16

JUGÁRSELO TODO

I

Después de Múnich, los acontecimientos comenzaron a sucederse con rapidez. Ahora que el desmembrado Estado de Checoslovaquia se había quedado sin amigos, había perdido sus fortificaciones fronterizas y estaba desprotegido y a merced de Alemania, completar los planes trazados en 1938 para liquidarlo sólo era una cuestión de tiempo. Como ya hemos visto, ésa era la idea de Hitler incluso antes de firmar el Acuerdo de Múnich.

Dejando aparte lo que quedaba de Checoslovaquia, Alemania volvió inmediatamente su atención a Polonia. En aquel momento aún no había ningún plan de invasión y conquista. El objetivo, que pronto demostró ser ilusorio, era unir a Polonia con Alemania en contra de Rusia (y de ese modo eliminar cualquier posibilidad de una alianza con los franceses). Al mismo tiempo, la intención era llegar a un acuerdo sobre Danzig y el Corredor (los territorios que Alemania se había visto obligada a ceder a Polonia en el Tratado de Versalles de 1919, que habían proporcionado a los polacos una salida al mar pero habían dejado a Prusia Oriental separada del resto del Reich). Ya a finales de octubre, Ribbentrop proponía resolver todas las diferencias entre Alemania y Polonia mediante un pacto que devolviera Danzig a Alemania y le concediera un pasaje por carretera que cruzara el Corredor (una idea que, por sí misma, nos suponía ninguna novedad) a cambio de un puerto franco para Polonia en la región de Danzig y una prórroga del pacto de no agresión de veinticinco años con una garantía conjunta de fronteras.

El gobierno polaco respondió a la propuesta con una previsible frialdad. La obstinación de los polacos, sobre todo en lo concerniente a Danzig, provocó enseguida las primeras muestras de impaciencia de Hitler y los primeros indicios de que se estaban haciendo preparativos para tomar Danzig por la fuerza. No obstante, en aquel momento Hitler estaba más interesado en negociar un acuerdo con los polacos. Ribbentrop le había informado falsamente de que, en principio, los polacos estaban dispuestos a llegar a un nuevo acuerdo sobre la cuestión de Danzig y el Corredor, por lo que Hitler hizo hincapié en la amistad entre Alemania y Polonia en su discurso ante el Reichstag del 30 de enero de 1939. Pocos días antes, algunos dirigentes militares se habían mostrado más beligerantes. A diferencia de los temores que predominaron durante la crisis de los Sudetes, varios generales sostenían ahora que Gran Bretaña y Francia se quedarían de brazos cruzados (una reflexión directa sobre la debilidad de las potencias occidentales, que se había puesto totalmente de manifiesto en Múnich) y que debían abandonarse las negociaciones con los polacos y sustituirlas por medidas militares. Además afirmaban que una guerra contra Polonia sería popular entre las tropas y el pueblo alemán.

Ribbentrop interpretó, con la ayuda de Göring, el papel de moderado en aquella ocasión por motivos estratégicos. Para él, el principal enemigo no era Polonia, sino Gran Bretaña. Aducía que si Alemania atacaba de forma prematura en 1939 a Polonia y Rusia se quedaría aislada, perdería su ventaja armamentística y con toda probabilidad se vería obligada por la fuerza de occidente a renunciar a cualquier ganancia territorial que pudiese haber obtenido. En lugar de eso, lo que Alemania debía hacer era actuar junto a Italia y Japón y mantener la neutralidad polaca hasta haberse ocupado de Francia y que Gran Bretaña se encontrara como mínimo aislada y sin ningún poder en el continente, si es que no estaba derrotada militarmente. La base las directrices militares trazadas por Keitel en noviembre de 1938, siguiendo las instrucciones de Hitler, era una guerra de Alemania e Italia para derrotar a Francia y aislar a Gran Bretaña. La prioridad que Hitler concedió en enero de 1939 al Plan Z de la armada para la construcción de una gran flota de guerra, diseñado directamente para acabar con el poder naval británico, indica que en aquella época estaba pensando en un enfrentamiento final con las potencias occidentales como principal objetivo militar. La construcción al mismo tiempo de una «muralla oriental» (fortificaciones defensivas limitadas en previsión de un posible conflicto con Polonia sobre Danzig) es otra señal más que apunta en esa dirección. Rusia y la erradicación del bolchevismo podían esperar. Pero ni Hitler ni ningún miembro de su círculo esperaban que la guerra con Gran Bretaña y Francia llegara aquel otoño de la manera en que lo hizo.

A finales de otoño y durante el invierno de 1938 y 1939 existían diferentes puntos de vista en el gobierno alemán sobre los objetivos y los métodos de la política exterior. Los preparativos militares a largo plazo estaban orientados a un enfrentamiento final con Occidente, pero se reconocía plenamente que aún quedaban años para que las fuerzas armadas estuvieran preparadas para combatir en un conflicto con Gran Bretaña y Francia. En 1938, el principal temor del alto mando del ejército era que Alemania se viera arrastrada a un enfrentamiento prematuro por culpa de las acciones impulsivas de una política exterior excesivamente arriesgada. Göring y Ribbentrop eran partidarios de políticas diametralmente opuestas sobre Gran Bretaña. Göring todavía depositaba sus esperanzas en una política expansionista en el sureste de Europa, respaldada a medio plazo por un acuerdo con Gran Bretaña. Ribbentrop, que por aquel entonces era furibundamente antibritánico, tenía la esperanza de que disminuyera la tensión en el frente oriental de Alemania y en reforzar la alianza con Italia y Japón con el objetivo de preparar el terreno para una acción contra Gran Bretaña tan pronto como fuese factible. Pero en aquel momento Göring estaba atravesando por un declive temporal y la diplomacia de Ribbentrop, que solía ser torpe, estaba teniendo un éxito más bien escaso la mayoría de las veces. Las ideas de Hitler, estuvieran influidas o no por los razonamientos de Ribbentrop, coincidían en general con las de su ministro de Asuntos Exteriores. El futuro enfrentamiento con el bolchevismo había pasado de nuevo a un segundo plano, aunque no cabe duda de que para Hitler seguía siendo la lucha decisiva que habría que librar tarde o temprano. Pero, como siempre, se daba por satisfecho con mantener sus opciones abiertas y esperar el desarrollo de los acontecimientos.

La única certeza era que iba a haber acontecimientos, y que brindarían la oportunidad para la expansión alemana. Porque no había ningún órgano de poder o influencia en el Tercer Reich que abogara por conformarse con las ganancias territoriales ya obtenidas. Todos los grupos de poder esperaban que continuara la expansión, ya fuera con guerra o sin ella.

Los factores económicos servían para sustentar los razonamientos militares, estratégicos y los concernientes al poder político. A finales de 1938, las presiones del programa de rearme forzoso se estaban haciendo notar intensamente. Estaba quedando meridianamente claro que la política del «rearme a toda costa» sólo era sostenible a corto plazo. Era necesaria una expansión mayor para evitar que las tensiones derivadas de una economía sometida a una presión excesiva y orientada al armamento alcanzaran un nivel explosivo. En 1938 y 1939 era totalmente evidente que no se podía posponer indefinidamente una mayor expansión si se quería superar el estancamiento económico.

A principios de enero de 1939, el consejo de administración del Reichsbank envió a Hitler una propuesta, apoyada por ocho firmantes, pidiéndole contención financiera para evitar el «amenazante peligro de la inflación». Hitler reaccionó diciendo: «¡Esto es un motín!». Schacht fue destituido de su cargo de presidente del Reichsbank doce días después. Pero las voces que presagiaban el desastre no estaban exagerando y el problema no iba a desaparecer despidiendo a Schacht. Como consecuencia del auge de la industria armamentística, estaba creciendo la insaciable demanda de materias primas al mismo tiempo que la de los bienes de consumo, y eso estaba arrasando las finanzas públicas.

Además de la crisis de las finanzas públicas, la escasez de mano de obra que se había ido agravando velozmente desde 1937 empezaba a suponer una auténtica amenaza tanto para la agricultura como para la industria. El único remedio en el horizonte era el empleo de los «trabajadores extranjeros» que la guerra y la expansión iban a proporcionar. Para Hitler, los crecientes problemas económicos no hacían más que confirmar su diagnóstico de que Alemania nunca podría fortalecer su posición sin la conquista territorial.

II

Los remordimientos de Hitler por el Acuerdo de Múnich y la sensación de que había dejado escapar la oportunidad de ocupar toda Checoslovaquia de un solo golpe habían aumentado en lugar de disminuir durante los últimos meses de 1938. Por consiguiente, su impaciencia para actuar no había hecho más que crecer. Estaba decidido a no dejarse acorralar por las potencias occidentales. Nunca había estado más convencido de que no habrían luchado por Checoslovaquia y de que no harían nada, ni podrían hacerlo, para evitar que Alemania extendiera su dominio en Europa central y oriental. Por otro lado, como le comentó a Goebbels en octubre, tenía la certeza de que Gran Bretaña no aceptaría la hegemonía alemana en Europa sin plantar batalla en algún momento. El revés que había supuesto Múnich para él confirmaba su opinión de que la guerra contra Occidente era inminente, probablemente llegaría antes de lo que había previsto y no había tiempo que perder si Alemania quería mantener su ventaja.

Ya el 21 de octubre de 1938, sólo tres semanas después del Acuerdo de Múnich, Hitler había comunicado a la Wehrmacht una nueva directiva para que comenzara los preparativos de la «liquidación del resto del Estado checo». ¿Por qué se empeñaba tanto Hitler en aquello? No era necesario políticamente. De hecho, el gobierno alemán no podía menos que reconocer que una invasión de Checoslovaquia, violando el Acuerdo de Múnich y rompiendo las solemnes promesas hechas hacía tan poco tiempo, tendría inevitablemente las más graves repercusiones internacionales.

Una parte de la respuesta se encuentra sin duda en la personalidad y psicología del propio Hitler. Sus orígenes austríacos y la aversión que sentía por los checos desde su juventud probablemente fueran uno de los factores. Sin embargo, la persecución de los checos tras la ocupación no fue ni mucho menos tan brutal como la que sufrirían más tarde los polacos conquistados. Y después de su entrada triunfal en Praga, Hitler mostró un interés sorprendentemente escaso por los checos.

Sin duda fue más importante la sensación de que le habían «escamoteado» su triunfo, de que los políticos occidentales habían revocado su «voluntad irrevocable». «Ese tal Chamberlain ha arruinado mi entrada en Praga», se le había oído decir el anterior otoño cuando regresaba a Berlín después de firmar el Acuerdo de Múnich. Y sin embargo, el diario de Goebbels demuestra que Hitler había decidido antes de Múnich que cedería temporalmente ante las potencias occidentales, aunque engulliría el resto de Checoslovaquia a su debido tiempo y la anexión de los Sudetes facilitaría esa segunda etapa. Aunque se trata de una racionalización de la postura a la que habían empujado a Hitler, es un indicio de que en aquel momento aceptaba un plan en dos fases para conquistar toda Checoslovaquia que no pone de relieve la venganza como uno de los motivos.

Había otras razones para ocupar el resto de Checoslovaquia más allá de las motivaciones personales de Hitler. Los factores económicos tenían una importancia evidente. Por muy dóciles que estuvieran dispuestos a ser los checos, no había cambiado el hecho de que, incluso tras el traspaso de octubre de 1938, que proporcionó grandes reservas de materias primas al Reich, todavía quedaban unos recursos inmensos en Checo-Eslovaquia (como pasó a llamarse oficialmente el país, con el significativo guión) fuera del control directo de Alemania. La inmensa mayoría de la riqueza industrial y de los recursos del país se encontraban en los territorios checos del antiguo corazón de Bohemia y Moravia, no en Eslovaquia, que era predominantemente agrícola. Se calculaba que seguían en manos de los checos cuatro quintos de las industrias de ingeniería y eléctrica y de las fábricas de herramientas mecánicas. Las industrias textiles, químicas y del vidrio eran otros sectores importantes que atraían a los alemanes. Además, las factorías de la Skoda fabricaban locomotoras y maquinaria, además de armas. Checo-Eslovaquia también poseía unas ingentes cantidades de oro y divisas extranjeras que sin duda podrían servir para mitigar en alguna medida las escaseces del Plan Cuatrienal. Y Alemania podría reforzar su ejército requisando y redistribuyendo un equipamiento militar de enormes proporciones. El arsenal checo era, con mucho, el más grande de todos los países pequeños de Europa central. Se consideraba que las ametralladoras, cañones de campaña y artillería antiaérea checos eran mejores que sus equivalentes alemanes. El Reich se apoderaría de todo ello, así como de la artillería pesada que fabricaba la Skoda. Posteriormente, se calculó que había caído en manos de Hitler suficiente armamento como para equipar a veinte divisiones más.

Pero por encima incluso del beneficio y la explotación económica directos, tenía mucha más importancia la posición estratégico-militar de lo que quedaba de Checo-Eslovaquia. Mientras los checos conservaran alguna autonomía y poseyeran equipamiento militar y recursos industriales en abundancia, no se podía descartar que llegaran problemas de allí en el caso de que Alemania se viese envuelta en hostilidades. Y lo que era todavía más importante: la posesión de los territorios de Bohemia y Moravia, rectangulares y rodeados de montañas, en el extremo suroriental del Reich ofrecía una reconocible plataforma para continuar la expansión y el dominio militar en oriente. El camino hacia los Balcanes quedaría abierto y se fortalecería la posición de Alemania frente a Polonia. Y las defensas en oriente estarían consolidadas en el caso de que se produjese un conflicto en occidente.

En diciembre de 1938 aún no había ninguna señal de que Hitler estuviera preparando un ataque inminente contra los checos. Sin embargo, existían indicios de que los siguientes movimientos en política exterior no se harían esperar demasiado tiempo. El 17 de diciembre, Hitler le dijo a Ernst Neumann, el dirigente nazi alemán en Memel (un puerto de mar en el Báltico con una población mayoritariamente alemana que Alemania había perdido en el Tratado de Versalles), que la anexión de su territorio tendría lugar en marzo o abril del siguiente año y que no quería que se produjese ninguna crisis en la ciudad antes de ese momento. El 13 de febrero Hitler informó a algunos de sus colaboradores que planeaba atacar a los checos a mediados de marzo. La propaganda alemana se ajustó a aquellos planes. A principios de febrero, el servicio de espionaje francés ya había obtenido alguna información que indicaba que la operación alemana contra Praga tendría lugar en unas seis semanas.

La reunión que mantuvo Hitler el 5 de enero en el Berghof con el ministro de Asuntos Exteriores polaco y hombre fuerte del gobierno, Józef Beck, había tenido un resultado decepcionante desde el punto de vista alemán. Hitler había tratado de parecer conciliador al poner sobre la mesa la necesidad de que Alemania recuperase Danzig y contara con rutas de acceso que atravesaran el Corredor hasta Prusia Oriental. Beck insinuó que la opinión pública polaca impediría cualquier tipo de concesión sobre Danzig. Cuando Ribbentrop regresó el 26 de enero con las manos vacías de su visita a Varsovia y dijo que los polacos no estaban dispuestos a ceder, la actitud de Hitler hacia Polonia cambió radicalmente.

