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SEÑALES DE UNA MENTALIDAD GENOCIDA
I
La dinámica ideológica del régimen nazi no era en modo alguno una simple cuestión de Weltanschauung personalizada de Hitler. De hecho, los objetivos ideológicos de Hitler hasta ese momento sólo habían desempeñado un papel subordinado en su política expansionista y no figurarían en un lugar destacado en la crisis polaca durante el verano de 1939. Sin duda, el partido y sus numerosas suborganizaciones eran importantes para mantener la presión a favor de nuevas medidas discriminatorias contra aquellos grupos que constituían un objetivo ideológico. Sin embargo, no cabía esperar mucho de la sede central del partido, a cargo de Rudolf Hess, el segundo de Hitler en los asuntos del partido, en lo que respecta a una planificación coherente. La organización clave no era el partido, sino las SS.
El interés por la expansión era evidente. Himmler, Heydrich y los mandos de las SS, animados por sus triunfos en Austria y los Sudetes, estaban dispuestos a ampliar (por supuesto, bajo la égida de Hitler) su propio imperio. Ya en agosto de 1938 un decreto de Hitler satisfacía el deseo de Himmler de crear una sección armada de las SS. En realidad, constituía una cuarta rama de las fuerzas armadas, mucho más pequeña que las otras, pero concebida como un cuerpo de «soldados políticos» motivados ideológicamente que estaban «a disposición exclusiva» del Führer. No era de extrañar que Himmler hubiera sido uno de los halcones durante la crisis de los Sudetes, alineándose con Ribbentrop y estimulando la agresividad de Hitler. En ese momento los mandos de las SS buscaban obtener ganancias territoriales que les proporcionaran oportunidades de experimentar ideológicamente a fin de poder culminar la visión de un gran Reich alemán, purificado racialmente, bajo el férreo control de la casta elegida de la elite de las SS. En el mundo posterior a Hitler, una vez obtenida la «victoria final», las SS estaban llamadas a ser los amos de Alemania y Europa.
Creían que su misión consistía en la implacable erradicación de los enemigos ideológicos de Alemania, quienes, de acuerdo con la extraña visión de Himmler, eran numerosos y amenazadores. A principios de noviembre de 1938 les dijo a los mandos de las SS: «Debemos tener claro que en los próximos diez años nos encontraremos con conflictos insólitos y decisivos. No se trata sólo de la lucha de las naciones, que en este caso el bando contrario plantea como una simple fachada, sino de la lucha ideológica de los judíos, la francmasonería, el marxismo y las iglesias del mundo. Estas fuerzas, de las que, en mi opinión, los judíos son el espíritu impulsor, el origen de todo lo negativo, saben muy bien que si Alemania e Italia no son destruidas, ellas serán aniquiladas. Se trata de una conclusión sencilla. Los judíos no tienen cabida en Alemania. Es cuestión de tiempo. Los iremos expulsando cada vez más con una implacabilidad sin precedentes».
Este discurso fue pronunciado la víspera de que estallara en Alemania una orgía de violencia elemental contra su minoría judía durante el tristemente célebre pogromo de los días 9 y 10 de noviembre de 1938, al que en la jerga popular se llamó cínicamente la «Noche de los Cristales Rotos» (Reichskristallnacht), en alusión a los millones de cristales rotos que cubrían las aceras de Berlín junto a las tiendas de judíos destrozadas. Aquella noche de terror, en la que un Estado moderno retrocedió a la brutalidad asociada a épocas pasadas, reveló al mundo la brutalidad del régimen nazi. En el interior de Alemania redundó en medidas draconianas para excluir a los judíos de la economía, junto con una reestructuración de la política antisemita, que pasó a estar bajo control directo de las SS, para cuyos mandos la guerra, la expansión y la erradicación de los judíos estaban vinculadas.
Este vínculo no sólo se vio reforzado para las SS a raíz de la «Noche de los Cristales Rotos». También para Hitler empezaba a concretarse la conexión entre la guerra que sabía que se avecinaba y la destrucción de los judíos de Europa. Desde los años veinte se había mantenido fiel a la idea de que la salvación de Alemania sólo se podía lograr mediante una lucha titánica por la supremacía en Europa y por el posible poder mundial contra poderosos enemigos que contaban con el apoyo del enemigo más poderoso de todos, tal vez más poderoso aún que el propio Tercer Reich: la judería internacional. El riesgo por asumir era colosal, pero para Hitler era un riesgo que no se podía evitar. Y, para él, el destino de los judíos estaba inexorablemente unido a ese riesgo.
El pogromo a escala nacional que perpetraron las desenfrenadas bandas nazis la noche del 9 y el 10 de noviembre fue la culminación de una tercera oleada de violencia antisemita (peor aún que las de 1933 y 1935), que había empezado en la primavera de 1938 y había proseguido como acompañamiento interno de la crisis de política exterior durante todo el verano y todo el otoño. Algunos de los antecedentes del verano de violencia fueron el terror manifiesto en las calles de Viena en marzo y el «triunfo» que Eichmann había cosechado obligando a los judíos vieneses a emigrar. Los dirigentes nazis de las ciudades del «viejo Reich», sobre todo de Berlín, tomaron nota. Tenían a su alcance la posibilidad de deshacerse de «sus» judíos. Otro antecedente fue la campaña de «arianización» para acosar a los judíos y expulsarlos de la vida económica de Alemania. A principios de 1933 había unos 50.000 negocios judíos en Alemania. En julio de 1938 sólo quedaban 9.000. La gran ofensiva para excluir a los judíos se produjo entre la primavera y el otoño de 1938. Por ejemplo, los 1.690 negocios que estaban en manos de judíos en Múnich en febrero de 1938 quedaron reducidos en octubre a 666 (dos terceras partes de ellos propiedad de ciudadanos extranjeros). La campaña de «arianización» no sólo permitió cerrar negocios o que los compraran por una miseria sus nuevos propietarios «arios», sino que también trajo consigo una nueva avalancha de medidas legislativas que imponían toda una serie de restricciones discriminatorias y la prohibición de actividades profesionales (como a los médicos y abogados judíos), hasta el punto de impedir a los judíos intentar ganarse la vida como vendedores ambulantes. Entre la legislación para señalar los negocios judíos que quedaban e identificar a las personas judías sólo mediaba un paso. Un decreto del 17 de agosto había impuesto a los varones judíos la obligación de añadir el nombre de «Israel» y a las mujeres el nombre de «Sara» a los nombres que ya tuvieran y, bajo pena de cárcel, a utilizar esos nombres en todos los asuntos oficiales. El 5 de octubre les obligaron a llevar una «J» sellada en sus pasaportes. Al cabo de unos días, Göring declaró que «ahora se debe abordar la cuestión judía con todos los medios disponibles, ya que [los judíos] deben salir de la economía».
