa de tratar de influir a la clase obrera de Múnich. Esta tarea le fue encomendada a Karl Harrer, quien se puso en contacto con un cerrajero de los talleres ferroviarios, Anton Drexler. Drexler, al que habían declarado no apto para el servicio militar, había encontrado temporalmente en 1917, en el efímero pero importante Partido de la Patria, rabiosamente belicista, un lugar en el que expresar sus sentimientos nacionalistas y racistas. Entonces, en marzo de 1918, fundó el «Comité de los Trabajadores Libres por la Buena Paz» con el objeto de despertar entusiasmo por el esfuerzo bélico entre la clase obrera de Múnich. Combinaba su nacionalismo extremo con un anticapitalismo que abogaba por medidas draconianas contra usureros y especuladores. Harrer, un periodista deportivo del diario derechista Münchner-Augsburger Abendzeitung, convenció a Drexler y a varios otros para fundar el «círculo político obrero» (Politischer Arbeiterzirkel). El «círculo», un grupo que solía tener entre tres y siete miembros, se reunió periódicamente durante un año aproximadamente desde noviembre de 1918 para celebrar debates sobre temas nacionalistas y racistas (los judíos como enemigos de Alemania o la responsabilidad por la guerra y la derrota), que normalmente presentaba Harrer. Mientras Harrer prefería que el «club» völkisch fuera semisecreto, Drexler creía que la discusión de remedios para la salvación de Alemania en un grupo tan reducido tenía escaso valor y quería fundar un partido político. En diciembre propuso la creación de un «Partido Obrero Alemán» que estuviera «libre de judíos». La idea tuvo una buena acogida y el 5 de enero de 1919, durante una pequeña reunión (principalmente contactos de los talleres ferroviarios) en el Fürstenfelder Hof de Múnich, se fundó el Partido Obrero Alemán. Drexler fue elegido presidente de la sección de Múnich (la única que existía), mientras que a Harrer se le concedió el título honorífico de «presidente del Reich». Hasta que no hubo un ambiente más favorable, tras el aplastamiento de la Räterepublik, el partido recién creado no pudo celebrar sus primeros actos públicos. La asistencia era escasa. El 17 de mayo acudieron diez miembros, treinta y ocho cuando Dietrich Eckart habló en agosto y cuarenta y uno el 12 septiembre. Ésa fue la ocasión en que Hitler asistió por primera vez.
VII
La tendenciosa versión que Hitler ofrece en Mi lucha oscurece, más que aclara, el papel que desempeñó en el desarrollo temprano del Partido Obrero Alemán (posteriormente el NSDAP). Y, como sucede a lo largo de todo el libro, la versión de los hechos ofrecida por Hitler tiene como objeto, ante todo, enaltecer su propio papel al tiempo que denigra, resta importancia o simplemente ignora el de todos los demás participantes. Viene a ser la historia de un genio político que seguía su camino enfrentándose a la adversidad, un heroico triunfo de la voluntad. Él contaba que se había incorporado a una organización pequeña con ideas grandiosas pero sin esperanza alguna de ponerlas en práctica, y que él la había levantado sin ayuda de nadie hasta convertirla en una fuerza de primera magnitud que acudiría a salvar a Alemania de su lamentable situación. Descollando por encima de los principales dirigentes del partido, débiles y vacilantes, seguro de sí mismo y de que su poderosa visión iba a fructificar, demostrando que sus métodos eran eficaces, su grandeza (que era lo que pretendía ilustrar con su relato) ya era evidente incluso en los meses posteriores a su incorporación al movimiento. No cabía la menor duda de que reclamaba la supremacía del movimiento völkisch frente a todos los aspirantes.
Tras abordar los éxitos posteriores al conseguir aumentar el número de seguidores del partido, Hitler volvía al principio de la historia del partido en un pasaje posterior de Mi lucha en el que describía, de forma sorprendentemente breve y extraordinariamente vaga, cómo asumió la dirección del partido a mediados de 1921. Su sucinto resumen se limita a indicar que, tras varias intrigas contra él y después de que fracasara «la tentativa de un grupo de lunáticos völkisch» respaldados por el presidente del partido (Drexler) de hacerse con la dirección del partido, una asamblea general de los afiliados le entregó por unanimidad la jefatura de todo el movimiento. Su reorganización del movimiento el 1 de agosto de 1921 puso fin a la antigua forma, ineficaz y casi parlamentaria, de gestionar los asuntos del partido mediante un comité y a la democracia interna, y las sustituyó por el principio de liderazgo como base organizativa del partido. De este modo garantizaba su propia supremacía absoluta.
Parece que aquí, en la descripción de Mi lucha, está plasmado el momento en que Hitler descubrió su ambición de lograr el poder dictatorial en el movimiento, y posteriormente en el Estado alemán, que ya se podía apreciar en sus primeros conflictos con Harrer y Drexler, y en su rechazo del estilo democrático que regía al principio el funcionamiento interno del partido. La debilidad de los simples mortales, su incapacidad para ver la luz, la seguridad con la que él seguía su propio camino y la necesidad de seguir a un líder supremo, el único que podía asegurar el triunfo definitivo son, desde el principio, los temas principales. Así pues, la primera vez que reclamó la jefatura fue en las primeras etapas de su actividad dentro del partido. Esto, a su vez, sugiere que, ya desde un principio, era plenamente consciente de su talento político.
No es de extrañar, si se tiene en cuenta esta historia, que el enigma de Hitler sea profundo. El «don nadie de Viena», el cabo que ni siquiera ascendió a sargento, aparece con toda una nueva filosofía política, una estrategia para triunfar y acuciante deseo de dirigir su partido, y se ve a sí mismo como el gran líder futuro de Alemania. Por muy desconcertante y extraordinario que pueda parecer, la idea que subyace a la descripción que Hitler hace de sí mismo ha encontrado un sorprendente grado de aceptación. Pero, aunque no es del todo inexacta, exige hacer numerosas salvedades y matizaciones.
La ruptura con Karl Harrer no tardaría en producirse. Sin embargo, no era un temprano indicador de la infatigable lucha de Hitler por el poder dictatorial del movimiento. Ni tampoco se trataba simplemente de si el partido debía ser un movimiento de masas o una especie de grupo de debate völkisch cerrado. Varias organizaciones völkisch se enfrentaban por entonces al mismo problema de combinar el llamamiento a un público masivo con reuniones regulares de un selecto «círculo interno». Harrer se inclinaba firmemente por esto último, representado por el «círculo obrero» que controlaba él mismo, frente al «comité de trabajo» del partido, en el que simplemente era un miembro más. Pero Harrer estaba cada vez más aislado. Drexler estaba tan deseoso como Hitler de llevar el mensaje del partido a las masas. Más tarde afirmaría que fue él, y no Hitler, quien había propuesto hacer público el programa del partido en un acto en la Hofbräuhausfestsaal y que al principio Hitler se había mostrado escéptico sobre la posibilidad de llenar el local. Mientras Harrer dirigiera el partido mediante el control del «círculo obrero», seguiría sin resolverse el problema de hallar una estrategia propagandística más viable. Por tanto, era necesario realzar el papel del comité, cosa que Drexler y Hitler hicieron elaborando en diciembre un anteproyecto de reglamento que le confería toda la autoridad y descartaba cualquier «gobierno superior o paralelo, ya sea un círculo o una logia». Las normas preliminares, con la evidente impronta de Hitler, establecían que los miembros del comité y su presidente debían ser elegidos en una asamblea a puertas abiertas. Su unidad —proseguían— quedaría garantizada mediante la estricta adhesión al programa del partido (que Hitler y Drexler ya estaban preparando). El reglamento iba claramente dirigido contra Harrer, pero no estaba concebido como un peldaño en el camino de Hitler hacia la jefatura suprema del partido. Evidentemente, por aquel entonces no tenía en mente el control dictatorial del partido. Estaba dispuesto a aceptar la dirección compartida de un comité electo. Las decisiones de organizar actos de masas en los meses siguientes las tomó, según parece, el comité en su conjunto y las aprobaron la mayoría de los miembros, no sólo Hitler, aunque, una vez que se hubo ido Harrer y en vista del creciente éxito de Hitler a la hora de atraer a las multitudes a escuchar sus discursos, cuesta creer que hubiera la menor disensión. Al parecer, el único que se opuso a la celebración de un ambicioso acto de masas a principios de 1920 fue Harrer, y aceptó las consecuencias de su derrota dimitiendo. La enemistad personal también jugó un papel en este caso. Sorprendentemente, Harrer tenía en poca estima a Hitler como orador. Hitler, por su parte, despreciaba a Harrer.
