6
EL SURGIMIENTO DEL LÍDER
I
El año en el que el espectro de Hitler debió haber desaparecido para siempre fue, por el contrario (aunque difícilmente se podía ver con claridad en aquel momento), el de la génesis de su posterior preeminencia absoluta en el movimiento völkisch y su ascenso a la jefatura suprema. A posteriori, se puede considerar 1924 el año en el que, como el fénix que resurge de sus cenizas, Hitler pudo iniciar su ascenso desde las ruinas del movimiento völkisch, roto y fragmentado, hasta acabar erigiéndose en el líder absoluto, con un dominio total, sobre un Partido Nazi reformado, mucho más fuerte desde el punto de vista organizativo y con una mayor cohesión interna.
Nada podría haber demostrado con mayor claridad hasta qué punto era indispensable Hitler para la derecha völkisch que los trece meses que estuvo en prisión: el «periodo sin líder» del movimiento. Con Hitler fuera de escena y, desde junio de 1924, retirado de la política para concentrarse en la escritura de Mi lucha, el movimiento völkisch se enzarzó en disputas entre facciones y en luchas intestinas. Por cortesía de la justicia bávara, se había permitido a Hitler utilizar la sala del tribunal para presentarse como el héroe de la derecha por su papel en el putsch. Individuos y grupos rivales se vieron obligados a ratificar la autoridad de Hitler y respaldar sus actos. Pero, en su ausencia, esto no bastaba para garantizar el éxito. Además, a menudo Hitler era incoherente, contradictorio o confuso cuando expresaba sus opiniones sobre los acontecimientos. Era imposible ignorar su reivindicación de liderazgo y tampoco se discutía. Sin embargo, cualquier pretensión de ejercer un liderazgo exclusivo sólo contaba con el apoyo de una minoría dentro del movimiento völkisch. Mientras Hitler no fuera capaz de influir directamente en el curso de los acontecimientos, el reducido núcleo de sus seguidores acérrimos estaría marginado en gran medida, incluso en el seno de la derecha völkisch, con cuyos sus miembros estaban a menudo enfrentados entre sí y divididos en cuanto a cuestiones tácticas, estratégicas e ideológicas. Cuando salió en libertad en diciembre de 1924, las elecciones al Reichstag de aquel mes habían reflejado un catastrófico descenso del apoyo al movimiento völkisch, que había quedado reducido a poco más que un grupo de sectas nacionalistas y racistas desunidas en el sector más extremista del espectro político.
Hitler, justo antes de su arresto el 11 de noviembre de 1923, había puesto al mando, durante su ausencia, del partido ilegalizado a Alfred Rosenberg, director del Völkischer Beobachter, que contaría con la ayuda de Esser, Streicher y Amann. Los orígenes de Rosenberg, como los de varios nazis destacados (entre ellos, Hess, Scheubner-Richter y el propio Hitler), no se encontraban dentro de las fronteras del Reich alemán. Nacido en el seno de una acomodada familia burguesa de Reval (hoy Tallin), Estonia, el autoproclamado «filósofo» del partido, un hombre introvertido, dogmático pero torpe, arrogante y distante, era uno de los dirigentes nazis menos carismáticos y populares, y sólo era capaz de poner de acuerdo a los demás peces gordos del partido en la profunda aversión que suscitaba en ellos. Su falta de dotes de mando era más que evidente, por lo que no era un candidato obvio y se sorprendió tanto como los demás cuando fue elegido por Hitler. Es posible, como se suele suponer, que fuera precisamente la falta de dotes de mando de Rosenberg lo que hizo que Hitler lo eligiera. Cuesta imaginar un rival de Hitler con menos posibilidades. Pero eso sería presuponer que Hitler, en el traumático periodo posterior al golpe fallido, era capaz de urdir planes lúcidos y maquiavélicos, que preveía lo que iba a suceder y que realmente quería y esperaba que su movimiento se desmoronara durante su ausencia. Una explicación más verosímil es que tomara una decisión precipitada y equivocada, al encontrarse bajo presión y en un estado de ánimo depresivo, cuando confió los asuntos del partido a un miembro de su camarilla de Múnich cuya lealtad estaba fuera de toda duda. En realidad, Rosenberg era uno de los pocos dirigentes del movimiento que seguía disponible. Scheubner-Richter había muerto. Otros se habían dispersado durante la agitación que siguió al putsch o habían sido detenidos. Aunque es difícil que Hitler pudiera saberlo, los tres lugartenientes de confianza que había nombrado para ayudar a Rosenberg estaban temporalmente fuera de circulación. Esser había huido a Austria, Amann estaba en la cárcel y Streicher se ocupaba de otros asuntos en Núremberg. Es probable que Rosenberg sólo fuera la opción menos mala elegida precipitadamente.
El 1 de enero de 1924, Rosenberg fundó la Großdeutsche Volksgemeinschaft (GVG, «Gran Comunidad Nacional Alemana»), con la intención de que sustituyera al NSDAP mientras siguiera vigente su ilegalización. Para el verano, ya habían sustituido a Rosenberg y la GVG estaba bajo control de Hermann Esser (que había vuelto en mayo de su exilio en Austria) y de Julius Streicher. Pero las personalidades rudas, la conducta ofensiva y los métodos torpes de Esser y Streicher no hicieron más que distanciar a muchos seguidores de Hitler. En cualquier caso, no todos los partidarios de Hitler, ni mucho menos, se habían incorporado a la GVG. Gregor Strasser, por ejemplo, un farmacéutico de Landshut que en el periodo posterior al golpe fallido llegaría a convertirse en el personaje más importante del partido después de Hitler, se incorporó al Deutschvölkische Freiheitspartei (DVFP), una organización völkisch rival dirigida por Albrecht Graefe, antiguo miembro del conservador DNVP, que tenía su feudo en Mecklenburg y la sede en Berlín.
Los conflictos no se hicieron esperar tras el ingreso de Hitler en prisión. La proscripción afectó menos al DVFP que al NSDAP. A diferencia del caos que reinaba en el movimiento de Hitler, Graefe y otros dirigentes del DVFP todavía tenían libertad para controlar una organización que seguía funcionando en gran medida. Y aunque los dirigentes del DVFP alabaron la actuación de Hitler en el golpe con la intención de captar a sus seguidores, en realidad estaban deseando sacar partido de la situación y consolidar su propia supremacía. El que los líderes del DVFP propugnaran la participación del movimiento völkisch en las elecciones no hacía más que agravar el conflicto. La decisión de adoptar una estrategia parlamentaria distanció a muchos nazis y topó con la vehemente oposición de los intransigentes miembros del NSDAP del norte de Alemania. Su portavoz, Ludolf Haase, el jefe de la sección de Gotinga, era cada vez más crítico con la autoridad de Rosenberg y deseaba, ante todo, impedir que el control del NSDAP del norte de Alemania cayera en manos de Graefe.