A aquella legislación le acompañó, inevitablemente, la violencia. Durante los meses de verano se cometieron un sinfín de ataques localizados contra propiedades e individuos judíos, ataques que normalmente perpetraban miembros de las formaciones del partido. La atención de los militantes del partido se centró, mucho más que en las oleadas antisemitas anteriores, en las sinagogas y los cementerios judíos, que sufrieron reiterados ataques vandálicos. Como un indicador del estado de ánimo y un anticipo «ordenado» de lo que ocurriría en todo el país durante la «Noche de los Cristales Rotos», el 9 de junio fue demolida la principal sinagoga de Múnich, la primera que destruyeron los nazis en Alemania. Durante una visita a la ciudad unos días antes, Hitler se había quejado de que estuviera tan cerca de la Deutsches Künstlerhaus («Casa de los Artistas Alemanes»). La razón oficial que se dio fue que el edificio obstruía el tráfico.
Hitler juzgó importante que no se le asociara públicamente con la campaña contra los judíos a medida que ésta iba ganando fuerza durante 1938. Por ejemplo, no se permitió a la prensa hablar de la «cuestión judía» en relación con sus visitas a diferentes partes de Alemania aquel año. El motivo parece haber sido que Hitler quería preservar su imagen tanto dentro como fuera del país (sobre todo en vista de la evolución de la crisis checa) y evitar que se le asociara personalmente con actos desagradables contra los judíos. De ahí que insistiera en septiembre de 1938, en el momento álgido de la crisis de los Sudetes, en que no se diera publicidad en aquella etapa a su firma del quinto decreto complementario de la ley de ciudadanía del Reich para expulsar a los abogados judíos, a fin de evitar cualquier posible deterioro de la imagen de Alemania (refiriéndose en realidad a su propia imagen) en un momento tan tenso.
En realidad, no tenía que hacer mucho para avivar la creciente campaña contra los judíos. Ya había otros que se encargaban de dirigir, de tomar la iniciativa, de presionar para que se actuara, siempre, por supuesto, en la convicción de que se hacía en consonancia con la gran misión del nazismo. Era un ejemplo clásico de «trabajar en aras del Führer», en el que se daba por sentado (normalmente por interés propio) que Hitler aprobaba las medidas encaminadas a la «eliminación» de los judíos, medidas que se consideraba que favorecían claramente sus objetivos a largo plazo. Los militantes del partido de las diferentes formaciones del movimiento no necesitaban el menor estímulo para dar rienda suelta a nuevos ataques contra los judíos y contra sus propiedades. Los «arios» que tenían negocios, desde los más pequeños hasta los mayores, no desaprovechaban la menor oportunidad de beneficiarse a expensas de los empresarios judíos. Centenares de negocios judíos (incluidos bancos privados con una larga tradición como Warburg y Bleichröder) se vieron obligados a vender a compradores «arios» por una ínfima parte de su valor, a menudo tras verse extorsionados al más puro estilo mafioso. Los grandes negocios fueron los que más ganaron. Empresas colosales como Mannesmann, Krupp, Thyssen, Flick e IG-Farben, y grandes bancos como el Deutsche Bank y el Dresdner Bank, fueron los principales beneficiarios, mientras una serie de consorcios empresariales, funcionarios del partido corruptos y una cifra incalculable de pequeñas firmas comerciales se apropiaron de cuanto pudieron. Pilares «arios» del sistema como los médicos y los abogados también acogieron con agrado las ventajas económicas que podía reportarles la expulsión de los judíos de la profesión médica y de la abogacía. Los profesores universitarios consagraron su talento, sin que se lo pidieran, a definir supuestas características negativas del carácter y la psicología judíos. Y durante todo ese tiempo los funcionarios trabajaron como hormigas para poner a punto la legislación que convirtiera a los judíos en proscritos y parias, y transformara sus vidas en un tormento y un suplicio. La policía, sobre todo la Gestapo, con la ayuda como siempre de ciudadanos serviciales deseosos de denunciar a los judíos o a quienes consideraban «amigos de los judíos», actuaba como un organismo de seguridad preventiva que se valía de sus métodos «racionales» de detención e internamiento en campos de concentración en lugar de la descarnada violencia de los exaltados del partido, aunque con un mismo objetivo. Y también el SD (que empezó siendo el servicio de inteligencia del propio partido y se había convertido en un organismo de vigilancia y planificación ideológica crucial dentro de unas SS en rápida expansión) iba camino de asumir el papel esencial en la configuración de la política antijudía.
Todos los grupos, organismos o individuos que se dedicaban a promover la radicalización de la discriminación contra los judíos tenían intereses creados y un proyecto específico. Lo que les unía y les proporcionaba una justificación era la idea de la purificación racial y, en concreto, de una Alemania «sin judíos» encarnada en la persona del Führer. Por tanto, el papel de Hitler era crucial, aunque a veces fuera indirecto. Su sanción general era necesaria, pero, en la mayoría de los casos, poco más hacía falta.
No cabe duda de que Hitler aprobaba y respaldaba plenamente la nueva ofensiva contra los judíos, aunque procuraba no acaparar la atención. Uno de los principales agitadores y partidarios de emprender acciones radicales contra los judíos, Joseph Goebbels, no tuvo ninguna dificultad en abril de 1938 (inmediatamente después de la brutal persecución de los judíos en Viena) para convencer a Hitler de que apoyara sus planes de «limpiar» Berlín, sede de su propio Gau. La única condición que puso Hitler fue que no se emprendiera ninguna acción hasta que se hubiera reunido con Mussolini a principios de mayo. Para él era sumamente importante que sus conversaciones con el Duce tuvieran unos resultados satisfactorios, sobre todo en lo referente a sus planes sobre Checoslovaquia. Había que evitar las posibles repercusiones diplomáticas que tendría una intensificada persecución de los judíos en la capital de Alemania. Goebbels ya había hablado de sus propios objetivos con respecto a la «cuestión judía» con el jefe de policía de Berlín, Wolf Heinrich Graf von Helldorf, antes de abordar el asunto con Hitler. «Después se lo planteamos al Führer. Está de acuerdo, pero sólo después de su viaje a Italia. Se peinarán los establecimientos judíos. Luego se asignará a los judíos una piscina, unos cuantos cines y restaurantes. En los demás lugares tendrán prohibida la entrada. Haremos que Berlín deje de tener el carácter de un paraíso para los judíos. Los negocios judíos serán señalizados como tales. En cualquier caso, ahora vamos a proceder de una forma más radical. El Führer quiere ir expulsándolos poco a poco a todos. Negociar con Polonia y Rumanía. Madagascar sería el lugar más adecuado para ellos».
Los antisemitas radicales habían propugnado la «solución de Madagascar» durante decenios. La mención de la misma en esta coyuntura parece indicar que Hitler se estaba distanciando de la idea de que la emigración iba a resolver el «problema judío» y prefería una solución basada en el reasentamiento territorial. Es muy posible que en esto le hubiera influido Heydrich, quien le informaba de los puntos de vista de los «especialistas» en política judía del SD. La relativa falta de éxito a la hora de «convencer» a los judíos para que emigraran (casi tres cuartas partes de la población judía registrada en 1933 seguían viviendo en Alemania en octubre de 1938 pese a la persecución), junto con los crecientes impedimentos que ponían a la inmigración judía otros países, había obligado al SD a revisar sus ideas sobre la futura política antijudía. A finales de 1937 el entusiasmo con la idea de promover la creación de un estado judío en Palestina, desarrollada por Eichmann, gracias en parte a pactos secretos con contactos sionistas, se había enfriado notablemente. La propia visita de Eichmann a Palestina, organizada por su intermediario sionista, había sido un completo fracaso. Y lo que era aún más importante: el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán se oponía categóricamente a la idea de crear un estado judío en Palestina. Pese a todo, el objetivo seguía siendo la emigración.
