8
UN GRAN AVANCE
I
Los dirigentes nazis no reconocieron de inmediato la importancia del crac de la Bolsa estadounidense de octubre de 1929. El Völkischer Beobachter ni siquiera mencionó el «viernes negro» de Wall Street. Sin embargo, su onda expansiva pronto retumbaría en Alemania. Su dependencia de los préstamos estadounidenses a corto plazo hizo inevitable que el impacto fuera extraordinariamente grave. La producción industrial, los precios y los salarios iniciaron una caída en picado que alcanzaría su desastroso punto más bajo en 1932. La crisis agrícola que ya había estado provocando la radicalización de los campesinos alemanes en 1928 y 1929 se agravó drásticamente. En enero de 1930, las bolsas de trabajo contabilizaron 3.218.000 desempleados, aproximadamente un 14 por ciento de la población en «edad laboral». Se ha calculado que la cifra real, si contabiliza a los que trabajaban jornadas reducidas, superaba los cuatro millones y medio.
Las protestas de la gente corriente que opinaba que la democracia les había fallado y que había que eliminar «el sistema» se volvieron más estridentes tanto en la izquierda como en la derecha. El avance de los nazis en las elecciones regionales reflejaba la creciente radicalización del electorado. El plebiscito del Plan Young había proporcionado al partido la publicidad que tanto necesitaba en la prensa de Hugenberg, que contaba con muchos lectores. Hitler dijo que su valor radicaba en que había brindado «la oportunidad para una oleada propagandística como no se había visto nunca antes en Alemania». Había permitido al NSDAP presentarse como la voz más radical de la derecha, un movimiento de protesta por excelencia que nunca se había visto mancillado por participar en el gobierno de Weimar. En las elecciones estatales de Baden celebradas el 27 de octubre de 1929, el NSDAP obtuvo el 7 por ciento de los votos y en las elecciones municipales celebradas en Lübeck unos quince días más tarde, el porcentaje fue del 8,1 por ciento. Incluso en las elecciones municipales de Berlín, celebradas el 17 de noviembre, el partido casi multiplicó por cuatro los votos obtenidos en 1928, aunque un 5,8 por ciento siguiera siendo marginal en comparación con el 50 por ciento que obtuvieron los dos partidos de la izquierda. Y lo más significativo de todo es que en las elecciones estatales de Turingia celebradas el 8 de diciembre, el NSDAP triplicó los votos de 1928 y superó por primera vez la barrera del 10 por ciento, con el 11,3 por ciento de los 90.000 votos emitidos. ¿Debía aprovechar el Partido Nazi la situación y acceder a formar parte por primera vez del gobierno aunque corriera el riesgo de volverse impopular por participar en un sistema cada vez más desprestigiado? Hitler decidió que el NSDAP tenía que entrar en el gobierno. Dijo que, de haberse negado, se habrían convocado nuevas elecciones y el NSDAP quizá hubiera perdido el apoyo de los votantes. Lo que sucedió nos da una idea de la forma en que se concebía por entonces la «toma del poder» en el Reich.
Hitler exigió los dos cargos, a su juicio, más importantes del gobierno de Turingia: el Ministerio del Interior, a cargo de la administración pública y la policía, y el Ministerio de Educación, que supervisaba la cultura, así como la política escolar y universitaria. «Quien controle esos ministerios y explote de forma implacable y constante su poder en ellos, puede conseguir cosas extraordinarias», escribió Hitler. Cuando rechazaron al candidato que propuso para ambos ministerios, Wilhelm Frick (el Partido Popular Alemán, DVP, alegó que no podía colaborar con un hombre al que habían declarado culpable de alta traición por su participación en el putsch de la cervecería), el propio Hitler fue a Weimar e impuso un ultimátum. Si no aceptaban a Frick en un plazo de tres días, el NSDAP exigiría que se convocaran nuevas elecciones. Los industriales de la región, a instancias de Hitler, ejercieron una fuerte presión sobre el DVP (el partido de los grandes negocios) y las exigencias de Hitler finalmente fueron aceptadas. A Frick le fue encomendada la tarea de purgar la administración pública, la policía y el profesorado de tendencias revolucionarias, marxistas y democráticas, y adaptar la educación a las ideas nacionalsocialistas.
El primer experimento nazi de gobierno no tuvo ningún éxito. Los intentos de Frick de reestructurar la política educativa y cultural a partir del racismo ideológico no fueron bien acogidos y el Ministerio del Interior bloqueó las medidas destinadas a nazificar la policía y la administración pública. Al cabo de sólo un año, Frick fue destituido tras una moción de censura que contó con el apoyo de los socios de coalición del NSDAP. La estrategia (que tan fatídica resultaría en 1933) de incluir a nazis en el gobierno previendo que demostraran su incompetencia y perdieran apoyos no era en absoluto absurda, si se tiene en cuenta el experimento de Turingia.
Hitler señalaba, en una carta del 2 de febrero de 1930 a un seguidor del partido en el extranjero en la que describía los acontecimientos que condujeron a la participación en el gobierno de Turingia, los rápidos progresos que estaba haciendo el partido en la obtención de apoyo. Cuando la escribió, el número oficial de afiliados al partido era de 200.000 (aunque la cifra real era algo más baja). Los nazis estaban empezando a hacerse notar en lugares donde antes apenas se les conocía.
Desde la campaña contra el Plan Young del otoño anterior, en oposición al plan de pago de reparaciones a largo plazo, el NSDAP había celebrado hasta cien mítines propagandísticos diarios. El punto culminante se alcanzaría durante la campaña electoral al Reichstag más adelante, aquel mismo verano. Muchos de los oradores eran buenos, habían sido seleccionados cuidadosamente, estaban bien preparados y aunque estaban sometidos a un control central, eran tan capaces de entender y explotar asuntos locales como de transmitir el mensaje básico e inmutable de la agitación nazi. Los nacionalsocialistas aparecían cada vez más en las primeras planas de los periódicos. Empezaron a introducirse en la red de clubes y asociaciones que constituían la estructura social de tantas comunidades provinciales. Allí donde captaban a los dirigentes locales que gozaban de respetabilidad e influencia, solían sumarse rápidamente más conversos. A medida que se agravaba la crisis, otros partidos no marxistas parecían cada vez más débiles, ineficaces y desprestigiados o sólo se relacionaban, como el Zentrum (el partido católico), con un sector determinado de la población. Su desorganización no hacía sino reforzar el atractivo de un partido grande, en continua expansión, dinámico y nacional, al que cada vez más se consideraba la mejor opción para combatir a la izquierda y el único capaz de representar los intereses de todos los sectores de la sociedad en una «comunidad nacional» unida. Y a medida que aumentaba el número de personas que se afiliaban al partido, que pagaban las entradas para asistir al creciente número de mítines nazis o que desembolsaban su dinero en las colectas, también aumentaban los fondos que permitían ampliar aún más la actividad propagandística. El incansable activismo ya estaba dando muestras de ser un éxito incluso en los primeros meses de 1930. El extraordinario avance en las elecciones al Reichstag de septiembre no surgió de la nada.
Pese al agravamiento de la depresión y a todas las perspectivas de mejorar los resultados electorales de los nacionalsocialistas, el camino hacia el poder seguía bloqueado. Y sólo se despejaría si los gobernantes del país cometían errores garrafales. Únicamente la descarada indiferencia de las elites de poder alemanas por la salvaguardia de la democracia (en realidad, la esperanza de poder utilizar la crisis económica como un medio para acabar con la democracia y sustituirla por una forma de autoritarismo) podía provocar semejantes errores. Esto fue justamente lo que sucedió en marzo de 1930.
La caída del canciller socialdemócrata Hermann Müller y su sustitución por Heinrich Brüning, del Zentrum, fue el primer paso innecesario en el suicida camino de la República de Weimar. Sin la autodestructividad del Estado democrático, sin el deseo de debilitar la democracia de quienes deberían defenderla, Hitler ni siquiera hubiera podido acercarse al poder, por mucho talento que tuviera como agitador.
El gobierno de Müller se acabaría yendo al traste el 27 de marzo de 1930 por la cuestión de si se debían incrementar las aportaciones de los empresarios al seguro de desempleo, a partir del 30 de junio de 1930, del 3,5 al 4 por ciento del salario bruto. Esa cuestión había polarizado a los socios mal avenidos de la coalición, el SPD y el DVP, desde el otoño anterior. Si hubiera existido la voluntad para ello, habrían alcanzado un acuerdo. Pero a finales de 1929, con el trasfondo de las crecientes dificultades económicas de la República, el DVP había emprendido un acusado giro a la derecha junto a los demás partidos «burgueses». Al no encontrar una salida para la crisis de gobierno, el canciller presentó su dimisión el 27 de marzo. Este hecho supuso el principio del fin de la República de Weimar.
En realidad, la caída de Müller había sido planeada con mucha antelación. En diciembre, Heinrich Brüning, jefe del grupo parlamentario del Zentrum, se enteró de que Hindenburg estaba dispuesto a destituir a Müller en cuanto el Plan Young fuera aprobado. El propio Brüning fue el elegido para ocupar el cargo de canciller, respaldado, en caso de ser necesario, por los poderes que otorgaba al presidente el artículo 48 de la Constitución de Weimar (que le permitía promulgar decretos de emergencia para eludir la necesidad de que legislara el Reichstag). El presidente del Reich no quería dejar escapar la oportunidad de formar un «gobierno antiparlamentario y antimarxista» y temía verse obligado a mantener una administración socialdemócrata.
Brüning fue nombrado canciller el 30 de marzo de 1930. Pronto se hicieron patentes sus problemas. En junio ya topó con graves dificultades cuando trataba de reducir el gasto público mediante decretos de emergencia. Cuando el Reichstag aprobó una moción del SPD, apoyada por el NSDAP, para retirar el decreto que había propuesto para imponer severos recortes del gasto público y subir los impuestos, Brüning solicitó y consiguió que el presidente del Reich disolviera el Parlamento el 18 de julio de 1930. Se convocaron nuevas elecciones para el 14 de septiembre, una elecciones que resultarían catastróficas para el futuro de la democracia en Alemania. En ellas se produciría el gran avance electoral del movimiento de Hitler.
La decisión de disolver el Reichstag fue de una irresponsabilidad pasmosa. Es evidente que Brüning había calculado que los nazis obtendrían una cifra considerable de votos. Después de todo, el NSDAP había conseguido el 14,4 por ciento de los votos sólo unas semanas antes en las elecciones regionales de Sajonia. Pero en su empeño de sustituir al gobierno parlamentario por un sistema más autoritario gobernado mediante decreto presidencial, Brüning había subestimado mucho el grado de ira y frustración del país y había calculado muy mal los efectos de la profunda alienación y los peligrosos niveles de protesta popular. Los nazis apenas se podían creer su suerte. Bajo la dirección de su jefe de propaganda recién nombrado, Joseph Goebbels, se prepararon febrilmente para un verano de agitación sin precedentes.
II
Mientras tanto, el conflicto interno en el seno del NSDAP no hacía más que demostrar hasta qué punto Hitler controlaba por entonces el movimiento, hasta qué punto se había convertido, a lo largo de los cinco años anteriores, en un «partido de líder». La disputa, cuando alcanzó un punto crítico, se centró una vez más en la cuestión de si podía haber alguna separación entre «idea» y líder.
Otto Strasser, el hermano menor de Gregor, continuó utilizando las publicaciones de la Kampfverlag, la editorial berlinesa que controlaba, para difundir su propia versión del nacionalsocialismo. Se trataba de una mezcolanza confusa y embriagadora de nacionalismo místico radical, anticapitalismo estridente, reformismo social y antioccidentalismo. El rechazo de la sociedad burguesa generaba admiración por el anticapitalismo radical de los bolcheviques. Otto compartía su ideario doctrinario nacionalrevolucionario con un grupo de teóricos que utilizaban la Kampfverlag como vehículo para canalizar sus ideas. Mientras esas ideas no perjudicaron al partido ni afectaron a su posición, Hitler apenas les prestó atención. Incluso sabía, y no tomó medida alguna, que Otto Strasser había hablado de fundar un nuevo partido. A principios de 1930, sin embargo, la línea casi independiente de Otto Strasser se fue volviendo más discordante a medida que Hitler trataba de beneficiarse de una relación más estrecha con la derecha burguesa desde el año anterior. En abril de 1930 estuvo a punto de producirse un enfrentamiento cuando la Kampfverlag siguió apoyando a los obreros metalúrgicos de Sajonia que estaban en huelga, pese a que Hitler, presionado por los industriales, había prohibido que el partido respaldara la huelga.
El 21 de mayo Hitler invitó a Otto Strasser a su hotel para mantener una larga discusión. Según la versión publicada por Strasser, la única que existe, aunque parece convincente y Hitler no la desmintió, los temas principales fueron el liderazgo y el socialismo. «Un líder debe servir a la Idea. Sólo a ella podemos consagrarnos por completo, porque es eterna, mientras que el líder muere y puede cometer errores», afirmaba Strasser. «Lo que dices en una soberana tontería —replicó Hitler—. Eso es la democracia más repugnante, con la que no queremos tener nada que ver. Para nosotros el Líder es la Idea y todos los miembros del partido tienen que obedecer únicamente al Líder». Strasser acusó a Hitler de intentar destruir la Kampfverlag porque quería «sofocar» la «revolución social» mediante una estrategia de legalidad y colaboración con la derecha burguesa. Hitler, furioso, calificó el socialismo de Strasser de «mero marxismo». La masa de la clase obrera —proseguía— sólo quería pan y circo y nunca entendería el significado de un ideal. «Sólo hay una clase posible de revolución y no es económica, política o social, sino racial», proclamó. Hitler, condicionado por su actitud hacia los grandes negocios, dejó claro que para él eran impensables la socialización o el control de los trabajadores. La única prioridad era construir un Estado fuerte que garantizara la producción en beneficio del interés nacional.
