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EUFORIA Y AMARGURA
La Primera Guerra Mundial hizo posible que existiera un Hitler. Sin la experiencia de la guerra, la humillación de la derrota y la agitación de la revolución, el artista fracasado y marginado social no habría descubierto que lo que quería hacer con su vida era dedicarse a la política, ni tampoco habría descubierto que su especialidad era la de propagandista y demagogo de cervecería. Y sin el trauma de la guerra, la derrota y la revolución, sin la radicalización política de la sociedad alemana que causó ese trauma, el demagogo no habría tenido un público dispuesto a escuchar su mensaje estridente y lleno de odio. Tras la derrota, la guerra dejó como legado unas condiciones que hicieron posible que los caminos de Hitler y del pueblo alemán comenzaran a cruzarse. Sin la guerra, habría sido impensable que un Hitler accediera a la cancillería que había ocupado Bismarck.
I
Al mirar atrás al cabo de más de un decenio, Hitler describiría los quince meses que pasó en Múnich antes de la guerra como «los más felices y los más satisfactorios, con mucho» de su vida. El fanático nacionalista alemán se alegró enormemente cuando llegó a «una ciudad alemana», que contrapuso a la «Babilonia de razas» que había sido para él Viena. Dio varias razones para explicar por qué se había ido de Viena: una enconada animadversión hacia el imperio de los Habsburgo por sus políticas proeslavas, que estaban perjudicando a la población germana; un odio creciente a la «mezcla extranjera de pueblos» que estaba «corroyendo» la cultura alemana en Viena; la convicción de que el Imperio Austro-Húngaro tenía los días contados y de que su final debía llegar cuanto antes; y un intenso anhelo de viajar a Alemania, a donde lo habían arrastrado sus «deseos y su amor secretos de la infancia». Estos últimos sentimientos estaban claramente idealizados aunque, por lo demás, eran bastante sinceros. Y no cabe la menor duda de que no estaba dispuesto a combatir por el Estado de los Habsburgo. Eso es lo que Hitler quería decir cuando afirmaba que se había marchado de Austria «principalmente por razones políticas». Sin embargo, la insinuación de que su marcha era una forma de protesta política era falsa e intencionadamente engañosa. Como ya hemos señalado, la razón inmediata principal para cruzar la frontera con Alemania era muy concreta: las autoridades de Linz le estaban pisando los talones por eludir el servicio militar.
Hitler escribió que fue a Múnich con la esperanza de llegar a ser famoso algún día como arquitecto. A su llegada, se describió a sí mismo como un «pintor arquitectónico». En 1914 escribió una carta a las autoridades de Linz para defenderse de las acusaciones de eludir el servicio militar y en ella declaraba que se había visto obligado a ganarse la vida trabajando como artista por cuenta propia para costearse su formación como pintor arquitectónico. En el bosquejo autobiográfico que escribió en 1921 afirmaba que fue a Múnich como «delineante y pintor arquitectónico». Durante el juicio celebrado en febrero de 1924 dio a entender que ya había completado su formación como «delineante» cuando llegó a Múnich, pero quería prepararse para ser maestro de obras. Muchos años después aseguraría que su intención era recibir una formación práctica en Alemania, que había ido a Múnich con la esperanza de estudiar durante tres años antes de entrar a trabajar como delineante en la mayor empresa constructora de Múnich, Heilmann & Littman, y que entonces demostraría todo lo que era capaz de hacer presentándose al primer concurso arquitectónico que se convocara para diseñar un edificio importante. Ninguna de estas versiones diferentes y contradictorias era cierta. No hay ninguna prueba de que Hitler tomara alguna medida, mientras estuvo en Múnich, para mejorar sus pobres y cada vez más escasas perspectivas profesionales. Seguía yendo tan a la deriva como en Viena.
Tras su llegada a Múnich el 25 de mayo de 1913, un soleado domingo de primavera, Hitler respondió al anuncio de un pequeño cuarto que alquilaba la familia del sastre Joseph Popp en la tercera planta del número 34 de Schleiβheimerstraβe, en un barrio pobre del norte de la ciudad, muy cerca de Schwabing, el vibrante centro de la vida artística y bohemia de Múnich, y no demasiado lejos de la gran zona de cuarteles. Su compañero de viaje, Rudolf Häusler, compartió con él la estrecha habitación hasta mediados de febrero de 1914. Al parecer, la costumbre que tenía Hitler de leer hasta altas horas de la noche a la luz de una lámpara de petróleo impedía a Häusler conciliar el sueño y le molestaba tanto, que acabó por marcharse, aunque volvió pocos días después para ocupar el cuarto contiguo al de Hitler, en el que se quedó hasta mayo. Según su casera, Frau Popp, Hitler organizó enseguida su material para empezar a pintar. Como había hecho en Viena, estableció una rutina que le permitía acabar un cuadro cada dos o tres días, normalmente copias de postales de los famosos monumentos turísticos de Múnich (entre ellos la Theatinerkirche, la Asamkirche, la Hofbräuhaus, el Alter Hof, el Münzhof, el Altes Rathaus, la Sendlinger Tor, la Residenz o la Propyläen), y después salía en busca de clientes por los bares, cafés y cervecerías. Sus acuarelas, copias fieles pero carentes de inspiración y de sentimiento, eran de una calidad bastante mediocre, como admitiría el propio Hitler cuando fue canciller de Alemania y se vendían a unos precios enormemente inflados. Pero, sin duda alguna, no eran peores que otros productos similares que se vendían en las cervecerías, a menudo obras de verdaderos estudiantes de arte que intentaban costearse sus gastos. Una vez que se asentó, Hitler no tuvo dificultades para encontrar compradores. Podía ganarse la vida modestamente con sus pinturas y llevar una vida casi tan desahogada como la que había llevado en sus últimos años en Viena. Cuando las autoridades de Linz le localizaron en 1914, reconoció que sus ingresos, pese a ser irregulares y variables, podían ascender a unos mil doscientos marcos anuales, y mucho más tarde le diría a su fotógrafo oficial, Heinrich Hoffmann, que en aquella época podía arreglárselas con unos ochenta marcos al mes para cubrir sus gastos de manutención.