Hitler también prefería que el territorio de destino fuera Palestina. A principios de 1938 ratificó la política (que se remontaba a casi un año antes) encaminada a promover por todos los medios posibles la emigración de los judíos a cualquier país dispuesto a aceptarlos, aunque pensando en Palestina en primer lugar. No obstante, también era consciente de los posibles peligros que entrañaba crear un estado judío que pudiera ser una amenaza para Alemania en una fecha futura. En cualquier caso, también se estaban sopesando otras ideas. Ya en 1937 hubo propuestas en el SD de deportar a los judíos a zonas yermas e inhóspitas del mundo que apenas pudieran sustentar vida humana y claramente incompatibles, en opinión del SD, con un nuevo florecimiento de la judería y una posible revitalización de la «conspiración mundial». Además de Palestina, también se habían mencionado como posibilidades Ecuador, Colombia y Venezuela. En aquel momento ninguna de estas ideas llegó a concretarse. Pero aquellas propuestas apenas se diferenciaban en lo esencial de la vieja idea, posteriormente renovada, de que Madagascar era un territorio inhóspito adecuado para acoger a los judíos hasta que, se suponía, acabaran muriendo. La idea de reasentar a los judíos, que ya circulaba en el SD, era en sí misma latentemente genocida.
Fuera cual fuera la línea política preferida, el «objetivo final» (como indicaban los comentarios de Hitler a Goebbels) seguía siendo impreciso y, como tal, compatible con todas las tentativas de promover la «eliminación» de los judíos. Se tardaría un buen número de años en completar esa «eliminación» definitiva. Incluso después de la «Noche de los Cristales Rotos», Heydrich seguía pensando en una «acción migratoria» que durara entre ocho y diez años. El propio Hitler ya le había insinuado a Goebbels hacia finales de julio de 1938 que «hay que eliminar a los judíos de Alemania en diez años». Y añadía que, mientras tanto, había que retenerlos como «garantías».
Goebbels, mientras tanto, estaba impaciente por hacer progresos en la «limpieza racial» de Berlín. «En algún lugar tiene que empezar», comentó. Creía que se podía lograr la eliminación de los judíos de la vida económica y cultural de la ciudad en unos cuantos meses. El programa que elaboró para él Helldorf a mediados de mayo, y al que dio su aprobación, proponía una serie de medidas discriminatorias (entre las que figuraban carnets de identidad especiales para los judíos, la señalización de las tiendas judías, la prohibición a los judíos de utilizar parques públicos y compartimentos especiales para ellos en los trenes), la mayoría de las cuales, tras el pogromo de noviembre, se llegarían a aplicar de forma generalizada. Helldorf también previó la construcción de un gueto en Berlín que debían financiar los judíos más ricos.
Aunque este último objetivo seguía sin cumplirse, la ponzoñosa atmósfera creada por la agitación de Goebbels (con la aprobación tácita de Hitler) dio rápidos resultados. Ya el 27 de mayo una muchedumbre de unas mil personas recorrió algunas zonas de Berlín destrozando los escaparates de las tiendas que pertenecían a judíos e incitando a la policía, deseosa de no perder la iniciativa en la política antijudía, a poner a los propietarios bajo «detención preventiva». Cuando a mediados de junio los militantes del partido pintaron consignas antisemitas en las tiendas judías de Kurfürstendamm, la principal calle comercial del oeste de la ciudad, y se produjeron saqueos en algunas tiendas, la preocupación por la imagen de Alemania en el extranjero obligó a poner freno a la violencia en público. Hitler intervino directamente desde Berchtesgaden, tras lo cual Goebbels prohibió a regañadientes todos los actos ilegales. Sin embargo, Berlín había marcado la pauta. Se perpetraron «actos» similares, iniciados por las organizaciones locales del partido, en Frankfurt, Magdeburg y otros pueblos y ciudades. En innumerables poblaciones los militantes del partido interpretaron que la ausencia de una prohibición general explícita desde arriba de los «actos individuales», como la que se había impuesto en 1935, equivalía a luz verde para intensificar sus propias campañas. Se había encendido la mecha para un verano y un otoño de violencia. A medida que iba en aumento la tensión en la crisis checa, diferentes iniciativas locales antisemitas en varias regiones se encargaron de que la «cuestión judía» se convirtiera en un polvorín a la espera de que saltara una chispa. La marea radical seguía avanzando. El ambiente se había vuelto amenazador en extremo para los judíos.
Aun así, desde el punto de vista de la jefatura del régimen, seguía sin haber una solución obvia para las cuestiones de cómo expulsar a los judíos de la economía y obligarlos a marcharse de Alemania. Eichmann ya había sugerido en enero de 1937, en un extenso memorándum interno, que los pogromos eran la forma más eficaz de acelerar la lenta emigración. Como si fuera la respuesta a una plegaria, la mañana del 7 de noviembre de 1938 un judío polaco de diecisiete años, Herschel Grynszpan, disparaba a Ernst vom Rath, tercer secretario de la embajada alemana en París, y brindaba una oportunidad que no se podía desperdiciar. Goebbels la aprovecharía con entusiasmo. No tuvo ninguna dificultad para conseguir el pleno respaldo de Hitler.
II
La intención de Grynszpan era matar al embajador, pero se dio la casualidad de que el primer funcionario que vio fue Vom Rath. El tiroteo fue un acto de desesperación y venganza por su propia miserable existencia y por la deportación a finales de octubre desde Hanover de su familia, a la que simplemente habían dejado, junto con otros 18.000 judíos polacos, en las fronteras con Polonia. Dos años y medio antes, cuando el estudiante de medicina judío David Frankfurter había matado en Davos al dirigente nazi suizo Wilhelm Gustloff, las circunstancias habían exigido contener firmemente cualquier reacción violenta de los fanáticos del partido en Alemania. Pero en el amenazador clima del otoño de 1938, la situación no podía ser más diferente. En aquel momento se animó a las hordas nazis a dirigir su ira contra los judíos. Además, dio la casualidad de que la muerte de Vom Rath (falleció a causa de las heridas la tarde del 9 de noviembre) coincidió con el decimoquinto aniversario del intento de golpe de Hitler de 1923. Los miembros del partido se estaban congregando en todos los lugares de Alemania para celebrar uno de los legendarios acontecimientos de la «época de la lucha». La conmemoración anual del mismo era uno de los momentos señalados del calendario nazi. Los peces gordos del partido se reunían, como de costumbre, en Múnich.
A la mañana siguiente del fatídico tiroteo, la prensa nazi, orquestada por Goebbels, apareció plagada de virulentos ataques contra los judíos que sin duda habrían de incitar a la violencia. En efecto, aquella tarde del 8 de noviembre algunos dirigentes locales del partido, sin ninguna orden desde arriba, instigaron mediante la agitación pogromos (que incluyeron la quema de sinagogas, la destrucción de propiedades judías, el saqueo de bienes y el maltrato de judíos) en varios lugares del país. Por lo general, los dirigentes locales que participaron eran antisemitas radicales de zonas, como Hesse, con una larga tradición de antisemitismo. Goebbels anotó con satisfacción los disturbios en su diario: «En Hesse grandes manifestaciones antisemitas. Se han quemado las sinagogas. ¡Ojalá se pudiera dar rienda suelta a la ira del pueblo!». Al día siguiente mencionó las «manifestaciones», la quema de sinagogas y la demolición de tiendas en Kassel y Dessau. Por la tarde llegó la noticia de la muerte de Vom Rath. «Ahora ya está», comentó Goebbels.