La reunión terminó. Hitler estaba de muy mal humor. «Un judío blanco intelectual, totalmente incapaz de organizar nada, un marxista de la peor especie», fue su mordaz valoración de Otto Strasser. El día 4 de julio Strasser y veinticinco seguidores, previendo su expulsión, anunciaron públicamente que «los socialistas abandonan el NSDAP». Los rebeldes se habían purgado a sí mismos.
La crisis de Strasser mostró, sobre todo, la fortaleza de la posición de Hitler. Con la eliminación de la camarilla de Strasser se puso fin a las disputas ideológicas en el partido. La situación había cambiado drásticamente desde 1925 y los tiempos de la «Comunidad de Trabajo». Ahora estaba claro: el Líder y la Idea eran la misma cosa.
III
Durante el verano de 1930, la campaña electoral se fue caldeando hasta ponerse al rojo vivo. La organización corría a cargo de Goebbels, que seguía las directrices generales establecidas por Hitler. Dos años antes la prensa había ignorado ampliamente al NSDAP. Ahora, los camisas pardas se habían abierto paso hasta las primeras planas. Era imposible ignorarlos. El alto nivel de agitación, sazonada con violencia callejera, los colocó en un lugar destacado del mapa político. La energía y el dinamismo de la agitación nacionalsocialista eran realmente impresionantes. Se organizaron hasta 34.000 mítines por toda Alemania en las cuatro últimas semanas de la campaña. Ningún otro partido estuvo, ni siquiera remotamente, a la altura de la campaña del NSDAP.
El propio Hitler pronunció veinte grandes discursos en las seis semanas previas al día de las votaciones. La asistencia fue masiva. El 10 de septiembre acudieron a escucharle al Sportpalast de Berlín no menos de 16.000 personas. Dos días más tarde, en Breslau, entre 20.000 y 25.000 personas abarrotaron el Jahrhunderthalle, mientras otras 5.000 o 6.000 más se vieron obligadas a escuchar el discurso desde fuera a través de los altavoces. A principios de los años veinte, en los discursos de Hitler predominaban los virulentos ataques contra los judíos. Más tarde, en esa misma década, la cuestión del «espacio vital» pasaría a ser el tema principal. En la campaña electoral de 1930, Hitler apenas habló explícitamente de los judíos. Las burdas invectivas de principios de los años veinte desaparecieron por completo. El «espacio vital» ocupaba un lugar central, en contraposición a la alternativa de la competición internacional por los mercados, pero no era omnipresente como lo había sido en 1927 y 1928. El tema principal ahora era el hundimiento de Alemania con la democracia parlamentaria y el sistema de partidos, transformada en un pueblo dividido con intereses distintos y contrapuestos que sólo el NSDAP podía superar creando una unidad nueva en la nación que trascendiera clases, estados y profesiones. Hitler afirmaba que, mientras que los partidos de Weimar sólo representaban a grupos con intereses concretos, el movimiento nacionalsocialista representaba a la nación en su conjunto, y remachaba en un discurso tras otro ese mensaje. Ridiculizaba una y otra vez el régimen de Weimar, pero entonces no de una forma tan burda y simple como cuando lo llamaba régimen de los «criminales de noviembre», sino que lo criticaba por no haber cumplido sus promesas de reducción de impuestos, gestión económica y empleo. Culpaba a todos los partidos. Todos ellos formaban parte del mismo sistema de partidos que había arruinado Alemania. Todos ellos habían desempeñado algún papel en las políticas cuyo origen se remontaba a Versalles y que habían desembocado, pasando por los términos acordados en el Plan Dawes, en el pago de las reparaciones conforme al Plan Young. La falta de liderazgo había llevado a las penurias que padecían todos los sectores de la sociedad. La democracia, el pacifismo y el internacionalismo habían generado impotencia y debilidad, habían puesto de rodillas a una gran nación. Había llegado el momento de cortar por lo sano.
Pero sus discursos no eran solamente negativos, ni se limitaban a atacar al sistema existente. Hitler exponía una visión, una utopía, un ideal: la liberación nacional a través de la fuerza y la unidad. No proponía políticas alternativas plasmadas en promesas electorales concretas. Ofrecía «un programa, un programa nuevo y monumental que debe respaldar no al nuevo gobierno, sino a un nuevo pueblo alemán que haya dejado de ser una mezcla de clases, profesiones y estados». Sería —declaraba con su habitual insistencia en las alternativas extremas (de forma, como se vería, profética)— «la comunidad de un pueblo que, por encima de cualquier diferencia, restablecerá la fortaleza común de la nación o la llevará a la ruina». Sostenía que sólo un «ideal elevado» permitiría superar las divisiones sociales. En lugar del viejo y decadente Reich había que construir uno nuevo basado en los valores raciales, en la selección de los mejores en función de sus logros, de la fuerza, la voluntad, la lucha, que liberara el talento de la personalidad del individuo y restableciera el poder y la fuerza de Alemania como nación. Sólo el nacionalsocialismo podía lograrlo. No era un programa político convencional. Era una cruzada política. No se trataba de un cambio de gobierno. Era un mensaje de redención nacional. En un clima de creciente pesimismo económico y miseria social, de preocupación y división, en medio de la sensación de fracaso e ineptitud de unos políticos parlamentarios aparentemente débiles, era un llamamiento muy convincente.
El mensaje también apelaba al idealismo de una generación más joven, que no era lo suficientemente mayor para haber luchado en la guerra, ni lo bastante joven como para no haber experimentado de primera mano poco más que crisis, conflictos y la decadencia nacional. Muchos miembros de esa generación, nacidos entre 1900 y 1910, procedentes de familias de clase media sin arraigo en la tradición monárquica de los años previos a la guerra, que rechazaban rotundamente el socialismo y el comunismo, pero estaban desvinculados de la lucha política, económica, social e ideológica de la época de Weimar, buscaban algo nuevo. Provisto de toda la carga emocional asociada a las ideas alemanas de «Volk» («pueblo étnico») y «Gemeinschaft» («comunidad»), el objetivo de una «comunidad nacional» que superara las divisiones de clase parecía algo sumamente positivo. El que la idea de «comunidad nacional» se definiera en función de aquellos que excluía de la misma y que la armonía social se fuera a establecer mediante la pureza y la homogeneidad racial, se daban por supuesto aunque no se ensalzara explícitamente.
La retórica de la «comunidad nacional» y el culto al Führer representaban un renacimiento de Alemania en el que los diversos intereses de los diferentes sectores tendrían un acuerdo nuevo. A medida que la situación política y económica se deterioraba, cada vez resultaba menos convincente la idea de votar a un partido que defendiera unos intereses concretos, pequeño y débil, en lugar de a un partido nacional grande y fuerte, que defendiera sus intereses pero los trascendiese. Votar a los nazis podía parecer algo perfectamente razonable. De este modo, el NSDAP empezó a infiltrarse y a destruir el apoyo a los partidos de intereses como la Bayerischer Bauernbund (Liga Campesina Bávara) y a erosionar seriamente la influencia de partidos tradicionales como el conservador nacionalista DNVP en las zonas rurales. En el verano de 1930 este proceso se encontraba aún en sus fases preliminares pero avanzaría con rapidez tras el triunfo nazi del 14 septiembre de 1930.
IV
Lo que ocurrió aquel día fue un terremoto político. En los resultados más extraordinarios de la historia parlamentaria de Alemania, el NSDAP pasó de golpe de los doce escaños y un simple 2,6 por ciento de los votos de las elecciones al Reichstag de 1928 a obtener 107 escaños y el 18,3 por ciento de los votos, convirtiéndose en el segundo partido del Reichstag. Casi 6,5 millones de alemanes votaron al partido del Hitler, ocho veces más que dos años antes. El tren nazi se había puesto en marcha.
La dirección del partido había esperado lograr un gran avance. La serie de triunfos conseguidos en las elecciones regionales, el último de ellos el 14,4 por ciento obtenido en Sajonia muy recientemente, en el mes de junio, apuntaban a esa conclusión. Goebbels había calculado unos cuarenta escaños en abril, cuando parecía que se iba a producir la disolución del Reichstag. Una semana antes del día de las elecciones en septiembre pronosticaba «un éxito enorme». Hitler comentaría más tarde que él había pensado que sería posible alcanzar los cien escaños. En realidad, como admitió Goebbels, la magnitud de la victoria cogió por sorpresa a todo el partido. Nadie se esperaba 107 escaños. Hitler no cabía en sí de alegría.
El paisaje político había cambiado espectacularmente de la noche a la mañana. Además de los nazis, los comunistas también habían mejorado sus resultados y obtenían un 13,1 por ciento de los votos. El SPD, aunque seguía siendo el partido mayoritario, había perdido terreno, lo mismo que el Zentrum, que había bajado ligeramente. Sin embargo, los grandes perdedores fueron los partidos burgueses del centro y la derecha. El DNVP había ido bajando en las sucesivas elecciones celebradas desde 1924, del 20,5 por ciento a sólo el 7,0 por ciento de los votos, y el DVP del 10,1 al 4,7 por ciento. Los nazis fueron los principales beneficiarios. Se ha calculado que uno de cada tres antiguos votantes del DNVP votó entonces al NSDAP, al igual que uno de cada cuatro de los antiguos seguidores de los partidos liberales. El NSDAP también hizo avances pequeños, pero igualmente significativos, a costa de todos los demás partidos. Éstos incluían el SPD, el KPD y el Zentrum/BVP, aunque los entornos obreros dominados por los partidos de la izquierda y, sobre todo, la subcultura católica continuaron constituyendo, como seguiría sucediendo en el futuro, un territorio relativamente inconquistable para el NSDAP. El aumento de la participación (del 75,6 al 82 por ciento) también benefició a los nazis, aunque menos de lo que se ha supuesto a menudo.
La arrolladora victoria fue mayor en las zonas rurales protestantes del norte y el este de Alemania. Con la excepción de zonas rurales de Franconia, piadosamente protestantes, las circunscripciones electorales bávaras, de mayoría católica, sufrieron por primera vez un desfase con respecto a la media nacional. Lo mismo sucedió en la mayoría de regiones católicas. En las grandes ciudades y las zonas industriales (a pesar de algunas excepciones notables, como Breslau y Chemnitz-Zwickau), el avance de los nazis, aunque sin dejar de ser espectacular, también estuvo por debajo de la media. Pero en Schleswig-Holstein, los votos del NSDAP aumentaron espectacularmente, del 4 por ciento en 1928 al 27 por ciento. Prusia Oriental, Pomerania, Hanover y Mecklenburg figuraban entre las regiones en las que el respaldo a los nazis ya superaba el 20 por ciento. Tres cuartas partes como mínimo de los que votaron a los nazis eran protestantes o, por lo menos, no católicos. Les votaron bastantes más hombres que mujeres (aunque esto cambiaría entre 1930 y 1933). Al menos dos quintas partes de los votos nazis procedían de la clase media, pero una cuarta parte procedía de la clase trabajadora (aunque era más probable que los parados votaran al KPD que al partido de Hitler). En realidad, entre los votantes nazis predominaba la clase media. Pero el NSDAP no era simplemente un partido de clase media, como se solía pensar. Aunque no en la misma proporción, el movimiento de Hitler podía afirmar, con razón, que había obtenido apoyo de todos los sectores de la sociedad. Ningún otro partido de la República de Weimar podía decir lo mismo.
La estructura social del conjunto de afiliados del partido apunta a la misma conclusión. Tras las elecciones de septiembre se produjo una afluencia masiva de nuevos afiliados. Al igual que los votantes, procedían, aunque no de forma proporcional, de todos los sectores de la sociedad. La inmensa mayoría de los afiliados eran varones y sólo los miembros del KPD eran igual de jóvenes. Predominaba la clase media protestante, pero también había una presencia considerable de afiliados de la clase obrera, aún más numerosa en las SA y las Juventudes Hitlerianas que en el propio partido. Al mismo tiempo, ante el triunfo político, ciudadanos «respetables» se mostraron dispuestos a incorporarse al partido. Maestros, funcionarios, incluso algunos pastores protestantes figuraban entre los grupos «respetables» que alteraron la posición social del partido en las provincias. En Franconia, por ejemplo, el NSDAP tenía en 1930 el aspecto de un «partido del funcionariado». La penetración del partido en redes sociales de ciudades y pueblos de provincias comenzaba a intensificarse notablemente.
Hay momentos (que señalan el punto crítico de un sistema político) en los que los políticos ya no son capaces de comunicarse, en que dejan de entender el lenguaje de la gente a la que se supone que representan. Los políticos de los partidos de Weimar se estaban aproximando a ese punto en 1930. Hitler tenía las ventajas de no haberse visto perjudicado por la participación en un gobierno impopular y del inquebrantable radicalismo de su hostilidad hacia la República. Podía hablar en un lenguaje que cada vez entendían más alemanes, el lenguaje de las implacables protestas contra un sistema desacreditado, el lenguaje del resurgimiento y el renacimiento nacional. Quienes no se aferraban firmemente a una ideología política, un medio social o una subcultura religiosa alternativos encontraban dicho lenguaje cada vez más cautivador.
