27

HACIA EL ABISMO

I

Hitler aún se estaba recuperando del fracaso de la ofensiva de las Ardenas, su última gran esperanza, cuando se abrió la caja de los truenos en el frente oriental. La ofensiva soviética había empezado. La ofensiva principal, desde las cabezas de puente del Vístula, al sur de Varsovia, tenía como objetivo el sur de Polonia, y después el importante cinturón industrial de Silesia y el río Oder, la última barrera antes de llegar a Berlín. El primer frente ucraniano del mariscal Ivan Konev inició el ataque el 12 de enero, tras cinco horas de descarga de artillería desde la cabeza de puente de Baranov, en el Vístula meridional. Le siguió rápidamente desde mucho más al norte, desde las cabezas de puente de Polavy y Magnuszev, un ataque del primer frente bielorruso del mariscal Georgi Zhukov. Una ofensiva secundaria, de los frentes bielorrusos segundo y tercero, desde las cabezas de puente del río Narev al norte de Varsovia, pretendía aislar a las tropas alemanas en Prusia Oriental.

La superioridad numérica del Ejército Rojo era abrumadora. En el decisivo sector central del frente, novecientos kilómetros que se extendían desde los Cárpatos hasta el Báltico, se concentraban unos 2.200.000 soldados soviéticos frente a 400.000 del bando alemán. Pero en las cabezas de puente clave del Vístula, desde donde se lanzó la ofensiva, la asimetría era colosal. El estado mayor alemán calculó que la proporción era de once a uno en infantería, de siete a uno en carros de combate y de veinte a uno en artillería a favor del Ejército Rojo. Guderian, que estaba al corriente por los informes del general Reinhard Gehlen, jefe del departamento de «Ejércitos Extranjeros Este», de la enorme concentración de fuerzas soviéticas y de que la ofensiva era inminente, le había pedido a Hitler en Navidad, cuando la ofensiva de las Ardenas ya había perdido fuerza, que trasladara tropas al este. Hitler había desechado los informes de Gehlen tildándolos de farol del enemigo, «la mayor impostura desde Gengis Kan». Cuando durante una visita posterior al cuartel general del Führer en Ziegenberg el día de Año Nuevo de 1945 Guderian consiguió de Hitler cuatro divisiones, el dictador insistió en que había que enviarlas a Hungría, no al centro del frente oriental, donde el peligro era inminente, según el espionaje militar. El 9 de enero Guderian había viajado de nuevo a Ziegenberg para mostrarle a Hitler diagramas y mapas que mostraban la relativa concentración de fuerzas de ambos bandos en las zonas vulnerables del Vístula. Hitler, furioso, los rechazó calificándolos de «completamente estúpidos» y le dijo a Guderian que quien los había hecho debería estar encerrado en un manicomio. Guderian defendió a Gehlen y se mantuvo firme. La tormenta amainó con tanta rapidez como se había desatado. No obstante, Hitler rechazó despectivamente las recomendaciones urgentes de evacuar partes del Vístula y del Narev, retirarse a posiciones más defendibles y trasladar fuerzas desde el oeste para reforzar los puntos débiles del frente. Guderian comentó proféticamente: «El frente oriental es como un castillo de naipes. Si el frente se rompe en un punto, todo lo demás se desmorona». La respuesta de Hitler fue que «el frente oriental debe valerse por sí mismo y arreglárselas con lo que tiene». Como comentó Guderian más adelante, se trataba de la «estrategia del avestruz».

Una semana más tarde, el 16 de enero, cuando el Ejército Rojo ya había conseguido enormes avances, Hitler, que había regresado a Berlín, se mostró por fin dispuesto a trasladar tropas desde el oeste al este. Pero Guderian se indignó al enterarse de que el sexto ejército Panzer de Sepp Dietrich (que regresaba de la fallida campaña de las Ardenas y que constituía el grueso de las nuevas fuerzas disponibles) iba a ser enviado a Hungría, donde Hitler confiaba en obligar a los rusos a retroceder al otro lado del Danubio y liberar Budapest. Con las plantas alemanas de combustible sintético destruidas por los ataques aéreos de mediados de enero, conservar los yacimientos de petróleo y las refinerías húngaros era, para él, de vital importancia. Sostenía que, sin ellas, el esfuerzo bélico alemán estaba condenado. Tampoco tuvo Guderian mucho éxito cuando trató de convencer a Hitler para que evacuara por mar, por el Báltico, a las tropas alemanas que corrían grave peligro de quedarse aisladas en Curlandia, en el extremo de Letonia, y las desplegara en el frente oriental. Dönitz había jugado un papel decisivo para convencer a Hitler de que Curlandia era una zona costera vital para los nuevos submarinos que aseguraba que ya estaban listos para ser enviados contra Occidente. La consecuencia fue que 200.000 soldados que se necesitaban desesperadamente quedaron inmovilizados en Curlandia hasta la capitulación de Alemania en mayo.

Como había previsto Guderian, la Wehrmacht fue totalmente incapaz de contener el avance del Ejército Rojo. El 17 de enero las tropas soviéticas habían arrollado a las tropas alemanas que habían encontrado a su paso. El camino hacia la frontera alemana quedaba despejado. Por aire, los aviones soviéticos controlaban el cielo, bombardeando a voluntad. Algunas divisiones alemanas fueron rodeadas; otras retrocedieron hacia el oeste lo más rápidamente que pudieron. El 17 de enero Varsovia fue evacuada por las fuerzas alemanas que quedaban en la ciudad, lo que provocó en Hitler tal ataque de ira que, en un momento crítico del avance en el que eran necesarios para operaciones militares vitales, ordenó detener a varios oficiales del estado mayor que habían enviado señales relacionadas con la retirada de Varsovia, a los que (junto con el propio Guderian) interrogaron durante horas el jefe de la Oficina Central de Seguridad del Reich, Ernst Kaltenbrunner, y el jefe de la Gestapo, Heinrich Müller.

El 18 de enero las tropas soviéticas entraron en Budapest. Los combates en la ciudad durarían hasta mediados de febrero, y la encarnizada lucha en los alrededores del lago Balatón y en otras partes de Hungría varias semanas más. Pero por mucha importancia que Hitler le atribuyera, aquella desigual contienda sólo podía tener un desenlace. Y Hungría no era más que un fracaso secundario para el Reich frente a la gran catástrofe que se estaba produciendo al norte, donde las tropas soviéticas encontraron poca resistencia seria mientras avanzaban a gran velocidad por Polonia. Tomaron Lodz. Ya tenían en la línea de tiro las ciudades de Kalisz y Poznan, en Warthegau. El 20 de enero cruzaron la frontera alemana en la zona de Poznan y Silesia.

Todavía más al norte, la confusión reinaba entre las fuerzas alemanas ante los avances soviéticos hacia Prusia Oriental. El coronel general Hans Reinhardt, comandante del Grupo de Ejércitos Centro, que estaba defendiendo Prusia Oriental, fue destituido por un encolerizado Hitler porque había evacuado las posiciones costeras cuando penetraron las tropas soviéticas el 26 de enero, aislando a dos ejércitos alemanes. El general Friedrich Hoßbach, al mando del cuarto ejército, también fue destituido de inmediato por Hitler, furioso porque había ignorado las órdenes de resistir (y no había consultado con su Grupo de Ejércitos la decisión) cuando se vio en una situación desesperada y en grave peligro de sufrir un cerco. Hitler, hecho una furia, acusó a Reinhardt y a Hoßbach de traición. Pero un cambio de personal (el competente coronel general austríaco Lothar Rendulic en lugar de Reinhardt, y el general Friedrich-Wilhelm Müller por Hoßbach) no sirvió para evitar el desastroso hundimiento de Alemania en unas circunstancias desesperadas en Prusia Oriental, así como en el resto del frente oriental. Lo mismo ocurrió cuando Hitler sustituyó el 17 de enero al coronel general Josef Harpe, convertido en chivo expiatorio del derrumbe del frente del Vístula, por su predilecto, el coronel general Ferdinand Schörner, y con su insensato nombramiento el 25 de enero del Reichsführer-SS Heinrich Himmler, pese a las enérgicas objeciones expresadas por Guderian, para que asumiera el mando del Grupo de Ejércitos Vístula, recién creado y constituido, cuya finalidad era detener el avance soviético hacia Pomerania. La esperanza en que el «triunfo de la voluntad» y la agresividad de uno de sus hombres «duros» de más confianza se impusieran rápidamente resultó infundada. Himmler, que contaba con el apoyo de oficiales de las Waffen-SS valerosos pero sin experiencia militar, pronto descubrió que luchar contra el poderío del Ejército Rojo era una tarea mucho más dura que detener y perseguir a adversarios políticos indefensos e «inferiores raciales». A mediados de febrero Hitler se vio obligado a admitir que el Grupo de Ejércitos Vístula no estaba comandado adecuadamente. Tras una violenta pelea con Guderian que duró dos horas, Hitler de pronto se retractó y asignó al general Walther Wenck al cuartel de Himmler para que asumiera el mando de la contraofensiva limitada prevista en el Oder, en Pomerania. Hitler admitiría finalmente (y tarde) el fracaso del Reichsführer-SS como comandante militar sustituyéndolo por el coronel general Gotthard Heinrici el 20 de marzo. Sería un momento decisivo en el creciente distanciamiento entre Hitler y su jefe de las SS.

La catástrofe en el frente oriental era para entonces prácticamente total. En el sur, Breslau, alentado por la fanática jefatura nazi del Gauleiter Karl Hanke, resistió el asedio hasta principios de mayo. Glogau, al noroeste, también siguió resistiendo. Pero esa resistencia tenía poca trascendencia militar. A finales de enero, Alemania perdió la región industrial clave de Silesia. El 23 de enero las tropas rusas habían llegado ya al Oder, entre Oppeln y Ohlau; cinco días más tarde, lo cruzaron en Steinau, al sur de Breslau. Más al norte, Poznan fue cercada y se perdió la mayor parte de Warthegau. Su Gauleiter, Arthur Greiser, uno de los secuaces más brutales de Hitler, que había impuesto un régimen de terror a la población predominantemente polaca de su feudo, ya había huido hacia el oeste, junto con otros dirigentes nazis de la región, en un intento (que al final resultó vano) de salvar su propio pellejo. Su huida, como la de otros representantes del partido, exacerbó la ira y el desprecio de la gente corriente por el comportamiento de los peces gordos nazis.

En los primeros días de febrero, las tropas soviéticas ya habían establecido una cabeza de puente en el Oder, entre Küstrin y Frankfurt an der Oder. Incluso entonces, Hitler, agitando los puños fuera de sí de ira, se negó a escuchar las peticiones de Guderian de que evacuara inmediatamente los puestos militares avanzados de los Balcanes, Italia, Noruega y, sobre todo, Curlandia para poder disponer de reservas con las que defender la capital. Todo lo que Guderian pudo conseguir se empleó en una efímera contraofensiva alemana en Pomerania a mediados de febrero. El Ejército Rojo la repelió fácilmente y ocupó prácticamente toda Pomerania durante febrero y principios de marzo. Aunque Königsberg seguía resistiendo el cerco, la mayor parte de Prusia Oriental ya estaba en poder de los soviéticos.