Los grupos völkisch que estaban dispuestos, aunque fuera de mala gana, a entrar en el Parlamento para estar algún día en condiciones de destruirlo, decidieron concertar alianzas electorales que les permitieran concurrir a la serie de elecciones regionales (Landtag) que comenzaron en febrero y a las elecciones al Reichstag del 4 de mayo de 1924, las primeras de las dos que se celebrarían aquel año. Hitler estaba en contra de aquella estrategia, pero su oposición no sirvió de nada. Siguieron adelante con la decisión de participar. Y los resultados parecían darles la razón. En las elecciones al Landtag de Mecklenburg-Schwerin, el feudo de Graefe, el DVFP obtuvo 13 de los 64 escaños. Y el 6 de abril, en las elecciones al Landtag bávaro, el Völkischer Block, como se denominó allí la alianza electoral, obtuvo el 17 por ciento de los votos.
Al parecer, los resultados de las elecciones al Reichstag ayudaron a convencer a Hitler de que la táctica parlamentaria, si se empleaba de forma pragmática y decidida, prometía reportar beneficios. El voto völkisch, reforzado por la publicidad y el desenlace del juicio contra Hitler, había resistido bien, con un resultado del 6,5 por ciento de los votos y treinta y dos escaños en el Reichstag. Los resultados en el territorio de Graefe en Mecklenburg (20,8 por ciento) y en Baviera (16 por ciento) fueron especialmente buenos. Sin embargo, el hecho de que sólo diez de los miembros völkisch del Reichstag fueran del NSDAP y veintidós fueran del DVFP daba una idea de la relativa debilidad de lo que quedaba del movimiento de Hitler en aquel momento.
En la primera de las dos visitas que hizo a Landsberg en mayo, Ludendorff, que tenía numerosos contactos en el norte de Alemania pese a que su residencia permanente estaba cerca de Múnich, aprovechó el momento para tratar de convencer a Hitler de que aceptase que se fusionaran las fracciones del NSDAP y el DVFP en el Reichstag y en la segunda visita llegó a proponerle que se unificaran totalmente los dos partidos. Hitler se mostró esquivo. En principio aceptó, pero estipuló una serie de condiciones previas que era necesario discutir con Graefe. Una de ellas resultó ser que había que establecer la sede del movimiento en Múnich. Hitler estaba en apuros porque, a pesar de que siempre había propugnado una identidad independiente y única para el NSDAP, tras el triunfo electoral del Völkischer Block corría el riesgo de que una postura tan intransigente no le resultara demasiado atractiva a sus seguidores. Además, el DVFP era el partido más fuerte de los dos, como se había demostrado en las elecciones, y en general se consideraba a Ludendorff la principal figura del movimiento völkisch.
No es de sorprender que algunos nazis del norte de Alemania estuvieran confusos y albergaran dudas sobre la postura de Hitler acerca de una posible fusión. En una carta del 14 de junio, Haase, el líder nazi de Gotinga, le pedía a Hitler que confirmara si se oponía a la fusión de los dos partidos. Hitler respondió dos días más tarde negando haber rechazado una fusión y diciendo que simplemente había estipulado una serie de condiciones previas para dar ese paso. Reconoció que muchos partidarios nazis estaban en contra de una fusión con el DVFP y señaló que éste había dejado claro que rechazaba a algunos miembros de la vieja guardia del partido. En aquellas circunstancias —proseguía—, ya no podía ni intervenir ni aceptar responsabilidades. Por eso había decidido retirarse de la política hasta que pudiera volver a ejercer el mando adecuadamente. Se negó a permitir que se utilizara su nombre en lo sucesivo para apoyar cualquier postura política y pidió que no le enviaran más cartas de contenido político.
El 7 de julio Hitler anunció en la prensa su decisión de retirarse de la política. Pidió a sus seguidores que no le hicieran más visitas a Landsberg, una petición que se vio obligado a reiterar un mes más tarde. Las razones que exponía en el comunicado de prensa eran la imposibilidad de aceptar la responsabilidad práctica de lo que sucediera mientras él estuviera en Landsberg, «un agotamiento general» y la necesidad de concentrarse en la escritura de su libro (el primer volumen de Mi lucha). Un factor añadido nada insignificante, como destacó la prensa de la oposición, era el miedo de Hitler a hacer nada que pudiera poner en peligro sus posibilidades de obtener la libertad condicional, que le podrían conceder a partir del 1 de octubre. Su retirada no era una estrategia maquiavélica para agravar la división que ya se estaba produciendo, incrementar la confusión y, de ese modo, fortalecer su imagen como símbolo de unidad. Ése fue el resultado, no la causa, un resultado que, en junio de 1924, no era posible prever con claridad. Hitler actuaba desde la debilidad, no desde la fuerza. Le estaban presionando desde todos los frentes para que adoptara una postura sobre el creciente cisma. Su ambigüedad decepcionaba a sus seguidores. Sin embargo, cualquier postura que hubiera podido adoptar le habría hecho perder el apoyo de una de las partes. Esa decisión de no decidir era característica de Hitler.
La frustración de Hitler también se vio agravada porque, pese a desaprobarla terminantemente, era incapaz de poner freno a la decisión de Röhm de crear una organización paramilitar de ámbito nacional llamada Frontbann. Al no poder disuadir a Röhm (que ya había salido en libertad condicional el 1 de abril, una vez anulada por buena conducta la irrisoria condena a quince meses de cárcel que le había sido impuesta por su participación en el golpe), Hitler terminó la última reunión que mantuvieron antes de abandonar Landsberg, el 17 de junio, diciéndole que, tras haber abandonado la jefatura del movimiento nacionalsocialista, no quería oír una sola palabra más del Frontbann. Sin embargo, Röhm simplemente ignoró a Hitler y siguió adelante con sus planes, recurriendo a Ludendorff en busca de patrocinio y protección.
La tan cacareada conferencia de Weimar, celebrada entre el 15 y el 17 de agosto con objeto de cimentar la fusión organizativa del NSDAP y el DVFP, dio como único resultado una unidad muy superficial con la proclamación del nuevo Movimiento Nacionalsocialista de la Libertad (Nationalsozialistische Freiheitsbewegung, NSFB). A finales del verano, la fragmentación del NSDAP, y del movimiento völkisch en general, estaba aumentando en lugar de disminuir, pese a lo mucho que se hablaba de una fusión y de unidad. Sólo la posición de Hitler se estaba fortaleciendo considerablemente como consecuencia de aquella guerra interna del partido.
