ABIERTO DE FRANCIA II
Mayo-junio
Oscuridad
Stephan y Nadia pusieron rumbo a Europa, deteniéndose primero en Hong Kong y Shanghái para unos partidos de exhibición. Aunque esos encuentros no contaban para los puntos de la clasificación mundial de Stephan, ciertamente supusieron una considerable contribución a su cuenta bancaria a través de lucrativos patrocinadores chinos.
Nadia esperaba pacientemente al margen, siempre bajo la atenta vigilancia de Garry, mientras Stephan participaba en sesiones fotográficas para respaldar los productos. Cuando atendía esas funciones, ella aparecía colgada de su brazo, siempre recatada y siguiendo sus explícitas instrucciones sobre cómo debía comportarse.
El infausto día en el que había expulsado a Noah fuera de su vida no volvió a mencionarse entre ellos, y trataba de convencerse de haber tomado la decisión correcta demostrando así su total lealtad a Stephan. No había duda de quién llevaba las riendas en su relación y cada vez que ella daba algún traspié, estas eran tensadas aún más fuertemente por la garra implacable de Stephan.
No le quedaba otra opción más que observar, con emociones contradictorias, mientras Noah y Stephan avanzaban hasta cada final de los preceptivos Masters 1000 de la ATP. Era como si el resto de los jugadores del circuito fueran irrelevantes. Bajo la experta tutela de Toby Brooks, el tenis de Noah había madurado aún más durante los últimos meses, a medida que fue eliminando paulatinamente las imperfecciones de su juego y depurando estratégicamente sus puntos fuertes. Mientras Noah jugaba cuantos torneos eran humanamente posibles, Stephan se centró en acumular todo el poderío financiero que su estatus de Número Uno le permitía. Pero, sobre todo, canalizaba su energía entrenando a su preciada posesión para convertirla definitivamente en la mejor de las sumisas.
Los Masters de la ATP nunca habían sido tan emocionantes, manteniendo a los espectadores al borde del asiento al tiempo que se pulverizaban los récords de asistencia. Todo el mundo quería contemplar al tranquilo australiano y al supremo sueco enfrentándose en la pista, lo que solía traer aparejada una enorme cantidad de ingresos. El antagonismo entre los dos jugadores resultaba evidente para cualquier espectador, por lo que los crispados nervios de Nadia hubieran agradecido una sustancial dosis de Valium cada vez que jugaban.
Noah protagonizó la gran sorpresa tenística del año al imponerse finalmente a Stephan en el tercer set en Miami. El partido estuvo tan reñido que la diferencia en el marcador se decidió por una rotura en el servicio. Casi todos lo achacaron a la suerte –Noah estrelló algunas pelotas contra el borde superior de la red que acabaron cayendo en campo contrario en momentos cruciales–, pero cuando proclamó su segunda victoria sobre Stephan en Madrid, súbitamente todo el mundo empezó a prestarle atención, y los seguidores de Noah en los medios se cuadruplicaron de un día para otro. Los periodistas deportivos de todo el mundo no parecían salir de su asombro ante lo rápido que el juego de Noah Levique había evolucionado desde su catastrófica derrota en el Abierto de Estados Unidos el año anterior hasta el fenomenal estado de forma con el que iba a llegar al Abierto de Francia. Sabían que era una estrella emergente, pero por lo visto esa estrella había ascendido antes de lo esperado, haciendo que los próximos enfrentamientos no tuvieran un pronóstico definido.
Stephan detestaba verse en la posición de tener que felicitar a Noah y explicar su inferioridad de juego a la prensa. Sobra decir que sus entrevistas eran cortas y secas: muy lejos de sus brillantes monólogos del Abierto de Australia.
Aunque Stephan demostró que aún seguía siendo el Número Uno derrotando a Noah en Indian Wells, estaba tan alterado por sus anteriores derrotas que se retiró del Rolex Masters de Montecarlo, pretextando una lesión en su dedo pulgar, lo que permitió a Noah atravesar las rondas con facilidad y llevarse la victoria final.
No era de extrañar, por tanto, que la implícita tensión entre Stephan y Nadia durante esos torneos escalara nuevas cotas. Pero tal y como Stephan se decía repetidamente a sí mismo –y a la prensa– los Grand Slam eran una categoría totalmente diferente a los Masters.
Stephan restringió cada vez más la libertad de Nadia, a medida que el miedo a perderla le consumía. No había nada que ella pudiera decir o hacer para asegurarle que volvería a ganar, que aún era el Número Uno y ella todavía le pertenecía. Desde el momento en que abandonó la pista en Miami derrotado por Noah, la posibilidad de perder su codiciado estatus –y a Nadia– acechaba constantemente su mente.
La vida de ella cambió radicalmente de estar siempre a su lado asistiendo a glamurosos eventos a quedarse sola, encerrada en las suites de los hoteles. Solo se le permitía salir si Garry la acompañaba, y únicamente bajo el consentimiento explícito de Stephan.
Sexualmente, el juego erótico entre ellos también cambió a peor. Los castigos de Stephan se volvieron cada vez más frecuentes y sus forzados orgasmos muy poco deseables. Basaba su poder en el miedo, llevando su necesidad de dominación a lugares aún más oscuros, por lo que el lado divertido y juguetón de su relación se fue evaporando poco a poco.
Nadia se había vuelto tan dependiente de la aprobación constante de su Maestro que perdió toda consciencia de sí misma. Cada momento del día lo ocupaba en sus intentos de complacerle o calmarle, pero, para su amarga decepción, nada parecía ser suficiente. De alguna forma siempre conseguía disgustarle en lugar de aplacarle, de modo que aceptaba resignada lo que fuera que él le hiciera, creyendo que eso ayudaría a mejorar las cosas. Lo que no terminaba de comprender es que cuanto más trataba de ser perfecta para él, mayor era el miedo de Stephan a perderla, y más aún a perderla con Noah.
