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LA CREACIÓN DE UN DICTADOR

I

¡Hitler es el canciller del Reich! ¡Y qué gabinete! Un gabinete con el que ni siquiera nos habíamos atrevido a soñar en julio. ¡Hitler, Hugenberg, Seldte, Papen! Una gran parte de mis esperanzas en Alemania están depositadas en cada uno de ellos. El ímpetu nacionalsocialista, la razón nacional alemana, el Stahlhelm no político y, no lo olvidamos, Papen. Es tan increíblemente maravilloso […]. ¡Qué gran logro el de Hindenburg!

Ésa fue la eufórica reacción de la maestra de Hamburgo Louise Solmitz ante la espectacular noticia de que Hitler había sido nombrado canciller el 30 de enero de 1933. Como tantos otros ciudadanos de clase media y nacionalistas conservadores que habían llegado hasta Hitler, el otoño anterior había albergado dudas cuando creyó que se estaba dejando influir por las tendencias socialistas radicales dentro del partido. Ahora que Hitler había accedido al poder, pero rodeado de los paladines de la derecha conservadora en los que ella confiaba y al frente de un gobierno de «concentración nacional», su alegría no tenía límites. Ya podía empezar la renovación nacional que tanto ansiaba. Eran muchos los que, pese a no figurar entre los acérrimos seguidores de los nazis, habían depositado sus esperanzas e ideales en el gabinete de Hitler y se sentían del mismo modo.

Pero había millones que no. El miedo, la angustia, la inquietud, una hostilidad implacable, la optimista ilusión de que el régimen desaparecería pronto y una audaz rebeldía se mezclaban con la apatía, el escepticismo, la condescendencia ante la supuesta incapacidad del nuevo canciller y de sus colegas nazis del gabinete, y la indiferencia.

Las reacciones variaban según las ideas políticas y la actitud personal. Además de las infundadas esperanzas de la izquierda en la fuerza y la unidad del movimiento obrero, estaba el craso error de creer que Hitler no era más que un títere de quienes «realmente» detentaban del poder, las fuerzas del gran capital, representadas por sus amigos en el gabinete. La población católica, influida por años de advertencias del clero, se mostraba preocupada e insegura. Entre muchos feligreses protestantes reinaba el optimismo porque creían que la renovación nacional traería consigo la revitalización moral interior. Mucha gente corriente, después de lo que había tenido que soportar durante la Depresión, simplemente acogió con indiferencia la noticia de que Hitler era canciller. Los ciudadanos de provincias que no eran nazis fanáticos o adversarios comprometidos solían encogerse de hombros y seguir adelante con su vida, dudando de que otro cambio de gobierno trajera mejora alguna. Algunos creían que Hitler ni siquiera iba a estar tanto tiempo en el cargo como Schleicher y que su popularidad caería en picado en cuanto surgiera la decepción ante la vacuidad de las promesas nazis. Pero los críticos perspicaces de Hitler eran capaces de ver que, ahora que disfrutaba del prestigio de la cancillería, podría disipar en gran medida el escepticismo y conseguir un gran respaldo atajando con éxito el desempleo masivo, algo a lo que ninguno de sus predecesores se había acercado siquiera.

Por supuesto, para los nazis, el 30 de enero de 1933 fue el día con el que habían soñado, el triunfo por el que habían luchado, la apertura de las puertas a un mundo feliz y el inicio de lo que muchos confiaban en que fueran oportunidades de prosperidad, progreso y poder. Una muchedumbre acompañó a Hitler, aclamándole con entusiasmo durante el camino de vuelta al Kaiserhof después de haber sido nombrado canciller por Hindenburg. Para las siete de la tarde Goebbels había improvisado un desfile con antorchas de los hombres de las SA y las SS por el centro de Berlín que se prolongó hasta pasada la medianoche. Se apresuró a aprovechar las nuevas instalaciones de la radio estatal que tenía a su disposición para retransmitir unas enardecedoras declaraciones. Según él, habían participado un millón de personas. La prensa nazi redujo esa cifra a la mitad. El embajador británico calculó una cifra máxima de unas 50.000 personas. Su agregado militar habló de unas 15.000. Fuera cual fuera la cifra, el espectáculo fue inolvidable, emocionante y embriagador para los seguidores nazis, y amenazador para quienes dentro y fuera el país temían las consecuencias de que Hitler detentara el poder.

Hitler no había «tomado» el poder, como sostenía la mitología nazi: se lo habían entregado cuando el presidente del Reich le había nombrado canciller, como había sucedido con sus predecesores inmediatos. Aun así, las ovaciones orquestadas, que sumían al propio Hitler y a otros jefes del partido en un estado de éxtasis, ponían de manifiesto que no se trataba de un traspaso del poder normal y corriente. Y prácticamente de un día para otro quienes no habían entendido bien o habían malinterpretado la trascendencia de los acontecimientos de aquella jornada se darían cuenta de lo equivocados que estaban. Después del 30 de enero de 1933 Alemania nunca volvería a ser la misma.

Aquel día histórico fue un final y un principio. Significaba la defunción, no lamentada, de la República de Weimar y el momento culminante de la crisis generalizada del Estado que había provocado su caída. Al mismo tiempo, el nombramiento de Hitler como canciller supuso el inicio de un proceso que desembocaría en el abismo de la guerra y el genocidio, y causaría la propia destrucción de Alemania como Estado-nación. Marcó el comienzo de un proceso de eliminación asombrosamente rápida de las restricciones impuestas a las conductas más inhumanas que terminaría en Auschwitz, Treblinka, Sobibor, Majdanek y los demás campos de la muerte cuyos nombres son sinónimos del horror del nazismo.

Lo extraordinario de las convulsiones sísmicas de 1933 y 1934 no fue lo mucho, sino lo poco que el nuevo canciller tuvo que hacer para conseguir ampliar y consolidar su poder. La dictadura de Hitler fue obra tanto de otros como de sí mismo. Hitler, en tanto que «figura representativa» del «renacimiento nacional», podía ejercer por lo general la función de activador y posibilitador de las fuerzas que había desatado, autorizando y legitimando medidas tomadas por otros que se apresuraban a cumplir lo que consideraban sus deseos. «Trabajar en aras del Führer» funcionaba como la máxima subyacente del régimen desde el principio.

En realidad, Hitler no estaba en condiciones de actuar como un dictador absoluto cuando asumió el cargo el 30 de enero de 1933. Mientras Hindenburg viviera, existía un objeto de lealtad que podía ser un posible rival también para el ejército. Pero en el verano de 1934, cuando sumó la jefatura del Estado a la presidencia del gobierno, eliminó todas las restricciones formales a su ejercicio del poder. Y para entonces el culto a la personalidad creado en torno a Hitler había alcanzado nuevos niveles de idolatría y había logrado millones de conversos, cuando se llegó a considerar al «canciller del pueblo», como le había bautizado la propaganda, un líder nacional y no simplemente de un partido. El desprecio y el odio por un sistema parlamentario que para la mayoría había fracasado miserablemente dieron como resultado una predisposición a confiar el monopolio del control del Estado a un dirigente que afirmaba poseer una conciencia única de su misión y al que sus muchos seguidores atribuían cualidades heroicas casi mesiánicas. En consecuencia, las formas convencionales de gobierno quedaban cada vez más expuestas a los arbitrarios envites del poder personalizado. Era un camino seguro hacia el desastre.

II

Al principio hubo pocos indicios de esto. Hitler, consciente de que su posición no era en modo alguno segura y no queriendo granjearse la antipatía de sus socios de coalición en el gobierno de «concentración nacional», inicialmente se mostraba cauto en las reuniones del gabinete, abierto a las sugerencias, dispuesto a aceptar consejos (no sólo en asuntos complejos de política financiera y económica) y nada desdeñoso de los puntos de vista opuestos al suyo. Esto no empezaría a cambiar hasta abril y mayo. En las primeras semanas, al ministro de Finanzas, Schwerin von Krosigk, que había conocido a Hitler cuando los miembros del gabinete tomaron posesión de sus cargos el 30 de enero, no fue el único a quien Hitler le parecía «educado y sosegado» a la hora de gestionar los asuntos del gobierno, bien informado, respaldado por una buena memoria y capaz de «comprender lo esencial de un problema», de resumir de forma concisa largas deliberaciones y de plantear de forma nueva un asunto.

El gabinete de Hitler se reunió por primera vez a las 5 de la tarde del 30 de enero de 1933. El canciller del Reich empezó señalando que millones de personas habían acogido con alegría al gabinete formado bajo su dirección y pidió a sus colegas que le respaldaran. Después, el gabinete analizó la situación política. Hitler comentó que, sin el apoyo del Zentrum, resultaría imposible posponer la convocatoria del Reichstag (que se debía reunir el 31 de enero tras haber suspendido sus actividades durante dos meses). Quizá se consiguiera la mayoría en el Reichstag ilegalizando el KPD, pero esto resultaría inviable y podría desencadenar una huelga general. Quería evitar a toda costa que el Reichswehr tuviera que participar en la represión de dicha huelga, un comentario que acogió favorablemente el ministro de Defensa Blomberg. Hitler prosiguió diciendo que lo mejor era disolver el Reichstag y obtener una mayoría para el gobierno en las nuevas elecciones. Sólo Hugenberg (tan reacio como Hitler a tener que contar con el Zentrum, pero consciente, también, de que cabía la posibilidad de que unas nuevas elecciones favorecieran al NSDAP) habló expresamente a favor de la ilegalización del KPD a fin de preparar el terreno para la aprobación de una ley de plenos poderes. Dudaba de que se fuera a convocar una huelga general. Se calmó cuando Hitler le aseguró que el gabinete se mantendría sin cambios tras las elecciones. Papen era partidario de presentar de inmediato una ley de plenos poderes y de reconsiderar la situación cuando fuera rechazada en el Reichstag. Otros ministros, previendo que no habría promesas de apoyo del Zentrum, preferían la convocatoria de nuevas elecciones a la amenaza de una huelga general. Se levantó la sesión sin que se hubiera tomado ninguna decisión firme. Pero Hitler ya había aventajado a Hugenberg y había conseguido apoyo para lo que quería: la disolución lo antes posible del Reichstag y nuevas elecciones.

La tarde siguiente convencieron a Hindenburg para que concediera a Hitler lo que le había negado a Schleicher sólo cuatro días antes: la disolución del Reichstag. Hitler alegó, y le secundaron Papen y Meissner, que se debía dar al pueblo la oportunidad de confirmar su apoyo al nuevo gobierno. Aunque podía obtener la mayoría en el Reichstag tal como estaban las cosas, unas nuevas elecciones le concederían una mayoría aún más amplia, que a su vez permitiría aprobar una ley de plenos poderes general, lo que le permitiría aprobar las medidas que darían lugar a una recuperación. La disolución no se atenía en modo alguno al espíritu de la Constitución. Las elecciones se habían convertido en una consecuencia, no en la causa, de la formación de un gobierno. Al Reichstag ni siquiera se le había brindado la oportunidad de demostrar su confianza (o la falta de la misma) en el nuevo gobierno. Se había planteado directamente al pueblo una decisión que sólo le correspondía tomar al Parlamento. Aquello era un paso en la tendencia a la aclamación por plebiscito.

La estrategia inicial de Hitler se limitaba a convocar nuevas elecciones y a aprobar después una ley de plenos poderes. Sus socios conservadores, tan deseosos como él de poner fin al parlamentarismo y suprimir los partidos marxistas, le facilitaron las cosas. La mañana del 1 de febrero le contó al gabinete que Hindenburg había accedido a disolver el Reichstag. Se convocaron elecciones para el 5 de marzo. El propio canciller del Reich aportó el lema del gobierno: «Ataque contra el marxismo». Aquella tarde, rodeado de su gabinete en su despacho de la cancillería del Reich, vestido con un traje azul marino y una corbata blanca y negra, sudando a chorros por el nerviosismo y hablando, algo insólito, en un tono monótono, Hitler se dirigió por primera vez al pueblo alemán a través de la radio. El «Llamamiento del gobierno del Reich al pueblo alemán» que leyó en voz alta estaba lleno de retórica pero vacío de contenido; era el primer golpe propagandístico de la campaña electoral, más que un programa de medidas políticas definido. Hitler, lleno de patetismo, hizo un llamamiento al pueblo, en nombre del gobierno, para superar las divisiones de clase y firmar junto al gobierno una ley de reconciliación que hiciera posible el resurgimiento de Alemania. «Los partidos marxistas y quienes los acompañaban tuvieron catorce años para ver qué podían hacer. El resultado es un montón de ruinas. Ahora, el pueblo alemán, nos concede cuatro años y después nos juzgará y sentenciará», declaró. Terminó, como solía concluir sus discursos importantes, utilizando un lenguaje pseudorreligioso, pidiendo al Todopoderoso para que bendijera la labor del gobierno. La campaña electoral había empezado. Iba a ser una campaña diferente a las anteriores, en la que el gobierno, que ya gozaba de un amplio respaldo, se distanciaría claramente de todo lo que le había precedido en la República de Weimar.

Hacia el final de su proclama, Hitler se presentó por primera vez como un hombre de paz, cuando declaró que, pese a su amor por el ejército en tanto que portador de las armas y símbolo del gran pasado de Alemania, el gobierno sería feliz «si el mundo, mediante la limitación de su armamento, hiciera que nunca más tuviéramos que aumentar nuestro armamento». Cuando la tarde del 3 de febrero Blomberg le invitó a dirigirse a los mandos militares reunidos en la casa del comandante en jefe del ejército, el general Kurt Freiherr von Hammerstein-Equord, el tono fue totalmente diferente.

