22
LA ÚLTIMA GRAN APUESTA
I
El suelo de la Guarida del Lobo todavía estaba cubierto de nieve. Soplaba un viento gélido que no permitía que el frío diera ninguna tregua. Sin embargo, a finales de febrero de 1942 aparecían los primeros indicios de que la primavera no estaba lejos. Hitler estaba impaciente por que pasase aquel terrible invierno. Sentía que le habían defraudado sus dirigentes militares, sus planificadores logísticos, sus organizadores de transportes; que los comandantes de su ejército habían demostrado ser unos pusilánimes y no habían sido lo bastante duros en un momento de crisis; que sólo su propia fuerza de voluntad y determinación habían impedido una catástrofe. La crisis de invierno había reforzado su sensación, que en ningún momento le había abandonado del todo, de que no sólo tenía que luchar contra enemigos externos, sino también contra incompetentes, ineptos o incluso desleales, en sus propias filas. Pero se había superado la crisis. Eso suponía por sí solo un golpe psicológico para el enemigo, que también había sufrido terriblemente. Ahora era necesario atacar de nuevo lo más pronto posible para destruir a aquel enemigo herido de muerte con un gran esfuerzo final. Ésa era su forma de pensar. Durante las noches de insomnio en su búnker, no sólo estaba deseando borrar los recuerdos de aquellos fríos y tenebrosos meses de crisis, además estaba impaciente por iniciar la nueva ofensiva en oriente, por avanzar hacia el Cáucaso, Leningrado y Moscú, y así recuperar la iniciativa una vez más. Sería una apuesta descomunal. Si fracasaba, las consecuencias serían inimaginables.
La vida transcurría monótona y aburrida para los residentes en el cuartel general del Führer que no se dedicaban a la planificación militar. Las secretarias de Hitler solían dar un paseo diario de ida y vuelta hasta el pueblo más próximo. Por lo demás, no hacían otra cosa que dejar pasar las horas. Llenaban el día las conversaciones, la película de las noches y las reuniones obligatorias en la Casa de Té por las tardes y las de las noches a última hora para tomar otro té. «Puesto que siempre nos reunimos los mismos para tomar el té, no hay estímulos procedentes de fuera y nadie experimenta nada a nivel personal —escribió Christa Schroeder a una amiga en febrero de 1942—. La conversación suele ser apática y tediosa, pesada y cansina. Siempre se habla de las mismas cosas». Los monólogos de Hitler, en los que explicaba su visión expansionista del mundo, estaban reservados para la hora del almuerzo o para la madrugada. En las reuniones para tomar el té por la tarde nunca se hablaba de política y era tabú cualquier asunto relacionado con la guerra, sólo se hablaba de cosas intrascendentes. Todos los presentes carecían de opiniones independientes o se las guardaban para sí. La presencia de Hitler dominaba el ambiente pero rara vez contribuía a animarlo. Estaba siempre cansado, pero le resultaba difícil conciliar el sueño. Debido a su insomnio, estaba poco dispuesto a acostarse por las noches. A menudo, su séquito deseaba que lo estuviera. A veces, a quienes le rodeaban el tedio les parecía algo permanente. De vez en cuando aquel tedio se veía aliviado algunas noches en las que escuchaban discos: las sinfonías de Beethoven, selecciones de Wagner o los Lieder de Hugo Wolf. Hitler solía escuchar la música con los ojos cerrados, pero siempre quería los mismos discos. Los miembros de su séquito se sabían los números de memoria. Él decía: «Aida, último acto», y entonces alguien gritaba a uno de los sirvientes: «¡Número ciento y algo!».
La guerra era lo único que le importaba a Hitler. Sin embargo, aislado en el extraño mundo de la Guarida del Lobo, cada vez estaba más lejos de sus realidades, tanto en el frente como en Alemania. La indiferencia descartaba cualquier rastro de humanidad. Ni siquiera hacia los miembros de su séquito que le habían acompañado durante tantos años sentía nada que se pareciese a un afecto auténtico, y mucho menos a la amistad, el verdadero cariño estaba reservado únicamente para su cachorro de pastor alemán. La vida humana y el sufrimiento carecían de importancia para él. Nunca visitó un hospital de campaña, ni a quienes perdieron sus hogares en los bombardeos. No presenció ninguna matanza, ni se acercó a un campo de concentración, nunca vio un campamento lleno de prisioneros de guerra famélicos. Para él, sus enemigos no eran más que alimañas a las que había que aniquilar. Pero su profundo desprecio por la existencia humana se extendía a su propio pueblo. Tomaba decisiones que costaban la vida a decenas de miles de sus soldados sin tomar en consideración alguna por el sufrimiento humano que pudieran causar, y quizá sólo le fuera posible tomarlas de esa manera. Los cientos de miles de muertos y heridos no eran más que una abstracción y el sufrimiento un sacrificio necesario y justificado en la «lucha heroica» por la supervivencia del pueblo.
Hitler se estaba convirtiendo en una figura remota para la población alemana, en un caudillo distante. Goebbels tuvo que remodelar su imagen para adaptarla a los cambios introducidos por la campaña rusa. El estreno de la nueva superproducción El gran rey a principios de 1942 permitió a Goebbels presentar a Hitler, por asociación, como un Federico el Grande moderno que, aislado en su majestad, lideraba una heroica lucha por su pueblo contra poderosos enemigos y al final lograba superar las crisis y las calamidades para emerger triunfante. Era un retrato que cada vez coincidía más con la imagen que Hitler tenía de sí mismo durante los últimos años de la guerra.
Pero el cambio de imagen no podía hacer nada para modificar la realidad: los vínculos del pueblo alemán con Hitler se estaban empezando a debilitar. Y a medida que el curso de la guerra se iba volviendo inexorablemente en contra de Alemania, Hitler buscaría cada vez más chivos expiatorios en su entorno.
Una de las primeras complicaciones que surgieron en 1942 fue la pérdida de su ministro de Armamentos, el doctor Fritz Todt, que murió en un accidente de aviación la mañana del 8 de febrero, poco después de haber despegado del aeródromo del cuartel general del Führer.
Todt había dirigido la construcción de las autopistas y la «muralla occidental» para Hitler. En marzo de 1940 se le había encomendado la tarea, como ministro del Reich, de coordinar la producción de armamento y municiones. Pero en julio de 1941 asumió un cargo aún más importante cuando se centralizó en sus manos el control de la energía y las vías fluviales. Durante la segunda mitad del año, cuando los primeros síntomas de escasez de mano de obra empezaron a hacerse patentes en la industria alemana, Todt recibió el encargo de organizar la utilización a gran escala dentro de Alemania de los prisioneros de guerra soviéticos y los civiles obligados a realizar trabajos forzosos. La acumulación de cargos fundamentales para la economía de guerra era una señal de la alta estima en que Hitler tenía a Todt. Ésta era recíproca, Todt era un nacionalsocialista convencido. Pero a finales de 1941, plenamente consciente de la enorme capacidad armamentística de Estados Unidos y horrorizado ante la incompetencia logística de la planificación económica de la Wehrmacht durante la campaña oriental, se había vuelto profundamente pesimista y llegado a la conclusión de que era imposible ganar la guerra.
La mañana del 7 de febrero, Todt había volado a Rastenburgo para presentar a Hitler una serie de propuestas acordadas durante su encuentro, algunos días antes, con algunos representantes de la industria armamentística. Es evidente que la reunión de aquella tarde no fue tranquila en absoluto. Todt se fue la mañana siguiente con destino a Múnich, abatido y tras una noche agitada, en un bimotor Heinkel 111. Poco después de despegar, el avión giró bruscamente, se dirigió de nuevo a tierra, se incendió y se estrelló. Los cuerpos de Todt y de otras cuatro personas a bordo fueron extraídos de los restos en llamas con unas largas pértigas. Una investigación oficial descartó la hipótesis del sabotaje, pero las sospechas nunca se disiparían totalmente. La causa del accidente sería siempre un misterio.
Según algunos testigos que estaban cerca de él, la pérdida de Todt conmovió profundamente a Hitler, que según se decía todavía sentía una gran admiración por él y le necesitaba para la economía de guerra. Incluso si, como se afirmó después tan a menudo, las desavenencias entre él y Todt se habían hecho irreparables debido a la convicción del ministro de Armamentos, expresada con total rotundidad, de que no era posible ganar la guerra, no hay ninguna razón obvia por la que Hitler hubiera de estar tan desesperado como para ordenar que asesinaran a Todt en un accidente aéreo provocado en su propio cuartel general y en unas circunstancias que con total seguridad despertarían sospechas. Si hubiera estado empeñado en prescindir de los servicios de Todt, un «retiro» por motivos de salud hubiera supuesto una solución más sencilla. El único beneficiario evidente de la muerte de Todt fue su sucesor, al que Hitler se apresuró a nombrar con una rapidez extraordinaria: su arquitecto oficial, el enormemente ambicioso Albert Speer. Pero la única «prueba» que se presentó más tarde para insinuar que Speer había estado involucrado fue su presencia en el cuartel del Führer cuando ocurrió el accidente y el hecho de que algunas horas antes de la partida prevista hubiera declinado la invitación de Todt de viajar en su avión. Fuese la que fuese la causa del accidente en el que murió Todt, colocó en primer plano a Albert Speer, que hasta entonces sólo figuraba en la segunda fila de los dirigentes nazis y era conocido únicamente como el arquitecto personal de Hitler y uno de los favoritos del Führer.
El ascenso meteórico de Speer durante los años treinta se había basado en la astuta explotación de la manía constructora del aspirante a arquitecto Hitler, unida al impulso de su poderosa ambición e indudable talento organizativo. A Hitler le gustaba Speer. «Es un artista y tiene un espíritu afín al mío —dijo—. Es un constructor como yo, inteligente y humilde, sin la terquedad de la mentalidad militar». Speer comentaría más tarde que él había sido lo más parecido a un amigo que había tenido Hitler. En aquel momento, Speer se encontraba exactamente en el lugar adecuado, junto a Hitler, cuando se necesitaba un sucesor de Todt. Seis horas después de la repentina muerte del ministro del Reich, Speer fue nombrado para sustituirle en todos sus cargos. El nombramiento sorprendió a muchos, incluido al mismo Speer, si hemos de aceptar la veracidad de su versión de los acontecimientos. Pero es evidente que Speer esperaba suceder a Todt en las tareas de construcción, y posiblemente en algún cargo más. En cualquier caso, no perdió el tiempo en emplear la autoridad de Hitler para obtener unos poderes más amplios de los que Todt había disfrutado nunca. Speer no tardaría en tener que luchar para abrirse camino en la selva de rivalidades e intrigas en la que consistía el gobierno del Tercer Reich. Pero una vez que Hitler hubo respaldado públicamente la supremacía de Speer sobre la producción de armamentos en un discurso pronunciado ante los dirigentes de la industria armamentística un día después de regresar a Berlín para asistir al funeral de Estado de Todt el 12 de febrero (en el que él mismo pronunció la oración fúnebre con los ojos llenos de lágrimas, quizá de cocodrilo), el nuevo ministro, que aún no había cumplido los treinta y ocho años de edad, descubrió que «podía hacer prácticamente lo que quería dentro de unos límites extremadamente amplios». Speer, que partió de los cambios que había introducido su predecesor, a los que añadió su propio instinto organizativo e inquebrantable energía, y aprovechó su estatus de favorito de Hitler, resultó ser una elección excelente. Durante los dos siguientes años, a pesar de los bombardeos aliados cada vez más intensos y de que la suerte daría completamente la espalda a Alemania en el transcurso de la guerra, consiguió duplicar la producción armamentística.
Hitler estaba rebosante de confianza cuando Goebbels tuvo la oportunidad de hablar con él en profundidad durante su estancia en Berlín tras el funeral de Todt. Tras las penurias del invierno, el dictador tenía motivos para sentir que las cosas habían empezado a mejorar. Durante aquellos mismos días que pasó en Berlín, los británicos sufrieron dos tremendos golpes a su prestigio. Dos acorazados alemanes, el Gneisenau y el Scharnhorst, y el crucero pesado Prinz Eugen, habían zarpado de Brest y cruzado el Canal de la Mancha ante las mismas narices de los británicos con un daño mínimo, hacia los amarraderos más seguros de Wilhelmshaven y Kiel. Hitler apenas podía contener su alegría. Al mismo tiempo, llegaba del Lejano Oriente la noticia de la caída inminente de Singapur. Por encima de todo, Hitler estaba contento con las expectativas en el este. Habían superado los problemas del invierno y habían aprendido importantes lecciones. «Unas tropas capaces de soportar un invierno como éste, son invencibles», escribió Goebbels. Ya había comenzado el gran deshielo. «El Führer está planeando unos pocos avances ofensivos muy duros y aplastantes, que ya están preparados en gran medida y sin duda conducirán gradualmente a la destrucción del bolchevismo».
II
El 15 de marzo, Hitler estaba de nuevo en Berlín. El elevado número de bajas del invierno hacía indispensable su presencia en la ceremonia de mediodía del «Día de los Héroes». En su discurso, describió los meses anteriores como una lucha sobre todo contra los elementos en un invierno como no se había visto desde hacía casi un siglo y medio. «Pero hoy sabemos una cosa —proclamó—: a las hordas bolcheviques, que fueron incapaces de vencer a los soldados alemanes y sus aliados este invierno, las derrotaremos y aniquilaremos este verano».
Mucha gente estaba demasiado preocupada por los rumores que circulaban de que se iban a reducir las raciones de alimentos como para prestar demasiada atención al discurso. Goebbels sabía muy bien que los suministros de alimentos habían llegado a un punto crítico y que haría falta realizar una «obra de arte» para que la población aceptara los motivos de las reducciones. Reconocía que los recortes producirían una «crisis en el estado de ánimo del país». Hitler, plenamente consciente de lo delicada que era la situación, había convocado al ministro de Propaganda a su cuartel general para discutir la cuestión antes de que se anunciaran los recortes de las raciones. Goebbels opinaba que era necesario adoptar medidas severas para contrarrestar el hundimiento de la moral entre la población. Estaba decidido a plantearle la cuestión al Führer y tenía la esperanza de obtener el apoyo de Bormann y el partido para convencer a Hitler de que respaldara unas medidas más radicales. Creía que, tal y como estaban las cosas, los representantes del sistema jurídico oficial estaban saboteando el tratamiento radical de la ley que era necesario en una guerra total. Aprobaba las peticiones de Bormann de imponer penas más severas a los estraperlistas y decidió insistir personalmente a Hitler en que cambiara a la cúpula del Ministerio de Justicia, que desde la muerte de Gürtner el año anterior había estado dirigido por el secretario de Estado, Franz Schlegelberger. «Allí todavía dominan los elementos burgueses —comentó—, y como los cielos están en lo alto y el Führer lejos, es extraordinariamente difícil conseguir lo que se desea con esas autoridades tan testarudas y que trabajan con tanta desgana». Ése fue el talante con el que llegó Goebbels a la Guarida del Lobo la gélida mañana del 19 de marzo, decidido a convencer a Hitler de que apoyara las medidas radicales, combatiera los privilegios y reprobase a la burocracia del Estado (sobre todo a los jueces y a los abogados).