A medida que el verano iba tocando a su fin para dar paso al otoño y después se fue acercando el invierno, las divisiones en el seno del movimiento völkisch se fueron agravando todavía más. Desde el punto de vista del NSFB, la unidad era imposible sin Hitler, dada su continua negativa a comprometerse públicamente con una organización unificada. En Baviera, la disputa völkisch en torno a las figuras de Esser y Streicher se tradujo en una ruptura abierta. El 26 de octubre, el Völkischer Block decidió incorporarse al NSFB para crear una organización unificada y concurrir a las próximas elecciones. Con ello aceptaba la jefatura del NSFB del Reich. Gregor Strasser, el portavoz del Völkischer Block, abrigaba la esperanza de que la Großdeutsche Volksgemeinschaft también se uniera al NSFB, pero al mismo tiempo censuraba abiertamente a sus dirigentes, Esser y Streicher. La respuesta de Esser en una carta a todas las organizaciones que integraban la GVG, un duro ataque contra los dirigentes del Völkischer Block que incluía una alusión indirecta a Ludendorff por su respaldo a la postura del Block, ratificaba la posición que mantenían los leales de Múnich: «El único hombre que tiene derecho a excluir a alguien que ha luchado durante cuatro años por su cargo en el Movimiento de los Nacionalsocialistas es única y exclusivamente Adolf Hitler». Pero la bravata de Esser, y los insolentes ataques de Streicher, apoyados por el nacionalsocialista de Turingia, Artur Dinter, no podían ocultar la brusca decadencia de la GVG.
Las elecciones al Reichstag que se celebraron el 7 de diciembre demostraron lo irrelevantes que eran las constantes disputas internas del movimiento völkisch en la configuración del conjunto de la política alemana. El NSFB sólo obtuvo el 3 por ciento de los votos. Había perdido más de un millón de votos en comparación con la demostración de fuerza del movimiento völkisch en las elecciones de mayo. Su representación en el Reichstag pasó de 32 a 14 escaños, de los que sólo cuatro eran nacionalsocialistas. Fueron unos resultados desastrosos, pero del agrado de Hitler. La política völkisch se había hundido en su ausencia y eso había conferido fuerza a su reivindicación de la jefatura. Los resultados de las elecciones también tenían la ventaja de hacer creer al gobierno bávaro que el peligro de la extrema derecha era cosa del pasado. Ya no parecía que hubiera necesidad de preocuparse demasiado porque Hitler saliera en libertad de Landsberg, algo que sus seguidores habían estado exigiendo desde octubre.
Sólo la parcialidad política puede explicar la decisión de la judicatura bávara de insistir en una pronta excarcelación de Hitler, pese a la razonada oposición de la policía de Múnich y de la fiscalía del Estado. El 20 de diciembre, a las doce y cuarto, Hitler fue puesto en libertad. Según los cálculos que figuraban en un documento de los archivos de la fiscalía, aún le quedaban por cumplir tres años, trescientos treinta y tres días, veintiuna horas y cincuenta minutos de su breve condena. La historia habría tomado un rumbo diferente si le hubieran obligado a cumplirla.
Los funcionarios de la prisión, que simpatizaban todos ellos con Hitler, se reunieron para brindar en una emotiva despedida a su famoso preso. Hitler se detuvo para las fotografías junto a las puertas de la vieja ciudad fortificada, metiéndole prisa a su fotógrafo, Heinrich Hoffmann, debido al frío, y después se marchó. En menos de dos horas ya estaba de vuelta en su apartamento en la Thierschstraße de Múnich, donde lo recibieron sus amigos con guirnaldas de flores y su perro Wolf estuvo a punto de tirarle al suelo. Hitler diría más tarde que no sabía qué hacer en su primera tarde en libertad. En cuanto a la política, al principio se siguió manteniendo evasivo en público. Necesitaba hacer balance de la situación en vista de los meses de luchas intestinas dentro del movimiento völkisch. Y sobre todo necesitaba acordar con las autoridades bávaras las condiciones de su reincorporación a la política y asegurarse de que se levantaba la prohibición del NSDAP. Ahora que estaba en libertad, podía dedicarse a preparar en serio la nueva puesta en marcha del partido.
II
Hitler le contó a Hans Frank que «Landsberg fue su universidad pagada por el Estado». Decía que allí leyó todo cuanto pudo conseguir: Nietzsche, Houston Stewart Chamberlain, Ranke, Treitschke, Marx, Gedanken und Erinnerungen (Pensamientos y recuerdos), de Bismarck, y las memorias de guerra de generales y estadistas alemanes y aliados. Aparte de dedicarlos a atender a las visitas y responder la correspondencia (cosas que no le ocupaban mucho tiempo cuando dejó de participar públicamente en la política aquel verano), los largos días de inactividad forzosa en Landsberg eran perfectos para la lectura y la reflexión. Pero la lectura y la reflexión de Hitler no tenían nada de académicas. Es indudable que leyó mucho. Sin embargo, la lectura tenía para él una finalidad puramente práctica. No leía para adquirir conocimientos o sabiduría, sino para confirmar sus propias ideas preconcebidas. Y encontró lo que buscaba. Como le comentó a Hans Frank, el especialista en cuestiones jurídicas del partido que acabaría siendo gobernador general de la Polonia ocupada, gracias a la lectura en Landsberg, «corroboré que mis ideas eran correctas».
Frank declararía, sentado en su celda en Núremberg años más tarde, que el año 1924 fue un punto de inflexión en la vida de Hitler. Era una exageración. Landsberg, más que un punto de inflexión, fue un periodo en el que Hitler consolidó en su interior y racionalizó para sí la «visión del mundo» que había estado elaborando desde 1919 y había modificado, en algunos aspectos importantes, a lo largo de un año aproximadamente antes del putsch. Mientras el movimiento nazi se desmoronaba en su ausencia, y con mucho tiempo disponible al estar alejado del ajetreo de la política activa, difícilmente podía dejar de cavilar sobre los errores del pasado. Y como esperaba estar en libertad en cuestión de meses, se sentía aún más obligado a pensar en su futuro y en el de su fracturado movimiento. Durante esa época revisó determinados aspectos de sus ideas sobre la manera de conquistar el poder. Al hacerlo, cambió su percepción de sí mismo. Llegó a juzgar su propio papel de un modo diferente. A raíz de su triunfo en el juicio, comenzó a verse a sí mismo como le empezaron a describir sus seguidores a partir de 1922, como el salvador de Alemania. En vista de lo ocurrido en el putsch, cabía esperar que su confianza en sí mismo se desmoronara de una vez por todas. Todo lo contrario: aumentó desmedidamente. Su fe casi mística en sí mismo como un hombre elegido por el destino para llevar a cabo la «misión» de salvar a Alemania, se remonta a esa época.
Al mismo tiempo, se produjo un importante ajuste en otro aspecto de su «visión del mundo». Las ideas que había ido perfilando en su mente desde finales de 1922, o incluso antes, sobre la orientación de la futura política exterior fructificaron en el concepto de una búsqueda de «espacio vital» que se debía conseguir a expensas de Rusia. La idea de librar una guerra para obtener «espacio vital» (una idea en la que Hitler insistiría reiteradamente en los años siguientes), mezclada con su obsesivo antisemitismo orientado a la destrucción del «bolchevismo judío», completaba su «visión del mundo». A partir de entonces habría ajustes tácticos, pero ninguna alteración sustancial. Landsberg no fue la «conversión del Jordán» de Hitler. En general, consistió en añadir un nuevo énfasis a las pocas ideas fijas fundamentales que ya estaban formadas, al menos embrionariamente, o que se habían ido perfilando claramente en los años anteriores al putsch.