Stephan, desesperado, trató de impedir que esos pensamientos ocuparan su mente, sin éxito. Lo único que parecía funcionarle era desahogarse con el cuerpo de ella. Cada vez que sacaba la correa para azotarla, confiaba en superar los demonios que amenazaban con consumirle. Se convenció a sí mismo de que cuanto más la castigara psicológicamente y la marcara físicamente, más demostraría que ella aún le pertenecía. Era una existencia miserable para ambos. Ya no compartían palabras que pudieran rectificar la desesperación que ensombrecía su relación.
Para alivio de Nadia, fue finalmente el entrenador de Stephan quien le obligó a centrarse de nuevo en su juego. Y así, consiguió regresar prácticamente a su anterior condición sobrenatural, aniquilando a Noah en Roma con un juego que exudaba venganza, justo dos semanas antes de Roland Garros.
Aunque su confianza aumentó la noche de la victoria, aún mantenía a Nadia atada en corto –literalmente–. Tras algunas copas de celebración con su entrenador y su representante, regresó al hotel para anunciar que cenarían en el restaurante Il Convivio Troiani con una amiga sueca de la familia. Nadia se sintió encantada de poder salir con él por primera vez en semanas y se aseguró de estar impecable mientras esperaba durante interminables horas a que Stephan regresara. No podía permitirse que él la pillara desarreglada cuando finalmente apareciera.
Sin mediar palabra, él arrancó la ropa de su cuerpo, incluyendo la lencería, y se quedó mirando su silueta desnuda. Nadia sabía bien que no podía hablar ni mirarle a los ojos durante esas inspecciones íntimas, de modo que acompasó su respiración y bajó los ojos al suelo, sabiendo que el proceso podría terminar en veinte segundos o alargarse concienzudamente más de media hora. Si se movía o incluso parpadeaba, él sacaría su fusta o la ataría, a veces ambas cosas, asegurándose de que ella tuviese que pedirle ayuda para atender sus necesidades más básicas.
Él contempló su belleza y porte mientras deslizaba los dedos por su piel marcada, apretando suavemente sus moratones como si fuera un trofeo especialmente diseñado para que solamente él lo adorara. Finalmente la animó a inclinarse y colocar sus manos en el borde de la cama. Sus palmas encallecidas siguieron las curvas de su cintura y masajearon su trasero y muslos mientras admiraba los restos de sus más recientes latigazos. Unas heridas que necesitaba ver en su piel de alabastro como prueba de que era suya. Rápidamente levantó la mano para azotar con fuerza cada nalga mientras ella ahogaba un grito entre sus labios.
–Me complaces, Nadia.
–Gracias, señor.
–Ya puedes darte la vuelta.
Salió de la habitación para regresar con un vestido que parecía negro pero centelleaba con matices color berenjena cuando atrapaba la luz.
–Brazos arriba.
Se lo puso por la cabeza tirando de él hacia abajo hasta que se asentó suavemente sobre sus caderas. La parte alta tenía un elaborado corpiño adherido a una falda de seda que cubría sus muslos y caía en capas de chiffon unos centímetros por encima de sus rodillas. Aunque el vestido era bonito en sus detalles, mientras Stephan ataba el corsé, comprimiendo el aire de sus pulmones, ella comprendió que ciertamente era algo más que un atuendo de moda. Su pequeña cintura quedó comprimida a proporciones minúsculas, la presión haciendo que sus pechos normalmente pequeños sobresalieran por encima del escote. Dos tiras de chiffon cubrían la parte alta de sus senos atándose en la nuca. Mientras Stephan ahuecaba la falda alrededor de la parte baja de su cuerpo, apenas pudo sentir la fina tela contra su piel. Indudablemente el vestido tenía la intención de reflejar visualmente el dominio que ejercía sobre ella, y su habilidad para controlar lo que podía o no podía hacer en cualquier momento. Incluso su respiración quedaba restringida.
Aquello le recordó el ballet, la necesidad de convertirse en el personaje de cada obra a través de una serie de restrictivos atuendos, y al mismo tiempo le hizo pensar en el mucho tiempo transcurrido desde la última vez que bailó en escena, algo que añoraba volver a hacer. Se convenció a sí misma de que la ocupada agenda de Stephan no le había dado la oportunidad de bailar para él y, por supuesto, no se atrevió a mencionarle directamente su preocupación. El recuerdo de su última actuación para Stephan aún acechaba sus sueños ¡y sus pesadillas!
A continuación Stephan le mostró los zapatos de tacón más altos que hubiera visto nunca. Los tacones transparentes daban la sensación de que estuviera de puntillas, y unas cintas color berenjena subían en espiral hasta media pierna. Pensó que sería más sencillo llevar sus zapatillas de punta que eso –al menos con sus zapatillas podía mantener el control–, los altísimos tacones sirviendo únicamente para colocarla en una ridícula situación de desequilibrio.
Él completó su atuendo con unas decorativas muñequeras de seda que se ataban a la parte inferior del corsé en forma de «V». Era como si casualmente tuviera las muñecas cruzadas por delante, tal y como podía verse a la realeza en muchas fotos, cuando, en realidad, no era capaz de moverlas de esa posición.
Parecía una bailarina en un elaborado bondage. Dependía completamente del apoyo de Stephan que, de apartarse de su lado, la dejaría totalmente inútil. Si intentaba caminar con esos zapatos por su cuenta, podía romperse un tobillo. En las raras ocasiones en las que se habían dejado ver en público juntos, él se había asegurado de que hubiera obstáculos que evitaran que hiciera nada por su cuenta. Sin embargo, ese vestido llevaba su sumisión y el dominio de él a una dimensión totalmente diferente.
–¿Te gusta tu atuendo, Nadia? Sé sincera.
Nadia había terminado por comprender que la sinceridad con Stephan consistía en encontrar las palabras adecuadas para alabar su ego: algo a lo que había acabado acostumbrándose con el paso de los días. Así aprendió a dar respuestas sencillas, directas y, lo más importante, libres de quejas.
–Me gusta, Maestro. Es un bonito color.
Él dio un paso para acercarse, inclinando la cabeza para que sus labios se posaran sobre su nuca mientras susurraba las palabras contra su piel.
