PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN

Ha sido un motivo de inmensa satisfacción para mí que la biografía original en dos volúmenes, Hitler, 1889-1936 y Hitler, 1936-1945, publicados en 1998 y 2000 respectivamente, tuviera una acogida tan buena, también en los numerosos países donde se han publicado ediciones en lenguas extranjeras. El caluroso recibimiento que tuvo en Alemania fue especialmente gratificante.

Mi biografía pretendía, sobre todo, ser un estudio del poder de Hitler. Me propuse responder a dos preguntas. La primera era cómo había sido posible Hitler. ¿Cómo un inadaptado social tan estrambótico pudo llegar a tomar el poder en Alemania, un país moderno, complejo, desarrollado económicamente y avanzado culturalmente? La segunda era cómo, después, pudo Hitler ejercer el poder. Tenía mucho talento para la demagogia, sin duda, y lo combinaba con una gran habilidad para aprovechar de manera implacable los puntos débiles de sus adversarios. Pero era un autodidacta poco sofisticado que carecía de la menor experiencia de gobierno. A partir de 1933 tuvo que tratar no sólo con matones nazis, sino también con una maquinaria de gobierno y con círculos acostumbrados a gobernar. ¿Cómo pudo, entonces, dominar tan rápidamente a las elites políticas consolidadas, arrastrar a Alemania a un catastrófico juego de alto riesgo por el dominio de Europa con un programa genocida terrible y sin precedentes en el corazón de la misma, obstaculizar todas las posibilidades de poner un fin negociado al conflicto y finalmente suicidarse sólo cuando su acérrimo enemigo estaba a las puertas y su país se encontraba en la ruina física y moral total?

No hallé más que una respuesta parcial a estas preguntas en la personalidad del extraño individuo que controló el destino de Alemania durante aquellos doce largos años. Por supuesto, la personalidad es importante en la explicación histórica. Sería absurdo sugerir lo contrario. Y Hitler, tal y como estaban de acuerdo quienes le admiraban o vilipendiaban, fue una personalidad extraordinaria (aunque, por muy variados y numerosos que sean los intentos de explicarla, sólo es posible especular sobre las causas formativas de su peculiar psicología). Hitler no era intercambiable. Es indudable que la clase de individuo que fue Hitler influyó en acontecimientos cruciales de una forma decisiva. Por ejemplo, si Göring hubiera sido el canciller del Reich, no habría actuado de la misma manera en numerosas situaciones clave. Es algo que se puede afirmar con toda seguridad: sin Hitler, la historia habría sido diferente.

Pero no se puede explicar el desastroso impacto de Hitler sólo a través de su personalidad. Hasta 1918 no hubo ningún indicio del extraordinario magnetismo personal posterior. Las personas de su entorno le consideraban un bicho raro, a veces el blanco de burlas benignas o un personaje ridículo, desde luego no un futuro líder nacional en ciernes. Todo eso cambió a partir de 1919. Se convirtió cada vez más en objeto de la adulación de las masas, al final casi sin límites (así como de un profundo odio de sus enemigos políticos). Esto sugiere por sí solo que la respuesta al enigma de su impacto se ha de buscar menos en la personalidad de Hitler que en el cambio de circunstancias de la sociedad alemana, traumatizada por la derrota en la guerra, la agitación revolucionaria, la inestabilidad política, la miseria económica y la crisis cultural. En cualquier otra época, seguramente Hitler habría seguido siendo un don nadie. Pero en aquellas extrañas circunstancias, se produjo una relación simbiótica, de carácter dinámico y en última instancia destructivo, entre el individuo con la misión de eliminar la humillación nacional de 1918 y una sociedad cada vez más dispuesta a considerar a sus líderes decisivos para su futura salvación, para rescatarla de la situación desesperada en la que, para millones de alemanes, les había sumido la derrota, la democracia y la depresión.