La modificaciones de la «visión del mundo» de Hitler que ya se estaban produciendo un año antes del putsch son más que evidentes en Mi lucha. El libro de Hitler no ofrecía nada nuevo, pero suponía la explicación más directa y extensa de su «visión del mundo» que había ofrecido. Admitía que, de no haber estado en Landsberg, nunca habría escrito el libro del que después de 1933 (aunque no antes) se venderían millones de ejemplares. No cabe duda de que esperaba obtener beneficios económicos con el libro. Pero su principal motivación era la necesidad que sentía, igual que durante el juicio, de demostrar su misión especial y de justificar que su programa era lo único que podía salvar a Alemania de la catástrofe causada por los «criminales de noviembre».
Hitler ya estaba trabajando en el que sería el primer volumen en mayo de 1924, en el que desarrollaba las ideas que había concebido durante e inmediatamente después del juicio. En aquel momento le puso al libro el título tan difícil de recordar de Cuatro años y medio de lucha contra las mentiras, la estupidez y la cobardía, que sustituiría por el más conciso Mi lucha en la primavera de 1925. Para entonces el libro ya había sufrido grandes cambios estructurales. Su propósito inicial de «ajustar cuentas» con los «traidores» responsables de su caída en 1923 nunca se hizo realidad. En cambio, el primer volumen, que salió a la luz el 18 de julio de 1925, era fundamentalmente autobiográfico (aunque contenía un gran número de distorsiones e inexactitudes) y concluía con el triunfo de Hitler cuando anunció el programa del partido en la Hofbräuhaus el 24 de febrero de 1920. El segundo volumen, escrito después de su excarcelación y publicado el 11 de diciembre de 1926, aborda más extensamente sus ideas sobre la naturaleza del estado völkisch, cuestiones ideológicas, propagandísticas e ideológicas, y concluye con capítulos dedicados a la política exterior.
La suposición, muy extendida en la época y que persistiría posteriormente, de que al principio Hitler dictó su árida prosa a su chófer y burro de carga, Emil Maurice, y más tarde a Rudolf Hess (ambos estaban cumpliendo condena por su participación en el putsch), es errónea. Fue el propio Hitler quien mecanografió los borradores del primer volumen (aunque parte del segundo volumen se lo dictó a un secretario). Pese a lo mal escrita y farragosa que era la versión publicada de Mi lucha, en realidad el texto original había sido objeto de innumerables «mejoras» estilísticas. El crítico cultural del Völkischer Beobachter, Josef Stolzing-Cerny, había leído el manuscrito y la futura esposa de Rudolf Hess, Ilse Pröhl, algunas partes del mismo, como mínimo. Ambos hicieron correcciones. Otras las hizo el propio Hitler. Según Hans Frank, Hitler admitía que el libro estaba mal escrito y lo describía como una simple recopilación de artículos de fondo para el Völkischer Beobachter.
Antes del ascenso de Hitler al poder, Mi lucha, que fue publicado en la editorial del partido, la Franz Eher-Verlag dirigida por Max Amann, no fue el arrollador éxito de ventas que al parecer se esperaba. Es evidente que su contenido ampuloso, su espantoso estilo y el precio relativamente elevado de 12 marcos del Reich por ejemplar disuadieron a muchos lectores potenciales. Para 1929 se habían vendido unos 23.000 ejemplares del primer volumen y sólo 13.000 del segundo. Las ventas aumentaron considerablemente tras los triunfos electorales del NSDAP posteriores a 1930 y llegaron a los 80.000 en 1932. A partir de 1933 subieron estratosféricamente. Ese año se vendieron un millón y medio de ejemplares. Incluso los ciegos podían leerlo, en caso de que quisieran hacerlo, cuando en 1936 se publicó una versión en braille. Y ese año se comenzó a entregar un ejemplar de la edición popular en dos volúmenes encuadernados juntos a cada pareja recién casada el día de su boda. En 1945 se vendieron unos 10 millones de ejemplares, sin contar los millones vendidos en el extranjero, donde Mi lucha fue traducido a dieciséis lenguas. Se desconoce cuántas personas llegaron a leerlo. Para Hitler tenía poca importancia. Después de haberse descrito desde los años veinte en los documentos oficiales como «escritor», en 1933 pudo permitirse renunciar a su sueldo de canciller del Reich (a diferencia —señaló— de sus predecesores): Mi lucha lo había convertido en un hombre muy rico.
En Mi lucha no se explicaba ningún programa político. Sin embargo, el libro sí proporcionaba, pese a su confusa exposición, una rotunda declaración de los principios políticos de Hitler, de su «visión del mundo», de su idea acerca de su propia «misión», su «visión» de la sociedad y sus objetivos a largo plazo. Y, además, sentaba las bases del mito del Führer, ya que en Mi lucha Hitler se describía a sí mismo como el único capacitado para salvar a Alemania de la miseria en que estaba sumida y conducirla hacia la grandeza.
Mi lucha nos sirve de gran ayuda para comprender cuál era su pensamiento a mediados de los años veinte. Para entonces había desarrollado una filosofía que le ofrecía una completa interpretación de la historia, de los males del mundo y la forma de superarlos. Esta filosofía, resumida de un modo conciso, se reducía a una visión maniquea y simplista de la historia como una lucha racial en la que la entidad racial superior, los arios, estaba siendo debilitada y destruida por la entidad inferior, los parásitos judíos. «La cuestión racial —escribió— no sólo proporciona la clave de la historia del mundo, sino de toda la cultura humana». Consideraba que la culminación de ese proceso era el brutal dominio de los judíos mediante el bolchevismo en Rusia, donde el «sanguinario judío» había «matado por medio de torturas inhumanas o de hambre a unos treinta millones de personas con un salvajismo verdaderamente satánico para asegurar la hegemonía de una panda de literatos y bandidos de la Bolsa judíos sobre un gran pueblo». Por lo tanto, la «misión» del movimiento nazi estaba clara: destruir el «bolchevismo judío». Al mismo tiempo (un oportuno salto lógico mediante el cual pasaba a justificar la conquista imperialista total), esto proporcionaría al pueblo alemán el «espacio vital» que la «raza superior» necesitaba para mantenerse. Durante el resto de su vida se mantuvo rigurosamente fiel a estos principios básicos y no introdujo ningún cambio sustancial en años posteriores. Su propia rigidez y su compromiso casi mesiánico con una «idea», con una serie de creencias inalterables, simples, dotadas de coherencia interna completas, proporcionaron a Hitler la fuerza de voluntad y la sensación de conocer su propio destino que dejarían huella en todos aquellos que se relacionaron con él. La autoridad de Hitler en su entorno se debía en gran medida a la seguridad que tenía en sus propias convicciones y que podía expresar tan enérgicamente. Todo se podía formular en términos de blanco y negro, de victoria o destrucción total. No había alternativas. Y, al igual que todos los ideólogos y «políticos con convicción», los elementos que retroalimentaban su «visión del mundo» le permitían estar siempre en condiciones de ridiculizar o desechar sin más cualquier argumento «racional» de sus adversarios. Una vez que Hitler se convirtió en jefe de Estado, su «visión del mundo» personal se convertiría en las «pautas de actuación» para los responsables de tomar decisiones de todos los sectores del Tercer Reich.