Cuando se reunió con Hitler, éste mostraba evidentes síntomas de la tensión a la que había estado sometido durante los pasados meses y se encontraba en un estado de ánimo más que predispuesto a aceptar las radicales propuestas de Goebbels. No necesitaba que le impartieran lecciones sobre el estado de ánimo en Alemania y el efecto que tendría la reducción de las raciones de alimentos. Se quejó de que la falta de transportes impedía llevar la comida desde Ucrania. Culpó al Ministerio de Transportes de la escasez de locomotoras. Estaba decidido a tomar medidas severas. Entonces Goebbels se apresuró a criticar el «fracaso» del sistema judicial. Hitler no le contradijo. También en ese ámbito estaba decidido a tomar «las medidas más severas». Goebbels expuso a Hitler su propuesta de una nueva ley integral para castigar a quienes ultrajen los «principios de la autoridad nacionalsocialista del pueblo». Quería poner el Ministerio de Justicia del Reich en nuevas manos y propuso que Otto Thierack, «un verdadero nacionalsocialista», un SA-Gruppenführer que en aquel momento presidía el tristemente famoso Tribunal del Pueblo (encargado de los casos de traición y otros graves delitos contra el régimen), ocupara el lugar que había dejado Gürtner. Cinco meses después, Hitler efectuaría el nombramiento que Goebbels había querido y, en manos de Thierack, se completaría la capitulación del sistema judicial al Estado policial.
Por el momento, Hitler aplacó a Goebbels con la propuesta de preparar el terreno para un ataque radical a los privilegios sociales con una convocatoria extraordinaria del Reichstag en la que haría que le confiriese «un poder plenipotenciario especial» para que «los malhechores sepan que la comunidad del pueblo le respalda en todos los aspectos». Dados los poderes que Hitler poseía ya, la motivación era meramente populista. Era imposible que un ataque a los funcionarios, a los jueces y a los privilegiados dentro de la sociedad (o, como dijo Hitler, a los «saboteadores» y a «quienes no cumplen con el deber en sus funciones públicas») no fuera popular entre las masas. Hasta aquel momento, no se podía cesar a los jueces, ni siquiera el Führer. También existían límites en sus derechos a intervenir en el ámbito militar. El caso del coronel general Erich Hoepner era una espina que todavía tenía clavada. Hitler había destituido a Hoepner en enero y le había licenciado con deshonor del ejército por haberse batido en retirada contraviniendo su «orden de alto». Entonces Hoepner interpuso una demanda al Reich por la pérdida de sus derechos de pensión y la ganó. Con los nuevos poderes de Hitler, eso no podía volver a suceder nunca. Podría imponer castigos ejemplares en los sectores militar y civil que sirvieran para disuadir a otros y «dejar las cosas claras».
«Con ese estado de ánimo —escribió Goebbels al día siguiente—, mis propuestas para la radicalización de nuestra autoridad bélica tuvieron, naturalmente, un efecto absolutamente positivo en el Führer. Basta con que toque un tema para tener lo que quiera. El Führer acepta todo lo que propongo individualmente punto por punto sin poner objeción alguna».
Otros siguieron alentando a Hitler para que respaldara la radicalización del frente interno después de que Goebbels regresara de la Guarida del Lobo. Además del ministro de Propaganda, sobre todo lo hicieron Bormann y Himmler. El 26 de marzo, el SD informó de que se estaba produciendo una «crisis de confianza» debida a que el Estado no adoptaba una actitud lo bastante dura contra los estraperlistas y sus clientes corruptos entre quienes estaban bien situados y los privilegiados. Al parecer fue Himmler quien pidió directamente el informe y Bormann quien se lo dio a conocer a Hitler. Tres días más tarde, Goebbels arremetió contra el mercado negro en Das Reich, y anunció dos casos de penas de muerte impuestas a estraperlistas.
Aquella misma noche, la del 29 de marzo, Hitler amenizó la velada a su reducido público de la Guarida del Lobo con una extensa diatriba sobre los abogados y las carencias del sistema legal, en la que llegó a la conclusión de que «todo jurista debe ser deficiente por naturaleza, o se vuelve deficiente con el tiempo».
Aquello sucedió sólo unos pocos días después de que hubiera intervenido personalmente para insistir, en un ataque de furia ciega, en que se condenara a muerte a un hombre llamado Ewald Schlitt, para lo cual llamó al ministro de Justicia en funciones Schlegelberger y después, cuando vio que éste le daba largas, al más obediente Roland Freisler (que después se haría tristemente famoso como sucesor de Thierack en la presidencia del Tribunal del Pueblo, pero que en aquel momento ocupaba el cargo de segundo secretario de Estado en el Ministerio de Justicia). Hitler no se basó en ningún fundamento más sólido que la lectura de un artículo sensacionalista publicado en un diario vespertino de Berlín que contaba que un tribunal de Oldenburgo había condenado a Schlitt a sólo cinco años de cárcel por una horrible agresión, según la versión del periódico, que había causado la muerte de su esposa en un manicomio. El tribunal se había mostrado clemente porque había considerado que Schlitt había sufrido un estado de locura transitoria. Schlegelberger no tuvo el valor de exponer todos los detalles del caso a Hitler y de defender a los jueces al mismo tiempo. En lugar de ello, prometió endurecer la condena. Freisler no tuvo ningún escrúpulo en satisfacer los deseos de Hitler y la sentencia original fue anulada. Se celebró un nuevo juicio y, tal y como estaba previsto, Schlitt fue condenado a muerte y guillotinado el 2 de abril.
Hitler se había enfurecido tanto con lo que había leído sobre el caso Schlitt (que coincidía con todos sus prejuicios sobre los abogados y ocurrió precisamente en el momento en el que se estaba convirtiendo el sistema judicial en el chivo expiatorio de los problemas del frente interno) que en privado había amenazado con «mandar el Ministerio de Justicia al diablo mediante una ley del Reichstag» si se imponían más penas «excesivamente indulgentes». En realidad, utilizó el caso Schlitt como pretexto para exigir al Reichstag poderes absolutos sobre la ley misma.
Hitler llamó por teléfono a Goebbels el 23 de abril para informarle de que había decidido pronunciar ya el discurso en el Reichstag que tenía pensado desde hacía tanto tiempo. Goebbels se encargó de hacer todos los preparativos necesarios para convocar al Reichstag el domingo 26 de abril a las tres de la tarde.
Durante un breve almuerzo antes del discurso de Hitler en el Reichstag, gran parte de la conversación giró en torno a la devastación que había causado en Rostock un nuevo bombardeo británico, el más intenso hasta el momento. La mayoría de las viviendas del centro de la ciudad portuaria del Báltico habían sido destruidas. Pero se calculaba que la fábrica de Heinkel sólo había perdido un 10 por ciento de su capacidad productiva. En represalia por los ataques aéreos británicos, los alemanes habían bombardeado Exeter y Bath. Goebbels abogaba por destruir completamente los «centros culturales» ingleses. Según su versión de los hechos, Hitler, a quien había enfurecido el nuevo ataque sobre Rostock, se mostró de acuerdo con él. Había que responder al terror con el terror. Había que arrasar completamente los «centros culturales», las localidades turísticas costeras y los «pueblos burgueses» ingleses. El impacto psicológico que eso tendría (y ahí estaba la clave) sería mucho mayor que el conseguido con los intentos de destruir las fábricas de armamentos, que en su mayor parte habían resultado fallidos. Ahora iba a empezar el bombardeo alemán a gran escala. Hitler ya había promulgado la directiva para preparar un extenso plan de ataque siguiendo esos criterios.
La que habría de ser la última sesión del gran Reichstag alemán dio comienzo con puntualidad. Hitler estaba nervioso al principio, comenzó titubeando y después empezó a hablar tan deprisa que algunas partes del discurso apenas eran inteligibles. Insinuó que los transportes, la administración y la justicia habían sido deficientes. Arremetió de pasada (sin mencionar nombres) contra el coronel general Hoepner: «Nadie puede alegar sus bien merecidos derechos», sino que debía saber «que hoy sólo existen los deberes». Por lo tanto, solicitó al Reichstag la autorización legal «para obligar a todo el mundo a cumplir su deber» y a destituir de su cargo a quien fuera necesario sin tomar en consideración sus «derechos adquiridos». Utilizando el caso Schlitt como ejemplo, emprendió un ataque feroz a los defectos de la judicatura. A partir de entonces, dijo, intervendría en aquel tipo de casos y cesaría a los jueces «que muestren claramente que no reconocen cuáles son las exigencias del momento».
En cuanto Hitler dejó de hablar, Göring leyó la «Resolución» del Reichstag, que autorizaba a Hitler, «sin estar sujeto a ninguna disposición legal vigente» y en su calidad de «líder de la nación, comandante supremo de la Wehrmacht, jefe del gobierno y titular supremo del poder ejecutivo, como juez supremo y jefe del partido», a deponer su cargo y castigar a cualquiera, independientemente de su rango, que no cumpliera con su deber, sin respetar sus derechos de pensión y sin ningún procedimiento formal estipulado.
Por supuesto, la «Resolución» fue aprobada por unanimidad. Se habían destrozado los últimos jirones de constitucionalidad. Ahora Hitler era la ley.
A mucha gente le sorprendió que Hitler necesitase ampliar sus poderes. Se preguntaba qué había sucedido para provocar sus feroces ataques a la administración interna. Pronto se percibió la decepción que suscitaba el hecho de que Hitler no hubiera emprendido ninguna acción inmediata tras haber pronunciado unas palabras tan contundentes. Como es natural, los abogados, jueces y funcionarios estaban consternados ante aquel ataque a sus profesiones y a su posición. Para ellos era un misterio cuál había sido su causa. Era evidente, creían, que el Führer había sido grotescamente mal informado. En cualquier caso, las consecuencias eran inequívocas. Como señaló el jefe de la judicatura de Dresde, con el final de cualquier tipo de autonomía judicial Alemania se había convertido en un «auténtico Estado del Führer».
Hitler seguía conservando sus instintos populistas. Su ataque al rango y a los privilegios entusiasmó a los sectores menos privilegiados de la población. Le había permitido desviar la atención con éxito de cuestiones más esenciales sobre los errores cometidos el invierno anterior y estimular la moral en un momento en el que hacía tanta falta mediante ataques fáciles a objetivos rentables.
Sin embargo, para la mayoría del pueblo alemán, sólo la perspectiva de la paz a la que conduciría la victoria final podía mantener los ánimos durante algún tiempo. Muchas «almas desalentadas», decía un informe del partido sobre el estado de ánimo de la población, «sólo se fijaron en una parte del discurso del Führer: cuando habló de los preparativos para la campaña de invierno de 1942 y 1943. Cuanta más conciencia ha adquirido el país de la crueldad y las penurias de la lucha de invierno en el este, más han aumentado las ansias de que llegue a su fin. Pero ahora el fin aún no está a la vista».
III
Horas después de su discurso en el Reichstag, Hitler partió hacia Múnich, camino del Berghof para reunirse con Mussolini. Al día siguiente estuvo de un humor excelente durante el almuerzo en su restaurante favorito de Múnich, el Osteria. Habló largo y tendido a Hermann Giesler, uno de sus arquitectos favoritos, y a Hermann Esser, compañero de armas de los viejos tiempos de las primeras luchas del partido en Múnich, sobre sus planes de comunicar la Alta Silesia con la cuenca del Donets mediante un línea de ferrocarril con trenes expresos de dos pisos que circularían a 200 kilómetros por hora en vías de cuatro metros de ancho. Dos días después, en el Berghof cubierto de nieve y con Eva Braun ejerciendo de anfitriona, durante la cena amenizaba la cena a sus invitados con sus quejas sobre la falta de grandes tenores wagnerianos en Alemania y las carencias de los destacados directores de orquesta Bruno Walter y Hans Knappertsbusch. Walter, un judío que se había hecho famoso como director de la Ópera Estatal de Baviera y la Leipziger Gewandhaus antes de que los nazis le obligaran a dimitir en 1933 y emigrar a Estados Unidos, era una «absoluta nulidad», afirmó Hitler, que había echado a perder la ópera Estatal de Viena hasta el punto de que ya sólo era capaz de tocar «música de cervecería». Aunque el gran rival de Walter, Knappertsbusch, un hombre alto, rubio y con los ojos azules, parecía un modelo de varón «ario», escucharle dirigir una ópera era «un castigo», en opinión de Hitler, ya que la orquesta tapaba las voces y el director hacía tales giros que resultaba penoso mirarle. Sólo recibió su aprobación incondicional Wilhelm Furtwängler, que había convertido la Filarmónica de Berlín en una orquesta tan magnífica y era uno de los embajadores culturales más importantes del régimen y un maestro reconocido en la interpretación de los favoritos del propio Führer, Beethoven, Brahms, Bruckner y Wagner.
Entre un monólogo y otro, mantuvo «discusiones» con Mussolini en el castillo barroco de Klessheim, que en otros tiempos había sido residencia de los príncipes obispos de Salzburgo, y que entonces estaba lujosamente remodelado, con muebles y alfombras llevadas desde Francia y reconvertido en una residencia para los invitados de los nazis y un centro de conferencias. La atmósfera era distendida. A Ciano le pareció que Hitler estaba cansado y que mostraba las marcas de las tensiones del invierno. Se dio cuenta de que estaba encaneciendo. El principal objetivo de Hitler era transmitir optimismo a Mussolini sobre la guerra en oriente. El mensaje de Ribbentrop a Ciano en la reunión que mantuvieron por separado no era diferente: el «talento del Führer» había superado las dificultades del invierno ruso, la inminente ofensiva hacia el Cáucaso privaría a Rusia de combustible, lo que pondría fin al conflicto y obligaría a Gran Bretaña a negociar. Las esperanzas que Gran Bretaña había depositado en Estados Unidos no eran más que «un descomunal engaño».
Las conversaciones continuaron al día siguiente en el Berghof, entonces con los dirigentes militares presentes. La descripción de Ciano deja patente hasta qué punto se produjo un auténtico debate: «Hitler habla, habla, habla, habla», sin parar durante una hora y cuarenta minutos. Mussolini, que estaba acostumbrado a dominar todas las conversaciones, tenía que soportarlo en silencio, echando de vez en cuando una mirada furtiva a su reloj. Ciano se abstrajo y se puso a pensar en otras cosas. Keitel bostezaba y se esforzaba por mantenerse despierto. Jodl no lo consiguió. «Tras una lucha épica», se quedó dormido en un sofá. Mussolini, intimidado ante Hitler como siempre, al parecer quedó satisfecho con las reuniones.
Una semana más tarde, el 8 de mayo, la Wehrmacht inició la ofensiva de primavera tal y como estaba planeado. Los primeros objetivos del undécimo ejército de Manstein, como establecía la directiva de Hitler del 5 de abril, eran la península de Kerch y Sebastopol, en Crimea. La directiva estipulaba que el principal objetivo de la siguiente ofensiva de verano, cuyo nombre en clave era «Azul», debía ser el avance sobre el Cáucaso, apoderarse de los yacimientos y ocupar los puertos de montaña que abrían la ruta hacia el Golfo Pérsico. Se suponía que la eliminación de los cimientos de la economía de guerra soviética y la destrucción del resto de fuerzas militares, que se pensaba que habían quedado catastróficamente debilitadas tras el invierno, conducirían a la victoria en el frente oriental. Era allí donde se decidiría la guerra, había reafirmado Hitler cuando planificaba las operaciones del verano. El factor clave ya no era el «espacio vital», sino el petróleo. «Si no me apodero del petróleo de Maikop y Grozni —admitía Hitler—, tendré que poner fin a esta guerra».
Los altos mandos de la Wehrmacht y el ejército no discutieron la prioridad estratégica. De todas formas, no tenían ninguna alternativa mejor que recomendar. Y la falta de una estructura de mando coordinada significaba, como antes, la competición para obtener la aprobación de Hitler, una versión militar del «trabajo en aras del Führer». No se trataba de que Hitler impusiera sus dictados a sus dirigentes militares. Halder, pese a ser plenamente consciente de la gravedad de las bajas sufridas por Alemania durante el invierno, respaldaba totalmente la decisión de emprender una ofensiva con toda la fuerza disponible para destruir los cimientos de la economía soviética. La directiva de abril para «Azul» llevaba claramente su huella. Pese a la magnitud de los errores de cálculo cometidos el año anterior, los planificadores operativos, contando con una información sumamente defectuosa, no trabajaron en absoluto situándose «en el peor de los casos», sino que respaldaron el optimismo sobre la debilidad militar y económica de la Unión Soviética.