Su política pasó de las propuestas amistosas a las presiones. Polonia quedaría excluida del reparto del botín que proporcionase la destrucción del Estado checo. Y la conversión de Eslovaquia en un Estado títere alemán intensificaría la amenaza sobre la frontera meridional de Polonia. De este modo, los alemanes confiaban y esperaban que los polacos se mostraran más dispuestos a cooperar cuando se hubiera consumado la demolición de Checo-Eslovaquia. El fracaso de las negociaciones con los polacos probablemente apresurase la decisión de destruir el Estado checo.

Según Goebbels, por aquella época Hitler prácticamente sólo hablaba de política exterior. «Siempre está estudiando nuevos planes —anotó Goebbels—. ¡Tiene un carácter napoleónico!». El ministro de Propaganda ya adivinó lo que deparaba el futuro cuando Hitler le dijo a finales de enero que se iba «a la montaña» (al Obersalzberg) a reflexionar sobre sus siguientes pasos en política exterior. «Quizá sea el turno de Chequia otra vez. Al fin y al cabo, el problema sólo se ha resuelto a medias», escribió.

III

A principios de marzo, teniendo en cuenta el creciente clamor de los nacionalistas eslovacos por independizarse totalmente de Praga (clamor instigado por Alemania), la descomposición de lo que quedaba del Estado de Checo-Eslovaquia no parecía más que una cuestión de tiempo a quienes observaban la situación de cerca. Cuando el gobierno de Praga depuso al gabinete eslovaco, ordenó que la policía ocupara la sede del gobierno en Bratislava y puso bajo arresto domiciliario al anterior primer ministro, el padre Jozef Tiso, Hitler se dio cuenta de que había llegado su momento. El 10 de marzo informó a Goebbels, Ribbentrop y Keitel que había decidido entrar en el país, aplastar el Estado residual checo y ocupar Praga. La invasión se iba a producir cinco días después. «Nuestras fronteras deben extenderse hasta los Cárpatos —escribió Goebbels—. El Führer da gritos de alegría. Es una jugada completamente segura».

El 12 de marzo el ejército de tierra y la Luftwaffe recibieron órdenes de estar preparados para entrar en Checo-Eslovaquia a las seis de la mañana del día 15, pero sin acercarse a menos de diez kilómetros de la frontera hasta aquel momento. Para entonces, la movilización alemana era tan evidente que parecía imposible que los checos ignorasen lo que estaba sucediendo. Por lo pronto, la campaña propagandística contra ellos se había intensificado enormemente. Aquella noche, unos funcionarios alemanes visitaron a Tiso y le invitaron a Berlín. Al día siguiente se reunió con Hitler, quien le dijo que había llegado la hora histórica de los eslovacos. Hungría los devoraría si no hacían nada. Tiso comprendió el mensaje. De vuelta en Bratislava, al día siguiente, 14 de marzo, al mediodía hizo que el Parlamento eslovaco proclamara la independencia. Sin embargo, la deseada solicitud de «protección» no se produjo hasta un día más tarde, cuando los buques alemanes que bajaban por el Danubio ya habían avistado la sede del gobierno eslovaco.

Goebbels escuchó una vez más a Hitler exponer sus planes. Toda la «operación» habría terminado en ocho días. Los alemanes estarían en Praga en menos de un día y sus aviones en dos horas. No se esperaba que se produjera ningún derramamiento de sangre. «Después, el Führer quiere instaurar la calma política durante un prolongado período de tiempo», escribió Goebbels, y añadió que no creía que eso fuese a suceder, por muy atractiva que resultara la perspectiva. Era necesario un periodo de calma, pensaba. «La tensión va destrozando poco a poco los nervios».

La mañana del 14 de marzo, llegó de Praga la esperada solicitud de audiencia con Hitler del presidente del Estado checo, el doctor Emil Hácha. Hácha era un hombre pequeño, tímido, algo ingenuo y además bastante enfermizo que ocupaba el cargo desde noviembre. Llegó a Berlín por la noche, después de un viaje en tren de cinco horas. Hitler lo hizo esperar en un estado de nerviosismo hasta medianoche para aumentar la presión sobre él; «los viejos y comprobados métodos de la táctica política», como dijo Goebbels. El presidente checo, congestionado por los nervios y la ansiedad, fue recibido finalmente a la una de la madrugada en el intimidante entorno del grandioso «despacho» de Hitler en la nueva cancillería del Reich. Fue una reunión concurrida en la que también estaban presentes Ribbentrop, su jefe de personal Walther Hewel, Keitel, Weizsäcker, el secretario de Estado Otto Meissner, el jefe de prensa Otto Dietrich y el intérprete Paul Schmidt. También estaba allí Göring, a quien se había hecho regresar de sus vacaciones.

Hitler adoptó su actitud más intimidante. Soltó una violenta diatriba contra los checos y el «espíritu de Beneš» que, aseguró, todavía seguía vivo. Continuó diciendo que para salvaguardar el Reich era necesario imponer un protectorado sobre lo que quedaba de ChecoEslovaquia. Hácha y Chvalkovský, el ministro de Asuntos Exteriores checo, que había acompañado al presidente a Berlín, escuchaban impertérritos y sin mover un solo músculo. La entrada de las tropas alemanas era «irreversible», bramó Hitler. Keitel confirmaría que ya se estaban dirigiendo hacia la frontera checa y que la cruzarían a las seis de la mañana. Hácha dijo que no deseaba ningún derramamiento de sangre y pidió a Hitler que detuviera la escalada militar. Hitler se negó: era imposible, las tropas ya habían sido movilizadas. Göring intervino para añadir que la Luftwaffe sobrevolaría Praga al amanecer y que estaba en manos de Hácha decidir si las bombas debían caer o no sobre la hermosa ciudad. Ante aquella amenaza, el presidente checo se desmayó. El médico personal de Hitler, el doctor Morell, le reanimó poniéndole una inyección.

Mientras tanto, resultaba imposible contactar con Praga por teléfono. Al final se consiguió establecer la comunicación. El atemorizado presidente se puso inmediatamente al aparato y, a través de una línea en la que había mucho ruido, dio la orden de que las tropas checas se abstuvieran de abrir fuego contra los invasores alemanes. Justo antes de las cuatro de la madrugada, Hácha firmó la declaración que ponía el destino de su pueblo en manos del líder del Reich alemán.

Hitler fue a ver alborozado a sus dos secretarias, Christa Schroeder y Gerda Daranowski, que habían estado de guardia aquella noche. «Así que, niñas —exclamó señalándose las mejillas—, cada una de vosotras me va a dar un beso aquí y aquí […]. Éste es el día más feliz de mi vida. He sido lo bastante afortunado como para hacer que ocurra aquello por lo que se ha luchado en vano durante siglos. He conseguido la unión de Chequia con el Reich. Hácha ha firmado el acuerdo. Seré recordado como el alemán más grande de la historia».

Dos horas después de que Hácha firmara el acuerdo, el ejército alemán cruzaba la frontera checa y marchaba hacia Praga según lo previsto. A las nueve de la mañana, las unidades de vanguardia entraron en la capital checa, avanzando lentamente por carreteras bloqueadas por el hielo, en medio de la niebla y la nieve, con un tiempo invernal que proporcionaba el telón de fondo adecuado para el final de la última y traicionada democracia de Europa central. El ejército checo, tal y como se le había ordenado, permaneció en sus cuarteles y entregó sus armas.

Hitler salió de Berlín a mediodía y viajó en su tren especial hasta Leipa, una localidad situada a unos cien kilómetros al norte de Praga, adonde habría de llegar por la tarde. En Leipa le esperaba una flota de Mercedes, en los que él y su séquito hicieron el resto del viaje hasta Praga. Aunque nevaba copiosamente, hizo gran parte del trayecto de pie, con el brazo extendido para saludar a las interminables columnas de soldados alemanes a las que adelantaban. A diferencia de sus entradas triunfales en Austria y los Sudetes, sólo una parte insignificante de la población observaba, hosca e impotente, a los lados de la carretera. Algunos pocos se atrevieron a saludar con el puño cerrado al pasar el coche de Hitler. Pero las calles estaban prácticamente desiertas cuando llegó a Praga a última hora de la tarde y se dirigió al castillo de Hradschin, la antigua residencia de los reyes de Bohemia. Cuando los ciudadanos de Praga se despertaron a la mañana siguiente, vieron el estandarte de Hitler ondeando en el castillo. Veinticuatro horas después, ya se había marchado. Para los checos habían comenzado seis largos años de sometimiento.

Hitler regresó a Berlín, pasando por Viena, el 19 de marzo, para el inevitable, y para entonces habitual, recibimiento triunfal. A pesar de la gélida temperatura, salieron multitudes de berlineses a las calles para dar la bienvenida al héroe. Cuando Hitler se apeó de su tren en la Görlitzer Bahnhof, Göring lo recibió leyendo con los ojos llenos de lágrimas un discurso que resultaba bochornoso incluso para las cotas de adulación predominantes. Miles de ciudadanos aclamaron estruendosamente a Hitler en el trayecto hasta la cancillería del Reich. La experta mano de Goebbels había organizado otro espectáculo de masas. Se montó un «túnel de luces» compuesto por reflectores a lo largo de Unter den Linden, después hubo una brillante exhibición de fuegos artificiales. Entonces salió Hitler al balcón de la cancillería del Reich a saludar a la multitud extasiada de fervorosos súbditos.

No obstante, la auténtica reacción del pueblo alemán al saqueo de Checo-Eslovaquia fue menos unánime (en todo caso menos eufórica) que la de las multitudes alborozadas de Berlín, muchas de ellas estimuladas por los militantes del partido. En esta ocasión no se había producido una «vuelta a casa» de los alemanes étnicos al Reich. La imprecisa idea de que Bohemia y Moravia habían formado parte del «espacio vital alemán» durante mil años dejaba fría a la mayoría de la gente, sin duda alguna a la mayoría de los alemanes del norte, que tradicionalmente habían tenido pocos vínculos o ninguno con las tierras checas. Para muchos, como decía el informe de un jefe de distrito nazi, a pesar del júbilo por las «grandes hazañas» del Führer y de la confianza depositada en él, «las necesidades y preocupaciones de la vida cotidiana son tan grandes que han vuelto a sentirse pesimistas muy rápidamente». Cundían la indiferencia, el escepticismo y las críticas, además de las preocupaciones por que la guerra estuviera mucho más cerca. «¿Era eso necesario?», se preguntaban muchos. Recordaban las palabras exactas de Hitler, tras el Acuerdo de Múnich, de que los Sudetes habían sido su «última reivindicación territorial».

Hitler había menospreciado a las potencias occidentales antes de la toma de Praga. Había considerado correctamente que iban a protestar una vez más pero no harían nada. Sin embargo, todo conduce a la conclusión de que calculó erróneamente la respuesta de Gran Bretaña y Francia después de la invasión de Checo-Eslovaquia. En un primer momento, la reacción en Londres fue de conmoción y consternación ante la cínica destrucción del Acuerdo de Múnich, a pesar de las advertencias que había recibido el gobierno británico. La política de apaciguamiento yacía hecha pedazos en las ruinas del Estado checo-eslovaco. Hitler había roto su promesa de que ya no tendría más reivindicaciones territoriales. Además, la conquista de Checo-Eslovaquia había acabado con la ficción de que el objetivo último de las políticas de Hitler era unir a todos los pueblos alemanes en un solo Estado. Había quedado meridianamente claro que no se podía confiar en Hitler (lo cual se reconoció al fin, aunque bastante tarde): no estaba dispuesto a detenerse ante nada.

El discurso que pronunció Chamberlain el 17 de marzo en Birmingham indicaba una nueva política. «¿Es éste el último ataque a un Estado pequeño o van a seguirle otros? —preguntó—. ¿Es esto en realidad un paso en el camino de un intento de dominar el mundo por la fuerza?». La opinión pública británica no tenía ninguna duda. Hitler había unido a un país profundamente dividido sobre Múnich. La gente de todos los bandos decía que la guerra con Alemania era al mismo tiempo inevitable y necesaria. El reclutamiento de las fuerzas armadas aumentó casi de la noche a la mañana. En aquel momento era evidente tanto para el hombre de la calle como para el gobierno: había que enfrentarse a Hitler.

Al día siguiente, el 18 de marzo, en medio de rumores que decían que Alemania estaba amenazando a Rumanía, el gabinete británico apoyó la propuesta del primer ministro de efectuar un cambio fundamental de política. Ya no se podía depositar ninguna confianza en las garantías de los gobernantes nazis, declaró Chamberlain. Ya no era posible seguir la vieja política de intentar llegar a un acuerdo con las dictaduras dando por sentado que sus objetivos eran limitados. La estrategia había pasado de tratar de apaciguar a Hitler a intentar detenerle. Si Alemania emprendía una nueva agresión, se enfrentaría desde el principio a la elección de retirarse o ir a la guerra. El primer ministro tenía pocas dudas sobre el lugar en el que podría desencadenarse el próximo conflicto. «Pensaba que muy probablemente Polonia fuera la clave de la situación […] Había llegado el momento de que se unieran quienes estaban amenazados por la agresividad alemana (ya fuera de forma inmediata o a largo plazo). Debemos indagar hasta qué punto está dispuesta Polonia a seguir ese camino». Las declaraciones de Chamberlain presagiaban la garantía británica a Polonia y la génesis de la crisis del verano que esta vez desembocaría en la guerra.

Las reacciones fueron similares en París. Daladier hizo saber a Chamberlain que los franceses acelerarían su rearme y combatirían cualquier otra agresión. Se comunicó a los estadounidenses que Daladier estaba decidido a ir a la guerra si los alemanes atacaban Danzig o Polonia. Incluso los más firmes partidarios del apaciguamiento decían por aquel entonces que ya era suficiente: no habría otro Múnich.

IV

Hitler pudo anotarse otro triunfo antes de que estallara la crisis polaca, si bien de menor importancia comparado con los anteriores. La incorporación de Memel al Reich alemán habría de ser la última anexión sin derramamiento de sangre. El distrito de Memel tenía una población mayoritariamente alemana pero contaba con una importante minoría lituana. Después de su separación de Alemania en 1919, Francia se hizo cargo de su administración. Los lituanos lo invadieron en enero de 1923 y obligaron a retirarse a las fuerzas de ocupación francesas. Al año siguiente, aunque un acuerdo internacional concedió a Memel cierto grado de independencia, en realidad no dejó de ser un enclave alemán bajo tutela lituana.

La devolución del territorio a Alemania tenía escasa trascendencia política. Incluso simbólicamente era un hecho con una importancia relativamente pequeña. Pocos alemanes corrientes se tomaron algo más que un interés pasajero por la incorporación al Reich de un territorio minúsculo y remoto como aquél. Pero la adquisición de un puerto en el Báltico, y la posibilidad añadida de convertir Lituania en un nuevo satélite de Alemania, no carecían de relevancia estratégica. Eso, unido a la subordinación de Eslovaquia a la influencia alemana en la frontera meridional de Polonia, confería aún más fuerza a la presión alemana sobre los polacos.

El 20 de marzo, Ribbentrop sometió al ministro de Asuntos Exteriores lituano, Joseph Urbšys, a la táctica intimidatoria habitual. Lo amenazó con bombardear Kaunas si Lituania no cumplía la exigencia alemana de devolver Memel inmediatamente. Urbšys regresó a Kaunas al día siguiente, 21 de marzo. Los lituanos no tenían ánimos para luchar y enviaron una delegación a Berlín para ultimar los detalles. «Si ejerces un poco de presión, las cosas suceden», comentó Goebbels con satisfacción.