El libro de Hitler no era un programa preceptivo en el sentido de un manifiesto político a corto plazo. Pero muchos contemporáneos cometieron un error al mofarse de Mi lucha y no tomar muy en serio las ideas que en él exponía Hitler. Por muy abyectas y repugnantes que fueran, constituían un conjunto de principios políticos claramente establecidos y rígidamente defendidos. Hitler nunca creyó que hubiera motivo alguno para modificar el contenido de lo que había escrito. Su coherencia interna (dadas sus premisas irracionales) permite describir dichas ideas como una ideología (o, utilizando la propia terminología de Hitler, una «visión del mundo»). La «visión del mundo» de Hitler en Mi lucha se puede ver más claramente ahora de lo que solía ser posible cuando exponía sus ideas en el periodo comprendido entre su incorporación a la política y la escritura de su «segundo libro» en 1928.
En cuanto a la obsesión principal, preponderante y omnímoda de Hitler, la «eliminación de los judíos», Mi lucha no añadía nada nuevo a las ideas que ya había formulado en 1919-1920. Pese a lo extremista que era el lenguaje empleado en Mi lucha, no se diferenciaba en nada de lo que había estado proclamando durante años. Y, en realidad, la terminología implícitamente genocida tampoco variaba sustancialmente con respecto a la de otros escritores y oradores de la derecha völkisch desde mucho antes de la Primera Guerra Mundial. Sus metáforas sobre bacterias daban a entender que a los judíos había que tratarlos como a los gérmenes: exterminarlos. Hitler ya había hablado en agosto de 1920 de combatir la «tuberculosis racial» mediante la eliminación del «agente causal, el judío». Y no cabe la menor duda de en quién estaba pensando cuando, cuatro años más tarde, escribió en Mi lucha: «La nacionalización de nuestras masas sólo se producirá cuando, además de toda la lucha positiva por el alma de nuestro pueblo, sean exterminados sus envenenadores internacionales». La idea de envenenar a los envenenadores también aparece en otro famoso pasaje de Mi lucha, en el que Hitler sugería que si se hubiera tratado a 12.000 o 15.000 «corruptores hebreos del pueblo» con gas venenoso a principios de la Primera Guerra Mundial, «no habría sido en vano el sacrificio de millones en el frente». Estos terribles pasajes no son el comienzo de un camino sin retorno hacia la «solución final». El camino fue «tortuoso», no recto. Aunque no hubiera pensado mucho en las consecuencias prácticas de lo que estaba diciendo, su sentido intrínsecamente genocida es innegable. Pese a ser poco clara, la conexión entre la destrucción de los judíos, la guerra y la salvación nacional ya se había establecido en la mente de Hitler.
Como ya se ha señalado, el tono anticapitalista inicial del antisemitismo de Hitler había dado paso a mediados de 1920 a la asociación en su mente de los judíos con los males del bolchevismo soviético. No es que Hitler sustituyera la idea de que los judíos estaban detrás del marxismo por la de que estaban detrás del capitalismo. Ambas coexistían en su odio obsesivo. Era un odio tan intenso que sólo podía estar basado en un miedo profundo, un miedo a un personaje que, en su imaginación, disponía de tanto poder que era la fuerza subyacente tras el capital financiero internacional y el comunismo soviético. Era la imagen de una «conspiración mundial judía» casi invencible, incluso para el nacionalsocialismo.
Una vez que estableció la asociación con el bolchevismo, Hitler consolidó su visión fundamental y perdurable de una lucha titánica por la supremacía, una lucha racial contra un enemigo cuya brutalidad era despiadada. En junio de 1922 declaró que lo que vislumbraba era una lucha a muerte entre dos ideologías opuestas, la idealista y la materialista. La misión del pueblo alemán era destruir el bolchevismo y, con él, a «nuestro enemigo mortal: los judíos». En octubre de ese mismo año escribía sobre una lucha a vida o muerte entre dos visiones del mundo contrapuestas que no eran capaces de coexistir. La derrota en este gran enfrentamiento supondría la destrucción de Alemania. La lucha sólo dejaría vencedores y aniquilados. Era una guerra de exterminio. «Una victoria de la idea marxista significa el exterminio completo de los adversarios —comentaba—. La bolchevización de Alemania […] significa la completa aniquilación de toda la cultura occidental cristiana». Por consiguiente, el objetivo del nacionalsocialismo se podía definir simplemente como: «Aniquilación y exterminio de la Weltanschauung marxista».
Para entonces marxismo y judío eran sinónimos en la mente de Hitler. Al final del juicio, el 27 de marzo de 1924, le había dicho al tribunal que había querido ser el destructor del marxismo. Al mes siguiente insistiría en que el movimiento nazi solo tenía un enemigo, el enemigo mortal de toda la humanidad: el marxismo. No mencionaba a los judíos. Algunos periódicos advirtieron el cambio de énfasis y afirmaron que Hitler había cambiado de postura sobre la «cuestión judía». Algunos seguidores nazis también estaban perplejos. Uno de ellos, que visitó a Hitler en Landsberg a finales de julio, le preguntó si había cambiado de opinión sobre los judíos. Obtuvo una respuesta típica. Hitler comentó que, en realidad, había modificado su postura sobre la lucha contra los judíos. Se había dado cuenta, mientras escribía Mi lucha, de que hasta entonces había sido demasiado moderado. En el futuro, habría que recurrir sólo a las medidas más duras si se quería alcanzar el éxito. Declaró que la «cuestión judía» era un problema existencial para todos los pueblos, no sólo para el pueblo alemán, «porque Judá es la peste del mundo». La consecuencia lógica de esa postura era que sólo se resolvería con la erradicación total del poder internacional de los judíos.