Independientemente de las suposiciones acerca de las bajas soviéticas (sobre las que los servicios de espionaje alemanes continuaban estando pésimamente informados), la fuerza de la propia Wehrmacht había quedado debilitada drásticamente, algo que Halder sabía muy bien. Más de un millón de los 3,2 millones de soldados que habían atacado la Unión Soviética el 22 de junio de 1941 habían muerto o estaban heridos o desaparecidos. A finales de marzo, sólo el 5 por ciento de las divisiones del ejército estaban plenamente operativas. Las cifras que Halder facilitó a Hitler el 21 de abril eran extremadamente escalofriantes. Desde el otoño se habían perdido unos 900.000 hombres y sólo se había reemplazado al 50 por ciento de ellos (para lo cual se había llamado a filas a todos los jóvenes de veinte años aptos para el servicio y se habían realizado unos graves recortes de la mano de obra dentro del país). Sólo se había reemplazado un 10 por ciento de los vehículos perdidos. Las pérdidas de armamentos también fueron enormes. Al comienzo de la ofensiva de primavera, había 625.000 hombres menos de los necesarios en el frente oriental. Dadas aquellas enormes carencias, se hicieron los máximos esfuerzos por reforzar la ofensiva en el sur de la Unión Soviética. De las sesenta y ocho divisiones destinadas a aquella parte del frente, se habían reconstituido completamente cuarenta y ocho, y al menos diecisiete parcialmente.
La escasa información de que disponían los servicios de espionaje soviéticos hizo que el Ejército Rojo tampoco estuviera preparado esta vez para el ataque alemán cuando se produjo. El 19 de mayo, prácticamente ya había concluido la ofensiva sobre Kerch, con la captura de 150.000 prisioneros y un botín considerable. Se había conseguido repeler, aunque con cierta dificultad, un potente contraataque soviético en Járkov. A finales de mayo, la batalla en Járkov también culminó en una notable victoria, en la que se destruyeron tres ejércitos soviéticos y se capturaron más de 200.000 hombres y un enorme botín. Aquella victoria se debió, en no poca medida, a la negativa de Hitler, plenamente respaldada por Halder, a permitir que el mariscal de campo Bock, comandante del Grupo de Ejércitos Sur desde mediados de enero, interrumpiera la ofensiva prevista y ocupara una posición defensiva.
La tarde del 23 de mayo, Hitler tenía razones para sentirse satisfecho de sí mismo cuando habló durante dos horas a los Reichsleiter y Gauleiter en una reunión a puerta cerrada en la cancillería del Reich. Había viajado a Berlín para asistir al funeral de Carl Röver, Gauleiter de Weser-Ems, que se había celebrado el día anterior. Después de un difícil periodo, también en el frente interno, era evidente que no podía desperdiciar la oportunidad de reforzar la solidaridad y la lealtad de los antiguos incondicionales del partido, un componente vital de su base de poder. Y en aquella compañía estaba dispuesto a hablar con cierta sinceridad sobre sus objetivos.
Hitler recalcó que la guerra en oriente no era comparable con ninguna otra guerra del pasado. No era una simple cuestión de ganar o perder, sino de «triunfo o destrucción». Era consciente de la enorme capacidad del programa armamentístico estadounidense, pero la escala de la producción de la que hablaba Roosevelt «no podía ser cierta de ninguna manera». Y él disponía de buena información sobre la magnitud de la construcción naval japonesa. Contaba con que la armada estadounidense sufriera muchas bajas cuando se enfrentara a la flota japonesa. Creía que «hemos ganado la guerra el pasado invierno». Ya estaba todo preparado para iniciar la ofensiva en el sur de la Unión Soviética con el objetivo de aislar los suministros de petróleo del enemigo. Estaba decidido a acabar con los soviéticos durante el próximo verano.
Miró hacia el futuro. El Reich expandiría enormemente sus territorios en oriente y obtendría carbón, cereales, petróleo y, sobre todo, seguridad nacional. También habría que fortalecer al Reich en occidente. «Habría que explotar para ello» a los franceses, pero ésa era una cuestión estratégica, no étnica. «Debemos resolver la cuestión étnica en oriente». En cuanto Alemania tuviera en sus manos el territorio necesario para la consolidación de Europa, su intención era construir una fortificación gigante, como el limes de la época de Roma, para separar Asia de Europa. Continuó exponiendo su visión de un territorio poblado por campesinos-soldado, que sumarían una población de 250 millones en setenta u ochenta años. Sólo entonces estaría a salvo Alemania de todas las amenazas futuras. Entonces no debería haber ningún problema, aseguró, para preservar el carácter étnico alemán de los territorios conquistados. «Ése sería también el auténtico sentido de esta guerra. Porque sólo podría estar justificado este enorme sacrificio de sangre si las generaciones venideras recibieran gracias a él la bendición de los ondulantes campos de trigo». Aunque no estaría mal adquirir algunas colonias para proveerse de caucho o café, «nuestro territorio colonial se encuentra en el este. Allí encontraremos tierra negra fértil y hierro, los cimientos de nuestra riqueza futura». Concluyó su visión del futuro con la más vaga idea de lo que entendía por una revolución social. El movimiento nacionalsocialista, dijo, tenía que asegurar que la guerra no finalizara con una victoria capitalista, sino con una victoria del pueblo. A partir de esa victoria, había que construir una nueva sociedad que no se basara en el dinero, la posición o el nombre, sino en el valor y la demostración del carácter. Estaba seguro de que Alemania obtendría la victoria. Una vez que estuviera resuelto el «asunto de oriente —lo que era de esperar que sucediera en verano—, prácticamente habremos ganado la guerra. Entonces estaremos en situación de emprender una guerra pirata a gran escala contra las potencias anglosajonas que no serán capaces de aguantar a la larga».
Hitler estaba de excelente humor cuando recibió a Goebbels en la cancillería del Reich el 29 de mayo a la hora del almuerzo. Con el avance en el Cáucaso, le dijo a su ministro de Propaganda, «estaremos apretando al sistema soviético en la nuez, por así decirlo». Pensaba que las últimas pérdidas soviéticas en Kerch y Járkov eran irreparables, que Stalin estaba agotando sus recursos, y que la Unión Soviética estaba atravesando grandes dificultades para asegurar los suministros de alimentos y su población estaba desmoralizada. También tenía planes concretos para la expansión de las fronteras del Reich en occidente. Daba por sentado que Bélgica, con sus antiguas provincias germánicas de Flandes y Brabante, quedaría dividida en Reichsgaue alemanes. Lo mismo sucedería en los Países Bajos, independientemente de las ideas que tuviera el dirigente nacionalsocialista holandés Anton Mussert.
Dos días antes, uno de los hombres de confianza más importantes de Hitler, Reinhard Heydrich, el jefe de la Policía de Seguridad y, desde el otoño anterior, protector adjunto de Bohemia y Moravia, había resultado fatalmente herido en una tentativa de asesinato ejecutada por patriotas checos exiliados que habían volado desde Londres (con la ayuda de la organización de guerra subversiva británica, el Ejecutivo de Operaciones Especiales, SOE) y habían saltado en paracaídas cerca de Praga. Hitler era partidario de tomar siempre represalias brutales. No podía caber ninguna duda de que el ataque a uno de los representantes más importantes de su autoridad provocaría una respuesta feroz. Las SS detuvieron finalmente a más de 1.300 checos, entre ellos unas 200 mujeres, y los ejecutó. El 10 de junio se destruyó completamente el pueblo de Lídice (cuyo nombre se había encontrado gracias a un agente de la SOE detenido antes), todos los hombres fueron fusilados, las mujeres fueron deportadas al campo de concentración de Ravensbrück y los niños evacuados.
El estado de ánimo de Hitler era el adecuado para que Goebbels le planteara una vez más la cuestión de la deportación de los judíos que quedaban en Berlín. La participación de varios jóvenes judíos (relacionados con una organización de resistencia con vínculos comunistas liderada por Herbert Baum) en la tentativa de incendio de la exposición antibolchevique «El paraíso soviético» en el Lustgarten de Berlín, el 18 de mayo, permitió al ministro de Propaganda subrayar los peligros para la seguridad que suponía no deportar a los aproximadamente 40.000 judíos que calculaba que permanecían en la capital del Reich. Había estado haciendo todo lo que estaba en su mano, había escrito un día antes, para «enviar a oriente» al máximo número posible de judíos de sus dominios. Goebbels pidió entonces «una política judía más radical» y, según él, «el Führer estaba más que dispuesto a ello», de hecho Hitler le dijo a Speer que tratase de reemplazar lo antes posible a los judíos por «trabajadores extranjeros» en la industria armamentística.
Después pasaron a hablar de los peligros de una posible revuelta interna en el caso de una situación grave en la guerra. Si se agravaba el peligro, señaló Hitler, «se vaciarían [las prisiones] mediante exterminios» para evitar la posibilidad de que se abrieran sus puertas para dejar al pueblo a merced de la «turba sublevada». Pero al contrario que en 1917 no había nada que temer de los obreros alemanes, comentó Hitler. Todos los obreros alemanes deseaban la victoria. Eran quienes más tenían que perder y no se plantearían traicionarle. «Los alemanes sólo participan en movimientos subversivos cuando los judíos les engañan para que lo hagan —dijo Hitler, según Goebbels—. Por lo tanto, hay que eliminar el peligro judío, cueste lo que cueste». La civilización europea occidental sólo proporcionaba una apariencia de asimilación. Cuando regresaban al gueto, los judíos no tardaban en volver a ser los mismos de siempre. Pero había algunos elementos entre ellos que «actuaban con una brutalidad y sed de venganza peligrosas». «Por lo tanto —escribió Goebbels—, el Führer no desea en absoluto que los judíos sean evacuados a Siberia. Allí, en las condiciones de vida más duras, sin duda volverían a constituir una fuerza vigorosa. Lo que más le gustaría es verlos reasentados en África central. Allí vivirían en un clima que, con toda seguridad, no les haría fuertes y capaces de resistir. En cualquier caso, el objetivo del Führer es hacer que Europa quede totalmente libre de judíos. Ya no pueden tener un hogar aquí».
¿Significaban esos comentarios que Hitler no era consciente de que la «solución final» estaba en marcha, de que miles de judíos ya habían sido masacrados en Rusia y muchos otros estaban siendo asesinados con gas tóxico en los centros de matanza industrializada que ya funcionaban en Chelmno, Belzec, Sobibor y Auschwitz-Birkenau (y a los que pronto seguirían Treblinka y Maidanek)? Eso parece inconcebible.
El 9 de abril de 1942, un momento en el que también estaban en marcha las deportaciones desde los países de Europa occidental a las cámaras de gas de Polonia, Hans Frank les dijo a sus subordinados en el Gobierno General que las órdenes para la liquidación de los judíos procedían «de la autoridad más alta». El mismo Himmler proclamaría explícitamente en una carta interna y altamente confidencial dirigida al SS-Obergruppenführer Gottlob Berger, jefe de la Oficina Central de las SS, y fechada el 28 de julio de 1942, que actuaba bajo la autoridad explícita de Hitler: «Se están liberando de judíos los territorios ocupados orientales. El Führer ha cargado sobre mis hombros la ejecución de esa orden tan difícil».
Es imposible saber hasta qué punto Hitler se interesaba por los detalles o le informaban de ellos. Según el testimonio de su ayuda de cámara, Heinz Linge, y su ayudante personal, Otto Günsche, que obtuvieron sus captores soviéticos en la posguerra, Hitler mostró un interés directo por el desarrollo de las cámaras de gas y habló con Himmler sobre el empleo de los furgones de gas. Otro indicio de que, como mínimo, estaba informado de las matanzas de grandes cantidades de judíos s encuentra en un informe que Himmler elaboró para él a finales de 1942 con estadísticas sobre judíos «ejecutados» en el sur de Rusia por su supuesta relación con actividades de «bandidaje». Después de que Hitler hubiera ordenado a mediados de diciembre que se combatiera a las «bandas» de partisanos «con los medios más brutales», que también se debían emplear contra mujeres y niños, Himmler le presentó las estadísticas del sur de Rusia y Ucrania sobre la cantidad de «bandidos» liquidados en los tres meses de septiembre, octubre y noviembre de 1942. La cifra de quienes habían ayudado a las «bandas» o eran sospechosos de tener alguna relación con ellas era de 363.211 «judíos ejecutados». Los vínculos con actividades subversivas eran una farsa evidente. Los demás «ejecutados» por la misma razón sumaban «sólo» 14.257.
Cuatro meses después de aquello, en abril de 1943, Himmler enviaría a Hitler un informe estadístico resumido sobre «la solución final de la cuestión judía». Himmler, consciente del tabú que existía en el entorno de Hitler de mencionar explícitamente el asesinato en masa de los judíos, hizo que el informe se presentara con un lenguaje eufemístico. Había que mantener la ficción. Himmler ordenó que la expresión «tratamiento especial» (que ya era un eufemismo de matar) fuera borrada en la versión reducida que iba a recibir el Führer. Su estadístico, el doctor Richard Korherr, recibió la orden de referirse sólo al «transporte de judíos». En un momento dado se decía que los judíos eran «canalizados por» campos sin identificar. El lenguaje eufemístico se utilizaba con un sentido muy concreto. Hitler entendería lo que significaba y reconocería el «éxito» del Reichsführer-SS.
Cuando, durante el almuerzo del 29 de mayo de 1942, Hitler habló a Goebbels y sus otros invitados sobre su preferencia por la «evacuación» de los judíos a África central, estaba manteniendo la ficción, que había que mantener incluso en su «círculo de la corte», de que se estaba reasentando y obligando a trabajar a los judíos en oriente. El propio Goebbels continuaba sosteniendo la ficción en su diario, aunque sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo a los judíos en Polonia. Para entonces, Hitler había interiorizado su autorización de las matanzas de los judíos. Era propio de su manera de ocuparse de la «solución final» que hablara sobre ella repitiendo cosas que sabía que habían dejado de ocurrir hacía tiempo o refiriéndose al traslado de los judíos de Europa (a menudo en el contexto de su «profecía») en un futuro lejano.
¿Por qué estaba Hitler tan preocupado por mantener la ficción del reasentamiento y guardar el «terrible secreto» incluso en su círculo íntimo? Sin duda, una explicación parcial se halla en su fuerte inclinación personal por el secretismo extremo, que convirtió en una forma general de gobierno, tal y como expuso en su «Orden Básica» de enero de 1940, según la cual la información sólo debía estar disponible cuando hubiera «necesidad de saber». El conocimiento del exterminio podía proporcionar un regalo propagandístico a los enemigos y quizá provocar disturbios y problemas internos en los territorios ocupados, sobre todo en Europa occidental. Además, con respecto a la opinión pública en el mismo Reich, la cúpula nazi creía que la población alemana no estaba preparada para la flagrante crueldad del exterminio de los judíos. A mediados de diciembre de 1941, Hitler había estado de acuerdo con Rosenberg, inmediatamente después de la declaración de guerra contra Estados Unidos, de que no sería oportuno hablar de exterminio en público. Más tarde, en 1942, Bormann se empeñó en acallar los rumores que circulaban sobre la «solución final» en oriente. Himmler se referiría más adelante a ella, hablando a los dirigentes de las SS, como «una gloriosa página de nuestra historia».