En el momento en el que Hitler inició su largo discurso, el ambiente era frío y muchos oficiales tenían una actitud reticente. Pero era imposible que sus palabras no suscitaran interés. La ampliación de las fuerzas armadas era la premisa más importante para conseguir el objetivo fundamental de recuperar el poder político. Era necesario reinstaurar el servicio militar obligatorio. Antes de eso, la jefatura del Estado tenía que ocuparse de que se erradicara todo rastro de pacifismo, marxismo y bolchevismo entre quienes fueran aptos para el servicio militar. Las fuerzas armadas, la institución más importante del Estado, debían mantenerse al margen de la política y por encima del partido. La lucha interna no era de su incumbencia y se podía dejar en manos de las organizaciones del movimiento nazi. Los preparativos para ampliar las fuerzas armadas debían ponerse en marcha sin dilación. Aquél era el periodo más peligroso y Hitler planteó la posibilidad de que se produjera un ataque preventivo de Francia, probablemente con sus aliados del este. «¿Cómo se debería utilizar el poder político una vez conseguido?», preguntó. Todavía era demasiado pronto para decirlo. Insinuó que quizás el objetivo debiera ser conseguir nuevas oportunidades de exportación. Pero como desde el comienzo del discurso ya había descartado la idea de incrementar las exportaciones para solucionar los problemas de Alemania, los presentes no podían tomarlo como una idea que él estuviera defendiendo. La alternativa era «quizá, y probablemente lo mejor, la conquista de nuevo espacio vital en el este y su implacable germanización». A los oficiales presentes no les podía caber la menor duda de que era eso lo que prefería Hitler.

El único objetivo de Hitler en casa de Hammerstein había sido ganarse a los oficiales y asegurarse el apoyo del ejército. Y en gran medida lo consiguió. Nadie se opuso a lo que dijo. Y muchos de los presentes hallaron el discurso de Hitler «extraordinariamente satisfactorio», como más tarde comentaría el almirante Erich Raeder. No tenía nada de sorprendente. Por mucho que despreciaran al vulgar y vocinglero advenedizo social, la perspectiva que planteaba de restablecer el poder del ejército como base para el expansionismo y el dominio alemán coincidía con los objetivos fijados por la cúpula militar incluso en lo que había considerado los días aciagos de la «política de cumplimiento», a mediados de los años veinte.

El hombre fuerte del ministerio de Blomberg, el coronel Walther von Reichenau, jefe de la oficina ministerial, un hombre inteligente, ambicioso y «progresista» en su desprecio por el conservadurismo clasista, aristocrático y burgués, y simpatizante nacionalsocialista desde hacía mucho tiempo, estaba seguro de cómo iba a reaccionar el ejército ante la oferta de Hitler. «Hay que reconocer que nos hallamos en una revolución —señaló—. Lo que está podrido en el Estado debe desaparecer y eso sólo se puede lograr mediante el terror. El partido obrará de forma implacable contra el marxismo. La tarea de las fuerzas armadas: quedarse en posición de descanso. Ningún apoyo si los perseguidos buscan refugio con las tropas». Aunque la mayoría de los altos mandos del ejército, que habían impedido por la fuerza el intento de Hitler de tomar el poder en 1923, no simpatizaba con el nacionalsocialismo tan activamente como Reichenau, ahora, días después de su nombramiento como canciller, habían puesto a su disposición la institución más poderosa del Estado.

Hitler, por su parte, se apresuró a dejar claro al gabinete que había que otorgar una prioridad absoluta al gasto militar. El 8 de febrero, durante una reunión del gabinete para analizar las consecuencias económicas de la construcción de una presa en la Alta Silesia, intervino para decirles a sus colegas del gabinete que «los próximos cinco años deben consagrarse al restablecimiento de la capacidad defensiva del pueblo alemán». A la hora de evaluar cualquier plan de creación de empleo con financiación pública había que tener en cuenta si servía a ese fin. «Esta idea debe ponerse en primer plano siempre y en todo lugar».

Aquellas primeras reuniones, sólo unos días después de que Hitler fuera nombrado canciller, fueron decisivas para determinar la primacía del rearme. También eran características de la forma de operar de Hitler y de la forma en que ejercía el poder. Pese a que Blomberg y la cúpula del Reichswehr estaban deseando aprovechar la estrategia radicalmente diferente del nuevo canciller sobre el gasto en armamento, había algunas limitaciones de orden práctico (económicas y organizativas, por no hablar de las restricciones internacionales mientras proseguían las conversaciones sobre desarme), que impedían impulsar las primeras fases del rearme con la rapidez que deseaba Hitler. Pero mientras Blomberg se contentaba al principio con trabajar por la expansión dentro de las posibilidades de aquel momento, Hitler pensaba en dimensiones diferentes, inicialmente muy poco realistas. No proponía medidas concretas. Pero su dogmática afirmación de la primacía absoluta de rearme, sin que un solo ministro se opusiera o le contradijera, estableció unas reglas de juego nuevas. En marzo Hjalmar Schacht sucedió a Hans Luther como presidente del Reichsbank y Hitler encontró a la persona que necesitaba para planear y organizar la financiación secreta e ilimitada del rearme. El presupuesto del Reichswehr había oscilado entre los 700 y los 800 millones de marcos anuales, pero Schacht, mediante el recurso de los bonos Mefo (un descuento encubierto de las deudas del gobierno al Reichsbank), pronto pudo garantizarle al Reichswehr la increíble suma de 35.000 millones de marcos durante un periodo de ocho años.

Con este respaldo, y tras un comienzo lento, el programa de rearme despegó estratosféricamente en 1934. La decisión de conceder prioridad absoluta al rearme fue la base del pacto, basado en el beneficio mutuo, entre Hitler y el ejército que, aunque a menudo conflictivo, sería una institución clave del Tercer Reich. Hitler estableció los parámetros en febrero de 1933, pero no eran más que la expresión de la entente a la que había llegado con Blomberg al convertirse en canciller. La nueva política era posible porque Hitler se había comprometido con los intereses de la institución más poderosa del país. La cúpula del ejército, por su parte, veía satisfechos sus intereses porque se había comprometido, desde su punto de vista, con un testaferro político capaz de nacionalizar a las masas y devolver al ejército su legítima posición de poder dentro del Estado. Con lo que no habían contado era con que en cinco años la tradicional elite de poder del cuerpo de oficiales se transformaría en una simple elite funcional al servicio de un amo político que la haría adentrarse en territorio desconocido.

III

En sus primeras semanas en la cancillería, Hitler tomó medidas para que no sólo los «grandes batallones» del alto mando militar apoyaran al nuevo régimen, sino también las principales organizaciones de dirigentes económicos. No hizo falta mucho para persuadir a los terratenientes. Su principal organización, la Liga Agraria del Reich (Reichslandbund), dominada por los terratenientes del este del Elba, ya era totalmente pro nazi antes de que Hitler fuera nombrado canciller. Hitler dejó la política agraria durante su fase inicial en manos de su socio de la coalición nacional alemana, Hugenberg. Las primeras medidas que se tomaron en febrero para defender las propiedades agrícolas endeudadas de los acreedores, proteger los productos agrícolas imponiendo derechos de importación más elevados y subvencionar el precio del grano garantizaron que los miembros de la Liga Agraria no se sintieran defraudados. Con Hugenberg en el Ministerio de Economía parecía seguro que se iba a velar por sus intereses.

El escepticismo, la indecisión y los recelos que albergaba al principio la mayoría de los magnates de los negocios tras el ascenso de Hitler a la cancillería no se disiparon de la noche a la mañana. Todavía había una considerable inquietud en la comunidad empresarial cuando Gustav Krupp von Bohlen und Halbach, presidente del poderoso consorcio siderúrgico Krupp y de la Asociación de la Industria alemana del Reich, y otros destacados industriales fueron invitados a una reunión en la residencia oficial de Göring el 20 de febrero, en la que Hitler expondría su política económica. Krupp, que hasta entonces se había mostrado crítico con Hitler, acudió a la reunión dispuesto a defender a la industria, como había hecho en las reuniones con anteriores cancilleres. En concreto, su intención era insistir en la necesidad de un crecimiento basado en las exportaciones y subrayar las perniciosas consecuencias del proteccionismo a favor de la agricultura. Al final, no pudo hablar de ninguna de las dos cosas. Göring hizo esperar a los empresarios y todavía tuvieron que esperar más hasta que apareció Hitler, quien les obsequió con uno de sus clásicos monólogos. En su discurso, que duró una hora y media, apenas abordó cuestiones económicas, salvo de una forma muy general. Tranquilizó a los empresarios, como había hecho en ocasiones anteriores, defendiendo la propiedad privada y la iniciativa individual y desmintiendo los rumores de que se planeaba realizar experimentos económicos radicales. El resto fue básicamente una repetición de sus opiniones sobre la subordinación de la economía a la política y la necesidad de erradicar el marxismo, restablecer la fuerza y la unidad internas para, de este modo, estar en condiciones de hacer frente a enemigos externos. Las elecciones suponían una última oportunidad de rechazar el comunismo en las urnas. E insinuó de forma velada que, si eso no sucedía, emplearía la fuerza. Era una lucha a muerte entre la nación y el comunismo, una lucha que decidiría el destino de Alemania en el siglo siguiente. Cuando Hitler hubo terminado, Krupp juzgó que ya no podía pronunciar el discurso que había preparado. Se limitó a improvisar algunas palabras de agradecimiento y añadió algunos comentarios generales sobre un Estado fuerte puesto al servicio del bienestar del país. Entonces Hitler se marchó.

Las intenciones ocultas de la reunión se hicieron patentes en cuanto Göring tomó la palabra. Reiteró las garantías que había dado Hitler de que no había que temer experimentos económicos y de que el equilibrio de poder no se vería alterado por las próximas elecciones, que quizá serían las últimas en cien años. No obstante, aseguró que las elecciones eran cruciales. Y quienes no se hallaban en la primera línea de la batalla política tenían la responsabilidad de hacer sacrificios económicos. Cuando Göring también se hubo marchado, Schacht pidió a los presentes que pasaran por caja. Apalabraron tres millones de marcos y los entregaron en unas semanas. Con aquel donativo, los grandes empresarios ayudaban a consolidar el gobierno de Hitler, aunque la ofrenda tenía más de extorsión política que de respaldo entusiasta.

Los empresarios, pese a su apoyo económico, al principio siguieron mirando con recelo al nuevo régimen. Sin embargo, ya estaban empezando a comprender que su posición también se vería afectada por los cambios que se estaban produciendo en toda Alemania. A principios de abril, Krupp cedió a la presión nazi para sustituir la Asociación del Reich por un organismo nuevo y nazificado, despedir a los empleados judíos y retirar a todos los empresarios judíos de puestos representativos en el comercio y la industria. Al mes siguiente, la asociación, que había sido tan poderosa en otros tiempos, se disolvió y fue reemplazada por la nazificada Asociación del Reich de la Industria Alemana (Reichsstand der Deutschen Industrie). Además de la presión, la recuperación empresarial, los elevados beneficios, la propiedad privada asegurada (salvo la de los empresarios judíos), la destrucción del marxismo y el sometimiento de los obreros hizo que los grandes empresarios se mostraran cada vez más dispuestos a amoldarse y colaborar plenamente con el nuevo régimen, pese a los molestos controles burocráticos que les imponía.

No cabía duda de que el estilo de Hitler, como pudieron comprobar los industriales el 20 de febrero, era diferente del de sus predecesores en el cargo de canciller. Sus puntos de vista sobre la economía tampoco eran muy convencionales. No tenía el menor conocimiento académico de los principios de la economía. Para él, como les expuso a los industriales, la economía tenía una importancia secundaria y estaba totalmente subordinada a la política. Su tosco darwinismo social determinaba su forma de entender la economía, al igual que toda su «visión del mundo» política. Como la lucha entre las naciones iba a ser decisiva para la supervivencia en el futuro, la economía de Alemania debía estar subordinada a la preparación, y después a la puesta en práctica, de esa lucha. Esto significaba que había que reemplazar las ideas liberales de competencia económica por el sometimiento de la economía a los dictados del interés nacional. Del mismo modo, cualquier idea «socialista» del programa nazi debía atenerse a los mismos dictados. Hitler nunca fue socialista. Pero aunque defendía la propiedad privada, la iniciativa empresarial individual y la competencia económica y estaba en contra de los sindicatos y de que los trabajadores interfirieran en la libertad de los propietarios y gerentes para dirigir sus negocios, era el Estado, y no el mercado, quien debía determinar el rumbo del desarrollo económico. El capitalismo, por tanto, se quedó donde estaba, aunque se hizo que funcionara como un apéndice del Estado.