Los nazis se habían desplazado repentinamente de los márgenes de la escena política, fuera de la ecuación de poder, al centro de la misma. Brüning sólo podía manejar el Reichstag si contaba con la «tolerancia» del SPD, que le consideraba el mal menor. Los socialdemócratas adoptaron esa política de «tolerancia» muy a su pesar, pero con un profundo sentido de la responsabilidad. En cuanto a Hitler, ya se tuviera una opinión positiva o negativa de él (y pocos aspectos de él dejaban a la gente indiferente o hacían que se mantuviese neutral), su nombre estaba en boca de todos. Era un factor al que había que tener en cuenta. Ya no se le podía ignorar.
Tras las elecciones de septiembre, no sólo Alemania, sino el resto del mundo tuvieron que prestar atención a Hitler. Inmediatamente después del triunfo electoral, el juicio contra tres jóvenes oficiales del Reichswehr pertenecientes a un regimiento destacado en Ulm, que debido a sus simpatías nazis habían sido acusados de «prepararse para cometer alta traición» organizando un golpe militar con el NSDAP y de infringir las normas que prohibían a los miembros del Reichswehr participar en actividades cuya finalidad fuera modificar la Constitución, le brindó a Hitler la oportunidad, en un momento en que toda la prensa mundial se fijaba en él, de ratificar el compromiso de su partido con la legalidad. El juicio a los oficiales Hanns Ludin, Richard Scheringer y Hans Friedrich Wendt comenzó en Leipzig el 23 de septiembre. El primer día, el abogado defensor de Wendt, Hans Frank, obtuvo permiso para citar a Hitler como testigo. Dos días más tarde, una enorme multitud se manifestaba fuera del edificio de los juzgados a favor de Hitler mientras el líder del segundo partido del Reichstag subía al estrado para enfrentarse a los jueces, ataviados con togas rojas, del máximo tribunal del país.
Una vez más, le permitieron utilizar un tribunal de justicia con fines propagandísticos. El juez incluso le amonestó en una ocasión, cuando negó con vehemencia que tuviera intención alguna de desautorizar al Reichswehr, y le pidió que evitara convertir su declaración en un discurso propagandístico. No sirvió de mucho. Hitler insistió en que su movimiento tomaría el poder por medios legales y en que el Reichswehr (convertido de nuevo en «un gran ejército del pueblo alemán») sería «la base del futuro alemán». Declaró que nunca había querido luchar por sus ideales empleando medios ilegales. Utilizó la exclusión de Otto Strasser para desvincularse de aquellos miembros del movimiento que habían sido «revolucionarios». Pero le aseguró al presidente del tribunal: «Si nuestro movimiento sale victorioso de su lucha legal, habrá un tribunal del Estado alemán y noviembre de 1918 tendrá su expiación y rodarán cabezas». Esto provocó vítores y gritos de «bravo» de los espectadores del juicio y una amonestación inmediata del presidente del tribunal, que les recordó que no estaban «ni en el teatro ni en un mitin político». Hitler esperaba —prosiguió— que el NSDAP obtuviera la mayoría tras otras dos o tres elecciones. «Entonces se producirá un levantamiento nacionalsocialista y le daremos al Estado la forma que deseamos que tenga». Cuando le preguntaron cómo imaginaba la construcción del Tercer Reich, Hitler respondió: «El movimiento nacionalsocialista tratará de conseguir su objetivo en este Estado por medios constitucionales. La Constitución sólo nos muestra los métodos, no los objetivos. De esta forma constitucional, trataremos de conseguir mayorías decisivas en los órganos legislativos para, una vez que lo logremos, hacer encajar al Estado en el molde que corresponde a nuestras ideas». Repitió que eso sólo se haría conforme a la Constitución. Finalmente juró que había dicho la verdad en su declaración. Goebbels le dijo a Scheringer, uno de los acusados, que el juramento de Hitler fue «una maniobra brillante». «Ahora somos rigurosamente legales», se dice que exclamó. El jefe de propaganda estaba encantado con la «fabulosa» cobertura de la prensa. Putzi Hanfstaengl, que acababa de ser nombrado jefe de prensa extranjera de Hitler, se las ingenió para que el juicio tuviera una amplia cobertura en el extranjero. También colocó tres artículos de Hitler sobre los objetivos del movimiento en la prensa de Hearst, el poderoso emporio mediático estadounidense, por la generosa suma de 1.000 marcos cada uno. Hitler dijo que era lo que necesitaba para poder alojarse cuando fuera a Berlín en el Kaiserhof, un hotel lujoso, bien situado cerca del epicentro del gobierno, y sede central del partido en la capital hasta 1933.
Lo que Hitler dijo en el juicio del Reichswehr en Leipzig, que terminó el 4 de octubre con la condena a dieciocho meses de prisión para cada uno de los tres oficiales del Reichswehr y la expulsión del ejército de Ludin y Scheringer, no era nuevo en absoluto. Durante meses había ansiado tener la oportunidad de poder recalcar que seguía la vía «legal» para llegar al poder. Pero la enorme publicidad que rodeó el juicio garantizó que su declaración tuviera la máxima repercusión. La creencia de que Hitler había roto con su pasado revolucionario le ayudó a conseguir más apoyos en los círculos «respetables».
Hubo quienes, tras las elecciones, animaron a Brüning a incorporar al NSDAP en un gobierno de coalición, alegando que la responsabilidad de gobierno pondría a los nazis a prueba y contendría su agitación. Brüning rechazó esa idea sin más, aunque no descartó cooperar en el futuro si el partido respetaba el principio de legalidad. Después de haber hecho oídos sordos a la petición de Hitler de que le recibiera inmediatamente después de las elecciones, Brüning decidió verle, al igual que a los líderes de los demás partidos, a principios de octubre. Sin embargo, la reunión que mantuvieron el 5 de octubre en el apartamento del ministro del Reich Treviranus para evitar publicidad, dejó claro que no había ninguna posibilidad de cooperación. Les separaba un abismo. Después de que Brüning expusiera detenidamente la política exterior del gobierno (una estrategia delicada cuya finalidad era conseguir un periodo de respiro que condujera a la supresión definitiva de las reparaciones), Hitler respondió con un monólogo de una hora de duración y se limitó a ignorar los temas que Brüning había planteado. Pronto se puso a arengar a las cuatro personas presentes (estaban Frick y Gregor Strasser, además de Brüning y Treviranus) como si estuviera hablando en un acto de masas. A Brüning le sorprendió el número de veces que Hitler empleó la palabra «aniquilar» («vernichten»). Iba a «aniquilar» al KPD, al SPD, a «la reacción», a Francia por ser el acérrimo enemigo de Alemania y a Rusia por ser el hogar del bolchevismo. Más tarde Brüning comentaría que le quedó claro cuál sería siempre el principio básico de Hitler: «Primero, el poder; después, la política». Sin duda Brüning veía a Hitler como un fanático, cándido pero peligroso. Aunque se despidieron de forma amistosa, Hitler desarrolló un profundo odio hacia Brüning, que fue adquiriendo unas proporciones obsesivas y acabaría extendiéndose a todo el partido.
Se permitió que Hitler prosiguiera su implacable y descontrolada oposición a un sistema cuyo objeto simbólico de odio era el canciller Brüning. En cualquier caso, Hitler prefería, como Goebbels, continuar con la agitación. Era algo instintivo. «Ya no escribáis “victoria” en vuestros estandartes —les había dicho Hitler a sus seguidores inmediatamente después de las elecciones—. Escribid en su lugar la palabra que más se ajusta a nosotros: “¡lucha!”». En cualquier caso, era la única opción posible. Como señaló un contemporáneo, los nazis seguían la máxima de «“Después de una victoria, cíñete más fuerte el casco” […]. Tras la victoria electoral organizaron 70.000 mítines. Una vez más, una “avalancha” recorrió el Reich […], irrumpiendo en una ciudad tras otra, un pueblo tras otro». La victoria electoral hizo posible que continuara este alto nivel de agitación. El nuevo interés por el partido supuso una gran afluencia de nuevos miembros, que aportaron más fondos que se podían utilizar para organizar aún más propaganda y nuevos activistas para difundirla. El éxito llamaba al éxito. La posibilidad de una victoria se presentaba como una posibilidad real. Había que subordinarlo todo a ese único objetivo. El movimiento de protesta, enorme pero superficial y más bien desorganizado, una vaga amalgama de intereses diversos unidos por la política de la utopía, sólo se podía mantener si el NSDAP accedía al poder en un plazo de tiempo relativamente breve, en unos dos o tres años. Hitler estaba cada vez más presionado. Lo único que podía hacer de momento era lo que siempre había hecho mejor: intensificar aún más la agitación.
V
Resultaba difícil encontrar al individuo particular tras el personaje público. La política había ido consumiendo cada vez más a Hitler desde 1919. Había un extraordinario abismo entre su eficacia política, el magnetismo que percibían no sólo las multitudes extasiadas en los actos de masas, sino quienes frecuentaban su compañía, y el vacío de la vida que quedaba fuera de la política. Quienes conocieron a Hitler en persona en aquella época lo consideraban un enigma. «En mis recuerdos no hay una imagen completa de la personalidad de Hitler —reflexionaría Putzi Hanfstaengl muchos años más tarde—. Más bien hay una serie de imágenes y formas, todas ellas llamadas Adolf Hitler y que eran todas ellas Adolf Hitler, a las que resulta difícil asociar entre sí en una relación global. Podía ser encantador e inmediatamente después expresar opiniones que insinuaban un abismo espeluznante. Podía formular grandes ideas y ser primitivo hasta el extremo de la banalidad. Podía convencer a millones de personas de que sólo su voluntad y la fortaleza de su carácter garantizaban la victoria. Y al mismo tiempo, incluso cuando ya era canciller, podía seguir siendo un bohemio cuya falta de formalidad exasperaba a sus colegas».
Para Franz Pfeffer von Salomon, el jefe de las SA hasta su destitución en agosto de 1930, Hitler aunaba las cualidades del soldado raso y las del artista. «Un soldado con sangre gitana», era, según parece, la descripción que de él hacía Pfeffer, algo extraordinario si se tienen en cuenta las ideas raciales nazis. Creía que Hitler tenía una especie de sexto sentido para la política, «un talento sobrenatural», pero se preguntaba si en el fondo no sería más que una especie de jefe de los Freikorps, un revolucionario que podría topar con dificultades para convertirse en un estadista una vez que el movimiento hubiera llegado al poder. Pfeffer consideraba a Hitler un genio, algo que sólo podía darse en el mundo una vez cada mil años. Pero en el aspecto humano, en su opinión, Hitler era deficiente. Pfeffer, que se debatía entre la adulación y la crítica, lo veía como una personalidad dividida, lleno de inhibiciones personales en conflicto con el «genio» que habitaba en su interior, debidas a su formación y educación y que le consumían. Gregor Strasser, que mantenía cierto distanciamiento crítico con respecto al culto absoluto al Führer, también estaba dispuesto, según contaba Otto Wagener, a ver alguna clase de «genio» en Hitler. «Pese a todo lo que pueda haber en él de desagradable —recordaba más tarde Otto Erbersdobler, Gauleiter de la Baja Baviera, que había dicho Gregor Strasser—, el hombre tiene un don profético para interpretar los grandes problemas políticos correctamente y para hacer lo adecuado en el momento oportuno pese a unas dificultades aparentemente insuperables». No obstante, en su opinión ese don fuera de lo común que Strasser estaba dispuesto a reconocerle a Hitler radicaba en el instinto más que en la capacidad para sistematizar ideas.
Otto Wagener, que había sido nombrado jefe del estado mayor de las SA en 1929, figuraba entre quienes estaban totalmente cautivados por Hitler. Su fascinación por aquella «extraña personalidad» no le había abandonado ni siquiera muchos años después, cuando escribió sus memorias mientras estaba prisionero de los británicos. Pero él tampoco sabía muy bien qué pensar de Hitler. Después de oírle un día en un arrebato de cólera tal (durante una riña con Pfeffer sobre las relaciones entre las SA y las SS) que su voz retumbaba por toda la sede del partido, Wagener pensó que había algo en él que recordaba a «una voluntad asiática de destrucción» (una expresión que revelaba, incluso después de la guerra, lo arraigados que estaban en Wagener los estereotipos raciales nazis). «No era genio, sino odio; no era grandeza suprema, sino ira fruto de un complejo de inferioridad; no era heroísmo germánico, sino la “sed de venganza” del huno» fue como resumió sus impresiones muchos años más tarde, utilizando la jerga nazi para describir la supuesta ascendencia huna de Hitler. Wagener, en su falta de comprensión (una mezcla de admiración servil y miedo sobrecogedor) se limitaba a ver en el carácter de Hitler algo «extraño» y «diabólico». Hitler seguía siendo para él un completo enigma.