Para resumir esa relación, la clave que permite entender cómo Hitler pudo conseguir y después ejercer su peculiar tipo de poder, recurrí al concepto de «autoridad carismática», ideado por el genial sociólogo alemán Max Weber, que murió antes de que Hitler fuera conocido, al menos fuera de las cervecerías de Múnich. Nunca me detuve a explicar ese concepto, que desempeñó un papel muy importante en mis trabajos sobre Hitler y el Tercer Reich durante muchos años. Sin embargo, no cabe ninguna duda de que ocupa un lugar central en mis indagaciones. La «autoridad carismática», tal y como la explica Weber, no se basaba principalmente en las cualidades extraordinarias y demostrables de un individuo. Más bien, dependía de la percepción que tenían de dichas cualidades unos «seguidores» que, en medio de una situación de crisis, proyectaban en un único líder elegido atributos «heroicos» y veían en él la grandeza personal, la personificación de una «misión» de salvación. La «autoridad carismática» es intrínsecamente inestable, según los planteamientos de Weber. Los fracasos o las desgracias continuas precipitarán su caída y siempre pende sobre ella la amenaza de volverse «rutinaria» y transformarse en una forma sistemática de gobierno.

Me pareció que la aplicación del concepto de «autoridad carismática» me ofrecía una manera útil de enfrentarme a las dos preguntas que me había planteado. En mi opinión, ese concepto ayuda a analizar la relación entre Hitler y la masa de sus seguidores que determinó su ascenso al poder; si bien en una situación que, por supuesto, Max Weber nunca imaginó y en la que la imagen de liderazgo «heroico» asociada a Hitler, que se aprovechaba de unas expectativas pseudorreligiosas de salvación nacional preexistentes, era en gran medida un producto propagandístico. También tuvo un valor inestimable para examinar el modo en que el liderazgo enormemente personalista de Hitler corroyó el gobierno y la administración sistemáticos y era incompatible con ellos. Por supuesto, a mitad de la guerra, la popularidad de Hitler estaba en franco declive y el control «carismático» del gobierno y de la sociedad disminuía drásticamente. Pero para entonces Alemania ya había estado unida durante aproximadamente un decenio al dominio «carismático» de Hitler. Quienes debían sus propias posiciones de poder a la suprema «autoridad de Führer» de Hitler todavía la defendían, ya fuera por convicción o por necesidad. Habían ascendido con Hitler y estaban condenados a caer con él. El Führer no les había dejado ninguna salida. La autoridad de Hitler dentro del régimen no comenzó a desmoronarse hasta que Alemania no se enfrentó a una derrota inminente y total. Y mientras estuvo vivo, fue un obstáculo insalvable para poner fin de la única manera posible a la guerra que había provocado: la capitulación de su país.

Vinculé la «autoridad carismática» a otro concepto para mostrar cómo funcionaba la forma de gobierno sumamente personalista de Hitler. Se trata, como se explica en el texto y que funciona como una especie de leitmotiv a lo largo de la biografía, de la idea de «trabajar en aras del Führer», que he tratado de utilizar para mostrar cómo los supuestos objetivos de Hitler servían para sugerir, activar o legitimar iniciativas en diferentes niveles del régimen, que impulsaban, de forma intencionada o inconsciente, la dinámica destructiva del gobierno nazi. Mi intención no era sugerir con esta idea que la gente se preguntara en todo momento qué quería Hitler y entonces tratara de ponerlo en práctica. Por supuesto, eso era más o menos lo que hacían algunos, sobre todo los incondicionales del partido. Pero muchos otros (cuando, por ejemplo, boicoteaban una tienda judía para proteger un negocio rival o denunciaban a un vecino a la policía debido a alguna rencilla personal) no se preguntaban cuáles podrían ser las intenciones del Führer ni actuaban por motivaciones políticas. No obstante, ayudaban a mantener y a fomentar a pequeña escala los objetivos ideológicos que representaba Hitler y de ese modo impulsaban el proceso de radicalización por el cual esos objetivos (en ese caso, la «limpieza racial» de la sociedad alemana) poco a poco comenzaron a parecer metas alcanzables a corto plazo en lugar de objetivos lejanos.