Al igual que en Viena, Hitler era educado pero distante, independiente, retraído y aparentemente no tenía amigos (aparte de Häusler, en los primeros meses). Frau Popp no era capaz de recordar una sola visita que hubiera recibido Hitler en los dos años que fue su inquilino. Llevaba una vida sencilla y austera, pintaba durante el día y leía por las noches. Según la versión del propio Hitler, durante su estancia en Múnich le interesaba «el estudio de los acontecimientos políticos de actualidad», sobre todo la política exterior. También aseguraba que se había sumergido de nuevo en las obras teóricas del marxismo y había analizado meticulosamente, una vez más, la relación entre el marxismo y los judíos. No hay ninguna razón obvia para dudar del testimonio de su casera sobre los libros que se llevaba a casa de la Königliche Hof-und Staatsbibliothek (la Biblioteca Real de Múnich), que quedaba cerca de allí, en Ludwigstraβe. Sin embargo, entre los millones de palabras de Hitler de que tenemos constancia, no hay el menor indicio que demuestre que hubiera leído los escritos teóricos del marxismo, que hubiera estudiado a Marx, Engels, Lenin (que había estado en Múnich poco antes que él) o Trotski (que estuvo en Viena en la misma época). Al igual que en Viena, Hitler no leía para ilustrarse o aprender, sino para confirmar sus prejuicios.
Es probable que la mayoría de las lecturas las hiciera en los cafés, donde Hitler podía proseguir con su costumbre de devorar los periódicos que ponían a disposición de la clientela. Era allí donde se mantenía al corriente de los acontecimientos políticos y donde, a la menor provocación, podía estallar y exponer a cualquiera que tuviera cerca sus opiniones, sostenidas con fiereza, sobre cualquier tema que le preocupara en aquel momento. Las «discusiones» en cafés y cervecerías fueron lo más cerca que llegó a estar Hitler de la actividad política durante su estancia en Múnich. En Mi lucha afirmaría que «en los años 1913 y 1914 expresé por vez primera en varios círculos que hoy apoyan lealmente el movimiento nacionalsocialista mi convicción de que la clave del futuro de la nación alemana estaba en la destrucción del marxismo», lo que eleva unos meros enfrentamientos de café a la altura de la filosofía de un profeta político.
El contacto humano más cercano que mantuvo Hitler durante los meses que estuvo en Múnich fue con el público de los cafés y cervecerías, algo que probablemente le servía de válvula de escape para sus prejuicios y emociones reprimidas. Contrariamente a su propia descripción de los meses de Múnich como una época en la que se preparaba para lo que el destino le tenía reservado, en realidad fue una época vacía, solitaria y fútil. Se había enamorado de Múnich, pero Múnich no se había enamorado de él. Y en cuanto a su propio futuro, no tenía una idea más clara de hacia dónde iba que la que había tenido durante los años que pasó en el albergue para hombres de Viena.
Hitler estuvo a punto de acabar en una cárcel austríaca. Ya en agosto de 1913 la policía de Linz había empezado a indagar el paradero de Hitler debido a que no se había inscrito para el servicio militar. Eludir el servicio militar estaba castigado con una cuantiosa multa y abandonar Austria para evitarlo se consideraba deserción y acarreaba pena de cárcel. A través de sus familiares de Linz, de la policía vienesa y del albergue para hombres de Meldemannstraβe, el rastro condujo finalmente hasta Múnich, donde la policía pudo informar a sus homólogos de Linz de que Hitler estaba inscrito allí desde el 26 de mayo de 1913 y residía en la casa de los Popp, en el número 34 de Schleiβheimerstraβe. La tarde del domingo 18 de enero de 1914 Hitler se estremeció cuando apareció en la puerta de la casa de Frau Popp un agente de la policía criminal con una citación judicial que le emplazaba a comparecer al cabo de dos días en Linz, so pena de multa y cárcel, para inscribirse en el servicio militar, y lo arrestó de inmediato con el fin de entregarlo a las autoridades austríacas. Por alguna razón, la policía de Múnich había retrasado la entrega de la citación judicial varios días, hasta el domingo, con lo que dejaba a Hitler muy poco tiempo para cumplir con la exigencia de comparecer en Linz el martes. Esto, sumado al aspecto desastrado de Hitler, su falta de dinero, su actitud de arrepentimiento y la explicación un tanto patética que dio, influyó en que el consulado austríaco de Múnich mostrara cierta compasión al examinar su caso. Causó buena impresión a los funcionarios del consulado, que lo juzgaron «digno de consideración», y la magistratura de Linz le concedió permiso para comparecer, como había solicitado, el 5 de febrero en Salzburgo, en lugar de en Linz. No se le impuso ninguna multa ni pena de cárcel y el consulado se hizo cargo de los gastos del viaje. En cualquier caso, cuando por fin compareció en Salzburgo, como estaba previsto, consideraron que estaba demasiado débil para prestar el servicio militar.
Hitler volvió a retomar su vida mundana de artista de poca monta, pero no por mucho tiempo. Sobre Europa se cernían nubes de tormenta. El domingo 28 junio de 1914 se divulgó la sensacional noticia del asesinato en Sarajevo del heredero del trono austríaco, el archiduque Francisco Fernando, y de su esposa. El ardor guerrero se apoderó de Alemania, al igual que de otros países de Europa, y a principios de agosto, el continente ya estaba en guerra.
II
Para Hitler, la guerra era un regalo del cielo. Desde su fracaso en la Academia de Bellas Artes en 1907 no había hecho más que vegetar y, resignado al hecho de que nunca llegaría a ser un gran artista, ahora albergaba el sueño imposible de convertirse en un arquitecto importante, aunque no había hecho plan alguno ni tenía ninguna esperanza realista de colmar sus aspiraciones. Siete años después de aquel fracaso, el «don nadie de Viena» seguía siendo un marginado y un cero a la izquierda en Múnich, vanamente enfurecido con un mundo que lo había rechazado. Seguía sin tener perspectivas profesionales, cualificación o expectativas de tenerla, sin capacidad para forjar amistades profundas y duraderas, sin la menor esperanza realista de aceptarse a sí mismo o a una sociedad a la que despreciaba por su propio fracaso. La guerra le ofreció una salida. A los veinticinco años, algo le proporcionaba por primera vez en su vida una causa, un compromiso, camaradería, disciplina externa, una especie de trabajo fijo, una sensación de bienestar y, por encima de todo, un sentimiento de pertenencia. Su regimiento se convirtió en un hogar para él. Cuando resultó herido en 1916, las primeras palabras que le dijo a su oficial superior fueron: «No es tan grave, ¿verdad, Herr Oberleutnan? Puedo quedarme con ustedes, quedarme con el regimiento». Es posible que, en un momento posterior de la guerra, la perspectiva de tener que abandonar el regimiento influyera en su deseo de no optar a un ascenso. Y al acabar la guerra tenía poderosas razones de orden práctico para permanecer en el ejército el mayor tiempo posible: el ejército había sido para entonces su «carrera» durante cuatro años y no tenía ningún otro trabajo al que volver o que le apeteciera. La guerra y la posguerra crearon a Hitler. Fue, después del de Viena, el segundo periodo formativo que forjaría de un modo determinante su personalidad.