En un principio, la celebración del primer acto de masas del partido estaba planeada para enero de 1920, pero tuvo que ser pospuesto debido a una prohibición general de celebrar actos públicos en vigor en aquella época. Se volvió a programar para el 24 de febrero en la Hofbräuhaus. La principal preocupación era que la asistencia fuera embarazosamente escasa. Ésa fue la razón por la que Drexler, que reconocía que ni él ni Hitler tenían una imagen pública, recurrió al doctor Johannes Dingfelder, que ni siquiera era miembro del partido pero era muy conocido en los círculos völkisch de Múnich, para que pronunciara el discurso principal. El nombre de Hitler ni siquiera figuraba en la publicidad. Ni tampoco había la menor indicación de que en ese acto se fuera a hacer público el programa del partido.
Los veinticinco puntos de aquel programa, que con el tiempo sería declarado «inalterable» aunque en la práctica sería ampliamente ignorado, habían sido formulados y redactados las semanas anteriores por Drexler y Hitler. Los puntos (entre ellos, las demandas de una Gran Alemania, de tierras y de colonias, discriminación de los judíos, a los que se debía negar la ciudadanía, ruptura de la «esclavitud de los intereses», confiscación de los beneficios de guerra, reforma agraria, protección de la clase media, persecución de los especuladores y una estricta regulación de la prensa) contenían poco o nada que fuera original o novedoso en la derecha völkisch. También se incluía la neutralidad religiosa a fin de evitar perder el apoyo de una gran parte de la población de Baviera que era practicante. «El bien común antes que el bien individual» era un cliché inobjetable. La exigencia de «un poder central fuerte» en el Reich y «la autoridad incondicional» de un «Parlamento central», aunque sin duda implicaban un gobierno autoritario y no pluralista, no permiten suponer que en aquel periodo Hitler se imaginara a sí mismo como el cabecilla de un régimen personalista. Hay algunas omisiones sorprendentes. No se mencionan ni el marxismo ni el bolchevismo. Se omite toda la cuestión de la agricultura, salvo una breve mención a la reforma agraria. No es posible aclarar del todo a quién corresponde la autoría del programa. Probablemente los puntos concretos procedían de varias fuentes, de varias personalidades destacadas del partido. El ataque contra la «esclavitud de los intereses» obviamente se inspiraba en el tema favorito de Gottfried Feder. La participación en los beneficios era una de las ideas predilectas de Drexler. El estilo contundente se parece al de Hitler. Como afirmaría más tarde, no cabe duda de que trabajó en su elaboración. Sin embargo, es probable que el autor principal fuera el propio Drexler. Drexler así lo afirmaba en una carta particular que escribió a Hitler (aunque no la envió) en enero de 1940. En aquella carta declaraba que «siguiendo todos los puntos básicos ya redactados por mí, Adolf Hitler elaboró conmigo, y con nadie más, los veinticinco puntos del nacionalsocialismo en largas noches en la cantina de los obreros en Burghausenerstraβe 6».
Pese a la preocupación por la asistencia al primer gran acto del partido, unas 2.000 personas (quizás una quinta parte de ellas adversarios socialistas) abarrotaron la Festsaal de la Hofbräuhaus el 24 de febrero, cuando Hitler inauguró el acto como presidente. El discurso de Dingfelder fue insípido. Definitivamente, no se parecía ni en el estilo ni en el tono a los de Hitler. No mencionó nunca la palabra «judío». Culpó del destino de Alemania al declive de la moralidad y la religión, y al auge de los valores materiales y el egoísmo. Su remedio para la recuperación eran «el orden, el trabajo y el sacrificio abnegado para salvar la patria». El discurso fue muy bien acogido y no sufrió interrupciones. El ambiente se animó de pronto cuando Hitler comenzó a hablar. Su tono era más duro, más agresivo y menos académico que el de Dingfelder. El lenguaje que empleó era expresivo, directo, rudo, vulgar (el que usaban y entendían la mayor parte de los asistentes), con frases breves y contundentes. Colmó de insultos a personalidades destacadas, como el principal político del Partido de Centro y ministro de Finanzas del Reich Matthias Erzberger (que había firmado el Armisticio en 1918 y defendía con firmeza la aceptación del detestado Tratado de Versalles el verano siguiente) o el capitalista de Múnich Isidor Bach, convencido de que se ganaría el entusiasta aplauso del público. Los ataques verbales contra los judíos desencadenaron nuevos vítores del público, mientras los ataques estridentes contra los especuladores desataron gritos de «¡Azotadlos! ¡Colgadlos!». Cuando procedió a leer el programa del partido, hubo muchos aplausos para puntos concretos, pero también hubo interrupciones de adversarios de la izquierda, que ya se habían empezado a inquietar, y el informe policial del acto hablaba de escenas de «gran tumulto, de modo que a menudo pensé que en cualquier momento se iba a producir una pelea». Hitler anunció, provocando salvas de aplausos, el que sería el lema del partido: «Nuestro lema es sólo la lucha. Seguiremos nuestro camino inquebrantablemente hasta alcanzar nuestro objetivo». El final de su discurso, cuando leyó una protesta contra una supuesta decisión de suministrar 40.000 quintales de harina a la comunidad judía, de nuevo causó un gran alboroto al que siguieron más abucheos de la oposición, con los asistentes de pie encima de las mesas y las sillas gritándose los unos a los otros. En el «debate» posterior intervinieron brevemente otras cuatro personas, dos de ellos adversarios. Los comentarios del último orador de que una dictadura de la derecha se encontraría con una dictadura de la izquierda fueron la señal para que se produjera una nueva algarada, en la que quedaron ahogadas las palabras de Hitler que clausuraban el acto. Unos 100 socialistas independientes y comunistas salieron de la Hofbräuhaus a las calles dando vivas a la Internacional y la Räterepublik y abucheando a los héroes de guerra Hindenburg y Ludendorff y a los nacionalistas alemanes. El acto no se había convertido exactamente en la «sala atestada de individuos unidos por una nueva convicción, una nueva fe, una nueva voluntad» que Hitler describiría más adelante.
Y cualquiera que hubiera leído los periódicos de Múnich en los días siguientes al mitin tampoco habría tenido la impresión de que se trataba de un hito que anunciaba la aparición de un nuevo y dinámico partido y de un nuevo héroe político. La reacción de la prensa fue comedida, por decirlo suavemente. Los periódicos centraron sus breves reseñas en el discurso de Dingfelder y prestaron poca atención a Hitler. Incluso el Völkischer Beobachter, que todavía no estaba controlado por el partido pero simpatizaba con él, fue sorprendentemente discreto. Informó sobre el acto en una única columna en las páginas interiores cuatro días más tarde.