En sus declaraciones públicas sobre su «profecía» de 1939, Hitler podía reclamar su lugar en la «gloriosa página de nuestra historia» y al mismo tiempo seguir distanciándose de las sórdidas y horribles realidades de los asesinatos en masa. Además, otra razón para mantener el secreto era que Hitler no quería ninguna intromisión burocrática ni legal. Ya tenía experiencia sobre eso con la «acción eutanásica», para la que había bastado su única autorización por escrito, y los problemas que habían surgido posteriormente. Sus diatribas sobre el sistema judicial y la burocracia de la primavera de 1942 eran un síntoma más de su susceptibilidad con respecto a esa clase de intromisión. Para evitar cualquier injerencia legal, en el verano de 1942 Himmler se negó explícitamente a tomar en consideración los intentos de definir qué era «un judío».
IV
Las dificultades de Manstein para tomar Sebastopol retrasaron el comienzo de la «operación Azul» (la ofensiva en el Cáucaso) hasta finales de junio. Pero en aquel momento Hitler no tenía por qué albergar ninguna duda de que la guerra iba bien. En el Atlántico, los submarinos habían tenido un éxito sin precedentes. En los primeros seis meses de 1942, Alemania había hundido casi un tercio de tonelaje naval más que durante todo 1941, y había perdido muchos menos submarinos al hacerlo. Y la noche del 21 de junio llegó la sensacional noticia de que Rommel había tomado Tobruk. Gracias a unas brillantes maniobras tácticas realizadas durante las tres semanas anteriores Rommel había conseguido ganarle la partida al octavo ejército británico, mal equipado y comandado de manera incompetente, y fue capaz de infligir una gran derrota a la causa aliada apoderándose del bastión de Tobruk, en la costa libia, capturando a 33.000 soldados británicos y aliados (muchos de ellos sudafricanos) y un enorme botín. Fue una espectacular victoria alemana y un desastre para los británicos. Se había despejado el camino a la dominación alemana en Egipto. De repente, se vislumbraba la posibilidad de una enorme pinza formada por las tropas de Rommel avanzando hacia el este a través de Egipto y las del ejército del Cáucaso bajando rápidamente por Oriente Medio uniendo fuerzas para eliminar la presencia británica en aquella región de vital importancia. Un Hitler entusiasmado ascendió inmediatamente a Rommel al rango de mariscal de campo. Los italianos habían albergado la esperanza de contar con el apoyo alemán en la invasión de Malta, pero esa operación se pospuso finalmente para más tarde, aquel mismo año. En lugar de ello, Hitler respaldó los planes de Rommel para avanzar hacia el Nilo. A los pocos días, las tropas alemanas tenían Alejandría a tiro.
Sin embargo, había una nube oscura en aquel horizonte por lo demás despejado: los estragos causados por los bombardeos británicos en las ciudades del oeste de Alemania. El 30 de mayo, Hitler dijo que no le daba demasiada importancia a las amenazas de ataques aéreos de la RAF y aseguró que se habían tomado las precauciones necesarias. La Luftwaffe tenía tantos escuadrones destacados en occidente que devolvería la destrucción desde el aire por partida doble. Aquella misma noche, el centro de la ciudad de Colonia fue devastado en el primer ataque de mil bombarderos. A Hitler le enfureció la incapacidad de la Luftwaffe para defender el Reich y culpó personalmente a Göring de haber descuidado la construcción de suficientes instalaciones antiaéreas.
Pese al bombardeo de Colonia, Hitler y su séquito estaban de un humor excelente a principios de junio debido a la situación militar. El primer día del mes, Hitler voló al cuartel del Grupo de Ejércitos Sur en Poltava para estudiar con el mariscal de campo Bock el momento y las tácticas de la inminente ofensiva. Además de Manstein, estaban presentes todos los comandantes cuando Hitler aceptó la propuesta de Bock de retrasar el comienzo de la «operación Azul» durante algunos días con objeto de sacarle el máximo partido a la victoria en Járkov para destruir las fuerzas soviéticas en las zonas colindantes. Hitler avisó a los comandantes de que el resultado de «Azul» sería decisivo para la guerra.
El 4 de junio Hitler hizo una visita sorpresa a Finlandia, que había sido organizada con un solo día de antelación. Oficialmente, se había hecho la visita para festejar el septuagésimo quinto cumpleaños del héroe castrense finlandés, el mariscal y barón Carl Gustaf von Mannerheim, comandante supremo de las fuerzas armadas finlandesas. El objetivo era reforzar la solidaridad finlandesa con Alemania recordando a Mannerheim (un veterano de las luchas contra el Ejército Rojo) la enorme magnitud de la amenaza del bolchevismo. Al mismo tiempo se advertiría a los finlandeses sobre cualquier idea que pudieran tener de abandonar la «protección» alemana y tantear el terreno para un acercamiento a la Unión Soviética. Además, la visita impediría cualquier posible vínculo de Finlandia con los aliados occidentales.
La reunión no tuvo ningún resultado concreto, pero ésa no era su finalidad. Por el momento, Hitler se había convencido de que tenía asegurado el apoyo de los finlandeses. Estaba satisfecho de la visita. Los finlandeses, por su parte, mantenían unas relaciones superficialmente buenas con Alemania mientras observaban de cerca los acontecimientos. El curso de la guerra durante los seis meses siguientes les transmitiría su propio y claro mensaje de que debían empezar a buscar otras lealtades.
Mientras Hitler viajaba a Finlandia, recibió la noticia de Praga de que Reinhard Heydrich había muerto como consecuencia de las heridas sufridas en el atentado del 27 de mayo. De vuelta en su cuartel general, Hitler achacó a la «estupidez o al puro atontamiento» que «un hombre tan irremplazable como Heydrich se exponga al peligro» de un asesinato viajando sin la escolta apropiada en un coche con la capota bajada, e insistió a los dirigentes nazis en que tomaran las precauciones de seguridad adecuadas. Hitler estuvo meditabundo durante el funeral de Estado que se celebró el 9 de junio en Berlín. Con la pérdida de Todt tan reciente, tenía la sensación de que la cúpula del partido y del gobierno sólo se reunía para los funerales de Estado, y de hecho no andaba muy desencaminado. Pasó parte de la noche recordando con Goebbels los primeros tiempos del partido. «Esos recuerdos hacen muy feliz al Führer —comentó Goebbels—. Vive del pasado, que le parece como un paraíso perdido».
V
El 28 de junio comenzó la «operación Azul», la gran ofensiva de verano en el sur. La ofensiva, en la que participaron cinco ejércitos repartidos en dos grupos contra la parte más débil del frente soviético, la comprendida entre Kursk, al norte, y Taganrog, en el mar de Azov, al sur, pudo valerse del factor sorpresa para obtener al principio unos éxitos espectaculares, al igual que «Barbarroja» el año anterior. Entretanto, la caída final de Sebastopol el 1 de julio supuso para Manstein su ascenso inmediato a mariscal de campo.
Después de la ruptura inicial de las líneas rusas, el rápido avance sobre Vorónezh culminó con la toma de la ciudad el 6 de julio. Sin embargo, aquello desencadenó el primer enfrentamiento entre Hitler y sus generales de la nueva campaña. Vorónezh no era un objetivo importante en sí mismo, pero un contraataque soviético había retenido a dos divisiones acorazadas en la ciudad durante dos días, lo que ralentizó el avance hacia el sureste a lo largo del Don y permitió escapar a las fuerzas enemigas. Hitler estaba furioso de que Bock hubiera ignorado sus órdenes de continuar el avance hacia el Volga de las divisiones Panzer sin ninguna interrupción para destruir el máximo posible de fuerzas rusas. En realidad, cuando había volado el 3 de julio hasta el cuartel general de Bock en Poltava, Hitler había hablado con menos rotundidad y claridad en persona con el mariscal de campo de lo que solía hacerlo en la sala de mapas de la Guarida del Lobo. Pero aquello no salvó a Bock, Hitler dijo que no estaba dispuesto a permitir que los mariscales arruinaran sus planes como en otoño de 1941 y destituyó a Bock y lo reemplazó por el coronel general Freiherr Maximilian von Weichs.
Hitler trasladó su cuartel general el 16 de julio para estar más cerca del frente del sur; el nuevo emplazamiento, situado cerca de Vinnitsa, en Ucrania, recibió el nombre de «Werwolf». Dieciséis aviones con los motores en marcha esperaron en la pista de la Guarida del Lobo aquel día para llevar a Hitler y a su séquito a su nuevo entorno en un vuelo de tres horas de duración. Tras un viaje en automóvil por carreteras llenas de baches, llegaron finalmente a los barracones húmedos e infestados de mosquitos que habrían de ser sus hogares durante los siguientes tres meses y medio. Incluso la Guarida del Lobo comenzó a parecer idílica. Halder estaba más que satisfecho con la distribución del nuevo cuartel general, pero las secretarias de Hitler estaban menos contentas con sus estrechos cuartos. Como en Rastenburgo, tenían pocas cosas que hacer y se aburrían. Para Hitler, la rutina diaria era la misma que en la Guarida del Lobo. Durante las comidas (en las que a menudo la suya sólo consistía en un plato de verduras con manzanas de postre) todavía parecía expansivo, relajado y participativo. Como siempre, monopolizaba los temas de conversación durante la cena sobre una amplia variedad de asuntos relacionados con sus intereses u obsesiones. Éstos incluían los perjuicios del tabaco, la construcción de una red de autopistas a lo largo y ancho de los territorios orientales, las deficiencias del sistema legal, las hazañas de Stalin como un moderno Gengis Kan que había mantenido el nivel de vida de los pueblos sometidos al mínimo, la necesidad de expulsar a los últimos judíos de las ciudades alemanas y la promoción de la iniciativa privada en lugar de la economía controlada por el Estado.
En cualquier caso, aparte de los soliloquios de la cena, aumentó una vez más la tensión entre Hitler y sus dirigentes militares. La ofensiva militar continuaba ganando terreno, pero el número de prisioneros soviéticos capturados no dejaba de disminuir, lo que fue objeto de interminables discusiones en el cuartel general del Führer. Aquello preocupaba a los asesores militares de Hitler, creían que era una señal de que los soviéticos estaban retirando a sus fuerzas para preparar una gran contraofensiva, probablemente en el Volga, en la región de Stalingrado. Halder había advertido ya el 12 de julio de que en el frente preocupaba que el enemigo hubiera reconocido las tácticas de cerco alemanas y estuviera evitando los combates directos para replegarse hacia el sur. Sin embargo, Hitler opinaba que el Ejército Rojo estaba llegando al límite de sus fuerzas e insistió aún más en que se emprendiera un avance rápido.
Su estilo de mando impulsivo, aunque poco claro o ambiguo en ocasiones, creaba dificultades constantes a los planificadores de las operaciones. Pero el problema fundamental tenía mayor trascendencia. Hitler se sentía apremiado por dos imperativos: el tiempo y los recursos materiales. Era necesario concluir la ofensiva antes de que entrara en juego todo el poderío de los recursos aliados. Y desde su punto de vista, la posesión de los yacimientos petrolíferos del Cáucaso sería decisiva para poner fin con éxito a la guerra en oriente y proporcionaría la plataforma necesaria para continuar una guerra prolongada contra las potencias anglosajonas. Hitler había dicho que si Alemania no obtenía aquel petróleo, perdería la guerra en menos de tres meses. Por lo tanto, siguiendo su propia lógica, no tenía más alternativa que apostarlo todo en el ambicioso ataque al Cáucaso y a que obtendría la victoria en una ofensiva de verano. Aunque se podían oír algunas voces escépticas, Halder y los profesionales del alto mando del ejército habían abogado por la ofensiva. Pero las desavenencias que ya habían comenzado el anterior verano entre ellos y el dictador estaban aumentando rápidamente. Hitler montaba en cólera ante lo que consideraba la negatividad, el pesimismo y la cobardía de los planteamientos tradicionales del alto mando del ejército. Los planificadores del ejército, por su parte, sentían temor ante lo que cada vez les parecía más un riesgo temerario que se estaba corriendo empleando métodos de aficionados y que cada día parecía más probable que acabase en desastre. Pero ya no podían retirarse de aquella estrategia que ellos mismos habían contribuido a desarrollar. El esfuerzo de guerra alemán había puesto en marcha su propia dinámica autodestructiva.
La directiva número 45 de Hitler, promulgada el 23 de julio de 1942, incrementó enormemente el peligro de un desastre militar. A partir de aquel momento se hizo inevitable una catástrofe. A diferencia de la directiva de abril, en la que era visible la mano de Halder, esta directiva se basaba únicamente en una decisión de Hitler que el estado mayor había intentado evitar. La directiva para la continuación de «Azul», que fue rebautizada como «operación Braunschweig», comenzaba con una afirmación cuya falta de realismo era preocupante: «En una campaña de poco más de tres semanas, se han conseguido a grandes rasgos los objetivos generales establecidos para el flanco sur del frente oriental. Sólo las debilitadas fuerzas enemigas de los ejércitos de Timoshenko han logrado escapar al movimiento envolvente y han alcanzado la rivera sur del Don. Tenemos que contar con que reciban refuerzos de la zona del Cáucaso».
Aquel mismo mes, Hitler había dividido el Grupo de Ejércitos Sur entre un sector septentrional (Grupo de Ejércitos B, comandado al principio por el mariscal de campo Von Bock y después, tras su destitución, por el coronel general Freiherr von Weichs) y un sector meridional (el Grupo de Ejércitos A, comandado por el mariscal de campo Wilhelm List). La intención original, según la directiva número 41 del 5 de abril, había sido avanzar hacia el Cáucaso después del cerco y la destrucción de las fuerzas soviéticas en las inmediaciones de Stalingrado. Ahora se modificaba aquel plan para permitir que los ataques contra el Cáucaso y Stalingrado (incluyendo la toma de la propia ciudad) se produjeran de forma simultánea. El Grupo de Ejércitos A de List, más fuerte, se encargaría de destruir las fuerzas enemigas en la zona de Rostov y después de conquistar toda la región del Cáucaso en solitario. Eso debía incluir atravesar la costa oriental del mar Negro, cruzar el Kuban y ocupar las cumbres que rodeaban los yacimientos petrolíferos de Maikop, asumir el control de los puertos de montaña casi impenetrables del Cáucaso y avanzar hacia el sureste para conquistar la región rica en petróleo de los alrededores de Grozni y después Bakú, mucho más al sur, en el mar Caspio. El Grupo de Ejércitos B, más débil, se encargaría de Stalingrado, y después se esperaba que avanzase a lo largo de la cuenca inferior del Volga hasta Astrakán, en el Caspio. Aquella estrategia era una locura absoluta.
Sólo la evaluación más insensatamente optimista de la debilidad de las fuerzas soviéticas podía justificar la magnitud de los riesgos que entrañaba aquella estrategia, pero ésa era precisamente la idea que tenía Hitler de la fuerza del enemigo. Además, su temperamento hacía que siempre estuviera predispuesto a adoptar cualquier estrategia en la que se lo jugara todo, descartando sin más las demás alternativas y quemando las naves para no dejar ninguna posición de repliegue disponible. Como siempre, podía sostener su autojustificación con la dogmática idea de que no tenía alternativas. Halder conocía valoraciones más realistas de la fuerza soviética y de la acumulación de tropas en la zona de Stalingrado, pero era incapaz de ejercer ninguna influencia sobre Hitler y para entonces ya estaba enormemente preocupado y se sentía frustrado por su propia impotencia. El 23 de julio, el día en que Hitler promulgó su directiva número 45, Halder escribió en su diario: «Esa tendencia crónica a subestimar la capacidad del enemigo está adquiriendo poco a poco proporciones grotescas y se está convirtiendo en un auténtico peligro. La situación se hace cada vez más intolerable. No cabe la posibilidad de trabajar con ninguna seriedad. Lo que caracteriza a este supuesto liderazgo son las reacciones patológicas a las impresiones del momento y una falta total de la mínima comprensión del sistema de mando y sus posibilidades». El 15 de agosto, las notas de Halder para su informe de situación comenzaban: «La visión de conjunto: ¿Hemos extendido demasiado el riesgo?». La pregunta estaba sobradamente justificada, pero aquel destello de lucidez llegaba demasiado tarde.