Para entonces, los inmensos avances soviéticos de enero ya se habían consolidado e incluso ampliado. Los hombres de Zhukov habían avanzado casi 500 kilómetros desde mediados de enero. Berlín estaba expuesto a un ataque desde la cabeza de puente en el Oder, cerca de Küstrin, a sólo unos 60 kilómetros de distancia. Se había salvado el último obstáculo en el camino hacia la capital. Sin embargo, la rapidez del avance había hecho que las líneas de suministro soviéticas quedaran muy atrás. Era necesario organizarlas a lo largo de las destrozadas rutas de transporte de la devastada Polonia. Los estrategas soviéticos calculaban, además, que el tiempo primaveral húmedo iba a entorpecer las maniobras militares. Y estaba claro que los sangrientos combates que se avecinaban para tomar Berlín requerirían una preparación minuciosa. Llegaron a la conclusión de que el ataque final a la capital podía esperar de momento.

Mientras se producía este desastre de proporciones colosales en el frente oriental, los aliados se estaban reafirmando rápidamente en el oeste después de repeler la ofensiva de las Ardenas. A principios de febrero, había unos dos millones de soldados estadounidenses, británicos, canadienses y franceses listos para atacar Alemania. El ataque del primer ejército canadiense, que empezó el 8 de febrero al sur de Nimega, en la dirección de Wesel, encontró una fuerte resistencia y al principio sólo pudo avanzar lentamente, en medio de encarnizados combates. Pero en la última semana del mes, las tropas estadounidenses que se encontraban al sudoeste avanzaron con rapidez hasta Colonia, llegando al Rin al sur de Düsseldorf el 2 de marzo y tres días más tarde a las afueras de Colonia. De nada sirvió que Hitler destituyera, de nuevo, al mariscal de campo Gerd von Rundstedt, comandante en jefe del frente occidental, que había intentado en vano convencerle de que retirara sus fuerzas al otro lado del Rin, y lo sustituyera el 10 de marzo por el mariscal de campo Albert Kesselring, el antiguo y tenaz defensor de las posiciones alemanas en Italia.

Las tropas alemanas en retirada habían ido volando los puentes del Rin a medida que los cruzaban, excepto en Remagen, entre Bonn y Coblenza, donde uno había quedado intacto porque los alemanes no habían conseguido detonar a tiempo los explosivos que habían colocado y las fuerzas estadounidenses del primer ejército, al mando del general Courtney H. Hodges, lo tomaron inmediatamente el 7 de marzo. Establecieron rápidamente una cabeza de puente y lograron superar la última barrera natural en el camino de los aliados occidentales. Al cabo de quince días, las tropas estadounidenses habían cruzado de nuevo el Rin en Oppenheim, al sur de Maguncia. Para entonces, las riberas del Rin entre Coblenza y Ludwigshafen estaban bajo control de los estadounidenses. Más al norte, Montgomery disfrutó de un momento de gloria escenificado cuando, observado por Churchill y Eisenhower, sus tropas cruzaron el bajo Rin el 23-24 de marzo tras un masivo ataque aéreo y de artillería en Wesel. Para entonces ya habían vencido a la mayor parte de la resistencia alemana más fuerte. Se había perdido un tercio de todas las fuerzas alemanas desplegadas en el frente occidental desde principios de febrero: 293.000 prisioneros y 60.000 muertos o heridos. La insistencia de Hitler en negarse a ceder ningún territorio al oeste del Rin, en lugar de retirarse para combatir desde el otro lado del río, como había recomendado Rundstedt, había contribuido enormemente a la magnitud y la rapidez del triunfo aliado.

Mientras las defensas alemanas se desmoronaban tanto en el frente oriental como en el occidental, y las fuerzas enemigas se preparaban para atacar en pleno corazón del Reich, las ciudades alemanas, así como las instalaciones militares y las plantas de combustible, sufrían el bombardeo más intenso de toda la guerra. Los jefes del estado mayor británico y estadounidense, presionados por el mando de bombarderos del mariscal del aire británico Arthur Harris, acordaron a finales de enero aprovechar la conmoción causada por la ofensiva soviética para ampliar los ataques aéreos planeados contra objetivos estratégicos (sobre todo refinerías y nudos de comunicaciones) e incluir el bombardeo de área y la destrucción de Berlín, Leipzig, Dresde y otras ciudades del centro y el este de Alemania. El objetivo era agravar el creciente caos que ya había en los grandes centros urbanos del este del Reich, mientras miles de refugiados huían hacia el oeste del avance del Ejército Rojo. Además, los aliados occidentales tenían mucho interés en demostrarle a Stalin, que iba a reunirse con Churchill y Roosevelt en Yalta, que estaban prestando su apoyo a la ofensiva soviética con su campaña de bombardeos. El resultado sería un colosal incremento del terror desde los cielos al caer las bombas sobre ciudadanos casi indefensos. Además de los cuarenta y tres ataques de precisión a gran escala en Magdeburgo, Gelsenkirchen, Botrop, Leuna, Ludwigshafen y otras instalaciones, cuyo objetivo era acabar con la producción de combustible de Alemania, los ataques aéreos masivos contra núcleos de población civiles convirtieron los barrios del centro de las ciudades alemanas en zonas devastadas. Berlín sufrió el 3 de febrero el ataque aéreo más mortífero que había padecido en toda la guerra, en el que murieron tres mil personas y resultaron heridas más de dos mil. Las zonas más castigadas fueron algunos de los barrios más deprimidos del centro de la ciudad. Diez días más tarde, la noche del 13-14 de febrero, la hermosa ciudad de Dresde, la deslumbrante capital cultural de Sajonia, famosa por su excelente porcelana pero en modo alguno un centro industrial importante y que en aquel momento estaba llena de refugiados, se convirtió en un terrible infierno cuando cayeron miles de bombas incendiarias y explosivas arrojadas por los bombarderos Lancaster de la RAF (seguidos, al día siguiente, por un ataque aéreo aún más masivo de los B-17 estadounidenses). Se calcula que hasta 40.000 ciudadanos perdieron la vida en la demostración de superioridad aérea y de fuerza más despiadada de los aliados en toda la guerra. Entre otras ciudades arrasadas figuraban Essen, Dortmund, Maguncia, Múnich, Núremberg y Wurzburgo. En los últimos cuatro meses y medio de la guerra cayeron sobre Alemania 471.000 toneladas de bombas, el doble que durante todo 1943. Sólo en marzo, arrojaron casi el triple de bombas que durante todo el año 1942.

Para entonces Alemania estaba, militar y económicamente, de rodillas. Pero mientras Hitler viviera, no podía haber ninguna posibilidad de rendición.

II

El personaje central de aquel sistema que implosionaba rápidamente y que había sembrado un terror y causado una miseria sin precedentes a las innumerables víctimas del régimen nazi subió a su tren especial en Ziegenberg, su cuartel general en el oeste, la tarde del 15 de enero de 1945 y, con su séquito habitual de ordenanzas, secretarias y ayudantes, partió hacia Berlín. Las esperanzas que albergaba de lograr un triunfo militar en el frente occidental se habían truncado definitivamente. La máxima prioridad por entonces era evitar la ofensiva soviética en el este. Su partida estaba motivada por la oposición de Guderian a la orden que había dado el 15 de enero de trasladar la potente división Panzer «Großdeutschland» de Prusia Oriental a las inmediaciones de Kielce, en Polonia, donde el Ejército Rojo amenazaba con penetrar y dejar expuesta la ruta hacia Warthegau. Guderian señaló que no sólo era imposible ejecutar la maniobra a tiempo para frenar el avance soviético, sino que al mismo tiempo se debilitarían seriamente las defensas de Prusia Oriental justo cuando el ataque soviético desde el Narev estaba poniendo a aquella provincia en una situación de peligro extremo. De hecho, las tropas de la «Großdeutschland» esperaban con los brazos cruzados mientras el Führer y su jefe del estado mayor discutían por teléfono sobre su despliegue. Hitler no rescindió la orden, pero la disputa ayudó a convencerle de que debía dirigir los asuntos de cerca. Era hora de regresar a Berlín.

Su tren entró aquella noche en la capital con las persianas bajadas. Las triunfales llegadas a Berlín ya sólo eran recuerdos lejanos. Mientras su coche se abría paso entre los escombros por las calles oscuras mientras se dirigían a la cancillería del Reich (fría y lúgubre, cuyos cuadros, alfombras y tapices habían sido trasladados a un lugar seguro debido a los crecientes ataques aéreos contra Berlín), pocos habitantes de la ciudad sabían que había regresado y probablemente eran menos aún a los que les importaba. El paso hasta la puerta de entrada estaba cerrado salvo para los pocos que tenían los documentos y los pases necesarios para superar el minucioso escrutinio de los guardias de las SS, armados con metralletas y apostados en una serie de controles de seguridad. Hasta el jefe del estado mayor tuvo que entregar sus armas y dejar que le registraran minuciosamente su maletín.

Durante los días siguientes Hitler estuvo completamente absorto en los acontecimientos del frente oriental. Parecía incapaz de reconocer el desequilibrio objetivo de fuerzas y la debilidad táctica que había dejado tan expuesto al frente del Vístula, y creía ver traiciones por todas partes. Los frecuentes desvaríos sobre la incompetencia o la traición de sus generales alargaban interminablemente las dos sesiones informativas que se celebraban cada día. Guderian calculaba que empleaba unas tres horas en realizar el viaje desde el cuartel general del estado mayor en Zossen, al sur de Berlín, dos veces al día. Las reuniones consumían entre cuatro y seis horas más. Desde el punto de vista del jefe del estado mayor, era tiempo perdido.

Los habituales enfrentamientos entre Hitler y el que fuera su admirador, Guderian, reflejaban lo que para entonces eran filosofías total e irreconciliablemente opuestas sin ningún punto en común entre ambas. Para Hitler, no cabía contemplar siquiera la capitulación, aunque el precio a pagar fuera la destrucción total de Alemania. Para el jefe del estado mayor, había que impedir la destrucción de Alemania, incluso si el precio era la capitulación, por lo menos en el oeste. Guderian (y no era el único que pensaba así, ni mucho menos) veía que la única esperanza de impedir la destrucción total de Alemania era dedicar todas las fuerzas a rechazar el ataque soviético y al mismo tiempo entablar negociaciones para firmar un armisticio con el oeste, por muy poco endeble que fuera la base para negociar. Quizá se podría convencer a Occidente de que le convenía impedir que los rusos controlaran Alemania después de la guerra y de que aceptaran la rendición de las zonas occidentales del país para permitir al Reich defender sus fronteras orientales.

Ésta fue la propuesta que Guderian le expuso en líneas generales el 23 de enero al doctor Paul Barandon, el nuevo enlace del Ministerio de Asuntos Exteriores con el ejército. Era una esperanza remota pero, como señaló Guderian, cuando uno está en aprietos, se agarra a un clavo ardiendo. Confiaba en que Barandon le consiguiera una audiencia con Ribbentrop y en que el ministro de Asuntos Exteriores y él pudieran dirigirse a Hitler inmediatamente con una idea para poner fin a la guerra. Barandon concertó la entrevista. Ribbentrop, cuando se reunió con Guderian dos días más tarde, parecía horrorizado ante la perspectiva de que los rusos pudieran estar a las puertas de Berlín en unas pocas semanas. Pero se declaró un leal seguidor del Führer, y dijo que conocía la aversión de este último por los sondeos de paz y que no estaba dispuesto a apoyar a Guderian. Cuando Guderian entró en la sala de reuniones aquella tarde, oyó decir a Hitler en voz alta y nerviosa: «Así, cuando el jefe del estado mayor va a ver al ministro de Asuntos Exteriores y le informa de la situación en el este con objeto de conseguir un armisticio en el oeste, ¡no está haciendo otra cosa que cometer alta traición!». Por supuesto, Ribbentrop había informado enseguida a Hitler del contenido de sus conversaciones con Guderian. No tomó ninguna medida contra él, pero era una advertencia. «Prohíbo tajantemente las generalizaciones y las conclusiones sobre la situación general —recordaba Speer que vociferaba Hitler—. Eso sigue siendo asunto mío. Todo aquel que en el futuro le diga a otra persona que la guerra está perdida será tratado como un traidor a su patria con todas las consecuencias para él y para su familia. Actuaré sin respetar ni la posición ni el prestigio». A partir de entonces, el jefe de la Policía de Seguridad, Ernst Kaltenbrunner, se sentaría en silencio pero amenazadoramente al fondo de la sala durante las sesiones informativas.