Pese a su modesta repercusión inicial, ya era evidente que los actos de Hitler conllevaban trifulcas políticas. Incluso en el ambiente enrarecido de la política de Múnich, los grandes actos del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP), como se llamaría el movimiento a partir de entonces, eran algo diferente. Hitler quería, por encima de todo, que su partido fuera conocido. Y lo consiguió con rapidez. «No tiene la menor importancia que se rían de nosotros o nos insulten —escribió más tarde—, que nos representen como payasos o como criminales; lo importante es que nos mencionen, que se ocupen de nosotros una y otra vez». Observó los mítines aburridos y anodinos de los partidos burgueses, el efecto adormecedor de discursos leídos como si se tratara de conferencias académicas por ancianos y dignos caballeros. Recordaba con orgullo que los actos nazis, por el contrario, no eran pacíficos. Aprendió de la manera de organizarlos de la izquierda cómo orquestarlos, el valor que tenía la intimidación de los adversarios, las técnicas para interrumpir, cómo afrontar los disturbios. Los actos del NSDAP tenían como objetivo provocar enfrentamientos y, de ese modo, conseguir llamar la atención sobre el partido. Los carteles eran de un rojo intenso para incitar a asistir a la izquierda. A mediados de 1920 Hitler diseñó personalmente el emblema del partido con la esvástica en un círculo blanco sobre un fondo rojo, concebida para causar el mayor impacto visual posible. El resultado fue que las salas se llenaban mucho antes de que empezaran los actos y el número de adversarios presentes garantizaba que el ambiente fuera potencialmente explosivo. Para hacer frente a los disturbios, se creó una brigada de «protección de sala» a mediados de 1920, que en agosto de 1921 pasaría a ser la «sección de gimnasia y deportes» y con el tiempo se convertiría en las «tropas de asalto» (Sturmabteilung o SA).
Sólo Hitler podía atraer a multitudes al NSDAP. Ante el público de cervecería su estilo era electrizante. Mientras esperaba en su celda de Núremberg al verdugo, Hans Frank, el ex gobernador general de Polonia, recordó el momento, en enero de 1920, en que con sólo dieciocho años (aunque ya estaba comprometido con la causa völkisch) oyó hablar a Hitler por primera vez. La gran sala estaba llena a rebosar. Ciudadanos de clase media se codeaban con obreros, soldados y estudiantes. Ya fueran jóvenes o viejos, el estado de la nación abrumaba a la gente. La difícil situación de Alemania polarizaba las opiniones, pero dejaba a pocos indiferentes o apáticos. La asistencia era masiva en la mayoría de los actos. Pero a Frank (joven, idealista, fervientemente antimarxista y nacionalista) los oradores solían decepcionarle, tenían poco que ofrecer. Hitler, en marcado contraste, le entusiasmaba.
El hombre al que estaría unido el destino de Hans Frank durante el cuarto de siglo siguiente vestía un traje azul raído y llevaba el nudo de la corbata flojo. Hablaba con claridad, en un tono apasionado pero no estridente, con sus ojos azules chispeantes y echándose de vez en cuando el pelo hacia atrás con la mano derecha. La primera impresión de Frank fue que Hitler era totalmente sincero, que las palabras le brotaban del corazón y no eran un mero recurso retórico. «En aquella época era simplemente el imponente orador popular sin precedentes y, para mí, incomparable», escribió Frank.
Me impresionó mucho desde el primer momento. Era totalmente diferente de lo que se podía oír en otros actos políticos. Tenía un método totalmente claro y simple. Cogió el tema más destacado del día, el Diktat de Versalles y planteó las preguntas más importantes de todas: ¿qué sucede ahora, pueblo alemán? ¿Cuál es la verdadera situación? ¿Qué es lo único posible ahora? Habló durante más de dos horas y media, interrumpido a menudo por frenéticas salvas de aplausos, y uno podría haberle escuchado durante mucho, mucho más tiempo. Todo brotaba del corazón y nos tocaba a todos la fibra sensible […]. Cuando terminó, los aplausos no cesaban […]. A partir de esa tarde, aunque no era miembro del partido, quedé convencido de que, si algún hombre era capaz de dirigir el destino de Alemania, ése era Hitler.
Pese al patetismo de estos comentarios, dan fe de la capacidad instintiva de Hitler, que lo distinguía de otros oradores que transmitían un mensaje similar, para hablar en el lenguaje de sus oyentes y para incitarlos mediante la pasión y (por muy extraño que pueda parecernos ahora) la aparente sinceridad de su idealismo.
El aumento de público señalaba el creciente éxito de Hitler y su fama cada vez mayor como orador estrella del partido. A finales de 1920 ya había intervenido en más de treinta actos políticos (la mayoría con un público de entre 800 y 2.500 asistentes) y había hablado en muchas reuniones internas del partido, más pequeñas. A principios de febrero de 1921 hablaría en el mitin más concurrido hasta la fecha: más de 6.000 personas en el Zircus Krone, el local con mayor capacidad de Múnich. Hasta mediados de 1921 habló sobre todo en Múnich, donde la propaganda y la organización de los actos públicos garantizaban una asistencia satisfactoria y donde estaba asegurado un ambiente propicio. Pero, sin contar los discursos que pronunció durante una visita de dos semanas a Austria a principios de octubre, dio diez discursos fuera de la ciudad en 1920, incluido uno en Rosenheim, donde se acababa de formar el primer grupo local del partido fuera de Múnich. Fue en gran medida debido al prestigio público de Hitler el que el número de afiliados del partido aumentara espectacularmente de 190 en enero de 1920 a 2.000 a finales de año y 3.300 en agosto de 1921. Se estaba volviendo rápidamente indispensable para el partido.
VIII
Hitler hablaba a partir de una notas preliminares, básicamente una serie de apuntes breves con las palabras clave subrayadas. Sus discursos, por regla general, duraban unas dos horas o algo más. En la Festsaal de la Hofbräuhaus utilizaba como tarima una mesa de cerveza colocada en uno de los largos lados de la sala para estar en medio del público, una técnica novedosa para un orador que ayudaba a crear lo que Hitler consideraba que era la atmósfera especial de aquella sala. Los temas de sus discursos variaban poco: el contraste entre la fortaleza de Alemania en un glorioso pasado y la debilidad y la humillación nacional en aquel momento: un estado enfermo en manos de traidores y cobardes que habían vendido la patria a sus poderosos enemigos; las razones del hundimiento en una guerra perdida que habían desencadenado esos enemigos y, detrás de ellos, los judíos; la traición y la revolución instigadas por criminales y judíos; las intenciones de los ingleses y los franceses de destruir Alemania, como demostraba el Tratado de Versalles: la «paz de la vergüenza», el instrumento de la esclavitud de Alemania; la explotación de los alemanes corrientes por estafadores y especuladores judíos; un gobierno tramposo y corrupto y un sistema de partidos responsable de la miseria económica, la división social, el conflicto político y el derrumbe ético; la única forma de recuperación era la contenida en los puntos del programa del partido: enfrentamiento implacable con los enemigos internos y fortalecimiento de la conciencia y la unidad nacionales, que conducirían a un vigor renovado y el restablecimiento futuro de la grandeza. La combinación de la tradicional hostilidad bávara hacia los prusianos y la experiencia de la Räterepublik de Múnich garantizaba que los reiterados ataques de Hitler contra el gobierno «marxista» de Berlín fueran acogidos con una respuesta entusiasta entre la todavía pequeña minoría de la población local que asistía a sus mítines.