La obsesión de Hitler con la «cuestión judía» estaba inextricablemente unida a sus nociones sobre política exterior. Una vez que su antisemitismo se hubo fusionado, hacia mediados de 1920, con el antibolchevismo en la imagen del «bolchevismo judío», era inevitable que su enfoque de la política exterior se viera afectado. Sin embargo, no fueron sólo las influencias ideológicas las que determinaron los cambios de postura de Hitler, sino también cuestiones de pura política del poder. Las primeras ideas de Hitler sobre política exterior, centradas en Francia como principal enemigo, en la hostilidad hacia Gran Bretaña, en la recuperación de las colonias y en el restablecimiento de las fronteras alemanas de 1914, eran ideas pangermanistas convencionales. No eran diferentes de las de muchos nacionalistas fanáticos. De hecho, concordaban en lo esencial (aunque no en la forma extremista en que estaban expresadas) con un revisionismo que gozaba de un amplio respaldo popular. Y en cuanto a su insistencia en la fuerza militar para acabar con Versalles y derrotar a Francia, por muy poco realista que sonara a principios de los años veinte, tampoco difería de las de muchos otros miembros de la derecha pangermanista y völkisch. Ya en 1920, antes de haber oído hablar del fascismo, estaba sopesando las ventajas de una alianza con Italia. Estaba decidido incluso entonces a que no se interpusiera en el camino para lograr dicha alianza la cuestión de Tirol del Sur (la parte de habla predominantemente alemana de la antigua provincia austríaca de Tirol que se encuentra al otro lado del Brennero, cedida a Italia en 1919 y sometida desde entonces a una política de «italianización»). A finales de 1922 pensaba en una alianza con Gran Bretaña, cuyo imperio mundial admiraba. Esta idea adquirió una forma más definida en 1923, cuando se hicieron evidentes las desavenencias de británicos y franceses por la ocupación del Ruhr.
Por otra parte, la supuesta dominación de los judíos en Rusia era un gran obstáculo, como Hitler ya había señalado en julio de 1920, para lograr una alianza con dicho país. Aun así, por aquel entonces Hitler compartía la opinión de muchos miembros de la derecha völkisch de que era posible establecer una distinción entre los rusos «nacionalistas» (en los que la influencia germánica era fuerte) y la «bolchevización» de Rusia provocada por los judíos. Es probable que el enfoque de Hitler sobre Rusia estuviera en parte influido por Rosenberg, el primer y principal «especialista» del NSDAP en cuestiones del este, cuyos orígenes bálticos alimentaban una feroz antipatía por el bolchevismo. Y lo más probable es que lo reforzara Scheubner-Richter, otro prolífico escritor sobre la política del este en los primeros tiempos del partido que tenía vínculos extremadamente estrechos con exiliados rusos. Es posible que también ejerciera cierta influencia Dietrich Eckart, quien ya estaba escribiendo a principios de 1919 sobre la coincidencia entre los judíos y el bolchevismo.
Rusia ya había comenzado a ocupar un lugar central en las ideas de Hitler sobre política exterior antes del putsch. Ya en diciembre de 1919 había mencionado de forma un tanto vaga la «cuestión territorial», comparando desfavorablemente a Alemania con Rusia por la relación entre sus poblaciones y la tierra de que disponían. En un discurso pronunciado el 31 de mayo de 1921 había mencionado una ampliación del «espacio vital» alemán a expensas de Rusia, al alabar el Tratado de Brest-Litovsk de 1918 (que había puesto fin a la participación rusa en la guerra) por entregar a Alemania el territorio adicional que necesitaba para sustentar a su pueblo. El 21 de octubre de 1921 todavía hablaba, de forma algo críptica, de una expansión con Rusia en contra de Inglaterra que supondría «una posibilidad ilimitada de expansión hacia el este». Estos comentarios indicaban que por aquella época Hitler aún compartía, aunque lo expresara de un modo vago, la idea pangermanista de la expansión hacia el este. En términos generales equivalía a la idea de que la expansión hacia el este se podía llevar a cabo mediante la colaboración con una Rusia no bolchevique, cuyas propias demandas territoriales también se podrían satisfacer en el este, en Asia, dejando las antiguas zonas fronterizas rusas del oeste a Alemania. Básicamente habría equivalido a una especie de resurrección del acuerdo de Brest-Litovsk, mientras que a Rusia se le habría permitido buscar una compensación en los territorios de sus propias fronteras orientales.
A principios de 1922 estas ideas habían cambiado. Para entonces Hitler ya había descartado la idea de colaborar con Rusia. No veía que hubiera ninguna posibilidad de que Rusia mirara sólo hacia el este. La expansión del bolchevismo hacia Alemania sería un impulso irresistible. La razón del cambio de postura era evidente. La salvación de Alemania sólo se podía lograr mediante la destrucción del bolchevismo. Y al mismo tiempo, esto (mediante la expansión en el interior de la propia Rusia) proporcionaría a Alemania el territorio que necesitaba. En el transcurso de 1922 se consolidó el nuevo enfoque de la futura política hacia Rusia (quizá reforzado hacia finales de año por la relación con el ferviente expansionista Ludendorff). En diciembre de 1922 Hitler le explicaría en privado a Eduard Scharrer, copropietario del Münchner Neueste Nachrichten y bien dispuesto hacia el Partido Nazi, las ideas a grandes rasgos sobre la alianza exterior que desarrollaría en Mi lucha. Descartaba la rivalidad colonial con Gran Bretaña, que había provocado conflictos antes de la Primera Guerra Mundial. Le dijo a Scharrer:
Alemania tendría que adaptarse a una política totalmente continental, que evitara perjudicar los intereses de Inglaterra. Habría que tratar de destruir a Rusia con la ayuda de Inglaterra. Rusia le entregaría a Alemania territorios suficientes para los colonos alemanes y un campo de acción amplio para la industria alemana. Después, Inglaterra no se entrometería en nuestro ajuste de cuentas con Francia.
A tenor de los comentarios que hizo a Scharrer, sería difícil afirmar que Hitler desarrolló una concepción totalmente nueva de la política exterior mientras estuvo preso en Landsberg, una concepción basada en la idea de una guerra contra Rusia para adquirir Lebensraum. Y lo que escribió en Mi lucha acerca de satisfacer la necesidad de tierras de Alemania a expensas de Rusia ya lo había adelantado en un ensayo escrito en la primavera de 1924 y publicado en abril de ese mismo año. La «visión del mundo» de Hitler no sufrió una «transformación» en Landsberg. Lo que acabó escribiendo en Landsberg fue el resultado de la gestación gradual de sus ideas, no de un golpe de intuición, ni de una serie de apreciaciones nuevas o de una conversión de la noche a la mañana a una estrategia diferente.
Las ideas imperialistas y geopolíticas que conformaban el concepto de Lebensraum en realidad eran moneda común en la derecha imperialista y völkisch de la Alemania de Weimar. La idea del Lebensraum había sido un aspecto importante de la ideología imperialista alemana desde los años noventa del siglo XIX. Había estado firmemente representada en la Liga Pangermánica de Heinrich Class y la había respaldado la prensa controlada por el miembro fundador de la Liga, director de Krupp y magnate de los medios de comunicación Alfred Hugenberg. Para los pangermanistas, el Lebensraum podía justificar tanto la conquista territorial, al evocar la colonización de tierras eslavas por los caballeros teutones en la Edad Media, como conjurar emotivamente las ideas de integración en el Reich de lo que recibió el nombre de Volksdeutsche (alemanes étnicos) diseminados por todo el este de Europa. Por lo general se trataba de minorías muy pequeñas, como las de zonas de Polonia (fuera de las ciudades) que habían estado bajo control de Prusia antes de 1918. Pero en varias zonas (Danzig, por ejemplo, partes del Báltico o la zona de Checoslovaquia que más tarde se conocería como los Sudetes) la población de habla alemana era muy numerosa y a menudo ruidosamente nacionalista. Por tanto, la idea del Lebensraum simbolizaba para los pangermanistas la conquista histórica del este y al mismo tiempo, al hacer hincapié en la supuesta superpoblación de Alemania, ocultaba las verdaderas y modernas ambiciones imperialistas de poder político. Coexistía, pero sin mezclarse, con la atención imperialista predominante a las colonias comerciales de ultramar resumida en el lema de Weltpolitik. En el periodo de Weimar la llegaría a popularizar una novela de Hans Grimm que tuvo un gran éxito de ventas, Volk ohne Raum (Gente sin espacio), publicada en 1926.