Hitler salió de Berlín la tarde del día siguiente, 22 de marzo, hacia Swinemünde, donde embarcó en el crucero Deutschland acompañado por Raeder. Aquella misma noche, Ribbentrop y Urbšys acordaron las condiciones de la cesión oficial del distrito de Memel a Alemania. Hitler firmó el decreto la mañana siguiente, el 23 de marzo. Un día después, ya estaba de vuelta en Berlín al mediodía. En aquella ocasión prescindió del recibimiento heroico. No se podía permitir que las entradas triunfales en Berlín fueran tan frecuentes como para llegar a convertirse en una rutina.

El 21 de marzo, Ribbentrop se había apresurado a intentar convencer al embajador Lipski de que organizase una visita de Beck a Berlín. Le hizo notar que Hitler estaba perdiendo la paciencia y que la prensa alemana estaba deseando que se le permitiera lanzarse a atacar a los polacos. Repitió las peticiones sobre Danzig y el Corredor. A cambio, se podía tentar a Polonia con la explotación de Eslovaquia y Ucrania.

Pero los polacos no estaban dispuestos a actuar según el guión preestablecido. Beck, con el discurso de Chamberlain en Birmingham en mente, tanteó en secreto el terreno en Londres sobre un acuerdo bilateral con Gran Bretaña. Mientras tanto, Polonia movilizó sus tropas. El 25 de marzo, Hitler aún sostenía que no quería resolver la cuestión de Danzig por la fuerza para evitar que los polacos se echaran en brazos de los británicos. La noche anterior le había comentado a Goebbels que albergaba la esperanza de que los polacos respondieran a las presiones, «pero tenemos que pasar por el mal trago de garantizar las fronteras de Polonia».

Sin embargo, justo después del mediodía del 26 de marzo, Lipski se limitó a presentar a Ribbentrop un memorándum con las ideas del ministro de Asuntos Exteriores polaco en lugar de anunciar su deseada visita. Beck rechazaba categóricamente las propuestas alemanas y para colmo le recordaba a Ribbentrop la garantía que había ofrecido Hitler en su discurso del 20 de febrero de 1938 de que Alemania respetaría los derechos e intereses de Polonia. Ribbentrop perdió los estribos. Excediendo las órdenes que le había dado Hitler, le dijo a Lipski que cualquier acción que Polonia emprendiera contra Danzig (algo sobre lo que no existía el menor indicio) sería considerada una agresión contra el Reich. El intento de intimidar a Lipski no surtió ningún efecto. Respondió que cualquier avance en los planes de Alemania para conseguir la reintegración de Danzig al Reich significaría la guerra con Polonia.

Por otro lado, Chamberlain, a quien habían advertido de que podía ser inminente un ataque de Alemania contra Polonia, dijo el 27 de marzo al gabinete británico que estaba dispuesto a ofrecer a Polonia un compromiso unilateral con objeto de fortalecer la determinación de los polacos y disuadir a Hitler. En la declaración que hizo ante la Cámara de los Comunes el 31 de marzo de 1939, Chamberlain formuló la política que había estado gestándose desde la toma de Praga: «Si se produjera cualquier acción que amenazara claramente la independencia de Polonia y ante la cual, por lo tanto, el gobierno polaco considerase de vital importancia resistir con sus fuerzas armadas nacionales, el gobierno de Su Majestad se sentiría inmediatamente obligado a proporcionar al gobierno polaco todo el apoyo que estuviera en su poder».

Después de aquello, al final de la visita de Beck a Londres entre los días 4 y 6 de abril, Chamberlain anunció en la Cámara de los Comunes que Gran Bretaña y Polonia habían acordado firmar un pacto de ayuda mutua en caso de ataque «de una potencia europea».

Hitler estalló en cólera cuando se enteró de la garantía británica del 31 de marzo. Golpeó con el puño la mesa de mármol de su despacho de la cancillería del Reich. «¡Voy a prepararles una pócima envenenada!», bramó.

Había ocurrido exactamente lo que había querido evitar. Había esperado que la presión a los polacos funcionase con la misma facilidad que con los checos y los eslovacos. Había supuesto que con el tiempo los polacos acabarían entrando en razón y cederían Danzig y facilitarían las rutas extraterritoriales a través del Corredor. Había dado por sentado que entonces Polonia se convertiría en un satélite de Alemania, un aliado en un ataque posterior a la Unión Soviética. Se había empeñado en mantener a Polonia lejos de las garras de Gran Bretaña. Todo eso se había venido abajo. Habría que tomar Danzig por la fuerza. Los británicos habían frustrado sus planes y los polacos le habían despreciado. Él les daría una lección.

O eso es lo que pensaba. En realidad, la excesiva confianza en sí mismo de Hitler, su impaciencia y su interpretación equivocada del efecto que había tenido la agresión alemana contra Checo-Eslovaquia habían generado un funesto error de cálculo.

A finales de marzo, Hitler le había señalado a Brauchitsch, el jefe del ejército, que emplearía la fuerza contra Polonia si fracasaba la vía diplomática. Las ramas de las fuerzas armadas empezaron a preparar inmediatamente los borradores de sus respectivos planes operativos. Se los presentaron a Hitler impresos con la enorme «letra del Führer», que podía leer sin gafas. Añadió un preámbulo sobre los objetivos políticos. La directiva del «caso Blanco» (Fall Weiss) ya estaba preparada el 3 de abril; fue promulgada ocho días después. Su primera sección, escrita por Hitler en persona, comenzaba diciendo: «Las relaciones de Alemania con Polonia siguen basándose en el principio de evitar cualquier conflicto. Sin embargo, si Polonia modifica su política sobre Alemania, que se basaba hasta ahora en los mismos principios que los nuestros, y adopta una actitud amenazadora hacia Alemania, podría llegar a ser necesaria una solución definitiva a pesar del tratado en vigor con Polonia. Entonces el objetivo sería destruir el poder militar polaco y crear una situación en oriente que satisficiera las necesidades de la defensa nacional. El Estado Libre de Danzig será proclamado parte del territorio del Reich en el inicio de las hostilidades como muy tarde. En ese caso, los dirigentes políticos consideran que su misión consiste en aislar Polonia en la medida de lo posible, es decir, limitar la guerra únicamente a Polonia». La Wehrmacht debía estar preparada para ejecutar el «caso Blanco» en cualquier momento a partir del 1 de septiembre de 1939.

Sólo unos pocos meses antes, los jefes del ejército habían estado divididos sobre las ventajas de atacar Checo-Eslovaquia. Ahora no había ningún signo de indecisión. En unas dos semanas, el jefe del estado mayor Halder explicó los objetivos de la inminente campaña a los generales y oficiales del estado mayor. Las esperanzas de organizar un golpe contra Hitler que había albergado la oposición el otoño anterior, cuando la crisis de los Sudetes se estaba acercando a su desenlace, habían sido depositadas en Halder. En aquella época, él había estado realmente dispuesto a hacer que asesinaran a Hitler. Era el mismo Halder que ahora estaba entusiasmado con la perspectiva de una victoria fácil y rápida sobre los polacos y preveía un conflicto posterior con la Unión Soviética o las potencias extranjeras. Halder dijo a los altos oficiales que «gracias a la extraordinaria y hasta diría que instintivamente segura política del Führer», la situación militar había cambiado de forma radical en Europa central. Como consecuencia de ello, la posición de Polonia también se había modificado considerablemente. Halder dijo que estaba seguro de hablar en nombre de muchos de los miembros de su audiencia al comentar que con el final de las «relaciones amistosas» con Polonia «se habían quitado un gran peso de encima». Polonia se contaba ahora entre los enemigos de Alemania. El resto del discurso de Halder versó sobre la necesidad de destruir Polonia «a una velocidad sin precedentes». La garantía británica no iba a evitar que eso ocurriese. Se mostró desdeñoso con la capacidad de combate del ejército polaco. No lo suponía «un adversario serio». Expuso con cierto detalle el curso que tomaría la ofensiva alemana, tomando en consideración la colaboración de las SS y la ocupación del país por las organizaciones paramilitares del partido. Reiteró que el objetivo era asegurar «que Polonia no sólo fuera derrotada, sino liquidada lo más rápidamente posible», tanto si Francia y Gran Bretaña intervenían en occidente como si no, lo que consideraba improbable. El ataque debía ser «aplastante». Concluyó dirigiendo la mirada más allá del conflicto polaco: «Debemos haber terminado con Polonia en menos de tres semanas y si es posible en sólo una quincena. Entonces dependerá de los rusos que el frente oriental se convierta o no en el destino de Europa. En cualquier caso, un ejército victorioso, henchido del espíritu de las grandiosas victorias que ha obtenido, estará preparado para enfrentarse al bolchevismo o […] lanzarse contra Occidente…».

No había ninguna discrepancia entre Hitler y su jefe del estado mayor sobre Polonia. Ambos querían aplastar Polonia a una velocidad vertiginosa y a poder ser en una campaña aislada, pero estaban dispuestos a hacerlo con una intervención occidental si era necesario (aunque ambos pensaban que eso era más bien improbable). Y los dos tenían la vista puesta más allá de Polonia, a una extensión del conflicto, hacia oriente o hacia occidente, que se produciría tarde o temprano. Hitler podía sentirse satisfecho. En aquella ocasión, no tenía que temer que los jefes de su ejército le dieran ningún problema.

Ya se habían perfilado los contornos que tendría la crisis del verano de 1939. No acabaría con un conflicto limitado a la destrucción de Polonia, como se había deseado, sino con las grandes potencias europeas sumidas en otra guerra continental. En primera instancia, fue una consecuencia del error de cálculo que cometió Hitler aquella primavera. Pero, como ponía de manifiesto el discurso de Halder a los generales, no fue un error de cálculo que cometiera únicamente Hitler.

V

Después de obtener una victoria extraordinaria tras otra, la fe de Hitler en sí mismo había crecido hasta convertirse en una auténtica megalomanía. Solía compararse con Napoleón, Bismarck y otros grandes personajes históricos incluso entre sus invitados personales en el Berghof. Concebía los planes de reconstrucción que le tenían constantemente ocupado como su monumento eterno personal, un testimonio de su grandeza comparable a las edificaciones de los faraones o los césares. Se sentía elegido por el destino. Esa mentalidad arrastraría a Alemania hacia una guerra con Europa durante el verano de 1939.

Hitler hizo público su repentino cambio de política con respecto a Polonia y Gran Bretaña en el gran discurso que pronunció ante el Reichstag el 28 de abril de 1939. Lo que provocó aquel discurso, que duró dos horas y veinte minutos, fue un telegrama que le había enviado el presidente Roosevelt dos semanas antes. Tras la invasión de Checo-Eslovaquia el presidente le había pedido a Hitler que ofreciera una garantía de que se abstendría de emprender cualquier ataque durante los siguientes veinticinco años a treinta países concretos, la mayoría de ellos europeos, pero entre los que también se encontraban Iraq, Arabia, Siria, Palestina, Egipto e Irán. Si Alemania ofrecía esa garantía, declaraba Roosevelt, Estados Unidos contribuiría a trabajar a favor del desarme y el acceso equitativo a las materias primas de los mercados mundiales. El telegrama de Roosevelt enfureció a Hitler. Consideró una señal de desprecio que hubiera sido publicado en Washington antes incluso de que lo recibiera Berlín. Además, su tono le pareció arrogante. Y el nombramiento de los treinta países permitió a Hitler afirmar que se habían hecho indagaciones en todos y cada uno de ellos y ninguno se sentía amenazado por Alemania. Afirmó que, sin embargo, algunos de ellos, como Siria, no habían podido responder porque carecían de libertad y estaban sometidos al control militar de Estados democráticos, mientras que lo que temía la República de Irlanda, aseguró, era una agresión de Gran Bretaña, no de Alemania. El hecho de que Roosevelt planteara la cuestión del desarme (a la que Hitler había sacado tanto partido unos pocos años antes) le puso en bandeja otro regalo propagandístico. Empleó un brutal sarcasmo para arremeter contra Roosevelt, «respondiendo» a sus demandas en veintiún puntos que los miembros del Reichstag convocados recibieron con estruendosas ovaciones, riendo a carcajadas cada vez que Hitler se burlaba del presidente.

Muchos de los oyentes alemanes de la retransmisión pensaban que era uno de los mejores discursos que había pronunciado. William Shirer, el corresponsal estadounidense en Berlín, se sentía inclinado a coincidir con ellos: «Hoy Hitler ha sido un actor magnífico», escribió. La función estuvo dirigida sobre todo al consumo interno. El mundo exterior (al menos los países que creían que habían complacido a Hitler durante demasiado tiempo) quedó menos impresionado.

Antes del vodevil, Hitler había aprovechado la ocasión para rescindir el pacto de no agresión con Polonia y el acuerdo naval con Gran Bretaña. Culpó de la renuncia al pacto naval a la «política de cerco» adoptada por Gran Bretaña. En realidad, estaba sirviendo a los intereses de la armada alemana, que creía que el acuerdo restringía sus proyectos de construcción y había estado presionando desde hacía algún tiempo para que Hitler lo rescindiera. La intransigencia de los polacos sobre Danzig y el Corredor, su movilización del mes de marzo y su alineamiento con Gran Bretaña en contra de Alemania fueron las razones que se alegaron para poner fin al pacto con Polonia.

Hitler había dejado de intentar acercarse a los polacos a finales de marzo, cuando los británicos habían ofrecido su garantía a Polonia, seguida poco después del anuncio de que se iba a firmar un pacto de ayuda mutua británico-polaco. Las directivas militares de principios de abril eran un reconocimiento de ese hecho. Hitler admitía que los polacos no iban a ceder a las exigencias alemanas sin combatir. Por lo tanto, tendrían su combate. Y serían aplastados. Sólo quedaba por decidir el momento y las condiciones.

En una reunión celebrada el 23 de mayo en su despacho de la nueva cancillería del Reich, Hitler expuso sus ideas sobre Polonia y otras cuestiones estratégicas más amplias a un reducido grupo de altos mandos de las fuerzas armadas. No sólo planteó la posibilidad de un ataque a Polonia, sino que dejó claro que el objetivo más trascendental era preparar el inevitable enfrentamiento con Gran Bretaña. A diferencia de la reunión del 5 de noviembre de 1937 en la que Hoβbach había tomado notas, no hay ningún indicio de que los altos mandos del ejército sintieran una grave inquietud ante lo que oyeron. Hitler dejó claras sus intenciones con una claridad brutal. «No es Danzig lo que está en juego. Para nosotros es una cuestión de expandir nuestro espacio vital en oriente, asegurar los suministros de alimentos y además resolver el problema de los Estados bálticos». Era necesario, declaró, «atacar Polonia cuando se presentase la primera oportunidad. No podemos esperar que se repita lo que sucedió en Chequia. Esta vez habrá guerra. Nuestra tarea es aislar Polonia. Conseguir aislarla será decisivo». Por lo tanto, se reservó la elección del momento en el que se emprendería el ataque. Había que evitar que se produjera un conflicto simultáneo con Occidente. No obstante, si eso llegaba a ocurrir, y en aquel momento reveló Hitler sus prioridades, «la lucha debe librarse entonces principalmente contra Inglaterra y Francia». Sería una guerra total: «Debemos quemar nuestras naves y entonces ya no será una cuestión de tener o no tener razón, sino de ser o no ser para ochenta millones de personas». Había que prever una guerra que durase de diez a quince años. «El objetivo es siempre poner a Inglaterra de rodillas», afirmó. Para alivio de los presentes, que lo interpretaron como un indicio del momento en que tenía previsto que estallara el conflicto con Occidente, especificó que había que cumplir objetivos de los planes de rearme en 1943 o 1944, el mismo plazo que había dado en noviembre de 1937. Pero a nadie le cabía ninguna duda de que Hitler tenía la intención de atacar Polonia aquel mismo año.