La «vieja guardia» del partido se reunía aquella tarde en el antiguo ayuntamiento de Múnich. También estaba presente Hitler. Mientras se dirigía hacia allí con Goebbels, le informaron de los disturbios contra los judíos en Múnich, pero prefirió que la policía mantuviera una actitud poco severa. Difícilmente podría haber evitado enterarse de los actos antisemitas perpetrados en Hesse y en otros lugares, así como de la incitación por parte de la prensa. Era imposible ignorar el hecho de que, entre los radicales del partido, la tensión antisemita estaba aumentando. Pero Hitler no había hecho ninguna insinuación, pese a la gravedad del estado de Vom Rath en aquel momento y el amenazador ambiente antisemita, de que estuviera prevista alguna acción cuando se había dirigido a la «vieja guardia» del partido en su tradicional discurso en la Bürgerbräukeller la tarde anterior. Cuando los dirigentes del partido se congregaron para la recepción del día 9, Hitler ya sabía que Vom Rath había muerto. Le había enviado a su propio médico, Karl Brandt, para que lo atendiera, por lo que no cabe la menor duda de que Hitler estaba informado del empeoramiento del secretario de la embajada y de que se había enterado de su muerte como muy tarde a las siete, muy probablemente algunas horas antes por teléfono. Según su edecán de la Luftwaffe, Nicolaus von Below, le habían dado la noticia, que había recibido sin mostrar ninguna reacción aparente, aquella tarde mientras discutía sobre asuntos militares en su apartamento de Múnich.
Durante la recepción se vio a Goebbels y a Hitler hablar con cierto nerviosismo, aunque no se pudiera escuchar la conversación. Hitler se marchó poco después, antes de lo habitual y sin hablar con los presentes como era su costumbre, para regresar a su apartamento de Múnich. A eso de las diez de la noche Goebbels pronunció un discurso breve pero sumamente incendiario en el que informó de la muerte de Vom Rath e indicó que ya había habido actos de «represalia» contra los judíos en Kurhessen y Magdeburg-Anhalt. También dejó meridianamente claro, sin decirlo de forma explícita, que el partido debía organizar y celebrar «manifestaciones» contra los judíos por todo el país, aunque haciendo que parecieran expresiones de ira popular espontáneas.
La anotación del diario de Goebbels no deja la menor duda acerca del contenido de su conversación con Hitler. «He ido a la recepción del partido en el antiguo ayuntamiento. Están sucediendo muchas cosas. Le explico el asunto al Führer. Él decide: que continúen las manifestaciones. Retirad a la policía. Que los judíos sientan por una vez la ira del pueblo. Tiene razón. Transmito inmediatamente las instrucciones correspondientes a la policía y al partido. Luego hablo brevemente en la misma línea con los dirigentes del partido. Salva de aplausos. Acto seguido se dirigen todos al teléfono. Ahora la gente actuará».
No cabe duda de que Goebbels hizo cuanto estuvo en su mano para asegurarse de que «la gente» actuaba. Dio instrucciones detalladas de lo que se debía hacer y de lo que no, e infundió ánimos cuando había dudas. Inmediatamente después de que hubiera hablado, la Stoßtrupp Hitler, una «brigada de asalto» cuyas tradiciones se remontaban a los excitantes días de las peleas en las cervecerías antes del putsch y que llevaba el nombre del Führer, salió a causar estragos en las calles de Múnich. Casi de inmediato demolieron la vieja sinagoga de Herzog-Rudolf-Straße, que habían dejado en pie después de destruir la sinagoga principal en verano. Adolf Wagner, el Gauleiter de Múnich y de la Alta Baviera (quien, al ser el ministro del Interior de Baviera, era supuestamente el responsable del orden en la provincia) y un hombre muy poco moderado en lo referente a la «cuestión judía», se acobardó, pero Goebbels le llamó al orden. No se iba a impedir que ocurriera precisamente en la «capital del movimiento» lo que ya estaba sucediendo en toda Alemania. A continuación Goebbels dio órdenes directas por teléfono a Berlín para que demolieran la sinagoga de Fasanenstraße, junto a la Kurfürstendamm.
Los altos mandos de la policía y las SS, que también se habían reunido en Múnich pero no habían estado presentes cuando Goebbels pronunció su discurso, sólo se enteraron de la «acción» cuando ya había empezado. A Heydrich, que en aquel momento estaba en el hotel Vier Jahreszeiten, le informó la oficina de la Gestapo de Múnich a las 11:20 de la noche, después de que ya se hubieran cursado las primeras órdenes al partido y las SA. Inmediatamente pidió instrucciones a Himmler sobre cómo debía responder la policía. Localizó al Reichsführer-SS en el apartamento de Hitler en Múnich y preguntó qué órdenes tenía Hitler para él. Hitler respondió, muy probablemente a instancias de Himmler, que quería que las SS se mantuvieran al margen de la «acción». El desorden, la violencia descontrolada y la destrucción no eran el estilo de las SS. Himmler y Heydrich preferían un enfoque «racional» y sistemático de la «cuestión judía». Poco después de la medianoche se dio la orden de que los hombres de las SS que participaran en las «manifestaciones» debían hacerlo vestidos de civiles. A la 1:20 Heydrich envió un télex a todos los jefes de policía ordenando que no se impidiera la destrucción de las sinagogas y que se arrestara a todos los varones judíos (sobre todo a los ricos) para los que pudiera haber sitio en las cárceles. La cifra de entre veinte y treinta mil judíos ya se mencionaba en una directiva de la Gestapo enviada antes de medianoche.
Mientras tanto, por todo el Reich, los militantes del partido (sobre todo los hombres de las SA) fueron convocados repentinamente por sus jefes locales, quienes les ordenaron que quemaran sinagogas o arrasaran otras propiedades judías. Muchos de los que participaron habían estado celebrando su propia conmemoración del putsch de la cervecería y a algunos se les notaba que habían bebido. Por lo general la «acción» se improvisó al momento.
A medianoche, en la Feldherrnhalle de Múnich, donde en 1923 había finalizado la tentativa de golpe, Goebbels había sido testigo del juramento de lealtad de las SS a Hitler. El ministro de Propaganda se disponía a volver a su hotel cuando vio el cielo enrojecido por el incendio de la sinagoga que ardía en Herzog-Rudolf-Straße. Regresó a la sede del Gau. Se dio instrucciones a los bomberos para que apagaran sólo lo que fuera necesario para proteger los edificios contiguos, pero tenían que dejar que la sinagoga ardiera. «La Stoßtrupp está causando un daño terrible», comentó. Llegaron noticias de que estaban ardiendo setenta y cinco sinagogas en todo el Reich, quince de ellas en Berlín. Evidentemente, para entonces ya se había enterado de la directiva de la Gestapo. «El Führer ha ordenado —señaló— que se arreste de inmediato a entre veinte y treinta mil judíos». En realidad, había sido una orden de la Gestapo en la que no se mencionaba ninguna directiva del Führer. Aunque estaba claro que era él quien había instigado el pogromo, Goebbels procuraba que las decisiones clave provinieran de Hitler. Goebbels fue con Julius Schaub, el factótum de Hitler, al Club de Artistas a esperar más noticias. Schaub estaba en plena forma. «Ha revivido su antiguo pasado de Stoßtrupp», comentó Goebbels. Regresó a su hotel, desde donde podía oír el ruido de los cristales rotos de los escaparates de las tiendas. «Bravo, bravo», escribió. Tras unas pocas horas de sueño, añadió: «Los queridos judíos se lo pensarán en el futuro antes de disparar contra diplomáticos alemanes. Y ése era el significado del ejercicio».