Hitler era un personaje distante incluso para personalidades destacadas del movimiento nazi como Pfeffer y Wagener. En 1929 se había mudado de su desvencijado piso de Thierschstraβe a un lujoso apartamento en Prinzregentenplatz, en el elegante Bogenhausen de Múnich, como correspondía al cambio de agitador de cervecería a político que coquetea con el poder conservador. Rara vez recibía visitas o a invitados. Cuando lo hacía, el ambiente era siempre frío y formal. Las personas obsesivas no suelen ser una compañía buena o interesante, excepto para quienes comparten la obsesión o para quienes sienten un temor reverencial por una personalidad tan desequilibrada o dependen de ella. Hitler prefería, como siempre había hecho, la tertulia vespertina habitual en el café Heck, donde los amigotes y admiradores escuchaban por enésima vez con obsequiosidad, atención o disimulado aburrimiento sus monólogos sobre los primeros tiempos del partido o sus historias de la guerra, «su tema favorito e inagotable».
Con muy pocas personas tenía confianza para utilizar el «Du». Se dirigía a la mayoría de los dirigentes nazis únicamente por su apellido. La expresión «Mein Führer» todavía no se había impuesto totalmente, como ocurriría después de 1933, como la forma normal de dirigirse a él. En su entorno se le conocía simplemente por «el jefe» (der Chef). Algunos, como Hanfstaengl o el fotógrafo «de la corte» Heinrich Hoffmann, insistían en utilizar un simple «Herr Hitler». A su personalidad distante se sumaba la necesidad de evitar una familiaridad que podría haber conllevado el menosprecio a su condición de líder supremo. No se podía mancillar en modo alguno el aura que le rodeaba. Su carácter distante iba acompañado de desconfianza. Sólo discutía los asuntos importantes con grupos pequeños (y cambiantes) o con individuos. De ese modo, Hitler mantenía totalmente el control, sin verse atado por los consejos de los organismos oficiales y sin necesitar arbitrar en las disputas entre sus paladines. Como señalaba Gregor Strasser, con sus ideas fijas y su personalidad dominante, era capaz de apabullar a cualquier individuo que se hallara en su presencia, incluso a quienes se mostraban escépticos al principio. Esto, a su vez, reforzaba su confianza en sí mismo, su sensación de infalibilidad. En cambio, se sentía incómodo con quienes le planteaban cuestiones delicadas o argumentos contrarios a los suyos. Como su «intuición» (con lo que Strasser se refería, entre líneas, a su dogmatismo ideológico unido a su flexibilidad táctica y oportunismo) no se podía combatir con argumentos lógicos —continuaba el jefe de organización del partido—, Hitler desestimaba invariablemente todas las objeciones como si procedieran de sabiondos cortos de miras. No obstante, tomaba nota de quiénes eran críticos y, tarde o temprano, acababan por caer en desgracia.
Algunos de los asuntos más importantes sólo los discutía, en caso de hacerlo, con los miembros de su círculo íntimo: el grupo de ayudantes, chóferes y antiguos compinches como Julius Schaub (su factótum), Heinrich Hoffmann (su fotógrafo) y Sepp Dietrich (más tarde jefe de su guardia personal de las SS). La desconfianza, y la vanidad, iban de la mano de ese tipo de jefatura, en opinión de Gregor Strasser. El peligro, señalaba en referencia a la destitución de Pfeffer, era la autocensura para decirle a Hitler lo que quería oír y su reacción negativa hacia el portador de malas noticias. Strasser pensaba que Hitler vivía ajeno al mundo, que carecía de conocimientos sobre los seres humanos y, por tanto, de una opinión sólida sobre los mismos. Hitler no tenía vínculos con otros seres humanos, proseguía Strasser. «No fuma, no bebe, apenas come algo que no sea verdura. ¡No toca a una mujer! ¿Cómo se supone que vamos a comprenderle para hacer que otros lo acepten?».
La aportación de Hitler al funcionamiento y la organización del movimiento nazi, cuyo crecimiento fue enorme, fue prácticamente nula. Su «estilo de trabajo» (si se le podía llamar así) no había cambiado desde los tiempos en que el NSDAP era una secta völkisch pequeña e insignificante. Era incapaz de trabajar de forma sistemática y no tenía interés alguno en hacerlo. Seguía siendo tan caótico y diletante como siempre. Había encontrado el papel en el que podía dar rienda suelta al estilo de vida desordenado, indisciplinado e indolente que no había variado ni un ápice desde los tiempos en que era un joven consentido en Linz y sus años de marginado en Viena. Tenía una enorme «sala de trabajo» en la nueva «Casa Parda», un edificio de una grandiosidad vulgar del que estaba particularmente orgulloso. Algunos cuadros de Federico el Grande y una escena heroica de la primera batalla del regimiento List en Flandes en 1914 adornaban las paredes. Un monumental busto de Mussolini se alzaba junto al enorme mobiliario. Estaba prohibido fumar. Llamarlo la «sala de trabajo» de Hitler sería un buen ejemplo de eufemismo. Hitler rara vez trabajaba allí. Hanfstaengl, que tenía su propio despacho en el edificio, tenía pocos recuerdos del despacho de Hitler, ya que rara vez vio al jefe del partido allí. Ni siquiera el gran cuadro de Federico el Grande —señalaba el ex jefe de prensa— podía motivar a Hitler para que siguiera el ejemplo del rey prusiano de cumplir diligentemente con sus obligaciones. No tenía un horario laboral regular. Las citas estaban para no respetarlas. Hanfstaengl tenía que recorrer Múnich a menudo en busca del jefe del partido para asegurarse de que acudía a las citas con los periodistas. Se le podía encontrar siempre a las cuatro de la tarde perorando en el café Heck rodeado de admiradores. Los trabajadores del partido en la sede central no recibían un trato mejor. Nunca podían ver a Hitler a una hora determinada, ni siquiera cuando se trataba de asuntos extremadamente importantes. Si conseguían abordarle, expedientes en mano, cuando entraba en la Casa Parda, la mayoría de las veces recibía una llamada telefónica y se disculpaba diciendo que tenía que marcharse inmediatamente, que regresaría al día siguiente. Si conseguían que se ocupara de alguno de sus asuntos, normalmente lo despachaba prestando poca atención a los detalles. Como era su costumbre, Hitler convertía el asunto a tratar en un tema sobre el que pontificaba durante una hora en un extenso monólogo mientras paseaba de un lado a otro de la habitación. A menudo ignoraba por completo lo que le consultaban, y se iba por las ramas hablando de alguna cosa de la que se hubiera encaprichado en aquel momento. «Si Hitler encuentra la más mínima relación con algo que le interese, que es algo diferente cada día —se dice que le comentó Pfeffer a Wagener en 1930—, acapara la conversación y el asunto a tratar queda aparcado». Cuando no entendía el tema, o cuando una decisión era delicada, se limitaba a evitar la discusión.
No cabe duda de que esa extraordinaria manera de actuar formaba parte de la personalidad de Hitler. Autoritario y dominante, pero inseguro e indeciso; reacio a tomar decisiones, pero dispuesto luego a tomar algunas más osadas que las que ningún otro se atrevía a considerar; y nunca se retractaba de las que ya había tomado: todo esto formaba parte del enigma de la extraña personalidad de Hitler. Si los rasgos dominantes eran indicios de una profunda inseguridad interior y los rasgos autoritarios el reflejo de un complejo de inferioridad subyacente, el trastorno de personalidad oculto debía alcanzar proporciones monumentales. Atribuir el problema a esa causa no supone más que describirlo de otra manera, en lugar de explicarlo. En cualquier caso, el peculiar estilo de liderazgo de Hitler era más que una cuestión de personalidad o una tendencia instintiva socialdarwinista a dejar que surgiera el vencedor después de un proceso de lucha. También reflejaba la necesidad constante de proteger su condición de líder. La representación del papel de líder no se podía interrumpir nunca. El famoso apretón de manos y los fríos ojos azules formaban parte de la actuación. Ni siquiera a destacadas personalidades del partido dejó nunca de impresionarles la aparente sinceridad y el vínculo de lealtad y camaradería que creían que acompañaba al apretón de manos extraordinariamente largo de Hitler y a la mirada fija de sus ojos. Hitler les imponía demasiado respeto como para darse cuenta de sus trucos teatrales. Cuanto mayor era el halo del líder infalible, menos se podía permitir que se viera al Hitler «humano», capaz de cometer errores y hacer juicios erróneos. Hitler, la «persona», se iba diluyendo cada vez más en el «papel» del líder omnipotente y omnisciente.
Muy de vez en cuando, la máscara caía. Albert Krebs, el ex Gauleiter de Hamburgo, contó una escena de principios de 1932 que le recordaba a una comedia francesa. Desde el pasillo del elegante hotel Atlantik de Hamburgo pudo oír a Hitler gritando lastimeramente: «Mi sopa, [quiero] mi sopa». Krebs lo encontró minutos más tarde encorvado sobre una mesa redonda en su habitación, sorbiendo ruidosamente su sopa de verdura con un aspecto que no se parecía en nada al de un héroe del pueblo. Parecía cansado y deprimido. No hizo el menor caso a la copia de su discurso de la noche anterior que Krebs le había llevado y, para sorpresa del Gauleiter, le preguntó qué pensaba de la dieta vegetariana. Como era típico en él, Hitler inició, sin esperar una respuesta, una larga perorata sobre el vegetarianismo. A Krebs le pareció un arrebato estrafalario cuya finalidad era apabullar, no convencer, al oyente. Pero lo que hizo que aquella escena quedara grabada en la memoria de Krebs fue que Hitler se mostrara como un profundo hipocondríaco ante alguien frente al que hasta entonces se había presentado «sólo como el líder político, nunca como un ser humano». Krebs no pensó que Hitler le considerara de pronto un confidente. Más bien lo consideró un indicio de la «inestabilidad interior» del jefe del partido. Se trataba de una inesperada muestra de debilidad humana que, como especulaba Krebs verosímilmente, compensaba una insaciable sed de poder y el recurso a la violencia. Según Krebs, Hitler explicaba que una serie de síntomas preocupantes (sudores, tensión nerviosa, temblores musculares y retortijones) le habían convencido de que debía hacerse vegetariano. Creía que los retortijones eran el principio de un cáncer, que sólo le dejaría unos pocos años para completar la «gigantesca tarea» que se había impuesto. «Tengo que llegar al poder dentro de poco […] Tengo que llegar, tengo que llegar», decía Krebs que gritaba. Pero después recuperó el control de sí mismo. Su lenguaje corporal mostraba que había superado aquella depresión pasajera. Llamó inmediatamente a sus ayudantes, dio órdenes, hizo llamadas de teléfono y concertó reuniones. «El ser humano Hitler se había transformado en el “líder”». La máscara volvía a estar en su sitio.
El estilo de liderazgo de Hitler funcionaba precisamente gracias a la predisposición de todos sus subordinados a aceptar su posición única en el partido y a que creían que había que aceptar esas excentricidades en alguien a quien consideraban un genio político. «Siempre necesita personas que puedan traducir su ideología a la realidad para que se pueda poner en práctica», se dice que comentaba Pfeffer. De hecho, el estilo de Hitler no consistía en dar un aluvión de órdenes para determinar las decisiones políticas importantes. Siempre que era posible, evitaba decidir. En lugar de ello exponía sus ideas con todo detalle y en repetidas ocasiones (a menudo a su manera prolija y dogmática). Éstas proporcionaban las directrices generales y la orientación de las políticas. Los demás tenían que deducir, a partir de sus comentarios, cómo creían que quería que actuaran y «trabajar en aras» de sus objetivos lejanos. «Si pudieran trabajar todos de ese modo —se decía que comentaba Hitler de vez en cuando—, si pudieran esforzarse todos con una tenacidad firme y consciente por conseguir un objetivo común lejano, entonces se debería alcanzar algún día el objetivo final. Es humano cometer errores. Es una lástima. Pero eso se superará si se adopta constantemente como directriz un objetivo común». Esta manera de actuar instintiva, integrada en la actitud socialdarwinista de Hitler, no sólo desencadenaba una feroz competencia entre los miembros del partido (más tarde del Estado) que intentaban interpretar de la manera «correcta» las intenciones de Hitler. También significaba que Hitler, la fuente indiscutible de la ortodoxia ideológica en aquel momento, podía ponerse siempre de parte de aquellos que hubieran salido ganando en la implacable lucha que se libraba por debajo, de aquellos que hubieran demostrado mejor que seguían las «directrices correctas». Y puesto que sólo Hitler podía determinarlo, su posición de poder quedaba enormemente reforzada.
La inaccesibilidad, las intervenciones esporádicas e impulsivas, la imprevisibilidad, la falta de unos hábitos de trabajo regulares, el desinterés por los asuntos administrativos y su predisposición a recurrir a interminables monólogos en lugar de prestar atención a los detalles eran rasgos distintivos del estilo de Hitler como jefe del partido. Eran compatibles (al menos a corto plazo) con un «partido de líder» cuyo objetivo exclusivo a medio plazo era conseguir el poder. Después de 1933, esos mismos rasgos se convertirían en el sello distintivo del estilo de Hitler como dictador con poder absoluto en el Estado alemán. Serían incompatibles con la regulación burocrática de un aparato estatal sofisticado y garantizarían un creciente caos en el gobierno.