Aunque Hitler apelaba básicamente a sentimientos negativos (ira, resentimiento, odio), también había un elemento «positivo» en el remedio que proponía para los males que denunciaba. Aunque tópico, el llamamiento a restaurar la libertad mediante la unidad nacional, la necesidad de que colaboraran «los que trabajan con el cerebro y los que trabajan con las manos», la armonía social de una «comunidad nacional» y la protección del «hombre pequeño» aplastando a sus explotadores eran, a juzgar por los aplausos que invariablemente provocaban, propuestas que tenían un atractivo innegable para el público de Hitler. Y la propia pasión y el fervor de Hitler transmitían eficazmente el mensaje (a quienes ya estaban predispuestos) de que no había ningún otro camino posible; de que podía producirse el resurgimiento de Alemania y se iba a producir; y de que estaba en manos de los alemanes corrientes hacerlo posible a través de su propia lucha, su sacrificio y su voluntad. El efecto se parecía más al de un acto religioso evangelista que al de un acto político normal.
Pese a que Hitler se mantenía siempre al día en lo que respecta a encontrar objetivos fáciles en la vida política diaria de la república en crisis, sus temas principales eran tediosamente repetitivos. En realidad, algunos temas que a menudo se han considerado parte integrante de la ideología supuestamente inmutable de Hitler no aparecen en esta etapa. Por ejemplo, no mencionó una sola vez la necesidad de «espacio vital» (Lebensraum) en Europa oriental. Gran Bretaña y Francia eran en aquel momento los objetivos de la política exterior. De hecho, Hitler anotó en los apuntes de uno de sus discursos, en agosto de 1920, la expresión «hermandad hacia el este». Y tampoco reclamaba una dictadura. Sólo la pide en un discurso de 1920, del 27 de abril, en el que Hitler afirmaba que Alemania necesitaba un «dictador que sea un genio» si quería volver a levantarse. No había la menor insinuación de que esa persona fuera él mismo. También es sorprendente que no arremetiera de forma directa contra el marxismo hasta su discurso de Rosenheim el 21 de julio de 1920 (aunque antes había hablado en varias ocasiones de los catastróficos efectos del bolchevismo en Rusia, del que culpaba a los judíos). Y, curiosamente, incluso la teoría de la raza, para la que Hitler tomó muchas de sus ideas de famosos tratados antisemitas como los de Houston Stewart Chamberlain, Adolf Wahrmund y, sobre todo, el archidivulgador Theodor Fritsch (una de cuyas obsesiones era los supuestos abusos sexuales contra las mujeres cometidos por judíos), a lo largo de 1920 sólo la abordó explícitamente en un discurso.
Sin embargo, eso no significaba que Hitler se olvidara de atacar a los judíos. Al contrario: la corrosiva y maníaca obsesión con los judíos a la que todo lo demás estaba subordinado (imperceptible antes de 1919 y siempre presente a partir de entonces) impregna casi todos los discursos de Hitler de esa época. Detrás de cualquier mal que aquejara o amenazara a Alemania se hallaba la figura del judío. Y arremetía contra ellos en un discurso tras otro con el lenguaje más malicioso y brutal imaginable.
Hitler sostenía que el auténtico socialismo exigía ser antisemita. Los alemanes debían estar dispuestos a sellar un pacto con el diablo para erradicar el mal del judaísmo. Pero, como en su carta a Gemlich del otoño anterior, no creía que la respuesta fuera el antisemitismo emocional. Pedía el internamiento en campos de concentración para impedir que los «judíos debilitaran a nuestro pueblo», ahorcar a los timadores, pero, en último término y como única solución posible (similar a la de la carta a Gemlich), la «eliminación de los judíos de nuestro pueblo». Lo que se pedía implícitamente, como en sus explícitas peticiones acerca de los Ostjuden (normalmente refugiados pobres que huían de la persecución en Europa oriental), era su expulsión de Alemania. Sin duda, así era como se interpretaba. Pero el propio lenguaje era terrible y, en los símiles biológicos, implícitamente genocida. «No creáis que podéis combatir la tuberculosis racial —declaró en agosto de 1920— sin aseguraros de que el pueblo esté libre del órgano que la causa. La influencia del judaísmo nunca desaparecerá, ni cesará el envenenamiento del pueblo, mientras el agente causal, el judío, no sea eliminado de entre nosotros».
A su público le entusiasmaba. Estos ataques provocaban, más que otra cosa, salvas de aplausos y vítores. Su técnica (que consistía en empezar poco a poco, con sarcasmo, profiriendo ataques personales contra objetivos con nombres y apellidos para después, en un crescendo gradual, alcanzar el clímax) hacía enloquecer al público. Su discurso en la Festsaal de la Hofbräuhaus el 13 de agosto de 1920 sobre «¿Por qué somos antisemitas?» (el único discurso que pronunció ese año dedicado exclusivamente a los judíos y concebido probablemente para que fuera una declaración básica sobre el tema) fue interrumpido cincuenta y ocho veces durante las dos horas que duró por aclamaciones cada vez más entusiastas de los 2.000 asistentes. Según un informe sobre otro discurso que Hitler pronunció algunas semanas después, el público estaba formado principalmente por oficinistas, la clase media baja y trabajadores más acomodados; una cuarta parte, aproximadamente, eran mujeres.
Al principio, las diatribas antisemitas de Hitler estaban invariablemente ligadas al anticapitalismo y los ataques contra los especuladores de la guerra y los timadores «judíos», a los que culpaba de aprovecharse del pueblo alemán y de ser los causantes de la derrota en la guerra y de la muerte de alemanes durante la misma. Es posible apreciar la influencia de Gottfried Feder en la distinción que Hitler establecía entre «capital industrial» fundamentalmente productivo y el verdadero mal del «capital financiero judío».
En esa etapa no establecía ningún vínculo con el marxismo o el bolchevismo. Al contrario de lo que a veces se afirma, el antisemitismo de Hitler no estaba motivado por su antibolchevismo, sino que lo precedió por mucho tiempo. No mencionaba en ningún momento el bolchevismo en la carta a Gemlich de septiembre de 1919, donde la «cuestión judía» se relaciona con la naturaleza rapaz del capital financiero. Hitler habló en abril de 1920, y volvió a hacerlo en junio, de que Rusia estaba siendo destruida por los judíos, pero hasta el discurso que pronunció en Rosenheim el 21 de julio no vinculó explícitamente las imágenes del marxismo, el bolchevismo y el sistema soviético de Rusia con la brutalidad del dominio judío, para el que creía que la socialdemocracia estaba preparando el terreno en Alemania. Hitler admitió en agosto de 1920 que sabía poco acerca de la verdadera situación de Rusia. Pero, quizás influido principalmente por Alfred Rosenberg, que procedía del Báltico y había vivido la revolución rusa en persona, aunque probablemente también influido por las imágenes del horror de la guerra civil rusa que se iban filtrando a la prensa alemana, pasó claramente a preocuparse por la Rusia bolchevique en la segunda mitad del año. Es probable que la difusión de los Protocolos de los sabios de Sión, la falsificación sobre la dominación judía del mundo, muy leída y en la que generalmente se creía en los círculos antisemitas de la época, también contribuyera a que Hitler prestara atención a Rusia. Aquellas imágenes parecen haber sido el catalizador para que fusionara el antisemitismo y el antimarxismo en su «visión del mundo», una identidad que, una vez forjada, no desaparecería nunca.