Durante toda la mañana fueron llegando noticias de la destrucción. Goebbels analizó la situación con Hitler. En vista de las crecientes críticas a la «acción», también desde dentro de la cúpula de la jefatura nazi (aunque, por supuesto, no por razones humanitarias), se tomó la decisión de interrumpirla. Goebbels preparó un decreto para poner fin a la destrucción y comentó con cinismo que, de permitirse que continuara, se corría el riesgo de que «empezara a aparecer el populacho». Goebbels informó a Hitler, quien, según él, estuvo «de acuerdo en todo. Sus opiniones son muy radicales y agresivas». «El Führer aprueba, con pequeñas modificaciones, mi edicto para poner fin a los actos […]. El Führer quiere tomar medidas muy severas contra los judíos. Deben poner en orden sus negocios ellos mismos. El seguro no les pagará nada. Después el Führer quiere ir expropiando poco a poco los negocios de judíos».
Para entonces, en aquella noche de terror para los judíos de Alemania, ya se había producido la demolición de unas cien sinagogas, la quema de varios centenares más, la destrucción de al menos 8.000 tiendas judías y el saqueo de innumerables viviendas. Las aceras de las grandes ciudades estaban cubiertas de cristales de los escaparates de las tiendas que pertenecían a judíos; las mercancías que no habían sido robadas estaban tiradas por las calles. Saquearon viviendas particulares, rompieron los muebles, destrozaron los espejos y los cuadros, hicieron jirones la ropa y arrojaron a la basura arbitrariamente pertenencias preciadas. Heydrich calculó poco después los daños materiales en varios cientos de millones de marcos.
El padecimiento de las víctimas fue incalculable. Fueron comunes las palizas y los malos tratos brutales, incluso a mujeres, niños y ancianos. Aproximadamente un centenar de judíos fue asesinado. No es de extrañar que fuera frecuente el suicidio aquella noche terrible. En las semanas que siguieron al pogromo muchos más sucumbieron a la brutalidad en los campos de concentración de Dachau, Buchenwald y Sachsenhausen, a donde fueron enviados los 30.000 varones judíos arrestados por la policía para obligarlos a emigrar.
La escala y la naturaleza de la barbarie, y el evidente objetivo de potenciar al máximo la degradación y la humillación, reflejaban el éxito de la propaganda a la hora de demonizar la figura del judío (indudable dentro de las organizaciones del propio partido) y de acelerar sustancialmente el proceso, iniciado con la llegada al poder de Hitler, de deshumanización y exclusión de la sociedad alemana de los judíos, un paso decisivo en el camino hacia el genocidio.
Sin embargo, nadie se creyó la versión de la propaganda de que se trataba de una expresión de ira popular espontánea. «Hasta el último hombre sabe —admitió más tarde el propio tribunal del partido— que las acciones políticas como la del 9 de noviembre las organiza y lleva a cabo el partido, lo admita o no. Si todas las sinagogas arden en una sola noche, tiene que ser algo organizado, y sólo lo puede organizar el partido».
Ciudadanos corrientes, afectados por el clima de odio y la propaganda que apelaba a los bajos instintos, y motivados también por la envidia y la codicia, siguieron el ejemplo del partido en muchos lugares y se sumaron a la destrucción y el saqueo de las propiedades judías. En ocasiones participaron individuos a los que se consideraba los pilares de su comunidad. Al mismo tiempo, no cabe duda de que a mucha gente corriente le horrorizó lo que se encontró cuando salió a la calle la mañana del 10 de noviembre. Las razones eran muy diversas. Sin duda, algunos sintieron repulsión por el comportamiento de las hordas nazis y lástima por los judíos, hasta el punto incluso de ofrecerles ayuda material y consuelo. Pero no todos los motivos de la condena eran tan nobles. A menudo lo que les molestaba era el daño infligido por aquellos «vándalos» a la reputación que tenía Alemania de ser una «nación culta». Y lo más frecuente era un enorme resentimiento por la destrucción descontrolada de bienes materiales en un momento en el que se decía al pueblo que cada pizca que se ahorraba contribuía a los esfuerzos del Plan Cuatrienal.
III
La mañana del 10 de noviembre, el enfado de los principales responsables nazis de la economía por los daños materiales que se habían causado también fue en aumento. Walther Funk, que había sustituido a Schacht como ministro de Economía ese mismo año, se quejó directamente a Goebbels, pero le dijeron, para que se calmara, que Hitler pronto iba a dar a Göring la orden de excluir a los judíos de la economía. El propio Göring, que se encontraba en el coche cama de un tren viajando desde Múnich a Berlín durante el transcurso de la noche de violencia, se enfureció al enterarse de lo sucedido. Estaba en juego su propia credibilidad como jefe supremo de la economía. Le dijo a Hitler que él había exhortado a la gente a guardar tubos de pasta de dientes vacíos, clavos oxidados y cualquier material de desecho y ahora se habían destruido imprudentemente valiosas propiedades.
Cuando se reunieron a la hora del almuerzo el 10 de noviembre en su restaurante favorito de Múnich, la Osteria Bavaria, Hitler le dejó claro a Goebbels su intención de introducir medidas económicas draconianas contra los judíos, medidas dictadas por la idea perversa de que los propios judíos tendrían que pagar la factura de la destrucción de sus propiedades por los nazis. En otras palabras, las víctimas tenían la culpa de su propia persecución. Tendrían que reparar los daños sin que las compañías de seguros alemanas aportaran nada y sus propiedades les serían expropiadas. No se sabe con certeza si, como afirmó Göring más tarde, fue de Goebbels de quien partió la idea de proponer la imposición de una multa de mil millones de marcos a los judíos. Lo más probable es que Göring, que tenía un interés directo en aprovechar al máximo la explotación económica de los judíos al ser el director del Plan Cuatrienal, hubiera propuesto él mismo la idea en conversaciones telefónicas con Hitler, y quizá también con Goebbels, aquella tarde. Es posible que la idea fuera del propio Hitler, aunque Goebbels no lo menciona cuando habla de su deseo de adoptar «medidas muy duras» en la reunión durante el almuerzo. En cualquier caso, era seguro que la propuesta iba a contar con la aprobación de Hitler. Después de todo, en su «memorándum sobre el Plan Cuatrienal» de 1936 ya había manifestado, refiriéndose a la aceleración de los preparativos económicos para la guerra, su intención de hacer responsables a los judíos de cualquier perjuicio que sufriese la economía alemana. Con las medidas ya decididas, Hitler decretó «que ahora también hay que aplicar la solución económica» y «ordenar en general lo que tendría que suceder».