A mediados de agosto, el Grupo de Ejércitos A había avanzado unos 560 kilómetros hacia el sur, por la llanura del norte del Cáucaso. Estaba separado del Grupo de Ejércitos B por una gran distancia, con un extenso flanco desprotegido y formidables problemas logísticos para asegurar los suministros. Su avance se ralentizó sensiblemente en las estribaciones boscosas del norte del Cáucaso. Consiguió tomar Maikop, pero encontró las refinerías de petróleo en ruinas, después de que las hubieran destruido sistemáticamente y con mano experta las fuerzas soviéticas en retirada. Había perdido el ímpetu. Hitler mostró un sentido de la realidad escaso cuando habló en privado con Goebbels el 19 de agosto. Las operaciones en el Cáucaso, dijo, estaban marchando extraordinariamente bien. Quería adueñarse de los pozos petrolíferos de Maikop, Grozni y Bakú durante el verano, para asegurar los suministros de crudo de Alemania y destruir los de la Unión Soviética. Cuando las tropas hubieran llegado a la frontera soviética, comenzaría el avance sobre Oriente Próximo con la ocupación de Asia Menor y la conquista de Iraq, Irán y Palestina, para cortar el suministro de petróleo a Gran Bretaña. Quería iniciar el gran ataque a Stalingrado en dos o tres días. Su intención era destruir completamente la ciudad, no dejar piedra sobre piedra. Era necesario tanto psicológica como militarmente. Consideraba que había fuerzas desplegadas suficientes para capturar la ciudad en ocho días.
Mientras tanto, los últimos éxitos importantes del Grupo de Ejércitos B habían sido el cerco y la destrucción el 8 de agosto de dos ejércitos rusos al suroeste de Kalac, en el Don, exactamente al oeste de Stalingrado. El sexto ejército, comandado por el general Friedrich Paulus, logró llegar el 23 de agosto hasta el Volga, al norte de Stalingrado, avanzando en medio de un calor terrible y pese al inconveniente de una escasez crónica de combustible. Frente a unas fuertes defensas soviéticas, enseguida se detuvo su avance completamente. Resultó que el avance del verano había llegado a su fin en menos de dos meses. Ya el 26 de agosto escribió Halder: «Cerca de Stalingrado, grave tensión debido a los contraataques superiores del enemigo. Nuestras divisiones ya no son muy fuertes. El mando está sometido a una fuerte tensión nerviosa». Sin embargo, el sexto ejército fue capaz de consolidar su posición. Durante las semanas siguientes, incluso logró obtener ventaja. Pero la pesadilla de Stalingrado no había hecho más que comenzar.
Mientras la parte meridional de aquel frente enormemente extendido se iba quedando sin fuerzas, con el sexto ejército entonces empantanado en Stalingrado y el Grupo de Ejércitos A de List estancado en el Cáucaso, el Grupo de Ejércitos Centro de Kluge había sufrido una dolorosa derrota, con un terrible número de bajas, en una desafortunada tentativa, ordenada por Hitler, de aplastar a las fuerzas rusas en Sujinichi, 240 kilómetros al oeste de Moscú, donde se esperaba establecer la base para emprender una nueva ofensiva contra la capital. Kluge, durante una visita al «Werwolf» el 7 de agosto, le había pedido a Hitler que retirase dos divisiones acorazadas de la ofensiva contra Sujinichi para utilizarlas contra una amenaza de contraataque soviético en la zona de Rzhev. Hitler se había negado y había insistido en que se reservaran para la ofensiva de Sujinichi. Kluge se había marchado diciendo: «Usted, mi Führer, asume por tanto la responsabilidad de esto».
Y en el norte, a finales de agosto la contraofensiva soviética al sur del lago Ladoga había reducido drásticamente las expectativas de emprender un ataque y tomar finalmente la ciudad de Leningrado, devastada por el hambre. En septiembre se trasladó al undécimo ejército de Manstein desde el frente del sur para que encabezara el proyectado ataque final a Leningrado, en la ofensiva «Luces del norte». Pero, en lugar de ello, se vio obligado a repeler el ataque soviético. No había ninguna posibilidad de capturar y arrasar Leningrado, se había desvanecido la última oportunidad de hacerlo. La exhibición de confianza en obtener la victoria que hizo Hitler no podía ocultar del todo su creciente inquietud interior. Estaba sumamente irritable. Los arrebatos de furia se hicieron más frecuentes. Como siempre, buscaba a su alrededor chivos expiatorios a los que culpar del veloz deterioro de la situación militar en oriente. No tardó demasiado en encontrarlos.
Las relaciones con Halder ya habían tocado fondo. El 24 de agosto, el empeoramiento de la situación en Rzhev había empujado al jefe del estado mayor a recomendar a Hitler que permitiera que el noveno ejército se retirase a una línea más corta y fácil de defender. Delante de todos los asistentes a la conferencia de mediodía, Hitler arremetió contra Halder: «Usted siempre viene aquí con la misma propuesta, la de retirada —bramó—. Exijo al alto mando la misma fortaleza que a los soldados del frente». Halder, profundamente ofendido, le respondió alzando la voz: «Tengo fortaleza, mi Führer, pero ahí fuera están cayendo miles y miles de valientes mosqueteros y tenientes como un sacrificio inútil en una situación desesperada por la sencilla razón de que no se permite a sus comandantes tomar la única decisión razonable y se les mantiene atados de pies y manos». Hitler clavó su mirada en Halder: «¿Qué puede decirme usted a mí, Herr Halder, sobre las tropas, usted que ocupó en la Primera Guerra Mundial el mismo cargo que ocupa ahora, usted que ni siquiera lleva la condecoración negra de los heridos en combate?». Todos los presentes se fueron consternados y avergonzados. Hitler trató de calmar los ánimos de Halder aquella misma noche, pero era evidente para todos los que habían presenciado la escena que los días del jefe del estado mayor estaban contados.
Incluso el brazo derecho militar de Hitler, el leal y entregado Jodl, iba a tener que soportar todo el peso de su cólera. El 5 de septiembre List había pedido que se enviara a Jodl al cuartel general del Grupo de Ejércitos A en Stalino, al norte del mar de Azov, para estudiar el siguiente despliegue del trigésimo noveno cuerpo de montaña. La visita tuvo lugar dos días después. Para Hitler, la intención era instar a List a acelerar el avance en el frente del Cáucaso, en gran medida estancado. La paciencia de Hitler ante la falta de progresos estaba casi agotada desde hacía algún tiempo. Pero lejos de llevar buenas noticias de vuelta, Jodl regresó aquella noche con un demoledor informe de la situación. Ya no era posible obligar a retroceder a los soviéticos por los puertos de montaña. Como mucho, se podía conseguir, con mayor movilidad y la máxima concentración de fuerzas, emprender un último intento de llegar a Grozni y al mar Caspio. Hitler se iba enfureciendo cada vez más con cada frase que oía. Arremetió contra la «falta de iniciativa» del alto mando del ejército y atacó por primera vez a Jodl, el portador de las malas noticias. Aquélla era la peor crisis de las relaciones entre Hitler y sus dirigentes militares desde el mes de agosto del año anterior. Hitler estaba totalmente furioso, pero Jodl se mantuvo firme y aquello se convirtió en un enfrentamiento a gritos. Jodl respaldaba plenamente la evaluación que había hecho List de la situación. Hitler estalló. Acusó a Jodl de incumplir sus órdenes, de haberse dejado convencer por List y de haber tomado partido por el Grupo de Ejércitos. No le había enviado al Cáucaso, dijo, para que volviese sembrando dudas entre las tropas. Jodl respondió que List se atenía escrupulosamente a las órdenes que había dado Hitler personalmente. Hitler, fuera de sí, dijo que se estaban tergiversando sus palabras. Las cosas tenían que ser diferentes, se tendría que asegurar de que en el futuro no se le pudiera malinterpretar intencionadamente. Entonces salió de allí súbitamente, como una prima donna ofendida, negándose a estrechar la mano a Jodl y Keitel (como había hecho siempre al final de sus reuniones). Esa misma noche, visiblemente abatido, además de furioso, le dijo a su edecán de la Wehrmacht, Schmundt: «Seré feliz el día que me pueda quitar este detestable uniforme y pisotearlo». No veía el fin de la guerra en Rusia, puesto que no se había cumplido ninguno de los objetivos del verano de 1942. Dijo que la angustia ante la llegada del invierno era terrible. «Pero, por otra parte —escribió el edecán del ejército Engel—, no va a emprender la retirada en ninguna parte».
Hitler se encerró en su oscuro barracón durante días. Se negaba a aparecer en las comidas comunitarias. Las sesiones informativas militares, en las que participaba el menor número de personas posible, se celebraban en medio de un ambiente glacial en su propio barracón, no en el cuartel del estado mayor de la Wehrmacht, y se negaba a estrechar la mano de nadie. En menos de cuarenta y ocho horas, llegó al cuartel general del Führer un grupo de taquimecanógrafas. Hitler había insistido en que se levantara acta de todas las sesiones militares para que no se le pudiera volver a malinterpretar.
Hitler destituyó a List un día después de su enfrentamiento con Jodl. Él mismo asumió el mando del Grupo de Ejércitos A provisionalmente, lo que demuestra la desconfianza que le inspiraban sus generales. Entonces pasó a ser el comandante de las fuerzas armadas, de una rama de ellas y de un grupo de esa rama. Al mismo tiempo, recayó en Keitel la responsabilidad de informar a Halder de que pronto sería destituido de su cargo. Se rumoreaba que también tenía previsto cesar al propio Keitel y a Jodl. Jodl admitió en privado que había hecho mal en tratar de señalar a un dictador en qué se había equivocado. Eso, dijo Jodl, sólo podía servir para debilitar su confianza en sí mismo, que era la base de su personalidad y sus actos. Jodl añadió que fuera quien fuera su sustituto, nunca podría ser un nacionalsocialista más acérrimo que él.
Al final, el empeoramiento de la situación en Stalingrado y en el Mediterráneo evitó que Paulus sustituyera a Jodl y Kesselring a Keitel, como estaba previsto. Pero Halder no se salvó. Hitler se quejó amargamente a Below de que Halder no comprendía los problemas en el frente y carecía de ideas para encontrar soluciones. Observaba la situación fríamente, únicamente a partir de los mapas, y tenía «unas ideas completamente equivocadas» sobre lo que estaba ocurriendo. Hitler reflexionó sobre el consejo de Schmundt de sustituir a Halder por el general de división Kurt Zeitzler, un individuo muy diferente: un hombre pequeño, calvo, ambicioso y enérgico de cuarenta y siete años que creía firmemente en el Führer y al que Hitler había encargado en abril la reorganización del ejército en occidente y, como jefe del estado mayor de Rundstedt, la construcción de las defensas costeras. Göring también alentó a Hitler a deshacerse de Halder.
Ese momento llegó el 24 de septiembre. Zeitzler, para su sorpresa, fue convocado al cuartel general del Führer y Hitler le informó de su ascenso a general de infantería y de sus nuevas responsabilidades. Tras la que sería su última sesión informativa militar, Halder fue relevado de su cargo sin ninguna ceremonia. Hitler le dijo que había perdido los nervios y que él mismo estaba sometido a una gran tensión. Era necesario que Halder se marchara, y también educar al estado mayor para que creyera fanáticamente en «la idea». Halder escribió en la última entrada de su diario que Hitler estaba empeñado en imponer su voluntad, también en el ejército.
El estado mayor tradicional, que había sido una fuerza tan poderosa durante mucho tiempo y cuyo jefe acababa de ser descartado como si de un cartucho usado se tratara, había llegado al simbólico momento final de la capitulación ante las fuerzas a las que se había unido en 1933. Zeitzler comenzó el nuevo régimen exigiendo fe en el Führer a los miembros del estado mayor. Pronto se daría cuenta de que eso no era suficiente por sí solo.
VI
La batalla de Stalingrado era inminente. Ambos bandos eran conscientes de lo decisiva que sería. El alto mando alemán todavía se sentía optimista.
Los planes que Hitler tenía reservados para la enormemente superpoblada ciudad del Volga eran parecidos a las intenciones que había albergado de aniquilar Leningrado y Moscú. «Las órdenes del Führer consisten en que al entrar en la ciudad ha de ser eliminada toda la población masculina —anotó el alto mando de la Werhrmacht—, ya que Stalingrado, con una población de un millón de habitantes totalmente comunista, es especialmente peligrosa». Halder se limitó a escribir, sin comentarios adicionales: «Stalingrado: la población masculina debe ser destruida, la femenina debe ser deportada».
Cuando el coronel general Von Weichs, comandante del Grupo de Ejércitos B, visitó el cuartel general del Führer el 11 de septiembre, le dijo a Hitler que estaba convencido de que el ataque al centro urbano de Stalingrado podría comenzar casi inmediatamente y terminar en menos de diez días. De hecho, al principio todo parecía indicar que la ciudad no tardaría en caer. Pero en la segunda mitad de septiembre, la lucha por Stalingrado ya se había convertido en una batalla de una intensidad y ferocidad inimaginables. Los combates se libraban a menudo disparando a quemarropa, calle por calle, casa por casa. Los soldados alemanes y soviéticos prácticamente luchaban cuerpo a cuerpo. Se empezaba a comprender entonces que la conquista final de lo que rápidamente se había convertido en poco más que un montón de ruinas humeantes podría tardar en llegar semanas e incluso meses.
Las noticias que llegaban de otros lugares tampoco eran alentadoras. Rommel tuvo que interrumpir su ofensiva en El Alamein, camino del Canal de Suez, el 2 de septiembre, tan sólo tres días después de haber comenzado. Rommel siguió mostrándose optimista, tanto en privado como en público, durante las semanas siguientes, aunque informó sobre los serios problemas de escasez de armas y equipamiento cuando vio a Hitler el 1 de octubre para recibir su bastón de mariscal de campo. Sin embargo, en realidad la retirada del 2 de septiembre acabaría siendo el principio del fin para el Eje en el norte de África. El octavo ejército, cuya moral había revitalizado su nuevo comandante, el general Bernard Montgomery, y cuyas anticuadas divisiones acorazadas perdidas habían sido sustituidas por los nuevos carros de combate Sherman, demostraría en otoño su superioridad sobre las escasas fuerzas de Rommel.
En el propio Reich, se habían intensificado los bombardeos británicos nocturnos. Múnich, Bremen, Düsseldorf y Duisburgo eran algunas de las ciudades que estaban sufriendo una destrucción enorme. Hitler dijo que se alegraba de que su propio apartamento de Múnich hubiera sufrido graves daños, ya que no le habría gustado que se hubiera salvado siendo atacado el resto de la ciudad (obviamente, no habría dado una buena imagen). Pensaba que el bombardeo podría tener un efecto saludable al concienciar a la población muniquense sobre las realidades de la guerra. Los ataques aéreos tenían otro lado bueno, le había dicho a Goebbels a mediados de agosto: el enemigo había «hecho el trabajo por nosotros» de destruir edificios que habría que demoler de todas formas para poner en práctica los planes urbanístico mejorados de la posguerra.