IX
Los discursos de Hitler le situaron en el mapa político de Múnich, pero seguía siendo ante todo un fenómeno local y, por mucho ruido que hiciera, su partido era todavía insignificante en comparación con los partidos socialistas y católicos consolidados. Además, aunque sea exagerado considerarlo un mero instrumento de poderosos intereses creados «entre bastidores», sin patrocinadores influyentes y sin los «contactos» que podían proporcionarle, sus dotes como agitador de masas no habrían llegado muy lejos.
Aunque Hitler ya había confesado su intención de ganarse la vida como orador político, lo cierto es que siguió percibiendo la paga del ejército hasta el 31 de marzo de 1920. Su primer padrino, el capitán Mayr, seguía interesándose mucho por él y, si hemos de creer su posterior versión de los hechos, contribuía modestamente a financiar la organización de mítines. En aquella época, Hitler todavía era miembro del partido y del ejército simultáneamente. Mayr había encargado a «Herr Hitler» que impartiera en enero y febrero de 1920 unas charlas sobre «Versalles» y «Los partidos políticos y su relevancia» en compañía de los prestigiosos historiadores de Múnich Karl Alexander von Müller y Paul Joachimsen a soldados del Reichswehr que estaban recibiendo unos «cursos de educación ciudadana». En marzo, durante el golpe de Kapp, un efímero golpe armado que intentó derrocar al gobierno y le obligó a huir de la capital del Reich, Mayr envió a Hitler a Berlín con Dietrich Eckart para informar a Wolfgang Kapp sobre la situación en Baviera. Llegaron demasiado tarde. La primera tentativa de la derecha de apoderarse del Estado ya había fracasado. Pero Mayr no se dejó intimidar y mantuvo tanto el contacto con Kapp como su interés por Hitler. Como le dijo a Kapp seis meses más tarde, todavía albergaba esperanzas de que el NSDAP (al que consideraba su propia creación) se convirtiera en la «organización del radicalismo nacional», la punta de lanza de un futuro golpe con más éxito. Escribió a Kapp, que por aquel entonces estaba exiliado en Suecia:
El partido obrero nacional debe proporcionar la base para la potente fuerza de asalto que estamos esperando. El programa todavía es algo tosco y puede que también incompleto. Tendremos que completarlo. Sólo una cosa es cierta: que bajo este estandarte ya hemos captado a un buen número de seguidores. Desde julio del año pasado he estado procurando […] fortalecer el movimiento […] He preparado a gente joven muy competente. Un tal Herr Hitler, por ejemplo, se ha convertido en una fuerza motriz y en un orador de masas de primera categoría. En la sección de Múnich contamos con más de 2.000 miembros, frente a los menos de 100 que teníamos en el verano de 1919.
A principios de 1920, antes de que Hitler abandonara el Reichswehr, Mayr le llevó a reuniones de los oficiales nacionalistas radicales del club «Puño de Hierro» que había fundado el capitán Ernst Röhm. Mayr había presentado a Röhm y Hitler probablemente el otoño anterior. Röhm, que estaba interesado en varios partidos nacionalistas, sobre todo con el objetivo de atraer a los trabajadores a la causa nacionalista, había asistido al primer acto del DAP en el que había hablado Hitler, el 16 de octubre de 1919, y se había afiliado al partido poco después. Hitler empezó a mantener una relación mucho más estrecha con Röhm, quien pronto reemplazó a Mayr como vínculo clave con el Reichswehr. Röhm había sido el responsable de armar a los voluntarios y las unidades de «defensa civil» (Einwohnerwehr) de Baviera y mientras tanto se había ido convirtiendo en un importante actor de la escena política paramilitar, con excelentes contactos en el ejército, las «asociaciones patrióticas» y toda la derecha völkisch. De hecho, al igual que otros oficiales de la derecha, en esa época estaba mucho más interesado en las enormes Einwohnerwehren, que contaban con más de un cuarto de millón de miembros, que en el pequeño NSDAP. A pesar de ello, aportó el contacto clave entre el NSDAP y las «asociaciones patrióticas», mucho mayores, y ofreció vías de financiación que el partido, con constantes problemas económicos, necesitaba desesperadamente. Sus contactos resultaron tener un valor inestimable, sobre todo a partir de 1921, cuando aumentó su interés por el partido de Hitler.
Otro importante padrino durante aquella época fue el poeta y publicista völkisch Dietrich Eckart. Eckart, más de veinte años mayor que Hitler, se había hecho famoso con una adaptación al alemán de Peer Gynt y no había tenido antes de la guerra demasiado éxito como poeta y crítico. Posiblemente fue esto lo que estimuló su intenso antisemitismo. En diciembre de 1918 comenzó a participar activamente en política con la publicación del semanario antisemita Auf gut Deutsch (En buen alemán), que también publicaba colaboraciones de Gottfried Feder y el joven refugiado del Báltico Alfred Rosenberg. En el verano de 1919 habló en concentraciones del DAP, antes de que Hitler se afiliara, y era evidente que empezaba a considerar al nuevo miembro del partido su protegido. A Hitler le halagaba que le dispensara tanta atención una personalidad con la reputación de Eckart en los círculos völkisch. Durante los primeros años las relaciones entre los dos fueron buenas, estrechas incluso. Pero para Hitler, como siempre, lo que contaba era la utilidad que podía tener Eckart. A medida que el engreimiento de Hitler aumentaba, menos necesidad tenía de Eckart y para 1923, el año en que murió Eckart, se habían distanciado bastante.
Sin embargo, no cabe duda de lo valioso que fue Eckart al principio para Hitler y el NSDAP. A través de sus acaudalados contactos, Eckart facilitó al demagogo de cervecería el acceso a la «sociedad» de Múnich, abriéndole las puertas de los salones de los adinerados e influyentes miembros de la burguesía de la ciudad. Y gracias a su apoyo financiero y el de sus contactos, pudo ofrecer una ayuda vital a aquel pequeño partido en apuros económicos. Como las cuotas de los afiliados no cubrían ni siquiera los gastos mínimos, el partido dependía de la ayuda que recibía del exterior. Parte de esa ayuda procedía de los dueños de empresas y negocios de Múnich, y seguía llegando alguna aportación del Reichswehr, pero el papel de Eckart era crucial. Por ejemplo, también consiguió fondos de su amigo el doctor Gottfried Grandel, un químico y dueño de una fábrica de Augsburgo que también financiaba la revista Auf gut Deutsch, para pagar el avión en el que viajaron a Berlín él y Hitler durante el golpe de Kapp. Más tarde, Grandel avaló el préstamo con el que se compró el Völkischer Beobachter para convertirlo en el periódico del partido en diciembre de 1920.
En 1921 Hitler ya era el NSDAP para el público de Múnich; era su voz, su figura representativa, su personificación. Si se les hubiera preguntado el nombre del presidente del partido, quizá hasta ciudadanos informados políticamente habrían dado una respuesta incorrecta. Pero Hitler no aspiraba a la presidencia. Drexler se la ofreció en varias ocasiones y Hitler siempre la había rechazado. Drexler escribió a Feder en la primavera de 1921 declarando que «todo movimiento revolucionario debe estar encabezado por un dictador y, por lo tanto, también considero a nuestro Hitler el más adecuado para nuestro movimiento, aunque no deseo que se me aparte a un lado». Pero para Hitler la presidencia del partido significaba responsabilidad organizativa y él no tenía ni aptitud ni capacidad para las cuestiones organizativas, lo que no cambiaría ni durante su ascenso al poder ni mientras gobernó el Estado alemán. Podía dejar en manos de otros la organización. Lo que se le daba bien era la propaganda y la movilización de las masas y eso era lo que quería hacer. Ésa era la única responsabilidad que estaba dispuesto a asumir. Para Hitler, la propaganda era la forma más elevada de actividad política.