Esto se logró en la reunión que convocó Göring para el 12 de noviembre en el Ministerio del Aire, a la que asistieron más de cien personas.
Göring empezó afirmando que la reunión era de una importancia primordial. Había recibido una carta de Bormann, en nombre del Führer, en la que expresaba su deseo de hallar una solución coordinada a la «cuestión judía». Además, el Führer le había informado por teléfono el día anterior de que los pasos decisivos se tenían que sincronizar de forma centralizada. Y prosiguió diciendo que el problema era, básicamente, económico. Era en ese terreno donde se tenía que resolver el asunto. Censuró con severidad el método de las «manifestaciones», que perjudicaba a la economía alemana, y a continuación se centró en las formas de confiscar los negocios judíos y de aprovechar al máximo los beneficios que podría reportar al Reich la desdicha de los judíos. Goebbels planteó la necesidad de adoptar numerosas medidas de discriminación social contra los judíos. Llevaba meses presionando en Berlín para que dichas medidas se impusieran: la exclusión de los cines, teatros, parques, playas y zonas de baño, de las escuelas «alemanas» y de los compartimentos de tren utilizados por «arios». Heydrich sugirió que los judíos llevaran una insignia distintiva, lo que desembocó en una discusión sobre si sería apropiado o no crear guetos. Finalmente, la propuesta de crear guetos no fue aceptada (aunque se obligaría a los judíos a abandonar los bloques de pisos «arios» y se les prohibiría acceder a determinadas zonas de las ciudades, obligándoles en la práctica a congregarse); y el propio Hitler rechazó poco después la propuesta de las insignias (es de suponer que para evitar que reapareciera la violencia del tipo de los pogromos que habían suscitado críticas incluso entre los dirigentes del régimen). No se introducirían en el Reich hasta septiembre de 1941.
No obstante, la «Noche de los Cristales Rotos» había generado oportunidades totalmente nuevas de adoptar medidas radicales. Esto era evidente sobre todo en el sector económico, al que se volvió en la reunión. Se dijo que las compañías de seguros tenían que cubrir las pérdidas o se resentirían sus actividades en el extranjero. Los pagos debían hacerse al Reich y no, desde luego, a los judíos. Hacia el final de la larga reunión, Göring anunció, con la aprobación de los allí reunidos, la «multa de expiación» que se debía imponer a los judíos. Más tarde ese mismo día promulgó decretos para imponer la multa de mil millones de marcos, excluir a los judíos de la economía a partir del 1 de enero de 1939 y estipular que los judíos eran responsables del pago de los daños causados a sus propiedades. «En cualquier caso, ahora se hace tabula rasa —comentó Goebbels con satisfacción—. La visión radical ha triunfado».
En realidad, el pogromo de noviembre había despejado el camino, de la forma más brutal imaginable, para salir del punto muerto en el que se había atascado la política antijudía nazi en 1938. La emigración se había reducido a poco más que un goteo, sobre todo desde la Conferencia de Evian, en la que, a iniciativa del presidente Franklin D. Roosevelt, los representantes de treinta y dos países reunidos en ese centro turístico francés deliberaron entre el 6 y el 14 de julio y confirmaron la negativa de la comunidad internacional a incrementar las cuotas de inmigración para los judíos. Las medidas para expulsar a los judíos de la economía todavía avanzaban con demasiada lentitud para satisfacer a los fanáticos del partido. Y la política antijudía adolecía de una falta absoluta de coordinación. El propio Hitler apenas había intervenido. Goebbels, que había impulsado y presionado desde la primavera para que se adoptaran medidas más duras contra los judíos, se había dado cuenta de la oportunidad que le brindaba el asesinato de Vom Rath. Tanteó la situación y vio que era el momento propicio. El asesinato de Vom Rath también fue muy oportuno desde un punto de vista personal. Los problemas conyugales de Goebbels y su relación con la actriz de cine checa Lida Baarova amenazaban con dañar su reputación ante Hitler. En aquel momento se le presentaba la oportunidad de «trabajar en aras del Führer» en un sector tan importante y de recuperar su favor.
Una de las consecuencias de aquella noche de violencia fue que los judíos empezaron a estar desesperados por abandonar Alemania. Entre finales de 1938 y principios de la guerra huyeron unos 80.000 en las circunstancias más traumáticas. Recurriendo en su desesperación a cualquier medio, decenas de miles de judíos lograron escapar de las garras de los nazis y huir cruzando las fronteras con países vecinos a Gran Bretaña, Estados Unidos, América Latina, Palestina (pese a las prohibiciones británicas) y a un remoto refugio con la política menos severa de todas: el Shanghai ocupado por los japoneses.
El objetivo de los nazis de expulsar a los judíos había experimentado un enorme impulso. Además, se había abordado el problema de su lenta eliminación de la economía. Pese a sus críticas a Goebbels, Göring se había apresurado a asegurarse de que se aprovechara al máximo la oportunidad de «arianizar» la economía y obtener beneficios de la Reichskristallnacht. Cuando una semana más tarde habló del «estado muy crítico de las finanzas del Reich», pudo añadir: «La primera ayuda de todas será la de los mil millones exigidos a los judíos y la de los beneficios para el Reich de la “arianización” de los negocios judíos». También hubo otros miembros de la jefatura nazi que aprovecharon la ocasión para hacer aprobar un aluvión de nuevas medidas discriminatorias, agudizando la desesperación de los judíos de Alemania. La radicalización generaba radicalización.
La radicalización no encontró ninguna oposición de peso. La gente corriente que expresaba su ira, tristeza, desagrado o vergüenza por lo sucedido no podía hacer nada. Quienes podrían haber dado voz a aquellos sentimientos, como los mandatarios de las iglesias cristianas, entre cuyos preceptos figuraba «amarás al prójimo como a ti mismo», guardaron silencio. Y tampoco ninguna confesión religiosa, protestante o católica, elevó una protesta oficial ni respaldó siquiera a aquellos pastores y sacerdotes que tuvieron el valor de decir lo que pensaban. Dentro de la jefatura del régimen, los que habían utilizado, como Schacht, objeciones económicas o tácticas para tratar de combatir lo que consideraban «excesos» contraproducentes y violentos de los antisemitas radicales del partido, carecían por entonces de poder político. En cualquier caso, estos argumentos económicos perdieron toda su fuerza con la «Noche de los Cristales Rotos». Los altos mandos de las fuerzas armadas, aunque algunos de ellos estaban escandalizados por la «ignominia cultural» que suponía lo sucedido, no protestaron en público. Además, el profundo antisemitismo que prevalecía en las fuerzas armadas hacía que no se pudiera esperar en ellas ninguna oposición al radicalismo nazi digna de mención. Típica de esa mentalidad era una carta que escribió el respetado coronel general Von Fritsch casi un año después de su destitución y sólo un mes después del pogromo de noviembre. Al parecer Fritsch estaba indignado por la «Noche de los Cristales Rotos». Pero, como a tantos otros, lo que le horrorizaba era el método, no el objetivo. En su carta mencionaba que después de la guerra anterior había llegado a la conclusión de que Alemania tenía que salir airosa de tres batallas para volver a ser grande. Hitler había ganado la batalla contra la clase obrera. Las otras dos batallas, contra el ultramontanismo católico y contra los judíos, aún se estaban librando. «Y la lucha contra los judíos es la más dura —señalaba—. Es de esperar que la dificultad de esta lucha sea evidente en todas partes».