–¿Y el corsé? ¿Puedes respirar?
–Con cada respiración, pienso en usted.
–¿Y los zapatos? ¿Puedes caminar?
–Con cada paso, dependo de usted.
–¿Y tus muñecas?
–Mis movimientos serán con su permiso.
Él introdujo intencionalmente las manos por debajo de su vestido, deslizándolas entre sus piernas.
–¿Y aquí?, no tienes nada para protegerte...
–Soy suya.
Stephan pasó su brazo alrededor de la cintura para mantenerla erguida mientras sus diestros y precisos dedos la llevaban al orgasmo.
Entonces trasladó a su jadeante bailarina atada hasta el borde de la cama y se acercó al teléfono.
–Estamos listos. Traed el coche delante de la puerta.
Mentiras
Por lo que a Stephan concernía, la cena que siguió fue sublime, especialmente porque, como de costumbre, él fue el centro de atención. Nadia había confiado en que finalmente estarían ellos dos solos, y se sintió profundamente incómoda al verse restringida delante de otros, aunque al menos, después de su victoria, Stephan parecía estar de un humor muy jovial.
Era una fiesta privada en la que solo su entorno más directo estaba presente, incluyendo a la profesora Karin Klarsson, una atractiva mujer en la cincuentena, y su ayudante, el doctor Matthias Freidman. Karin y su equipo estaban desarrollando un software para reconocer las microexpresiones faciales que tenían el potencial de ser asociadas con programas de seguridad de todo el mundo, sobre todo en los aeropuertos, a fin de poder detectar comportamientos criminales, incluyendo a sospechosos de ataques terroristas. El programa se utilizaba a partir de entrevistas para determinar si la gente estaba ocultando algo.
Stephan pareció fascinado por su trabajo, haciéndole muchas preguntas para recopilar información. Al mismo tiempo, daba diligentemente de comer a Nadia medias porciones de exóticas delicias italianas como fungi porcini y ossobuco a la milanesa.
Su entrenador y su representante estaban tan acostumbrados a la forma en que Stephan controlaba todo lo referente a Nadia que ya no les llamaba la atención. Sabían que Nadia hacía lo que Stephan ordenaba –todo el tiempo, en privado y en público–, mientras que Karin y su colega apenas podían apartar los ojos de la interacción entre ellos, por no mencionar del extraordinario atuendo de Nadia.
–Por supuesto, siempre hay distintos grados de mentira –continuó explicando la profesora, tratando de concentrarse en la conversación–. Lo raro es que las cosas sean blancas o negras, a pesar de que mucha gente lo preferiría. Ciertamente sería mucho más sencillo para las autoridades que fuera así.
–¿A qué se refiere, exactamente? –preguntó Stephan.
–En realidad la verdad objetiva no existe. De modo que aunque podamos interpretar las microexpresiones faciales y relacionarlas con determinadas emociones, solo el individuo puede proporcionar el contexto.
–Por favor, continúe... Estoy intrigado.
Karin se había quedado sorprendida ante el comportamiento de Stephan, aunque educadamente no dijo nada. Nadia, silenciosamente, trataba de superar la intensa vergüenza que sentía al aceptar cada bocado que Stephan introducía en sus labios. Comía cuando él la alimentaba, y hablaba cuando él se lo permitía. El corsé garantizaba que su postura se mantuviera perfectamente erguida durante toda la cena, pero también restringía su estómago hasta el punto de que le resultaba difícil continuar comiendo.
–Bueno, normalmente las mentiras se emplean de forma deliberada, para engañar a otra persona. Aunque la gente también miente para evitar consecuencias de alguna clase.
–Sí, soy muy consciente de ello. –Stephan apretó el muslo de Nadia por debajo de la mesa mientras Karin continuaba.
–Por supuesto, seguramente hay momentos en los que una persona deberá mentir, como por ejemplo para proteger a alguien de sufrir un daño, para evitar el dolor...
Stephan estaba tan inmerso en la conversación que no advirtió como Nadia sacudía negativamente la cabeza cuando un nuevo bocado llegó a su boca firmemente cerrada. Sabía que no debía interrumpirle, de modo que los humeantes espaguetis con almejas cayeron por su escote hasta su regazo mientras ahogaba un gemido.
Un camarero apareció inmediatamente a su lado y trató de retirar los espaguetis de su regazo, pero Stephan alzó una mano, impidiendo que el camarero se acercara a Nadia.
–Solo tráigame otra servilleta.
Hizo un ovillo con la suya, ahora ensuciada con los restos del regazo de Nadia, se colocó una nueva y continuó la conversación como si tal cosa. No pareció fijarse ni advertir las miradas horrorizadas en los rostros de sus invitados mientras los restos de la salsa se deslizaban por la barbilla de ella. Nadia daba la impresión de estar avergonzada, convencida de que su rostro debía de tener aspecto de haber sufrido una reacción alérgica, y a Karin no le quedó más remedio que decir algo.
–Discúlpame, Stephan, estaría encantada de llevar a Nadia al lavabo para que se limpie.
–Eso no será necesario; además, el plato se habrá enfriado para cuando regrese.
Cogió el tenedor para atrapar una almeja, enroscándola con los espaguetis y llevándolo hasta la boca de Nadia. Todos los presentes contuvieron el aliento, sin saber adónde mirar pero hipnotizados.
Esta vez la boca de Nadia se abrió obedientemente y aceptó lo que se le ofrecía. Solo entonces Stephan utilizó su servilleta para limpiar la salsa de su cara y le ofreció un sorbo de vino para facilitar que la comida bajara por su constreñida garganta hasta su colmado estómago.
Cualquier intento de Karin para incluir a Nadia en la conversación se encontró con Stephan contestando en su nombre, o ella respondiendo con las menos palabras posibles. Cuando Karin se levantó para ir al lavabo, le ofreció a Nadia si quería acompañarla. Esta alzó los ojos hacia Stephan buscando su consentimiento, pero él se limitó a negar con la cabeza.
–No, gracias, estoy bien –respondió en voz baja.