VI

Durante la primavera y el verano se realizaron frenéticos esfuerzos diplomáticos para tratar de aislar a Polonia e impedir a las potencias occidentales que se inmiscuyeran en lo que se pretendía que fuera un conflicto localizado. El 22 de mayo, Italia y Alemania firmaron el llamado «Pacto de Acero» con el objetivo de disuadir a Gran Bretaña y Francia de que respaldaran a Polonia. Ribbentrop había engañado a los italianos para que firmasen el pacto militar bilateral dándoles a entender que el Führer quería mantener la paz durante cinco años y esperaba que los polacos estuvieran dispuestos a llegar a un acuerdo por la vía pacífica cuando se dieran cuenta de que Occidente no iba a apoyarles.

El gobierno alemán tuvo un éxito desigual en sus intentos de obtener la ayuda o una neutralidad benevolente de varios pequeños países europeos y evitar que fueran arrastrados a la órbita anglo-francesa. En occidente reforzó la neutralidad de Bélgica (pese a la intención de Hitler de ignorarla cuando le conviniera) para mantener a las potencias occidentales lejos de las regiones industriales centrales de Alemania. Durante los años anteriores se habían hecho todos los esfuerzos posibles para fomentar los vínculos comerciales con los países neutrales de Escandinavia, sobre todo para mantener las vitales importaciones de mineral de hierro procedentes de Suecia. En el Báltico, Letonia y Estonia accedieron a firmar pactos de no agresión. En Europa central, los esfuerzos diplomáticos dieron unos resultados más irregulares. Hungría, Yugoslavia y Turquía estaban poco dispuestos a alinearse estrechamente con Berlín. Pero la presión constante había convertido a Rumanía en un satélite económico, lo que ratificó el tratado que firmaron a finales de marzo de 1939 y que poco más o menos garantizaba a Alemania el acceso crucial al petróleo y el trigo rumanos en el caso de que se produjeran hostilidades.

El gran interrogante era la Unión Soviética. Puede que fuera el anticristo del régimen, pero poseía la llave de la destrucción de Polonia. Si se podía evitar que la Unión Soviética se aliara con Occidente mediante el pacto tripartito que Gran Bretaña y Francia estaban intentando conseguir con tan poco entusiasmo o, mejor aún, si se podía obtener lo inimaginable, un pacto entre la Unión Soviética y el mismo Reich, Polonia quedaría totalmente aislada y a merced de Alemania, las garantías anglo-francesas carecerían de valor y Gran Bretaña, el principal adversario, se vería enormemente debilitada. Esas ideas se empezaron a gestar en la mente del ministro de Asuntos Exteriores de Hitler durante la primavera de 1939. Durante las semanas siguientes, fue Ribbentrop, más que un Hitler indeciso, quien tomó la iniciativa por parte de Alemania en analizar todos los indicios de que los rusos pudieran estar interesados en un acercamiento, indicios que habían ido apareciendo desde marzo.

Varios factores sirvieron como estímulo en ese sentido, aunque sólo de un modo muy débil durante bastante tiempo, entre los dirigentes soviéticos: la arraigada creencia de que Occidente pretendía fomentar una agresión alemana en el este (es decir, contra la Unión Soviética), el reconocimiento de que Múnich había puesto fin a la seguridad colectiva, la necesidad de atajar cualquier intento de agresión de los japoneses en oriente y, sobre todo, la necesidad desesperada de ganar tiempo para asegurar las defensas ante el ataque que estaban convencidos de que se iba a producir en algún momento.

Ribbentrop interpretó como una posible señal de que se presentaba una oportunidad el discurso que pronunció Stalin durante el Congreso del Partido Comunista del 10 de marzo, en el que arremetió contra la política de apaciguamiento de Occidente por considerarla un estímulo de la agresividad alemana contra la Unión Soviética y declaró que no tenía ninguna intención de «sacarles las castañas del fuego» a las potencias occidentales. A mediados de abril, el embajador soviético le comentaba a Weizsäcker que las diferencias ideológicas no debían impedir que mejorasen las relaciones. Después Gustav Hilger, un veterano diplomático de la embajada alemana en Moscú, viajó al Berghof para explicar que la destitución el 3 de mayo del ministro de Asuntos Exteriores soviético, Maxim Litvinov (asociado al mantenimiento de unos vínculos estrechos con Occidente, en parte debido al periodo de tiempo en que había sido el embajador soviético en Estados Unidos, y que además era judío), y su sustitución por Vyacheslav Molotov, la mano derecha de Stalin, debía interpretarse como una señal de que el dictador soviético buscaba llegar a un acuerdo con Alemania.

Más o menos al mismo tiempo, el embajador alemán en Moscú, el conde Friedrich Werner von der Schulenburg, informó a Ribbentrop de que la Unión Soviética estaba interesada en un acercamiento a Alemania. Éste intuyó una maniobra que cambiaría las tornas espectacularmente con Gran Bretaña, el país que había osado desairarle, una maniobra que además le granjearía la gloria, el favor de Hitler y le proporcionaría su lugar en la historia como el artífice de la victoria de Alemania. Hitler, por su parte, pensaba que los motivos que había detrás de una apertura de la Unión Soviética a Alemania residían en las dificultades económicas por las que estaba atravesando Rusia y la oportunidad que había visto «el astuto zorro» Stalin de eliminar cualquier amenaza procedente de Polonia en la frontera occidental soviética. Además, él mismo estaba interesado en aislar a Polonia y contener a Gran Bretaña.

Fue entonces cuando Ribbentrop pudo convencer a Hitler de que accediera a satisfacer las peticiones soviéticas de reanudar las negociaciones comerciales con Moscú, que se habían suspendido en febrero. Sin embargo, Molotov le dijo a Schulenburg que era necesario encontrar un «fundamento político» antes de que se pudieran reanudar las conversaciones. No aclaró qué es lo que pensaba exactamente. Los profundos recelos de ambas partes hicieron que las relaciones se enfriaran de nuevo a lo largo de junio. Molotov continuó ofreciendo evasivas y dejando las puertas abiertas. Durante un tiempo sólo se mantuvieron con muy poco entusiasmo las conversaciones sobre economía, hasta que a finales de junio Hitler, molesto por los problemas que estaban planteando los soviéticos en las discusiones sobre comercio, ordenó poner fin a todas las negociaciones. En esa ocasión fueron los soviéticos quienes tomaron la iniciativa. En tres semanas comunicaron que estaban dispuestos a retomar las negociaciones comerciales y que las perspectivas de llegar a un acuerdo económico eran buenas. Ésa era la señal que Berlín había estado esperando. Se ordenó a Schulenburg en Moscú que «retomara el hilo de nuevo».

El 26 de junio, el experto en Rusia de Ribbentrop en el departamento de comercio del Ministerio de Asuntos Exteriores, Karl Schnurre, señaló al encargado de negocios soviético Georgi Astajov y al representante comercial Evgeny Babarin que el pacto comercial podría ir acompañado de un entendimiento político entre Alemania y la Unión Soviética que tuviera en cuenta sus intereses territoriales mutuos. La respuesta fue halagüeña. Molotov se mostró evasivo y algo negativo cuando se reunió con Schulenburg el 3 de agosto. Pero dos días después, Astajov le hizo saber a Ribbentrop que el gobierno soviético estaba seriamente interesado en la «mejora de las relaciones mutuas» y dispuesto a plantearse unas negociaciones políticas.

Hacia finales de julio Hitler, Ribbentrop y Weizsäcker habían ideado la base de un acuerdo con la Unión Soviética que implicaba el reparto de Polonia y los Estados del Báltico. Schulenburg dejó caer algunas pistas sobre aquel acuerdo durante una reunión que mantuvo con Molotov el 3 de agosto. Stalin no tenía ninguna prisa. Se había enterado de lo que pretendían los alemanes y del momento aproximado en que tenían previsto emprender su ofensiva contra los polacos. Pero Hitler no podía perder ni un solo minuto. No se podía retrasar el ataque a Polonia. A mediados de agosto le dijo al conde Ciano que las lluvias del otoño convertirían las carreteras en un barrizal y Polonia en «una inmensa ciénaga […] completamente impracticable para realizar cualquier operación militar». Tenían que lanzar el ataque a finales de aquel mismo mes.

VII

Resulta sorprendente que durante la mayor parte de los tres meses de aquel verano tan lleno de dramatismo, con la guerra a punto de estallar en Europa, Hitler estuviera casi completamente ausente de la sede del gobierno en Berlín. Como siempre, cuando no se hallaba en su refugio alpino sobre el Berchtesgaden, pasaba gran parte del tiempo viajando por Alemania. A principios de junio visitó las obras de la fábrica de la Volkswagen en Fallersleben, donde había puesto la primera piedra alrededor de un año antes. Desde allí viajó hasta Viena para asistir a la «Semana Teatral del Reich», donde acudió al estreno de Friedenstag, de Richard Strauss, entretuvo a sus ayudantes contándoles anécdotas de sus visitas a la ópera y al teatro en aquella misma ciudad treinta años atrás y disertó sobre las maravillas de la arquitectura vienesa. Antes de partir visitó la tumba de su sobrina, Geli Raubal. Después tomó un avión hasta Linz, donde criticó las nuevas viviendas para obreros porque carecían de los balcones que consideraba fundamentales en cualquier apartamento. Desde allí viajó en coche hasta Berchtesgaden, pasando por Lambach, Hafeld y Fischlham, algunos de los lugares vinculados a su infancia y en los que había asistido a la escuela por primera vez.

A principios de julio estuvo en Rechlin, Mecklenburg, inspeccionando nuevos prototipos de aviones, incluido el He 176, el primer avión con motor cohete, que podía alcanzar una velocidad de casi mil kilómetros por hora. Después, a mediados de mes asistió en Múnich a un insólito espectáculo de cuatro días de duración, la «Gran Exposición de Arte Alemán de 1939», cuyo punto culminante fue un gran desfiles con enormes carrozas y extravagantes trajes de épocas pasadas para ilustrar dos mil años de hazañas culturales alemanas. Menos de una semana después hizo su habitual visita al festival de Bayreuth. En Haus Wahnfried, en el edificio anexo que la familia Wagner tenía especialmente reservado para él, Hitler se sentía relajado. Allí era «el tío Wolf», como le habían llamado los Wagner desde los primeros tiempos de su carrera política. En Bayreuth asistió, con un aspecto cohibido vestido con su esmoquin blanco, a representaciones de Der fliegende Holländer, Tristan und Isolde, Die Walküre y Götterdämmerung, y saludó como siempre al público desde la ventana del primer piso.

También hubo un segundo reencuentro con su amigo de la infancia August Kubizek (tras su reunión el año anterior en Linz). Charlaron sobre los viejos tiempos en Linz y en Viena, cuando iban juntos a ver las óperas de Wagner. Kubizek le pidió con timidez que le firmara varias decenas de autógrafos para llevárselos a sus conocidos y Hitler accedió. El intimidado Kubizek, típico funcionario municipal de un tranquilo y pequeño pueblo, aplicó cuidadosamente el papel secante sobre cada una de las firmas. Salieron a dar un paseo y mientras anochecía estuvieron rememorando el pasado junto a la tumba de Wagner. Entonces Hitler mostró Haus Wahnfried a Kubizek. Éste le recordó a su antiguo amigo la historia de Rienzi, que había ocurrido en Linz tantos años atrás: la ópera primeriza de Wagner, basada en la historia de un «tribuno del pueblo» de la Roma del siglo XIV, había entusiasmado tanto a Hitler que, aquella noche, tras la representación, llevó a su amigo a la cima de Freinberg, una colina en las afueras de Linz, e impartió un discurso explicándole el significado de lo que acababan de ver. Hitler volvió a contar la anécdota a Winifried Wagner y al terminar le dijo, con mucho más dramatismo que veracidad: «Fue entonces cuando comenzó todo». Con toda probabilidad, Hitler creía en su propio mito. No cabe duda de que Kubizek creía en él. Emotivo e impresionable como siempre había sido, y por aquel entonces una víctima total del culto al Führer, se fue con los ojos bañados en lágrimas. Poco después oyó los vítores de la multitud despidiendo a Hitler cuando se marchaba.

Hitler estuvo la mayor parte del mes de agosto en el Berghof. Excepto cuando tenía que recibir visitas importantes, la vida cotidiana seguía sus habituales rutinas. Magda Goebbels le habló a Ciano de lo aburrida que estaba. «¡Siempre es Hitler el que habla! —recordaba él que le decía—. Puede ser todo el Führer que quiera, pero siempre se está repitiendo y aburriendo a sus invitados».

Aunque en menor medida que en Berlín, allí se seguía observando un estricto protocolo. Había una atmósfera pesada, sobre todo cuando Hitler estaba presente. Sólo la hermana de Eva Braun, Gretl, relajaba un poco el ambiente, fumando incluso (algo que se veía con muy malos ojos), coqueteando con los ordenanzas y empeñada en divertirse por muy sombría que fuera la influencia que ejercía el Führer sobre todas las cosas. El escaso sentido del humor que afloraba en otras circunstancias solía ser de dudoso gusto en aquella casa dominada por los hombres y en la que las mujeres, Eva Braun incluida, desempeñaban un papel fundamentalmente decorativo. Pero en general imperaba un tono de extrema cortesía, constantemente se besaban las manos de las damas y se empleaba el «Gnädige Frau». Pese a lo mucho que los nazis se burlaban de la burguesía, la vida en el Berghof estaba impregnada de los modales y gustos marcadamente burgueses del dictador arribista.

La prolongada ausencia de Hitler de Berlín en un momento en el que la paz en Europa pendía de un hilo ejemplifica lo lejos que había llegado la desintegración de cualquier cosa que se pareciese a un gobierno central convencional. Pocos ministros tenían permitido verle. Incluso el número de los pocos privilegiados habituales se había reducido. Goebbels todavía seguía estando en desgracia tras su aventura con Lida Baarova. Göring no había recuperado el terreno que había perdido desde Múnich. Speer gozaba de la posición privilegiada del protegido. Pasó gran parte del verano en Berchtesgaden, pero estuvo casi todo el tiempo alimentando la pasión de Hitler por la arquitectura, no discutiendo detalles de la política exterior. Los «asesores» de Hitler en el único asunto que realmente tenía importancia, la cuestión de la guerra y la paz, se limitaban por aquel entonces en gran medida a Ribbentrop, aún más belicista si cabe que el verano anterior, y a los dirigentes militares. En los asuntos vitales de la política exterior Ribbentrop tenía todo el campo prácticamente para él solo, cuando no le representaba su jefe de personal, Walther Hewel, quien suscitaba muchas más simpatías al dictador y a todo el mundo que el jactancioso ministro de Asuntos Exteriores. El segundo hombre a cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores, Weizsäcker, que asumía el mando cuando su jefe se ausentaba de Berlín, aseguraba que no había visto a Hitler, ni tan siquiera de lejos, entre mayo y mediados de agosto. Era difícil descifrar desde Berlín las intenciones de Hitler en el Obersalzberg, añadía Weizsäcker.