Difícilmente se puede considerar a Hitler un innovador en economía, careciendo como carecía incluso de los conocimientos más rudimentarios de la teoría económica. La extraordinaria recuperación económica que enseguida se convirtió en un elemento esencial del mito del Führer no fue obra de Hitler. En un principio no mostró el menor interés por los planes de creación de empleo elaborados con entusiasmo por los funcionarios del Ministerio de Trabajo. Con Schacht escéptico (en aquella etapa), Hugenberg en contra, Seldte sin apenas tomar iniciativas y con la industria hostil, Hitler no hizo nada por impulsar los planes de creación de empleo hasta finales de mayo. Para entonces, se había hecho cargo de ellos el secretario de Estado del Ministerio de Finanzas, Fritz Reinhardt, quien los había propuesto como un plan de actuación. Hitler seguía estando indeciso incluso en aquella etapa y tuvieron que convencerle de que el programa no provocaría una nueva inflación. Finalmente, el 31 de mayo Hitler convocó a los ministros y expertos en economía a la cancillería del Reich y se enteró de que todos menos Hugenberg estaban a favor del programa de Reinhardt. Al día siguiente se anunció la «ley para la reducción del desempleo». Schacht logró conseguir los créditos a corto plazo necesarios. El resto fue, sobre todo, obra de banqueros, funcionarios, planificadores e industriales. Cuando los planes de obras públicas, al principio, y el creciente rearme después, empezaron a sacar a Alemania de la recesión y a eliminar el paro masivo más rápidamente de lo que ningún pronosticador se había atrevido a especular, fue Hitler quien cosechó todo los beneficios propagandísticos.

No obstante, hizo una importante aportación, de forma indirecta, a la recuperación económica reconstruyendo el marco político para la actividad empresarial y mediante la imagen de renovación nacional que representaba. El ataque implacable contra el marxismo y la reordenación de las relaciones industriales que dirigió, el plan de creación de empleo que acabó respaldando y la prioridad absoluta que otorgó al rearme desde el principio, ayudaron a crear el clima en el que pudo cobrar impulso la recuperación económica que ya se había iniciado cuando Hitler accedió a la cancillería. Y estimuló de forma directa la recuperación de al menos un sector clave de la industria: el automovilístico.

El instinto de Hitler para la propaganda, no sus conocimientos de economía, fue lo que hizo que emprendiera una iniciativa que ayudó a la recuperación de la economía y despertó el interés de la gente. El 11 de febrero, unos pocos días antes de su reunión con los industriales, Hitler había tenido ocasión de pronunciar el discurso de apertura de la Exposición Internacional de Automóviles y Motocicletas de Berlín. El hecho de que fuera el canciller alemán quien pronunciara el discurso constituía por sí mismo una novedad y causó revuelo. Los magnates de la industria automovilística congregados estaban encantados. Y aún lo estuvieron más cuando oyeron a Hitler calificar la fabricación de automóviles como la industria más importante del futuro y prometer un plan que incluía una reducción gradual de impuestos a la industria y la puesta en marcha de un «generoso plan de construcción de carreteras». Si hasta entonces se tenían en cuenta los kilómetros de vías de ferrocarril para calcular el nivel de vida, en el futuro se calcularía teniendo en cuenta los kilómetros de carreteras; éstas eran «grandes tareas que también se incluyen en el plan de construcción de la economía alemana», declaró Hitler. Más tarde, la propaganda nazi bautizó el discurso como «el momento decisivo de la historia de la motorización de Alemania». Así surgió otra faceta del mito del Führer, la de «constructor de autopistas».

En realidad, Hitler no había propuesto ningún plan concreto a la industria automovilística; sólo había prometido que habría uno. Aun así, no se debe subestimar la trascendencia del discurso que pronunció el 11 de febrero. Envió señales positivas a los empresarios automovilísticos. A éstos les impresionó el nuevo canciller, cuya antigua fascinación por los automóviles y su buena memoria para los detalles de modelos y cifras de fabricación hicieron que no sólo les pareciera simpático, sino también una persona versada en el tema. El Völkischer Beobachter, aprovechando las posibilidades propagandísticas del discurso de Hitler, alentó en sus lectores la esperanza de llegar a ser propietarios de un coche. El prometedor futuro no consistía en Rolls-Royces para una elite social, sino en un coche del pueblo (Volksauto) para la masa popular.

En las semanas posteriores a su discurso ya se apreciaron claras señales de que la industria automovilística se estaba recuperando. Los comienzos de la recuperación de la industria automovilística beneficiaron de forma indirecta a las fábricas que producían piezas y a la industria metalúrgica. La recuperación no formaba parte de un plan bien concebido de Hitler. Y tampoco se puede atribuir en su totalidad, o ni siquiera principalmente, a su discurso. Gran parte de la misma se habría producido igualmente, ya que la recesión había empezado a dejar paso a un ciclo de recuperación. Sin embargo, no cabe duda de que entre los fabricantes de coches todavía cundía el pesimismo antes de que Hitler pronunciara su discurso.

Hitler, independientemente de la importancia que le hubiera atribuido al efecto propagandístico de su discurso, había enviado las señales correctas a la industria. Después de que el «monumental programa» de construcción de carreteras que anunció el 1 de mayo hubiera topado con considerables obstáculos en el Ministerio de Transportes, Hitler insistió en seguir adelante con la «empresa de autopistas del Reich». A finales de junio la puso en manos de Fritz Todt, que fue nombrado inspector general de las carreteras alemanas. Con el estímulo de la industria del automóvil y la construcción de autopistas, sectores que, inspirados en el modelo estadounidense, eran muy populares y parecían simbolizar tanto un salto hacia delante, hacia una época tecnológica, moderna y emocionante, como la «nueva Alemania», que volvía a ponerse en pie, Hitler había hecho una aportación decisiva.

IV

Cuando Hitler se dirigió a los magnates de la industria automovilística el 11 de febrero, la campaña de las elecciones al Reichstag ya estaba en marcha. Hitler la había inaugurado la tarde anterior pronunciando su primer discurso en el Sportpalast desde que había sido nombrado canciller. Prometió que su gobierno no mentiría ni estafaría al pueblo como habían hecho los gobiernos de Weimar. Los partidos de la división de clases serían destruidos. «Nunca, nunca cejaré en la tarea de erradicar de Alemania el marxismo y sus comparsas», declaró. La unidad nacional, sostenida por el campesino alemán y el obrero alemán (reincorporado a la comunidad nacional), sería la base de la sociedad futura. Declaró que era «un programa de resurgimiento nacional en todos los ámbitos de la vida, intolerante con cualquiera que peque contra la nación, hermano y amigo de cualquiera que esté dispuesto a luchar por la resurrección de su pueblo, de nuestra nación». El discurso de Hitler alcanzó su clímax retórico: «Pueblo alemán, danos cuatro años y después juzga y sentencia. Pueblo alemán, danos cuatro años y juro que del mismo modo que nosotros y yo hemos accedido a este cargo, estaré dispuesto a irme». Aquélla fue una impactante muestra de retórica, pero poco más que eso. El «programa» no proponía nada concreto, salvo el enfrentamiento con el marxismo. Se limitaba a decir que la «resurrección» nacional se conseguiría gracias a la voluntad, la fuerza y la unidad. Los sentimientos que Hitler expresó resultaban atractivos no sólo para los nazis, sino también para los nacionalistas.

En los estados bajo control nazi, la campaña estuvo acompañada de una oleada de terror y represión sin precedentes, auspiciada por el Estado, contra los adversarios políticos. Ése fue el caso, especialmente, en el enorme estado de Prusia, que ya había quedado bajo control del Reich durante la toma del poder de Papen el 20 de julio de 1932. El encargado de orquestarla sería el ministro del Interior de Prusia, Hermann Göring. Bajo su tutela, se realizó una «limpieza» (después de las primeras purgas tras el golpe de Papen) entre los mandos de la policía y de la administración prusiana que quedaban que podían suponer un obstáculo a los nuevos aires de cambio que ya soplaban. Göring dio a sus sucesores instrucciones verbales, empleando un lenguaje inconfundiblemente claro, sobre lo que esperaba de la policía y de la administración durante la campaña electoral. Y en un decreto por escrito del 17 de febrero ordenó a la policía que trabajara en colaboración con las «asociaciones nacionales» de las SA, las SS y el Stahlhelm, que apoyara la «propaganda nacional con todas sus fuerzas» y que combatiera los actos de las «organizaciones hostiles al Estado» con todos los medios a su alcance, «haciendo, cuando fuera necesario, un uso implacable de las armas de fuego». Y añadió que los policías que usaran armas de fuego contarían, fueran cuales fueran las consecuencias, con su apoyo; por el contrario, quienes no cumplieran con su deber por un «falso sentido de la consideración» debían esperar medidas disciplinarias. No es de sorprender que, en un clima semejante, se descontrolara la violencia desatada por las bandas terroristas nazis contra sus adversarios y contra víctimas judías, sobre todo cuando el 22 de febrero se incorporaron las SA, las SS y el Stahlhelm como «policía auxiliar» con el pretexto de que se había producido un supuesto aumento de la violencia «de la izquierda radical». La intimidación era enorme. Los comunistas, en particular, fueron víctimas de una represión salvaje. Se golpeó, torturó, hirió gravemente o asesinó a individuos con total impunidad. En Prusia y en otros estados bajo control nazi se prohibieron los mítines y las manifestaciones de los comunistas, así como sus periódicos. La ilegalización de los órganos del SPD y las restricciones a la información impuestas a otros periódicos consiguieron amordazar a la prensa, incluso cuando los tribunales dictaminaron que aquellas prohibiciones eran ilegales y los periódicos retomaron su trabajo.

Durante aquella primera orgía de violencia estatal, Hitler representó el papel de moderado. Sus dotes interpretativas seguían intactas. Hizo creer al gabinete que algunos elementos radicales del movimiento estaban desobedeciendo sus órdenes, pero que él los iba a poner bajo control y pidió paciencia y que le permitieran disciplinar a los sectores del partido que se habían desmandado.

Hitler no tenía ninguna necesidad de involucrarse personalmente en la violencia de febrero de 1933. Eso lo podía dejar tranquilamente en manos de Göring y de los dirigentes nazis de otros estados. En cualquier caso, los matones nazis, ahora seguros de contar con la protección del Estado, sólo necesitaban luz verde para dar rienda suelta a su agresividad reprimida contra aquellos a los que consideraban desde hacía tiempo sus enemigos en sus barrios y lugares de trabajo. La oleada de terror de febrero en Prusia fue la primera señal de que, de pronto, habían desaparecido repentinamente las restricciones que el Estado imponía al ejercicio de la crueldad. Fue una de las primeras señales de la «fractura de la civilización» que conferiría al Tercer Reich su carácter histórico.

Pero ni la brutalidad ni la violencia dañaron la reputación de Hitler entre la población. Muchos que al principio se habían mostrado escépticos o críticos en febrero empezaron a creer que Hitler era «el hombre adecuado» y que se le debía dar una oportunidad. Ayudaba a ello un ligero repunte de la economía. Pero el ferviente antimarxismo de gran parte de la población pesaba más. La propaganda nazi explotó el viejo odio hacia el socialismo y el comunismo, agrupados bajo la etiqueta de «marxismo», y lo convirtió en una paranoia anticomunista. En el ambiente se respiraba el miedo, fomentado por los nazis, a un alzamiento comunista. Cuanto más se acercaba la fecha de las elecciones, más estridente se volvía la histeria.

La violencia y la intimidación probablemente habrían continuado del mismo modo hasta las elecciones del 5 de marzo, y nada indica que la jefatura nazi tuviera en mente algo más espectacular, pero el 27 de febrero Marinus van der Lubbe prendió fuego al Reichstag.

Marinus van der Lubbe procedía de una familia obrera holandesa y había sido durante algún tiempo miembro de la organización juvenil del Partido Comunista en Holanda. Después de romper con el Partido Comunista en 1931, había llegado a Berlín el 18 de febrero de 1933. Tenía veinticuatro años y era una persona inteligente y solitaria, sin vínculos con ningún grupo político, pero con una conciencia muy firme de la injusticia ante el sufrimiento que el sistema capitalista causaba a la clase trabajadora. Había decidido cometer en solitario un acto de protesta espectacular y desafiante contra el «gobierno de concentración nacional» para incitar a la clase obrera a luchar contra la represión que padecía. Sus tres tentativas de incendiar diferentes edificios de Berlín el 25 de febrero fracasaron. Dos días más tarde consiguió poner en práctica su protesta, aunque las consecuencias no fueron las que había previsto.

La noche del 27 de febrero Putzi Hanfstaengl debería haber cenado en casa de Goebbels con Hitler, pero, aquejado de un fuerte resfriado y con bastante fiebre, se había acostado en una habitación de la residencia oficial de Göring, que colindaba con el edificio del Reichstag, donde se alojaba temporalmente. A media noche le despertaron los gritos del ama de llaves: el Reichstag estaba ardiendo. Se levantó de la cama, miró por la ventana, vio el edificio en llamas y corrió de inmediato a llamar por teléfono a Goebbels, a quien dijo, con la voz entrecortada, que tenía que hablar urgentemente con Hitler. Cuando Goebbels le preguntó qué pasaba y si no podía transmitirle él el mensaje a Hitler, Hanfstaengl dijo: «Dile que está ardiendo el Reichstag». «¿Se trata de una broma?», fue la respuesta de Goebbels. Goebbels pensó que era «una fantasía descabellada» y al principio se negó a decírselo a Hitler, pero tras realizar varias pesquisas, supo que la información era cierta. Entonces, Hitler y Goebbels atravesaron Berlín a toda prisa y encontraron a Göring en el lugar de los hechos y «en un estado frenético». Pronto se les unió Papen. Todos los dirigentes nazis estaban convencidos de que el incendio era una señal para un levantamiento comunista, un «último intento —como lo llamó Goebbels— de sembrar la confusión mediante el fuego y el terror para tomar el poder en medio del pánico generalizado». El miedo a que los comunistas no se mantuvieran pasivos, a que realizaran una importante demostración de fuerza antes de las elecciones, había cundido entre la dirección nazi y entre los miembros no nazis del gobierno nacional. Una redada policial en las oficinas centrales del KPD en Karl-Liebknecht-Haus el 24 de febrero sirvió para agravar la preocupación. La policía, pese a no haber hallado nada destacable, afirmaba haber encontrados grandes cantidades de material subversivo, incluidas octavillas que llamaban a la población a una revuelta armada. Göring se sumó con una declaración a la prensa. Aseguró que los hallazgos de la policía mostraban que Alemania estaba a punto de sumirse en el caos del bolchevismo. Entre los horrores que evocó figuraban los asesinatos de dirigentes políticos, los ataques contra edificios públicos y el asesinato de esposas y familiares de personajes públicos. Jamás se hizo pública prueba alguna.