Según la concepción del propio Hitler, la propaganda era la clave de la nacionalización de las masas, sin la cual no podría haber salvación nacional. Para él, la propaganda y la ideología no eran dos cosas diferentes; eran inseparables y se reforzaban mutuamente. Para Hitler, una idea era inútil si no movilizaba. La seguridad en sí mismo que le proporcionaba la entusiasta acogida de sus discursos le convenció de que su diagnóstico de los males que aquejaban a Alemania y del camino hacia la redención nacional era el correcto, e incluso el único posible. Esto, a su vez, le proporcionaba la fe en sí mismo que transmitía a los demás, tanto a los que pertenecían a su entorno más inmediato como a aquellos que escuchaban sus discursos en las cervecerías. Por tanto, para Hitler verse a sí mismo como el «tambor» de la causa nacional era una vocación elevada. Por eso antes de mediados de 1921 prefería tener libertad para desempeñar su papel y no verse abrumado por el trabajo organizativo que asociaba con la presidencia del partido.
El sentimiento de indignación que afloró en toda Alemania por la punitiva suma de 226.000 millones de marcos de oro que el país debía pagar en concepto de reparaciones de guerra, impuesta por la Conferencia de París a finales de enero de 1921, garantizaba que la agitación no remitiera. En ese contexto fue en el que se celebró la mayor concentración que el NSDAP había organizado hasta la fecha, el 3 de febrero en el Zircus Krone. Hitler se arriesgó a seguir adelante con el acto, organizado con sólo un día de antelación y sin la publicidad previa habitual. Reservaron la enorme sala a toda prisa y alquilaron dos camiones para que recorrieran la ciudad repartiendo panfletos. Se trataba de otra técnica tomada de los «marxistas» y aquélla fue la primera vez que la utilizaron los nazis. Pese a estar preocupados hasta el último momento por que la sala estuviera medio vacía y el acto acabara siendo un fracaso propagandístico, acudieron más de seis mil personas a escuchar a Hitler, que habló sobre «Futuro o ruina», denunció la «esclavitud» impuesta a los alemanes por las reparaciones de los aliados y censuró duramente la debilidad del gobierno por haberlas aceptado.
Hitler escribió que, tras el éxito en el Zircus Krone, se intensificaron aún más las actividades propagandísticas del NSDAP en Múnich. Y lo cierto es que la producción de propaganda era impresionante. Hitler habló en veintiocho grandes actos en Múnich y en doce en otros lugares (casi todos todavía en Baviera), además de participar en varios «debates» y pronunciar siete discursos ante las recién formadas SA en la última parte del año. Entre enero y junio también escribió treinta y nueve artículos para el Völkischer Beobachter y desde septiembre en adelante redactó varios textos para las circulares internas del partido. Naturalmente, tenía tiempo para dedicarse exclusivamente a la propaganda. A diferencia de los demás miembros de la dirección del partido, no tenía ninguna otra ocupación ni ningún otro interés.
La política consumía prácticamente toda su existencia. Cuando no estaba pronunciando discursos o preparándolos, se pasaba el tiempo leyendo. Como siempre, lo que más leía eran los periódicos, que le proporcionaban con frecuencia munición para fustigar a los políticos de Weimar. En las estanterías de su mísera y escasamente amueblada habitación del número 41 de Thierschstraβe, junto al Isar, tenía libros, muchos de ellos ediciones populares, de historia, geografía, mitología germánica y, sobre todo, de guerra (incluido Clausewitz). Pero resulta imposible saber qué es lo que leía exactamente. Su estilo de vida no le permitía dedicar largos periodos de tiempo a la lectura sistemática. Sin embargo, afirmaba que había leído sobre su héroe, Federico el Grande, y que se había abalanzado inmediatamente después de su publicación en 1921 sobre la obra de su rival en el bando völkisch, Otto Dickel, un tratado de 320 páginas titulado Die Auferstehung des Abendlandes (La resurrección del mundo occidental), para poder criticarla.
Por lo demás, como venía sucediendo desde su estancia en Viena, pasaba gran parte del tiempo holgazaneando en los cafés de Múnich. Le gustaba especialmente el café Heck, en la Galerienstraβe, su favorito. Se sentaba de espaldas a la pared en una mesa que tenía reservada en un tranquilo rincón de la larga y estrecha sala de aquel café, frecuentado por la sólida clase media de Múnich, y se rodeaba de los nuevos amigos que había captado para el NSDAP. Entre quienes llegarían a formar parte del círculo íntimo de colegas de Hitler estaban el joven estudiante Rudolf Hess, y los báltico-alemanes Alfred Rosenberg (que trabajaba en la revista de Eckart desde 1919) y Max Erwin von Scheubner-Richter (un ingeniero con excelentes contactos con refugiados rusos ricos). De hecho, cuando a finales de 1922 le conoció Putzi Hanfstaengl, un medio estadounidense refinado que sería su jefe de prensa extranjera, Hitler tenía reservada una mesa todos los lunes por la tarde en el anticuado café Neumaier, junto al Viktualienmarkt. Sus acompañantes habituales formaban un grupo de lo más variopinto: la mayoría eran de clase media baja y había entre ellos algunos personajes indeseables. Uno de ellos era Christian Weber, un antiguo vendedor de caballos que, al igual que Hitler, siempre llevaba una fusta y a quien le encantaban las peleas con los comunistas. Otro era Hermann Esser, ex encargado de prensa de Mayr, él mismo un agitador excelente y un periodista sensacionalista aún mejor. También solía estar allí Max Amann, otro matón, el antiguo sargento de Hitler que se convertiría en el amo y señor del imperio periodístico nazi, lo mismo que Ulrich Graf, el guardaespaldas personal de Hitler, y frecuentemente los «filósofos» del partido, Gottfried Feder y Dietrich Eckart. En aquella larga sala, con sus hileras de bancos y mesas a menudo ocupadas por parejas de ancianos, la camarilla de Hitler solía discutir de política o escuchar sus monólogos sobre arte y arquitectura mientras comían los aperitivos que habían llevado consigo y bebían litros de cerveza o tazas de café. Al final de la tarde, Weber, Amann, Graf y el teniente Klintzsch, un veterano paramilitar que había participado en el golpe de Kapp, hacían las veces de guardaespaldas y escoltaban a Hitler (que llevaba el abrigo largo y el sombrero que «le daban el aspecto de un conspirador») de vuelta a su apartamento en Thierschstraβe.
Hitler no tenía ni mucho menos la imagen de un político convencional. No resulta sorprendente que la clase dirigente bávara lo mirara mayoritariamente con desprecio. Sin embargo, no podía ignorarlo. El anticuado y monárquico jefe del gobierno bávaro, el primer ministro Gustav Ritter von Kahr, que había asumido el cargo el 16 de marzo de 1920 tras el golpe de Kapp y pretendía convertir Baviera en una «isla de orden» que representara los auténticos valores nacionales, pensaba que Hitler no era más que un propagandista. Era un juicio nada injustificado en aquella época. Pero Kahr tenía mucho interés en agrupar a las «fuerzas nacionales» de Baviera para protestar contra la «política de cumplimiento» de Wirth, el canciller del Reich. Y estaba seguro de que podría utilizar a Hitler, de que podría controlar al «impetuoso austríaco». El 14 de mayo de 1921 invitó a una delegación del NSDAP encabezada por Hitler a debatir con él la situación política. Era la primera vez que se reunían los dos hombres, cuyo objetivo común de destruir la democracia de Weimar habría de unirlos, aunque fugazmente, en el desafortunado golpe de noviembre de 1923. Fue una relación llena de altibajos que terminaría con el asesinato de Kahr a finales de junio de 1934 en la «Noche de los Cuchillos Largos». Independientemente del desprecio que Kahr sintiera por Hitler, su invitación a reunirse con él en mayo de 1921 equivalía al reconocimiento de que se había convertido en un factor de la política bávara y era prueba de que había que tomarles en serio tanto a él como a su movimiento.