Hitler voló de vuelta a Berlín a finales de septiembre. Había prometido a Goebbels utilizar la inauguración de la campaña de ayuda de invierno para hablar a la nación durante la segunda mitad de septiembre. Una vez más, era importante reforzar la moral en un momento crucial.
Su discurso en el Sportpalast del 30 de septiembre combinó la glorificación de las hazañas bélicas alemanas con un ataque sarcástico y burlón a Churchill y Roosevelt. No era nada nuevo, pero el público escogido cuidadosamente del Sportpalast lo recibió con entusiasmo. A continuación repitió una vez más su profecía sobre los judíos (que para entonces se había convertido en un arma habitual de su arsenal retórico) con las frases más amenazadoras que había empleado hasta el momento: «Los judíos solían reírse, también en Alemania, de mis profecías. No sé si hoy siguen riendo o si ya se les han quitado las ganas de reír. Pero ahora yo tampoco puedo ofrecer más que una garantía: se les van a quitar las ganas de reír en todas partes. Y también acertaré en mis profecías». Pero lo más notable del discurso fueron sus promesas sobre la batalla de Stalingrado. Proclamó que se estaba tomando por asalto y se conquistaría la metrópolis del Volga, bautizada con el nombre del dirigente soviético. «¡Podéis estar seguros —añadió— de que nadie volverá a echarnos de aquel lugar!».
Su exhibición pública de optimismo fue desmesurada incluso en un foro más reducido, cuando habló a los Reichsleiter y Gauleiter durante casi tres horas la tarde siguiente. «La conquista de Stalingrado —escribió Goebbels— es para él un hecho demostrado», aunque pudiera tardar un poco en producirse. Examinando la situación de sus enemigos, Hitler llegó a la sorprendente conclusión de que «la guerra estaba prácticamente perdida para el bando contrario, independientemente del tiempo que estuviera en condiciones de continuarla».
El absurdo optimismo que mostraba Hitler a principios de octubre no tenía nada que ver con la creciente preocupación de sus asesores militares sobre la situación en Stalingrado. El invierno estaba a punto de llegar. Paulus, Weichs, Jodl y Zeitzler abogaban por retirarse de un objetivo que en gran medida estaba en ruinas y para entonces ya había perdido toda importancia como centro de comunicaciones y armamentos y replegarse a posiciones de invierno más seguras. La única alternativa era enviar unos fuertes refuerzos. Hitler pensaba que en esta ocasión se habían hecho unos preparativos tan buenos para el invierno que los soldados en oriente vivirían mejor de como había vivido la mayoría de ellos en tiempos de paz.
El 6 de octubre, después de que Paulus hubiera informado de un cese temporal del ataque debido a que sus tropas estaban agotadas, Hitler ordenó que el objetivo principal del Grupo de Ejércitos B fuera la «conquista total» de Stalingrado. Se podría haber defendido realmente la opción de elegir la protección durante el invierno incluso de una ciudad en ruinas a la de las estepas descubiertas y expuestas si la situación de los suministros hubiera sido tan favorable como evidentemente imaginaba Hitler, si las líneas de suministros hubieran sido seguras y si hubiera sido menor la amenaza de una contraofensiva soviética. Sin embargo, no se habían asegurado suficientes provisiones de invierno para el sexto ejército. Las líneas de suministros estaban sobrecargadas en un frente enormemente extenso y no eran seguras en absoluta en el flanco norte. Y los servicios de espionaje estaban informando de unas enormes concentraciones de tropas soviéticas que podían suponer un auténtico peligro para la posición del sexto ejército. La opción sensata era la retirada.
Hitler no quería saber nada del asunto. A principios de octubre, Zeitzler y Jodl le oyeron insistir por primera vez, cuando rechazó categóricamente su advertencia del peligro de quedarse empantanados en un combate casa por casa con un elevado número de bajas, en que era necesario conquistar la ciudad no sólo por razones operativas, sino también «psicológicas»: para mostrar al mundo la constante potencia de las armas alemanas y para levantar la moral de los aliados del Eje. Hitler, que despreciaba más que nunca a los generales y asesores militares que carecían de la necesaria fuerza de voluntad, se negaba a escuchar cualquier propuesta de retirada de Stalingrado. El miedo a la humillación había sustituido a la lógica militar. Las declaraciones tan públicas en el Sportpalast y después a sus Gauleiter habían hecho que la toma de Stalingrado se convirtiera en una cuestión de prestigio. Y aunque aseguraba que el hecho de que la ciudad llevase el nombre de Stalin careciera de importancia, la retirada precisamente de esa ciudad agravaría claramente la pérdida de prestigio.
Entretanto, Hitler estaba comenzando a reconocer la creciente preocupación entre sus asesores militares sobre la concentración de fuerzas soviéticas en la ribera septentrional del Don, el sector más débil del frente, donde la Wehrmacht dependía de la resolución de los ejércitos de sus aliados, rumanos, húngaros e italianos.
Por aquel entonces, la situación también era crítica en África del norte. El octavo ejército de Montgomery había iniciado su gran ofensiva en El Alamein el 23 de octubre. Se había enviado rápidamente de vuelta a Rommel, de permiso por enfermedad, para que coordinara la defensa de las fuerzas del Eje y evitar un gran avance de los aliados. La confianza que tenía Hitler al principio en que Rommel mantuviera su posición se había desvanecido rápidamente. Sin combustible y municiones suficientes y frente a un enemigo muy superior numéricamente, Rommel fue incapaz de evitar que los carros de combate de Montgomery penetraran las líneas alemanas en la nueva y enorme ofensiva que había comenzado el 2 de noviembre. Al día siguiente, Hitler envió un telegrama de respuesta al deprimente informe de Rommel sobre la situación y las perspectivas de sus tropas. «En la situación en la que usted se encuentra —decía su mensaje a Rommel— no cabe más alternativa que mantener la posición, no ceder ni un ápice y emplear en la batalla todas las armas y soldados disponibles». Se haría todo lo posible para enviar refuerzos. «No sería la primera vez en la historia que la voluntad más fuerte triunfara sobre batallones enemigos más fuertes. Pero usted no puede mostrar a sus tropas más alternativa que la victoria o la muerte». Rommel no había esperado a la respuesta de Hitler y, anticipando su contenido, había ordenado la retirada algunas horas antes de recibirla. Algunos generales habían sido destituidos inmediatamente por esa clase de insubordinación durante la crisis de invierno, a principios de año. Lo que salvó entonces a Rommel de la misma ignominia fue el prestigio del que disfrutaba entre el pueblo alemán (tan sólo unas semanas antes había sido agasajado como un héroe militar).
El 7 de noviembre, cuando Hitler viajó a Múnich para pronunciar su tradicional discurso en el Löwenbräukeller ante los participantes en el putsch de 1923, las noticias procedentes del Mediterráneo habían empeorado considerablemente. En el viaje entre Berlín y Múnich, su tren especial se detuvo en una pequeña estación en el bosque de Turingia para transmitirle un mensaje del Ministerio de Asuntos Exteriores: la armada aliada reunida en Gibraltar, que durante días había dado pie a conjeturas sobre un posible desembarco en Libia, estaba desembarcando en Argel y Orán. Aquél sería el primer contingente de tropas de tierra estadounidenses que combatiera en la guerra en Europa.
Hitler dio órdenes enseguida para la defensa de Túnez. Pero el desembarco les había cogido por sorpresa tanto a él como a sus asesores militares. Además, Orán estaba fuera del alcance de los bombarderos alemanes, lo que provocó un nuevo estallido de ira ante la incompetencia que delataba la falta de planificación de la Luftwaffe. Más adelante, en Bamberg, subió al tren Ribbentrop. Le pidió a Hitler que le permitiera efectuar sondeos de paz con Stalin a través de la embajada soviética en Estocolmo, con una oferta de trascendentales concesiones en oriente. Hitler rechazó bruscamente la propuesta: no era conveniente negociar con el enemigo en un momento de debilidad. En el discurso que pronunció ante la «vieja guardia» del partido la noche del 8 de noviembre, Hitler descartó públicamente cualquier posibilidad de una paz negociada. Con respecto a sus anteriores «ofertas de paz» declaró: «A partir de este momento no habrá ninguna oferta de paz más».
Aquélla no era la atmósfera que Hitler habría elegido para un discurso importante. No sólo no tenía ninguna buena noticia que dar, además tenía que pronunciar el discurso en medio de una crisis militar. Pero en el caso de que los «viejos combatientes» del partido hubieran esperado alguna explicación de Hitler sobre la situación, habrían quedado defraudados. Todo lo que tenía que ofrecer eran los habituales ataques verbales contra los dirigentes aliados y los jactanciosos paralelismos con la situación interna antes de la «toma de poder». La base del mensaje consistía en la negativa a negociar, la voluntad de combatir, la determinación de vencer al enemigo, la ausencia de cualquier alternativa distinta al éxito absoluto y la certeza de la victoria final en una guerra por la misma existencia del pueblo alemán. A diferencia del káiser, que en la Primera Guerra Mundial había capitulado a «las doce menos cuarto», él se detenía, declaró, «en principio siempre a las doce y cinco». Y por cuarta y última vez aquel año, Hitler invocó su «profecía» sobre los judíos.
No fue uno de los mejores discursos de Hitler. Había sido un orador convincente cuando había sido capaz de tergiversar la realidad de una forma verosímil para su audiencia. Pero en aquella ocasión ignoró los hechos difíciles de aceptar o dándoles la vuelta. La distancia entre la retórica y la realidad se había hecho demasiado grande. Para la mayoría de alemanes, como ponían de manifiesto los informes del SD, los discursos de Hitler ya no podían tener más que un impacto meramente superficial. La noticia de un desembarco aliado en el norte de África suscitó un profundo pesimismo ante unas poderosas fuerzas unidas en contra de Alemania en una guerra cuyo final parecía estar más lejos que nunca. Aquello venía a sumarse al creciente desasosiego por Stalingrado. Las críticas al gobierno alemán por involucrar a la población en aquella guerra se hicieron más comunes (aunque la mayoría de las veces se expresaran con la necesaria cautela) y a menudo incluían de forma implícita a Hitler, a quien ya no se desvinculaba como antes de los aspectos negativos del régimen.
Pero el público principal al que Hitler había dirigido su discurso no eran, en principio, los millones de oyentes pegados a sus aparatos de radio, sino sus viejos seguidores del partido en la sala. Era fundamental reforzar aquella columna vertebral del poder personal de Hitler y de la voluntad de mantener unido el frente interno. Allí, entre su público, Hitler aún podía explotar gran parte del antiguo entusiasmo, entrega y fanatismo de los viejos tiempos. Sabía qué teclas tocar y la música era una melodía familiar. Pero todos los presentes debieron apreciar (y compartir hasta cierto punto) una sensación de autoengaño en la letra.
La verdadera preocupación de Hitler aquella noche era la reacción de los franceses a los acontecimientos del norte de África. Decidió convocar una reunión en Múnich con Laval y Mussolini. Por entonces llegó la noticia de que se estaba desmoronando la resistencia inicial en el África del norte francesa. Se había realizado el desembarco con éxito.
Cuando Ciano llegó a Múnich (Mussolini se sentía indispuesto y declinó la invitación) Hitler se había enterado de que el general Henri Giraud se había puesto al servicio de los aliados y había sido evacuado a escondidas de Francia y llevado al norte de África. Giraud era el comandante del séptimo ejército francés hasta la derrota de 1940 y estaba encarcelado desde entonces, ese mismo año había escapado y huido a la Francia no ocupada. El peligro radicaba en que ahora se convirtiera en un símbolo de la resistencia francesa en el norte de África y atrajera apoyos a los aliados. También había cada vez más sospechas, y pronto se demostraría que estaban justificadas, de que también el almirante Jean François Darlan, jefe de las fuerzas armadas francesas, se estaba preparando para cambiar de bando. Los estadounidenses se habían ganado a Darlan justo antes de los desembarcos de la «operación Antorcha» con la oferta de reconocerle como el jefe del gobierno francés. El inevitable conflicto con los británicos, partidarios del general Charles de Gaulle (el dirigente de la «Francia libre» exiliado en Londres), se eludiría cuando un joven monárquico francés asesinara a Darlan en vísperas de Navidad.
Hitler había insistido en la necesidad de estar preparados para ocupar el sur de Francia durante las conversaciones que mantuvo con Mussolini a finales de abril. Cuando Ciano se reunió con Hitler la noche del 9 de noviembre, éste ya había tomado su decisión. Lo que dijera Laval carecería de importancia, Hitler no iba a «modificar su punto de vista que ya era definitivo: la ocupación total de Francia, el desembarco en Córcega y una cabeza de puente en Túnez». Cuando llegó Laval, recibió un trato que rayaba en el desprecio. Hitler exigió puntos de desembarco en Túnez, Laval trató de extraer concesiones de Italia pero Hitler se negó a perder el tiempo con discusiones de aquel tipo.
Mientras Laval fumaba en la habitación contigua, Hitler dio la orden de ocupar el resto de Francia al día siguiente, 11 de noviembre, fecha del aniversario del armisticio de 1918. Laval sería informado al día siguiente. Hitler, en una carta al mariscal Pétain y en una proclama dirigida al pueblo francés, justificó la ocupación por la necesidad de defender la costa del sur de Francia y Córcega contra la invasión de los aliados desde su nueva base en el norte de África. Aquella mañana, las tropas alemanas ocuparon el sur de Francia sin encontrar resistencia militar, siguiendo los planes de la «operación Anton», elaborados en mayo.
Hitler pasó algunos días en el Berghof, donde desapareció parte de su máscara de entusiasmo. Below le vio profundamente preocupado por las operaciones angloestadounidenses. También le preocupaban los problemas de suministros en el Mediterráneo, que habían agravado los submarinos británicos. Ya no se fiaba de los italianos. Estaba convencido de que habían filtrado a los británicos información secreta sobre los movimientos de barcos de suministros alemanes. También le preocupaban las deficiencias de la Luftwaffe. Con respecto al frente oriental, albergaba la esperanza de que no hubiera «ninguna nueva sorpresa», pero temía una inminente ofensiva soviética a gran escala.
VII
El 19 de noviembre Zeitzler le comunicó a Hitler que había comenzado la ofensiva soviética. Al noroeste y el oeste de Stalingrado, las fuerzas soviéticas atravesaron inmediatamente la parte más débil del frente, a cargo del tercer ejército rumano. Se envió al cuadragésimo octavo cuerpo Panzer, del general Ferdinand Heim, pero no logró cerrar la brecha. Hitler se enfureció y destituyó a Heim. Más tarde ordenó que fuera condenado a muerte, una sentencia que no llegó a ejecutarse gracias a la intervención de Schmundt. Al día siguiente, el «frente de Stalingrado» del Ejército Rojo rompió las líneas de las divisiones del cuarto ejército rumano al sur de la ciudad y se encontró el 22 de noviembre con las fuerzas soviéticas que habían penetrado por el norte y el oeste. Con aquello, los 220.000 hombres del sexto ejército quedaron completamente rodeados.