A principios de agosto de 1914, Hitler era una de las decenas de miles de personas de Múnich poseídas por un delirio emocional, fervientemente entusiasmadas con la perspectiva de la guerra. Como para tantos otros, su euforia se convertiría más tarde en una profunda amargura. En el caso de Hitler, el péndulo emocional que puso en marcha el estallido de la guerra oscilaba de forma más violenta que para la mayoría. «Presa de un entusiasmo violento —escribió—, me arrodillé y di gracias al cielo con el corazón rebosante de dicha por concederme la buena fortuna de vivir en aquella época». No cabe la menor duda de que en esta ocasión sus palabras eran ciertas. Años más tarde, al fijarse en una fotografía tomada por Heinrich Hoffmann (quien habría de convertirse en su fotógrafo oficial) de la enorme manifestación patriótica frente al Feldherrnhalle en la Odeonsplatz de Múnich el 2 de agosto de 1914, el día después de que Alemania declarase la guerra a Rusia, Hitler comentó que aquel día había formado parte de la enfervorizada multitud, arrastrado por el fervor nacionalista y con la voz ronca a fuerza de cantar «Die Wacht am Rhein» y «Deutschland, Deutschland über alles». Hoffman se puso de inmediato a trabajar haciendo ampliaciones de la fotografía hasta que descubrió el rostro de aquel Hitler de veinticinco años en el centro de la imagen, fascinado y extasiado con la histeria belicista. La posterior reproducción en serie de la fotografía contribuiría a afianzar el mito del Führer y le proporcionaría a Hoffmann enormes beneficios.
No cabe duda de que Hitler se hallaba preso de la misma euforia que aquellos días había impulsado a decenas de miles de jóvenes de Múnich y muchas otras ciudades de Europa a ir corriendo a alistarse, como él mismo contaría, cuando aquel 3 de agosto, inmediatamente después de la manifestación de Feldherrnhalle, envió una petición personal al rey Luis III de Baviera para servir como austríaco en el ejército bávaro. Al día siguiente, según su versión, recibió con una alegría sin límites la respuesta de la delegación del gobierno aceptando su solicitud. Aunque la mayoría de las versiones han dado por buena esta historia, apenas resulta creíble. Dada la confusión que reinaba aquellos días, habría sido necesaria una eficacia burocrática realmente extraordinaria para que la petición de Hitler hubiera sido aprobada de la noche a la mañana. En cualquier caso, no era la delegación del gobierno, sino el Ministerio de la Guerra, el único que tenía potestad para aceptar a extranjeros (austríacos incluidos) como voluntarios. En realidad, lo que hizo posible que Hitler sirviera en el ejército bávaro no fue la eficiencia burocrática, sino un descuido burocrático. En 1924 las autoridades bávaras realizaron una minuciosa investigación que no logró aclarar con precisión por qué Hitler llegó a servir en el ejército bávaro en lugar de ser repatriado a Austria en agosto de 1914, que es lo que debió haber ocurrido. Suponía que Hitler había formado parte de la oleada de voluntarios que acudieron a la oficina de reclutamiento más cercana los primeros días de agosto, lo que había provocado, según el informe, incoherencias e infracciones de la ley comprensibles. «Con toda probabilidad —comentaba el informe—, la cuestión de la nacionalidad de Hitler ni siquiera llegó a plantearse nunca». La conclusión del informe era que Hitler se incorporó al ejército bávaro, casi con total certeza, debido a un error.
Probablemente, como el propio Hitler escribió en un breve esbozo autobiográfico en 1921, se presentó voluntario el 5 de agosto de 1914 para servir en el Primer Regimiento de Infantería del ejército bávaro. Al igual que les sucedió a muchos otros durante aquellos caóticos primeros días, al principio lo mandaron de vuelta porque no había un destino inmediato para él. El 16 de agosto lo emplazaron a presentarse en el Centro de Reclutamiento VI de Múnich para recoger el equipo en el Segundo Batallón de Reserva del Segundo Regimiento de Infantería. A principios de septiembre lo destinaron al recién creado Regimiento de Infantería Bávara de Reserva n.º 16 (conocido como el «regimiento List», por el apellido de su primer comandante), formado en su mayoría por reclutas novatos. Tras varias semanas de precipitada instrucción, ya estaban listos para ir al frente. A primeras horas de la mañana del 21 de octubre un tren militar en el que iba Hitler partió hacia los campos de batalla de Flandes.
El 29 de octubre, a los seis días de su llegada a Lille, el batallón de Hitler tuvo su bautismo de fuego en la carretera de Menin, cerca de Ypres. En las cartas que escribió desde el frente a Joseph Popp y a un conocido de Múnich, Ernst Hepp, Hitler contaba que, tras cuatro días de lucha, la fuerza de combate del regimiento List se había visto reducida de 3.600 a 611 hombres. Las bajas de los primeros días ascendieron a un abrumador 70 por ciento. Hitler diría más tarde que, al ver los miles de muertos y heridos, su idealismo inicial se resintió al comprender que «la vida es una lucha constante y horrible». A partir de aquel momento, la muerte se convirtió en una compañía cotidiana que lo inmunizó por completo contra cualquier tipo de sensibilidad al sufrimiento humano. Aún en mayor medida que en el albergue de Viena, ignoró la pena o la compasión. La lucha, la supervivencia y la victoria eran todo lo que importaba.