No cabe duda de que Hitler tuvo que leer los escritos imperialistas y geopolíticos sobre el «espacio vital» que circulaban por aquel entonces. Parece muy probable que uno de ellos fuera el de Karl Haushofer, el máximo exponente de la «geopolítica», que habría leído en su versión íntegra o expurgada y que sería una importante fuente de inspiración para su idea de Lebensraum. Hitler ya conocía a Haushofer, a través de Rudolf Hess, desde 1922 como muy tarde. Probablemente la influencia de Haushofer fue mayor de lo que el profesor de Múnich estaría dispuesto a admitir más tarde. Si Hitler no conocía antes sus obras, sin duda dispuso de tiempo mientras estuvo en la cárcel para leerlas, así como las de Friedrich Ratzel, el otro destacado teórico de la geopolítica. Aunque no se puede demostrar que así fuera, parece bastante probable que fuera Rudolf Hess, ex alumno de Haushofer, quien le diera a conocer las líneas generales de sus argumentos.
En cualquier caso, cuando mantuvo aquella conversación con Scharrer a finales de 1922, Hitler ya había esbozado sus ideas sobre Rusia y la cuestión del «espacio vital». Y para la primavera de 1924, esas ideas ya estaban plenamente formadas. Landsberg y la escritura de Mi lucha facilitaron una mayor elaboración de las mismas. Además, demostraba que, para entonces, Hitler ya había establecido un firme vínculo entre la destrucción de los judíos y la guerra contra Rusia para adquirir Lebensraum.
En el primer volumen de Mi lucha ya quedaba tomada con rotundidad la elección (que Hitler había dejado retóricamente en el aire en su artículo de abril de 1924) entre una política territorial dirigida contra Rusia, con el respaldo de Gran Bretaña, o una política comercial mundial basada en el poderío naval dirigida contra Gran Bretaña con el respaldo de Rusia. En el segundo volumen, escrito en su mayor parte en 1925, todavía consideraba a Francia el enemigo a corto plazo. Pero afirmaba, en el lenguaje más directo, que el objetivo a largo plazo debía ser la consecución de «espacio vital» a expensas de Rusia:
Nosotros, los nacionalsocialistas, hemos puesto punto final conscientemente a la orientación de la política exterior del periodo de preguerra. Continuaremos donde lo habíamos dejado hace seiscientos años. Detendremos el interminable éxodo alemán hacia el sur y el oeste y volveremos la mirada hacia los territorios del este. Detendremos por fin la política colonial y comercial del periodo anterior a la guerra y nos adentraremos en la política territorial del futuro.
Cuando hoy hablamos de territorio en Europa, pensamos en primer lugar en Rusia y sus Estados vasallos fronterizos […]. Durante siglos, Rusia se nutrió del núcleo germánico de sus estratos dirigentes superiores. Hoy se puede considerar casi totalmente exterminado y extinguido. Ha sido sustituido por el judío […]. Él en sí mismo no es un elemento organizador, sino un fermento de descomposición. Ha llegado el momento del hundimiento del colosal imperio del este. Y el final de la dominación judía de Rusia será también el final de Rusia como Estado.
La misión del movimiento nacionalsocialista era preparar al pueblo alemán para aquella tarea. «El destino nos ha escogido —escribió Hitler— para ser testigos de una catástrofe que será la confirmación más aplastante de la validez de la teoría völkisch».
En ese pasaje se unen los dos componentes clave de la «visión del mundo» personal de Hitler: la destrucción de los judíos y la adquisición del «espacio vital». La guerra contra Rusia, gracias al aniquilamiento del «bolchevismo judío», proporcionaría a un tiempo a Alemania su salvación al aportarle «espacio vital». Tosco, simplista, brutal, pero esta invocación de los principios más crueles del imperialismo, el racismo y el antisemitismo de las postrimerías del siglo XIX, traspuesta a la Europa del este del siglo XX, era una pócima embriagadora para quienes estuvieran dispuestos a consumirla.
El propio Hitler retomó en numerosas ocasiones la idea del «espacio vital», que en los años siguientes se convirtió en uno de los temas principales de sus escritos y discursos. Sus ideas sobre política exterior estarían expuestas con mayor claridad, aunque sin alteraciones significativas, en su «segundo libro», escrito en 1928 (aunque nunca llegó a publicarse en vida de Hitler). Una vez formulada, la búsqueda de Lebensraum (y, con ella, la destrucción del «bolchevismo judío») seguiría siendo uno de los pilares principales de la ideología de Hitler. Faltaba un elemento para completar su «visión del mundo»: el líder genial que llevaría a cabo esa búsqueda. Hitler halló la respuesta en Landsberg.
III
Muchos años después, Hitler consideraría que «la confianza en sí mismo, el optimismo y la creencia de que simplemente ya nada más podía afectarme» tenían su origen en el tiempo que pasó en Landsberg. De hecho, su percepción de sí mismo cambió mientras estuvo en la cárcel. Como hemos visto, incluso durante el juicio se había mostrado orgulloso de ser el «tambor» de la causa nacional y había declarado que cualquier otra cosa era una trivialidad. En Landsberg esto cambió, aunque, como ya se ha señalado, dicho cambio ya se había empezado a producir durante el año anterior al putsch.
A Hitler le preocupaba desde que empezó a cumplir su condena la cuestión de su propio futuro y el de su partido tras su puesta en libertad. Como esperaba salir de la cárcel en un plazo de seis meses, se trataba de una cuestión apremiante. Para Hitler no había vuelta atrás. Su carrera «política», que se había transformado en su «misión» política, ya sólo le permitía avanzar hacia delante. No podía volver al anonimato ni aunque hubiera deseado hacerlo. Era impensable llevar un estilo de vida «burgués» convencional. Retirarse tras haber sido aclamado por la derecha nacionalista durante el juicio, habría corroborado la impresión que tenían sus adversarios de que era un personaje de farsa y le habría puesto en ridículo. Y mientras reflexionaba sobre el golpe fallido, y lo transformaba en su mente en el triunfo de los mártires que acabaría ocupando un lugar destacado en la mitología nazi, no tuvo ningún problema en culpar a los errores, la debilidad y la falta de determinación de todos los dirigentes con los que estaba vinculado en aquella época. Le habían traicionado a él y a la causa nacional: ésa era su conclusión. Es más: el triunfo en el juicio; el omnipresente aluvión de adulaciones en la prensa völkisch o las que recibía sin cesar en las cartas enviadas a Landsberg; y en gran medida el hundimiento del movimiento völkisch en su ausencia, sumido en ridículas disputas sectarias, y el creciente conflicto con Ludendorff y los demás dirigentes völkisch, todo eso contribuyó a dotarle de un elevado sentido de su propia importancia y de su «misión» histórica única. La idea, que se empezaría a formar en 1923, arraigó firmemente en la extraña atmósfera de Landsberg. Rodeado de sicofantes y adeptos, entre los que destacaba el adulador Hess, Hitler acabó por convencerse: él era el próximo «gran líder» de Alemania.