Karin estaba impresionada por su relación; sabía que mucha gente elegía ese tipo de comportamiento en privado, pero nunca en su vida había experimentado nada igual en público. Había estudiado relaciones abusivas pero no pudo detectar ningún miedo en la expresión facial de Nadia, simplemente un nivel inusual de aceptación. Estaba convencida de que el incidente con los espaguetis había avergonzado profundamente a la chica y, sin embargo, solo había detectado vergüenza en su rostro, como si hubiera sido su culpa, y no miedo a Stephan. Hasta donde la experiencia de Karin llegaba, saltaba a la vista que Nadia reverenciaba al hombre que se sentaba a su lado al igual que él a ella, aunque no era capaz de deducir cuál era exactamente la dinámica entre ellos.
Cuando la extraña cena llegó a su fin, Stephan sugirió que Nadia podría ser una perfecta candidata para someterse a las pruebas del programa desarrollado por el equipo de investigación de Karin. La profesora intercambió una mirada de asombro con Matthias, revelando el desconcierto de ambos ante semejante oferta.
Karin se aclaró la garganta incómoda.
–Lamentablemente salimos mañana temprano para Berlín y la mayor parte de nuestro equipo aún está en París, pero tal vez cuando vuelvas a Uppsala...
–Eso son magníficas noticias. Vamos de camino a París para el Abierto de Francia; estoy seguro de que podremos organizar algo. Antes ha mencionado que necesita más acceso a mujeres de entre veinte y veinticinco años, así que Nadia sería perfecta.
Estaba claro que Stephan no era la clase de hombre que aceptaba un no por respuesta. Finalmente su carisma consiguió embaucar a Karin picando su curiosidad –no era habitual en ella estar tan perpleja–, de modo que accedió, comprendiendo implícitamente que solicitar la opinión de Nadia sería un paso innecesario en la aprobación. Aun así se hizo la promesa de intentar llegar al fondo de esa relación de una forma u otra y, en el caso de descubrir algo siniestro, hacer algo al respecto.
Aunque Nadia había estado escuchando la conversación durante la cena, no estaba demasiado segura de qué debía esperarse de ella. Pero, como en todo lo que se refería a Stephan, decidió concentrarse en lo que sucedía minuto a minuto, y puesto que su próximo encuentro con la profesora parecía quedar aún muy lejos, decidió no preocuparse antes de tiempo. Su mente ya tenía suficiente con las posibles consecuencias del Abierto de Francia.
Stephan ayudó a Nadia a entrar en el coche después de despedirse, y se sentó junto a ella en el asiento trasero, acariciando con la palma el interior de su muslo expuesto.
–De una forma u otra, querida, descubriré qué pasa por esa cabeza tuya, y espero por tu bien que sea lo que debería ser.
–Por favor, señor, no tiene nada de lo que preocuparse.
–Eso es lo que dices, pero ¿cómo puedo saberlo?
Pasó un brazo protector alrededor de sus hombros acercándola y haciendo que se sintiera muy pequeña contra él.
–Conozco tu cuerpo del derecho y del revés, Nadia, pero ahora también tendré la información que necesito para estudiar lo que ocupa tu cabeza. Por fin sabré si has estado mintiéndome todo este tiempo sobre Levique.
Nadia se estremeció inconscientemente contra su cuerpo. Últimamente no estaba segura de si su mente le pertenecía.
–Ha sido una cena muy provechosa, ¿no crees?
Ella se limitó a asentir dócilmente con la cabeza, percibiendo el cambio en su humor.
–Supongo..., pero ¿cómo consigue exactamente el equipo de la profesora Klarsson detectar las mentiras?
–¿Nunca has visto la serie de televisión americana Lie to Me?3
Ella negó con la cabeza, mientras él la observaba atentamente entre las sombras.
–Bueno, entonces me aseguraré de que veas algún episodio. Lo que Karin y su equipo de trabajo hacen se parece bastante. Básicamente, detectan minúsculos movimientos involuntarios en nuestras expresiones faciales con la ayuda de la tecnología, a fin de interpretar las emociones subyacentes.
El coche se adentró en un callejón, apartándose del tráfico.
–Y ahora vas a tener la oportunidad de formar parte de su investigación, ¡algo que estoy deseando! –Le apretó la desnuda rodilla, mirándola encantado–. Pero, por el momento, tenemos cosas más importantes que hacer.
–¿No regresamos a la suite, señor? –preguntó tímidamente.
–¡Desde luego que no! Estamos en Roma, y pretendo celebrar a conciencia mi victoria por haber aplastado a Levique en la cancha. Digamos solamente que tenemos una larga noche por delante.
Y esa fue toda la información que recibió, mientras un ominoso presentimiento se asentaba en sus huesos como una úlcera putrefacta.
Propiedad
Stephan guio a Nadia a través de unas gruesas puertas de madera con un cerrojo enorme, descendiendo a lo largo de una escalera de mármol. Si no le hubiera prestado su apoyo físico, ella habría rodado hasta el final, desplomándose como un saco. En su lugar, se sintió ligera como una pluma cuando él la bajó en volandas por los mal iluminados peldaños.
Otro juego de puertas les esperaba, y justo al lado, una mujer vestida con un entallado esmoquin y un sombrero de copa les dio la bienvenida entregándoles a cada uno una elaborada máscara mientras les hacía entrar en un vestuario. Stephan se quitó la camisa, lo que siempre resultaba un afrodisíaco para Nadia, que suspiró de impotencia, frustrada por que sus manos aún continuaran atadas. Aunque últimamente daba lo mismo que estuviera atada o no, ya que tenía prohibido tocarle libremente, únicamente cuando él se lo pedía; tal era la distancia emocional que se había instalado entre ellos desde el Abierto de Australia. Esa situación la entristecía más que cualquier cosa, pero aceptaba sus deseos, sabiendo que cualquier protesta solo le causaría más pena. De modo que miró pero no tocó, mientras él la giraba para soltarle el prieto corsé. Por fin podía respirar libremente, e inhaló con todas sus fuerzas.