Los primeros agentes de la policía que interrogaron a Van der Lubbe, al que habían apresado de inmediato y que había confesado enseguida, proclamando su «protesta», no tenían la menor duda de que había prendido fuego al edificio solo, de que nadie más estaba implicado. Pero Göring tardó poco en convencer a los agentes que se hallaban en el lugar de los hechos de que el incendio sólo podía ser producto de una conspiración comunista. A Hitler, que llegó hacia las 10:30, más o menos una hora después que Göring, le convencieron rápidamente para que extrajera la misma conclusión. Le dijo a Papen: «¡Es una señal divina, Herr vicecanciller! ¡Si este incendio, como creo, es obra de los comunistas, entonces debemos aplastar a esa plaga asesina con mano de hierro!». Vociferó que a los diputados comunistas había que colgarlos aquella noche. Y tampoco había que tener clemencia con los socialdemócratas o la Reichsbanner.

Hitler acudió después a una reunión improvisada en torno a las once y cuarto en el Ministerio del Interior prusiano, en la que se habló principalmente de las consecuencias para la seguridad de Prusia, y desde allí fue, en compañía de Goebbels, a la redacción en Berlín del Völkischer Beobachter, donde redactó rápidamente un editorial incendiario y se cambió la primera plana del periódico del partido.

En la reunión celebrada en el Ministerio del Interior de Prusia fue el secretario de Estado nacional alemán Ludwig Grauert, que también estaba firmemente convencido de que los comunistas habían prendido fuego al Reichstag, quien propuso un decreto de emergencia para el estado de Prusia dirigido contra los incendios provocados y los actos terroristas. Sin embargo, a la mañana siguiente el ministro del Interior del Reich, Wilhelm Frick, se presentó con el borrador de un decreto «para la protección del pueblo y el Estado» que ampliaba las medidas de emergencia a todo el Reich (algo que Blomberg atribuía a la presencia de ánimo de Hitler) y confería al gobierno del Reich poderes de intervención en los Länder. El camino hacia la dictadura estaba despejado.

El decreto de emergencia «para la protección del pueblo y el Estado» fue el último asunto que trató el gabinete durante la reunión que mantuvo la mañana del 28 de febrero. Con un breve párrafo, las libertades personales consagradas por la Constitución de Weimar (incluidas la libertad de expresión, de asociación y de prensa, y la confidencialidad de las comunicaciones postales y telefónicas) quedaban suspendidas por tiempo indefinido. En otro breve párrafo, la autonomía de los Länder quedaba invalidada por el derecho del gobierno del Reich a intervenir para restablecer el orden. Se haría un amplio uso de este derecho inmediatamente después de las elecciones para garantizar el control nazi de todos los estados alemanes. Aquel decreto de emergencia redactado con precipitación equivalía a la carta magna del Tercer Reich.

Durante la reunión del gabinete, el estado casi de histeria de Hitler durante la noche anterior había dado paso a una crueldad más fría. El «momento psicológicamente adecuado para la confrontación» con el KPD había llegado. Le dijo al gabinete que no tenía sentido esperar más. La lucha contra los comunistas no debía depender de «consideraciones legalistas». No había ninguna posibilidad de que eso sucediera. Göring ya había puesto en marcha la detención de diputados y funcionarios comunistas durante la noche en unas redadas efectuadas con una enorme brutalidad. Los comunistas eran el principal objetivo. Pero también había socialdemócratas, sindicalistas e intelectuales de izquierdas, como Carl Ossietzky, detenidos en cárceles improvisadas, a menudo en los sótanos de los cuarteles locales de las SA o las SS, donde fueron golpeados salvajemente, torturados y en algunos casos asesinados. Para abril, la cifra de personas mantenidas en «detención preventiva» sólo en Prusia ascendía a 25.000.

La violencia y la represión eran muy populares. El «decreto de emergencia» que suprimió todas las libertades personales y sentó las bases para la dictadura fue acogido con entusiasmo. A Louise Solmitz, como a sus amigos y vecinos, la convencieron para que votara a Hitler. «Ahora es importante respaldar lo que está haciendo por todos los medios», le dijo un conocido que hasta entonces no había apoyado al NSDAP. «Todos los pensamientos y sentimientos de la mayoría de los alemanes están dominados por Hitler —comentó Frau Solmitz—. Su fama se eleva hasta las estrellas, es el salvador de un mundo alemán triste y perverso».

El 4 de marzo Hitler hizo una última súplica apasionada al electorado en un discurso radiado desde Königsberg. Cuando al día siguiente se anunciaron los resultados, los nazis obtuvieron el 43,9 por ciento de los votos, lo que les otorgaba 288 de los 647 escaños del nuevo Reichstag. Sus socios de la coalición nacionalista obtuvieron el ocho por ciento. Pese al terror draconiano, el KPD todavía logró un asombroso 12,3 por ciento y el SPD el 18,3 por ciento: los partidos de izquierda seguían teniendo casi una tercera parte de todos los votos emitidos. El Zentrum sólo obtuvo un porcentaje ligeramente menor de votos (11,2 por ciento) que en el mes de noviembre anterior. El respaldo a los demás partidos disminuyó hasta casi desaparecer. Goebbels calificó el resultado de «triunfo glorioso». Fue bastante menos que eso. Desde luego, se habían producido avances importantes. Y no cabía duda de que había ayudado un repentino aumento del apoyo a última hora tras el incendio del Reichstag. Hitler confiaba en que el NSDAP obtuviera la mayoría absoluta. Pero la mayoría absoluta que había conseguido por un margen muy estrecho la coalición de gobierno le obligaba a depender de sus aliados conservadores. Se decía que Hitler, al oír los resultados, comentó que no se desembarazaría de ellos al menos mientras viviera Hindenburg. No obstante, incluso teniendo en cuenta el clima de enorme represión contra la izquierda, no era fácil conseguir un 43,9 por ciento de los votos con el sistema electoral de Weimar. El NSDAP se había beneficiado sobre todo del respaldo de anteriores abstencionistas en unas elecciones con un récord de participación del 88,8 por ciento. Y aunque el mayor apoyo seguía procediendo de las zonas protestantes del país, esta vez también se lograron avances sustanciales en zonas católicas donde al NSDAP le había resultado difícil penetrar anteriormente. Y sobre todo, dejando aparte a la izquierda, no todos los que habían votado a otros partidos que no fueran el NSDAP estaban en contra de todo lo que representaba Hitler. Cuando Hitler, una vez liquidado el sistema pluralista, pudiera transformar su imagen pública de líder del partido en líder nacional, tendría a su disposición un respaldo potencialmente mucho mayor que el obtenido en marzo de 1933.

V

Las elecciones del 5 de marzo fueron el detonante de la verdadera «toma del poder», que se produjo los días siguientes en aquellos Länder que ya no estaban bajo control nazi. Hitler no tuvo que hacer muchos esfuerzos. Los militantes del partido no necesitaban que los animaran para emprender acciones «espontáneas» que reforzaran desmesuradamente su poder como canciller del Reich.

La pauta fue similar en todos los casos: presionar a los gobiernos estatales no nazis para que pusieran a un nacionalsocialista al frente de la policía; convocar manifestaciones intimidatorias de los miembros de las SA y las SS desfilando por las grandes ciudades; el izado simbólico de la bandera con la esvástica en los ayuntamientos; la capitulación sin apenas resistencia de los gobiernos elegidos; y la imposición de un comisario del Reich con el pretexto de restablecer el orden. En Hamburgo el proceso de «coordinación» ya había comenzado antes de que se celebraran las elecciones. Este mismo proceso se repitió en Bremen, Lübeck, Schaumburg-Lippe, Hesse, Baden, Württemberg, Sajonia y finalmente Baviera, el estado más grande después de Prusia. Entre el 5 y el 9 de marzo esos estados también quedaron sometidos al gobierno del Reich. En Baviera, en concreto, viejos acólitos de Hitler fueron nombrados ministros delegados del gobierno: Adolf Wagner se hizo cargo del Ministerio del Interior, Hans Frank del de Justicia y Hans Schemm del de Educación. Todavía más significativos fueron el nombramiento de Ernst Röhm como comisario de Estado sin cartera, el de Heinrich Himmler como comandante de la policía de Múnich y el nombramiento como jefe de la policía política de Baviera de Reinhard Heydrich, el jefe alto y rubio del Servicio de Seguridad del partido (Sicherheitsdienst, SD), un oficial de la marina apartado del servicio que aún no había cumplido los treinta años y que se hallaba en las primeras etapas de su meteórico ascenso a comandante de la Policía de Seguridad del imperio de las SS. El debilitamiento de Prusia debido al golpe de Papen y la toma de facto del poder por los nazis allí en febrero fueron la base y el modelo para la ampliación del control a los demás Länder, que pasaron a estar, de forma más o menos total, en manos de los nazis sin apenas tener en cuenta a los socios nacionalistas alemanes. Pese a la apariencia de legalidad, la usurpación de los poderes de los Länder por el Reich era una clara violación de la Constitución. La fuerza y la presión de las propias organizaciones nazis (el chantaje político) habían sido las únicas responsables de crear el «malestar» que había dado lugar al supuesto restablecimiento del «orden». Los términos del decreto de emergencia del 28 de febrero no proporcionaban ninguna justificación, ya que era evidente que no había ninguna necesidad de defenderse de «actos comunistas violentos que pusieran el peligro al Estado». Los únicos actos de este tipo eran los que cometían los propios nazis.

En el ambiente triunfalista que siguió a las elecciones, la violencia directa y descontrolada de las bandas de matones nazis provocó protestas de las altas instancias dirigidas al presidente del Reich y también al propio Hitler. Hitler replicó, como era característico en él, con una agresiva defensa de sus hombres de las SA en respuesta a las quejas de Papen por las agresiones contra diplomáticos extranjeros, motivadas por un incidente donde una turba (entre la que había hombres de las SA y las SS) se había comportado de forma amenazadora con las esposas de destacados diplomáticos, golpeando a uno de sus chóferes y rompiendo la bandera del coche del embajador rumano. Dijo que tenía la impresión de que se había salvado a la burguesía demasiado pronto. De haber experimentado seis semanas de bolchevismo, habrían «aprendido la diferencia entre la revolución roja y nuestro levantamiento. En una ocasión pude ver gráficamente esa diferencia en Baviera y nunca lo he olvidado. Y no permitiré de ningún modo que nadie me desvíe de la misión que en repetidas ocasiones anuncié antes de las elecciones: la aniquilación y la erradicación del marxismo». Aun así, la violencia estaba empezando a ser contraproducente. El 10 de marzo Hitler, se refirió de forma directa al hostigamiento a los extranjeros pero culpó a provocadores comunistas, y proclamó que a partir de aquel día, el gobierno nacional controlaría el poder ejecutivo en toda Alemania y que el rumbo futuro del «levantamiento nacional» estaría «dirigido desde arriba, conforme a lo planeado». El acoso a las personas, la obstrucción del paso de automóviles y la perturbación de la actividad empresarial tenían que detenerse por una cuestión de principios. Repitió esto mismo en una alocución radiofónica dos días más tarde. Las exhortaciones surtieron poco efecto.

Para entonces, los niveles de terror y represión experimentados en febrero en Prusia ya habían devastado al resto del país. Bajo la tutela de Himmler y Heydrich, la escala de detenciones en Baviera ya era incluso mayor, en proporción, de lo que lo había sido en Prusia. En marzo y abril fueron arrestados unos diez mil comunistas y socialistas. Para junio, se había duplicado la cifra de personas que se hallaban en «detención preventiva», la mayoría de ellas trabajadores. Un buen número de los detenidos fueron víctimas de las denuncias de vecinos o compañeros de trabajo. La oleada de denuncias fue tal tras la entrada en vigor de la Ley de Prácticas Dolosas del 21 de marzo de 1933, que incluso la policía la criticó. El 22 de marzo se creó en una antigua fábrica de pólvora situada en las afueras de la ciudad de Dachau, a unos veinte kilómetros de Múnich, el primer campo de concentración, concebido para albergar a funcionarios marxistas. Su temido nombre pronto se convertiría en sinónimo de los terribles hechos que se sabía o se suponía que tenían lugar dentro de sus muros y de los que apenas se hablaba.

Un día antes el régimen había mostrado su otra cara. Hitler volvió a estar en su elemento al convertirse en el centro de otra espectacular operación de propaganda, pese a que prefería mantenerse apartado de las manifestaciones de terror. Se trataba del «Día de Potsdam», otra magistral invención del recién nombrado ministro de Ilustración Popular y Propaganda del Reich, Joseph Goebbels. El nacionalsocialismo, desligándose por completo de las sórdidas bestialidades cometidas en el brutal enfrentamiento con la izquierda, vistió sus mejores galas y proclamó su unión con el conservadurismo prusiano.