La personalización del gobierno en manos de un solo hombre (lo que en este caso suponía una concentración del poder suficiente como para decidir sobre la guerra o la paz) era prácticamente total.

VIII

Danzig, el problema que supuestamente estaba arrastrando a Europa a la guerra, en realidad no era más que un peón en la partida que Alemania estaba jugando desde Berchtesgaden. El Gauleiter Albert Forster (un antiguo empleado de banco de Franconia de treinta y siete años de edad que había aprendido algunas de sus primeras lecciones políticas bajo la tutela de Julius Streicher y era el jefe del NSDAP de Danzig desde 1930) recibió minuciosas instrucciones de Hitler en varias ocasiones a lo largo del verano sobre la manera de mantener viva la tensión sin permitir que llegara a desbordarse. Como el año anterior en los Sudetes, era importante no forzar la situación demasiado pronto. Los acontecimientos locales debían estar exactamente acompasados al ritmo marcado por Hitler. Había que fabricar incidentes para mostrar a la población del Reich, y al mundo exterior, las supuestas injusticias perpetradas por los polacos contra los alemanes en Danzig. Los casos de maltratos (la mayoría de ellos fingidos, algunos auténticos) a la minoría alemana en otras zonas de Polonia también proporcionaban regularmente la materia prima de una campaña de propaganda organizada que, de nuevo, y de manera análoga a la que se libró contra los checos en 1938, llenó las portadas de los periódicos desde mayo con grandes y vociferantes titulares sobre las iniquidades de los polacos.

No cabe duda de que la propaganda surtió efecto. El temor a una guerra contra las potencias occidentales, aunque todavía estaba extendido entre la población alemana, no era ni mucho menos tan intenso (al menos hasta agosto) como lo había sido durante la crisis de los Sudetes. La gente razonaba, no sin cierta razón (y el fomento de la prensa alemana), que pese a las garantías ofrecidas a Polonia, era muy poco probable que Occidente combatiera por Danzig cuando había cedido en los Sudetes. Muchos pensaban que Hitler siempre había logrado salirse con la suya sin que hubiera derramamiento de sangre y que volvería a hacerlo en aquella ocasión. Sin embargo, el miedo a la guerra seguía estando muy extendido. El sentimiento general quizás estuviera reflejado de manera inmejorable en el informe sobre una pequeña población de la Alta Franconia elaborado a finales de julio de 1939: «La respuesta a la pregunta de cómo se debe resolver el problema de “Danzig y el Corredor” sigue siendo la misma entre el público en general: ¿incorporación al Reich? Sí. ¿Mediante la guerra? No».

Pero la inquietud ante la posibilidad de que se desencadenara una guerra generalizada por Danzig no significaba que la población se opusiera a una operación militar contra Polonia; siempre y cuando se pudiera mantener a Occidente al margen de ella. Alentar el odio a los polacos mediante la propaganda era como tratar de abrir una puerta que ya estaba abierta. «Es posible levantar los ánimos de la población mucho más rápidamente contra los polacos que contra cualquier otro pueblo vecino», comentaba la organización socialdemócrata en el exilio, el Sopade. Muchos creían que «a los polacos les vendría bien recibir una buena tunda». Pero por encima de todo, nadie, se decía, fuera la que fuera su postura política, quería un Danzig polaco; la convicción de que Danzig era alemán era universal.

La cuestión que los nazis de Danzig aprovecharon para aumentar la tensión fue la supervisión de la aduana por parte de inspectores polacos. Cuando los inspectores fueron informados el 4 de agosto (en lo que resultó ser la iniciativa de un funcionario alemán demasiado entusiasta) de que no se les permitiría desempeñar su trabajo y respondieron con la amenaza de cerrar el puerto a la entrada de productos alimenticios, la crisis local amenazó con estallar, y con hacerlo demasiado pronto. Los alemanes dieron marcha atrás de mala gana, tal y como informó la prensa internacional. Se ordenó a Forster que se presentase en Berchtesgaden el 7 de agosto, tras lo cual regresó para anunciar que el Führer había llegado al límite de su paciencia con los polacos, los cuales probablemente estaban actuando presionados por Londres y París.

Forster transmitió aquellas alegaciones a Carl Burckhardt, el Alto Comisionado de la Sociedad de Naciones en Danzig. Hitler, que no pasaba por alto ninguna oportunidad de tratar de mantener a Occidente fuera de su guerra con Polonia, estuvo dispuesto a utilizar como intermediario al representante de la detestada Sociedad de Naciones. El 10 de agosto, el Gauleiter Forster llamó por teléfono a Burckhardt para comunicarle que Hitler quería verle en el Obersalzberg a las cuatro de la tarde del día siguiente y ponía a su disposición su avión particular, listo para despegar al día siguiente a primera hora de la mañana. Tras un vuelo en el que un Albert Forster eufórico le estuvo entreteniendo con historias de peleas de cervecerías con los comunistas durante la «época de la lucha», Burckhardt aterrizó en Salzburgo y, tras tomar un rápido aperitivo, viajó en coche por la carretera en espiral que subía más allá del mismo Berghof, hasta el «Nido del Águila», la espectacular «Casa de Té» recientemente construida en las vertiginosas alturas de las cumbres montañosas.

A Hitler no le gustaba el «Nido del Águila» y rara vez subía hasta allí. Se quejaba de que la atmósfera estaba demasiado enrarecida a aquella altitud y eso perjudicaba su presión sanguínea. Temía un accidente en la carretera que había hecho construir Bormann en la escarpada ladera de la montaña y un fallo en el ascensor que subía desde el enorme vestíbulo con paredes de mármol excavado en la roca hasta la cumbre de la montaña, más de cuarenta y cinco metros más arriba. Pero aquélla era una visita importante. Hitler quería impresionar a Burckhardt con las espectaculares vistas de las cumbres montañosas, que invocaban una imagen de distante majestad del dictador de Alemania como el señor de todo lo que contemplaba.

Empleó todos sus recursos para convencer a Burckhardt, y a las potencias occidentales a través de él, de lo humildes y razonables que eran sus reivindicaciones sobre Polonia y de lo fútil que era el apoyo occidental. Casi enmudecido por la rabia, arremetió contra las insinuaciones publicadas en la prensa de que se había acobardado y le habían obligado a ceder en el caso de los funcionarios de aduanas polacos. Tras alzar la voz hasta gritar, vociferó su respuesta al ultimátum polaco: si ocurría el más mínimo incidente, aplastaría a los polacos sin previo aviso y no quedaría ni rastro de Polonia. Si eso implicaba la guerra generalizada, que así fuera. Alemania tenía que vivir de sus propios recursos. Eso era lo único que importaba, el resto eran tonterías. Acusó a Gran Bretaña y a Francia de entrometerse cuando había presentado unas propuestas perfectamente razonables a Polonia. Ahora los polacos habían adoptado una postura que impedía de una vez por todas alcanzar un acuerdo. Sus generales, que se habían mostrado vacilantes el año anterior, esta vez estaban deseando que se les permitiera lanzarse a por los polacos.

Burckhardt, tal y como estaba previsto, comunicó enseguida a los gobiernos británico y francés los puntos esenciales de sus conversaciones con Hitler. No extrajeron más conclusiones de su informe que la de pedir moderación a los polacos.

Mientras Hitler y Burckhardt se reunían en el «Nido del Águila», en el Kehlstein, a escasos kilómetros de allí, se celebraba otra reunión en la magnífica residencia que había adquirido recientemente Ribbentrop junto al lago de Fuschl, cerca de Salzburgo. El conde Ciano, radiante vestido con su uniforme, se enteraba por boca del ministro de Asuntos Exteriores alemán de que habían engañado durante meses a los italianos sobre las intenciones de Hitler. La atmósfera era gélida. Ribbentrop le dijo a Ciano que la «implacable destrucción de Polonia por parte de Alemania» era inevitable. Aquello no se convertiría en un conflicto generalizado. Si a Gran Bretaña y Francia se les ocurría intervenir, estaban condenadas a la derrota. Pero insistió en que la información con la que contaba «y, sobre todo, su conocimiento psicológico» de Gran Bretaña hacían que descartara cualquier tipo de intervención. Ribbentrop le pareció a Ciano irracional y obstinado: «La decisión de combatir es implacable. [Ribbentrop] rechaza cualquier solución que pudiera satisfacer a Alemania y evitar la guerra».

Aquella impresión se vio reforzada cuando Ciano visitó el Berghof al día siguiente. Hitler estaba convencido de que sería un conflicto localizado y de que Gran Bretaña y Francia, por mucho ruido que estuvieran haciendo, no irían a la guerra. Llegaría el día en el que sería necesario combatir a las democracias occidentales. Pero pensaba que «es imposible que esa lucha pueda comenzar ahora». Ciano escribió: «Ha decidido atacar y eso es lo que va a hacer».

Pero Hitler recibió noticias importantes en el mismo momento en que estaba insistiendo al desilusionado Ciano en que estaba decidido a atacar Polonia a finales de agosto como muy tarde: los rusos estaban dispuestos a iniciar conversaciones en Moscú, incluyendo la posición de Polonia. Fue Ribbentrop quien contestó al teléfono exultante en el Berghof. Llamó a Hitler, que interrumpió la reunión con Ciano y volvió a retomarla de un humor excelente para informarle del gran acontecimiento. El camino ya estaba despejado.

Durante los días siguientes se produjo una actividad diplomática frenética en la que Ribbentrop insistía con la máxima urgencia para conseguir un acuerdo lo antes posible y Molotov se dedicaba a ofrecer evasivas con astucia hasta que resultó evidente que el interés soviético por la misión anglo-francesa había desaparecido. Acordaron el texto de un tratado comercial según el cual se intercambiarían cada año bienes de fabricación alemana por valor de 200 millones de marcos del Reich por una cantidad equivalente de materias primas soviéticas. Finalmente, la tarde del 19 de agosto llegó a través del ruidoso teletipo del Berghof la noticia que Hitler y Ribbentrop habían estado esperando con tanta ansiedad: Stalin estaba dispuesto a firmar un pacto de no agresión sin más dilación.

Sólo la fecha propuesta para la visita de Ribbentrop, el 26 de agosto, planteaba un problema grave. Aquél era el día que Hitler había señalado para emprender la invasión de Polonia. Hitler no podía esperar tanto tiempo. El 20 de agosto decidió intervenir personalmente. Envió un telegrama a Stalin, a través de la embajada alemana en Moscú, pidiéndole que se recibiera a Ribbentrop, dotado de plenos poderes para firmar un pacto, el día 22 o el 23. La intervención de Hitler fue decisiva, pero Stalin y Molotov le hicieron sufrir un poco más otra vez. La tensión en el Berghof apenas era soportable. La respuesta no llegó hasta más de veinticuatro horas después, durante la noche del 21 de agosto. Stalin accedió. Se esperaría a Ribbentrop en Moscú dos días más tarde, el 23 de agosto. Hitler se dio una palmada en la rodilla de alegría. Se pidió champán para todos los presentes, pero Hitler ni siquiera lo tocó. «Eso les va a poner realmente en un aprieto», afirmó, refiriéndose a las potencias occidentales.

«Estamos otra vez en la cima. Ahora podemos dormir mejor», escribió Goebbels con regocijo. «La cuestión del bolchevismo tiene una importancia secundaria por el momento —añadió después, aclarando que ésa era también la opinión del Führer—. Estamos necesitados, por lo que comeremos lo que sea al igual que come moscas el diablo». En el extranjero, comentaba Goebbels, el anuncio del inminente pacto de no agresión era «la gran sensación mundial». Pero la respuesta no fue la que habían esperado Hitler y Ribbentrop. La fatalista reacción de los polacos fue que el pacto no cambiaría nada. En París, donde la noticia del pacto soviético-alemán suponía un golpe especialmente duro, el ministro de Asuntos Exteriores, Georges Bonnet, temiendo una entente germano-soviética contra Polonia, se planteó si lo mejor en aquel momento no sería presionar a los polacos para que llegaran a un acuerdo con Hitler con la finalidad de ganar tiempo para que Francia pudiese preparar sus defensas. Pero finalmente, tras vacilar durante un par de días, el gobierno francés confirmó que Francia cumpliría con las obligaciones que había contraído. El gabinete británico, que se reunió la tarde del 22 de agosto, se mostró impasible ante la espectacular noticia, pese a que algunos diputados hicieron preguntas inquisitivas sobre aquel fallo del servicio de espionaje británico. El ministro de Asuntos Exteriores desdeñó el pacto, con tranquilidad aunque de una forma absurda, afirmando que quizá no tuviera demasiada importancia. Se enviaron instrucciones a las embajadas de que las obligaciones de Gran Bretaña con Polonia se mantenían inalterables. Fue aceptada la propuesta de sir Nevile Henderson de enviar una carta personal del primer ministro a Hitler advirtiéndole de que Gran Bretaña estaba decidida a ser leal a Polonia.

Mientras tanto, la mañana del 22 de agosto Hitler, de un humor excelente debido a su último triunfo, se preparaba para exponer sus planes sobre Polonia a todos los jefes de las fuerzas armadas. La reunión había sido convocada en el Berghof antes de que llegara la noticia de Moscú. El objetivo de Hitler era convencer a los generales de que era necesario atacar Polonia sin demora. El éxito diplomático, que para entonces ya era conocido públicamente, no podía más que fortalecer su confianza en sí mismo. Sin duda restaría fuerza a cualquier posible crítica de su público.

Alrededor de cincuenta oficiales se habían reunido en el gran salón del Berghof cuando Hitler comenzó su discurso a mediodía. «Para mí resultaba evidente que tarde o temprano tendría que producirse un conflicto con Polonia —comenzó Hitler—. Yo ya había tomado esa decisión en primavera, pero pensé que en un plazo de pocos años atacaría primero a Occidente y que sólo entonces atacaría Oriente». Las circunstancias habían cambiado su forma de pensar, continuó. En primer lugar señaló su propia importancia para la situación. Sin hacer ninguna concesión a la falsa modestia declaró: «Básicamente, todo depende de mí, de mi existencia, debido a mi talento político. Y además, del hecho de que probablemente nadie volverá a tener nunca la confianza de todo el pueblo alemán como yo la tengo. Probablemente en el futuro nunca vuelva a haber un hombre que posea más autoridad que yo. Por lo tanto, mi existencia es un factor de gran valor. Pero yo puedo ser eliminado en cualquier momento por un asesino o un lunático». También destacó el papel personal de Mussolini y Franco, mientras que tanto Gran Bretaña como Francia carecían de una «personalidad excepcional». Mencionó brevemente las dificultades económicas por las que atravesaba Alemania como un argumento más para no retrasar la operación. «Es fácil tomar decisiones para nosotros. No tenemos nada que perder y lo tenemos todo por ganar. Debido a las restricciones a las que estamos sometidos, nuestra situación económica es tan grave que sólo podemos aguantar unos pocos años más. Göring puede corroborarlo. No tenemos otra elección. Debemos actuar». Repasó la constelación de fuerzas occidentales y concluyó: «Todas estas circunstancias propicias no seguirán existiendo dentro de dos o tres años. Nadie sabe cuánto tiempo más voy a vivir. Por lo tanto, lo mejor es que el conflicto ocurra ahora».