–No te relajes demasiado, solo lo estoy ajustando –le advirtió, y con sorprendente facilidad retiró el material que cubría sus pechos, prescindiendo de su falda, que descubrió que estaba unida al corsé por ganchos y corchetes.
Nadia miró de reojo su reflejo en el espejo, la enorme presencia de Stephan haciéndole sombra mientras tiraba del corpiño, apretándolo aún más alrededor de su estómago y su caja torácica, y obligándola a apoyarse contra su propia imagen. Por un instante, temió que pudiera romperle una costilla si lo seguía apretando.
Sus pechos quedaban ahora totalmente expuestos por encima del corsé, subiendo y bajando ligeramente con cada rápida y entrecortada respiración. Sus delgadas caderas, el suave trasero y las ágiles piernas quedaban igualmente a la vista. Él estaba desnudo de cintura para arriba, ella del corsé para abajo.
Stephan sacó una barra de labios de su bolsillo, de un tono tan oscuro como el de su vestido, con apenas un matiz color ciruela. Pellizcando sus mejillas con los dedos, pintó sus fruncidos labios dando un aspecto gótico a su pálido rostro. Y luego, para su horror, se inclinó y continuó escribiendo con la barra de labios en sus muslos y trasero.
Propiedad de #1
Repitió una versión más pequeña de las letras sobre su escote y pecho.
Propiedad de #1
Y luego repasó las palabras una y otra vez, reforzando la propiedad sobre su cuerpo.
Una náusea ascendió hasta la garganta de Nadia mientras le daba la vuelta colocándola frente al espejo para que contemplara lo que le había hecho. Aunque las palabras se agolparon en su mente, no fue capaz de decir en lo que se había convertido exactamente: un producto, una mascota, un juguete. Cualquiera que fuese la respuesta, en la imagen de ojos angustiados que devolvía el espejo no quedaba rastro de Eloise, sino simplemente del caparazón del cuerpo que solía ser el suyo.
¿Acaso la Eloise del pasado se hubiera atrevido a emborronar desafiante las palabras escritas en su piel hasta que parecieran un mal moratón, y a rechazar abiertamente ser tratada de esa forma? Si alguna vez se había sentido orgullosa de pertenecerle, la visión que tenía ahora frente a ella le resultó nauseabunda y humillante. El hecho de que él hubiera reducido su existencia e identidad hasta no ser más que su posesión –su posesión humana– la ponía enferma. La imagen que tenía ante ella decía todo eso y mucho más.
–Me gusta el aspecto que tienes, así todo el mundo sabrá que me perteneces. –Sus ojos recorrieron su cuerpo mientras ella se estremecía involuntariamente ante sus palabras–. Sin embargo creo que me gustaría algo más permanente. ¿Te gustaría a ti también?
Ella asintió, desesperada por mantener el estómago y sus palabras bajo control. Una parte muy dentro de ella sabía que su aspecto era espantoso, repugnante. Pero otra le decía que si a él le gustaba, nada más importaba.
–Quizá si eres buena, una bandera sueca con mis iniciales en tu delicioso trasero será suficiente. De lo contrario, me conformaré con esto.
Ella no dijo nada, tal y como correspondía.
–Esta noche te necesito así marcada, Nadia, porque voy a compartirte.
De haberle dado una patada en el estómago, el impacto físico habría surtido el mismo efecto. Se dobló de dolor mientras sus oídos se llenaban de agudos pitidos.
Él se apartó un poco para mirarla, complacido con su obra de arte.
–Por favor, señor, no, no lo haga, ¡se lo suplico! –Su cuerpo estaba temblando y su voz era apenas un suspiro.
–¿Es que acaso te he castigado lo suficiente por lo de Levique? –Le agarró los brazos por detrás a la altura de los codos, obligando a sus pezones a sobresalir.
–No, señor, no lo ha hecho, pero...
Su voz desfalleció, sabiendo que sus palabras no tendrían peso en su mundo. Muy en el fondo siempre había sabido que aquello sucedería, que solo era cuestión de tiempo antes de que Stephan se asegurara de que pagaba por lo sucedido con Noah. Con cada día transcurrido la tensión en el interior de su cuerpo había ido aumentando; sabía que el castigo terminaría por llegar, pero no cómo ni cuándo. Durante meses él había mantenido sobre ella ese poder ante lo desconocido, haciéndola vivir en un estrés continuo.
Y aquí estaba. Había necesitado ganar ese torneo y arrasar a Noah en dos mangas para que esa suprema confianza de Stephan regresara y pudiera exigir su retribución.
–¿No sabes que lo mereces? ¿Que en esta cuestión no me has dejado elección?
Tiró de su cabello obligándola a alzar su cara hacia él.
–¿Sí o no, Nadia?
Ella pudo sentir la rabia creciendo bajo la piel de Stephan.
–Sí, Maestro. Sí, lo merezco –contestó rápidamente, desesperada por aplacarle.
–¿Entiendes que me veo obligado a hacer esto?
Apenas capaz de respirar, Nadia se obligó a pronunciar una última y desesperada súplica para tratar de impedir lo que estaba a punto de suceder.
–Sí, lo entiendo, Maestro, pero, por favor, con otros no, por favor, eso no, ¡se lo suplico! Puedo soportar cualquier cosa de usted, pero no con otros. Yo... yo... nunca he hecho nada así con nadie. –La sola idea le repugnaba.
Él vaciló, tomándose un momento para sentir el corazón de ella palpitar acelerado contra su pecho.
–¿Confías en mí? –preguntó al tiempo que aseguraba la elaborada máscara de plumas sobre sus ojos.
Ella dudó. Su corazón proclamaba a voz en grito «no» mientras su cabeza le aconsejaba lo contrario.
–Eso... creo –farfulló, reprendiéndose por sonar tan insegura.
–¿Te entregarás a mí para lo que crea conveniente?
Una extraña calma se apoderó de sus frenéticos nervios, aunque su estómago continuó dando vueltas.
–Sí, Maestro. –Esta vez sus ojos miraron al suelo ante el miedo de lo que pudiera ver en ellos.