El enfoque que elegí hacía necesario que ambos volúmenes fueran extensos. Además del propio texto, había muchas cosas que añadir. Deseaba facilitar la referencia completa de las amplias fuentes documentales (tanto las fuentes documentales y bibliográficas primarias como la abundante bibliografía secundaria que había empleado), en primer lugar para que otros investigadores pudieran estudiarlas y reexaminarlas si era necesario y, en segundo lugar, para eliminar las tergiversaciones de algunas versiones o desmontar mitos asociados a Hitler. A veces, las propias notas se convirtieron en pequeñas digresiones sobre detalles que no se podían ampliar en el texto u ofrecían un comentario adicional sobre el mismo. En la primera parte incluí, por ejemplo, extensas notas para explicar cuestiones de interpretación historiográfica y discrepancias sobre la psicología de Hitler; y en la segunda parte, sobre la autenticidad del texto de los monólogos de las «conversaciones de sobremesa» finales de principios de 1945 y sobre los complejos (y a veces contradictorios) testimonios acerca de las circunstancias de la muerte de Hitler y el descubrimiento de sus restos por los soviéticos. Todo ello hizo que los dos volúmenes finales adquirieran un tamaño enorme y sumaran más de 1.450 páginas de texto y casi 450 páginas de notas y bibliografía. Por supuesto, no todos los lectores pueden dedicarle suficiente tiempo y energías a una obra de tamaña envergadura. Y por supuesto, no todos los lectores están interesados en el aparato académico.

Después de reflexionar mucho, decidí escribir esta edición resumida. Al hacerlo, me acordé de una escena de la película Amadeus, en la que el káiser le dice a Mozart que le gusta su ópera, salvo el hecho de que contenga demasiadas notas. «¿Demasiadas notas, majestad? —exclama un indignado Mozart—. Tiene las notas necesarias. No requiere ni una más, ni una menos». Eso viene a ser lo que yo pensaba de mis dos volúmenes originales. Adquirieron esa forma y esa estructura porque quise escribirlos exactamente de ese modo. Por lo tanto, el drástico recorte que ha experimentado la presente edición, que ha perdido más de 650 páginas de texto (más de 300.000 palabras) y todo el aparato académico, fue sumamente doloroso. Y, por supuesto, contraviene los principios de un historiador publicar un texto sin notas ni aparato académico. Pero me consuela el que todas las notas y referencias bibliográficas estén disponibles para cualquiera que quiera consultarlas y comprobarlas en el texto íntegro de la versión original en dos volúmenes, que se seguirá publicando. Y el texto resumido, aunque se ha reducido mucho para crear este volumen único más asequible, es completamente fiel al original. He renunciado a muchos pasajes que aportaban contexto, he eliminado numerosos ejemplos ilustrativos, he reducido o suprimido muchas citas y he prescindido de partes enteras que describían el clima social y político general o el marco en el que actuaba Hitler. En dos ocasiones he fusionado dos capítulos en uno. Por lo demás, la estructura es idéntica a la de los originales. La esencia del libro se mantiene completamente intacta. No quería cambiar la interpretación global ni veía la necesidad de hacerlo. Y por supuesto, ya que se trataba de reducir el tamaño del texto, no he querido añadir nada. Aparte de algunos cambios insignificantes en la redacción, solamente he incorporado una o dos correcciones menores a lo que ya había escrito. Puesto que he excluido las notas originales, no parecía necesario incluir las extensas bibliografías de los dos volúmenes originales con las obras que había consultado. Sin embargo, he incluido una selección de las fuentes primarias publicadas más importantes para una biografía de Hitler, todas las cuales he usado (excepto un par de ellas publicadas recientemente). La mayoría de ellas están escritas, naturalmente, en alemán, aunque he añadido las referencias a las traducciones al inglés en los casos en que era pertinente.

Mis numerosas deudas de gratitud siguen siendo las mismas que aparecen en las listas de agradecimientos de los dos volúmenes originales. No obstante, con respecto a esta edición, me gustaría añadir mi agradecimiento a Andrew Wylie y a Simon Winder, y al excelente equipo de Penguin. Por último, es un gran placer añadir a Olivia a la familia junto con Sophie, Joe y Ella, y dar las gracias, como siempre, a David y Katie, a Stephen y Becky y, por supuesto, a Betty, por su amor y constante apoyo.

IAN KERSHAW

Manchester/Sheffield agosto de 2007