El 3 de noviembre de 1914, aunque en vigor desde el 1 de noviembre, Hitler fue ascendido a cabo. Fue su último ascenso durante la guerra, aunque sin duda podía haber albergado esperanzas de llegar más alto, al menos a suboficial (Unteroffizier). De hecho, en una etapa posterior de la guerra, Max Amann, que por aquel entonces era sargento primero y posteriormente se convertiría en el magnate de la prensa hitleriana, lo propuso para un ascenso y el estado mayor del regimiento sopesó la idea de nombrarlo Unteroffizier. Fritz Wiedemann, ayudante de campo del regimiento que en los años treinta fue durante un tiempo uno de los ayudantes del Führer, declaró tras la caída del Tercer Reich que los superiores de Hitler creían que éste carecía de dotes de mando. No obstante, tanto Amann como Wiedemann dejaron claro que en realidad Hitler se negó a optar a un ascenso, probablemente porque en ese caso lo habrían trasladado del estado mayor del regimiento.
Hitler fue destinado el 9 de noviembre al estado mayor del regimiento como ordenanza, uno más de un grupo de ocho a nueve correos cuya tarea consistía en llevar órdenes a pie, y a veces en bicicleta, del puesto de mando del regimiento a los jefes de unidad y batallón del frente, situado a tres kilómetros de distancia. Resulta sorprendente que Hitler omitiera mencionar en Mi lucha que había sido correo, con lo que daba a entender implícitamente que en realidad pasó la guerra en las trincheras. Sin embargo, las tentativas que hicieron sus enemigos políticos a principios de los años treinta de minimizar el peligro que corrían los correos y menospreciar el historial de guerra de Hitler, acusándolo de escaquearse y de cobardía, no venían al caso. Es cierto que cuando el frente estaba relativamente tranquilo, y no era infrecuente, había momentos en los que los correos podían haraganear en el cuartel del estado mayor, donde las condiciones eran mucho mejores que en las trincheras. Fue en estas condiciones en el cuartel general del regimiento de Fournes en Weppes, cerca de Fromelles, en el norte de Francia, en las que Hitler pasó casi la mitad de su servicio en la guerra, donde pudo encontrar tiempo para pintar y (si se puede dar alguna credibilidad a su versión) leer las obras de Schopenhauer, que aseguraba haber llevado consigo. Aun así, los peligros a que se enfrentaban los correos durante las batallas, cuando llevaban mensajes al frente atravesando la línea de fuego, eran muy reales. El número de bajas entre ellos era relativamente alto. Siempre que era posible, se enviaba a dos correos con cada mensaje para asegurarse de que llegara a su destino aunque muriera uno de ellos. De los ocho correos asignados al estado mayor del regimiento, tres murieron y otro resultó herido durante un enfrentamiento con soldados franceses el 15 de noviembre. El propio Hitler tuvo la suerte de su lado, y no sería la única vez en su vida, cuando dos días más tarde explotó un obús francés en el puesto de mando avanzado del regimiento pocos minutos después de que él hubiera salido, matando o hiriendo a casi todo el personal que se encontraba allí. Entre los heridos de gravedad figuraba el comandante del regimiento, el Oberstleutnant Philipp Engelhardt, que había estado a punto de proponer a Hitler para la Cruz de Hierro por haber protegido, con la ayuda de un compañero, su vida bajo el fuego enemigo unos días antes. El 2 de diciembre por fin le concedieron la Cruz de Hierro de segunda clase y de ese modo se convirtió en uno de los cuatro correos de entre los sesenta hombres del regimiento que recibieron ese honor. Hitler diría más tarde que aquél fue «el día más feliz de mi vida».
Todos los indicios apuntan a que Hitler fue un soldado entregado, no solamente concienzudo y obediente, y no carecía de valor físico. Sus superiores lo tenían en gran estima y sus camaradas más cercanos, sobre todo el grupo de correos, lo respetaban y, al parecer, hasta lo apreciaban, aunque también podía llegar a resultarles fastidioso y desconcertante. Su falta de sentido del humor lo convertía en un blanco fácil de las bromas amistosas de sus compañeros: «¿Qué os parece si salimos a buscar una mamuasel?», propuso un día un telefonista. «Me moriría de vergüenza yendo en busca de sexo con una muchacha francesa», exclamó Hitler, provocando las carcajadas de los demás. «Mirad, un monje», dijo uno. A lo que Hitler respondió: «¿No os queda ni un ápice de sentido alemán del honor?». Aunque su extravagancia lo diferenciaba del resto de miembros de su grupo, las relaciones de Hitler con sus camaradas más próximos normalmente eran buenas. La mayoría de ellos serían más tarde miembros del NSDAP y cuando, ya siendo Hitler canciller del Reich, le recordaban la época en que habían sido compañeros de armas, algo que sucedía a menudo, éste se aseguraba de que se les concediera dinero en metálico y cargos de funcionarios de baja categoría. Pero pese a que se llevaban bien con él, pensaban que «Adi», que era como lo llamaban, era francamente extraño. Se referían a él como «el artista» y les sorprendía que no recibiera cartas o paquetes (ni siquiera en Navidad) a partir de mediados de 1915 aproximadamente, que nunca hablara de familiares ni amigos, que no fumara ni bebiera, que no mostrara ningún interés en visitar burdeles y que pasara horas sentado en un rincón del refugio subterráneo meditando o leyendo. Las fotografías tomadas durante la guerra en las que aparece muestran un rostro flaco y demacrado en el que resalta un bigote grueso, oscuro y tupido. Normalmente aparece en un extremo de su grupo, con el semblante inexpresivo incluso cuando los demás sonríen. Uno de sus camaradas más cercanos, Balthasar Brandmayer, un cantero de Bruckmühl, localidad de la región de Bad Aibling en la Alta Baviera, describió más tarde la primera impresión que le causó Hitler a finales de mayo de 1915: tenía un aspecto casi esquelético, los ojos oscuros con los párpados caídos, la tez cetrina y un bigote descuidado; estaba sentado en un rincón, oculto tras un periódico, de vez en cuando tomaba un sorbo de té y rara vez se unía a las bromas del grupo. Parecía un bicho raro, moviendo la cabeza en señal de desaprobación ante los comentarios tontos y frívolos de sus compañeros, y ni siquiera participaba en las protestas, quejas y burlas tan habituales entre los soldados. «¿Nunca has amado a una chica?», le preguntó Brandmayer a Hitler. «Mira, Brandmoiri —le respondió con mucha seriedad—. Nunca he tenido tiempo para nada de eso y nunca lo tendré». Aparentemente, sólo sentía afecto de verdad por su perro, Foxl, un terrier blanco extraviado procedente del otro lado de las líneas enemigas. Hitler le enseñó algunos trucos y le complacía el apego que el perro le tenía y que se alegrara tanto de verle cuando regresaba del servicio. Más tarde se llevaría un gran disgusto cuando su unidad tuvo que avanzar y no pudieron encontrar a Foxl. «El canalla que me lo arrebató no sabe lo que me hizo», comentaría muchos años más tarde. No sintió tanta pena por ninguno de los miles de seres humanos que vio muertos a su alrededor.