El «Día de Potsdam» iba a marcar el comienzo de la edificación del nuevo Reich sobre las ruinas del antiguo. También representaría los vínculos forjados entre la nueva Alemania y las tradiciones de Prusia. La iglesia de la guarnición de Potsdam, donde se iba a celebrar la ceremonia principal, había sido fundada por la dinastía Hohenzollern de Prusia a principios del siglo XVIII. La iglesia simbolizaba los lazos entre la monarquía militar prusiana, el poder del Estado y la religión protestante.

El 21 de marzo de 1933, el presidente del Reich Hindenburg, ataviado con el uniforme de mariscal de campo prusiano y elevando su bastón de mando hacia el trono vacío del káiser en el exilio, representaba esos vínculos: el trono, el altar y la gloriosa tradición militar de Prusia. Él era el vínculo entre el pasado y el presente. Hitler representaba el presente y el futuro. Vestido no con el uniforme del partido, sino con un chaqué oscuro, representó el papel del humilde servidor, haciendo una profunda reverencia ante el venerado y anciano presidente del Reich y tendiéndole su mano. El tema del discurso de Hitler fue la renovación nacional mediante la unidad. Sólo en una frase mencionó a quienes no formaban parte de aquella unidad: había que volverlos «inofensivos». Hindenburg fue enaltecido como el protector del «nuevo resurgimiento de nuestro pueblo». Había sido él quien había «confiado el 30 de enero la jefatura del Reich a aquella joven Alemania». «No se puede negar —escribió un observador no nazi, impresionado por la “moderación” del discurso de Hitler— que ha madurado. Del demagogo y el jefe de partido, fanático y agitador, parece estar surgiendo un auténtico estadista, algo bastante sorprendente para sus adversarios». La ofrenda de coronas en las tumbas de los reyes prusianos al final de la ceremonia puso de relieve la fusión de la tradición prusiana y el régimen nacionalsocialista.

Dos días más tarde, un Hitler diferente, de nuevo con camisa parda y autoritario, entraba en la Kroll Opera de Berlín, donde se estaban celebrando las reuniones del Reichstag, entre vítores jubilosos procedentes de las prietas filas de diputados nazis uniformados, para proponer la ley de plenos poderes que había querido conseguir desde el mes de noviembre anterior. El ambiente era amenazador para sus adversarios, sobre todo para los diputados del SPD. Una enorme esvástica dominaba la sala. Hombres armados de las SA, las SS y el Stahlhelm vigilaban todas las salidas y rodeaban el edificio. Estaban dando una idea a los diputados de la oposición de lo que ocurriría si la ley de plenos poderes no recibía el apoyo necesario. Al no estar presentes los ochenta y un diputados comunistas que habían sido detenidos o habían huido, los nazis ya tenían la mayoría en el Reichstag, pero para aprobar la ley de plenos poderes era necesaria una mayoría de dos tercios.

Frick, para garantizar esa mayoría de dos tercios, había calculado que si se descontaban los diputados comunistas del número total de miembros del Reichstag, sólo serían necesarios 378 votos, no 432. Göring añadió que, de ser necesario, se podría expulsar a algunos socialdemócratas de la cámara. Eso es todo cuanto la «revolución legal» de los nazis tenía que ver con la legalidad. Pero los conservadores que se hallaban presentes no pusieron ninguna objeción. El 20 de marzo Hitler pudo informar con toda seguridad al gabinete que, tras varias conversaciones, el Zentrum había comprendido que la ley de plenos poderes era necesaria. Había que aceptar su propuesta de crear un pequeño comité que supervisara las medidas emprendidas de acuerdo con la nueva ley. No existía, por tanto, ninguna razón para dudar del apoyo del Zentrum. «La aceptación de la ley de plenos poderes también por parte del Zentrum supondría un fortalecimiento del prestigio ante los países extranjeros», comentó Hitler, consciente como siempre de las repercusiones propagandísticas. Frick presentó entonces el borrador de la ley, que el gabinete acabó aceptando. El ministro del Interior del Reich también propuso una flagrante manipulación de los procedimientos del Reichstag para asegurar la mayoría de dos tercios. Se contaría como presentes a los diputados ausentes que no hubieran presentado una excusa. Por tanto, no habría ningún problema de quórum. Se excluyó el absentismo como forma de abstención de protesta. Los conservadores tampoco pusieron ninguna objeción.

El camino estaba despejado. La tarde del 23 de marzo de 1933 Hitler se dirigió al Reichstag. Pronunció un discurso de dos horas e inteligente desde un punto de vista táctico en el que, tras describir el desalentador panorama que había heredado, esbozó un programa en los términos más generales. Al final del discurso, Hitler hizo lo que parecían ser importantes concesiones. Declaró que ni la existencia del Reichstag ni la del Reichsrat corrían peligro. La posición y los derechos del presidente del Reich se mantendrían intactos. No se abolirían los Länder. Y tampoco se reducirían los derechos de las iglesias ni se modificarían sus relaciones con el Estado.

Pronto incumpliría todas las promesas, pero en aquel momento cumplieron su propósito. Parecían ser las declaraciones vinculantes que salvaguardarían la posición de la Iglesia católica que el Zentrum había exigido en sus conversaciones con Hitler. El dirigente del SPD, Otto Wels, habló valerosamente, dado el amenazador ambiente que reinaba, defendiendo conmovedoramente los principios de humanidad, justicia, libertad y socialismo tan apreciados por los socialdemócratas. Hitler estuvo tomando notas mientras hablaba. Volvió a la tribuna entre salvas de aplausos de los diputados del NSDAP para ofrecer una feroz respuesta, durante la cual cada una de sus frases era recibida con vítores. Hitler, alejándose de la relativa moderación del discurso preparado que había pronunciado antes, se mostró tal como era. El respeto a las leyes por sí solo no bastaba; lo decisivo era poseer el poder. No había necesidad de presentar el proyecto de ley en el Reichstag: «Apelamos en este momento al Reichstag alemán para que nos garantice lo que podríamos haber conseguido de todos modos». Con 441 votos frente a los 94 votos de los socialdemócratas, el Reichstag, en tanto que institución democrática, votó a favor de su propia desaparición.

El poder quedó en manos de los nacionalsocialistas. Era el principio del fin para todos los partidos políticos salvo el NSDAP. El papel del Zentrum había sido especialmente ignominioso. Por miedo al terror y la represión, había cedido a las tácticas pseudolegales de Hitler. Al hacerlo, había contribuido a legitimar la eliminación de casi todas las trabas constitucionales que limitaban su poder. En el futuro no necesitaría depender ni del Reichstag ni del presidente del Reich. Hitler todavía no detentaba el poder absoluto, pero se sucedieron con rapidez los pasos decisivos encaminados a consolidar su dictadura.

VI

Durante la primavera y el verano de 1933, Alemania cerró filas en torno a sus nuevos gobernantes. Prácticamente cualquier esfera de actividad organizada, política o social, se vio afectada por el proceso de Gleichschaltung, la «coordinación» de las instituciones y organizaciones que ahora se hallaban bajo control nazi. La presión desde abajo, de los militantes nazis, desempeñó un importante papel en forzar la marcha de la «coordinación». Pero también muchas organizaciones se mostraron dispuestas a anticiparse al proceso y «coordinarse» de acuerdo con las expectativas de la nueva época. Para el otoño, la dictadura nazi, y el propio poder de Hitler al frente de la misma, se habían fortalecido enormemente. Aparte de los indicios de que su instinto para las realidades del poder y el potencial manipulador de la propaganda eran tan atinados como siempre, Hitler necesitaba tomar muy pocas iniciativas para hacer que eso sucediera.

Sin embargo, una iniciativa que sí procedió de Hitler fue la creación de los gobernadores del Reich (Reichsstatthalter) para que defendieran las «líneas políticas establecidas por el canciller del Reich» en los Länder. Con su precipitada creación mediante la «segunda ley para la coordinación de los Länder con el Reich» de 7 de abril de 1933, quedaba decididamente debilitada la soberanía de los estados individuales. Todo indica que la intención de Hitler, con la creación de los gobernadores del Reich, era colocar a representantes de su confianza en los Länder que pudieran hacer frente a cualquier peligro de que la «revolución del partido» de las bases pudiera escapar de su control y, en última instancia, incluso pudiera poner en peligro su propia posición. La situación era particularmente delicada en Baviera, donde tenían sus sedes las SA y las SS y donde los radicales habían efectuado una verdadera «toma del poder» en los días posteriores a las elecciones de marzo. La improvisada creación de los gobernadores del Reich se hizo pensando concretamente en Baviera, a fin de evitar la posibilidad de una revolución del partido contra Berlín. Ritter von Epp, el antiguo «héroe» de los Freikorps que había participado en la destrucción de la Räterepublik, fue nombrado gobernador del Reich ya el día 10 de abril. Durante los meses de mayo y junio fueron nombrados, con menos precipitación, otros diez gobernadores del Reich en los Länder restantes, salvo en Prusia, y fueron elegidos entre los Gauleiter más veteranos y poderosos. Su dependencia de Hitler no era menor que la que éste tenía de ellos. Por tanto, se podía confiar en que sirvieran al gobierno del Reich para refrenar la revolución desde abajo cuando resultara contraproducente.

En Prusia, Hitler se reservó para sí mismo el cargo de gobernador del Reich. Esto, en la práctica, eliminaba cualquier posibilidad de mantener a Papen como comisario del Reich en Prusia. Posiblemente Hitler estaba sopesando la idea de unir el cargo de jefe del gobierno de Prusia con el de canciller del Reich, como había sucedido con Bismarck. Si era así, no había tenido en cuenta las propias ambiciones de poder de Göring. En Prusia no había primer ministro desde el golpe de Papen el mes de julio anterior. Göring había supuesto que ese cargo sería para él después de las elecciones al Landtag prusiano del 5 de marzo, pero Hitler no le había nombrado. Así pues, Göring se las ingenió para incluir la elección del primer ministro en el orden del día de la reunión que iba a celebrar el 8 de abril el recién elegido Landtag prusiano. Hitler, aunque sólo hacía un día que había tomado posesión del cargo de gobernador del Reich en Prusia, tuvo que aceptar un hecho consumado. El 11 de abril Göring fue nombrado primer ministro de Prusia (manteniendo también sus poderes como ministro del Interior de Prusia) y el 25 de abril tomó posesión del cargo de gobernador del Reich en Prusia. La «segunda ley de coordinación» había llevado, de una forma indirecta pero eficaz, a la consolidación de la amplia zona de influencia de Göring en Prusia, que en un principio se había basado en el control de la policía del estado más importante de Alemania. No sorprende que Göring respondiera con unas efusivas declaraciones públicas de lealtad a Hitler, a quien servía como su «más leal paladín». Este episodio revela la precipitación y la confusión subyacentes en toda la «coordinación» improvisada de los Länder. Pero al precio de reforzar la influencia de Göring en Prusia, y de los Gauleiter más ambiciosos en otros lugares, también se había fortalecido notablemente el poder del propio Hitler en todos los Länder.

Durante la primavera y el verano de 1933 Hitler estuvo en medio de fuerzas contrapuestas. El dilema no se resolvería hasta «la Noche de los Cuchillos Largos». Por una parte, las tensiones, contenidas durante tanto tiempo y con tanta dificultad antes de la llegada al poder de Hitler, habían estallado después de las elecciones de marzo. Hitler no sólo estaba de acuerdo con los ataques radicales desde abajo a los adversarios, los judíos y cualquiera que entorpeciera la revolución nazi, sino que necesitaba a los radicales para que le ayudaran a trastocar el orden político establecido e intimidaran a quienes se negaran a someterse. Por otra parte, se daba cuenta del peligro que corría su posición si el levantamiento radical se desmandaba, como había demostrado la creación de los gobernadores del Reich. Y era consciente de que los tradicionales bastiones del poder nacionalista conservador, y también quienes se mostraban escépticos con el nacionalsocialismo en el ejército y en importantes sectores del empresariado, aunque no ponían objeciones a la violencia mientras estuviera dirigida contra comunistas y socialistas, la verían de un modo muy diferente en cuanto vieran amenazados sus propios intereses. Por lo tanto, a Hitler no le quedaba otra alternativa que seguir una vía incómoda entre una revolución del partido que en modo alguno podía controlar del todo y el apoyo del ejército y el empresariado del que no podía prescindir de ninguna manera. De estas fuerzas intrínsecamente contradictorias acabaría surgiendo el enfrentamiento con las SA. Mientras tanto había señales claras de lo que se convertiría en un rasgo duradero del Tercer Reich: la presión de los radicales del partido, instigada y autorizada al menos en parte por Hitler, dio como resultado que la burocracia estatal reflejara el radicalismo en la legislación y la policía lo canalizara en medidas ejecutivas. El proceso de «radicalización acumulativa» ya era reconocible desde las primeras semanas del régimen.

Además del ataque total contra la izquierda en las primeras semanas del régimen nazi, los radicales nazis cometieron muchas agresiones contra los judíos. Como el antisemitismo había sido el «cemento ideológico» del movimiento nacionalsocialista desde el principio, que ofrecía al mismo tiempo un vehículo para las ansias de acción y un sustituto para las tendencias revolucionarias que ponían en peligro el tejido de la sociedad, dichas agresiones no resultaban nada sorprendentes. La toma de poder por el acérrimo antisemita Hitler había eliminado de golpe todas las trabas a la violencia contra los judíos. Los ataques contra negocios judíos y las palizas a judíos de los matones nazis (sin órdenes de arriba y sin coordinación) se convirtieron en algo habitual. En las semanas posteriores a la llegada de Hitler al poder se cometieron innumerables atrocidades.