La «Noche de los Cristales Rotos» supuso la ultima correría dentro de Alemania del «antisemitismo de pogromo». Hitler, pese a estar dispuesto a utilizar este método, había asegurado ya en 1919 que no podía aportar ninguna solución a la «cuestión judía». Los inmensos daños materiales causados, el desastre en el ámbito de las relaciones públicas que se reflejaba en la condena casi unánime de la prensa internacional y, en menor medida, las críticas contra los «excesos» (aunque no contra la draconiana legislación antijudía que llegó después) por parte de amplios sectores de la población alemana aseguraron que la estratagema de la violencia manifiesta pasara a la historia. Su lugar lo ocupó algo que resultó ser aún más siniestro: la transferencia de la responsabilidad práctica de una política antijudía coordinada a los antisemitas «racionales» de las SS. El 24 de enero de 1939, Göring creó la Oficina Central para la Emigración Judía, basada en el modelo que había funcionado eficazmente en Viena y bajo la tutela del jefe de la Policía de Seguridad, Reinhard Heydrich. La política seguía siendo la emigración forzosa, ahora transformada en una campaña acelerada y total para expulsar a los judíos de Alemania. Pero el traspaso de toda la responsabilidad a las SS dio comienzo a una nueva fase de la política antijudía. Para las víctimas, supuso un paso decisivo en el camino que habría de acabar en las cámaras de gas de los campos de exterminio.
IV
La brutalidad manifiesta del pogromo de noviembre, la detención y el encarcelamiento de unos treinta mil judíos que se produjo a continuación, y las medidas draconianas para expulsarlos de la economía habían sido expresamente aprobados por Hitler, como ponen de manifiesto las anotaciones del diario de Goebbels, aunque las iniciativas hubieran partido de otros, sobre todo del propio ministro de Propaganda.
A quienes vieron a Hitler a última hora de aquella noche del 9 de noviembre, les pareció que estaba horrorizado y furioso por las noticias que le llegaban de lo que estaba sucediendo. A Himmler, sumamente crítico con Goebbels, le dio la impresión de que Hitler se sorprendía de lo que oía cuando el ayudante de Himmler, Karl Wolff, les informó de la quema de la sinagoga de Múnich justo antes de las 11:30 de aquella noche. Nicolaus von Below, el edecán de la Luftwaffe de Hitler, que lo vio inmediatamente después de regresar a su apartamento desde el antiguo ayuntamiento, estaba convencido de que no fingía ni su enfado ni su condena de la destrucción. Un Hitler aparentemente pesaroso y algo avergonzado le dijo a Speer que él no había querido esos «excesos». Speer creyó que probablemente le había empujado a ello Goebbels. Rosenberg, unas pocas semanas después de los hechos, estaba convencido de que Goebbels, al que detestaba profundamente, había «ordenado la acción de acuerdo con un decreto general del Führer como si fuera en su nombre». Los mandos militares, igual de dispuestos a achacar la culpa a «aquel canalla de Goebbels», supieron por Hitler que la «acción» se había emprendido sin su conocimiento y que uno de sus Gauleiter había perdido el control.
¿Estaba Hitler realmente sorprendido de la escala de la «acción», a la que él mismo había dado luz verde aquella tarde? Es probable que la agitada conversación con Goebbels en el antiguo ayuntamiento, como muchos otros ejemplos de autorización verbal concedida al estilo poco estructurado e informal en que se tomaban decisiones en el Tercer Reich, hiciera que las intenciones exactas se pudieran interpretar de diferentes maneras. Y sin duda, en el transcurso de la noche, el batiburrillo de críticas de Göring, Himmler y otros dirigentes nazis puso de manifiesto que la «acción» se había escapado de las manos, se había vuelto contraproducente y había que pararla, sobre todo por los daños materiales que había causado.
Cuando Hitler dio su consentimiento a la propuesta de Goebbels de «dejar que siguieran las manifestaciones», sabía muy bien por los informes de Hesse en qué consistían esas «manifestaciones». No hacía falta mucha imaginación para prever lo que iba a suceder si se alentaba activamente una batalla campal contra judíos en todo el Reich. Si Hitler no había pretendido que las «manifestaciones» que había aprobado tomaran aquel derrotero, ¿qué había pretendido exactamente? Al parecer, incluso de camino hacia el antiguo ayuntamiento se había mostrado contrario a una dura intervención policial contra los vándalos antijudíos de Múnich. El tradicional Stoßtrupp Hitler, que llevaba su nombre, se había entregado a la destrucción de propiedades judías en Múnich en cuanto Goebbels hubo terminado de hablar. Uno de sus subordinados más próximos, Julius Schaub, había estado metido en el meollo con Goebbels, comportándose como el antiguo miembro del Stoßtrupp que era. Durante los días que siguieron, Hitler tuvo cuidado de mostrarse ambiguo. No alabó a Goebbels ni lo que había sucedido, pero tampoco le criticó abiertamente, ni siquiera en su círculo más íntimo, y menos aún en público, ni se desvinculó rotundamente del impopular ministro de Propaganda. Goebbels estaba convencido de que su política contra los judíos contaba con la plena aprobación de Hitler.
Nada de esto hace pensar en acciones emprendidas en contra de la voluntad de Hitler o contrarias a sus intenciones. Más bien parece apuntar, como suponía Speer, al bochorno de Hitler cuando vio claramente que la acción que había aprobado estaba siendo objeto de críticas incluso en las más altas instancias del régimen. Si el propio Goebbels podía fingir estar furioso por la quema de sinagogas cuya destrucción había incitado él mismo directamente e incluso había ordenado, Hitler también era capaz de mostrar el mismo cinismo. La ira de Hitler se debía simplemente a que una «acción» amenazaba con reportarle una impopularidad que no había sido capaz de predecir. Sus subordinados, que no creían que el Führer pudiera haber sido responsable, se dejaron engañar de buena gana. Preferían un blanco más fácil, a Goebbels, que había desempeñado el papel más visible. A partir de aquella noche fue como si Hitler quisiera correr un tupido velo sobe todo el asunto. En un discurso que pronunció en Múnich ante representantes de la prensa la tarde siguiente, la del 10 de noviembre, no hizo la menor mención de los ataques contra los judíos. Ni siquiera en su «círculo íntimo» volvió a mencionar nunca, durante el resto de sus días, la Reichskristallnacht. Pero aunque Hitler se había desvinculado en público de lo sucedido, de hecho había favorecido las medidas más extremas en cada momento.