En cuanto a la guerra en sí, Hitler era un completo fanático. No se podía permitir que ningún sentimiento humanitario interfiriese en la implacable prosecución de los intereses alemanes. Censuró con vehemencia los gestos de amistad espontáneos que se produjeron en la Navidad de 1914, cuando algunos soldados alemanes y británicos se encontraron en tierra de nadie, se estrecharon las manos y cantaron villancicos juntos. «No se debería permitir una cosa así en tiempos de guerra», protestó. Sus compañeros sabían que siempre podían provocar a Hitler haciendo comentarios derrotistas, reales o fingidos. Todo lo que tenían que hacer para que Hitler perdiera los estribos era decir que Alemania iba a perder la guerra. «Nosotros no podemos perder la guerra», eran siempre sus últimas palabras. La extensa carta que envió el 5 de febrero de 1915 a un conocido de Múnich, el asesor Ernst Hepp, concluía con su opinión sobre la guerra, una opinión impregnada de los prejuicios que lo obsesionaban desde su época en Viena:
Todos nosotros tenemos un único deseo, que llegue pronto la hora de la verdad para el grupo, el enfrentamiento, cueste lo que cueste, y que aquellos de nosotros que tengan la suerte de volver a ver de nuevo la patria la encuentren más pura y libre de influencias extranjeras (Fremdländerei), que gracias a los sacrificios y sufrimientos diarios de tantos centenares de miles de nosotros, que gracias a la sangre que aquí corre un día tras otro contra un sinfín de enemigos internacionales, no sólo sean aplastados los enemigos externos de Alemania, sino que también sea derrotado nuestro internacionalismo interno. Eso sería más valioso para mí que todas las ganancias territoriales.
Así veía aquella descomunal carnicería, no desde el punto de vista del sufrimiento humano, sino como algo que valía la pena para construir una Alemania mejor y limpia racialmente. Es evidente que Hitler tuvo esos sentimientos hondamente arraigados durante toda la guerra. Pero un exabrupto político como aquél, sumado a una extensa descripción de los acontecimientos militares y las condiciones en tiempo de guerra, era algo inusual. Al parecer, hablaba poco con sus compañeros sobre temas políticos. Quizás el hecho de que los compañeros lo consideraran un tipo extraño lo cohibía a la hora de expresar sus contundentes opiniones. Parece ser, también, que apenas hablaba de los judíos. Algunos de sus antiguos camaradas asegurarían después de 1945 que, como mucho, Hitler había hecho algún que otro comentario desdeñoso sobre los judíos, algo común en aquellos años, pero que entonces no tenían ni la menor idea de que abrigara el odio sin límites que sería tan visible a partir de 1918. Por otro lado, Balthasar Brandmayer contaba en sus memorias, publicadas por primera vez en 1932, que durante la guerra «a menudo no entendía a Adolf Hitler cuando decía que era el judío quien manejaba los hilos y estaba detrás de todas las desgracias». Según Brandmayer, Hitler se involucró más en política durante los últimos años de la guerra y no escondía sus opiniones sobre los socialdemócratas, a los que consideraba los instigadores de la creciente agitación en Alemania. Es necesario tratar con precaución estos comentarios, al igual que todas las fuentes posteriores al ascenso de Hitler al poder que, como en este caso, alaban la clarividencia del futuro líder. Pero también es difícil descartarlos de inmediato. Parece muy probable que, como sostiene él mismo en Mi lucha, los prejuicios políticos de Hitler se agudizaran en la última etapa de la guerra, durante y después de su primer permiso en Alemania en 1916.
Entre marzo de 1915 y septiembre de 1916, el regimiento List combatió en las trincheras cerca de Fromelles, defendiendo un tramo de dos kilómetros de un frente estancado. En mayo de 1915 y julio de 1916 libraron encarnizados combates con los británicos, pero en un año y medio el frente apenas se movió unos metros. El 27 de septiembre de 1916, dos meses después de intensos combates en la segunda batalla de Fromelles, en que se contuvo con dificultad una ofensiva británica, el regimiento se trasladó al sur y el 2 de octubre estaba combatiendo en el Somme. A los pocos días Hitler resultó herido en el muslo izquierdo cuando estalló un obús en el refugio de los correos y mató e hirió a varios de ellos. Tras recibir tratamiento en un hospital de campaña, estuvo ingresado casi dos meses, del 9 de octubre al 1 de diciembre de 1916, en el hospital de la Cruz Roja de Beelitz, cerca de Berlín. Era la primera vez que pisaba Alemania en dos años y pronto se dio cuenta de lo mucho que habían cambiado los ánimos desde los emocionantes días de agosto de 1914. Se escandalizaba cuando oía a algunos hombres alardear de haber fingido enfermedades o haberse infligido ellos mismos heridas de poca importancia para escapar del frente. Durante el periodo de su recuperación en Berlín se encontró con la misma moral baja y malestar generalizados. Era la primera vez que estaba en la ciudad y tuvo ocasión de ver la Nationalgalerie. Pero lo que más le conmocionó fue Múnich. Apenas podía reconocer la ciudad: «¡Rabia, malestar, maldiciones allá donde uno iba!». La moral estaba por los suelos, la gente estaba deprimida, las condiciones de vida eran miserables y, como era tradicional en Baviera, se echaba la culpa a los prusianos. Hitler, según su propia versión de los hechos escrita unos ochos años después, veía en todo ello la mano de los judíos. También contó que le impresionó el número de judíos en trabajos administrativos («casi todos los oficinistas eran judíos y casi todos los judíos eran oficinistas»), en comparación con el escaso número de ellos que servía en el frente. (En realidad, se trataba de una vil calumnia: prácticamente no había diferencia alguna entre la proporción de judíos y de no judíos en el ejército alemán en relación con la población total de ambos, y muchos judíos, algunos en el regimiento List, sirvieron con gran distinción). No hay ninguna razón para suponer, como a veces se ha hecho, que cuando decía que ya sostenía opiniones antijudías en 1916 se estaba limitando a proyectar de manera retrospectiva opiniones que en realidad sólo existieron a partir de 1918 y 1919. Aunque, como ya hemos señalado, en los recuerdos de algunos de sus antiguos camaradas de guerra Hitler no destacaba por su antisemitismo, dos de ellos aludieron a sus comentarios negativos sobre los judíos. En ese caso, Hitler habría expresado unos sentimientos que cada vez se oirían con mayor frecuencia en las calles de Múnich a medida que se extendían y volvían más feroces los prejuicios contra los judíos durante la segunda mitad de la guerra.