Muchas de ellas fueron perpetradas por miembros de la denominada Liga de Combate de la Clase Media Comercial (Kampfbund des Gewerblichen Mittelstandes), en la que el antisemitismo violento iba unido a una oposición igual de violenta a los grandes almacenes, muchos de ellos propiedad de judíos La magnitud de la violencia contra los judíos movió a intelectuales y financieros judíos del extranjero, sobre todo de Estados Unidos, a intentar movilizar a la opinión pública contra Alemania y organizar un boicot de los productos alemanes, lo que representaba una verdadera amenaza dada la debilidad de la economía alemana. A partir de mediados de marzo el boicot cobró ímpetu y se extendió a numerosos países europeos. La reacción en Alemania, promovida por la Liga de Combate, fue agresiva, como cabía esperar. Se pidió un «contraboicot» de los comercios y grandes almacenes judíos en toda Alemania. Al llamamiento respondieron destacados antisemitas del partido, y a la cabeza figuraba el Gauleiter de Franconia Julius Streicher, un antisemita patológico que se encontraba en su elemento. Alegaban que los judíos podían servir de «rehenes» para forzar la interrupción del boicot internacional.

El instinto de Hitler se inclinaba por los radicales del partido. Pero también le estaban presionando para que actuara. En cuanto a la «cuestión judía», sobre la que a menudo había pontificado con tanta vehemencia, difícilmente podía desdecirse ahora, una vez que había logrado el poder, y desoír las demandas de los militantes sin sufrir una grave pérdida de credibilidad dentro del partido. Cuando el 26 de marzo se supo a través de contactos diplomáticos que el Congreso Judío Estadounidense estaba planeando convocar al día siguiente un boicot mundial a los productos alemanes, Hitler se vio obligado a actuar. Como era su costumbre cuando se veía acorralado, no se anduvo con medias tintas. Convocó a Goebbels al Obersalzberg. Éste escribió que, «en la soledad de las montañas», el Führer había llegado a la conclusión de que había que enfrentarse a los autores, o al menos los beneficiarios, de la «agitación extranjera», a los judíos alemanes. «Por tanto, debemos pasar a un boicot general de todos los negocios judíos de Alemania». Se puso a Streicher al frente de un comité de trece funcionarios del partido encargado de organizar el boicot. La proclama del partido del 28 de marzo, promovida por el propio canciller del Reich y en la que era visible su marca, pedía a los comités de acción que pusieran en marcha el boicot a negocios, productos, médicos y abogados judíos hasta en los pueblos más pequeños del Reich. El boicot tendría una duración indefinida. Goebbels sería el encargado de los preparativos propagandísticos. Detrás de toda la operación estaba la presión de la Liga de Combate de la Clase Media Comercial.

Hitler también empezó a recibir presiones en sentido contrario, encabezadas por Schacht y el ministro de Asuntos Exteriores Von Neurath, para que detuviera una medida que probablemente tendría unas consecuencias desastrosas para la economía alemana y su reputación en el extranjero. Hitler al principio se negó a tomar siquiera en consideración la idea de dar marcha atrás, pero el 31 de marzo Neurath informó al gabinete de que los gobiernos de Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos habían manifestado su oposición al boicot de productos alemanes en sus países. Por ello confiaba en que Alemania también cancelara el boicot. Pedir que Hitler renunciara del todo era pedir demasiado. Para entonces los militantes ya estaban enardecidos. La renuncia al boicot no sólo habría supuesto una pérdida de credibilidad de Hitler, sino que cabía la posibilidad de que su orden de cancelar la «acción» fuera ampliamente ignorada. No obstante, Hitler señaló que estaba dispuesto a posponer el comienzo del boicot alemán del 1 al 4 de abril en caso de que los gobiernos británico y estadounidense hicieran declaraciones satisfactorias en contra del boicot de productos alemanes. De no ser así, el boicot alemán empezaría el día 1 de abril, pero después se interrumpiría hasta el 4 de abril. A esto le siguió una frenética actividad diplomática que dio como resultado que los gobiernos occidentales y las organizaciones judías, sometidas a una fuerte presión, se desvincularan del boicot de los productos alemanes. Básicamente se habían satisfecho las demandas de Hitler. Pero para entonces había cambiado de opinión e insistía de nuevo en que el boicot alemán siguiera adelante. La reiterada presión de Schacht hizo posible que se limitara el boicot a un único día, pero con la ficción propagandística de que se reanudaría el miércoles siguiente, el día 5 de abril, si la «espantosa agitación» contra Alemania en el extranjero no había cesado por completo. No había la menor intención de hacerlo. De hecho, la misma tarde del día del boicot, el 1 de abril, Streicher anunció que no se reanudaría el miércoles siguiente.

El boicot en sí no tuvo tanto éxito como proclamó la propaganda nazi. Muchas tiendas judías cerraban aquel día de todos modos. En algunos lugares los clientes no hicieron caso a los hombres de las SA apostados fuera de los grandes almacenes judíos con letreros que advertían que no se comprara. La gente se comportó de maneras muy diversas. En algunas calles comerciales, el ambiente era casi festivo porque la gente se congregó para ver qué ocurría. Había grupos de ciudadanos que discutían los pros y los contras del boicot. No eran pocos los que se oponían y decían que iban a seguir comprando en sus tiendas favoritas. Otros se encogían de hombros. «Creo que todo esto es una locura, pero no me preocupo por ello», era una opinión, quizá nada inusual, que se oyó expresar ese día a un no judío. Incluso los hombres de las SA parecían mostrarse a veces más bien poco entusiastas en algunos lugares. En otros, sin embargo, el boicot fue simplemente una tapadera para saquear y ejercer la violencia. Para las víctimas judías, aquel día fue traumático, la señal más evidente de que aquélla era una Alemania en la que ya no se podían sentir «en casa», en la que la discriminación rutinaria había sido sustituida por una persecución patrocinada por el Estado.

Las reacciones de la prensa extranjera al boicot fueron casi unánimemente condenatorias. Schacht, el nuevo presidente del Reichsbank, tuvo que realizar una campaña para minimizar los daños a fin de tranquilizar a los banqueros extranjeros sobre las intenciones de Alemania en materia de política económica. Pero dentro de Alemania (algo que se repetiría en los años siguientes), la dinámica de la presión antijudía que ejercían los militantes del partido, sancionada por Hitler y la jefatura nazi, fue asumida por la burocracia estatal y se tradujo en una legislación discriminatoria. La exclusión de los judíos de la administración pública y de las profesiones liberales había sido uno de los objetivos de los militantes nazis antes de 1933. En ese momento se abría la posibilidad de presionar para cumplir aquel objetivo. Las sugerencias de que se adoptaran medidas discriminatorias contra los judíos procedían de diferentes sectores. Los preparativos para revisar los derechos del funcionariado sufrieron un nuevo giro antijudío a finales de marzo, posiblemente (aunque no es seguro) a instancias de Hitler. En virtud del tristemente célebre «párrafo ario» (no había una definición para judío) de la «ley para la restauración del funcionariado profesional» del 7 de abril, redactada apresuradamente, los judíos, así como los adversarios políticos, fueron expulsados de la administración pública. Sólo se hizo una excepción, por mediación de Hindenburg, con los judíos que habían luchado en el frente. Las otras tres disposiciones legislativas antijudías que se aprobaron en abril (para prohibir el acceso de los judíos a la abogacía, impedir a los médicos judíos tratar a pacientes que recibieran cobertura de la seguridad social y limitar el número de alumnos judíos que podían admitir las escuelas) fueron improvisadas precipitadamente no sólo para hacer frente a la presión desde abajo, sino para que se adecuaran a las medidas de facto que ya se estaban aplicando en diferentes partes del país. El papel de Hitler se limitaba, básicamente, a autorizar la legalización de medidas a menudo ya introducidas ilegalmente por militantes del partido con intereses personales en la discriminación, además de la motivación ideológica que pudieran tener.

El cataclismo en el panorama político que se había producido en el mes posterior al incendio del Reichstag había dejado a los judíos totalmente desprotegidos ante la violencia, la discriminación y la intimidación nazis. También se había debilitado totalmente la posición de los adversarios políticos de Hitler. Quedaba poca capacidad de lucha en los partidos de la oposición. La predisposición a llegar a acuerdos pronto se convirtió en predisposición a capitular.

Ya en marzo, Theodor Leipart, presidente de la confederación de sindicatos (ADGB), había intentado seguir la corriente, desvinculando a los sindicatos del SPD y ofreciendo una declaración de lealtad al nuevo régimen. No sirvió de nada. El plan para destruir los sindicatos corrió a cargo de Reinhold Muchow, el jefe del sindicato nazi, la Nationalsozialistische Betriebszellenorganisation (NSBO, Organización Nacionalsocialista de Células Industriales), que todavía era relativamente insignificante, y, cada vez más, de Robert Ley, jefe de organización del NSDAP. Al principio Hitler se mostró indeciso, hasta que se propuso la idea de asociarlo a un golpe propagandístico. Goebbels, tomando como ejemplo el «Día de Potsdam», organizó otro gran espectáculo para el 1 de mayo, en el que los nacionalsocialistas usurparon la tradicional celebración de la Internacional y convirtieron la jornada en el «Día del Trabajo Nacional». El ADGB participó en los mítines y los desfiles. Acudieron más de diez millones de personas, aunque en el caso de muchos trabajadores de las fábricas la asistencia no fue precisamente voluntaria.

Al día siguiente, una vez terminado el espectáculo publicitario, brigadas de las SA y la NSBO ocuparon las oficinas y sucursales bancarias del movimiento sindical socialdemócrata, confiscaron sus fondos y detuvieron a sus funcionarios. En menos de una hora la «acción» había concluido. El mayor movimiento sindical democrático del mundo había sido destruido. En cuestión de días, sus miembros se habían incorporado al enorme Frente Alemán del Trabajo (Deutsche Arbeitsfront, DAF), fundado el 10 de mayo bajo la dirección de Robert Ley.

El otrora poderoso Partido Socialdemócrata de Alemania, el mayor movimiento obrero que había conocido Europa, también estaba acabado. Durante los últimos años de Weimar se había visto obligado a llegar a un infame acuerdo tras otro en un intento de mantener sus tradiciones legalistas al tiempo que confiaba en evitar lo peor. Cuando lo peor llegó, estaba mal preparado. Los años de la Depresión y la desmoralización interna tuvieron graves consecuencias. El discurso de Otto Wels del 23 de marzo había sido valiente, pero fue insuficiente y llegó demasiado tarde. El apoyo se estaba esfumando. Durante marzo y abril, se obligó al brazo paramilitar del SPD, el enorme Reichsbanner, a disolverse. Se cerraron las delegaciones del partido. Los militantes estaban detenidos o habían huido al extranjero. Algunos iniciaron los preparativos para pasar a la clandestinidad. Además del miedo, cundía la decepción con la socialdemocracia. La marcha al exilio de muchos dirigentes del partido, por mucho que fuera una medida de seguridad necesaria, agudizaba la sensación de abandono. Para entonces el SPD era un barco sin timón. Otto Wels y otros dirigentes del partido se marcharon a Praga, donde ya se había creado una sede del partido en el exilio. Se prohibieron todas las actividades del partido en el Reich, se abolió la representación parlamentaria del SPD y se confiscaron sus bienes.

Los restantes partidos se desplomaron rápidamente, cayendo como fichas de dominó. El Staatspartei (antes DDP, Deutsche Demokratische Partei) se disolvió el 28 de junio. Un día más tarde le siguió la disolución del DVP. El socio de coalición conservador de los nazis, el DNVP, que en mayo había cambiado su nombre por Frente Nacional Alemán (Deutschnationale Front, DNF), también capituló el 27 de junio. Había ido perdiendo miembros a un ritmo creciente, que se habían incorporado al NSDAP; sus organizaciones de base habían tenido que soportar la represión e intimidación; el Stahlhelm, en el que muchos miembros apoyaban a DNVP, había quedado bajo la dirección de Hitler a finales de abril y se incorporó a las SA en junio; y el jefe del partido, Hugenberg, se había quedado totalmente aislado en el gabinete, incluso entre sus colegas conservadores. La dimisión de Hugenberg del gabinete (que muchos habían creído al principio que presidiría), el día 26 de junio, era inevitable después de que avergonzara al gobierno alemán con su comportamiento en la Conferencia Económica Mundial de Londres a principios de ese mismo mes. Sin consultar a Hitler, al gabinete o al ministro de Asuntos Exteriores Von Neurath, Hugenberg había enviado un informe al Comité Económico de la conferencia en el que rechazaba el libre comercio, exigía la devolución de las colonias alemanas y reclamaba tierras para asentamientos en el este. Su marcha del gabinete supuso el fin de su partido. Lejos de actuar como el «verdadero» dirigente de Alemania, como muchos habían imaginado que haría, y lejos de garantizar con sus colegas conservadores del gabinete que Hitler estuviera «controlado», Hugenberg se había convertido rápidamente en cosa del pasado. Pocos lo lamentaron. Hugenberg, junto con su partido, el DNVP, había jugado con fuego y se había quemado.