En realidad, pese a este arrebato (y pese a que Ribbentrop se negara a considerar la propuesta de Guderian), a principios de 1945 Hitler estaba al corriente de los sondeos extremadamente cautos de su ministro de Asuntos Exteriores, vía Estocolmo, Berna y Madrid, a los aliados occidentales para que pusieran fin a la guerra con Alemania y se sumaran a la lucha contra el bolchevismo. También sabía que Ribbentrop estaba considerando una propuesta alternativa: un acercamiento a la Unión Soviética para que ayudara a Alemania a aplastar a Gran Bretaña. Hitler al principio se había mostrado contrario a cualquier tipo de sondeos de paz. Después pareció cambiar de opinión. «No conseguiremos nada —le dijo Hitler a Ribbentrop—. Pero si quiere, puede intentarlo». No obstante, no sólo no había la menor posibilidad de que los soviéticos o los aliados occidentales se mostraran verdaderamente dispuestos a entablar negociaciones de paz en aquella etapa; Ribbentrop sabía que Hitler no tenía el menor deseo de iniciarlas. Una de las premisas de cualquier conversación de paz, como Hitler sabía muy bien, habría sido su propia destitución. Esto por sí solo ya bastaba para hacerle desechar furioso cualquier idea de negociar. Como el ministro de Asuntos Exteriores comentó más tarde, Hitler «consideraba los sondeos de paz un signo de debilidad». Y dijo que sus sondeos simplemente «demostraban que no era posible entablar unas conversaciones de paz serias» mientras Hitler viviera.

Goebbels lo tenía igual de claro. A finales de enero el ministro de Propaganda fue abordado por Göring, que estaba desconsolado por los acontecimientos en el este y convencido de que ya no había posibilidades militares para Alemania. Göring le dijo a Goebbels que estaba dispuesto a utilizar sus contactos suecos para efectuar sondeos en Gran Bretaña y le pidió que le ayudara a convencer a Hitler de que, puesto que cualquier tentativa de acercamiento de Ribbentrop (por el que tanto el mariscal del Reich como el ministro de Propaganda sentían un profundo desprecio) estaba condenada a fracasar, debía intentar él esa vía. Goebbels no le animó mucho. En el fondo, no estaba dispuesto a presionar a Hitler, ya que corría el riesgo de perder la confianza del Führer, que, según añadió intencionadamente, «es en realidad toda la base de mi trabajo». Y señaló que, en cualquier caso, Göring sólo podía actuar con la aprobación de Hitler «y el Führer no le concederá esa aprobación». Göring pensaba que Hitler era demasiado intransigente y se preguntaba si querría en realidad una solución política. Goebbels respondió que sí quería, pero «el Führer no cree que exista esa posibilidad en este momento».

La eterna esperanza de Hitler era, como siempre, que se produjera una ruptura en la alianza contra él. Le dijo a Goebbels que si Gran Bretaña y Estados Unidos querían impedir la bolchevización de Europa, tendrían que recurrir a Alemania en busca de ayuda. La coalición se tenía que romper; era cuestión de esperar hasta que llegara ese momento. En el fondo, Goebbels consideraba a Hitler demasiado optimista.

No obstante, Jodl y Göring recurrieron a esa ilusión en la sesión informativa del 27 de enero. Göring, pese a lo pesimista que había sido su actitud cuando habló con Goebbels, adoptó una postura diferente en presencia de Hitler. Él y Jodl pensaban que no cabía la menor duda de que el avance soviético había desbaratado los planes británicos. Göring creía que si las cosas iban aún más lejos, cabía esperar que llegara un telegrama de los británicos diciendo que estaban dispuestos a aunar fuerzas para impedir la ocupación soviética de Alemania. Hitler sugirió que podría ser útil el Comité Nacional para una Alemania Libre, la «organización de traidores» con sede en Moscú y vinculada al general Seydlitz, del sexto ejército perdido en Stalingrado. Explicó que le había pedido a Ribbentrop que filtrara a los británicos la historia de que los soviéticos habían adiestrado hasta a 200.000 comunistas bajo el mando de oficiales alemanes y que estaban listos para avanzar. Y aseguró que la perspectiva de que en Alemania hubiera un gobierno nacional dirigido por Rusia sin duda suscitaría inquietud en Gran Bretaña. Göring añadió que los británicos no habían entrado en la guerra para ver cómo «el este llegaba hasta el Atlántico». Hitler comentó: «Los periódicos ingleses ya están escribiendo amargamente: ¿cuál es el objetivo de la guerra?».

Sin embargo, cuando Goebbels abordó la cuestión para tantearle, Hitler dijo que no veía ninguna posibilidad de acercamiento a sus enemigos occidentales. En las conversaciones que mantuvo con su ministro de Propaganda durante los días siguientes, a finales de enero, en los que parecía agotado, reflexionó sobre el fracaso de la alianza prevista con Gran Bretaña. Pensaba que habría sido posible si Chamberlain hubiera seguido siendo primer ministro. Pero Churchill, «el verdadero padre de la guerra», lo había estropeado todo. Por otra parte, volvió a expresar su admiración por el brutal realismo de Stalin como revolucionario que sabía exactamente lo que quería y que había aprendido los métodos para cometer atrocidades de Gengis Kan. Hitler también descartaba en este caso cualquier idea de negociación. «Quería —le dijo a Goebbels— demostrar que era digno de los grandes ejemplos de la historia». El ministro de Propaganda pensaba, sin un ápice de cinismo, que si conseguía cambiar la suerte de Alemania, sería no sólo el hombre del siglo, sino el del milenio.

Goebbels seguía creyendo que Hitler era demasiado optimista sobre las posibilidades de frenar el avance soviético. En realidad, por muy pesimista o fatalista que fuera en momentos sombríos, Hitler no estaba dispuesto, ni mucho menos, a renunciar a la lucha. Habló de sus objetivos en la inminente ofensiva de Hungría. En cuanto estuviera otra vez en posesión del petróleo húngaro, enviaría divisiones adicionales desde Alemania para liberar la Alta Silesia. Harían falta unos dos meses para concluir la operación. A Goebbels no le pasaba inadvertida su falta de realismo. Anotó que haría falta mucha suerte para lograrlo.

Goebbels se había quedado «sorprendido» de que Hitler, después de haberse mostrado tan reacio a hablar en público durante dos años, hubiera aceptado tan fácilmente la propuesta de dirigirse por radio a la nación el 30 de enero, el duodécimo aniversario de la «toma del poder». Cabe suponer que Hitler pensó que, en un momento de crisis nacional como aquél, con el enemigo ya dentro del Reich, el no haber hablado en una fecha tan señalada del calendario nazi habría enviado las peores señales posibles al pueblo alemán. Era imprescindible que reforzara la voluntad de lucha, sobre todo en las menguantes fronteras de Alemania.

Su discurso grabado, emitido a las diez de la noche, fue poco más que un intento de levantar la moral, apelar al espíritu de lucha, pedir un sacrificio extremo en «la crisis más grave de Europa en muchos siglos» e insistir en su voluntad de seguir luchando y negarse a pensar en algo que no fuera la victoria. Mencionó, como era inevitable, «una conspiración mundial de la judería internacional», a los «judíos del Kremlin», el «fantasma del bolchevismo asiático» y una «avalancha procedente del interior de Asia». Sin embargo, no dijo una sola palabra sobre los desastres militares de los últimos quince días. Y sólo en una frase mencionó «el terrible destino que ahora se está abatiendo sobre el este y eliminando al pueblo por decenas y centenares de miles en las aldeas, en las fronteras, en el campo y en los pueblos», que será finalmente «combatido y dominado». El discurso difícilmente podía resultar atractivo salvo para los incondicionales.

Ese mismo día, el 30 de enero, Speer le había entregado un memorándum a Hitler. Le explicó que la economía de guerra y la producción de armamento habían tocado a su fin. Tras la pérdida de la Alta Silesia, no había ninguna posibilidad de satisfacer las necesidades de munición, armas y carros de combate del frente. «Por consiguiente, ya no se puede compensar la superioridad material del enemigo con la valentía de nuestros soldados». La fría respuesta de Hitler dejó claro que no le hacía ninguna gracia recibir informes como aquél, que rezumaban derrotismo. Le prohibió a Speer entregarle el memorándum a nadie y añadió que él era el único que podía extraer conclusiones sobre la situación del armamento. Hitler tenía que ver claramente, como todos los que le rodeaban, que, a menos que se produjera el milagro que seguía aguardando, Alemania no podría durar ya mucho ni económica ni militarmente.

Speer, mucho después de los hechos, planteó la cuestión de por qué ni siquiera en aquel momento quienes mantenían un contacto regular con Hitler se enfrentaron a él con una acción conjunta y le exigieron una explicación de cómo pretendía poner fin a la guerra. (No hizo la menor insinuación de cuáles podrían haber sido las consecuencias de una situación tan improbable.) Después de todo, Göring, Himmler, Ribbentrop, e incluso Goebbels en algunos aspectos, habían sido algunos de los dirigentes nazis que en un momento u otro habían mencionado la cuestión de las conversaciones de paz con el enemigo, que Hitler había rechazado una y otra vez. Se acercaba el final y Alemania se enfrentaba no sólo a la derrota militar, sino a la destrucción total. «Sin duda tiene que suceder algo», le dijo en voz baja Speer a Dönitz durante una sesión informativa a principios de febrero, mientras llegaban informaciones de nuevos desastres. Dönitz respondió fríamente que él sólo estaba allí para representar a la armada. El Führer sabría lo que hacía.

Esta contestación también proporcionaba una respuesta a la pregunta que Speer planteó muchos años después. No había ninguna posibilidad de que se formara ni siquiera entonces un frente unido contra Hitler, ni tan sólo entre quienes veían con meridiana claridad el abismo que se abría ante ellos. Las consecuencias de la conspiración contra él del año anterior no habían dejado la menor duda a ninguno de los miembros de su entorno de la dureza con que arremetería contra cualquiera al que viera como una amenaza. Pero la imposibilidad de formar un frente conjunto contra Hitler no se debía sólo, ni siquiera principalmente, al miedo. La propia estructura interna del régimen había dependido desde hacía mucho de la forma en que Hitler enfrentaba a sus paladines entre sí. Sólo vencían las profundas discrepancias que había entre ellos su lealtad y su fidelidad incondicionales al líder, del que seguían dimanando todos los restos de poder y autoridad. El culto al Führer distaba mucho de haber muerto en aquella parte interna de la «comunidad carismática». De los mandos militares de mayor rango, Keitel, Jodl y Dönitz seguían totalmente unidos a Hitler: su lealtad era inquebrantable y su admiración seguía intacta. Göring, con su prestigio por los suelos, había perdido hacía mucho tiempo ya la energía necesaria para emprender algo contra Hitler y sin duda carecía de la voluntad para hacerlo. Lo mismo sucedía con Ribbentrop, quien, además, no tenía amigos en la jerarquía nazi y por el que la mayoría sentía desprecio u odio. Goebbels, el jefe del Frente del Trabajo Robert Ley y el dirigente del partido más próximo a Hitler, Martin Bormann, figuraban entre los defensores más radicales de su intransigente postura y seguían siendo absolutamente leales. Speer, por su parte, era (pese a sus opiniones después de la guerra) una de las personas de las que menos cabía esperar que encabezaran un frente contra Hitler, se enfrentaran a él con un ultimátum o fueran el centro de un plan conjunto para presionarle. El escenario mencionado por Speer mucho después de los hechos era, por tanto, totalmente inconcebible. La «comunidad carismática» se veía obligada por su lógica interna a seguir al líder del que siempre había dependido, aunque la estaba conduciendo visiblemente a la ruina.