VI
A comienzos de 1931 volvió a aparecer en escena un rostro familiar lleno de cicatrices al que hacía mucho tiempo que nadie veía, el de Ernst Röhm. Hitler le había llamado para que volviera de su exilio voluntario, en el que ejercía de asesor militar del ejército boliviano, y había regresado. El 5 de enero tomó posesión del cargo de jefe del estado mayor de las SA.
El caso de Otto Strasser no fue la única crisis que la dirección del partido había tenido que afrontar durante 1930. Más grave aún, en potencia, había sido la crisis que se había producido en el seno de las SA. Se había ido fraguando durante algún tiempo y acabó por estallar en el verano de 1930, durante la campaña electoral. En realidad, la crisis simplemente fue el punto culminante, y no por última vez, del conflicto estructural que existía en el NSDAP entre la organización del partido y la de las SA. La impaciencia por la lentitud de la vía legal para alcanzar el poder, junto con la sensación de estar infravaloradas y en desventaja económica, había desencadenado una efímera pero grave rebelión de las SA berlinesas a finales de agosto. Había concluido con un juramento de lealtad a Hitler por parte de las SA, además de mejoras económicas sustanciales para las SA gracias a un aumento de las cuotas del partido. Pfeffer, el jefe de las SA, dimitió. El propio Hitler se hizo cargo de la jefatura suprema de las SA y las SS. Sin embargo, la cúpula de las SA siguió reclamando a la dirección del partido un mayor grado de autonomía. Aún se daban las condiciones para que el conflicto persistiera.
Ésta era la situación que aguardaba a Röhm a su regreso no como jefe supremo, sino como jefe del estado mayor, un regreso que Hitler anunció a los jefes de las SA reunidos en Múnich el 30 de noviembre de 1930. El gran prestigio de Röhm, que se remontaba a la época anterior al putsch, junto al hecho de que no hubiera participado en ninguna de las intrigas recientes, hacía que fuera un nombramiento acertado. Sin embargo, aquellos subordinados de las SA que no estaban conformes con su nombramiento pronto utilizaron su notoria homosexualidad para tratar de socavar la posición del nuevo jefe del estado mayor. Hitler se vio obligado el 3 de febrero de 1931 a rebatir los ataques contra «cosas que pertenecen únicamente a la esfera privada» y a resaltar que las SA no era una «institución moral», sino un «grupo de rudos combatientes».
Los valores morales de Röhm no eran el verdadero tema en cuestión. La intervención de Hitler el verano anterior había calmado la crisis inmediata, pero no había sido más que un parche. La tensión persistía. Aún no se había aclarado del todo cuál era el papel preciso de las SA ni su grado de autonomía. Teniendo en cuenta el carácter del movimiento nazi y la forma en que habían surgido las SA en su seno, el problema estructural era irresoluble. Y la presión golpista, siempre presente en las SA, estaba volviendo a aparecer. Los artículos publicados en febrero de 1931 en el periódico del partido en Berlín, Der Angriff, por Walter Stennes, el jefe de las SA en las regiones orientales de Alemania y el principal instigador de la rebelión de las SA en 1930, cada vez alarmaban más a la jefatura nazi. Aquellos rumores contradecían rotundamente, y ponían directamente en duda, el compromiso con la legalidad que Hitler había hecho, en público y bajo juramento, tras el juicio del Reichswehr en Leipzig el mes de septiembre anterior y que había ratificado en numerosas ocasiones desde entonces. El fantasma de la prohibición del partido se cernía mucho más amenazador con la promulgación de un decreto de emergencia el 28 de marzo, que le confería al gobierno de Brüning amplios poderes para combatir los «excesos» políticos. «Parece que el partido, sobre todo las SA, se va a enfrentar a una prohibición», escribió Goebbels en su diario. Hitler ordenó a todos los miembros del partido, las SA y las SS que cumplieran rigurosamente el decreto de emergencia. Pero Stennes no estaba dispuesto a ceder. «Es la crisis más grave por la que ha atravesado el partido», comentó Goebbels.
Cuando las SA de Berlín ocuparon la sede del partido en la ciudad y después arremetieron directamente contra la jefatura de Hitler, llegó el momento de pasar a la acción. Stennes fue cesado como jefe de las SA del este de Alemania. Hitler y Goebbels trabajaron mucho para asegurarse declaraciones de lealtad de todos los Gaue. Stennes, empleando un tono cada vez más revolucionario, consiguió el respaldo de sectores de las SA de Berlín, Schleswig-Holstein, Silesia y Pomerania. Pero su éxito fue efímero. No se produjo una rebelión a gran escala. El 4 de abril, Hitler publicó en el Völkischer Beobachter una acusación larga y formulada con astucia contra Stennes y un emotivo llamamiento a la lealtad de los hombres de las SA. Incluso antes de escribirlo, la revuelta ya se estaba desmoronando. El respaldo a Stennes se esfumó. Unos 500 hombres de las SA del norte y el este de Alemania fueron purgados. El resto volvió al redil.
La crisis había terminado. Las SA volvían a estar bajo control. Se mantendrían así con dificultad hasta la «toma del poder». Entonces, la violencia contenida se desataría del todo en los primeros meses de 1933. No obstante, en manos de Röhm, las SA estaban recuperando su carácter de formación paramilitar y eran una organización mucho más formidable que a principios de los años veinte. Röhm había hecho gala de una lealtad ejemplar hacia Hitler durante la crisis de Stennes. Pero su propia insistencia en la «primacía del soldado» y sus aspiraciones, aunque reprimidas en 1931, de transformar las SA en una milicia popular contenían el germen del conflicto que aún habría de estallar. Prefiguraba el curso de los acontecimientos, cuyo desenlace final se produciría en junio de 1934.
VII
En 1931, Hitler se vio acuciado no sólo por la crisis política, sino también por una crisis personal. Cuando en 1929 se mudó a su nuevo y espacioso piso en Prinzregentenplatz, se fue a vivir con él su sobrina, Geli Raubal, que había estado viviendo con su madre en la Haus Wachenfeld, en el Obersalzberg. Durante los dos años siguientes se la vería con frecuencia en público con Hitler y abundaban los rumores sobre el carácter de su relación con «tío Alf», como le llamaba. La mañana del 19 de septiembre de 1931 Geli, que en aquel momento tenía veintitrés años, fue encontrada muerta en el piso de Hitler de un disparo efectuado con la pistola de éste.
Como ya hemos señalado, las relaciones de Hitler con las mujeres eran anormales en algunos aspectos. Le gustaba la compañía de las mujeres, especialmente de las mujeres guapas, sobre todo si eran jóvenes. Las adulaba, a veces coqueteaba con ellas y las llamaba, con sus condescendientes modales de pequeño burgués vienés, «mi princesita» o «mi condesita». A mediados de los años veinte, alentó el enamoramiento de una muchacha que estaba prendada de él, Maria (Mizzi o Mimi) Reiter. Pero aquel cariño no era correspondido. Para Hitler, Mimi no era más que un devaneo pasajero. En alguna ocasión, si hemos de dar crédito a los rumores, hizo algún torpe intento de tener contacto físico, como en el caso de Helene Hanfstaengl y en el de Henrietta Hoffmann, la hija de su fotógrafo que se casaría con Baldur von Schirach (desde el 30 de octubre de 1931 el jefe de las Juventudes del Reich del NSDAP). Se le relacionó en diferentes momentos con mujeres de extracciones sociales muy diversas, como Jenny Haug, la hermana de su chófer durante los primeros tiempos, y Winifred Wagner, la nuera del maestro de Bayreuth. Pero, fueran infundados o no dichos rumores (a menudo maliciosos, exagerados o inventados), al parecer todos sus amoríos no fueron más que relaciones superficiales. Ninguno despertó en él sentimientos profundos. Las mujeres eran para Hitler un objeto, un adorno en un «mundo de hombres». En el albergue para hombres de Viena, en el regimiento, durante la guerra, en los cuarteles de Múnich, hasta que fue licenciado, y en sus habituales tertulias con los camaradas del partido en el café Neumaier o el café Heck en los años veinte, el entorno de Hitler siempre había sido abrumadoramente masculino. «Muy de vez en cuando se admitía a una mujer en nuestro círculo íntimo —recordaba Heinrich Hoffmann—, pero nunca se la permitía convertirse en el centro del mismo y tenía que dejarse ver pero no oír […]. A veces podía intervenir en la conversación, pero no le estaba permitido hablar durante mucho tiempo o contradecir a Hitler». Desde la casi mítica Stefanie de Linz, por lo general las relaciones que Hitler había mantenido con las mujeres habían sido relaciones a distancia, afectadas, sin emoción. Y tampoco fue una excepción su larga relación con Eva Braun, una de las empleadas de Hoffmann a la que conoció en el otoño de 1929. «Para él —señalaba Hoffmann—, no era más que una criatura atractiva, en la que, pese a su actitud despreocupada y frívola (o quizá debido a ello), hallaba la clase de tranquilidad y reposo que buscaba […]. Pero nunca, ni en su voz, ni en su mirada ni en sus gestos, se comportó de un modo que sugiriera un interés más profundo por ella».
Con Geli fue diferente. Independientemente de cuál fuera la naturaleza exacta de la relación (y todas las versiones se basan demasiado en conjeturas y rumores), parece seguro que Hitler, por primera y única vez en su vida (sin tener en cuenta a su madre), empezó a depender emocionalmente de una mujer. Es imposible saber con certeza si la relación que mantuvo con Geli fue o no explícitamente sexual. Algunos han insinuado de forma velada que hubo relaciones incestuosas entre antepasados de Hitler. Sin embargo, las historias morbosas sobre supuestas prácticas sexuales perversas difundidas por Otto Strasser han de verse como la rocambolesca propaganda contra Hitler de un acérrimo enemigo político. También circulaban otras historias, que asimismo se han de tomar con escepticismo, sobre la existencia de una comprometedora carta y de dibujos pornográficos de Hitler que el tesorero del partido, Schwarz, tuvo que comprar a un chantajista. Fuera sexualmente activa o no, la conducta de Hitler con Geli tiene todos los rasgos de una fuerte dependencia sexual, al menos latente. Esto se manifestaba en muestras extremas de celos y en una actitud posesiva tan dominante, que era inevitable que se produjera una crisis en la relación.
Geli, corpulenta y con el cabello oscuro y ondulado, no era una belleza imponente pero, y en esto coinciden todas las versiones, era una joven vivaracha, extrovertida y atractiva. Animaba las reuniones del café Heck, en las que Hitler le permitía ser el centro de atracción, cosa que no consentía a nadie más. La llevaba con él a todas partes, al teatro, a conciertos, a la ópera, al cine, a restaurantes, a dar paseos en coche por el campo, de excursión, incluso a comprar ropa. Se deshacía en elogios y presumía de ella. Geli estaba en Múnich con el pretexto de estudiar en la universidad, pero estudiaba poco. Hitler le pagaba clases de canto, aunque estaba claro que nunca iba ser una heroína operística. Le aburrían las clases y lo que quería era divertirse. Frívola y coqueta, no le faltaban admiradores y no se mostraba tímida a la hora de alentar sus ilusiones. Cuando Hitler se enteró de la relación amorosa de Geli con Emil Maurice, su guardaespaldas y chófer, montó tal escena que Maurice tuvo miedo de que Hitler fuera a dispararle. No tardó en perder su empleo. Geli fue enviada a enfriar su pasión bajo la atenta mirada de Frau Bruckmann. La celosa actitud posesiva de Hitler alcanzó dimensiones patológicas. Si Geli salía sin él, tenía que ir con una carabina y volver pronto a casa. Todo lo que hacía era vigilado y controlado. Era, en realidad, una prisionera y sentía un profundo resentimiento. «Mi tío es un monstruo —se dice que comentó—. Nadie es capaz de imaginar lo que me exige».
A mediados de septiembre de 1931 ya no aguantó más y planeó regresar a Viena. Más tarde circularon rumores de que tenía un nuevo novio allí, incluso que era un artista judío del que estaba esperando un hijo. La madre de Geli, Angela Raubal, contó a los interrogadores estadounidenses después de la guerra que su hija se había querido casar con un violinista de Linz, pero que ella y su hermanastro Adolf le habían prohibido ver a aquel hombre. En cualquier caso, lo que parece seguro es que Geli estaba desesperada por librarse de las garras de su tío. Una vez más, resulta imposible determinar si la había maltratado físicamente. Se dijo que tenía la nariz rota y que hallaron otras señales de violencia física en el cadáver cuando lo encontraron. Las pruebas no son lo bastante sólidas como para tener la certeza de ello y, además, fueron los enemigos políticos de Hitler quienes difundieron la historia. El médico forense que examinó el cuerpo, y dos mujeres que amortajaron el cadáver, no encontraron ni heridas ni sangre en la cara. Pero es indudable que, como mínimo, Hitler había sometido a su sobrina a una intensa presión psicológica. Según la versión publicada varios días más tarde por el Socialist Münchener Post, y que Hitler desmintió con vehemencia en una declaración pública, el viernes 18 de septiembre mantuvieron una acalorada discusión y Hitler se negó a dejarla marchar a Viena. Más tarde, ese mismo día, Hitler y su comitiva partieron hacia Núremberg. Ya había abandonado el hotel a la mañana siguiente cuando le llamaron urgentemente para informarle de que habían encontrado en su apartamento a Geli muerta de un disparo efectuado con su revólver. Partió de inmediato hacia Múnich, tan precipitadamente que, según se dice, la policía paró el coche por exceso de velocidad a mitad de camino entre Núremberg y Múnich.