También formaba parte de la delegación Rudolf Hess, que todavía estaba estudiando en Múnich bajo la tutela del profesor de geopolítica Karl Haushofer, un hombre introvertido e idealista que ya estaba obsesionado con Hitler. Tres días más tarde, sin que Hitler se lo pidiera y de manera espontánea, escribió una larga carta a Kahr en la que le describía los primeros años de vida de Hitler y elogiaba sus objetivos, ideales y aptitudes políticas. Decía que Hitler era «un tipo excepcionalmente decente y sincero, lleno de bondad, religioso y un buen católico», que sólo tenía un propósito: «el bien de su país». Hess seguía ensalzando la abnegación de Hitler en aquella causa y el hecho de que no recibiera ni un penique del propio movimiento, sino que se ganara la vida exclusivamente con los honorarios que percibía por otros discursos que pronunciaba de vez en cuando.
Aquélla era la línea oficial que el propio Hitler había expuesto el mes de septiembre anterior en el Völkischer Beobachter. Era totalmente falsa. Sostenía que sólo en contadas ocasiones había pronunciado discursos en concentraciones nacionalistas que no fueran del NSDAP. Lo cierto es que, por sí solos, los honorarios percibidos por esos discursos no le habrían bastado para sobrevivir. La izquierda se apresuró a propagar rumores sobre sus ingresos y su estilo de vida. Incluso en la derecha völkisch había quienes comentaban que Hitler circulaba por Múnich en un gran coche con chófer y sus enemigos dentro del partido planteaban preguntas sobre irregularidades en sus finanzas personales y el tiempo que el «rey de Múnich» pasaba dándose la gran vida y retozando con mujeres, incluso con mujeres que fumaban cigarrillos. En realidad, Hitler era especialmente susceptible cuando se trataba de su situación financiera. En diciembre de 1921, durante un juicio por difamación contra el socialista Münchener Post, repitió que se había negado a cobrar nada por los sesenta y cinco discursos que había pronunciado en Múnich para el partido. Pero reconoció que algunos miembros del partido «le proporcionaban un modesto sustento» y que «en ocasiones» le invitaban a comer. Una de las personas que velaban por él era la primera «Hitler-Mutti», Frau Hermine Hoffmann, la anciana viuda de un director de colegio, que convidaba incesantemente a Hitler a pasteles y convirtió durante un tiempo su casa de Solln, en las afueras de Múnich, en una especie de sede extraoficial del partido. Poco más tarde, el empleado de la Reichsbahn Theodor Lauböck (fundador de la sección de Rosenheim del NSDAP, aunque posteriormente lo destinaron a Múnich) y su mujer se ocuparon del bienestar de Hitler. Además, se podía contar con ellos para que hospedaran a invitados importantes del partido. En realidad, el mísero alojamiento que Hitler tenía alquilado en Thierschstraβe y la raída ropa que vestía no reflejaban el hecho de que, incluso en aquella época, no faltaban miembros acaudalados del partido que le respaldaran. Cuando en 1922-1923 fueron en aumento tanto el partido como su propia reputación, fue capaz de conseguir nuevos patrocinadores ricos entre la alta sociedad de Múnich.
X
A pesar de todo, el partido andaba siempre escaso de dinero. Fue en junio de 1921, durante un viaje de Hitler a Berlín (en compañía del hombre con los contactos, Dietrich Eckart) para tratar de buscar financiación para el renqueante Völkischer Beobachter, cuando se desencadenó la crisis que culminaría con el ascenso de Hitler a la jefatura del partido.
Las circunstancias estuvieron determinadas por los intentos de fusionar el NSDAP con el Partido Socialista Alemán rival, el DSP. Si se tienen en cuenta los programas de los dos partidos völkisch, pese a algunas diferencias de tono, ambos tenían más cosas en común de las que los separaban. Y el DSP contaba con un número de seguidores en el norte de Alemania del que carecía el Partido Nazi, que seguía siendo poco más que un pequeño partido local. Por tanto, no cabe duda de que había razones para unir fuerzas. Las conversaciones sobre una posible fusión habían comenzado el mes de agosto anterior en un congreso celebrado en Salzburgo, al que asistió Hitler, de partidos nacionalsocialistas de Alemania, Austria, Checoslovaquia y Polonia. Desde esa fecha hasta abril de 1921, los dirigentes del DSP hicieron varias tentativas de acercamiento. En una reunión celebrada a finales de marzo en Zeitz, en Turingia, Drexler (en quien probablemente había delegado el NSDAP, aunque sin duda sin la aprobación de Hitler) incluso acordó propuestas preliminares para una fusión y, lo que era anatema para Hitler, el traslado de la sede del partido a Berlín. Hitler reaccionó con furia a las concesiones de Drexler, amenazó con abandonar el partido y consiguió invalidar, «en medio de una ira inconcebible», el acuerdo alcanzado en Zeitz. Las negociaciones con el DSP acabaron fracasando en una reunión que se celebró en Múnich a mediados de abril en medio de tensiones y con Hitler hecho una furia. En el DSP no tenían la menor duda de que Hitler, el «fanático aspirante a pez gordo», a quien el éxito se le había subido a la cabeza, era el único responsable del obstruccionismo del NSDAP. Hitler, que desdeñaba cualquier idea de aplicar un programa político concreto y sólo estaba interesado en la agitación y la movilización, se había opuesto categóricamente desde el principio a cualquier posible fusión. Para Hitler, las similitudes programáticas eran irrelevantes. No estaba de acuerdo con la forma en que el DSP se había apresurado a crear numerosas secciones sin unas bases sólidas, de forma que el partido estaba «en todas partes y en ninguna», y tampoco con que estuviera dispuesto a recurrir a tácticas parlamentarias. Pero el verdadero motivo era otro: cualquier tipo de fusión habría amenazado su supremacía en el NSDAP, un partido pequeño pero firmemente unido.
Aunque hasta el momento se había evitado la fusión con el DSP, mientras se encontraba en Berlín surgió, desde el punto de vista de Hitler, una amenaza aún mayor. El doctor Otto Dickel, que en marzo de 1921 había fundado en Augsburgo otra organización völkisch, la Deutsche Werkgemeinschaft, causó cierto revuelo en el ámbito völkisch con su libro Die Auferstehung des Abendlandes (La resurrección del mundo occidental). Las especulaciones místicas völkisch de Dickel no eran del agrado de Hitler, por lo que no resulta sorprendente que provocaran su desprecio y su airado rechazo. Pero algunas de las ideas de Dickel (la creación de una comunidad sin clases mediante la renovación nacional, combatir la «dominación judía» mediante la lucha contra «la esclavitud de los intereses») guardaban innegables similitudes con las ideas del NSDAP y del DSP. Y Dickel, no menos que Hitler, tenía la convicción de un misionero, y además también era un orador público dinámico y popular. A raíz de la publicación de su libro, que fue elogiado en el Völkischer Beobachter, lo invitaron a Múnich y, estando Hitler ausente en Berlín, tuvo un enorme éxito ante el numeroso público que llenó a rebosar uno de los lugares predilectos de Hitler, la Hofbräuhaus. Se organizaron otros actos para que hablara Dickel. Los dirigentes del NSDAP estaban encantados de haber encontrado a un segundo «orador excepcional con un toque popular».