III

El barrio gubernamental de Berlín, como gran parte del resto de la ciudad, ya era un espectáculo triste y deprimente incluso antes de que, a plena luz del día del 3 de febrero, una enorme escuadrilla de bombarderos estadounidenses desatara una nueva oleada de destrucción desde los cielos en el ataque aéreo más intenso de la guerra sobre la capital del Reich. La vieja cancillería del Reich, el palacio neobarroco que databa de la época de Bismarck, quedó convertida en ruinas, en poco más que una estructura desnuda. La nueva cancillería del Reich, proyectada por Speer, también sufrió una serie de impactos directos. El cuartel general de Bormann, ubicado en la cancillería del partido, sufrió graves daños y otros edificios del centro neurálgico del imperio nazi quedaron total o parcialmente destruidos. Toda la zona era un amasijo de escombros. El jardín de la cancillería estaba salpicado de cráteres de bombas. Durante algún tiempo quedó interrumpido el suministro eléctrico y sólo se disponía del agua de un carro que había estacionado delante de la cancillería del Reich. Pero, a diferencia de la mayoría de la población de los barrios bombardeados de Berlín y otros lugares, al menos los dirigentes del Tercer Reich todavía podían contar con un refugio y un alojamiento alternativos, aunque modestos para su nivel.

Hitler, una vez que sus dependencias en la cancillería del Reich quedaron prácticamente destruidas por las bombas incendiarias, pasó a vivir bajo tierra la mayor parte del tiempo, a donde descendía arrastrando los pies por unas escaleras de piedra que parecían interminables, flanqueadas por paredes de hormigón desnudas, que conducían al claustrofóbico y laberíntico mundo subterráneo del búnker del Führer, una edificación de dos plantas construida, a mucha profundidad, debajo del jardín de la cancillería del Reich. En 1943 se había excavado a más profundidad el enorme recinto del búnker, ampliando uno anterior, de 1936, destinado originalmente a servir en el futuro como posible refugio antiaéreo. El complejo era totalmente autónomo y contaba con calefacción e iluminación propias, y con bombas de agua que funcionaban con un generador de gasóleo. Hitler había dormido allí desde su regreso a Berlín. A partir de ese momento se convertiría en su macabro domicilio durante las últimas semanas que le quedaban de vida.

El búnker distaba mucho de los entornos palaciegos a los que estaba acostumbrado desde 1933. Se podía apreciar un intento de mantener, al menos, cierto esplendor en el pasillo que conducía al búnker, que había sido transformado en una especie de sala de espera, cubierta con una alfombra roja y con hileras de elegantes sillas alineadas contra las paredes, en las que había colgados cuadros llevados desde sus residencias. Desde allí se pasaba a una pequeña antesala por la que se entraba a su estudio, separado por una cortina. Sólo medía unos dos metros y medio por tres y medio, y resultaba agobiante. Había una puerta a la derecha que comunicaba con su dormitorio, en el que, a su vez, había varias puertas que daban a una pequeña sala de reuniones, al cuarto de baño y a un diminuto vestidor (y desde allí a lo que se convertiría en el dormitorio de Eva Braun). En el estudio se apretujaban un escritorio, un pequeño sofá, una mesa y tres sillones, que lo convertían en un lugar estrecho e incómodo. Un gran retrato de Federico el Grande dominaba por completo la habitación y recordaba constantemente a Hitler las aparentes recompensas por resistir cuando todo parecía perdido hasta que la suerte cambiaba milagrosamente. «Cuando las malas noticias amenazan con abatir mi espíritu, obtengo nuevo valor contemplando este cuadro», se le oyó comentar.

Al principio, incluso después de que hubiera trasladado su residencia al búnker, Hitler seguía pasando parte del día en el ala de la cancillería del Reich que continuaba intacta. Almorzaba todos los días con sus secretarias en una lúgubre habitación con las cortinas cerradas e iluminada con luz eléctrica. Como ya no se podía utilizar el centro de operaciones de la vieja cancillería del Reich, las reuniones militares de la tarde, que normalmente comenzaban sobre las tres y duraban entre dos y tres horas, se celebraban alrededor de una mesa-mapa en el imponente estudio de Hitler en la nueva cancillería del Reich, con su suelo pulido, su tupida alfombra, sus cuadros, sus butacas y su sofá de cuero y unas ventanas hasta el techo y con cortinas grises que, sorprendentemente, seguían intactas. Para entonces, el círculo de participantes se había ampliado e incluía a Bormann, Himmler, Kaltenbrunner y con frecuencia a Ribbentrop. Después, Hitler solía tomar una taza de té con sus secretarias y ayudantes antes de regresar a la seguridad de su morada subterránea. Para asistir a la cena su séquito tenía que recorrer cocinas y pasillos, pasar junto a salas de máquinas, pozos de ventilación y lavabos antes de atravesar dos pesadas puertas de hierro para bajar al búnker del Führer. La primera vez que Goebbels se aventuró a ir a visitar al Hitler, comentó que se abrió paso por los pasillos «como en un laberinto de trincheras». Durante las semanas siguientes Hitler trasladó casi todas sus actividades al búnker y sólo lo abandonaba para respirar de vez en cuando un poco de aire fresco, sacar a pasear a Blondi durante unos minutos al jardín de la cancillería o para comer con sus secretarias en la superficie. A partir de entonces, apenas vio la luz del sol. Para él y su «corte», que pasaban casi todo el tiempo recluidos en los confines del cuartel general subterráneo, la noche y el día perdieron prácticamente su significado.

Por entonces la jornada de Hitler solía empezar con el sonido de las sirenas antiaéreas al final de la mañana. Linge tenía instrucciones de despertarle, si todavía estaba dormido, a mediodía, en ocasiones incluso a la una. Según afirmaba, a veces dormía sólo tres horas, probablemente debido a la nefasta mezcla de pastillas, pociones e inyecciones que tomaba a diario, que incluía estimulantes además de sedantes. Los ataques aéreos le provocaban ansiedad. Se vestía de inmediato y se afeitaba. El Führer tenía que cuidar su aspecto. No podía presentarse ante su séquito sin afeitar y con la ropa de dormir, ni siquiera durante un ataque aéreo. Las tardes las ocupaban casi exclusivamente la comida y la primera de las dos largas sesiones informativas que se celebraban cada día. La cena, que normalmente no empezaba hasta las ocho, y a veces incluso más tarde, solía alargarse con frecuencia hasta altas horas de la noche. Hitler a veces se retiraba durante una hora o dos y dormía hasta la hora de la segunda sesión informativa. Para entonces era la una de la mañana. Al final de la reunión (siempre extremadamente estresante para todos los que asistían, incluido el propio Hitler) ya estaba listo para tumbarse en el sofá de su habitación. Sin embargo, no estaba demasiado cansado para hablar largo y tendido con sus secretarias y otros miembros de su círculo íntimo, a los que llamaba para que fueran a tomar té en plena noche y a los que entretenía, como había hecho durante toda la guerra, a veces incluso durante dos horas, con trivialidades y monólogos sobre la iglesia, los problemas raciales, el mundo clásico o el carácter alemán. Después de acariciar a Blondi y de jugar un rato con su cachorro (al que había llamado Wolf), por fin permitía a sus secretarias que se retiraran y también él se iba a acostar. Para entonces eran, por lo general, según el programa previsto por Linge, en torno a las cinco de la mañana, aunque en la práctica solía ser mucho más tarde.

En esa época, un momento de pura evasión interrumpía la dosis diaria de pesimismo que representaban para Hilter las noticias que llegaban de los frentes: la visita a la maqueta de su ciudad natal de Linz, el lugar en el que pensaba retirarse, tal como iba a ser reconstruida al final de la guerra tras una gloriosa victoria alemana. La maqueta la había proyectado su arquitecto, Hermann Giesler (a quien Hitler había encargado en otoño de 1940 la reconstrucción de Linz), y fue colocada en febrero de 1945 en el espacioso sótano de la nueva cancillería del Reich. En enero de 1945, cuando se hizo evidente el fracaso de la ofensiva de las Ardenas, cuando el frente oriental se desplomaba ante el ataque del Ejército Rojo, y cuando las bombas caían también sobre la región del Danubio en la que estaba situada Linz, los ayudantes de Hitler y Bormann telefoneaban insistentemente a la oficina de Giesler para decirle que el Führer no dejaba de hablar de la maqueta de Linz y para preguntarle cuándo estaría lista para que pudiera verla.

El equipo de Giesler trabajó noche y día para satisfacer la petición de Hitler. Cuando por fin la maqueta estuvo lista para que la viera, el 9 de febrero, Hitler se quedó fascinado. Inclinado sobre la maqueta, la miró desde todos los ángulos y con diferentes tipos de iluminación. Pidió una silla, y comprobó las proporciones de los diferentes edificios y preguntó detalles sobre los puentes. Examinó la maqueta durante mucho tiempo, visiblemente ensimismado. Durante la estancia de Giesler en Berlín, Hitler lo acompañaba dos veces al día a verla, por la tarde y por la noche. Llevaba también a otros miembros de su entorno para explicarles sus planes de construcción mientras miraban detenidamente la maqueta. Al contemplar la maqueta de una ciudad que sabía que nunca se construiría, Hitler podía ensimismarse y retomar las fantasías de su juventud, cuando soñaba con su amigo Kubizek con reconstruir Linz. Eran días lejanos. Pronto volvía a una realidad mucho más cruda.

A principios de febrero habló con Goebbels de la defensa de Berlín. Analizaron la posible evacuación de las oficinas del gobierno a Turingia. No obstante, Hitler le contó a Goebbels que estaba decidido a quedarse en Berlín «y defender la ciudad». Hitler todavía se mostraba optimista y creía que se podría mantener el frente del Oder. Goebbels era más escéptico. Hitler y Goebbels hablaron de la guerra en el este como una lucha histórica para salvar «al mundo cultural europeo» de los hunos y los mongoles de la época. A quienes mejor les iba era a aquellos que habían quemado las naves y no pensaban en ningún acuerdo. «En cualquier caso, nunca consideramos siquiera la idea de capitular», anotó Goebbels. No obstante, como Hitler seguía convencido de que la coalición contra él se disolvería ese mismo año, Goebbels recomendó tantear el terreno para un intento de acercamiento a los británicos. No dio detalles de cómo se podía lograr. Hitler, como siempre, afirmaba que no era el momento propicio para ello. En realidad, temía que los británicos pudieran recurrir a métodos bélicos más draconianos, incluido el uso de gas venenoso. Ante esa eventualidad, estaba dispuesto a ordenar que fusilaran a un gran número de prisioneros anglo-estadounidenses que habían caído en manos de los alemanes.