–Harás lo que se te ordene sin preguntar.
Colocó un grueso collar de cuero negro alrededor de su frágil y largo cuello, ajustándolo con la suficiente presión para hacer que fuera consciente de cada respiración, y luego lo enganchó a la correa que llevaba incorporada, sujetándola con una mano y tirando de ella para reforzar su control.
Ella cerró sus ojos llorosos, su mente suplicando que guardara silencio, al mismo tiempo que experimentaba una fuerte resistencia.
Otro tirón. Otro pellizco. Las manos atadas, no dejándole más opción que aceptar su voluntad.
Sus altos tacones desestabilizaban sus pasos mientras Stephan la sostenía muy recta y la llevaba hasta una mazmorra iluminada por la luz de las velas donde el olor a sexo era abrumador, el salado dulzor saturando sus fosas nasales.
Nadia pudo percibir el vibrante ambiente a su alrededor. Escuchó gemidos y jadeos de placer y dolor. Él la paseó alrededor con orgullo, describiéndole entre susurros las distintas habitaciones e instrumentos como si estuviera llevándola a través de una visita guiada. De pronto se encontró frente a lo que podría haber sido una cámara erótica de tortura medieval, y no le quedó ninguna duda sobre los distintos instrumentos disponibles para asegurar su rendición.
La gente se agrupaba para observar o compartir actividades en respetuoso silencio, volviendo la atmósfera mucho más pesada. Algunos miraban directamente a Nadia asintiendo discretamente para mostrar su aprobación a Stephan. El cuerpo de ella, aún constreñido por el prieto corsé y el collar alrededor de su cuello, temblaba de miedo por lo que podría esperarle más adelante.
Una alta y voluptuosa mujer con brillante carmín de labios y vestida de pies a cabeza de cuero –con aspecto de Catwoman pero con látigo– extendió su otra mano hacia Nadia.
Entonces notó el ardiente aliento de Stephan susurrando con fuerza en su oído y mordiéndole el lóbulo.
–Quiero oírte gritar. Haz que me sienta orgulloso.
Lo que pasó fue algo que ninguno de los dos esperaba.
Los acontecimientos de la noche se revolvieron en contra de ella.
Sintió que la habitación daba vueltas ante sus ojos hasta perder totalmente la visión.
Su estómago constreñido hasta el punto de no poder respirar, incapaz de liberarse de su cuerpo.
Y entonces estalló. Violenta, incontrolablemente.
Liberándose. Hasta que no le quedó nada dentro.
Estaba vacía.
Tiempo
Sus vómitos continuaron como si cada parte de Nadia necesitara ser expulsada. Devolvió hasta caer inconsciente de bruces contra el suelo, y solo las inyecciones del doctor consiguieron hacerle efecto, proporcionando un alivio temporal a su estupor.
Stephan estaba convencido de que tenía algún virus, y no se atrevió a acercarse a ella por miedo a caer enfermo antes de Roland Garros. Él y su entrenador discutieron sobre la situación y decidieron que Stephan debía centrarse solamente en la victoria de su próximo Grand Slam, de modo que Nadia fue inmediatamente trasladada en avión a un balneario exclusivo de mujeres en Suiza para recobrarse. Las dos semanas de estancia serían el período más largo que había estado separada de Stephan desde que se conocieron.
Una enfermera se encargó de atenderla en recepción y efectuar el primer chequeo para determinar su salud física y mental. La mujer advirtió inmediatamente el deplorable estado del cuerpo de Nadia, ya que era imposible ignorar los moratones y lesiones de sus brazos y piernas –incluyendo los diluidos trazos de barra de labios negra contra su pálida piel– cuando la despojó de su ropa para ponerle la bata del establecimiento.
–Podemos proporcionarle una caja fuerte donde guardar la cartera y su teléfono móvil durante su estancia, ya que no permitimos el contacto con el exterior durante los primeros días.
–No tengo ninguna de las dos cosas.
–Oh, ya veo. –La enfermera pareció un tanto perpleja antes de anotar algo en uno de sus formularios–. ¿Los ha perdido?
–No.
Una lejana visión de Stephan aplastando su móvil con el zapato delante de Noah centelleó en su mente haciendo que se estremeciera en respuesta.
–Estoy seriamente preocupada por el estado de su cuerpo. ¿Cuánto tiempo hace que tiene esas heridas y moratones?
Los enormes ojos aguamarina de Nadia miraban por la ventana sin escuchar, su vista perdida en los magníficos Alpes. El viaje hasta el balneario había acabado con los últimos restos de energía que le quedaban.
–Por favor, puedo ayudarla. Su cuerpo está muy débil y necesita tiempo para curarse.
–Me curaré, siempre lo hago. –Nadia miró sus extremidades como si no fueran suyas, sabiendo que pertenecían a su Maestro para que hiciera con ellas lo que quisiera.
–¿Ha sufrido malos tratos?
«Malos tratos» era una expresión que Nadia nunca había asociado con ella. Recordó que Noah también la había utilizado y ella se había sorprendido por que viera la situación de esa forma, pero eso era cuando las cosas iban mejor entre ella y Stephan. «Malos tratos» sonaba como algo duro y sucio, y ciertamente no como un calificativo que pudiera aplicarse a su relación. Ella le había permitido que le hiciera todo eso porque le pertenecía, y era lo que él necesitaba.
Evocó el momento en que él la marcó por primera vez, lo orgullosa que se había sentido y el esmero con que había cuidado sus abrasiones. Había visto fotos de mujeres maltratadas, escondiendo sus ojos amoratados bajo gafas de sol, sus cuerpos magullados y llenos de cardenales ocultos bajo prendas de manga larga. Ella se había sometido voluntariamente a Stephan, de modo que era distinta a esas mujeres; no la representaban. Él podía hacerle daño, pero sabía que se merecía el dolor. Un dolor que él necesitaba suministrar para enseñarle cuáles eran exactamente sus estándares y expectativas de comportamiento. Esa era una parte fundamental de su relación; definía la importancia del uno hacia el otro.
Finalmente se volvió hacia la enfermera.