Hitler quería regresar al frente lo antes posible y, sobre todo, reincorporarse a su antiguo regimiento. Regresó por fin el 5 de marzo de 1917 a su regimiento, cuya nueva posición se encontraba a pocos kilómetros al norte de Vimy. En verano ya había vuelto al mismo territorio cerca de Ypres que había estado defendiendo casi tres años antes para contener la gran ofensiva sobre Flandes que lanzó el ejército británico a mediados de julio de 1917. Diezmado por los encarnizados combates, el regimiento fue relevado a principios de agosto y destinado a Alsacia. A finales de septiembre, Hitler obtuvo por primera vez un permiso normal. No tenía ningún deseo de regresar a Múnich, que le había deprimido enormemente, y en su lugar fue a Berlín, donde se alojó en casa de los padres de uno de sus camaradas. En las postales que escribió a sus amigos del regimiento contaba lo mucho que estaba disfrutando de su permiso de dieciocho días y la ilusión que le hacía estar en Berlín y visitar sus museos. A mediados de octubre se reincorporó a su regimiento, que se acababa de trasladar de Alsacia a Champagne. En abril de 1918, un encarnizado combate se saldó con un gran número de bajas y durante las dos últimas semanas de julio el regimiento participó en la segunda batalla del Marne. Fue la última gran ofensiva alemana de la guerra. A principios de agosto, cuando Alemania se desplomó ante una tenaz contraofensiva aliada, las bajas alemanas en los cuatro meses anteriores de feroces combates ascendían a unos 800.000 hombres. El fracaso de la ofensiva señaló el momento en el que, con las reservas agotadas y la moral por los suelos, los mandos militares alemanes se vieron obligados a reconocer que habían perdido la guerra.
El 4 de agosto de 1918, el comandante del regimiento, el mayor Von Tubeuf, entregó a Hitler la Cruz de Hierro de primera clase, un honor poco común para un cabo. Irónicamente, debía agradecer la nominación a un oficial judío, el teniente Hugo Gutmann. Más tarde, en todos los libros de texto figuraría que el Führer había recibido la EK I por capturar a quince soldados franceses sin ayuda de nadie. La verdad, como siempre, era algo más prosaica. Según las pruebas de que disponemos, incluida la recomendación del subcomandante del regimiento List, Freiherr von Godin, fechada el 31 de julio de 1918, lo condecoraron junto a otro correo por el valor demostrado en la entrega de un importante despacho tras averiarse las comunicaciones telefónicas, cuando tuvo que recorrer la distancia que separaba el cuartel general de mando del frente bajo un intenso fuego. Gutmann contaría más tarde que había prometido a ambos correos la EK I si lograban entregar el mensaje. Pero como no se trataba de una acción demasiado excepcional, aunque sin duda requería coraje, Gutmann tuvo que insistir durante varias semanas al comandante de la división para que le diera permiso para conceder la condecoración.
A mediados de agosto de 1918, el regimiento List se había trasladado a Cambrai para ayudar a repeler una ofensiva británica cerca de Bapaume y un mes más tarde volvía a entrar en acción en las inmediaciones de Wytschaete y Messines, donde Hitler había recibido la Cruz de Hierro de segunda clase casi cuatro años antes. En esta ocasión, Hitler estaba lejos del campo de batalla. A finales de agosto lo habían enviado durante una semana a Núremberg para que hiciera un curso de comunicaciones telefónicas y el 10 de septiembre comenzó su segundo permiso de dieciocho días, de nuevo en Berlín. Inmediatamente después de su regreso, a finales de septiembre, su unidad se vio sometida a la presión de los ataques británicos cerca de Comines. Por aquel entonces ya estaba muy extendido el uso del gas en las ofensivas y la protección contra el mismo era mínima y primitiva. Como tantos otros, el regimiento List sufrió mucho a consecuencia del gas. La noche del 13 al 14 de octubre el propio Hitler cayó víctima del gas mostaza en las colinas al sur de Wervick, en el frente del sur, cerca de Ypres. Él y varios camaradas escapaban de su refugio subterráneo durante un ataque con gas cuando éste les cegó parcialmente y tuvieron que abrirse paso para ponerse a salvo agarrándose los unos a los otros y siguiendo a un compañero al que el gas había afectado algo menos. Tras un tratamiento inicial en Flandes, el 21 de octubre de 1918 Hitler fue trasladado al hospital militar de Pasewalk, cerca de Stettin, en Pomerania.
La guerra había terminado para él. Y aunque no lo supiera, el alto mando del ejército ya estaba maniobrando para liberarse de culpa por una guerra que daba por perdida y preparando una paz que pronto habría que negociar. Fue en Pasewalk, mientras se recuperaba de su ceguera pasajera, donde Hitler se enteró de la devastadora noticia de la derrota y la revolución, que calificaría de «la mayor vileza del siglo».
III
La realidad, por supuesto, es que no había habido ninguna traición, ninguna puñalada por la espalda. Aquello era una pura invención de la derecha, una leyenda que los nazis habrían de utilizar como uno de los elementos centrales de su arsenal propagandístico. El descontento en el país era una consecuencia del fracaso militar, no su causa. Alemania había sufrido una derrota militar y estaba ya al límite de sus fuerzas, aunque nadie había preparado a la gente para la capitulación; de hecho, el estado mayor aún seguía difundiendo propaganda triunfalista a finales de octubre de 1918. Para entonces, el ejército estaba exhausto y en los cuatro meses anteriores había sufrido más bajas que en cualquier otro periodo de la guerra. Las deserciones y el «escaqueo» (eludir intencionadamente el servicio, una práctica a la que se estima que recurrieron más de un millón de hombres en los últimos meses de la guerra) aumentaron espectacularmente. La atmósfera era de protesta, cargada de amargura, ira y creciente rebeldía. La revolución no la fabricaron los simpatizantes de los bolcheviques ni agitadores antipatriotas, sino que fue una consecuencia del profundo desencanto y el creciente malestar que ya existían en 1915 y que a partir de 1916 se había ido transformando hasta convertirse en una corriente de descontento. La sociedad que parecía haber empezado la guerra totalmente unida por el patriotismo la acababa completamente dividida y traumatizada por la experiencia.