La tarde del 12 de febrero, «los Tres Grandes» (Roosevelt, Stalin y Churchill) hicieron público un comunicado desde Yalta, en Crimea, donde habían mantenido reuniones durante una semana, dedicando la mayor parte del tiempo a decidir la forma que tendrían Alemania y Europa después de la guerra. El comunicado dejaba meridianamente claro a la jefatura nazi cuáles eran los planes de los aliados para Alemania: el país sería dividido y desmilitarizado, se controlaría su industria, pagaría reparaciones, se juzgaría a los criminales de guerra y se aboliría el Partido Nazi. «Ahora sabemos dónde estamos», comentó Goebbels. Hitler fue informado de inmediato. No parecía impresionado. Era lo único que necesitaba para confirmar su inmutable opinión de que la capitulación no tenía sentido. Comentó que los dirigentes aliados «quieren separar al pueblo alemán de su jefatura. Siempre lo he dicho: no es posible otra capitulación». Y, tras una breve pausa, añadió: «La historia no se repite».

La noche siguiente, el centro de la ciudad de Dresde fue arrasado. Hitler oyó la noticia de la devastación impasible y con los puños apretados. Goebbels, de quien se dice que temblaba de ira, exigió inmediatamente la ejecución de decenas de miles de prisioneros de guerra aliados, uno por cada ciudadano que hubiera muerto en los ataques aéreos. A Hitler le atrajo la idea. Estaba seguro de que si los alemanes daban un trato brutal a los prisioneros de guerra, habría represalias de los aliados. Eso evitaría que los soldados alemanes del frente occidental desertaran. Guderian recordaba que Hitler dijo: «Los soldados del frente oriental combaten mucho mejor. La razón de que se rindan tan fácilmente en el oeste es culpa de esa estúpida convención de Ginebra que les promete un buen trato como prisioneros. Debemos desechar esa convención estúpida». Sólo los esfuerzos de Jodl, Keitel, Dönitz y Ribbentrop, que creían que sería una respuesta contraproducente, lograron convencerle para que no adoptara una medida tan drástica.

Unos días más tarde Hitler convocó a los Gauleiter, sus leales virreyes del partido, en la cancillería del Reich para el que sería su último encuentro. La última vez que se habían reunido había sido a principios de agosto del año anterior, poco después del atentado de Stauffenberg contra la vida de Hitler. Esta vez el motivo era el vigésimo quinto aniversario de la proclamación del programa del partido en la Hofbräuhaus de Múnich el 24 de febrero de 1920.

En años anteriores Hitler se había dirigido a menudo a los Gauleiter en momentos de crisis. El verdadero propósito de aquel encuentro era reunir al principal núcleo de apoyo en un momento en que el régimen afrontaba su crisis más grave. Esta vez no había buenas noticias que pudiera comunicarles. En el frente occidental los aliados estaban presionando hacia el Rin. En el oriental, la contraofensiva iniciada unos días antes en Pomerania no era más que un fugaz rayo de luz en medio de la más profunda oscuridad. El Grupo de Ejércitos Vístula de Himmler se estaba enfrentando aquel mismo día a un nuevo ataque del Ejército Rojo. La ausencia de Erich Koch, cuyo Gau de Prusia Oriental estaba prácticamente aislado por el Ejército Rojo, y de Karl Hanke, sitiado en Breslau, era un recordatorio del destino de las provincias orientales. Y el hecho de que el grupo de Gauleiter pidiera insistentemente a Martin Mutschmann, Gauleiter de Sajonia, noticias de Dresde, o sus camaradas del partido de Renania preguntaran por el fracaso de la ofensiva de las Ardenas y los combates en el oeste, hablaban por sí solos.

El aspecto de Hitler cuando entró en la sala a las dos de aquella tarde sorprendió a muchos de los Gauleiter, que no le habían visto desde hacía unos seis meses. Su estado físico se había deteriorado visiblemente incluso en el breve lapso de aquellos seis meses. Estaba más demacrado, más envejecido y más encorvado que nunca, y caminaba de forma insegura, como si arrastrara las piernas. El brazo y la mano izquierda le temblaban de forma incontrolada. Estaba muy pálido, tenía los ojos inyectados en sangre y grandes ojeras, y de vez en cuando le caía un hilillo de saliva por la comisura de los labios.

Bormann había advertido previamente a los Gauleiter que no expresaran ninguna crítica. Había, como siempre, pocas probabilidades de que se produjera algún enfrentamiento. Pero la compasión por el aspecto de Hitler disipó la actitud crítica inicial. Quizás aprovechándose de ello, Hitler renunció en determinado momento a intentar llevarse un vaso de agua a la boca con la mano temblorosa sin derramarla e hizo una alusión a su propia debilidad. Habló sentado junto a una pequeña mesa durante una hora y media, con las notas esparcidas delante. Empezó, como tan a menudo, por la «heroica» historia del partido. Con un presente y un futuro tan poco prometedores, había pasado a refugiarse cada vez más en los «triunfos» del pasado. Recordó una vez más la Primera Guerra Mundial, su decisión de entrar en política y la lucha del nacionalsocialismo en la República de Weimar. Ensalzó el nuevo espíritu creado por el partido después de 1933. Sin embargo, su público no quería oír hablar de un pasado lejano. Estaban deseando saber cómo pensaba superar, si es que pensaba hacerlo, la abrumadora crisis que se había abatido sobre ellos. Como de costumbre, sólo habló de generalidades. Dijo que se avecinaba el momento decisivo de la guerra, que decidiría cómo sería el siglo siguiente. Mencionó, como de costumbre, las «nuevas armas» que cambiarían el rumbo de la guerra, elogiando los reactores y los nuevos submarinos. Su principal objetivo era enardecer a sus partidarios más firmes para que llevaran a cabo un esfuerzo final, levantar su moral y animarlos a luchar hasta el final para que ellos, a su vez, incitaran al pueblo de su región al sacrificio abnegado, la defensa indomable y la negativa a capitular. Aseguró que si el pueblo alemán perdía la guerra (en una demostración más de su inalterado darwinismo social), eso indicaría que no poseía el «valor interno» que se le había atribuido y él no sentiría la menor simpatía por ese pueblo. Intentó convencer a los Gauleiter de que sólo él podía juzgar adecuadamente el curso de los acontecimientos. Pero incluso en ese círculo, entre los jefes del partido que durante tantos años habían sido la columna vertebral de su poder, eran pocos los que podían compartir su optimismo. Su capacidad para motivar a sus seguidores más próximos con el poder de su retórica se había desvanecido.

Esto resultaba aún más evidente en el caso de la población en general, para la que las palabras del mayor demagogo que ha conocido la historia habían perdido por entonces todo su efecto y se solían considerar poco más que frases vacías que sólo encerraban la promesa de más sufrimiento hasta que se pudiera poner fin a la guerra. El aniversario de la promulgación del programa del partido había sido, hasta 1942, una fecha en la que tradicionalmente Hitler pronunciaba un gran discurso en la Festsaal del Hofbräuhaus de Múnich. En 1945, como en 1942 y 1943, Hitler se limitó a preparar una proclama que leyó Hermann Esser, uno de sus camaradas de Múnich de los primeros tiempos del partido, y que se convertiría en la última declaración pública de Hitler al pueblo alemán.

Se trataba de una mera repetición de las largas frases vacías del mensaje de siempre. Sólo el nacionalsocialismo había proporcionado al pueblo la resistencia necesaria para combatir la amenaza que representaba para su propia existencia una «alianza antinatural», «un pacto diabólico entre el capitalismo democrático y el bolchevismo judío». Las atrocidades del bolchevismo («esa plaga judía») las estaban padeciendo directamente en las zonas orientales del Reich. Sólo el «fanatismo extremo y una firme tenacidad» podían conjurar el peligro de «esta aniquilación de los pueblos por los judeobolcheviques y sus proxenetas de Europa occidental y Estados Unidos». La debilidad perecería y debía perecer. Era un «deber mantener la libertad de la nación alemana para el futuro» y (el inconfundible intento de reforzar el espíritu de lucha infundiendo miedo) «no dejar que los trabajadores alemanes sean enviados a Siberia». La Alemania nacionalsocialista, con su odio fanático por «el destructor de la humanidad», reforzado por el sufrimiento que había soportado, continuaría luchando hasta que se produjera «el giro histórico». Sería ese año. Terminó con un toque de patetismo. Su vida sólo tenía el valor que pudiera tener para la nación. Quería compartir el sufrimiento del pueblo y casi lamentaba que no hubieran bombardeado el Berghof, lo que le habría permitido compartir la sensación de pérdida de las posesiones. (En este punto, los aliados se mostrarían dispuestos a complacerle unas semanas más tarde.) «La vida que nos queda —declaró al final— sólo puede servir a un propósito, que es remediar lo que los criminales judíos internacionales y sus secuaces le han hecho a nuestro pueblo».

En el boletín rutinario de la emisora del SD en Berchtesgaden, a donde en otro tiempo habían acudido miles de «peregrinos» para intentar ver al Führer durante sus estancias en el Berghof, incluyeron un comentario incisivo. «Para la abrumadora mayoría de camaradas del pueblo —decía el boletín—, el contenido de la proclama pasó como el viento entre las ramas desnudas».

Cabe suponer que la preocupación de Hitler por su imagen pública fue lo que le llevó a rechazar la propuesta de Goebbels de realizar un reportaje periodístico para levantar la moral de la población. Debía ser muy consciente de la inevitable mofa que iba a provocar un reportaje sobre los soldados (muchos de ellos prácticamente unos niños) que le aclamaron durante la breve visita que él y un pequeño séquito habían efectuado el 3 marzo a las tropas en Wriezen, a unos 65 kilómetros al nordeste de Berlín, justo detrás de la línea del frente en el Oder. Hitler estaba deprimido por las noticias que llegaban del frente oriental y el temblor de la mano izquierda era más perceptible que nunca cuando se reunió con el ministro de Propaganda la tarde del día siguiente. Los carros de combate soviéticos habían penetrado en Pomerania y estaban a las puertas de Kolberg, en el Báltico. (Cuando finalmente hubo que evacuar la ciudad más tarde, ese mismo mes, Goebbels no permitió que se divulgara la noticia debido a que contradecía descaradamente la imagen que había transmitido la película épica y nacionalista en color que había encargado sobre la lucha de dicha ciudad contra Napoleón, cuyo propósito era promover la resistencia frente al Ejército Rojo.) Himmler, el comandante del Grupo de Ejércitos Vístula y responsable de la defensa de Pomerania, había estado guardando cama (al parecer, sólo tenía un fuerte resfriado que se sumaba a una gran tensión nerviosa) y se había retirado a una clínica en Hohenlychen, a unos cien kilómetros al norte de Berlín, para recuperarse. Hitler, como siempre, culpó al estado mayor de la debacle. Todavía confiaba en contener el avance del Ejército Rojo; Goebbels tenía sus dudas. Más al sur, las zonas industriales checas corrían un grave peligro. Sin ellas, Goebbels no veía cómo se iban a poder cubrir ya ni siquiera las demandas mínimas de armamento. Hitler confiaba en que se pudiera resistir allí y en Silesia y causar serias derrotas al Ejército Rojo con una contraofensiva que sería la última de la guerra y que empezaría el 6 de marzo.