–Yo he elegido esto por mí misma. Soy suya.
La enfermera tomó nuevas notas.
–Concertaré una cita con nuestra psicóloga cuando se haya instalado y esté más descansada.
Nadia no respondió, de modo que la enfermera continuó el examen físico en silencio, y luego bañó eficazmente los cansados huesos de la paciente. Nadia se quedó prácticamente dormida mucho antes de que su dolorida cabeza sintiera el suave calor de la almohada.
Hicieron falta varios días para que su estómago se asentara. Sentía como si su cuerpo hubiera pasado a través de un colador; estaba exhausta tanto física como emocionalmente. Incluso después de dormir doce horas seguidas, aún fue capaz de echarse una siesta. Pero en lugar de estar en el habitual estado de agitación que rodeaba a Stephan y a su mundo, fue capaz de dormitar pacíficamente día y noche, sin ninguna preocupación por su aspecto o conducta, y la tensión finalmente fue desapareciendo de su cuerpo.
Sus moratones se desvanecieron, sus heridas empezaron a cicatrizar y finalmente el apetito regresó con gusto. Escogía espontánea y abundantemente del menú del servicio de habitaciones, comiendo como no lo había hecho nunca durante sus años de bailarina, y notando como la piel alrededor de sus huesos empezaba a rellenarse.
Solo cuando empezó a sentirse mejor, tanto física como mentalmente, acudió a su primera cita con la psicóloga, la doctora Jayne Ferrer. Tras los preliminares de costumbre, Jayne dejó muy claro que era Nadia la que debía llevar la voz cantante en la conversación: algo con lo que normalmente no se sentía demasiado cómoda.
–Hábleme de su infancia –empezó Jayne.
–No sé quién es mi padre, y creo que mi madre biológica fue declarada no apta para cuidarme. Lo único que me queda de ella es una caja de música que conservo como un tesoro. Creo que hasta trató de acabar con su vida, pero no estoy segura..., de modo que me pusieron en el servicio de acogida cuando era un bebé.
–¿Y cómo fue la experiencia?
–Bien, supongo, pero cuando mis primeros padres adoptivos tuvieron hijos propios, me entregaron a otra familia. Fui pasando de una familia a otra por distintas razones, porque tenían que mudarse o por otras causas. De modo que nunca me sentí arraigada en ningún lugar, pero no puedo quejarme, la mayoría de ellos cuidaron de mí o al menos lo hicieron lo mejor que pudieron, aunque siempre supe que no me querían. Pero mi vida mejoró mucho cuando descubrí el ballet. A partir de entonces, siempre que me dejaban bailar, me encontraba bien.
Jayne miró sus notas.
–Ya veo. Continúe.
–Empecé a amar el ballet más que nada en el mundo, y fui llamada para competir en Sídney, lo que supuso todo un acontecimiento cuando vives en el campo, como era mi caso. Un descubridor de talentos de ballet concertó una cita con mis padres de acogida, los Lawrance, para que pudiera hacer la prueba, lo que resultaba aterrador pero también maravilloso por tener esa oportunidad.
»Para sorpresa de todo el mundo, incluida yo misma, acabé ganando la competición, y me ofrecieron una beca para estudiar en el Royal Ballet de Londres. De modo que el resto de mi escolarización tuvo lugar en White Lodge, donde el ballet se convirtió en mi vida. –Recordó cómo era de nerviosa e insegura a los doce años, cuando entró por primera vez en la clase tratando de adaptarse a su nuevo hogar tras haber dejado la vacía soledad de su infancia australiana–. Y así continué durante diez años... hasta el año pasado.
Jayne advirtió el cambio en la actitud de Nadia mientras describía su vida en White Lodge y luego como bailarina del Royal Ballet. Se volvió animada y viva, sus mejillas sonrojadas y las pupilas dilatadas al recordar esos momentos felices. Incluso una sombra de sonrisa llegó a asomar a sus labios, pero desapareció al instante ante la siguiente pregunta de Jayne.
–Y dígame, ¿cómo ha acabado aquí?
La incomodidad de Nadia se hizo inmediatamente patente. Se revolvió en su silla, sus ojos mirando hacia otro lado y las manos retorcidas en su regazo.
–Todo cuanto me diga quedará en esta habitación. –Jayne llenó dos tazas de humeante té verde–. Por favor, le animo a que hable libremente.
Burbuja
Súbitamente Nadia se sintió como si todo el peso de su contrato con César hubiera sido retirado de sus hombros. Por fin podía desahogarse con alguien en quien confiaba, en un entorno que consideraba seguro. Y eso hizo, relatando los acontecimientos de su vida durante la siguiente hora y media a una simpática oyente que no la juzgaba. Le habló de su desolación al perder el puesto de bailarina principal, de su pérdida de identidad tras haber dejado el ballet, de su miedo a no pertenecer a nadie y estar siempre sola en el mundo. Habló del ballet, del tenis, de César, Iván, Stephan y Noah, y de cómo al final de los ocho Grand Slam confiaba en tener la oportunidad de desarrollar su propia vida, en sus propios términos, cualesquiera que estos fueran.
–¿Y cómo la hace sentir Stephan?
–Pequeña. –Nadia se quedó sorprendida de lo espontáneamente que había salido la palabra de su boca.
–¿Y algo más?
Esta vez pareció meditar la respuesta con más detenimiento.
–Siempre que estoy a su alrededor me siento al límite; es una mezcla de anticipación y ansiedad. Nunca sé qué va a pasar a continuación y si aprobará mis acciones o no.
–¿Acaso importa?
–Desde luego que sí. Eso significa todo para mí. Quiero decir que él es el jugador Número Uno del mundo, ¿no le ha visto? Es como un dios.
–Solo en anuncios o en la televisión –sonrió Jayne–. ¿Y qué ocurre si no consigue su aprobación?
–Entonces tengo que intentarlo con más empeño.
–¿Cómo? ¿Lo han discutido juntos?