Mientras tanto, Hitler seguía en Berlín. El 1 de julio no apareció en una reunión con un representante del DSP para impulsar las conversaciones sobre la fusión y no regresó a Baviera hasta diez días más tarde. Evidentemente, por aquel entonces todavía no se había enterado de la alarmante noticia de que una delegación de dirigentes del NSDAP iba a mantener allí conversaciones con Dickel y con representantes de las secciones de Augsburgo y Núremberg del Deutsche Werkgemeinschaft. Se presentó allí antes de que llegaran los delegados del NSDAP, fuera de sí de rabia y amenazando a los representantes de Augsburgo y Núremberg con impedir cualquier fusión. Pero cuando por fin aparecieron los miembros de su partido, su furia incontrolada se transformó en un hosco silencio. Durante tres horas Dickel hizo propuestas para formar una confederación libre de las diferentes organizaciones y recomendaciones para mejorar el programa del NSDAP, lo que hizo que Hitler perdiera los estribos en numerosas ocasiones hasta que, incapaz de soportar aquello por más tiempo, se marchó airado de la reunión.
Si Hitler esperaba que sus rabietas fueran a convencer a sus colegas para que abandonaran las negociaciones, se equivocaba. Estaban avergonzados de su conducta e impresionados por lo que Dickel tenía que ofrecer. Incluso Dietrich Eckart pensó que Hitler se había comportado mal. Se aceptó que el programa del partido necesitaba correcciones y que Hitler, que era «solamente un hombre», no estaba en condiciones de hacerlo. Acordaron llevar las propuestas de Dickel a Múnich y presentarlas ante el comité del partido en pleno.
Furioso e indignado, Hitler dimitió del partido el 11 de julio. Tres días después escribió una carta al comité en la que justificaba su decisión aduciendo que los representantes de Augsburgo habían incumplido los estatutos del partido y habían actuado en contra de los deseos de sus miembros al entregar el movimiento a un hombre cuyas ideas eran incompatibles con las del NSDAP. «Ya no quiero ni puedo ser miembro de un movimiento como éste», declaró. Hitler había dimitido «para siempre» de su cargo en el comité del partido en diciembre de 1920. Como hemos señalado, amenazó con dimitir una vez más tras la conferencia de Zeitz, a finales de marzo de 1921. Los histrionismos de prima donna eran parte integral de la forma de ser de Hitler y seguirían siéndolo. Siempre sería el mismo: sólo conocía los argumentos de «todo o nada», no había nada intermedio, ninguna posibilidad de alcanzar un compromiso. Siempre en una posición maximalista, sin ninguna otra salida, se jugaba el todo por el todo. Y si no podía salirse con la suya, se cogía un berrinche y amenazaba con marcharse. Cuando estuvo en el poder, años más tarde, a veces orquestaba un arrebato de ira premeditado como táctica de intimidación. Pero normalmente sus rabietas eran una señal de frustración, incluso de desesperación, no de fuerza. Ése habría de ser el caso en varias crisis futuras y lo fue en aquella ocasión. La dimisión no era una maniobra cuidadosamente planeada para aprovechar su posición de estrella del partido y chantajear al comité para obligarlo a doblegarse a su voluntad. Era una expresión de furia y frustración por no haberse salido con la suya. La amenaza de dimisión había funcionado anteriormente, tras la conferencia de Zeitz, y ahora estaba arriesgando de nuevo su único as en la manga. El fracaso habría significado la fusión del partido en la «Liga de Occidente» planeada por Dickel y no habría dejado a Hitler más opción que fundar otro partido y empezar de nuevo, algo que según parece consideró. No faltaban quienes se habrían alegrado, pese a su utilidad como agitador, de librarse de alguien tan problemático y egocéntrico. Y la perspectiva de ampliar el partido que representaba la fusión con la organización de Dickel suponía una compensación nada desdeñable.
Pero la pérdida de su única estrella habría supuesto un importante golpe, quizá fatal, para el NSDAP. La marcha de Hitler habría dividido al partido y, al final, ésa fue la consideración decisiva. Le pidieron a Dietrich Eckart que interviniera y el 13 de julio Drexler averiguó en qué condiciones estaría dispuesto a volver Hitler. Fue una capitulación total de la jefatura. Todas las condiciones de Hitler estaban motivadas por los conflictos recientes en el partido. Sus principales exigencias (que debía aceptar una asamblea extraordinaria de miembros del partido) eran las siguientes: el «cargo de presidente con poderes dictatoriales», se debía establecer de una vez por todas la sede del partido en Múnich, se debía considerar el programa del partido inviolable y se debía poner fin a cualquier intento de fusión. Todas las exigencias se centraban en afianzar la posición de Hitler en el partido frente a cualquier desafío futuro. Al día siguiente, el comité del partido puso de manifiesto su disposición a conferirle «poderes dictatoriales», en reconocimiento a su «inmenso conocimiento», los servicios prestados al movimiento y su «extraordinario talento como orador», y se alegraba de su decisión de asumir la presidencia del partido, tras haber rechazado en el pasado los ofrecimientos de Drexler. Hitler volvió a incorporarse al partido el 26 de julio como afiliado número 3.680.
Ni siquiera entonces se puso fin totalmente al conflicto. Aunque el 26 de julio Hitler y Drexler mostraron públicamente su camaradería en una asamblea de miembros del partido, los adversarios de Hitler en la dirección lograron expulsar del partido a su secuaz Hermann Esser, hicieron carteles criticando a Hitler e imprimieron tres mil ejemplares de un panfleto anónimo en el que le acusaban, con las palabras más insultantes, de ser el agente de unas siniestras fuerzas que intentaban perjudicar al partido. Pero Hitler, que una vez más había demostrado de un modo espectacular lo irreemplazable que era como orador en un mitin celebrado el 20 de julio en el Zircus Krone que se llenó hasta la bandera, estaba ahora al mando. Ya no cabía ninguna duda. Hitler había triunfado. El 29 de julio se defendió a sí mismo y a Esser y atacó a sus adversarios ante los 554 militantes que asistieron al congreso extraordinario del partido en la Festsaal de la Hofbräuhaus y recibió un atronador aplauso. Se jactó de no haber buscado nunca cargos en el partido y de haber rechazado la presidencia en varias ocasiones. Pero esta vez estaba dispuesto a aceptarla. Los nuevos estatutos del partido, que Hitler se había visto obligado a redactar a toda prisa, confirmaban en tres lugares diferentes que el presidente era el único responsable de las acciones del partido (y sólo debía responder ante la asamblea de miembros). Sólo hubo un voto en contra de que se concedieran a Hitler nuevos poderes dictatoriales sobre el partido. Se aceptó su presidencia por unanimidad.
El Völkischer Beobachter afirmaba que había que reformar los estatutos del partido para impedir cualquier tentativa futura de disipar las energías del partido mediante la toma de decisiones por mayoría. Era el primer paso para transformar el NSDAP en un partido de un nuevo tipo, un «partido del Führer». Esta medida no se tomó gracias a una meticulosa planificación, sino a la reacción de Hitler ante unos acontecimientos que estaban escapando a su control. El posterior ataque de Rudolf Hess a los adversarios de Hitler en el Völkischer Beobachter no sólo contenía las primeras semillas de la posterior conversión de Hitler en un héroe, sino que también ponía al descubierto la base inicial en la que descansaba. «¿Es que acaso sois incapaces de ver —escribió Hess— que este hombre es el caudillo capaz de llevar solo a buen término la lucha? ¿Acaso pensáis que las masas se apiñarían en el Zircus Krone si no fuera por él?».