Los enemigos políticos de Hitler sacaron todo el provecho que pudieron. No hubo ningún tipo de restricciones en los reportajes de los periódicos. Se publicaron artículos en los que las riñas violentas y el maltrato físico se mezclaban con insinuaciones sexuales e incluso con la acusación de que Hitler había matado a Geli o había ordenado que la mataran para evitar el escándalo. Hitler no estaba en Múnich cuando murió su sobrina. Y cuesta entender por qué, si se trataba de un asesinato por encargo para impedir un escándalo, se llevó a cabo en su propio domicilio. De hecho, el escándalo fue enorme. La versión del partido de que la muerte había sido un accidente, de que se había producido cuando Geli jugaba con la pistola de Hitler, también carecía de credibilidad. Nunca sabremos la verdad, pero la explicación más probable parece ser el suicidio (posiblemente se trató de un mero acto de protesta que salió mal), motivado por la necesidad de huir del yugo de la pegajosa actitud posesiva de su tío y de sus celos, quizá violentos.
Según informaciones posteriores, tal vez exageradas, parece ser que Hitler estuvo al borde de la histeria y después se sumió en una profunda depresión. Sus más allegados nunca le habían visto en aquel estado. Parecía estar a punto de sufrir una crisis nerviosa. Supuestamente habló de abandonar la política y poner fin a todo. Se temía que pudiera suicidarse. Sin embargo, la versión de Hans Frank da a entender que su desesperación por el escándalo y la campaña de la prensa en su contra pesaba más aquellos días que su aflicción personal. Se refugió en casa de su editor, Adolf Müller, a orillas del Tegernsee. Frank empleó medios legales para impedir los ataques de la prensa.
Por muy profundo que fuera el sufrimiento de Hitler, la política era lo primero. No asistió al funeral de Geli en Viena el 24 de septiembre. Aquella tarde habló ante una muchedumbre de miles de personas en Hamburgo, donde le brindaron una acogida aún más entusiasta de lo habitual. Según una persona que estuvo allí, parecía estar «muy tenso», pero habló bien. Estaba de nuevo en marcha. Más que nunca, el orgiástico frenesí en el que se sumía durante sus grandes discursos públicos, y la respuesta que hallaba en lo que consideraba la «masa femenina», le proporcionaban un sustituto para el vacío y la ausencia de vínculos emocionales en su vida privada.
Dos días más tarde, con permiso de las autoridades austríacas, visitó la tumba de Geli en el caótico cementerio central de Viena. A partir de aquel momento fue capaz de sacudirse de golpe la depresión. De repente, la crisis había terminado.
Algunas personas cercanas a Hitler estaban convencidas de que Geli podría haber ejercido una influencia «moderadora» en él. Es una teoría sumamente dudosa. Todo apunta a que su relación emocional con Geli, independientemente de cuál fuera su naturaleza exacta, fue más intensa que cualquier otra relación que tuviera antes o llegara a tener después. Había algo obsesivo y empalagosamente sentimental en la forma en que convirtió en santuarios las habitaciones de Geli en el apartamento de Prinzregentenplatz y de la Haus Wachenfeld. En el terreno personal, Geli era realmente irremplazable (aunque enseguida Hitler se dejó ver en compañía de Eva Braun). Pero se trataba de una dependencia puramente egoísta por parte de Hitler. A Geli no se le permitió tener una vida propia. La dependencia extrema de Hitler exigía que ella dependiera por completo de él. Desde el punto de vista humano, era una relación autodestructiva. Políticamente, aparte del efímero escándalo, no tuvo ninguna trascendencia. Cuesta imaginar a Geli alejando a Hitler de su obsesión más profunda y menos personal con el poder. Su muerte no alteró la rencorosa sed de venganza y de destrucción de Hitler. La historia no habría sido diferente de haber sobrevivido Geli Raubal.
VIII
Al cabo de poco más de una semana de la muerte de Geli, en las elecciones municipales en el territorio relativamente apático de Hamburgo, los nazis obtuvieron el 26,2 por ciento de los votos, por delante de los comunistas y sólo ligeramente detrás del SPD. El NSDAP, con un porcentaje de votos tan elevado como el 37,2 por ciento obtenido en el Oldenburg rural el mes de mayo anterior, se había convertido por primera vez en el primer partido de un Parlamento estatal. Las aplastantes victorias electorales no daban muestras de declive. Con el gobierno de Brüning asediado, gobernando mediante decretos de emergencia y adoptando unas políticas (concebidas para demostrar que Alemania no podía pagar las reparaciones) que hacían que la economía se hundiera en una catastrófica espiral descendente, con los niveles de producción cayendo en picado y los niveles de desempleo y miseria social disparándose, cada vez eran más los votantes que maldecían a la maltrecha República. Cuando se produjo el calamitoso crac bancario en julio, al quebrar dos de los principales bancos de Alemania, el Darmstädter y el Dresdner, los votantes que confiaban en la supervivencia y la recuperación de la democracia eran una minoría cada vez más reducida. Pero qué tipo de solución autoritaria podría seguir a la liquidación de la República de Weimar era algo que no estaba claro en absoluto. Las elites de poder de Alemania no estaban más unidas a este respecto que la gran masa de la población.
En vista del respaldo popular del que ya disfrutaban los nazis, no era posible ninguna solución de derechas que los excluyera de la ecuación. En julio, Hugenberg, el líder del DNVP, y Franz Seldte, el jefe de la inmensa organización de veteranos, los Stahlhelm, habían renovado su alianza con Hitler, resucitando la antigua agrupación creada para luchar contra el Plan Young, en la «Oposición Nacional». Hugenberg acalló las críticas del presidente del Reich, Hindenburg, que consideraba a los nazis no sólo unos socialistas vulgares, sino también peligrosos, asegurándole que estaba «educándoles políticamente» para la causa nacional a fin de impedir que cayeran en el socialismo o el comunismo. La actitud de Hitler era, como siempre, pragmática. Gracias a su alianza con Hugenberg estaba consiguiendo una publicidad y unos contactos de gran valor. Pero se aseguró de guardar las distancias. En un mitin muy publicitado de las fuerzas de la Oposición Nacional en Bad Harzburg el 11 de octubre, del que surgieron la creación del «Frente de Harzburg» y un manifiesto (que Hitler juzgaba carente de valor) en el que se exigían la celebración de nuevas elecciones al Reichstag y la suspensión de la legislación de urgencia, Hitler presidió el desfile de las SA y después se marchó de forma ostentosa antes de que pudiera empezar el de los Stahlhelm, tras haberlos hecho esperar durante veinticinco minutos. También se negó a asistir al almuerzo conjunto de los líderes nacionalistas. Escribió que no podía reprimir la repugnancia que le causaban dichas comidas (transformando las críticas a su comportamiento en una publicidad mayor de su imagen de líder que compartía las privaciones de sus seguidores) «mientras miles de mis partidarios prestan sus servicios a costa de un sacrificio personal enorme y en parte con los estómagos vacíos». Al cabo de una semana, para poner de relieve la fuerza independiente del NSDAP, presidió un desfile de 104.000 hombres de las SA y las SS en Braunschweig, la mayor manifestación paramilitar nazi hasta la fecha.
Entre los que participaron en el acto de Bad Harzburg, y cuya presencia causó un gran revuelo, figuraba el antiguo presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht, que se había convertido en un aventurero político. También asistieron otras personalidades, del mundo de los negocios, aunque no destacadas. Durante los años veinte, los grandes empresarios habían mostrado escaso interés por el NSDAP, algo que no resulta sorprendente si se tiene en cuenta que era un partido marginal y en declive que, aparentemente, no tenía posibilidad alguna de lograr poder o influencia. El resultado de las elecciones de 1930 había obligado a la comunidad empresarial a fijarse en el partido de Hitler. Se concertaron una serie de reuniones en las que Hitler explicó sus objetivos a destacados hombres de negocios. Sin embargo, las garantías que ofrecía Hitler en aquellas reuniones, y también Göring (que mantenía buenas relaciones con empresarios importantes), no bastaron para disipar los recelos de la mayoría de los magnates de los negocios, que creían que el NSDAP era un partido socialista con objetivos anticapitalistas radicales.
Pese a la creciente desilusión con el gobierno de Brüning, la mayoría de los «magnates de la industria» mantuvo un sano escepticismo sobre el movimiento de Hitler durante 1931. Hubo excepciones, como Thyssen, pero por lo general eran los propietarios de las pequeñas y medianas empresas quienes consideraban al NSDAP una propuesta cada vez más atractiva. Los dirigentes de los grandes negocios no eran amigos de la democracia, pero la mayoría tampoco quería ver a los nazis gobernando el país.
Y lo mismo sucedió a lo largo de casi todo 1932, un año dominado por las campañas electorales en el que el Estado de Weimar se sumió en una crisis generalizada. El muy publicitado discurso que Hitler pronunció el 27 de enero de 1932 ante unos 650 miembros del Club Industrial de Düsseldorf en el gran salón de baile del hotel Park de esa ciudad no alteró lo más mínimo, pese a lo que posteriormente sostendría la propaganda nazi, la actitud escéptica de los dirigentes de los grandes negocios. Las reacciones a aquel discurso fueron muy diferentes. Pero a muchos les decepcionó que no tuviera nada nuevo que decir, que evitara abordar a fondo los asuntos económicos y se limitara a su trillada panacea política para curar todos los males. Y había indicios de que los trabajadores del partido no estaban contentos de que su jefe confraternizara con dirigentes empresariales. La intensificada retórica anticapitalista, que Hitler era incapaz de mitigar, preocupaba a la comunidad empresarial tanto como siempre. Durante las campañas presidenciales de la primavera de 1932, la mayoría de los magnates de los negocios apoyó firmemente a Hindenburg y no a Hitler. Y durante las campañas de las elecciones al Reichstag en verano y otoño, la comunidad empresarial respaldó abrumadoramente a los partidos que apoyaban el gobierno de Franz von Papen, un político algo superficial y diletante, pero que ejemplificaba el arraigado conservadurismo, las tendencias reaccionarias y el deseo de recuperar el autoritarismo «tradicional» de la clase alta alemana. Era el representante del sistema; Hitler, el hombre ajeno al mismo y, en algunos aspectos, una incógnita. No es de sorprender que Papen, y no Hitler, fuera el favorito de los dirigentes empresariales. Sólo en otoño de 1932, cuando Papen fue sustituido por Kurt von Schleicher, el general que se hallaba detrás de la mayoría de las intrigas políticas y hacía y deshacía gobiernos, cambió significativamente la actitud de la mayoría de los personajes más destacados del mundo empresarial, preocupados por los planteamientos económicos del nuevo canciller y su apertura a los sindicatos.
Antes de la «toma de poder», la financiación del NSDAP seguía dependiendo fundamentalmente de las cuotas que pagaban sus afiliados y de las entradas a los mítines del partido. Los fondos como los que aportaban los simpatizantes del mundo de los negocios reportaban más beneficios a determinados dirigentes nazis que al conjunto del partido. Göring, que necesitaba unos ingresos cuantiosos para satisfacer su desmedida afición por la gran vida y los lujos materiales, se benefició especialmente de esa generosidad. Thyssen, en concreto, le entregó generosos donativos, y Göring (aficionado a recibir a las visitas en su piso de Berlín, espléndidamente decorado, vestido con una túnica roja y unas babuchas puntiagudas, como si fuera un sultán en un harén) no tuvo ninguna dificultad para gastarlos en llevar un fastuoso estilo de vida. Walther Funk, uno de los enlaces de Hitler con los principales industriales, también utilizó sus contactos para llenarse los bolsillos. También se benefició Gregor Strasser. La corrupción era endémica a todos los niveles.
Sería sorprendente que ninguno de estos donativos hubiera llegado a Hitler. De hecho, se dice que Göring había contado que le entregaba a Hitler una parte de los fondos que recibía de industriales del Ruhr. Como ya hemos visto, los generosos donativos de algunos benefactores habían mantenido a Hitler desde los primeros años de su «carrera». Pero a principios de 1930 dependía menos de la ayuda económica de donantes particulares, aunque no cabe duda de que, debido a su celebridad, recibía muchas donaciones no solicitadas. Sus fuentes de ingresos siguen siendo en gran medida desconocidas. Se mantenían totalmente en secreto y completamente separadas de las finanzas del partido. Schwarz, el tesorero del partido, no tenía ni la menor idea acerca de los fondos personales de Hitler. Pero sólo sus ingresos gravables (y sin duda había muchos que no declaraba) se triplicaron en 1930 hasta alcanzar los 45.472 marcos, al dispararse las ventas de Mi lucha después de su triunfo electoral. Eso era más de lo que Funk había ganado en un año como director de un diario berlinés. Aunque por razones de imagen insistía una y otra vez en que no cobraba ningún sueldo del partido, y en que tampoco cobraba nada por los discursos que pronunciaba a favor del mismo, recibía honorarios ocultos en forma de abundantes «gastos» calculados en función de lo que se recaudaba en sus mítines. Además, le pagaban muy bien por los artículos que escribía para el Völkischer Beobachter y, entre 1928 y 1931, para el Illustrierter Beobachter. Y cuando la prensa extranjera comenzó a solicitar entrevistas, se abrió otra puerta a una lucrativa fuente de ingresos. Hitler, subvencionado parcialmente, aunque de manera indirecta, por el partido, recibiendo unos sustanciosos ingresos por los derechos de su profesión declarada de «escritor» y beneficiándose también de donativos no solicitados de admiradores, disponía de unas fuentes de ingresos más que suficientes para cubrir los gastos de una vida acomodada. Las modestas exigencias que pregonaba en cuanto a alimentos y ropa (un elemento constante de su imagen de humilde hombre del pueblo) tenían lugar en un contexto de Mercedes con chófer, lujosos hoteles, grandes mansiones y un séquito personal de guardaespaldas y ayudantes.