A pesar de la división social, había algunos blancos comunes contra los que iba dirigida la agresividad. Existía un profundo resquemor hacia quienes se habían enriquecido con la guerra, un tema al que Hitler fue capaz de sacar un gran partido en las cervecerías de Múnich durante los años veinte. Estrechamente relacionado con esto estaba el enconado resentimiento contra quienes controlaban el mercado negro. Otro blanco de las iras era el pequeño funcionariado, debido a su constante y redoblada intervención burocrática en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Pero la rabia no se limitaba a la injerencia e incompetencia de los burócratas de baja categoría: ellos sólo eran el rostro de un Estado cuya autoridad se estaba desmoronando a la vista de todos, un Estado sumido en un desorden y una desintegración terminales.
En la búsqueda de chivos expiatorios, los judíos fueron convirtiéndose, cada vez más, en el objeto de un odio y una agresividad que se intensificarían desde la mitad de la guerra en adelante. Ninguno de aquellos sentimientos era desconocido. Lo que sí suponía una novedad era lo mucho que se estaba propagando el antisemitismo radical y el grado en que estaba arraigando en un terreno fértil. Heinrich Class, el líder de los ultranacionalistas pangermánicos, afirmaría en octubre de 1917 que el antisemitismo había «alcanzado ya unas proporciones enormes» y que «la lucha por la supervivencia estaba comenzando para los judíos». Los acontecimientos de 1917 en Rusia avivaron aún más un odio que ya estaba a punto de estallar y añadieron el crucial ingrediente (que a partir de aquel momento se convertiría en la piedra angular de la propaganda antisemita) del retrato de los judíos como dirigentes de organizaciones internacionales secretas cuyo objetivo consistía en fomentar la revolución mundial. Cuando Alemania comprendió que había perdido la guerra, la histeria antisemita, azuzada por los pangermanistas, llegó al paroxismo. En septiembre de 1918, cuando los pangermanistas crearon un «comité judío» con el propósito de «aprovechar la situación para dar la voz de alarma contra el judaísmo y usar a los judíos como pararrayos de todas las injusticias», Class citó las famosas palabras que Heinrich von Kleist dirigió a los franceses en 1813: «¡Matadlos, la corte mundial no os está pidiendo razones!».
IV
La atmósfera de desintegración, el derrumbe moral y el clima de radicalización política e ideológica de los dos años anteriores marcarían profundamente a Hitler, que había recibido la guerra lleno de entusiasmo, había apoyado los objetivos de Alemania con gran fanatismo y había condenado vehementemente desde el principio cualquier insinuación derrotista. Le repugnaban muchas de las actitudes que había encontrado en el frente. Pero, como ya hemos visto, fue en los tres periodos que pasó en Alemania de permiso o recuperándose de su herida de guerra, que en total sumaban más de tres meses, cuando percibió un nivel de descontento por la marcha de la guerra que era nuevo para él y lo consternó enormemente. Le había escandalizado el ambiente que se respiraba en Berlín y, aún en mayor medida, el de Múnich en 1916. A medida que la guerra se prolongaba, le enfurecían cada vez más los comentarios sobre la revolución y le sacó de sus casillas la noticia de la huelga de las fábricas de municiones, a favor de una pronta paz sin anexiones, que a finales de enero de 1918 se había extendido brevemente desde Berlín a otras ciudades industriales importantes, aunque sus efectos reales en el suministro de municiones fueron más bien escasos.
Los dos últimos años de la guerra, entre su convalecencia en Beelitz en octubre de 1916 y su hospitalización en Pasewalk en octubre de 1918, probablemente se puedan considerar una etapa crucial en la evolución ideológica de Hitler. Los prejuicios y fobias que arrastraba desde la época de Viena se hicieron entonces evidentes en su enconada rabia por el fracaso del esfuerzo bélico, la primera causa con la que se había comprometido totalmente en su vida, la suma de todo aquello en lo que siempre había creído. Pero todavía no había racionalizado del todo aquellos prejuicios y fobias para integrarlos en una ideología política. Esto no sucedería hasta 1919, durante la «instrucción política» de Hitler en el Reichswehr.
El papel que desempeñó la hospitalización en Pasewalk en la formación de la ideología de Hitler y su importancia a la hora de forjar al futuro dirigente de partido y dictador ha sido objeto de numerosos debates y, sin duda, no resulta fácil de valorar. Según la versión del propio Hitler, desempeñó un papel central. Hitler escribió que, mientras se recuperaba de su ceguera transitoria y aún no podía leer periódicos, le llegaron rumores de que la revolución era inminente pero no los comprendió del todo. La llegada de algunos marineros amotinados fue la primera señal tangible de que se estaban produciendo graves disturbios, pero Hitler y los demás pacientes del hospital de Baviera supusieron que los disturbios serían sofocados en pocos días. No obstante, pronto fue evidente («la certeza más terrible de mi vida») que se había producido una revolución general. El 10 de diciembre, un pastor habló en tono compungido a los pacientes del final de la monarquía y les informó de que Alemania era una república, que había perdido la guerra y los alemanes debían ponerse a merced de los vencedores. Hitler escribiría más tarde sobre esto:
No podía soportarlo por más tiempo. Me resultaba imposible seguir allí sentado un solo minuto más. Todo se volvió negro de nuevo ante mis ojos; tambaleándome, caminé a tientas de vuelta a mi dormitorio, me dejé caer sobre el camastro y enterré la cabeza a punto de estallar bajo la manta y la almohada.
No había llorado desde el día en que estuve frente a la tumba de mi madre […]. Pero entonces no pude evitarlo […].
¡Así que todo había sido en vano! […] ¿Todo aquello no había servido más que para permitir que una banda de miserables delincuentes pudiera apoderarse de la madre patria? […].