Los partidos católicos aguantaron un poco más. Pero su posición se vio debilitada por las negociaciones que mantuvo Papen para firmar un concordato del Reich con la Santa Sede, en el que el Vaticano aceptó la prohibición de las actividades políticas del clero en Alemania. En la práctica aquello suponía, en un intento de defender la posición de la Iglesia católica de Alemania, el sacrificio del catolicismo político. En cualquier caso, para entonces el Zentrum ya había ido perdiendo miembros a un ritmo alarmante, muchos de ellos deseosos de adaptarse a los nuevos tiempos. Los obispos católicos sustituyeron a los dirigentes del Zentrum como principales portavoces de la Iglesia católica en las relaciones con el régimen y estaban más interesados en conservar las instituciones, las organizaciones y los centros educativos de la Iglesia que en sostener la debilitada posición de los partidos políticos católicos. La intimidación y las presiones hicieron el resto. La detención de 2.000 funcionarios a finales de junio por la policía política bávara de Himmler atrajo toda la atención y aceleró la defunción del BVP el 4 de julio. Al día siguiente se disolvió el Zentrum, el último partido político que quedaba aparte del NSDAP. Al cabo de poco más de una semana, con la aprobación de la «ley contra la nueva creación de partidos», el NSDAP era el único partido político legal de Alemania.

VII

Los que estaba sucediendo en el centro de la política también estaba sucediendo en las bases, y no sólo afectaba a la vida política, sino a todas las formas organizadas de actividad social. La intimidación a aquellos que suponían un obstáculo y el oportunismo de quienes buscaban la primera ocasión para subirse al carro daban como resultado una combinación irresistible. En innumerables pueblos y aldeas los nazis se apoderaron del gobierno local. Los maestros y los funcionarios destacaron especialmente por sus prisas por incorporarse al partido. El número de afiliados del NSDAP aumentó tanto con la masiva afluencia de personas deseosas de unir su destino al del nuevo régimen, los «caídos de marzo» (Märzgefallene), como los apodaba cínicamente la «vieja guardia», que el 1 de mayo se prohibió admitir a nuevos miembros. Para entonces, dos millones y medio de alemanes se habían afiliado al partido, de los que 1,6 millones lo habían hecho después de que Hitler fuera nombrado canciller. El oportunismo se entremezclaba con el auténtico idealismo.

Algo muy parecido sucedió también en el ámbito cultural. Goebbels acometió con gran energía y entusiasmo la tarea de garantizar la reorganización de la prensa, la radio, la producción cinematográfica, el teatro, la música, las artes visuales, la literatura y cualquier otra forma de actividad cultural. Pero el rasgo más llamativo de la «coordinación» de la cultura fue la rapidez y el afán con que intelectuales, escritores, artistas, actores y publicistas colaboraron en actividades que no sólo empobrecieron y constriñeron la cultura alemana durante los doce años siguientes, sino que vetaron y proscribieron a algunos de sus exponentes más brillantes.

La esperanza albergada durante tiempo de que surgiera un gran líder anuló la capacidad crítica de muchos intelectuales y les impidió ver la magnitud del ataque contra la libertad de pensamiento, así como de acción, que a menudo aplaudieron. Muchos de los intelectuales neoconservadores cuyas ideas habían contribuido a despejar el terreno para la llegada del Tercer Reich pronto se sintieron profundamente decepcionados. Hitler no resultó ser en la práctica el líder místico que habían anhelado en sus sueños. Pero habían ayudado a preparar el terreno para el culto al Führer que profesarían tantos otros en un sinfín de formas.

Apenas hubo protestas por las purgas de profesores universitarios en aplicación de la nueva ley del funcionariado de abril de 1933, cuando muchos de los académicos más eminentes de Alemania fueron expulsados y tuvieron que exiliarse. Para entonces, la Academia de las Artes de Prusia ya había emprendido su propia «limpieza» y exigía lealtad al régimen a todos aquellos que eligieran seguir perteneciendo a aquella institución consagrada.

El momento simbólico de la capitulación de los intelectuales alemanes ante el «nuevo espíritu» de 1933 fue la quema, el 10 de mayo, de libros de autores inaceptables para el régimen. Los claustros y el profesorado universitario colaboraron. Sus miembros, salvo unas pocas excepciones, asistieron a las quemas. El poeta Heinrich Heine (1797-1856), cuyas obras figuraban entre los libros consumidos por las llamas, había escrito: «Allí donde se queman libros, se acaba quemando también personas».

VIII

Casi ninguna de las transformaciones que experimentó Alemania durante la primavera y el verano de 1933 se efectuaron siguiendo órdenes directas de la cancillería del Reich. Hitler apenas participó personalmente, pero fue el principal beneficiario. Durante aquellos meses, la adulación popular del nuevo canciller alcanzó niveles inauditos. Se consolidó el culto al Führer, no sólo en el seno del partido, sino en todo el Estado y en toda la sociedad, como la base misma de la nueva Alemania. El prestigio y el poder de Hitler, dentro del país y cada vez más en el extranjero, aumentaron de forma inconmensurable.

El culto a la personalidad que rodeaba a Hitler empezó a prosperar y a generar manifestaciones extraordinarias ya en la primavera de 1933. Se componían «poemas» en su honor, normalmente versos muy malos y zalameros, a veces en un tono pseudorreligioso. Se plantaron «robles de Hitler» y «tilos de Hitler» en las ciudades y pueblos de toda Alemania, árboles cuyo antiguo simbolismo pagano les confería un significado especial para los nacionalistas völkisch y los seguidores de cultos nórdicos. Los pueblos y ciudades se apresuraron a conceder la ciudadanía honorífica al nuevo canciller. Se puso su nombre a calles y plazas.

Jamás se habían visto en Alemania semejantes niveles de culto al héroe. Ni siquiera el culto a Bismarck durante los últimos años del fundador del Reich había sido remotamente comparable. El día en que Hitler cumplió cuarenta y cuatro años, el 20 de abril de 1933, se produjo una extraordinaria profusión de adulación cuando todo el país se llenó de celebraciones en honor del «líder de la nueva Alemania». Aunque la propaganda estaba muy bien organizada, era capaz de encauzar unos sentimientos populares y unos niveles de devoción casi religiosos que no se podían fabricar. Hitler estaba en camino de convertirse no ya en el líder del partido, sino en el símbolo de la unidad nacional.

A los espectadores que no eran unos fanáticos devotos del nuevo dios cada vez les resultaba más difícil evitar tener que mostrar como mínimo una señal externa de aquiescencia en medio de la ilimitada adoración. La expresión más banal de aquiescencia, el saludo «Heil Hitler», se extendió con rapidez. La víspera de que se declarara que el partido de Hitler era el único permitido en Alemania, se impuso la obligatoriedad del saludo a los funcionarios. A quienes no podían levantar el brazo derecho debido a alguna minusvalía física se les ordenó que levantaran el izquierdo. El «saludo alemán», «Heil Hitler», era el signo externo de que el país se había convertido en un «Estado del Führer».

¿Qué decir del hombre que era objeto de aquella asombrosa idolatría? Putzi Hanfstaengl, por entonces jefe de la sección de prensa extranjera del Ministerio de Propaganda, aunque no pertenecía al «círculo íntimo», todavía veía a Hitler con frecuencia y de cerca por aquella época. Más tarde comentaría lo difícil que resultaba poder acceder a Hitler, incluso en aquella primera etapa de su cancillería. Hitler se había llevado consigo a la cancillería del Reich a su antiguo séquito bávaro, la «Chauffeureska», como lo llamaba Hanfstaengl. Sus ayudantes y su chófer, Brückner, Schaub, Schreck (sucesor de Emil Maurice, que había sido despedido tras su flirteo con Geli Raubal) y su fotógrafo oficial Heinrich Hoffmann eran omnipresentes y solían impedir el contacto con él, a menudo interferían en las conversaciones con alguna distracción y siempre escuchaban y después respaldaban las impresiones y los prejuicios de Hitler. Incluso al ministro de Asuntos Exteriores Neurath y al presidente del Reichsbank Schacht les costaba captar la atención de Hitler durante más de un minuto o dos sin alguna intervención de uno u otro miembro de la «Chauffeureska». Sólo Göring y Himmler, según Hanfstaengl, podían contar siempre con una breve audiencia privada con Hitler si la solicitaban, pero habría que añadir, al menos, a Goebbels a la breve lista de Hanfstaengl. La imprevisibilidad de Hitler y la carencia absoluta de cualquier tipo de rutina tampoco ayudaban. Como de costumbre, solía acostarse tarde, a menudo después de relajarse viendo una película (una de sus favoritas era King Kong) en su cine particular. A veces no aparecía por las mañanas salvo para oír los informes de Hans Heinrich Lammers, el jefe de la cancillería del Reich, y para leer la prensa con Walther Funk, la mano derecha de Goebbels en el Ministerio de Propaganda. El momento culminante del día era la comida. El cocinero de la cancillería del Reich, que se había trasladado desde la Casa Parda de Múnich, tenía dificultades para preparar la comida, que se encargaba para la una en punto pero a menudo se servía hasta dos horas más tarde, cuando por fin aparecía Hitler. Otto Dietrich, el jefe de prensa, empezó a comer siempre antes en el Kaiserhof y a presentarse a la 1:30 preparado para cualquier eventualidad. Los comensales de Hitler cambiaban a diario, pero siempre eran camaradas del partido de su confianza. Los ministros conservadores rara vez estaban presentes, ni siquiera durante los primeros meses. En vista de la compañía, era evidente que rara vez contradecían a Hitler, si es que lo hacían alguna. Sin embargo, cualquier comentario podía dar lugar a una larga perorata, que normalmente era similar a sus antiguos ataques propagandísticos contra adversarios políticos o a los recuerdos de batallas libradas y ganadas.

A Hitler le habría resultado imposible evitar los efectos de la lisonjera adulación que le rodeaba a diario, cribando el tipo de información que le llegaba y aislándole del mundo exterior. Su sentido de la realidad estaba distorsionado por esa misma razón. Sus contactos con personas que vieran las cosas de una manera diferente se limitaban, por lo general, a entrevistas preparadas de antemano con dignatarios, diplomáticos o periodistas extranjeros. El pueblo alemán era poco más que una masa de adoradores y su única relación directa con él eran los discursos y las alocuciones radiofónicas, que se habían vuelto bastante infrecuentes. Pero la adulación popular que recibía era para él como una droga. Su confianza en sí mismo ya se había disparado. Sus ocasionales comentarios despectivos sobre Bismarck indicaban que para entonces ya consideraba que el fundador del Reich era inferior a él. La que se convertiría en una fatal sensación de infalibilidad ya estaba presente de una forma más que embrionaria.

Es imposible saber hasta qué punto la adulación a Hitler, que se propagó tan rápidamente por toda la sociedad en 1933, era auténtica, fingida u oportunista. En cualquier caso, las consecuencias eran casi las mismas. La semideificación de Hitler confirió al canciller un prestigio que eclipsaba el de todos los demás ministros del gabinete y jefes del partido. Las posibilidades de cuestionar medidas que se sabía que Hitler apoyaba, por no mencionar oponerse a ellas, eran prácticamente inexistentes. La autoridad de Hitler abría las puertas a actividades radicales anteriormente vetadas, eliminaba trabas y suprimía las barreras a medidas que antes de 30 de enero de 1933 hubieran parecido inconcebibles. Sin la transmisión directa de órdenes, se podían poner en marcha iniciativas que se suponía que concordaban con los objetivos de Hitler y tenían muchas posibilidades de éxito.

Un ejemplo fue la «ley de esterilización» (la «ley para la prevención de la descendencia con enfermedades hereditarias»), que aprobó el consejo de ministros el 14 de julio de 1933. Hitler no intervino directamente en la elaboración de la ley (que se presentó como una ley que beneficiaba a la familia inmediata así como a la sociedad en general). Pero se elaboró sabiendo que coincidía con los sentimientos que él había expresado. Y cuando se presentó ante el gabinete, contó con su aprobación total, pese a las objeciones del vicecanciller Papen, preocupado por la opinión de los católicos sobre ella. El canciller se limitó a hacer caso omiso de la petición de Papen de que sólo se pudiera practicar la esterilización con el consentimiento de la persona afectada.

Aunque desde un punto de vista nazi aquella ley sólo fuera un modesto comienzo de la aplicación de la ingeniería racial, sus consecuencias no fueron pequeñas: en aplicación de las disposiciones de esta ley se esterilizaría forzosamente a unas 400.000 víctimas antes del final del Tercer Reich.

Papen insinuó en el consejo de ministros que la Iglesia católica podría plantear problemas por la ley de esterilización, pero él sabía mejor que nadie que era improbable que eso sucediera. Menos de una semana antes él mismo había rubricado, en nombre del gobierno del Reich, el concordato del Reich con el Vaticano en cuya consecución había puesto tanto empeño personal. El concordato se firmó en Roma con gran pompa y solemnidad el día 20 de julio. Pese al continuo acoso del clero católico y otras agresiones perpetradas por radicales nazis contra la Iglesia y sus organizaciones, el Vaticano estaba deseoso de llegar a un acuerdo con el nuevo gobierno. Después de la firma del concordato siguió produciéndose un grave acoso, pero eso no impidió que el Vaticano accediera a ratificarlo el 10 de septiembre. El propio Hitler había concedido mucha importancia a la firma de un concordato desde el principio de su cancillería, sobre todo con vistas a que el «catolicismo político» no desempeñara ningún papel en Alemania. En el mismo consejo de ministros en el que se aprobó la ley de esterilización, destacó el triunfo que representaba el concordato para su régimen. Señaló que sólo un poco antes habría considerado imposible «que la Iglesia estuviera dispuesta a comprometer a los obispos con este Estado. Que esto hubiera sucedido era sin duda un reconocimiento incondicional del régimen actual». De hecho, fue un rotundo triunfo de Hitler. El episcopado alemán no escatimó efusivas declaraciones de agradecimiento y felicitación.