Todo parece indicar que la «Noche de los Cristales Rotos» afectó profundamente a Hitler. Durante al menos dos decenios, probablemente más, había albergado sentimientos que fusionaban el miedo y el odio en una visión patológica de los judíos como la encarnación del mal que ponía en peligro la supervivencia de Alemania. Además de las razones pragmáticas por las que Hitler coincidía con Goebbels en que era el momento oportuno para desatar la furia del movimiento nazi contra los judíos, estaba la motivación ideológica, profundamente arraigada, de destruir al que consideraba el enemigo más implacable de Alemania, responsable, en su opinión, de la guerra y de su consecuencia más trágica y perjudicial para el Reich, la revolución de noviembre. Esta demonización de los judíos y el temor a la «conspiración judía mundial» formaban parte de una visión del mundo que consideraba que el acto fortuito y desesperado de Herschel Grynszpan era parte de una conspiración para destruir el poderoso Reich alemán. Para entonces Hitler había pasado varios meses en el epicentro de una crisis internacional que había llevado a Europa al borde de una nueva guerra. En el marco de la prolongada crisis en política exterior, y con la perspectiva de un conflicto internacional siempre presente, la «Noche de los Cristales Rotos» parece haber vuelto a invocar (y sin duda haber vuelto a resaltar) los supuestos vínculos entre el poder de los judíos y la guerra, presentes en su retorcida visión desde 1918-1919 y expuestos con todo detalle en Mi lucha.
En el último capítulo de Mi lucha había comentado que «el sacrificio de millones en el frente» no habría sido necesario si «entre doce y quince mil de esos corruptores hebreos del pueblo hubieran sido tratados con gas venenoso». Esta retórica, por muy atroces que fueran los sentimientos que expresaba, no era un indicio de que Hitler ya tuviera en mente la «solución final». Pero la asociación implícitamente genocida entre la guerra y el asesinato de judíos ya estaba allí. Los comentarios de Göring al final de la reunión del 12 de noviembre apuntaban en la misma dirección: «Si el Reich alemán entra en un conflicto de política exterior en el futuro inmediato, se puede dar por sentado que nosotros en Alemania pensaremos en primer lugar en provocar un gran enfrentamiento con los judíos».
No cabe duda de que, con la guerra de nuevo en el horizonte, la cuestión de la amenaza que representaban los judíos en un futuro conflicto estaba presente en la mente de Hitler. La idea de utilizar a los judíos como rehenes, que formaba parte de la mentalidad de Hitler, pero que también había propuesto el órgano de las SS, Das Schwarze Korps, en octubre y noviembre de 1938, atestigua el vínculo entre la guerra y la idea de una «conspiración mundial». «Los judíos que viven en Alemania e Italia son los rehenes que el destino ha puesto en nuestras manos para que podamos defendernos eficazmente de los ataques de la judería mundial», comentaba Das Schwarze Korps el 27 de octubre de 1938 bajo el titular «Ojo por ojo, diente por diente». «Los judíos de Alemania forman parte de la judería mundial —amenazaba el mismo periódico el 3 de noviembre, días antes de que se desencadenara el pogromo a escala nacional—. También son responsables de cualquier acción que la judería mundial emprenda contra Alemania y son responsables de los daños que la judería mundial nos inflige y nos infligirá». A los judíos había que tratarlos como miembros de una potencia en guerra y recluirlos para impedir que lucharan a favor de los intereses de la judería mundial. Hasta la fecha Hitler nunca había intentado utilizar la táctica de los «rehenes» como arma de su política exterior. Tal vez las sugerencias de la cúpula de las SS volvieron a despertar en su mente la idea de los «rehenes». Fuera o no éste el caso, la posible utilización de judíos alemanes como prendas para chantajear a las potencias occidentales con el fin de que aceptasen una mayor expansión de Alemania posiblemente fue la razón por la que, cuando declaró que era su «voluntad inquebrantable» resolver «el problema judío» en un futuro cercano, y en un momento en que la política oficial era presionar para forzar la emigración por todos los medios posibles, no mostró el menor interés por los planes que propuso el ministro de Defensa y Economía de Sudáfrica, Oswald Pirow, con el que se reunió en el Berghof el 24 de noviembre para hablar de cooperación internacional en la inmigración de los judíos alemanes. Es probable que el mismo motivo también subyaciera detrás de la terrible amenaza que hizo al ministro de Asuntos Exteriores de Checoslovaquia, Franzišek Chvalkovský, el 21 de enero de 1939. «Los judíos aquí serán aniquilados —declaró—. Los judíos no habían provocado el 9 de noviembre de 1918 para nada. Ese día será vengado».
Una vez más, no se debe confundir la retórica con un plan o programa. Es muy poco probable que Hitler hubiera revelado en un comentario a un diplomático extranjero unos planes de exterminar a los judíos que, cuando finalmente aparecieron en 1941, fueron considerados alto secreto. Además, la palabra «aniquilación» (Vernichtung) era una de las palabras favoritas de Hitler. Solía recurrir a ella cuando intentaba impresionar con sus amenazas a su audiencia, fuera poco o muy numerosa. Por ejemplo, el verano siguiente hablaría más de una vez de su intención de «aniquilar» a los polacos. Aunque el trato que les dispensó después de 1939 fue atroz, no se atenía a un plan genocida.
De todos modos, aquel lenguaje no carecía de sentido. Ya se adivinaba el germen de un posible desenlace genocida, aunque estuviera vagamente concebido. La destrucción y la aniquilación de los judíos, no sólo la emigración, se respiraban en el ambiente. Ya el 24 de noviembre Das Schwarze Korps, que describía a los judíos sumidos cada vez más en la condición de parásitos depauperados y delincuentes, llegaba a la siguiente conclusión: «En la fase de esa evolución nos enfrentaríamos a la dura necesidad de erradicar el submundo judío del mismo modo que en nuestro estado de orden estamos acostumbrados a erradicar a los delincuentes: ¡A sangre y fuego! El resultado sería el fin verdadero y definitivo de los judíos en Alemania, su completa aniquilación». No era un anticipo de Auschwitz y Treblinka pero, sin esta mentalidad, Auschwitz y Treblinka no habrían sido posibles.
En su discurso ante el Reichstag el 30 de enero de 1939, en el sexto aniversario de su ascenso al poder, Hitler reveló públicamente su asociación implícitamente genocida entre la destrucción de los judíos y la llegada de otra guerra. Como de costumbre, estaba pensando en la repercusión de la propaganda. Pero sus palabras eran algo más que propaganda. Daban una idea de la patología de su mente, del propósito genocida que estaba empezando a arraigar. No tenía ni idea de cómo la guerra iba a causar la destrucción de los judíos, pero estaba seguro de que, de un modo u otro, el desenlace de una nueva conflagración sería ése. «He sido muchas veces en mi vida un profeta —declaró— y la mayoría se burló. En la época de mi lucha por el poder el pueblo judío fue el primero en acoger sólo con risas mis profecías de que algún día ocuparía la jefatura del Estado y de todo el pueblo de Alemania y de que después, entre otras cosas, solucionaría el problema judío. Creo que aquella risa sardónica de los judíos de Alemania se les ha debido atragantar. Hoy quiero ser un profeta de nuevo: si la judería financiera internacional de dentro y fuera de Europa consiguiera precipitar a las naciones una vez más a una guerra mundial, el resultado no será la bolchevización de la tierra y, por ende, la victoria de la judería, ¡sino la aniquilación de la raza judía en Europa!». Era una «profecía» a la que Hitler volvería en numerosas ocasiones en los años 1941 y 1942, cuando la aniquilación de los judíos había dejado de ser una terrible retórica para convertirse en una terrible realidad.