Cuanto más intentaba comprender aquel acontecimiento monstruoso, más me ardía la frente por la vergüenza de la indignación y la desgracia. ¿Qué era todo el dolor de mis ojos comparado con aquella desgracia?
Siguieron días terribles y noches aún peores, sabía que todo estaba perdido […]. Durante aquellas noches el odio fue creciendo en mi interior, el odio a los responsables de aquel hecho.
Durante los días siguientes tomé conciencia del destino que me esperaba.
No podía evitar reírme al pensar en mi propio futuro, que muy poco tiempo antes me había preocupado tan amargamente.
Él mismo contaba que sacó la conclusión de que «no hay que pactar con los judíos; sólo cabe la línea dura: o ellos o nosotros». Y tomó la decisión que cambiaría su vida: «Yo, por mi parte, decidí dedicarme a la política».
Hitler mencionó varias veces su experiencia en Pasewalk a principios de los años veinte, y a veces incluso la embellecía. Algunos han sucumbido a la tentación de interpretar las pintorescas descripciones de Hitler como una alucinación en la que se encuentra la clave de sus maniacas obsesiones ideológicas, su «misión» de salvar Alemania y su relación con un pueblo alemán traumatizado por la derrota y la humillación nacional. El balance de probabilidades hace pensar en un proceso de evolución ideológica y toma de conciencia política algo menos espectacular.
Con toda seguridad, la noticia de la revolución hizo algo más que indignar profundamente a Hitler. La percibió como una traición absoluta e imperdonable a todo aquello en lo que creía y, dolido, molesto y amargado, buscó culpables que le dieran una explicación de cómo se había derrumbado su mundo. No hay ninguna razón para poner en duda que aquellos días profundamente perturbadores fueron una experiencia traumática para Hitler. A partir del año siguiente, toda su actividad política estuvo impulsada por el trauma de 1918 y tuvo como objetivo borrar una derrota y una revolución que habían traicionado todo aquello en lo que había creído y acabar con aquellos a los que consideraba responsables.
Si tiene alguna base la hipótesis que hemos planteado de que Hitler adquirió en Viena sus prejuicios profundamente arraigados, incluido su antisemitismo, y que éstos se agudizaron durante los dos últimos años de la guerra, aunque no los racionalizara en una ideología compleja, entonces no es necesario mistificar la experiencia de Pasewalk viendo en ella una conversión repentina y espectacular al antisemitismo paranoico. Más bien se podría considerar que fue durante el periodo que pasó en Pasewalk, mientras yacía atormentado y buscaba una explicación de por qué su mundo se había hecho pedazos, cuando empezó a cuadrar su propia racionalización. Desolado por el curso de los acontecimientos en Múnich, Berlín y otras ciudades, debió de interpretarlos como una confirmación inequívoca de las opiniones que había sostenido siempre, desde la época de Viena, sobre los judíos y los socialdemócratas, el marxismo y el internacionalismo, el pacifismo y la democracia. Aun así, era sólo el principio de la racionalización. La fusión de su antisemitismo y su antimarxismo aún estaba por llegar. No hay ninguna prueba auténtica que demuestre que Hitler dijera una sola palabra sobre el bolchevismo ni entonces ni hasta entonces. Tampoco lo haría, ni siquiera en sus primeros discursos públicos en Múnich, antes de 1920. Hasta su época en el Reichswehr, durante el verano de 1919, no establecería una conexión entre el bolchevismo y los objetos de su odio interior ni pasaría a formar parte de su «visión del mundo», en la que ocuparía un lugar central. La preocupación por el «espacio vital» llegaría aún más tarde y no se convertiría en un tema predominante hasta que escribió Mi lucha, entre 1924 y 1926. Pasewalk supuso un paso crucial en el proceso que llevó a cabo Hitler de racionalización de sus prejuicios. Pero aún fue más importante, con toda seguridad, el tiempo que pasó en el Reichswehr en 1919.
El último aspecto inverosímil de la versión de Hitler sobre Pasewalk es su afirmación de que fue entonces cuando decidió dedicarse a la política. En ninguno de los discursos anteriores al golpe de noviembre de 1923 mencionó Hitler que hubiera decidido dedicarse a la política en el otoño de 1918. De hecho, en Pasewalk no se hallaba en condiciones de «decidir» dedicarse a la política o a cualquier otra cosa. El final de la guerra significaba que, como a la mayoría de los soldados, le esperaba la desmovilización. El ejército había sido su hogar durante cuatro años, pero su futuro volvía a ser incierto una vez más.
Cuando Hitler se marchó de Pasewalk el 19 de noviembre de 1918 para regresar a Múnich vía Berlín, los ahorros que tenía en su cuenta de Múnich se reducían a quince marcos y treinta peniques. No le esperaba ninguna carrera profesional y tampoco hizo ningún esfuerzo por entrar en el mundo de la política. Lo cierto es que no resulta fácil ver cómo podría haberlo conseguido. No tenía ni familia ni los «contactos» necesarios que le pudieran facilitar algún pequeño patrocinio en un partido político. La «decisión» de entrar en política, si Hitler la hubiera tomado en Pasewalk, habría carecido por completo de sentido. La permanencia en el ejército era su única esperanza de evitar el nefasto día en el que tuviera que enfrentarse una vez más al hecho de que, al cabo de cuatro turbulentos años, no estaba más cerca de iniciar una carrera como arquitecto de lo que lo había estado en 1914 y de que carecía de cualquier perspectiva. El futuro era sombrío. La idea de retomar la solitaria vida de pintor de poca monta que había llevado antes de la guerra no era muy halagüeña, pero apenas tenía otra cosa. El ejército le dio una oportunidad. Consiguió demorar la desmovilización por más tiempo que la mayoría de sus antiguos camaradas y estuvo en nómina hasta el 31 de marzo de 1920.
Fue en el ejército, en 1919, donde finalmente su ideología adoptó una forma definitiva. En las extraordinarias circunstancias de 1919, el ejército, sobre todo, convirtió a Hitler en un propagandista, en el demagogo con más talento de su época. No fue una elección premeditada, sino el intento de sacar el máximo partido a la situación en la que se encontraba, lo que abrió a Hitler las puertas de la política. El oportunismo y una gran dosis de buena suerte fueron más decisivos que su fuerza de voluntad.