Continuó diciendo que lo más probable era que Occidente no interviniera. Existía ese peligro, pero era un riesgo que había que correr. «Nos enfrentamos —declaró con su dualismo apocalíptico habitual— a la dura elección entre atacar o ser aniquilados tarde o temprano de forma inevitable». Comparó la fuerza relativa del armamento de Alemania con la de las potencias occidentales. Llegó a la conclusión de que Gran Bretaña no estaba en situación de ayudar a Polonia y, además, tampoco había interés allí en librar una guerra larga. Occidente había depositado sus esperanzas en la enemistad entre Alemania y Rusia. «El enemigo no tomó en consideración la enorme fuerza de mi voluntad», se vanaglorió. No había visto más que personajes insignificantes en Múnich. El pacto con Rusia estaría firmado en dos días. «Ahora Polonia está en la posición en la que quiero que esté». No había por qué temer un bloqueo. Oriente suministraría cereales, ganado, carbón, plomo y cinc suficientes. Su único temor, dijo Hitler refiriéndose claramente a Múnich, era «que en el último momento se me presente algún canalla con un plan de mediación». Él se ocuparía de proporcionar un pretexto propagandístico para comenzar la guerra, no importaba lo inverosímil que fuera. Finalizó con un resumen de su filosofía: «Nadie le preguntará al vencedor después de su victoria si dijo o no la verdad. Cuando se comienza una guerra y durante la misma lo que importa no es tener la razón, sino alcanzar la victoria. Cerrad vuestros corazones a la piedad. Actuad con brutalidad. Ochenta millones de personas deben obtener aquello a lo que tienen derecho. Es necesario asegurar su existencia. La razón la tiene el hombre más fuerte».

Aunque lo que había dicho Hitler no hubiera entusiasmado a los generales, no plantearon objeción alguna. Predominaba un estado de ánimo fatalista, resignado. El catastrófico hundimiento del poder del ejército que se había estado produciendo desde las primeras semanas de 1938 no podía haber sido más evidente. Su antiguo jefe Werner von Fritsch, cuya ausencia aún se lamentaba, le había comentado a Ulrich von Hassell algunos meses atrás: «Ese hombre [Hitler] es el destino de Alemania, para bien o para mal. Si está en el abismo, él nos arrastrará a todos nosotros con él. No hay nada que hacer». Aquello daba una idea de cómo el mando de la Wehrmacht había capitulado ante la voluntad de Hitler. Los comentarios del propio Hitler tras la reunión daban a entender que, en vísperas de la guerra, tenía poca confianza en sus generales y sentía un gran desprecio por ellos.

Al final de su discurso, Hitler había hecho una breve interrupción para desear suerte a su ministro de Asuntos Exteriores en Moscú. Ribbentrop se fue en aquel momento para tomar un avión hacia Berlín. Por la noche voló en el avión privado de Hitler hasta Königsberg y, tras una agitada noche llena de nerviosismo que dedicó a preparar sus notas para las negociaciones, a la mañana siguiente voló a la capital rusa. Ribbentrop estaba en el Kremlin a las dos horas de aterrizar. Con Schulenburg (el embajador alemán en Moscú) ejerciendo de ayudante, fue conducido a un gran salón donde, para su sorpresa, no sólo le esperaba Molotov, sino también Stalin en persona. Ribbentrop expresó en primer lugar el deseo de Alemania de establecer nuevas relaciones con la Unión Soviética basadas en unos fundamentos duraderos. Stalin respondió que aunque los dos países se habían «echado cubos de mierda» el uno al otro durante años, no existía ningún obstáculo para poner fin a la pelea. La conversación pasó enseguida a la delineación de las esferas de influencia. Stalin reclamó para la Unión Soviética Finlandia, gran parte del territorio de los Estados bálticos y Besarabia. Como era previsible, Ribbentrop sacó a relucir Polonia y la necesidad de una línea de demarcación entre la Unión Soviética y Alemania. No tardó en llegarse a un acuerdo sobre esa línea (que coincidiría con los ríos Vístula, San y Bug). El proceso para concluir el pacto de no agresión fue rápido. Los cambios territoriales que lo acompañaban, y que suponían el reparto de Europa oriental entre Alemania y la Unión Soviética, fueron recogidos en un protocolo secreto. El único retraso se produjo cuando las reivindicaciones de Stalin sobre los puertos letones de Libau (Liepaja) y Windau (Ventspils) detuvieron las negociaciones durante un rato. Ribbentrop pensó que aquello era algo que debía consultar.

Hitler esperaba nervioso en el Berghof y para entonces ya había hecho que telefonearan a la embajada en Moscú para averiguar la marcha de las conversaciones. Mientras paseaba impaciente de un lado a otro de la terraza, la silueta del Unterberg se perfilaba en medio de un cielo con un impresionante color turquesa, después violeta y más tarde rojo fuego. Below comentó que aquello era el presagio de una guerra cruenta. Si así era, respondió Hitler, lo mejor era que comenzara cuanto antes. Cuanto más tiempo tardara en llegar, más cruenta sería.

A los pocos minutos recibieron una llamada de Moscú. Ribbentrop aseguró a Hitler que las conversaciones estaban marchando bien pero le preguntó por los puertos letones. Hitler consultó un mapa y llamó por teléfono para comunicar su respuesta en menos de media hora: «Sí, de acuerdo». Se había superado el último obstáculo. Aquella noche se celebró una cena en el Kremlin para festejarlo. El vodka y el vino espumoso de Crimea contribuyeron a elevar aún más el estado de ánimo, ya de por sí alegre, de autocomplacencia. Uno de los brindis fue el que Stalin propuso por Hitler. Mientras tanto se habían redactado los textos del pacto y del protocolo. Aunque estaban fechados el 23 de agosto, Ribbentrop y Molotov los firmaron finalmente bastante después de medianoche. Hitler y Goebbels habían pasado la noche viendo una película sin prestarle demasiada atención, todavía demasiado nerviosos con lo que estaba ocurriendo en Moscú como para disfrutarla. Finalmente Ribbentrop llamó por teléfono de nuevo alrededor de la una de la madrugada: un rotundo éxito. Hitler le felicitó. «Esto caerá como una bomba», comentó.

La cálida bienvenida que Hitler dispensó a Ribbentrop cuando regresó al día siguiente a Berlín reflejaba tanto su alivio como su satisfacción. Durante la estancia de su ministro de Asuntos Exteriores en Moscú, Hitler había empezado a pensar que Gran Bretaña podría ir a la guerra después de todo. Ahora estaba seguro de que esa posibilidad había quedado eliminada.

IX

Mientras Ribbentrop viajaba rumbo a Moscú, sir Nevile Henderson, el embajador británico en Berlín, volaba a Berchtesgaden para entregar la carta redactada por el primer ministro, Neville Chamberlain, tras la reunión del gabinete celebrada el 22 de agosto. En aquella carta Chamberlain recalcaba su convicción de que «la guerra entre nuestros dos pueblos sería la mayor catástrofe que podría ocurrir». Pero no dejaba a Hitler ninguna duda sobre la posición británica. Un pacto germano-soviético no modificaría las obligaciones de Gran Bretaña con Polonia. Sin embargo, Gran Bretaña estaba dispuesta a debatir todos los problemas que afectaban a las relaciones con Alemania, si era posible crear una atmósfera pacífica. Además, Gran Bretaña deseaba fervientemente que Polonia y Alemania pusieran fin a sus trifulcas y provocaciones para permitir que pudieran celebrarse unas conversaciones directas entre los dos países sobre el tratamiento recíproco de las minorías.

Henderson llegó al Berghof a la una del mediodía del 23 de agosto acompañado por Weizsäcker y Hewel. Hitler se mostró terriblemente agresivo. «No pronunció largos discursos, pero empleó un lenguaje violento y exagerado tanto al hablar de Inglaterra como de Polonia», informó Henderson. El canciller alemán soltó una serie de feroces diatribas sobre el apoyo británico a los checos el año anterior y a los polacos en aquel momento, mientras que lo único que él había querido era mantener unas relaciones amistosas con Gran Bretaña. Aseguró que el «cheque en blanco» que Gran Bretaña había extendido a Polonia excluía cualquier posibilidad de negociación. Su tono era recriminatorio, amenazante y totalmente inflexible. Al final accedió a responder a Chamberlain en dos horas.

Cuando Henderson volvió a Salzburgo, le llamaron enseguida para que regresara al Berghof. El encuentro fue más breve esta vez, menos de media hora. Hitler estaba más calmado, pero seguía manteniendo inflexiblemente que atacaría Polonia si otro alemán era víctima de maltratos allí. La culpa de la guerra sería totalmente de Gran Bretaña. «Inglaterra [como siempre llamaba a Gran Bretaña] estaba empeñada en destruir y exterminar a Alemania», continuó. Él tenía cincuenta años en aquel momento. Prefería que la guerra estallara entonces que después de cinco o diez años. Henderson respondió que era absurdo hablar de exterminio. Hitler le contestó que Inglaterra estaba luchando a favor de razas inferiores, mientras que él sólo luchaba por Alemania. En esta ocasión los alemanes combatirían hasta el último hombre. Las cosas habrían sido diferentes en 1914 si él hubiera sido el canciller entonces. Gran Bretaña había rechazado con desdén sus reiteradas ofertas de amistad, por lo que había llegado a la conclusión de que Inglaterra y Alemania nunca podrían llegar a entenderse. Ahora Inglaterra le había forzado a firmar un pacto con Rusia. Henderson afirmó que la guerra parecía inevitable si Hitler se empeñaba en seguir adelante con su ataque frontal contra Polonia. Hitler declaró finalmente que sólo un cambio total de la política de Gran Bretaña con Alemania podría convencerle de su deseo de mantener buenas relaciones. La respuesta escrita a Chamberlain que entregó a Henderson venía a decir más o menos lo mismo. Contenía la amenaza (implícitamente clara, aunque no estuviera expresada abiertamente) de ordenar una movilización general en el caso de que Gran Bretaña y Francia movilizaran a sus propias tropas.

Las invectivas de Hitler eran teatrales, como en tantas otras ocasiones. Fueron unas dramatizaciones ejecutadas con la intención de quebrar la garantía británica a Polonia mediante una calculada demostración de brutalidad verbal. En cuanto Henderson se hubo marchado, Hitler se dio una palmada en la rodilla (su habitual forma de felicitarse a sí mismo) y exclamó a Weizsäcker: «Chamberlain no va a sobrevivir a esta discusión. Su gabinete caerá esta misma noche».

Pero el gobierno de Chamberlain seguía en pie al día siguiente. La fe de Hitler en su propio poder había prevalecido sobre cualquier valoración realista. Su comentario ponía de manifiesto hasta qué punto llegaba su ignorancia sobre la actitud del gobierno británico, que en aquel momento contaba con el respaldo incondicional de la opinión pública. Por lo tanto, era inevitable que al día siguiente le desconcertara la mesurada reacción de Gran Bretaña al pacto soviético y le enojaran los discursos que pronunciaron Chamberlain y Halifax en el Parlamento reafirmando la resolución de Gran Bretaña de cumplir sus obligaciones con Polonia. En menos de veinticuatro horas Ribbentrop ya le había convencido de que pasara a ofrecer incentivos, puesto que las amenazas no habían dado ningún resultado.

El 25 de agosto a la una menos cuarto del mediodía informaron a Henderson de que Hitler deseaba verlo a la una y media en la cancillería del Reich. La reunión duró más de una hora. Ribbentrop y el intérprete Paul Schmidt también asistieron. Hitler estaba mucho más tranquilo que durante el anterior encuentro en Berchtesgaden. Criticó el discurso de Chamberlain, pero dijo que estaba dispuesto a hacer «una oferta importante y exhaustiva» a Gran Bretaña y se comprometió a mantener la existencia continuada del imperio británico cuando se hubiera resuelto el problema polaco con carácter de urgencia. Hitler deseaba tanto que se tomase en consideración inmediata y seriamente su «oferta» que propuso a Henderson que volara a Londres, y puso un avión a su disposición. Henderson partió a la mañana siguiente.

En realidad, la «oferta» hecha a Gran Bretaña no era más que una estratagema, otro intento (para entonces cada vez más desesperados) de hacer que Gran Bretaña retirase su apoyo a Polonia y evitar que la guerra localizada que se había planeado se convirtiese en una guerra europea generalizada. Se puede juzgar lo sincera que era la «oferta» de Hitler por el hecho de que al mismo tiempo que Hitler hablaba con Henderson en la cancillería del Reich, se estaban ultimando los preparativos para el comienzo del «caso Blanco» a la mañana siguiente, sábado 26 de agosto, a las cuatro y media de la madrugada.

El 12 de agosto ya había fijado el día 26 como la fecha más probable de la invasión de Polonia. Goebbels se enteró la mañana del día 25 de que la movilización estaba prevista para aquella misma tarde. A mediodía, Hitler le dio instrucciones sobre la propaganda, que debía insistir en que no se había dejado más alternativa a Alemania que combatir a los polacos y preparar a la población para una guerra que podría prolongarse durante «meses y años» si era necesario. Las comunicaciones telefónicas de Berlín con Londres y París se interrumpieron durante varias horas aquella tarde. Las celebraciones de Tannenberg y el congreso del partido fueron cancelados abruptamente. Se cerraron los aeropuertos a partir del 26 de agosto. Y se implantó el racionamiento de alimentos a partir del 27 de agosto. Sin embargo, el día 25 a mediodía, mientras Hitler estaba dando a Goebbels las directrices para la propaganda, la oficina de Keitel llamaba por teléfono a Halder para averiguar cuál era la última hora prevista para dar la orden de marcha, puesto que podría tener que producirse un aplazamiento. Recibió la respuesta: el límite eran las tres de la tarde. A la una y media se retrasó la orden final porque Henderson estaba en aquel momento en la cancillería del Reich. Después se demoró aún más con la esperanza de que Mussolini hubiera respondido al mensaje que le había enviado Hitler aquella misma mañana. Presionado por el programa militar, pero impaciente por que llegaran noticias de Roma, Hitler mantuvo el ataque a la espera durante una hora. Finalmente Hitler no pudo esperar más tiempo y, pese a no haber recibido la respuesta de Mussolini, dio la orden a las 3:02 de la tarde. Se trasmitieron las directivas para la movilización a los comandantes a lo largo de la tarde. Entonces, sorprendentemente, al cabo de cinco horas la orden fue cancelada. La compleja maquinaria de la invasión se detuvo justo a tiempo, lo que hizo que muchos altos mandos del ejército hablaran de incompetencia.

La respuesta de Mussolini había llegado a las seis menos cuarto de la tarde. Brauchitsch llamó por teléfono a Halder a las siete y media para rescindir la orden de invasión. Hitler, conmocionado, había cambiado de idea.