Esa idea, con todas sus implicaciones, hubiera sido inimaginable antes de su triunfo en el juicio y la aclamación posterior. El «heroico» liderazgo que ahora reclamaba para sí era una invención de sus seguidores antes de que él se viera a sí mismo en ese papel. Pero se trataba de un papel que encajaba con el temperamento de alguien que, en la primera etapa de su vida, había hallado una satisfacción exagerada en la admiración sin límites de personajes heroicos, sobre todo del héroe artista Wagner, para compensar sus fracasos personales. La cuestión de si un odio extraordinariamente profundo hacia uno mismo es una condición previa necesaria para un aumento tan anormal de la autoestima hasta considerarse el heroico salvador de la nación es algo que atañe a los psicólogos. Pero fueran cuales fueran las razones profundamente arraigadas para que Hitler se convirtiera en un ególatra tan narcisista, el culto al héroe que otros le profesaban, unido a su propia incapacidad para ver fallos o errores en sí mismo, creó una imagen de sí mismo en la que se atribuía un liderazgo «heroico» de proporciones monumentales. Nadie en la vida política alemana, fuera del pequeño y dividido movimiento völkisch, era consciente del cambio que se había producido en la percepción que Hitler tenía de sí mismo y, de haberlo sido, no se lo habría tomado en serio. En aquel momento no tenía importancia. Pero para las exigencias de Hitler al movimiento völkisch, y para su propia autojustificación, era un hecho crucial.
En Mi lucha Hitler se describía a sí mismo como un genio poco común que aunaba las cualidades del «programador» y las del «político». El «programador» de un movimiento era el teórico que no se ocupaba de las realidades prácticas, sino de la «verdad eterna», como habían hecho los grandes líderes religiosos. La «grandeza» del «político» radicaba en llevar a la práctica con éxito la «idea» propuesta por el «programador». «A lo largo de extensos periodos de la humanidad —escribió— puede suceder una vez que el político esté unido al programador». Su trabajo no tenía nada que ver con las demandas a corto plazo que pudiera comprender cualquier pequeño burgués, sino que miraba al futuro, con «objetivos que sólo una minoría podía comprender». Entre los «grandes hombres» de la historia, Hitler señaló en aquel momento a Lutero, Federico el Grande y Wagner. En su opinión, rara vez se daba el caso de que «un gran teórico» fuera también «un gran líder». Este último era mucho más a menudo «un agitador»: «Ya que liderar significa ser capaz de mover las masas». Y concluía: «La combinación de teórico, organizador y líder en una persona es lo más raro que se puede encontrar en la tierra; esta combinación hace al gran hombre». No cabe la menor duda de que Hitler se refería a sí mismo.
La «idea» que él defendía no era una cuestión de objetivos a corto plazo. Era una «misión», una «visión» de sus objetivos futuros a largo plazo y de su propio papel en la consecución de los mismos. Es cierto que esos objetivos (la salvación nacional mediante la «eliminación» de los judíos y la conquista del «espacio vital» en el este) no equivalían a directrices políticas prácticas a corto plazo, pero, incorporados a la idea del líder «heroico», equivalían a una «visión del mundo» dinámica. Era esa «visión del mundo» lo que le proporcionaba a Hitler su infatigable dinamismo. Hablaba una y otra vez de su «misión». Veía la mano de la «Providencia» en su labor. Creía que su lucha contra los judíos era «obra del Señor». Consideraba que la tarea de su vida era una cruzada. La invasión de la Unión Soviética, que emprendió muchos años más tarde, fue para él, y no sólo para él, la culminación de esta cruzada. Sería un grave error subestimar la fuerza motriz ideológica de las escasas ideas básicas de Hitler. No era un simple propagandista ni un «oportunista sin principios». En realidad era un consumado propagandista y también un ideólogo. No había contradicción alguna entre ambos.
Cuando salió de Landsberg para intentar reconstruir un maltrecho movimiento, las aspiraciones de Hitler a la jefatura no sólo se vieron exteriormente reforzadas dentro del movimiento völkisch, sino que se habían transformado y consolidado interiormente en una nueva percepción de sí mismo y en una nueva conciencia de su papel. Su sentido de la realidad no había desaparecido del todo bajo el peso de sus mesiánicas pretensiones. No tenía una idea concreta de cómo se podían lograr sus objetivos. Todavía imaginaba que sólo podrían cumplirse en un futuro lejano. Su «visión del mundo», al consistir únicamente en unos cuantos principios básicos, era compatible con ajustes tácticos a corto plazo. Y tenía la ventaja de dar cabida y reconciliar las diferentes posturas de los dirigentes nazis subordinados, enfrentadas en temas concretos y cuestiones ideológicas sutiles. Dentro del marco de su «visión de mundo», Hitler era flexible, incluso indiferente, con respecto a cuestiones ideológicas que podían llegar a obsesionar a sus seguidores. Sus adversarios en aquella época y muchos comentaristas posteriores solían subestimar el dinamismo de la ideología nazi debido a su carácter difuso y al cinismo de la propaganda nazi. A menudo se consideraba que la ideología simplemente servía para encubrir las ambiciones de poder y la tiranía. Eso suponía malinterpretar la fuerza motriz de las ideas básicas de Hitler, por escasas y toscas que fueran. Y supone malinterpretar la forma en que esas ideas básicas llegaron a funcionar dentro del Partido Nazi entonces y, después de 1933, dentro del Estado nazi. En realidad, a Hitler lo que le importaba era el camino hacia el poder. Estaba dispuesto a sacrificar la mayoría de los principios para conseguirlo. Pero algunos (y éstos eran los que para él contaban) no sólo eran inmutables, sino que constituían la esencia de lo que él entendía por el poder mismo. En última instancia, el oportunismo siempre estaba condicionado por las ideas básicas que determinaban su concepción del poder.
Después de los meses que pasó en Landsberg, la confianza de Hitler en sí mismo era tal que, a diferencia de lo que ocurrió en el periodo anterior al putsch, podía considerarse a sí mismo el exponente exclusivo de la «idea» del nacionalsocialismo y el único líder del movimiento völkisch, cuyo destino era mostrar a Alemania el camino hacia la salvación nacional. La tarea que debía afrontar tras su puesta en libertad consistiría en convencer de ello a los demás.