IX
A lo largo de 1932, se fue haciendo evidente el carácter terminal de la enferma democracia de Weimar. Durante las elecciones presidenciales de la primavera hubo un preludio del drama que habría de seguir.
El mandato de siete años del presidente del Reich Hindenburg expiraba el 5 de mayo de 1932. Esto planteaba a Hitler un dilema. En caso de que se convocaran elecciones presidenciales, no podía dejar de presentarse. No hacerlo resultaría incomprensible y una enorme decepción para sus millones de seguidores. Podrían empezar a volver la espalda a un líder que rehuía los desafíos. Por otra parte, difícilmente se podía esperar que un enfrentamiento entre el cabo y el mariscal de campo, entre el aventurero político advenedizo y el venerado héroe de Tannenberg, al que se consideraba un símbolo de los valores nacionales por encima de la lucha política de partidos, concluyera con una victoria de Hitler. Enfrentado a este dilema, Hitler tardó más de un mes en decidir presentarse como candidato a presidente.
Pero había que resolver un detalle técnico: Hitler todavía no era un ciudadano alemán. Los anteriores intentos de conseguir la nacionalidad en Baviera en 1929 y en Turingia al año siguiente habían fracasado. Seguía siendo «apátrida». Enseguida se adoptaron medidas para nombrarle Regierungsrat (consejero) en la Delegación de Agricultura y Agrimensura del Estado en Braunschweig y representante del Estado en Berlín. Hitler obtuvo la nacionalidad alemana al ser nombrado funcionario. El 26 de febrero de 1932 juró su cargo como servidor del Estado alemán que estaba decidido a destruir.
Los perversos alineamientos que se establecieron durante la campaña a las elecciones presidenciales demostraron hasta qué punto se había desplazado hacia la derecha el centro de gravedad política. Hindenburg dependía del apoyo de los socialistas y los católicos, quienes habían sido su principal oposición siete años antes, y unos extraños y molestos compañeros de viaje para el decano de la casta militar, un acérrimo protestante y ultraconservador. La derecha burguesa, con Hugenberg a la cabeza, le negó a Hindenburg su apoyo. Y también se lo negó a Hitler, con lo que quedaba claro lo frágil que había resultado ser la proclamada unidad del Frente de Harzburg. Pero su prácticamente desconocido candidato, Theodor Duesterberg, el segundo del Stahlhelm, difícilmente podía ser un candidato serio. En la izquierda, los comunistas eligieron como candidato a su jefe, Ernst Thälmann, convencidos de que sólo obtendría el respaldo de su propio bando. Por tanto, era evidente desde el principio que los principales contrincantes eran Hindenburg y Hitler. El mensaje nazi era igual de claro: votar a Hitler era votar por el cambio; con Hindenburg, las cosas seguirían como estaban. «Viejo […] tienes que hacerte a un lado», proclamó Hitler el 27 de febrero en un mitin celebrado en el Sportpalast de Berlín al que se calcula que asistieron 25.000 personas.
La propaganda nazi se puso a trabajar a toda máquina. El país se vio inundado durante la primera de las cinco grandes campañas de aquel año por un verdadero aluvión de mítines, desfiles y concentraciones nazis, acompañados del boato y el bullicio habituales. El propio Hitler, una vez tomada la decisión, volcó todas sus energías en la gira electoral como de costumbre, viajando por toda Alemania y hablando ante enormes multitudes en doce ciudades durante los once días que duró la campaña.
Las expectativas eran altas, pero el resultado fue una amarga decepción. El 30 por ciento que obtuvo Hitler era menos de lo que había conseguido el NSDAP en las elecciones estatales de Oldenburg y Hesse del año anterior. Con más del 49 por ciento de casi 38 millones de votos emitidos, el presidente del Reich se quedó a sólo 170.000 votos de la mayoría absoluta. Tenía que celebrarse una segunda vuelta.
Esta vez la propaganda nazi recurrió a un nuevo ardid. Hitler subió a los cielos en un avión alquilado, al estilo estadounidense, en su primer «vuelo de Alemania» (Deutschlandflug), un avión adornado con el lema «el Führer sobre Alemania». Hitler llegó a pronunciar veinte grandes discursos en diferentes lugares ante inmensas multitudes, que en total sumaron cerca de un millón de personas, volando de una ciudad a otra en una campaña reducida a menos de una semana para que pudiera haber una tregua de Pascua en el politiqueo. Fue una campaña electoral extraordinaria, como nunca antes se había visto en Alemania. Hindenburg fue reelegido con el 53 por ciento de los votos. Pero mientras los votos de Thälmann habían caído a sólo un 10 por ciento, el apoyo a Hitler había aumentado hasta alcanzar el 37 por ciento. Había conseguido mucho más que salvar la cara. Le habían votado más de trece millones de electores, dos millones más que en la primera vuelta. El culto al Führer, el producto manufacturado por la propaganda nazi que antes sólo había pertenecido a un reducido grupo de fanáticos, estaba a punto de ser vendido a un tercio de la población alemana.
Mientras se contaban los votos, literalmente, Goebbels hacía los preparativos para la próxima batalla: la serie de elecciones estatales del 24 de abril en Prusia, Baviera, Württemberg y Anhalt, y las elecciones municipales de Hamburgo. En total eso equivalía aproximadamente a cuatro quintas partes del país. La frenética campaña seguía sin pausa. En su segundo «vuelo de Alemania», entre el 16 y el 24 de abril, Hitler, que esta vez no sólo viajó a las ciudades sino también al interior de las provincias, pronunció veinticinco grandes discursos.
Los resultados se ajustaron mucho al número de votos obtenidos por Hitler en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Los votantes prácticamente no distinguían entre el líder y el partido. En el inmenso estado de Prusia, que comprendía dos terceras partes del territorio del Reich, el 36,3 por ciento de los votos del NSDAP lo convertían en el principal partido, muy por delante del SPD, el partido dominante desde 1919 hasta entonces. En las elecciones anteriores, en 1928, los nazis habían conseguido seis escaños en el Landtag prusiano. Ahora tenían 162. En Baviera, con el 32,5 por ciento, quedaron a un 0,1 por ciento del partido gobernante, el BVP. En Württemberg pasaron del 1,8 por ciento en 1928 al 26,4 por ciento. En Hamburgo obtuvieron el 31,2 por ciento. Y en Anhalt, con el 40,9 por ciento, pudieron nombrar por primera vez a un primer ministro nazi en un estado alemán.
«Es una victoria fantástica la que hemos conseguido», señaló Goebbels, no sin razón. Pero añadió: «Debemos llegar al poder en un futuro inmediato. De lo contrario, vamos a agotar totalmente nuestras fuerzas en las elecciones». Goebbels se daba cuenta de que la movilización de las masas por sí sola no iba a ser suficiente. Pese a los inmensos avances conseguidos en los tres años anteriores, había indicios de que se habían alcanzado los límites de la movilización. El camino que quedaba por delante todavía no estaba nada claro, pero estaba a punto de abrirse otra puerta.
X
La campaña de las elecciones estatales se había celebrado tras la ilegalización de las SA y las SS. El canciller Brüning y el ministro del Interior y Defensa Groener, presionados por las autoridades estatales, habían convencido a Hindenburg tres días después de la reelección del presidente para que disolviera «todas las organizaciones de corte militar» del NSDAP. La causa inmediata de la disolución fue que la policía prusiana, gracias a un soplo que recibió el ministro del Interior del Reich Groener, efectuó varios registros en las oficinas del Partido Nazi, poco después de la primera vuelta de las elecciones presidenciales, y descubrió material que indicaba que las SA estaban decididas a tomar el poder por la fuerza tras la victoria electoral de Hitler. Durante las campañas de las elecciones presidenciales hubo indicios claros de que las SA (que en ese momento contaban con cerca de 400.000 miembros) estaban impacientes. Circulaba el rumor de que se produciría un golpe de Estado de la izquierda en caso de que ganara Hitler. Las SA habían sido puestas en alerta en toda la nación. Pero en lugar de pasar a la acción, los guardias de asalto se habían quedado sentados y deprimidos en sus cuarteles tras la derrota de Hitler. La noticia de una inminente ilegalización se filtró a la dirección nazi dos días antes de que se produjera. Así pues, se pudieron hacer algunos preparativos para conservar las SA como unidades diferenciadas dentro de la organización del partido, simplemente reclasificando a los guardias de asalto como miembros corrientes de éste. Y puesto que la izquierda también tenía sus organizaciones paramilitares, a las que no afectaba la orden de disolución de Groener, las autoridades habían proporcionado a los nazis una eficaz arma propagandística que Hitler se apresuraría a explotar.
La consecuencia más importante fue que la ilegalización de las SA desencadenó las intrigas que habrían de debilitar la posición no sólo de Groener, sino también de Brüning, y desplazar el gobierno del Reich bruscamente hacia la derecha. El personaje clave habría de ser el general Von Schleicher, jefe de la Oficina Ministerial, el departamento político del ejército, en el Ministerio del Reichswehr, y considerado hasta entonces el protegido de Groener. El objetivo de Schleicher era un régimen autoritario, apoyado en el Reichswehr, con el respaldo de los nacionalsocialistas. La idea era «domesticar» a Hitler e incorporar a los «elementos valiosos» de su movimiento en lo que habría sido, básicamente, una dictadura militar con un respaldo populista. Así, Schleicher se opuso a la ilegalización de las SA, que quería que fueran una organización que proporcionara reclutas a un Reichswehr que se ampliaría en cuanto se solucionara el asunto de las reparaciones. El 28 de abril Hitler se enteró, en unas conversaciones secretas mantenidas con Schleicher, de que el alto mando del Reichswehr ya no apoyaba a Brüning. El 7 de mayo le seguiría lo que Goebbels describió como «una discusión decisiva con el general Schleicher», a la que asistieron algunos miembros del entorno inmediato de Hindenburg. «Brüning se va a marchar en los próximos días —añadió—. El presidente del Reich le retirará su confianza. El plan es colocar un gabinete presidencial. Se disolverá el Reichstag y se derogarán todas las leyes coercitivas. Dispondremos de libertad de acción y entonces ejecutaremos una obra maestra de la propaganda». Así pues, la revocación de la prohibición de las SA y la celebración de nuevas elecciones eran el precio que pedía Hitler por apoyar a un nuevo gabinete de derechas. Esta insistencia en las elecciones pone de manifiesto que Hitler básicamente pensaba, como siempre, en poco más que en llegar al poder ganándose a las masas.
Brüning fue capaz de sobrevivir más de lo que habían imaginado los conspiradores, pero era evidente que sus días estaban contados. El 29 de mayo Hindenburg pidió bruscamente la dimisión de Brüning. Al día siguiente, éste la presentó en una brevísima audiencia.
«El sistema se está desmoronando», escribió Goebbels. Hitler vio al presidente del Reich aquella tarde y le dijo por la noche a su jefe de propaganda que la reunión había ido bien: «Van a revocar la prohibición de las SA. Van a volver a permitir los uniformes. Se disolverá el Reichstag. Eso es lo más importante de todo. Está previsto que sea canciller Von Papen, pero eso no es muy interesante. ¡A votar, a votar! Convenzamos al pueblo. Estamos todos muy contentos».
XI
Unos días antes de la caída de Brüning Schleicher había sondeado al nuevo canciller, Franz von Papen, un miembro de la nobleza católica educado y muy bien relacionado, antiguo diplomático y acérrimo conservador que había pertenecido a la derecha del Zentrum. Schleicher no sólo había allanado el camino con Hindenburg para el nombramiento de Papen, sino que también había elaborado una lista de ministros y había hablado del asunto con algunos de ellos incluso antes de que Papen hubiera aceptado. Papen, con su «gabinete de barones» independiente de los partidos, ni siquiera fingía encabezar un gobierno parlamentario. Sin posibilidad alguna de obtener la mayoría en el Reichstag, dependía únicamente de los decretos de emergencia presidenciales y de la tolerancia del NSDAP.
Tal como se había acordado, el presidente del Reich disolvió el Reichstag y convocó elecciones para la fecha más lejana posible, el 31 de julio de 1932. Hitler tenía una última oportunidad de intentar conseguir el poder en las urnas. Las elecciones estatales de Oldenburg a finales de mayo y las de Mecklenburg-Schwerin el 5 de junio proporcionaron al NSDAP el 48,4 y el 49 por ciento de los votos, respectivamente. El 19 de junio el porcentaje de votos obtenidos por los nazis alcanzó el 44 por ciento en Hesse. No parecía imposible lograr la mayoría absoluta en las elecciones al Reichstag.