Hitler había decidido regresar a la Guarida del Lobo aquella noche. Su viaje en tren de vuelta desde Berchtesgaden hasta Prusia Oriental duró más de veinte horas, debido a las repetidas y prolongadas paradas para hablar por teléfono con Zeitzler. El nuevo jefe del estado mayor insistió en que se concediera permiso al sexto ejército para abrirse camino luchando y salir de Stalingrado. Hitler no cedió ni un ápice. Ya el 21 de noviembre había enviado una orden a Paulus que decía: «El sexto ejército debe resistir pese al peligro de un cerco temporal». La noche del 22 de noviembre ordenó: «El ejército está temporalmente rodeado de fuerzas rusas. Conozco al sexto ejército y a su comandante en jefe y sé que actuarán con valor en esta difícil situación. El sexto ejército debe saber que estoy haciendo todo lo que puedo para ayudarlo y liberarlo». Hitler creía que se podía remediar la situación, que se podría organizar la ayuda que permitiera romper las líneas enemigas, pero no se podría hacer de un día para otro. Se elaboró a toda prisa un plan para desplegar el cuarto ejército Panzer del coronel general Hermann Hoth en el suroeste de Stalingrado y preparar un ataque para rescatar al sexto ejército, pero tendrían que pasar unos diez días antes de poder intentarlo. Hasta entonces, Paulus tenía que resistir mientras se enviaban los suministros a las tropas en un puente aéreo. Era una operación de gran envergadura y alto riesgo, pero Göring aseguró a Hitler que era factible. El jefe del estado mayor de la Luftwaffe, Hans Jeschonnek, no le contradijo. Sin embargo, Zeitzler se opuso rotundamente. Y dentro de la misma Luftwaffe, el coronel general Wolfram Freiherr von Richthofen, a quien Hitler solía estar dispuesto a escuchar, planteó serias dudas basándose tanto en el tiempo (con unas temperaturas que ya habían caído en picado, unas nieblas heladas y una lluvia glacial que ya estaban cubriendo de hielo las alas de los aviones) como en el número de aviones disponibles. Hitler eligió creer a Göring.
El 23 de noviembre, Hitler tomó la decisión de establecer un puente aéreo para los suministros del sexto ejército hasta que llegaran los refuerzos. Para entonces Paulus le había informado de que las reservas de alimentos y equipamientos eran peligrosamente escasas y sin duda insuficientes para mantener la defensa de la posición. Paulus pidió permiso para tratar de escapar del cerco. Weichs, comandante en jefe del Grupo de Ejércitos B, y el jefe del estado mayor Zeitzler, también respaldaron plenamente aquella idea como la única opción realista. De hecho Zeitzler, basándose evidentemente en un sorprendente malentendido, comunicó a Weichs a las dos de la madrugada del 24 de noviembre que había «convencido al Führer de que salir del cerco era la única posibilidad de salvar al ejército». Al cabo de cuatro horas, el estado mayor tuvo que transmitir exactamente la decisión contraria de Hitler: el sexto ejército tenía que mantenerse en su posición y recibiría los suministros por vía aérea hasta que pudieran llegar los refuerzos. Aquella orden selló el destino de casi un cuarto de millón de hombres.
Hitler no carecía totalmente de apoyo entre los militares para tomar aquella decisión. El mariscal de campo Von Manstein había llegado aquella mañana, la del 24 de noviembre, al cuartel general del Grupo de Ejércitos B para asumir el mando, tal y como había ordenado Hitler tres días antes, del recientemente creado Grupo de Ejércitos del Don (que incluía al cercado sexto ejército). El principal objetivo era reforzar el debilitado frente al sur y al oeste de Stalingrado y asegurar las líneas para el Grupo de Ejércitos A en el Cáucaso. También asumió el mando de la operación del general Hoth para auxiliar al sexto ejército. Pero a diferencia de Paulus, Weichs y Zeitzler, Manstein no estaba a favor de intentar romper el cerco antes de que llegaran los refuerzos y veía con optimismo las posibilidades de un puente aéreo. Manstein era uno de los generales en los que más confiaba Hitler. Su análisis no pudo menos que fortalecer el criterio del propio Hitler.
A mediados de diciembre, Manstein había cambiado de opinión radicalmente. Richthofen le había convencido de que era imposible mantener un puente aéreo adecuado en aquellas espantosas condiciones meteorológicas. Incluso si mejoraba el tiempo, los suministros aéreos no podrían continuar durante demasiado tiempo. Manstein insistió entonces en numerosas ocasiones en que se tomara la decisión de permitir al sexto ejército que tratara de salir del cerco. Pero para entonces, las posibilidades de romper el cerco se habían reducido enormemente. De hecho, cuando el intento de auxilio de Hoth se detuvo por los fuertes combates a unos cincuenta kilómetros de Stalingrado y algunos días más tarde se vio obligado finalmente a retroceder, esas posibilidades se vieron enseguida reducidas a cero. El 19 de diciembre, Hitler rechazó una vez más todas las peticiones de considerar una salida del cerco. En cualquier caso, la información militar indicaba entonces que el sexto ejército, enormemente debilitado y rodeado de poderosas fuerzas soviéticas, sólo sería capaz de avanzar un máximo de treinta kilómetros hacia el suroeste, no lo bastante lejos como para reunirse con el ejército Panzer de auxilio de Hoth. El 21 de diciembre, Manstein pidió a Zeitzler una decisión definitiva sobre si el sexto ejército debía intentar salir del cerco y avanzar todo lo que pudiera para tratar de encontrarse con el quincuagésimo séptimo cuerpo acorazado o si el comandante en jefe de la Luftwaffe podía garantizar los suministros aéreos durante un periodo de tiempo prolongado. Zeitzler le respondió con un cable que decía que Göring estaba seguro de que la Luftwaffe podía enviar los suministros al sexto ejército, aunque para entonces Jeschonnek opinaba de otra manera. Hitler autorizó que el mando del sexto ejército averiguase la distancia que podría llegar a avanzar en dirección sur si se podían mantener los otros frentes. La respuesta fue que había combustible para veinte kilómetros y que no podría mantener su posición durante mucho tiempo. El ejército de Hoth todavía se hallaba a cincuenta y cuatro kilómetros de distancia. Todavía no se tomó ninguna decisión. «Es como si el Führer ya no fuera capaz [de tomar una decisión]», escribió el cronista de guerra del OKW, Helmuth Greiner.
El propio mando del sexto ejército calificó la táctica de una salida en masa del cerco sin ayuda del exterior (la «operación Trueno») como una «solución catastrófica» (Katastrophenlösung). Hitler descartó la idea aquella noche: Paulus sólo disponía de combustible para una distancia corta, no había ninguna posibilidad de romper el cerco. Dos días después, el 23 de diciembre, Manstein tuvo que retirar algunas unidades del cuarto ejército Panzer de Hoth para defender el deteriorado flanco izquierdo de su grupo de ejércitos. Al hacerlo, Hoth tuvo que replegar sus debilitadas tropas. El intento de romper el cerco de Stalingrado había fracasado. El sexto ejército estaba condenado.
Paulus continuó pidiendo permiso para salir del cerco, pero en Nochebuena Manstein ya había renunciado a tratar de convencer a Hitler de que aprobara lo que para entonces sólo se podía considerar una maniobra totalmente desesperada y sin ninguna esperanza de éxito. Ahora la prioridad principal era mantener el flanco izquierdo para evitar una catástrofe aún mayor. Eso era esencial para permitir la retirada del Grupo de Ejércitos A del Cáucaso. Zeitzler trató de convencer a Hitler de lo urgente que era esa retirada la noche del 27 de diciembre. Hitler accedió de mala gana pero después cambió de opinión. Era demasiado tarde, Zeitzler ya había comunicado por teléfono la aprobación inicial de Hitler. La retirada del Cáucaso estaba en marcha. Stalingrado se había convertido en una prioridad secundaria.
Aunque a Hitler le preocupaba el frente oriental y sobre todo la ya inevitable catástrofe de Stalingrado, no se podía permitir desatender lo que estaba ocurriendo en el norte de África. Y cada vez recelaba más de la determinación de sus aliados italianos.
Montgomery había obligado al Afrika Korps de Rommel a batirse precipitadamente en retirada y expulsaría totalmente de Libia a los ejércitos italiano y alemán a lo largo de enero de 1943. Influido por Göring, Hitler estaba entonces convencido de que Rommel se había amilanado. Pero al menos los 50.000 soldados alemanes y 18.000 italianos enviados urgentemente a Túnez en noviembre y diciembre frenaron enormemente a los aliados y evitaron que consiguieran dominar rápidamente el norte de África, lo que eliminó la posibilidad de una ofensiva prematura en el propio continente europeo. Aun así, Hitler sabía que los italianos estaban flaqueando. La visita que había hecho Göring a Roma a finales de noviembre lo había confirmado. Se estaba poniendo seriamente en duda su compromiso con la guerra. Cuando Ciano y el mariscal conde Ugo Cavalero, el jefe de las fuerzas armadas italianas, llegaron a la Guarida del Lobo el 18 de diciembre para mantener conversaciones durante tres días, acababa de producirse la catastrófica derrota del octavo ejército italiano, al que había arrollado durante dos días la ofensiva soviética en el curso medio del Don. Cuando Ciano presentó la propuesta de Mussolini de que Alemania llegara a un acuerdo con la Unión Soviética para concentrar los máximos esfuerzos en la defensa frente a las potencias occidentales, Hitler se mostró displicente. Si hiciera eso, respondió, se vería obligado en poco tiempo a combatir de nuevo a una Unión Soviética que volvería con fuerzas renovadas. Los invitados italianos contestaron con evasivas a las peticiones de Hitler de ignorar toda consideración a la población civil a cambio de enviar suministros al norte de África.
Para la población alemana, y muy especialmente para las numerosas familias con seres queridos en el sexto ejército, las Navidades de 1942 fueron unas fiestas deprimentes. La triunfalista propaganda de septiembre y octubre, que daba a entender que la victoria en Stalingrado estaba a la vuelta de la esquina, había dado paso a poco más que un inquietante silencio durante las semanas posteriores a la contraofensiva soviética. Se difundieron rápidamente los rumores sobre el cerco del sexto ejército (transmitidos a través de las cartas de los soldados que estaban allí atrapados). Pronto resultó evidente que aquellos rumores no hacían más que reproducir la verdad.
El edecán de Hitler de la Luftwaffe, Nicolaus von Below, recibió una serie de cartas de oficiales de alto rango del sexto ejército en las que describían su desesperada situación con todo lujo de detalles. Se las mostró a Hitler y le leyó algunos pasajes clave. Hitler escuchó sin hacer ningún comentario, excepto uno en el que dijo de forma inescrutable que «el destino del sexto ejército nos ha dejado a todos nosotros un profundo deber en la lucha por la libertad de nuestro pueblo». Nadie sabía qué pensaba realmente.
Después de que Paulus rechazara una propuesta soviética de rendición, el 10 de enero dio comienzo el ataque soviético final para destruir al sexto ejército. Hitler ni siquiera atendió a un emisario enviado a la «Guarida el Lobo» para pedirle que concediera libertad de acción a Paulus para poner fin a la carnicería. El 15 de enero encargó al mariscal de campo Erhard Milch, jefe de armamento de la Luftwaffe y de la organización de todos sus transportes, que proporcionase por vía aérea 300 toneladas de suministros diarios al ejército asediado. Era pura fantasía, aunque basada en parte en la información errónea sobre la que se había quejado Zeitzler en más de una ocasión. La nieve y el hielo en las pistas de aterrizaje y las temperaturas subárticas a menudo impedían los despegues y aterrizajes. En todo caso, el 22 de enero se perdió la última pista de aterrizaje en las afueras de Stalingrado. Ya sólo quedaba la posibilidad de dejar caer los suministros desde el aire. Las tropas que quedaban, congeladas, medio muertas de hambre y bajo un constante y fuerte fuego enemigo, a menudo eran incapaces de recogerlos.
Para entonces ya se estaba preparando a la población alemana para lo peor. Tras un largo periodo de silencio, el informe de la Wehrmacht del 16 de enero había hablado, en unos términos que no auguraban nada bueno, acerca de «una lucha defensiva heroica y valiente contra el enemigo atacando por todos los lados». Se dieron instrucciones a la prensa de que hablara sobre «el enorme y conmovedor sacrificio que las tropas cercadas en Stalingrado están ofreciendo a la nación alemana».
El 22 de enero Hitler describió a Goebbels sin rodeos la desesperada situación del sexto ejército. Prácticamente no quedaba ninguna esperanza de rescatar a las tropas. Era un «drama heroico de la historia alemana». Mientras hablaban llegaron noticias que indicaban que la situación se estaba deteriorando rápidamente. Goebbels dijo que Hitler estaba «profundamente afectado». Pero no consideraba que se le pudiese atribuir ninguna culpa. Se quejó amargamente de la Luftwaffe, que no había mantenido sus promesas sobre los niveles de los suministros. Schmundt le dijo a Goebbels a solas que esos niveles eran irreales. El personal de Göring le había proporcionado la optimista descripción de la situación que suponía que quería y él se la había transmitido al Führer. Se trataba de un problema que afectaba a toda la dictadura, incluido el propio Hitler. Sólo eran aceptables los mensajes positivos. El pesimismo (lo que normalmente significaba realismo) era un síntoma de fracaso. Las distorsiones de la verdad eran endémicas en el sistema de comunicaciones del Tercer Reich a todos los niveles, sobre todo en los escalafones más altos del régimen.
Hitler expresó un desprecio absoluto por la incapacidad de los aliados de Alemania para defender la línea del frente ante el contraataque soviético que era aún más fuerte que la decepción que sentía ante su propia Luftwaffe. Los rumanos eran malos, los italianos peores y los peores de todos eran los húngaros. Aquella catástrofe no habría ocurrido si todo el frente oriental hubiera estado controlado por unidades alemanes, como él había querido. Las unidades de panaderos y mozos de cuerda alemanes, dijo furioso, se habían portado mejor que las divisiones de elite italianas, rumanas y húngaras. Pero no pensaba que los socios del eje estuvieran preparados para abandonar. A Italia «le gustaría salir del redil» pero eso no iba a suceder mientras Mussolini estuviera al mando. El Duce era lo bastante listo para saber que eso supondría el final del fascismo y de él mismo. Rumanía era vital para Alemania debido a su petróleo, dijo Hitler. Les había dejado claro a los rumanos qué era lo que les esperaba si trataban de hacer cualquier estupidez.
Hitler todavía albergaba la esperanza (al menos eso es lo que le dijo a Goebbels) de que algunas partes del sexto ejército pudieran resistir hasta que pudieran ser auxiliadas. En realidad, él sabía mejor que nadie que no existía la menor posibilidad. El sexto ejército estaba llegando a su fin. El 22 de enero, el mismo día que Goebbels mantuvo sus conversaciones con Hitler en el cuartel general del Führer, Paulus había pedido permiso para rendirse. Hitler se lo denegó. Después rechazó una petición similar de Manstein para que permitiera que el sexto ejército se rindiera. Era una cuestión de honor, declaró, no podía pensarse siquiera en la capitulación. Por la noche telegrafió al sexto ejército para decir que había hecho una contribución histórica en la lucha más grande de la historia alemana. El ejército debía mantenerse firme «hasta el último soldado y la última bala».
El sexto ejército comenzó a descomponerse el 23 de enero. Se dividió en dos cuando se encontraron las tropas soviéticas que habían penetrado desde el sur y desde el oeste. La división del sexto ejército se hizo total el 26 de enero. Una de las partes izó la bandera blanca el día 29. Aquel mismo día, Paulus envió a Hitler un telegrama de felicitación por el décimo aniversario de su toma de poder, que tendría lugar el día 30.