El 24 de agosto Hitler había redactado una larga carta para Mussolini en la que justificaba la alianza con la Unión Soviética y le informaba de que la ofensiva contra Polonia era inminente. El embajador alemán en Roma entregó la carta la mañana del día 25. La respuesta de Mussolini supuso un mazazo tremendo para un Hitler excesivamente seguro de sí mismo. El Duce no se anduvo con rodeos: Italia no estaba en situación de ofrecer ayuda militar en aquel momento. Hitler despidió con frialdad a Attolico, el embajador italiano. «Los italianos se están comportando exactamente como en 1914», le oyó comentar Paul Schmidt. «Eso cambia totalmente la situación —consideraba Goebbels—. El Führer medita y reflexiona. Éste es un grave golpe para él». Durante una hora, en la cancillería del Reich no se oyeron más que comentarios de indignación con el socio del Eje. La palabra «traición» estaba en muchos labios. Se convocó a Brauchitsch a toda prisa. Cuando llegó, en torno a las siete de la tarde, le dijo a Hitler que todavía estaba a tiempo de detener el ataque y le recomendó hacerlo para que el dictador pudiera ganar tiempo en su «juego político». Hitler aceptó la propuesta enseguida. A las ocho menos cuarto de la tarde se envió a Halder la orden desesperada de que detuviese el comienzo de las hostilidades. Keitel salió de la habitación de Hitler para decirle a un ayudante: «La orden de marcha debe ser rescindida inmediatamente».

Hitler recibió otra mala noticia prácticamente al mismo tiempo. Minutos antes de que llegara el mensaje de Roma, el embajador francés, Robert Coulondre, le había comunicado que los franceses también estaban decididos a respetar sus obligaciones con Polonia. Eso no era grave por sí solo. Hitler estaba convencido de que se podría mantener a los franceses fuera de la guerra si Londres no intervenía. Entonces llegó Ribbentrop para informarle de que Gran Bretaña y Polonia habían firmado aquella misma tarde la alianza militar que habían acordado el 6 de abril. Eso había ocurrido después de que Hitler hubiera presentado su «oferta» a Henderson. Debía haber resultado evidente, incluso para Hitler, que no era nada probable que Gran Bretaña rompiera al día siguiente la alianza que acababa de firmar. Ribbentrop, que había sido el héroe del momento sólo un día antes, cayó de repente en desgracia y desapareció durante dos días en medio de una crisis internacional en la que la paz pendía de un hilo. Hitler recurrió de nuevo al gran rival del ministro de Asuntos Exteriores, Göring.

Göring preguntó inmediatamente si la invasión había quedado definitivamente cancelada. «No. Tendré que ver si podemos evitar que intervenga Inglaterra», fue la respuesta. Cuando el emisario personal y amigo de Göring, el empresario sueco Birger Dahlerus, que ya se encontraba en Londres para asediar a lord Halifax con vagos ofrecimientos de buenas intenciones alemanas, similares a las que Henderson iba a llevar poco después a través de la vía oficial, consiguió hacer una llamada telefónica a Berlín con muchas dificultades, se le pidió que se presentase ante el mariscal de campo la noche del día siguiente.

El mensaje de Daladier del 26 de agosto reiterando la solidaridad de Francia con Polonia no había contribuido precisamente a levantar los ánimos en la cancillería del Reich. El caos parecía imperar en el centro del gobierno alemán. Nadie tenía una idea clara de lo que estaba ocurriendo. Hewel, el jefe del personal de Ribbentrop, que pese a ello tenía algunos puntos de vista diferentes a los de su patrón, advirtió a Hitler de que no debía subestimar a los británicos. Él podía juzgar aquel asunto mejor que su ministro, aseguró. Hitler interrumpió furioso la conversación. Brauchitsch pensó que Hitler no sabía qué era lo que debía hacer.

De hecho, Dahlerus lo encontró en un estado de gran agitación cuando lo llevaron a la cancillería a eso de la medianoche. Llevaba consigo una carta de lord Halifax que señalaba, en unos términos que no comprometían a nada, que las negociaciones sólo serían posibles si no se empleaba la fuerza contra Polonia. En realidad no añadía nada a lo que ya había declarado Chamberlain en su carta del 22 de agosto. La carta impresionó a Göring, pero Hitler ni siquiera se dignó a mirarla antes de soltar una larga diatriba, durante la cual se fue sumiendo en un frenético estado de nervios y, caminando de un lado a otro de la sala con los ojos inyectados en sangre, en un momento hablaba con una voz poco clara, lanzando datos y cifras sobre el poderío de las fuerzas armadas alemanas, y al siguiente gritaba como si estuviera en un mitin del partido, amenazando con aniquilar a sus enemigos, lo cual dio a Dahlerus la impresión de encontrarse ante alguien «completamente anormal». Al final Hitler se calmó lo suficiente como para enumerar los puntos de la oferta que quería que Dahlerus llevase a Londres. Alemania deseaba un pacto o una alianza con Gran Bretaña y estaba dispuesta a garantizar las fronteras polacas y defender el imperio británico (incluso contra Italia, añadió Göring). Gran Bretaña debía ayudar a Alemania a recuperar Danzig y el Corredor y a que se le devolvieran sus colonias. Debían ofrecerse garantías a la minoría alemana en Polonia. Hitler había modificado sus demandas en un intento de romper el respaldo británico a Polonia. Al contrario que en la «oferta» hecha a Henderson, ahora parecía poner sobre la mesa una alianza con Gran Bretaña antes de llegar a un acuerdo con Polonia.

Dahlerus llevó el mensaje a Londres la mañana del día siguiente, 27 de agosto. La respuesta fue fría y escéptica. Se envió de vuelta a Dahlerus para informar de que Gran Bretaña estaba dispuesta a alcanzar un acuerdo con Alemania, pero que no iba a rescindir la garantía que había dado a Polonia. Después de que Alemania y Polonia negociaran directamente sobre las fronteras y las minorías, los resultados debían ir acompañados de una garantía internacional. Las colonias podrían ser devueltas a su debido tiempo, pero en ningún caso bajo amenaza de guerra. Se rechazaba la oferta de defender el imperio británico. Para sorpresa de Dahlerus, que regresó a Berlín aquella noche, Hitler aceptó las condiciones, siempre y cuando se dieran instrucciones inmediatas a los polacos de contactar con Alemania para dar comienzo a las negociaciones. Halifax se aseguró de que así se hiciera. En Varsovia, Beck accedió a comenzar las negociaciones. Entretanto seguía en marcha la movilización alemana, que no había sido cancelada junto con la invasión en ningún momento. Antes de que Henderson volviera a Berlín con la respuesta oficial británica, Brauchitsch informó a Halder de que Hitler había fijado de forma provisional la nueva fecha de la ofensiva para el 1 de septiembre.

A las diez y media de la noche del 28 de mayo, Henderson le entregó a Hitler una traducción de la respuesta británica a su «oferta» del 25 de agosto. Ribbentrop y Schmidt estaban presentes. Hitler y Henderson hablaron durante más de una hora. Por una vez Hitler no interrumpió ni sermoneó a Henderson. Según el embajador británico, se mostró educado y razonable y no le enfureció lo que leyó. La «atmósfera cordial» de la que habló Henderson sólo lo era relativamente. Hitler todavía hablaba de aniquilar Polonia. La respuesta británica no ampliaba sustancialmente la contestación informal que había transmitido Dahlerus (y había sido redactada después de conocerse la respuesta de Hitler a aquella iniciativa). El gobierno británico insistía en que un acuerdo previo dirimiera las diferencias entre Alemania y Polonia. Gran Bretaña ya había obtenido garantías de que los polacos tenían voluntad de negociar. Dependiendo del resultado del acuerdo y de cómo se alcanzara, Gran Bretaña estaría dispuesta a trabajar en aras de un entendimiento duradero con Alemania. Pero cumpliría con las obligaciones que había contraído con Polonia. Hitler prometió ofrecer una respuesta por escrito al día siguiente.

A las siete y cuarto de la tarde del 29 de agosto, Henderson, luciendo como siempre un clavel rojo oscuro en el ojal de su traje de raya diplomática, recorrió la Wilhelmstraβe, a oscuras debido a los simulacros de apagones que se estaban efectuando en Berlín, entre una multitud, silenciosa pero no hostil, de entre trescientos y cuatrocientos berlineses, para ser recibido en la cancillería del Reich, como la noche anterior, por un redoble de tambores y una guardia de honor. Otto Meissner, cuyo papel como jefe de la llamada Cancillería Presidencial era básicamente simbólico, y Wilhelm Brückner, el jefe de ayudantes, le condujeron hasta Hitler. Ribbentrop también estaba presente. La actitud de Hitler era menos conciliadora que la noche anterior. Le dio a Henderson su respuesta. Había vuelto a endurecer las condiciones, exactamente como le había ordenado hacerlo a Henlein el año anterior en los Sudetes, hasta tal punto que resultaba imposible satisfacerlas. Ahora exigía que Polonia enviara un emisario con plenos poderes al día siguiente, miércoles 30 de agosto. Incluso el flexible Henderson se quejó de que el plazo de tiempo para la llegada del emisario polaco era imposible de cumplir y dijo que aquello sonaba a ultimátum. Hitler respondió que sus generales le estaban presionando para que tomara una decisión. No querían perder ni un minuto más debido al comienzo de la temporada de lluvias en Polonia. Henderson le dijo a Hitler que cualquier intento de emplear la fuerza contra Polonia desembocaría inevitablemente en un conflicto con Gran Bretaña.

Después de que Henderson se marchara, Hitler recibió al embajador italiano Attolico. Había ido a decirle a Hitler que Mussolini estaba dispuesto a interceder con Gran Bretaña si era necesario. Lo último que quería Hitler, como había dejado claro a sus generales en la reunión del 22 de agosto, era una intercesión en el último momento que diera otro Múnich como resultado, y menos aún del socio que acababa de anunciar que no podía respetar el pacto que había firmado tan recientemente. Hitler le dijo secamente a Attolico que las negociaciones con Gran Bretaña estaban en marcha y que ya había manifestado su disposición a aceptar a un negociador polaco.

A Hitler no le había gustado la respuesta de Henderson a su contestación al gobierno británico. Pidió a Göring que enviara de nuevo a Dahlerus por la vía extraoficial para dar a conocer a los británicos los puntos esenciales de las «generosas» condiciones que estaba proponiendo ofrecer a los polacos: la devolución de Danzig a Alemania y un plebiscito sobre el Corredor (con la concesión de un «corredor a través del Corredor» a Alemania en el caso de que el resultado favoreciera a Polonia). A las cinco de mañana del 30 de agosto, Dahlerus volaba de nuevo hacia Londres en un avión militar alemán. Henderson ya había comunicado una hora antes la nada sorprendente respuesta de lord Halifax: la exigencia alemana de que el emisario polaco llegara aquel mismo día no era razonable.

A lo largo de aquel día, mientras hablaba sobre la paz, Hitler se preparaba para la guerra. Por la mañana dio instrucciones a Albert Forster, que una semana antes había sido proclamado jefe de Estado en Danzig, sobre las medidas que habría de tomar en la ciudad libre cuando estallaran las hostilidades. Más tarde firmó el decreto para instaurar un Consejo Ministerial para la Defensa del Reich, dotado de amplios poderes para promulgar decretos. Presidido por Göring, sus otros miembros eran Hess (como subjefe del partido), Frick (como plenipotenciario para la administración del Reich), Funk (como plenipotenciario para la economía), Lammers (el jefe de la cancillería del Reich) y Keitel (el jefe del alto mando de la Wehrmacht). Tenía todo el aspecto de un «gabinete de guerra» encargado de administrar el Reich mientras Hitler se ocupaba de los asuntos militares. En realidad, la fragmentación del gobierno del Reich había llegado demasiado lejos como para que eso fuese posible. El interés del propio Hitler en evitar que funcionara cualquier órgano centralizado que pudiera poner coto a su propio poder imposibilitaría que el Consejo Ministerial pudiera aportar ni tan siquiera una limitada reinstauración de un gobierno colectivo.

Hitler empleó gran parte del día trabajando en las «propuestas» que iba a plantear al negociador polaco que, como era de prever, no apareció jamás. Aquélla nunca había sido una propuesta seria. Pero cuando Henderson regresó a la cancillería del Reich a medianoche para presentar la respuesta británica al mensaje de Hitler de la noche anterior, encontró a Ribbentrop muy nervioso y de pésimo humor. Las formalidades diplomáticas se mantuvieron a duras penas. Después de que Ribbentrop leyera en voz alta las «propuestas» de Hitler a una velocidad tan vertiginosa que Henderson fue incapaz de anotarlas, se negó (siguiendo las órdenes expresas de Hitler) a dejar que el embajador británico leyera el documento y después lo arrojó sobre la mesa diciendo que estaba desfasado, puesto que no había llegado ningún emisario polaco a Berlín antes de medianoche. Más tarde, visto en retrospectiva, Henderson pensaría que Ribbentrop «estaba echando a perder deliberadamente la última oportunidad de alcanzar una solución pacífica».

En realidad no había existido una «última oportunidad». Nadie había esperado que llegara ningún emisario polaco. Lo que Ribbentrop había procurado era precisamente no transmitir unas condiciones que los británicos podían haber comunicado a los polacos, que a su vez se podían haber mostrado dispuestos a debatirlas. Hitler había necesitado su «generosa propuesta sobre la regulación de la cuestión de Danzig y el Corredor», como Schmidt le oiría decir más tarde, para utilizarla como «una coartada, especialmente de cara al pueblo alemán, para mostrarles que he hecho todo lo que podía para preservar la paz».

El ejército había recibido la orden el 30 de agosto de realizar todos los preparativos necesarios para atacar el 1 de septiembre a las cuatro y media de la madrugada. Si las negociaciones en Londres hacían necesario un aplazamiento, se enviaría un aviso antes de las tres de la tarde del día siguiente. «Se dice que la intervención armada de las potencias occidentales es ahora inevitable —comentó Halder—. A pesar de ello, el Führer ha decidido atacar».

Cuando informaron a Hitler de que Ribbentrop había llegado a la cancillería del Reich, le dijo que ya había dado la orden y que «las cosas estaban en marcha». Ribbentrop le deseó buena suerte. «Parece que la suerte está echada finalmente», escribió Goebbels.

Hitler se aisló completamente de todo contacto con el exterior tras haber tomado su decisión. Se negó a recibir al embajador polaco, Jozef Lipski, aquella misma tarde. Ribbentrop se reunió con él un poco más tarde, pero en cuanto se enteró de que el embajador carecía de poderes plenipotenciarios para negociar, puso fin inmediatamente a la entrevista. Cuando Lipski regresó a su embajada descubrió que habían cortado las líneas telefónicas con Varsovia.

A las nueve de la noche, la radio alemana retransmitió la «propuesta de dieciséis puntos» de Hitler que Ribbentrop había presentado a Henderson a medianoche de una forma tan disparatada. A las diez y media comenzaron a llegar las primeras informaciones sobre varios incidentes fronterizos graves, entre ellos un ataque armado «polaco» a la emisora de radio de Gliwice, en la Alta Silesia. La oficina de Heydrich llevaba semanas planeando esos incidentes, utilizando hombres de las SS vestidos con uniformes polacos para perpetrar los ataques. Para que los incidentes parecieran más auténticos, fueron asesinados varios prisioneros de los campos de concentración mediante inyecciones letales y se los dejó en los lugares convenientes para que proporcionaran los cadáveres necesarios.