En el oeste, Hitler seguía siendo optimista y creía que se podría defender el Rin. En realidad, las tropas estadounidenses estaban a punto de entrar en Colonia y sólo unos días más tarde tomarían el puente de Remagen y se afianzarían al otro lado del poderoso río. Goebbels, dispuesto como tantas veces a contrarrestar el optimismo instintivo de Hitler con cautas dosis de realismo, señaló que, si las defensas occidentales no resistían, «se vendría abajo nuestro último argumento político de la guerra», ya que los angloestadounidenses podrían penetrar hasta el centro de Alemania y no tendrían el menor interés en entablar negociaciones. La creciente crisis en el seno de la alianza seguía siendo una vana esperanza a la que aferrarse, pero Goebbels sabía muy bien que Alemania podría estar postrada antes de que ésta se materializara.

Hitler seguía pensando que era más probable que mostrara interés en iniciar negociaciones Stalin que las potencias occidentales. Roosevelt y Churchill tendrían problemas con la opinión pública, pero Stalin podía ignorarla y cambiar totalmente su estrategia bélica de la noche a la mañana. No obstante, Hitler insistía, como siempre, en que la base de cualquier «paz especial» sólo podía ser el triunfo militar. Si se hacía retroceder a los soviéticos y se les causaban grandes bajas, se mostrarían más dóciles. Hitler confiaba en que el nuevo precio fuera una nueva división de Polonia, la devolución de Hungría y Croacia a la soberanía alemana y libertad operativa contra Occidente. De ahí que su objetivo fuera, según Goebbels, «continuar con la lucha contra Inglaterra con la energía más brutal». Pensaba que Gran Bretaña, volviendo al país que había rechazado sus acercamientos anteriores, era el «eterno causante de problemas de Europa». Si se la expulsaba del continente para siempre, Alemania conseguiría cierta paz, al menos durante un tiempo. Goebbels pensaba que las atrocidades soviéticas suponían un obstáculo para los planes de Hitler. Pero escribió lacónicamente que Europa ya había sobrevivido en una ocasión a los estragos causados por los mongoles: «Las tormentas del este vienen y van, y Europa tiene que afrontarlas».

Goebbels seguía siendo el fervoroso partidario de Hitler que había sido durante veinte años. Aunque a menudo se sentía frustrado y criticaba al líder a sus espaldas por lo que consideraba una excesiva reticencia a adoptar las medidas necesarias para radicalizar el frente interno y por su debilidad en las cuestiones personales, sobre todo por su reiterada negativa a destituir a Göring y Ribbentrop (de quienes pensaba que tenían demasiada responsabilidad dada la grave situación de Alemania), Goebbels nunca dejaba de entusiasmarse con Hitler después de pasar algún tiempo en su compañía. Para Goebbels, la determinación y el optimismo de Hitler destacaban en medio del «ambiente desolado» de la cancillería del Reich. «Si alguien puede dominar la crisis, ése es él —comentó el ministro de Propaganda—. No es posible encontrar a nadie que le iguale».

Pero, aunque mantuviera su subordinación personal a la figura paterna a la que durante tanto tiempo había venerado, ni siquiera a Goebbels le convencía ya la aparente confianza de Hitler en que cambiarían las cosas. Estaba esperando ya el final, pensando en los libros de historia. Le dijo a Hitler que Magda y los niños se reunirían con él y se quedarían en Berlín, pasara lo que pasara. Y escribió que aunque no se pudiera vencer en la lucha, al menos había que librarla con honor. Estaba fascinado con la biografía de Federico el Grande de Thomas Carlyle, que ensalzaba el heroísmo del monarca, y le regaló a Hitler un ejemplar. Le leyó en voz alta los pasajes relacionados con cómo el rey se vio recompensado, por su inflexible determinación en circunstancias cada vez más desesperadas durante la Guerra de los Siete Años, por un cambio de suerte repentino y espectacular. A Hitler se le llenaron los ojos de lágrimas. También Hitler buscaba su lugar en la historia. «Debe ser nuestra ambición —le dijo a Goebbels el 11 de marzo, el “Día de los Héroes”—, también en nuestra época, ser un ejemplo que puedan seguir las generaciones posteriores en crisis y tensiones similares, al igual que nosotros tenemos que mirar hoy hacia los antiguos héroes de la historia». Este tema lo mencionó en su proclama a la Wehrmacht de aquel día. En ella manifestaba su «decisión irrevocable […] de proporcionar al mundo futuro un ejemplo que no sea peor que los que nos han dejado los tiempos pasados». La frase que seguía resumía la esencia de la «carrera» política de Hitler: «Por tanto, el año 1918 no se repetirá».

IV

Para evitar esto, ningún precio, ni siquiera la autodestrucción, era demasiado elevado. Hitler, conforme a su característica forma de pensar «o todo o nada», siempre había planteado la destrucción total como la alternativa a la victoria total por la que había luchado. Convencido en su fuero interno de que sus enemigos trataban de causar esa destrucción total (el Plan Morgenthau de 1944, que preveía reducir la Alemania derrotada a un país agrícola con una economía preindustrial había sustentado esta idea), para él ninguna medida era demasiado radical cuando se trataba de luchar por la supervivencia. Coherente sólo con su propia lógica, retorcida y extraña, estaba dispuesto a adoptar unas medidas cuyas consecuencias afectarían tanto a la población alemana, que pondrían en peligro la propia supervivencia de la misma, por la que él afirmaba estar luchando. En última instancia, para él era más importante negarse a capitular que el que siguiera existiendo el pueblo alemán (si se mostraba incapaz de derrotar a sus enemigos).

Eran pocos, incluso entre sus acólitos más próximos, los que estaban dispuestos a seguir al pie de la letra este impulso autodestructivo. Albert Speer era uno de los que pensaban en el futuro después de perder la guerra. Quizás el ambicioso Speer todavía confiaba en desempeñar un papel importante en una Alemania sin Hitler. En cualquier caso, sabía que la guerra estaba irremediablemente perdida. Y pretendía salvar lo que se pudiera de la riqueza económica del país. No tenía ningún interés en que Alemania se sumiera en una vorágine de destrucción para satisfacer el principio irracional y absurdo de autosacrificio «heroico» en lugar de capitular. Sabía demasiado bien que la conservación de la riqueza material de Alemania para un futuro después de Hitler había sido el principal objetivo de los grandes industriales con los que había colaborado tan estrechamente. Había impedido que se ejecutaran las órdenes de Hitler de destruir la industria francesa. Y en las últimas semanas había acordado con el coronel general Heinrici en la Alta Silesia, el mariscal Model en el Ruhr (que estaba a punto de ser capturado por los aliados occidentales) y el coronel general Guderian para todo el frente oriental que, siempre que fuera posible, no se destruyeran las fábricas, las minas, las líneas férreas, las carreteras, los puentes, los sistemas de abastecimiento de agua, las fábricas de gas, las centrales eléctricas y otras instalaciones vitales para la economía alemana.

El 18 de marzo Speer le entregó a Below un memorándum que había redactado tres días antes. Below tenía que elegir el momento propicio para entregárselo a Hitler. El memorándum exponía claramente que el hundimiento definitivo de la economía alemana se produciría en un plazo de entre cuatro y ocho semanas y que después no se podría proseguir con la guerra. El principal deber de quienes dirigían el país debía ser hacer cuanto pudieran por la población civil, pero volar puentes, con la consiguiente destrucción de la infraestructura de transportes, supondría «la eliminación de cualquier posibilidad de existir para el pueblo alemán». Speer concluía: «No tenemos derecho a emprender, en esta etapa de la guerra, una destrucción que podría afectar a la existencia del pueblo […]. Tenemos el deber de dejar que el pueblo tenga la posibilidad de llevar a cabo una reconstrucción en un futuro lejano».

Cuando surgió el tema de la evacuación de la población local de la zona de combate del Sarre en la sesión informativa de aquella noche, no fue difícil deducir cuál iba a ser la respuesta de Hitler. Pese a la falta casi total de transporte, la orden expresa de Hitler fue que se debía iniciar inmediatamente la evacuación total. No había que tener en cuenta a la población. Pocas horas después de que terminara la reunión, justo antes de que Speer saliera a visitar las zonas amenazadas del frente occidental, Hitler le mandó llamar. Según los recuerdos de Speer, que puso por escrito diez días más tarde, Hitler le dijo con frialdad que si se perdía la guerra, también se perdería al pueblo y que no había ninguna necesidad de tener en cuenta ni siquiera su supervivencia más básica. El pueblo alemán había demostrado ser el más débil en la lucha. Sólo sobrevivirían los inferiores.

Hitler le había prometido a Speer una respuesta por escrito a su memorándum. No tardó en recibirla y, como cabía prever, apoyaba lo contrario de lo que Speer había recomendado. En opinión de Hitler, no se podía permitir, costara lo que costara, que instalaciones intactas vitales para la producción industrial cayeran en manos del enemigo, como había sucedido en la Alta Silesia y en el Sarre. Su decreto del 19 de marzo, cuyo encabezamiento rezaba «Medidas destructivas en el territorio del Reich», concordaba con una filosofía totalmente opuesta en ese momento a la de Speer. «La lucha por la existencia de nuestro pueblo —exponía el decreto— obliga a emplear todos los medios, también dentro del territorio del Reich, para debilitar la capacidad de lucha de nuestro enemigo y su avance. Se deben aprovechar todas las oportunidades de causar daños perdurables directa o indirectamente a la capacidad de ataque del enemigo. Es un error creer que las instalaciones de transporte, comunicaciones, industriales y de suministros no destruidas o inutilizadas sólo temporalmente se pueden volver a poner en funcionamiento para nuestros propios fines al reconquistar los territorios perdidos. El enemigo nos dejará únicamente tierra quemada cuando se retire y no tendrá ninguna consideración con la población. Por tanto, ordeno: 1) Se deben destruir dentro del territorio del Reich todas las instalaciones de transporte militares, de comunicaciones, industriales y de suministros, así como todos los bienes materiales que el enemigo pueda llegar a utilizar inmediatamente o en un futuro inmediato. 2) Los responsables de que se lleve a cabo esta destrucción son: las autoridades militares en el caso de los objetivos militares, incluidas las instalaciones de transporte y comunicaciones; los Gauleiter y los comisarios de defensa del Reich en el caso de todas las instalaciones industriales y de suministro, y otros bienes materiales. Las tropas deben proporcionar la ayuda necesaria a los Gauleiter y los comisarios de defensa del Reich para el cumplimiento de su cometido».

El decreto nunca se llevó a la práctica. Aunque al principio varios Gauleiter (entre los que destacaba el Gauleiter Friedrich Karl Florian, de Düsseldorf) se mostraron dispuestos a cumplir a rajatabla las órdenes de Hitler, Speer al final logró convencerles de la inutilidad de la medida. De todos modos, los Gauleiter coincidieron en que, en la práctica, era imposible ejecutar la orden. Model fue uno de los comandantes del frente que también se mostró dispuesto a cooperar con Speer para reducir al mínimo la destrucción de las instalaciones industriales. A finales de marzo Speer había logrado, no sin dificultad, convencer a Hitler (que estaba al corriente de que su ministro de Armamentos estaba saboteando eficazmente su orden) para que le confiriera toda la responsabilidad del cumplimiento de todas las medidas relacionadas con la destrucción. Con ello, las decisiones clave dejaban de estar en manos de los Gauleiter, los principales representantes de Hitler en las regiones. Hitler sabía que eso significaba que se haría todo lo posible para evitar la destrucción que había decretado.

El incumplimiento de la orden de «tierra quemada» fue la primera señal evidente de que la autoridad de Hitler estaba empezando a debilitarse, de que ya no se acataba. «Estamos dando órdenes en Berlín que en la práctica ya no llegan más abajo y mucho menos se cumplen —comentó Goebbels a finales de marzo—. Veo en ello el peligro de un extraordinario debilitamiento de la autoridad».