Las «celebraciones» en Alemania por el aniversario del día del triunfo de Hitler en enero de 1933 fueron discretas. Se prohibieron las decoraciones con banderitas. Hitler no pronunció su habitual discurso, se quedó en su cuartel general y Goebbels se ocupó de leer su proclama. Sólo una frase hablaba de Stalingrado: «La heroica lucha de nuestros soldados en el Volga debería ser una advertencia para que todo el mundo haga el mayor esfuerzo en la lucha por la libertad de Alemania y el futuro de nuestro pueblo y, por tanto, en un sentido más general, para el mantenimiento de todo nuestro continente». Mientras tanto, el final se estaba aproximando en Stalingrado. Los que quedaban del sexto ejército efectuaron sondeos a los soviéticos aquella misma noche, el 30 de enero de 1943, para proponerles una rendición. El día siguiente se celebraron las negociaciones. Aquel mismo día se anunció el ascenso de Paulus al rango de mariscal de campo. Se esperaba que terminase la lucha con una muerte heroica. Se rindió por la noche. Dos días después, el 2 de febrero, se rindió también el sector norte de las tropas cercadas. La batalla de Stalingrado había terminado. Habían caído en el campo de batalla unos 100.000 hombres pertenecientes a veintiuna divisiones alemanas y dos rumanas. Otros 113.000 soldados alemanes y rumanos fueron hechos prisioneros. Sólo unos pocos miles sobrevivirían a su cautiverio.
VIII
Hitler no hizo mención alguna de la tragedia humana cuando se reunió con sus dirigentes militares en la conferencia de mediodía del 1 de febrero. Lo que le preocupaba era la pérdida de prestigio causada por la rendición de Paulus. Le resultaba tan imposible comprenderla como perdonarla. «He aquí a un hombre que puede quedarse mirando mientras cincuenta o sesenta mil de sus soldados mueren y se defienden con valor hasta el final. ¿Cómo puede entregarse a los bolcheviques?», preguntó casi enmudecido de rabia ante lo que consideraba una traición. No podía sentir ningún respeto por un oficial que prefería el cautiverio a pegarse un tiro. «Con lo fácil que es hacer algo así. La pistola […] es algo sencillo. ¿Qué clase de cobardía se requiere para no atreverse a hacer eso?». «Nadie más va a ser nombrado mariscal de campo en esta guerra», declaró (aunque no mantendría su palabra). Estaba convencido (y resultó ser una suposición acertada) de que, en manos de los soviéticos, Paulus y los demás generales apresados no tardarían en colaborar en la propaganda antialemana. Inspirándose en las historias de terror sobre torturas en las prisiones rusas que habían circulado en la prensa völkisch desde principios de los años veinte, dijo: «Les encerrarán en un sótano lleno de ratas y a los dos días los habrán debilitado tanto que hablarán inmediatamente. […] Ahora los llevarán a la Lubyanka y allí serán devorados por las ratas. ¿Cómo puede ser nadie tan cobarde? No lo comprendo. Tanta gente tiene que morir. Entonces un hombre como ése va y mancilla en el último minuto el heroísmo de tantos otros. Podría liberarse a sí mismo de toda la desgracia y entrar en la eternidad, en la inmortalidad nacional, y prefiere ir a Moscú. ¿Cómo se puede plantear siquiera la elección? Es una locura».
Para el pueblo alemán, la oportunidad que había perdido Paulus de obtener la inmortalidad no era precisamente el asunto más primordial. Cuando el 3 de febrero los alemanes oyeron la tan temida declaración (falsa de principio a fin) de que los oficiales y soldados del sexto ejército habían combatido hasta disparar su última bala y habían «muerto para que Alemania pueda vivir», pensaron en la tragedia humana y la magnitud del desastre militar. El «sacrificio heroico» no era ningún consuelo para los familiares y amigos afligidos.
El SD informó de que toda la nación estaba «profundamente afectada» por el destino del sexto ejército. Había una gran pesadumbre y una rabia generalizada por el hecho de que no se hubiese evacuado Stalingrado o auxiliado a las tropas cuando aún había tiempo para hacerlo. La gente preguntaba cómo había sido posible que se transmitieran unas informaciones tan optimistas tan poco tiempo antes y criticaba, como el invierno anterior, que se hubiera infravalorado a las fuerzas soviéticas. Muchos pensaban ya que no se podría ganar la guerra y pensaban angustiados en las consecuencias que acarrearía la derrota.
Hasta Stalingrado, Hitler había eludido en gran medida cualquier crítica dirigida al régimen. Eso cambió entonces claramente. Su responsabilidad en el desastre era evidente. La gente había esperado que Hitler ofreciera una explicación en su discurso del 30 de enero. Su obvia reticencia a hablar a la nación no hizo más que aumentar las críticas. Los opositores al régimen se sintieron alentados. Las pintadas en las calles atacando a Hitler, «el asesino de Stalingrado», eran una señal de que la resistencia clandestina no había desaparecido. Horrorizados ante lo que había ocurrido, varios oficiales del ejército y funcionarios de alto rango recuperaron planes conspirativos que habían quedado casi totalmente inactivos desde 1938 y 1939.
En Múnich, un grupo de estudiantes, además de uno de sus profesores, cuyo idealismo y creciente repulsa a la criminal inhumanidad del régimen les había llevado el año anterior a fundar la organización opositora «Rosa Blanca», criticó entonces públicamente a Hitler. Los estudiantes de Medicina Alexander Schmorell y Hans Scholl habían puesto en marcha el grupo y pronto se les habían unido Christoph Probst, Sophie Scholl (la hermana de Hans), Willi Graf y Kurt Huber, profesor de Filosofía en la Universidad de Múnich, cuya actitud crítica con el régimen en lecciones y debates les había influido. Todos los estudiantes pertenecían a familias conservadoras de clase media. Todos ellos actuaban motivados por sus creencias cristianas e idealismo humanista. Los horrores del frente oriental, que durante un breve periodo de tiempo experimentaron en persona cuando Graf, Schmorell y Hans Scholl fueron llamados a filas, convirtieron el elevado idealismo en un mensaje político explícito. «¡Condiscípulos! —decía su manifiesto final, redactado por el profesor Huber y distribuido en la Universidad de Múnich el 18 de febrero—. La nación está profundamente afectada por la destrucción de los hombres de Stalingrado. La genial estrategia del cabo de la [Primera] Guerra Mundial ha arrastrado a trescientos treinta mil hombres alemanes a la muerte y a la perdición de una forma absurda e irresponsable. ¡Führer, te damos las gracias!».
Fue un gesto desafiante lleno de coraje, pero era suicida. Un bedel de la universidad (a quien después aplaudieron los estudiantes partidarios de los nazis por su acción) denunció a Hans y a Sophie Scholl y enseguida les detuvo la Gestapo. Christoph Probst fue arrestado poco después. Su juicio ante el «Tribunal del pueblo», presidido por Roland Freisler, se celebró cuatro días después. Su veredicto, la pena de muerte, fue un desenlace decidido de antemano. Los tres fueron guillotinados la misma tarde en que se pronunció la sentencia. Willi Graf, Kurt Huber y Alexander Schmorell tuvieron la misma suerte algunos meses más tarde. Otros estudiantes próximos al movimiento fueron sentenciados a largas condenas en la cárcel.
El régimen había recibido un duro golpe, pero no se encontraba al borde del colapso. Respondería sin ningún escrúpulo y con una crueldad total al menor indicio de oposición. El nivel de brutalidad empleada con su propia población estaba a punto de aumentar drásticamente a medida que crecían los problemas en el exterior.
Si Hitler sentía algún remordimiento personal por lo ocurrido en Stalingrado o alguna compasión humana por los muertos en el sexto ejército o sus familiares, no lo dejó traslucir. Quienes estaban más cerca de él podían apreciar claros síntomas de agotamiento nervioso. Dio a entender en privado que le preocupaba que su salud no soportara la presión. Sus secretarias tenían que aguantar monólogos nocturnos aún más largos cuando su insomnio se hizo crónico. Los temas eran los mismos de siempre: su juventud en Viena, la «época de la lucha», la historia de la humanidad, la naturaleza del universo. No había nada que aliviase el aburrimiento de sus secretarias, que para entonces se sabían casi de memoria sus peroratas nocturnas sobre todos los temas. Incluso se habían acabado las esporádicas audiciones de discos para combatir el tedio. Hitler ya no quería escuchar música, como le había dicho a Goebbels algunas semanas antes. Hablar era como una droga para él. Dos años después le diría a uno de sus médicos que necesitaba hablar (sobre casi cualquier tema que no estuviera relacionado con los asuntos militares) para evitar las noches de insomnio en las que no dejaba de cavilar sobre las disposiciones de las tropas y de visualizar mentalmente el lugar en el que se encontraba cada división en Stalingrado. Como suponía Below, las malas noticias procedentes del frente norteafricano, además de las del frente oriental, debieron suscitar en él serias dudas, en la intimidad de su cuarto privado del búnker del cuartel general, sobre si aún sería posible ganar la guerra. Pero de cara al exterior, incluso rodeado de su séquito en la Guarida del Lobo, tenía que mantener la apariencia de invencibilidad. No podía permitir que se viera ninguna fisura. Hitler continuaba siéndole fiel a su credo de voluntad y fuerza. Según su forma de pensar, cualquier señal de debilidad suponía un obsequio para los enemigos y los subversivos. Cualquier grieta de desmoralización crecería entonces rápidamente hasta convertirse en un abismo. Por lo tanto, no se debía permitir en ningún caso que los dirigentes militares y, sobre todo, los del partido percibieran el menor atisbo de que su resolución estaba vacilando.
No hubo ningún indicio de desmoralización, abatimiento o incertidumbre cuando habló a los Reichsleiter y Gauleiter durante casi dos horas en su cuartel general el 7 de febrero. Al principio de su discurso les dijo que creía en la victoria más que nunca. Después describió lo que Goebbels denominó «la catástrofe en el frente oriental». Hitler buscó a los culpables de lo ocurrido lejos del país. Aunque dijo que, como era natural, asumía la responsabilidad total por lo ocurrido durante el invierno, no dejó ninguna duda sobre dónde recaía la verdadera culpa. Desde el principio de su carrera política (de hecho, desde sus primeros comentarios sobre política que se conocen) había mirado a su alrededor en busca de chivos expiatorios. Aquella costumbre estaba demasiado arraigada en su mente como para no recurrir a ella en un momento en el que, por primera vez, había que explicar un grave desastre nacional. Cuando habló a la cúpula del partido, como en su conversación privada con Goebbels unas dos semanas antes, volvió a atribuir una vez más la culpa del desastre de Stalingrado al «rotundo fracaso» de los aliados de Alemania (los rumanos, italianos y húngaros) cuya capacidad de combate merecía su «absoluto desprecio».
No sólo la búsqueda de chivos expiatorios, también la susceptibilidad ante la traición y la deslealtad estaba arraigada en la mentalidad de Hitler. Otro aspecto de su explicación del desastre en Stalingrado era la perspectiva de una traición francesa inminente, que le había obligado a mantener en occidente varias divisiones, sobre todo de las SS, cuando se las necesitaba desesperadamente en oriente. Pero Hitler tenía la capacidad extraordinaria, como escribió su edecán de la Luftwaffe, Below, de convertir lo negativo en positivo y convencer a su audiencia de ello. Un desembarco aliado en Francia hubiera sido mucho más peligroso, aseguró, que el que había ocurrido en el norte de África y había frenado la ocupación de Túnez. También encontraba motivos para el optimismo en el éxito de los submarinos y en el programa de armamentos de Speer, que había hecho posible una mejor defensa antiaérea contra los bombardeos y la producción a gran escala del carro de combate Tiger para el verano.
Hitler dedicó gran parte del resto de su discurso a la «psicología» de la guerra. La crisis era más psicológica que material, declaró, y por lo tanto había que superarla por «medios psicológicos». La tarea del partido era conseguirlo. Los Gauleiter debían recordar la «época de la lucha». Era necesario tomar medidas radicales. Era el momento de la austeridad, el sacrificio y el final de todos los privilegios para ciertos sectores de la sociedad. Recordó los reveses y la victoria final de Federico el Grande (la comparación implícita con el propio mando de Hitler era evidente). Los reveses a los que se enfrentaban en aquel momento, de los que sólo eran culpables los aliados de Alemania, tenían incluso sus propias ventajas psicológicas. La propaganda y la agitación del partido podrían hacer que la población tomara conciencia de que sólo le quedaban dos alternativas extremas: convertirse en los amos de Europa o sufrir «una liquidación y exterminio totales».
Hitler señaló una ventaja que, según él, poseían los aliados: a ellos les ayudaba la judería internacional. La consecuencia, dijo Hitler según Goebbels, era «que tenemos que eliminar a la judería no sólo del territorio del Reich, sino de toda Europa».
Hitler descartó categóricamente, como siempre había hecho, cualquier posibilidad de capitulación. Declaró que el hundimiento del Reich alemán era impensable. Pero sus comentarios posteriores delataban que estaba pensando precisamente en eso. Un derrumbamiento como ése «supondría el final de su vida», declaró. Era evidente quién sería el chivo expiatorio si eso ocurría: el mismo pueblo alemán. «Un hundimiento así sólo podría estar causado por la debilidad del pueblo —dijo, según Goebbels—. Pero si el pueblo alemán resultaba ser débil, no merecería otra cosa que ser destruido por un pueblo más fuerte, en ese caso no cabría sentir compasión alguna por él». Ese sentimiento estaría con él hasta el final.
Hitler podía hablar de aquella manera a los dirigentes del partido, que constituían la columna vertebral de su apoyo. Esa retórica podía levantar el ánimo de los Gauleiter. Al fin y al cabo eran fanáticos, como lo era el propio Hitler. Formaban parte de su «comunidad juramentada». La atribución al partido de la responsabilidad de radicalizar el «frente interno» era música para sus oídos. En cualquier caso, independientemente de las dudas que albergasen personalmente (si es que albergaban alguna), no tenían más elección que mantenerse fieles a Hitler. Habían quemado sus naves con él. Él era el único garante de su poder.
Fue más difícil aplacar al pueblo alemán que a los virreyes más cercanos a Hitler. Cuando habló en Berlín a la nación por primera vez desde la batalla de Stalingrado, con ocasión (que precisamente aquel año no podía soslayar de ninguna manera) del «Día de los Héroes» del 21 de marzo de 1943, su discurso suscitó más críticas que cualquiera de los discursos que había pronunciado desde que era canciller.
Fue una de las alocuciones más breves de Hitler. Quizá la preocupación por un posible bombardeo aéreo hiciera que lo leyera a toda prisa de la manera tan monótona y tediosa en que lo hizo. El consabido ataque al bolchevismo y a los judíos como la fuerza motriz de la «guerra despiadada» podía suscitar poco entusiasmo. La decepción fue enorme. Volvieron a reavivarse los rumores sobre la mala salud de Hitler, junto a otros que decían que en realidad había hablado un doble mientras el auténtico Führer estaba encerrado bajo arresto domiciliario en el Obersalzberg tras haber sufrido un colapso mental después de Stalingrado. Resultaba extraño el hecho de que Hitler no mencionara Stalingrado directamente en ningún momento durante una ceremonia dedicada a la memoria de los caídos y en un momento en el que el trauma no había remitido. Y la cifra de 542.000 alemanes muertos en la guerra, que mencionó de pasada al final del discurso, se consideró demasiado baja y fue recibida con total incredulidad.
Hitler, como reconocía un creciente número de ciudadanos corrientes, había cerrado todos los caminos que podían haber conducido a una paz negociada. Las primeras victorias se empezaban a ver con otros ojos. El final no estaba a la vista, pero a cada vez más ciudadanos corrientes les parecía evidente que Hitler les había arrastrado a una guerra que sólo podía acabar con la devastación, la derrota y el desastre. Todavía quedaba mucha guerra por delante, pero cada vez quedaría más claro lo que había revelado Stalingrado: para la inmensa mayoría de los alemanes había llegado a su fin el idilio con Hitler. Sólo quedaba el amargo proceso de divorcio.