La segunda parte del acuerdo de Schleicher con Hitler, la derogación de la prohibición de las SA y las SS, se produjo al fin, tras cierto retraso, el 16 de junio. Para entonces la prohibición ya se desobedecía abiertamente. Su derogación fue el preludio de un verano de violencia política en toda Alemania como jamás se había visto antes. La guerra civil latente durante toda la República de Weimar amenazaba con convertirse en una verdadera guerra civil. Los enfrentamientos armados y las refriegas callejeras entre las SA y los comunistas eran diarios. Se podría pensar que la violencia nazi debería haber disuadido a los seguidores burgueses «respetables», a los que atraía cada vez más. Sin embargo, como muchos de estos seguidores nazis consideraban que la amenaza estaba en la izquierda, el vandalismo anticomunista, que supuestamente servía a los intereses de la nación, ahuyentaba a muy pocos votantes.
El nivel de violencia era aterrador. En la segunda mitad de junio, tras la revocación de la prohibición de las SA, hubo diecisiete asesinatos por motivos políticos. En julio se cometieron ochenta y seis asesinatos, en su mayoría de nazis y comunistas. La cifra de heridos graves se elevó a centenares.
El gobierno de Papen retomó de inmediato los planes que había pospuesto para deponer al gobierno prusiano, que todavía presidía el socialdemócrata Otto Braun con otro socialista, Carl Severing, como ministro del Interior, y puso el mayor estado de Alemania en manos de un comisario del Reich. El 20 de julio se comunicó a los representantes del gobierno prusiano su destitución y que Papen era el nuevo comisario político del Reich para Prusia. El estado más grande y más importante, y decisivo baluarte de la socialdemocracia, capituló sin oponer resistencia. La destrucción del bastión prusiano por Papen sin que se levantara siquiera la voz fue llevada a cabo por los conservadores, no por los nazis, pero sirvió de modelo para la toma del poder en los estados más de seis meses antes de que Hitler asumiera el cargo del canciller.
Mientras tanto, el partido de Hitler se había embarcado en su cuarta campaña electoral en cuatro meses. Goebbels había afirmado a mediados de abril que la escasez de fondos estaba entorpeciendo las labores de propaganda. Sin embargo, cuando se volvió a poner en marcha la maquinaria propagandística no había el menor indicio de que se estuvieran escatimando dinero o energías. Un recurso novedoso fue el uso de propaganda cinematográfica y la fabricación de 50.0000 discos de gramófono con un «llamamiento a la nación» de Hitler. Eran conscientes de que la gente empezaba a aburrirse de las continuas campañas electorales. Hitler inició una maratoniana gira electoral por cincuenta y tres pueblos y ciudades durante su tercer «vuelo de Alemania». El tema seguía siendo el mismo: los partidos de la revolución de noviembre habían sido los responsables de la inaudita destrucción de todos los aspectos de la vida en Alemania; su partido era el único que podía rescatar al pueblo alemán de su desgracia.
Cuando se anunciaron los resultados el 31 de julio, los nazis pudieron apuntarse otra victoria, si se le puede llamar así. Su porcentaje de votos había aumentado hasta el 37,4 por ciento. Esto les convertía, con 230 escaños, en el principal partido del Reichstag. Los socialistas habían perdido votos con respecto a 1930; el KPD y el Zentrum había hecho ligeros avances; el hundimiento de los partidos burgueses de centro y derecha se había agravado aún más.
Sin embargo, la victoria de los nazis no fue más que una victoria pírrica. No cabe duda de que su avance, comparado con los resultados de las elecciones al Reichstag de 1930, por no hablar de los de 1928, era impresionante. Pero desde una perspectiva más a corto plazo el resultado de las elecciones de julio se podía considerar incluso decepcionante. Los resultados que habían logrado apenas mejoraban los obtenidos en las segundas elecciones presidenciales y en las elecciones estatales de abril.
El 2 de agosto Hitler seguía sin saber muy bien qué hacer. Al cabo de dos días, mientras estaba en Berchtesgaden, decidió cómo iba a jugar sus bazas. Concertó una reunión con Schleicher en Berlín para exponer sus demandas: la cancillería para él, el Ministerio del Interior para Frick, el Ministerio del Aire para Göring, el Ministerio de Trabajo para Strasser y un Ministerio para la Educación del Pueblo para Goebbels. Confiaba en que «los barones cedieran», pero no estaba seguro de cuál sería la reacción del «viejo» Hindenburg.
Las negociaciones secretas con el ministro del Reichswehr, Schleicher, que se celebraron el 6 de agosto en Fürstenberg, a 80 kilómetros al norte de Berlín, se prolongaron durante horas. Cuando Hitler informó a los demás dirigentes nazis reunidos en Berchtesgaden, irradiaba confianza. «El asunto se esclarecerá en una semana —pensaba Goebbels—. El jefe se convertirá en canciller del Reich y primer ministro de Prusia; Strasser, en ministro del Interior del Reich y Prusia; Goebbels, en ministro de Educación de Prusia y del Reich; Darré, de Agricultura en ambos; Frick, en secretario de Estado de la cancillería del Reich; Göring, en ministro del Aire. Justicia es para nosotros. Warmbold, de Economía. Crosigk [es decir, Schwerin von Krosigk], de Finanzas; Schacht, en el Reichsbank. Un gobierno de hombres. Si el Reichstag rechaza la ley de plenos poderes, le mandaremos a freír espárragos. Hindenburg quiere morir con un gobierno nacional. No volveremos a renunciar al poder nunca más. Tendrán que sacarnos con los pies por delante […]. Todavía no me lo puedo creer. A las puertas del poder».
El acuerdo con Schleicher parecía ofrecer a Hitler todo cuanto quería. No era el poder total, pero le faltaba poco en lo que respecta al poder interno y el control de la política nacional. Desde el punto de vista de Schleicher, la concesión de una cancillería a Hitler era un asunto importante. Pero cabe suponer que el ministro del Reichswehr creía que mientras el ejército estuviera bajo su control, se podría mantener a Hitler bajo control, y proporcionaría la base popular para un régimen autoritario en el que él seguiría siendo la eminencia gris. La posibilidad de que estallara una guerra civil, a la que podría verse arrastrado el Reichswehr, se desvanecería rápidamente. Y los inevitables compromisos que tendrían que asumir al enfrentarse a las realidades de la responsabilidad política bajarían los humos a los nazis. Ése era el razonamiento que subyacía a todas las variantes de la «estrategia de domesticación» que se desarrollaría en los meses siguientes.
Los seguidores nazis presentían el triunfo. Desde Berlín informaron por teléfono de que todo el partido esperaba conseguir el poder. «Si las cosas salen mal, la reacción será terrible», comentó Goebbels.
El 11 de agosto Hitler celebró una última reunión con los dirigentes del partido en Prien, en el Chiemsee, el mayor lago de Baviera, situado a unos 130 kilómetros al este de Múnich, cerca de la frontera austríaca. Para entonces ya era consciente de que en los pasillos del poder crecía la oposición a su nombramiento como canciller. Todavía quedaba la posibilidad de amenazar con una coalición con el Zentrum. Pero Hitler se mostró inflexible y no se conformaba con menos que la cancillería. Tras descansar en su piso de Múnich, al día siguiente viajó hasta Berlín en coche para evitar cualquier publicidad. Röhm se reunió con Schleicher y con Papen aquel día, el 12 de agosto, pero sus sondeos sobre la concesión de la cancillería a Hitler no fueron concluyentes. Hitler llegó de noche a la casa de Goebbels en Caputh, a las afueras de Berlín. Le dijeron que aún no se había resuelto nada después de las reuniones de Röhm. Insistió en que se trataba de «todo o nada». Pero si hubiera sido tan sencillo, no se habría pasado el resto de la velada paseando arriba y abajo, sopesando hasta qué punto dependía de la decisión del presidente del Reich. Para Goebbels estaba claro qué era lo que había en juego. A menos que se confirieran a Hitler amplios poderes, es decir, la cancillería, tendría que rechazar el cargo. En ese caso, «la consecuencia sería una fuerte depresión en el movimiento y en el electorado». Y añadió: «Y sólo nos queda esta oportunidad».
A la mañana siguiente, el 13 de agosto, Hitler, acompañado por Röhm, se reunió con Schleicher, y poco después, esta vez acompañado por Frick, mantuvo una reunión con el canciller Papen. Ambos le informaron de que Hindenburg no estaba dispuesto a nombrarle canciller. «Enseguida me di cuenta de que estaba tratando con un hombre muy diferente al que había conocido dos meses antes —recordaba Papen—. El humilde aire de respeto había desaparecido y tenía delante a un político exigente que ya había obtenido un rotundo triunfo electoral». Papen le propuso a Hitler que se incorporara al gobierno en calidad de vicecanciller. Sostenía (convencido de que el apoyo al NSDAP había alcanzado su nivel más alto) que la alternativa de una oposición continuada supondría seguramente que comenzara a flaquear la campaña de su partido. Mientras que, en el caso de que se produjera una colaboración fructífera de Hitler y «una vez que el presidente le llegara a conocer mejor», escribiría Papen más tarde, estaría dispuesto a renunciar a la cancillería y a cedérsela al dirigente nazi. Hitler rechazó de plano la idea de que el jefe de un movimiento tan grande como el suyo desempeñara un papel secundario y se opuso todavía más enérgicamente a la idea de continuar en la oposición, aun permitiendo a uno de sus socios ocupar el cargo de vicecanciller. Papen le advirtió al final de la reunión, acalorada en algunos momentos, que la decisión competía al presidente del Reich, pero que tendría que informar a Hindenburg de que las conversaciones no habían tenido un desenlace positivo.
No resulta sorprendente que Hitler y su séquito, reunidos en la casa de Goebbels en Reichskanzlerplatz, hubieran empezado a sentirse pesimistas. Lo único que podían hacer era esperar. Cuando el secretario de Estado, Planck, llamó desde la cancillería del Reich a eso de las tres de la tarde, le preguntaron si tenía algún sentido que Hitler se reuniera con el presidente del Reich cuando ya era evidente que había tomado una decisión. Le dijeron que Hindenburg quería hablar primero con él. Quizá todavía quedara una posibilidad. Centenares de personas se habían congregado en Wilhelmstraße cuando Hitler llegó al palacio presidencial para su audiencia, programada a las cuatro y cuarto de la tarde. Hindenburg fue correcto, pero frío. Según las notas que tomó el secretario de Estado de Hindenburg, Otto Meissner, le preguntó a Hitler si estaba dispuesto a incorporarse al gobierno de Papen. El presidente afirmó que su colaboración sería bien recibida. Hitler manifestó que, por las razones que ya había expuesto pormenorizadamente al canciller aquella mañana, su participación en aquel gobierno era impensable. Dada la importancia de su movimiento, tenía que exigir la jefatura del gobierno y «la jefatura del Estado en toda su extensión para él y para su partido». El presidente del Reich se opuso rotundamente. Dijo que no podría responder ante Dios, su conciencia y la patria si le entregaba todo el poder del gobierno a un solo partido, y menos aún a uno que era tan intolerante con quienes opinaban de manera distinta. También le preocupaba el descontento que había en el país y su posible repercusión en el extranjero. Cuando Hitler repitió que descartaba cualquier otra solución, Hindenburg le aconsejó que ejerciera una oposición caballerosa y le aseguró que todos los actos terroristas serían tratados con la máxima severidad. En un gesto más sentimental que de realismo político, estrechó la mano de Hitler como si fueran «viejos camaradas». La reunión sólo había durado veinte minutos. Hitler se había dominado, pero fuera, en el pasillo, amenazó con explotar. Declaró que los acontecimientos conducirían inexorablemente a la conclusión que él había propuesto y a la caída del presidente, que el gobierno se vería en una posición extremadamente difícil, la oposición sería feroz y él no aceptaría ninguna responsabilidad por las consecuencias.
Hitler era consciente de que había sufrido una importante derrota política. Era su mayor revés desde el fracaso del putsch nueve años antes. La estrategia que había seguido todos esos años, la de movilizar a las masas (su instinto natural y lo que mejor hacía) convencido de que bastaría para obtener el poder, había resultado un fracaso. Había llevado a su partido a un callejón sin salida. Se había logrado un importante avance. El ascenso del NSDAP a las puertas del poder había sido meteórico. Acababa de obtener una victoria electoral aplastante, pero había sido rechazado tajantemente como canciller del Reich por la única persona cuya conformidad era indispensable de acuerdo con la Constitución de Weimar: el presidente del Reich, Hindenburg. El juego de «todo o nada» había dejado a Hitler con las manos vacías. Con un partido cansado, deprimido, desesperadamente decepcionado y dividido, la perspectiva de continuar en la oposición no resultaba nada tentadora. Pero no quedaba otro remedio. Aunque se celebraran nuevas elecciones, lo más probable era que resultara difícil mantener el mismo nivel de apoyo que ya habían movilizado.
El 13 de agosto de 1932 debería haber sido un momento decisivo en la lucha de Hitler por el poder. Después de eso nunca debió existir un 30 de enero de 1933. Sin aliados influyentes, capaces de convencer al presidente del Reich de que cambiara de idea, Hitler nunca habría podido alcanzar el poder, ni siquiera siendo el líder de un enorme movimiento con más de trece millones de seguidores en el país. El que se le negara la cancillería después de haber logrado una victoria y que le fuera entregada después de sufrir una derrota (en las siguientes elecciones al Reichstag de noviembre) no se puede atribuir a ningún «triunfo de la voluntad».