Hitler seguía considerándose indispensable. «Si me sucediera algo a mí, Alemania estaría perdida, ya que no tengo sucesor», les dijo a sus secretarias. «Hess se ha vuelto loco. Göring ha dilapidado las simpatías del pueblo alemán y a Himmler lo rechaza el partido», fue la valoración que hizo.

Hitler había menospreciado totalmente las dotes de mando de Göring en «tiempos turbulentos» en una conversación que mantuvo con Goebbels a mediados de febrero de 1945. Era «totalmente inimaginable» como «líder de la nación». Las invectivas contra el mariscal del Reich eran muy frecuentes. En una ocasión, durante una sesión informativa, Hitler, con los puños apretados y rojo de ira, humilló a Göring delante de todos los presentes, cuando lo amenazó con degradarlo a soldado raso y disolver la Luftwaffe como una rama independiente de las fuerzas armadas. Lo único que pudo hacer Göring fue retirarse a la antesala y tomarse un par de copas de coñac. Pero pese a estar expuesto regularmente a los improperios de Goebbels sobre el mariscal del Reich y a sus vehementes súplicas para que lo destituyera, Hitler insistía en la idea de que no había nadie adecuado para reemplazarlo.

La actitud de Hitler hacia Himmler también se había vuelto más inflexible. Su furia ciega por la retirada de las divisiones (incluida la que llevaba su nombre, la Leibstandarte-SS Adolf Hitler) del sexto ejército Panzer de Sepp Dietrich, en vista de las muchas bajas y de la posibilidad de sufrir un cerco inminente durante un encarnizado combate en el Danubio, iba dirigida contra Himmler. El Reichsführer-SS estaba desesperado por la ruptura con Hitler, que simbolizaba la orden que se vio obligado a trasladar a Dietrich, que exigía que sus cuatro divisiones de las Waffen-SS, entre ellas la división de elite Leibstandarte Adolf Hitler, se quitaran los brazaletes como castigo. En un momento en que Hitler se sentía traicionado incluso por sus propios comandantes de las SS, el prestigio de Himmler decreció vertiginosamente debido a sus propios y evidentes fracasos como comandante del Grupo de Ejércitos Vístula. Hitler responsabilizó al Reichsführer-SS en persona de no haber logrado contener el avance soviético hasta Pomerania. Le acusó de haber sucumbido de inmediato a la influencia del estado mayor (una atroz ofensa para Hitler) e incluso de desobedecer directamente sus órdenes de construir defensas anticarro en Pomerania. Hitler, culpando a los demás como de costumbre, pensaba que se podría haber retenido Pomerania si Himmler hubiera cumplido sus órdenes. Le explicó a Goebbels que pretendía dejar claro en la próxima reunión que si aquello volvía a repetirse, la ruptura sería irremediable. No está claro si el distanciamiento se agravó debido a los rumores que circulaban en el extranjero (y que, en realidad, se aproximaban bastante a la verdad), que relacionaban el nombre de Himmler con sondeos de paz. No obstante, no cabía la menor duda de que el aprecio de Hitler por Himmler había disminuido drásticamente. El Reichsführer-SS, por su parte, seguía consternado por la ruptura de relaciones y se mostraba cauto en extremo, ya que sabía que su autoridad dependía exclusivamente de seguir contando con el favor de Hitler. Pero tras ser relevado del mando del Grupo de Ejércitos Vístula el 20 de marzo, Himmler empezó a ir cada vez más por su cuenta.

El círculo de personas en las que Hitler confiaba se iba reduciendo claramente. Al mismo tiempo, su intolerancia a cualquier refutación de sus ideas se había vuelto casi absoluta. La única voz que quedaba entre sus generales que era cada vez más franca en sus críticas era la del coronel general Guderian. Mientras Keitel hablaba con tan poca autoridad que los oficiales más jóvenes le apodaban despectivamente el «mozo de garaje del Reich» y Jodl adaptaba cuidadosamente sus informes al estado de ánimo de Hitler y se anticipaba a sus deseos, Guderian era lacónico, mordaz y franco en sus comentarios. Los enfrentamientos, cuya intensidad había aumentado desde Navidad, concluyeron abruptamente a finales de marzo con la destitución de Guderian. Para entonces ya había fracasado la ofensiva final alemana cerca del lago Balatón, en Hungría, que había empezado el 6 de marzo, y los soviéticos avanzaban hacia las últimas reservas de petróleo que le quedaban a Alemania; mientras tanto, el Ejército Rojo había aislado Königsberg, en Prusia Oriental; había penetrado en Oppeln, en la Alta Silesia; había tomado Kolberg, en la costa del Báltico; había roto las defensas alemanas cerca de Danzig; y había rodeado a los batallones de las SS que defendían con fiereza el bastión de Küstrin, en el Oder, de gran importancia estratégica. En el oeste, fuera del ámbito de responsabilidad de Guderian, las noticias eran, como mínimo, igual de pesimistas. El tercer ejército estadounidense del general Patton había tomado Darmstadt y había llegado hasta el río Meno; y los carros de combate estadounidenses ya se encontraban a las puertas de Frankfurt. Hitler no esperaba que el frente occidental se derrumbara con tanta rapidez. Como siempre, lo achacó a la traición. Y, como era característico en él, estaba dispuesto a convertir a Guderian en el chivo expiatorio de la penosa situación del frente oriental.

Guderian esperaba enfrentarse a una reunión acalorada cuando llegó al búnker el 28 de marzo para la sesión informativa de la tarde. Estaba decidido a seguir defendiendo al general Theodor Busse, al que se acusaba de ser el responsable de que el noveno ejército, del que estaba al mando, no hubiera logrado liberar a las tropas cercadas en Küstrin. Pero Hitler no estaba dispuesto a escuchar. Suspendió sin más la reunión y ordenó que se quedaran sólo Keitel y Guderian. Inmediatamente se le comunicó al jefe del estado mayor que sus problemas de salud exigían que se tomara con efecto inmediato un permiso de convalecencia de seis semanas. Fue sustituido por el general Hans Krebs, mucho más sumiso.

Para entonces llegaban informes del cuartel general de Kesselring de que el frente occidental estaba dando muestras de desintegración en la región de Hanau y Frankfurt am Main. Se estaban izando banderas blancas; las mujeres abrazaban a los soldados estadounidenses cuando llegaban; los soldados alemanes, que ya no querían seguir luchando, huían ante cualquier perspectiva de combate o simplemente se rendían. Kesselring quería que Hitler hablara sin demora para reafirmar la vacilante voluntad de lucha. Goebbels estaba de acuerdo. Churchill y Stalin se habían dirigido a sus naciones en momentos de peligro extremo. La situación de Alemania era aún peor. «En una situación tan grave, la nación no puede seguir sin que se dirija a ella la máxima autoridad», escribió Goebbels. Telefoneó al general Burgdorf, el edecán de la Wehrmacht de Hitler, y le insistió en que era necesario convencer a Hitler para que hablara al pueblo alemán. Al día siguiente, mientras paseaba durante una hora entre las ruinas del jardín de la cancillería del Reich junto a la encorvada figura de Hitler, Goebbels trató de ejercer toda su influencia suplicándole que pronunciara un discurso de diez o quince minutos por la radio. Sin embargo, Hitler no quería hablar, «porque en este momento no tiene nada positivo que ofrecer». Goebbels no se dio por vencido. Hitler finalmente aceptó. Pero el evidente escepticismo de Goebbels resultó estar justificado. Al cabo de unos días, Hitler prometió de nuevo pronunciar un discurso, pero sólo después de lograr algún triunfo en el oeste. Sabía que debía hablar al pueblo, pero el SD le había informado de que su discurso anterior, la proclama del 24 de febrero, había recibido críticas por no decir nada nuevo. Y Goebbels admitió que, en realidad, no tenía nada nuevo que ofrecer al pueblo. El ministro de Propaganda siguió confiando en que, pese a todo, Hitler se dirigiría a la nación. «El pueblo estaba esperando al menos una consigna», insistió. Pero para entonces Hitler ya se había quedado sin consignas propagandísticas para el pueblo alemán.

Goebbels estaba perplejo (y, pese a su admiración, molesto y frustrado) ante la reticencia de Hitler a adoptar lo que el ministro de Propaganda consideraba medidas radicales vitales, incluso a aquellas alturas, para cambiar la suerte de Alemania. En privado reflexionaba que, en esto, Federico el Grande había sido mucho más implacable. Hitler, por el contrario, aceptaba el diagnóstico del problema, pero no tomaba ninguna medida. Se tomaba los reveses y los graves peligros, en opinión de Goebbels, demasiado a la ligera, al menos —añadía— en su presencia; «en el fondo, seguro que piensa de un modo diferente». Aún confiaba en que se produjera la ruptura entre los aliados que llevaba tanto tiempo prediciendo. «Pero me apena —anotaba Goebbels— que en este momento no se sienta impulsado a hacer algo para agudizar la crisis política en el bando enemigo. No cambia al personal ni siquiera en el gobierno del Reich o en el servicio diplomático. Göring sigue. Ribbentrop sigue. Se mantiene a todos los fracasados, salvo a los de segunda fila, y en mi opinión sería muy necesario acometer aquí en concreto un cambio de personal, ya que tendría una importancia decisiva para la moral de nuestro pueblo. Yo presiono y presiono, pero no puedo convencer al Führer de que es necesario adoptar las medidas que propongo». Goebbels señalaba que era «como si viviera en las nubes».

No sólo Hitler se aferraba a un mundo de fantasía. «Un día surgirá el Reich de nuestros sueños —le escribió Gerda Bormann a su marido—. Me pregunto si viviremos nosotros o nuestros hijos para verlo». «¡Tengo muchas esperanzas de que lo veamos!», escribía Martin entre líneas. «En cierto sentido esto me recuerda al “Ocaso de los dioses” de los Edda —continuaba la carta de Gerda—. Los monstruos están asaltando el puente de los dioses […] la ciudadela de los dioses se desmorona y todo parece perdido; y entonces, de pronto, surge una nueva ciudadela más hermosa que ninguna […]. No somos los primeros que libramos un combate a muerte contra las fuerzas del inframundo, y que nos sintamos impulsados a hacerlo, y seamos capaces de hacerlo, debería convencernos de la victoria final».

La atmósfera de irrealidad también se extendió, en parte, a la maquinaria administrativa del partido y del Estado. Aunque la burocracia estatal (trasladada en su mayor parte a Berlín) se enfrentaba a las realidades de una guerra perdida, intentando resolver los graves problemas de los refugiados del este, alojar a las personas que se habían quedado sin casa en las ciudades bombardeadas y garantizar que los servicios públicos siguieran funcionando, mucho de lo que quedaba de la administración civil (cuya tarea se veía enormemente obstaculizada por las reiteradas interrupciones de las comunicaciones postales y ferroviarias) tenía poco que ver con las necesidades diarias de la población. El serio y veterano ministro de Finanzas, Lutz Graf Schwerin von Krosigk, por ejemplo, ultimó a finales de marzo sus planes de reforma fiscal, que Goebbels criticó (como si estuvieran a punto de aplicarse) por su énfasis «poco social» en gravar el consumo, lo que afectaría a la gran mayoría de la población, en lugar de gravar la renta. Que por entonces gran parte del país estuviera ocupado por el enemigo parecía algo irrelevante.