En toda Alemania, la población siguió ocupándose de sus asuntos cotidianos como de costumbre. Pero la normalidad era engañosa. La probabilidad de la guerra ocupaba la mente de todos. Una guerra breve, sin apenas bajas y limitada a Polonia, era otra cosa. Pero ahora parecía casi seguro que estallaría una guerra con Occidente, algo que muchas de las personas que tenían recuerdos de la gran guerra de 1914-1918 habían temido durante años. El estado de ánimo no era como el de agosto de 1914, no había un «patriotismo lleno de vítores». Los rostros de la gente expresaban su ansiedad, sus miedos, preocupaciones y la resignada aceptación de aquello a lo que se enfrentaban. «Todo el mundo está en contra de la guerra —escribió el corresponsal estadounidense William Shirer el 31 de agosto—. ¿Cómo es posible que un país vaya a una guerra tan enorme con una población tan opuesta a ello?», preguntaba. «Es probable que la confianza en el Führer se vea sometida ahora a su prueba de fuego más dura —decía un informe del distrito de Ebermannstadt, en la Alta Franconia—. La aplastante mayoría de los camaradas del pueblo espera de él que evite la guerra incluso, si es imposible de otra manera, a costa de Danzig y el Corredor».

No es posible determinar hasta qué punto aquel informe reflejaba la opinión pública con precisión. En cualquier caso, la pregunta es irrelevante. Los ciudadanos corrientes, independientemente de sus temores, no tenían ningún poder para influir en el curso de los acontecimientos. Mientras muchos de ellos dormían con inquietud albergando la esperanza de que, incluso entonces, ocurriera a última hora o después algún milagro que preservase la paz, a las cuatro y media de la madrugada se disparaban las primeras balas y caían las primeras bombas cerca de Dirschau. Y exactamente un cuarto de hora después, en el puerto de Danzig, los cañones del viejo acorazado Schleswig-Holstein, reconvertido en un buque escuela de la armada, apuntaban al depósito de municiones fortificado polaco de Westerplatte y abrían fuego.

A última hora de la tarde el alto mando del ejército informó: «Nuestras tropas han cruzado la frontera por todas partes y avanzan hacia sus objetivos del día, sólo frenadas ligeramente por las tropas polacas que han sido enviadas en su contra». En el propio Danzig, el supuesto objetivo del conflicto entre Alemania y Polonia, los puestos fronterizos y los edificios públicos bajo control polaco habían sido atacados al amanecer. Se había expulsado al alto comisionado de la Sociedad de Naciones y la bandera con la esvástica ondeaba en el edificio de la institución. El Gauleiter Albert Forster proclamó la reincorporación de Danzig al Reich. En medio de la confusión del primer día de hostilidades, probablemente poca gente en Alemania prestó demasiada atención.

Durante aquella mañana gris y nublada, lo que detectó Shirer en la poca gente que había en la calle fue apatía. Los exiguos grupos que se alineaban en las aceras no vitorearon demasiado cuando el coche de Hitler se dirigió al Reichstag poco antes de las diez de la mañana. Habían sido llamados a filas unos cien diputados, pero Göring se ocupó de que no hubiera espacios vacíos cuando hablara Hitler. Para llenarlos se limitó a reclutar a funcionarios del partido. Hitler, vestido con el uniforme de la Wehrmacht, no estaba ni muchísimo menos en plena forma. Sonaba forzado. Hubo menos aclamaciones de lo habitual. Tras una extensa justificación de la supuesta necesidad de la acción militar alemana, declaró: «Anoche Polonia utilizó por primera vez a sus soldados regulares para disparar contra nuestro territorio. Desde las seis menos cuarto de la madrugada [en realidad se refería a las cinco menos cuarto], hemos respondido al fuego. Y a partir de ahora cada bomba se responderá con otra bomba».

Hitler aún no había abandonado la esperanza de poder mantener a los británicos fuera del conflicto. Cuando volvió del Reichstag hizo que Göring convocase a Dahlerus para hacer un último intento. Pero no quería ninguna intercesión exterior, no quería otro Múnich. Mussolini, influido por Ciano y Attolico y disgustado por la humillación que había sufrido Italia al ser incapaz de ofrecer ayuda militar, había estado intentando organizar una conferencia de paz durante varios días. Ahora estaba desesperado por evitar que se extendiera la guerra, ya que temía que Gran Bretaña y Francia atacaran Italia. Antes de recibir a Dahlerus, Hitler envió al Duce un telegrama diciéndole explícitamente que no quería su mediación. Entonces llegó Dahlerus, a quien le pareció que Hitler estaba muy nervioso. Le olía tan mal el aliento que Dahlerus se sintió tentado de retroceder un paso o dos. El talante de Hitler era totalmente implacable. Estaba decidido a quebrar la resistencia polaca «y aniquilar al pueblo polaco», le dijo a Dahlerus. Acto seguido añadió que estaba dispuesto a entablar nuevas negociaciones si los británicos así lo querían. Después repitió su amenaza, en un tono aún más histérico. Era a los británicos a quienes les interesaba evitar luchar contra él. Pero sin Gran Bretaña elegía luchar, lo pagaría muy caro. Él lucharía uno, dos o incluso diez años si era necesario.

Los informes de Dahlerus sobre aquellas muestras de histeria no podían impresionar demasiado en Londres. Tampoco lo hizo un ofrecimiento oficial presentado la noche del 2 de septiembre, invitando a sir Horace Wilson a Berlín para mantener conversaciones con Hitler y Ribbentrop. Wilson se limitó a responder que las tropas alemanas debían retirarse antes del territorio polaco. De lo contrario, Gran Bretaña lucharía. No era más que una repetición del mensaje que el embajador británico ya había transmitido a Ribbentrop la noche anterior, al cual no había seguido ninguna respuesta. A las nueve de la mañana del 3 de septiembre Henderson entregó el ultimátum británico al intérprete Paul Schmidt, en lugar de a Ribbentrop, que se había negado a recibir al embajador británico. A no ser que Alemania ofreciese garantías antes de las 11 de la mañana de que estaba dispuesta a poner fin a su operación militar y a retirarse de suelo polaco, decía el ultimátum, «entre los dos países existirá un estado de guerra a partir de esa hora». No se ofrecieron esas garantías. «Por lo tanto —comunicó Chamberlain por la radio al pueblo británico y repitió inmediatamente después en la Cámara de los Comunes—, este país está en guerra con Alemania». La declaración de guerra francesa se produjo aquella misma tarde a las cinco.

Hitler había arrastrado a Alemania a una guerra generalizada en Europa que había querido evitar durante algunos años más. Algunas personas «bien informadas» del ejército pensaban que éste, con 2,3 millones de soldados gracias a la velocidad a la que se había ejecutado el plan de rearme, estaba menos preparado para una gran guerra que en 1914. Hitler combatía en aquella guerra con la Unión Soviética, el gran enemigo ideológico, como aliado. Y estaba en guerra con Gran Bretaña, el «amigo» potencial al que había tratado de cortejar durante años. A pesar de todas las advertencias, sus planes (en todo momento respaldados por su belicista ministro de Asuntos Exteriores) se habían basado en el supuesto de que Gran Bretaña no entraría en la guerra, aunque había mostrado que esa eventualidad no le iba a detener. No resulta sorprendente que, si hemos de creer la versión de Paul Schmidt, cuando Hitler recibió el ultimátum británico la mañana del 3 de septiembre se volviera furioso hacia Ribbentrop y le preguntara: «¿Y ahora qué?».

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«La responsabilidad de esta terrible catástrofe recae sobre los hombros de un solo hombre —dijo Chamberlain en la Cámara de los Comunes el 1 de septiembre—: el canciller alemán, que no ha vacilado en sumir al mundo en la desgracia para satisfacer sus absurdas ambiciones». Era una simplificación excesiva pero comprensible. Aquella interpretación personalista necesariamente excluía los pecados de omisión y de acción cometidos por otros (incluidos el gobierno británico y sus aliados franceses), que habían contribuido a permitir que Hitler acumulara una base de poder única y de tal magnitud que sus acciones podían determinar el destino de Europa.

En el ámbito internacional, la combinación de intimidación y chantaje empleada por Hitler no podía haber funcionado si el acuerdo europeo de la posguerra no hubiera sido tan frágil. El Tratado de Versalles le había brindado a Hitler la base de sus crecientes exigencias, que se aceleraron drásticamente durante los años 1938 y 1939. Había proporcionado la plataforma para la agitación étnica que Hitler pudo aprovechar fácilmente en la olla a presión en que se habían convertido Europa central y oriental. Además, había dejado un incómodo sentimiento de culpa en Occidente, sobre todo en Gran Bretaña. Era posible que Hitler vociferase y exagerara, sus métodos podían ser repugnantes, pero, ¿acaso no había algo de verdad en lo que decía? Los gobiernos occidentales así lo pensaban y, respaldados por unas poblaciones cansadas de la guerra, deseaban evitar una nueva conflagración más que nada en el mundo y estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para conseguirlo, por lo que hicieron los máximos esfuerzos para aplacar a Hitler, aunque su diplomacia tradicional no era rival para unas técnicas de mentiras y amenazas sin precedentes. Para cuando las potencias occidentales comprendieron plenamente a qué se estaban enfrentando, ya no estaban en condiciones de meter en cintura al «perro rabioso».

Dentro de Alemania, el desmoronamiento de cualquier apariencia de gobierno colectivo durante los seis años anteriores confirió a Hitler una posición en la que él solo determinaba el rumbo. Nadie ponía en duda que era él quien tenía el derecho a decidir y que había que poner en práctica sus decisiones; ése fue el asfixiante efecto de varios años de creciente culto al Führer. En los momentos críticos estaba reunido constantemente con Ribbentrop, Göring, Goebbels, Himmler y Bormann. Otras personalidades importantes del partido, ministros del gobierno e incluso favoritos de la corte como Speer, tenían poco o ningún contacto con él. También estaba en contacto constante, naturalmente, con el alto mando de la Wehrmacht. Pero mientras que Goebbels, por ejemplo, sólo se enteraba de forma indirecta de los planes militares, los jefes de las fuerzas armadas a menudo carecían de una información completa, o la recibían con retraso, sobre los acontecimientos diplomáticos. El gabinete, por supuesto, nunca se reunía. Lo extraordinario, tratándose de un Estado moderno complejo, es que no había un gobierno más allá de Hitler y aquellos individuos con los que decidiera consultar en cada momento. Hitler era el único vínculo entre las diferentes piezas que componían el régimen. Sólo se podían tomar las decisiones cruciales en su presencia. Pero aquellos a quienes admitía en su presencia, aparte de su séquito habitual de secretarias, ayudantes y demás personal de ese tipo, eran en su mayor parte oficiales que necesitaban directrices operativas o gente como Ribbentrop o Goebbels, que pensaban como él y dependían de él. El gobierno interno del Reich se había convertido en la autocracia del Führer.

Para quienes estaban cerca de Hitler, su forma personalizada de tomar decisiones no tenía nada que ver con la consistencia, la claridad o la racionalidad. Al contrario, fomentaba una improvisación desconcertante, veloces cambios de rumbo e incertidumbre. Hitler estaba desquiciado, lo cual se contagiaba a quienes le rodeaban. Las presiones externas propias del rumbo en el que se había embarcado coincidieron en aquel punto con su psicología. A la edad de cincuenta años, los hombres reflexionan a menudo sobre las ambiciones que un día tuvieron y sobre el hecho de que se agota el tiempo para cumplirlas. Para Hitler, un hombre con un ego extraordinario y la ambición de pasar a la historia como el alemán más grande de todos los tiempos, pero también un hipocondríaco a quien ya preocupaba la proximidad de la muerte, estaban intensamente magnificadas la sensación de envejecer, la de que desaparecía el vigor juvenil y la de que no tenía tiempo que perder.

Hitler sentía que el tiempo se le echaba encima, que debía actuar antes de que la situación fuera menos ventajosa. Había previsto que la guerra con Occidente comenzara en torno a 1943 o 1945, y con la Unión Soviética en un momento posterior (aunque nunca se había especificado plazo alguno). Jamás había pensado en evitar la guerra. Al contrario, la rememoración de la derrota de la primera gran guerra hacía que lo supeditara todo a la victoria en la segunda gran guerra que habría de llegar. Nunca había dudado, y lo había repetido en innumerables ocasiones, de que sólo la guerra podía decidir el futuro de Alemania. Según la forma de pensar dualista con la que razonaba siempre, la victoria aseguraría la supervivencia y la derrota supondría la erradicación total, el fin del pueblo alemán. Para Hitler la guerra era inevitable. Lo único discutible eran el momento y la dirección de la misma. Y no había tiempo que perder. Partiendo de sus propias extrañas premisas, dados los exiguos recursos de Alemania y los rápidos avances en los rearmes de Gran Bretaña y Francia, lo que decía no carecía de cierta retorcida lógica. El tiempo se estaba agotando para las opciones de la guerra de Hitler.

Esa vigorosa fuerza rectora de la mentalidad de Hitler se veía reforzada por otras facetas de su extraordinaria estructura psicológica. Los años de éxitos espectaculares (todos los cuales atribuía al «triunfo de la voluntad») y la adulación y el servilismo sin matices que le rodeaban en todo momento, el culto al Führer en el que se asentaba el «sistema», para entonces habían borrado en él cualquier pequeña conciencia de sus propias limitaciones que pudiera haber existido. Eso lo condujo a una sobrevaloración desastrosa de sus propias capacidades, unida a una denigración extrema de quienes, más racionales que él, abogaban por una cautela mayor, sobre todo en las fuerzas armadas. Eso iba acompañado de una negativa igualmente catastrófica a considerar más que como una señal de debilidad la idea de transigir, por no hablar de la de retroceder. No cabe duda de que la experiencia de la guerra y su traumático desenlace habían reforzado esa característica. De hecho, ya estaba presente en los primeros pasos de su carrera política, por ejemplo en la época del putsch frustrado en Múnich en 1923. Pero debía tener unas raíces más profundas. Puede que los psicólogos posean las respuestas. En cualquier caso, ese rasgo de su conducta, que se iba haciendo cada vez más peligroso a medida que el poder de Hitler aumentaba hasta suponer una amenaza para la paz de Europa, recordaba al niño consentido convertido en un hombre obsesionado con mostrar su hombría. Su incapacidad para comprender que el gobierno británico no estuviera dispuesto a ceder ante sus amenazas desencadenaba ataques de rabia por la frustración. La certeza de que acabaría saliéndose con la suya mediante la intimidación se convertía en una furia ciega siempre que su farol quedaba al descubierto. El poder que confería a su propia imagen y prestigio era extremadamente narcisista. Es muy elocuente a este respecto el número de veces que recordó como afrentas a su prestigio la movilización checa de mayo de 1938 y luego la movilización polaca de marzo de 1939. La consecuencia más duradera fue una sed de venganza cada vez mayor. Después consideraría que la rescisión de la orden de atacar Polonia el 26 de agosto, que fue tan criticada por los militares como una muestra de incompetencia, había sido una derrota ante sus generales y sintió que su prestigio estaba amenazado. La consecuencia fue una impaciencia creciente por resarcirse lo antes posible con una nueva orden, para la cual ya no habría marcha atrás.

No sólo fueron las circunstancias externas, sino también su propia psique, lo que le empujó hacia delante y le compelió a asumir el peligro. El 29 de agosto, cuando Göring le sugirió que no era necesario «jugárselo todo», Hitler le dio una respuesta que encajaba perfectamente con su carácter: «A lo largo de mi vida siempre me lo he jugado todo». Para él no había otra alternativa.