Sorprendentemente, la iglesia protestante no resultó tan fácil de manejar en los primeros meses de la cancillería de Hitler. Aunque oficialmente contaba con el respaldo de unos dos tercios de la población, estaba dividida en veintiocho iglesias regionales distintas, con diferentes matices doctrinales. Tal vez el escaso respeto de Hitler por ellas hizo que subestimara el campo de minas, donde se entremezclaban religión y política, en el que se metió cuando ejerció su influencia para apoyar las tentativas de crear una iglesia del Reich unificada. Su interés era, como siempre en esas cuestiones, puramente oportunista. La elección de Hitler (no se sabe por consejo de quién) como futuro obispo del Reich recayó en Ludwig Müller, un ex capellán de la marina de cincuenta años sin más aptitudes visibles para el cargo que tener un gran concepto de su propia importancia y una ferviente admiración por el canciller del Reich y su movimiento. Hitler le dijo a Müller que quería una unificación rápida, sin problemas, que terminara con la iglesia aceptando la jefatura nazi.

Sin embargo, Müller resultó ser una opción desastrosa. Durante la elección del obispo del Reich el 26 de mayo por los jerarcas de la iglesia evangélica, consiguió el respaldo del sector nazificado, los «Cristianos Alemanes», pero todos los demás grupos le rechazaron. La propaganda nazi apoyó a los Cristianos Alemanes. El propio Hitler respaldó públicamente a Müller y la víspera de las elecciones expresó por radio su apoyo a los sectores de la iglesia que se mostraban a favor de las nuevas políticas.

Los Cristianos Alemanes obtuvieron un contundente triunfo el 23 de julio, pero resultó ser una victoria pírrica. En septiembre, Martin Niemöller, el párroco de Dahlem, un barrio acomodado de Berlín, recibió unas 2.000 respuestas a una circular en la que invitaba a los pastores a unirse a él para crear una «Liga Pastoral de Emergencia» que defendiera la tradicional fidelidad a las Sagradas Escrituras y las Confesiones de la Reforma. Era el comienzo de lo que con el tiempo se convertiría en la «iglesia confesante», que para algunos pastores se transformaría en un vehículo para oponerse no sólo a la política eclesiástica del Estado, sino al propio Estado.

Ludwig Müller fue finalmente elegido obispo del Reich el 27 de septiembre, pero para entonces ya se estaba esfumando el respaldo de los nazis a los Cristianos Alemanes, el principal apoyo de Müller. Hitler estaba deseando distanciarse de los Cristianos Alemanes, cuyas actividades se consideraban cada vez más contraproducentes, y también del conflicto interno de la iglesia. Un acto de los Cristianos Alemanes, al que asistieron 20.000 personas, en el Sportpalast de Berlín a mediados de noviembre causó tanto escándalo tras un ofensivo discurso en el que se atacaba el Antiguo Testamento y la teología del «rabino Pablo», y se predicaba la necesidad de hacer descripciones más «heroicas» de Jesús, que Hitler se vio obligado a desvincularse totalmente de los asuntos de la iglesia. El experimento de Gleichschaltung había resultado un fracaso. Era hora de renunciar a él. Hitler pronto perdió todo el interés que pudiera haber tenido en la iglesia protestante. En el futuro se vería obligado a intervenir en más de una ocasión, pero el conflicto con la iglesia no era para él nada más que una molestia.

IX

En el otoño de 1933, la discordia en el seno de la iglesia protestante era una mera cuestión secundaria para Hitler. Era muchísimo más importante la posición internacional de Alemania. Hitler tomó una decisión espectacular y el 14 de octubre retiró a Alemania de las conversaciones de desarme de Ginebra y de la Sociedad de Naciones. La situación de las relaciones internacionales cambió de la noche a la mañana. La época Stresemann en la política exterior había tocado definitivamente a su fin. Había comenzado la «revolución diplomática» en Europa.

Hitler sólo había desempeñado un papel limitado en la política exterior durante los primeros meses del Tercer Reich. El nuevo y ambicioso rumbo revisionista (cuya finalidad era la vuelta a las fronteras de 1914, la readquisición de las antiguas colonias y la obtención de otras nuevas, la incorporación de Austria y el predominio de Alemania en el este y el sudeste de Europa) lo determinaron profesionales del ministerio de Asuntos Exteriores y se lo propusieron al gabinete ya en marzo de 1933. A finales de abril, el delegado de Alemania en las conversaciones de desarme de Ginebra, Rudolf Nadolny, ya hablaba en privado de las intenciones de crear un gran ejército de 600.000 hombres. Si Gran Bretaña y Francia sólo aceptaban un ejército mucho más pequeño, de 300.000 hombres, mientras reducían muy poco sus propias fuerzas armadas, o si accedían a desarmarse sustancialmente pero se negaban a permitir que Alemania se rearmara, Nadolny planteaba la posibilidad de que Alemania abandonara las negociaciones de desarme y quizá la propia Sociedad de Naciones. Mientras tanto, el nuevo y militarista ministro del Reichswehr, Blomberg, estaba impaciente por romper con Ginebra sin dilación y seguir adelante, unilateralmente, con el programa de rearme lo antes posible. La postura de Hitler en aquel momento era mucho más cauta. Temía de verdad que se produjera una intervención mientras las defensas alemanas eran tan débiles.

Las conversaciones de Ginebra seguían estancadas. Los británicos, los franceses y los italianos había propuesto una serie de planes que ofrecían a Alemania algunas concesiones no incluidas en las estipulaciones de Versalles, pero manteniendo la clara supremacía armamentística de las potencias occidentales. No existía la menor posibilidad de que Alemania aceptara ninguna de ellas, aunque Hitler estaba dispuesto a seguir una línea más moderada desde un punto de vista táctico que la propugnada por Neurath y Blomberg. A diferencia del ejército, impaciente por lograr de inmediato una igualdad armamentística imposible de conseguir entonces, Hitler, el hábil estratega, estaba dispuesto a esperar la ocasión apropiada. De momento sólo podía confiar en que las evidentes discrepancias entre Gran Bretaña y Francia por la cuestión del desarme jugaran a su favor. Y así lo harían. Aunque a las dos grandes potencias occidentales les inquietaba la posibilidad de que Alemania se rearmara, preocupadas por algunas de las agresivas señales que llegaban de Berlín y por la oleada de actos terroristas nazis en Austria, había importantes discrepancias entre ellas. Eso significaba que no había ninguna posibilidad de que se produjera la intervención militar que Hitler tanto temía. Gran Bretaña estaba dispuesta a hacer más concesiones que los franceses. Confiaba en poder retrasar eficazmente el rearme alemán haciendo pequeñas concesiones. Pero los británicos se vieron arrastrados por la línea dura de los franceses, aunque temían que eso forzara a Alemania a abandonar la Sociedad de Naciones.

Sin embargo, fue Gran Bretaña la que tomó la iniciativa el 28 de abril, con el apoyo de Francia, y ofreció a Alemania sólo la concesión mínima del derecho a tener un ejército de 200.000 efectivos, pero con la exigencia de que prohibiera todas las organizaciones paramilitares. Blomberg y Neurath respondieron en público airados. Hitler, preocupado por la amenaza de sanciones de las potencias occidentales y el ruido de sables polaco en el este, cedió ante un poder superior. Le dijo al gabinete que la cuestión del rearme no se iba a resolver en la mesa de negociaciones. Se necesitaba un nuevo método. En aquel momento no había ninguna posibilidad de conseguir un rearme «por métodos normales». Había que demostrar «al mundo» la unidad del pueblo alemán en la cuestión del desarme. Optó por la propuesta que hizo el ministro de Asuntos Exteriores Von Neurath al gabinete de pronunciar un discurso ante el Reichstag que después se proclamara como política gubernamental.

En su discurso ante el Reichstag el 17 de mayo, Hitler empleó en apariencia el tono de un estadista interesado en garantizar la paz y el bienestar de su propio país y de toda Europa. «Respetamos los derechos nacionales también de otros pueblos —afirmó— y deseamos desde lo más profundo de nuestro corazón vivir con ellos en paz y amistad». Sus peticiones de un trato equitativo para Alemania en la cuestión del desarme debían de parecer totalmente justificadas a los alemanes, y también fuera de Alemania. Declaró que Alemania estaba dispuesta a renunciar a las armas ofensivas si los demás países hacían lo mismo. Y afirmó que cualquier intento de imponer a Alemania un acuerdo de desarme sólo podía estar dictado por la intención de obligar al país a abandonar las negociaciones de desarme. «Nos resultaría difícil, siendo como somos un pueblo continuamente difamado, permanecer en la Sociedad de Naciones», fue su amenaza apenas velada. Fue una pieza retórica inteligente. Hitler parecía la voz de la razón, poniendo a sus adversarios de las democracias occidentales a la defensiva en el terreno propagandístico.

Las estancadas conversaciones de Ginebra fueron pospuestas hasta junio y, después, hasta octubre. Durante este periodo no hubo ningún plan concreto para que Alemania rompiera con la Sociedad de Naciones. Incluso más tarde aquel mismo mes, ni Hitler ni su ministro de Asuntos Exteriores Neurath contaban con una pronta retirada. Parece ser que el 4 de octubre Hitler aún pensaba en proseguir con las negociaciones. Pero ese mismo día se tuvo noticia de que la postura británica sobre el rearme alemán se había vuelto más inflexible, se había endurecido para apoyar a los franceses, y no tenía en cuenta las peticiones de igualdad. Aquella tarde, Blomberg solicitó una audiencia con Hitler en la cancillería del Reich. Neurath admitiría más tarde que él también le había advertido a Hitler a finales de septiembre que no se podría conseguir nada más en Ginebra. Hitler reconoció que era el momento oportuno para abandonar la Sociedad, en unas circunstancias en las que parecía que Alemania era la parte perjudicada. La ventaja propagandística, sobre todo en Alemania, donde podía tener la seguridad de contar con un apoyo popular masivo, era una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla. Finalmente, el día 13 de octubre se informó al gabinete. Sin perder nunca de vista el valor propagandístico de la aclamación plebiscitaria, Hitler les dijo a sus ministros que la posición de Alemania se reforzaría disolviendo el Reichstag, convocando nuevas elecciones y «pidiendo al pueblo alemán que se identifique con la política de paz del gobierno del Reich mediante un plebiscito». Al día siguiente, la Conferencia de Ginebra recibió una notificación oficial de la retirada alemana. Las consecuencias fueron trascendentales. Las conversaciones de desarme perdieron entonces su sentido. La Sociedad de Naciones, de la que Japón ya se había marchado ese mismo año, quedó fatalmente debilitada. El momento elegido y el uso de la propaganda a la hora de tomar la decisión de abandonar la Sociedad fueron característicos de Hitler. Pero Blomberg, sobre todo, y Neurath habían estado presionando a favor de una retirada mucho antes de que Hitler se convenciera de que había llegado el momento de que Alemania obtuviera la máxima ventaja. Hitler había sido capaz de sacar partido a los inestables fundamentos de la diplomacia europea en los primeros tiempos de su cancillería. La crisis económica mundial había minado la «política de cumplimiento» sobre la que se había edificado la estrategia de Stresemann y la base de la seguridad europea. Por tanto, el orden diplomático europeo ya tenía la estabilidad de un castillo de naipes cuando Hitler asumió el poder. La retirada alemana de la Sociedad de Naciones fue el primer naipe que cayó del castillo. Pronto empezarían a desmoronarse los demás.

La tarde del 14 de octubre, en una alocución por radio elaborada con astucia, Hitler, seguro de que tendría una acogida positiva entre los millones de oyentes de todo el país, anunció la disolución del Reichstag. Las nuevas elecciones, programadas para el 12 de noviembre, brindaron la oportunidad de contar con un Reichstag totalmente nacionalsocialista, sin los restos de los partidos disueltos. Aunque sólo se presentaba un partido a las elecciones, Hitler volvió a recorrer en avión toda Alemania para pronunciar discursos electorales. La campaña propagandística concentró casi todos sus esfuerzos en lograr una muestra de lealtad a la persona de Hitler, al que ahora se mencionaba habitualmente, incluso en la prensa no nazi que aún quedaba, simplemente como «el Führer». La manipulación electoral todavía no era tan refinada como la de los plebiscitos de 1936 y 1938, pero ya existía. Se emplearon varios tipos de argucias y el secreto del voto no estaba garantizado. Y la presión para votar a favor era evidente. Aun así, los resultados oficiales (95,1 por ciento en el plebiscito y 92,1 por ciento en las elecciones al Reichstag) supusieron un verdadero triunfo de Hitler. En el extranjero y dentro del país, incluso teniendo en cuenta la manipulación y la falta de libertad, la conclusión fue que la inmensa mayoría del pueblo alemán le apoyaba. Su talla como líder nacional por encima de los intereses de partido se vio enormemente reforzada.

Sin embargo, la conquista de Alemania por Hitler todavía no era completa. Tras la euforia de los resultados del plebiscito había un antiguo problema que amenazaba con poner en peligro al propio régimen: el problema de las SA.