Mientras tanto, Martin Bormann seguía trabajando febrilmente en la reestructuración del partido para controlar la nueva Alemania del periodo de paz que seguiría a la guerra. Y a medida que el tamaño del Reich se reducía, las vías de comunicación se desintegraban y las directivas se veían cada vez más superadas por los acontecimientos, él enviaba más circulares, decretos y promulgaciones que nunca (más de cuatrocientos en los últimos cuatro meses de la guerra), que se iban distribuyendo hasta llegar a los funcionarios del partido de rango inferior. «Una vez más, llega un montón de nuevos decretos y órdenes de Bormann —escribió Goebbels el 4 de abril—. Bormann ha convertido la cancillería del partido en la cancillería del papel. Envía todos los días una montaña de cartas y documentos que los Gauleiter, que se hallan en medio de la lucha, ni siquiera pueden leer. Es en gran parte algo completamente inútil sin valor alguno para la lucha práctica». La burocracia del partido elaboraba a toda marcha normativas sobre la provisión de cereales para el pan, el adiestramiento de mujeres y muchachas en el uso de armas cortas, la reparación de los ferrocarriles y las carreteras, la obtención de alimento adicional a partir de verduras, frutas y setas silvestres, y un sinfín de otras cuestiones.

Además de esta miscelánea, estaban las constantes exigencias y exhortaciones de resistir al precio que fuera. Bormann informó a los funcionarios del partido el 1 de abril de que a «cualquier canalla […] que no luche hasta el último aliento» le aguardaba un castigo sumario y draconiano por desertar. Envió a funcionarios con las unidades de la Wehrmacht para que fortalecieran la moral en zonas próximas al frente y crearan organizaciones semiguerrilleras como los «Freikorps Adolf Hitler» (formado por funcionarios del partido) y el «Werwolf» (compuesta en su mayoría por miembros de las Juventudes Hitlerianas) para que prosiguieran con la lucha mediante la actividad guerrillera en las zonas ocupadas del Reich. La propaganda alemana trataba de transmitir a los aliados la impresión de que estaban amenazados por un movimiento de resistencia clandestino con una amplia organización. En la práctica, el «Werwolf» tenía escasa relevancia militar y principalmente era una amenaza, por sus represalias arbitrarias y crueles, para los ciudadanos alemanes que dieran la menor muestra de «derrotismo».

El 15 de abril Bormann envió una circular a los dirigentes políticos del partido: «El Führer espera que controléis la situación en vuestros Gaue, si es preciso con la velocidad del rayo y con extrema brutalidad». Ésta, como la mayoría de sus misivas, sólo era papel mojado. Su conexión con la realidad era mínima. Era un ejemplo clásico de fe ilusoria, desesperada y constante en el triunfo de la voluntad. Pero ni siquiera la violencia ilimitada y arbitraria de un régimen que agonizaba podía contener las evidentes muestras de desintegración. Cada vez eran menos los uniformes pardos del partido que se veían en las calles y cada vez eran más los funcionarios del partido que se evaporaban como el éter cuando se acercaba el enemigo, más interesados en sobrevivir que en ofrecer una heroica resistencia. «El comportamiento de nuestros dirigentes de Gau y de distrito en el oeste ha causado una enorme pérdida de confianza entre la población —comentaba Goebbels—. Como consecuencia, el partido está prácticamente acabado en el oeste».

A principios de abril, las últimas tropas alemanas abandonaron Hungría. Bratislava cayó en manos del Ejército Rojo mientras avanzaba hacia Viena. Al norte, las tropas alemanas aisladas en Königsberg entregaron la ciudad el 9 de abril. En el oeste, las tropas aliadas penetraron por Westfalia y tomaron Münster y Hamm. El 10 de abril, Essen y Hanover caían en manos de los estadounidenses. El cerco se estrechaba en el Ruhr, el maltrecho corazón industrial de Alemania. Un repentino rayo de optimismo penetró en el denso y sombrío ambiente del búnker de Hitler cuando llegó la noticia de que el 12 de abril había muerto, en su residencia invernal de Warm Springs (Georgia), uno de sus mayores adversarios y una pieza clave de la infame coalición de fuerzas aliadas en su contra: el presidente Roosevelt.

Goebbels llamó por teléfono, eufórico, para felicitar a Hitler. Dos semanas más tarde, al ministro de Propaganda le habían entregado un dosier con material astrológico, incluido un horóscopo del Führer, que profetizaba una mejora de la situación militar de Alemania en la segunda mitad de abril. Goebbels dijo que ese material sólo le interesaba con fines propagandísticos, para darle a la gente algo a lo que aferrarse. Y de momento cumplió esa finalidad con Hitler. «Mira, lee esto —le pidió Hitler, que parecía revitalizado y con la voz llena de emoción, a Speer—. Mira. No te lo creías. Mira […]. Aquí tenemos el milagro que siempre he pronosticado. ¿Quién tiene razón ahora? La guerra no está perdida. ¡Léelo! ¡Roosevelt ha muerto!». Le parecía ver, una vez más, la mano de la Providencia. Goebbels, que acababa de leer la biografía de Federico el Grande de Carlyle, le recordó a Hitler la muerte de la zarina Isabel, que había provocado un repentino cambio de suerte para el rey prusiano en la Guerra de los Siete Años. La artificial coalición de enemigos alineados contra Alemania se disolvería. La historia se repetía. No está claro si Hitler estaba tan convencido como parecía de que la mano de la Providencia hubiera obrado un giro en la guerra. Una persona próxima a él en esos días, su edecán de la Luftwaffe Nicolaus von Below, pensaba que Hitler había reaccionado ante la noticia de forma menos entusiasta que Goebbels, cuya cínica mirada ya estaba puesta, como siempre, en las posibles ventajas propagandísticas.

Incluso a las personas que estaban más cerca de él les resultaba difícil saber cuáles eran los verdaderos sentimientos de Hitler acerca de la guerra. El mariscal de campo Kesselring, que vio a Hitler por última vez el 12 de abril, el día de la muerte de Roosevelt, recordaría más adelante: «Todavía era optimista. Es difícil saber hasta qué punto estaba actuando. Visto retrospectivamente, me inclino a pensar que estaba literalmente obsesionado con la idea de una salvación milagrosa, a la que se aferraba como a un clavo ardiendo».

El júbilo de Hitler, fuera verdadero o fingido, no duró mucho. El 13 de abril recibió la noticia de que el Ejército Rojo había tomado Viena. Al día siguiente, los ataques estadounidenses consiguieron dividir a las fuerzas alemanas que defendían el Ruhr. Al cabo de tres días, los combates en el Ruhr habían terminado. El mariscal de campo Model, uno de los favoritos de Hitler, disolvió su cercado Grupo de Ejércitos B para no ofrecer una capitulación oficial. No sirvió de nada. Unos 325.000 soldados alemanes y treinta generales se entregaron a los estadounidenses el 17 de abril. Model se suicidó cuatro días más tarde en una zona boscosa al sur de Duisburgo.

El 15 de abril, en previsión de una nueva ofensiva soviética (que creía, probablemente engañado por las informaciones falsas de Stalin dirigidas a los aliados occidentales, que primero atravesaría Sajonia hasta Praga para interceptar a los estadounidenses antes de dirigirse a Berlín), Hitler había promulgado una «Orden Básica» ante la eventualidad de que el Reich pudiera quedar dividido en dos. Nombraba un comandante supremo (en realidad, su representante militar), que debía asumir la responsabilidad de la defensa del Reich, en caso de que se interrumpieran las comunicaciones, en aquella parte en la que no estuviera. El gran almirante Dönitz fue elegido para la zona norte y el mariscal de campo Kesselring para la zona sur. Lo que se insinuaba era que Hitler dejaba abierta la posibilidad de proseguir con la lucha desde el sur, en la fortaleza de los Alpes bávaros.

Ese mismo día, Hitler dirigió la que sería su última proclama a los soldados del frente oriental. Volvía a recurrir a las historias sobre las atrocidades soviéticas. «El mortal enemigo judeobolchevique ha iniciado con sus masas un ataque por última vez —empezaba—. Está intentando destruir Alemania y exterminar a nuestro pueblo. Vosotros, soldados del este, ya conocéis en gran medida cuál es el destino que aguarda a las mujeres, las muchachas y los niños alemanes. Mientras que a los ancianos y a los niños se los asesina, a las mujeres y las muchachas se las denigra convirtiéndolas en putas de cuartel. Al resto los envían a Siberia». Después pasaba a pedir a las tropas que estuvieran atentas al menor indicio de traición, especialmente (la eterna exageración de la influencia del Comité Nacional para una Alemania Libre, creado en Moscú por oficiales alemanes capturados) por parte de las tropas que luchaban contra ellos con uniformes alemanes y cobraban la soldada de los rusos. Si algún desconocido ordenaba la retirada, debía ser detenido y, si era preciso, «ejecutado de inmediato, independientemente de su rango». El momento cumbre de la proclama era una consigna: «Berlín sigue siendo alemana, Viena volverá a ser alemana y Europa nunca será rusa».

No serviría de nada. El día 16 de abril, a primera hora de la mañana, un intenso bombardeo de artillería anunció el inicio de la esperada ofensiva desde la línea de los ríos Oder y Neisse, en la que participaban más de un millón de soldados soviéticos bajo el mando de los mariscales Zhukov y Konev. Los defensores alemanes del noveno ejército y, al sur, del cuarto ejército Panzer combatieron tenazmente. Los soviéticos sufrieron bastantes bajas. Durante algunas horas el frente resistió, pero la situación era desesperada. Por la tarde, tras un nuevo e intenso bombardeo de artillería, la línea alemana quedó rota al norte de Küstrin, en la orilla occidental del Oder. La brecha entre el noveno ejército y el cuarto ejército Panzer no tardaría en ampliarse. La infantería soviética penetró por ella, seguida rápidamente por centenares de carros de combate, y durante los dos días siguientes amplió y consolidó sus posiciones de la zona al sur de Frankfurt an der Oder. A partir de entonces, el frente del Oder se desplomó por completo. Ya sólo podía haber un desenlace. El Ejército Rojo siguió avanzando y superó las defensas que quedaban. Berlín ya estaba a tiro.

El noveno ejército del general Busse tuvo que retroceder hacia el sur de la ciudad. Hitler había ordenado a Busse que mantuviera una línea del frente que su comandante del grupo de ejércitos, el coronel general Heinrich, consideraba que exponía al noveno ejército a quedar cercado. Heinrich ignoró las órdenes de Hitler y mandó retirarse hacia el oeste. Para entonces ya sólo podían evitar un cerco inminente algunas partes del ejército de Busse. Mientras tanto, el estado mayor alemán se vio obligado a huir de su cuartel general, en los seguros búnkeres de Zossen, y trasladarse al Wannsee. Los aviones alemanes confundieron la columna de vehículos en retirada con parte de una unidad soviética y la bombardearon desde el aire. Al norte, las fuerzas que se hallaban bajo el mando del coronel general Heinrici y el SS-Obergruppenführer Felix Steiner eran el último obstáculo que impedía que se concretara la amenaza de un cerco a la ciudad mientras el Ejército Rojo avanzaba por Eberswalde hasta Oranienburg. El 20 de abril, los carros de combate soviéticos ya habían llegado a la periferia de la capital. Aquella tarde, Berlín era atacado.

Desde la cancillería del Reich se podía oír con claridad el estruendo del fuego de artillería. Allí, con el Ejército Rojo a la vuelta de la esquina, y el acompañamiento del bombardeo casi ininterrumpido de los aviones aliados, los dirigentes nazis se reunieron para celebrar por última vez, como ya intuían, el quincuagésimo sexto cumpleaños de Hitler y, en la mayoría de los casos, para despedirse. Era el comienzo de los últimos estertores del Tercer Reich.