–Solíamos hacerlo. Pero ahora ya no mucho. Bueno, con mucha frecuencia él me castiga para que la próxima vez pueda recordar la lección. –Nadia bajó la vista al suelo e inconscientemente empezó a frotarse la parte alta de los muslos–. Sin embargo yo accedí a ello al principio de mi período con él.
–¿Y disfruta con los castigos, Nadia?
–No, ya no, pero normalmente los merezco.
Jayne pudo advertir como Nadia parecía estar deslizándose hacia algún lugar oscuro y decidió cambiar de tema.
–Hábleme de Noah...
Entonces observó como inmediatamente ella volvía a conectarse ante la mención del nombre de Noah. Era como si Jayne estuviera hablando ahora con una persona totalmente diferente.
Le describió cómo se conocieron por casualidad, lo mucho que se había divertido durante la semana que pasaron juntos en Londres. Mencionó lo conmovida que se sintió cuando él enganchó el candado a la pasarela peatonal de Melbourne, y entonces las sombras volvieron a sus palabras mientras relataba cómo Stephan había descubierto su amistad con Noah, obligándola a elegir entre los dos.
–Me gustaría verla todos los días que permanezca con nosotros, Nadia. ¿Le parece bien? –preguntó Jayne consultando su reloj.
–Oh, sí, por supuesto. Siento mucho haberle robado tanto tiempo. No sabía que tuviera tanto que contar.
–Para eso estoy aquí. ¿Cómo se siente ahora?
–Agotada, la verdad, pero de alguna forma más ligera...
–Bien. Beba mucha agua e infusiones de hierbas y trate de descansar. La veré mañana a la misma hora.
Cuando Nadia cerró la puerta tras ella, Jayne llamó a recepción para comprobar si era posible que la estancia de Nadia se prolongara. Necesitaba mucho más tiempo del que habían reservado.
Nadia disfrutó de los masajes diarios y los tratamientos terapéuticos, que sirvieron para recuperar aún más su cuerpo y rejuvenecer su psique. Sus sesiones con Jayne continuaron a diario ayudándola a desentrañar aspectos de su vida a los que no había prestado atención hasta entonces. Jayne la animó a mantener un diario y aparecer con cualquier tema que quisiera discutir durante sus sesiones, lo que demostró ser muy beneficioso. Cada día Nadia se sentía más fuerte, más sana y más cómoda en su propia piel. Su atribulada mente conseguía desconectarse con más facilidad durante la meditación y el yoga, teniendo la libertad de moverse libremente por el balneario sin presión y sin otras tareas que atender. El aire limpio de los Alpes hizo maravillas en su psique y cuando se vio con fuerzas se animó incluso a dar paseos por la montaña en medio de ese asombroso entorno. Su piel resplandecía y se sentía mejor de lo que lo había estado en meses, protegida y lejos del mundo en esa instalación de mujeres. Resultaba toda una novedad estar rodeada por otras mujeres en un entorno no competitivo y disfrutaba mucho con su compañía.
Pensar en Noah la hacía feliz pero al mismo tiempo la entristecía profundamente cuando recordaba su último encuentro en la sala oval, de modo que apartó esos recuerdos de su memoria lo mejor que pudo. Pero cuando el deseo se despertaba por la noche, aunque sabía que estaba traicionando a Stephan, se procuraba su propio alivio. Descubrió que era el rostro de Noah y su cuerpo los que encendían su excitación.
Aunque de forma intermitente también pensaba en Stephan, preguntándose qué estaría haciendo, sorprendida de no echarle de menos tan desesperadamente como hubiera imaginado. De hecho, era la calidez de Noah y su amabilidad las que invocaba para ayudarla en su recuperación y restaurar su ánimo. Se descubrió a sí misma sonriendo ausente y abrazándose cuando pensaba en él, pero se detenía en seco justo antes de permitir que su mente divagara preguntándose: «¿Y si...?». En cambio su ansiedad regresaba cada vez que consideraba las consecuencias de los próximos cuatro Grand Slam. No se atrevía a telefonear a Noah, pues no tenía ninguna duda de que Stephan lo descubriría.
Stephan no había tratado de ponerse en contacto con ella durante su estancia, lo que al principio le resultó extraño. Pero luego supuso que querría permanecer concentrado en sus preparativos; después de todo, eso era lo que le hacía ser el Número Uno. De modo que se dio permiso para saborear el tiempo que tenía para ella, un tiempo que nunca antes había disfrutado. Todos los pensamientos sobre tenis y ballet quedaron arrinconados en su mente, mientras vivía solamente para ella, rodeada de la belleza de los Alpes suizos en esos últimos días de la primavera.
Entonces una tarde, al regresar a su habitación tras el tratamiento de acupuntura, descubrió que sus pertenencias ya no estaban allí, y se extrañó. Se acercó a recepción para preguntar si la habían cambiado de habitación sin advertírselo, cuando de pronto vio a Garry por una ventana guardando su equipaje en el maletero del coche.
Se quedó paralizada. No esperaba verle tan pronto. Era como una intromisión extraña en su neutral y sereno territorio. Él se quedó allí plantado, sujetando la puerta trasera del coche para que entrara mientras señalaba su reloj. Su lenguaje corporal hablaba alto y claro: Tenemos que marcharnos.
Solo hizo falta ese gesto para que Nadia instantáneamente se transformara de nuevo en un ser sumiso. Necesitaba obedecer a Garry, sabiendo que sus instrucciones eran una prolongación directa de las órdenes de Stephan.
Cuando se dio la vuelta para salir, escuchó la voz de Jayne detrás de ella.
–Nadia, no irá a marcharse, ¿verdad? He intentado conseguir que prolongara su estancia con nosotros.
Nadia negó con la cabeza, observando a Garry caminar directamente hacia ella.
–Me temo que eso es imposible.
–No creo que esté preparada para marcharse ahora. Por favor, ¿podríamos hablar de ello? –Jayne hizo un gesto indicando una salita cercana, sus ojos suplicando silenciosamente a Nadia.
La brusca voz de Garry respondió en lugar de Nadia.
–No hay nada de lo que hablar. La cuenta ha sido pagada. Vámonos, Nadia. Debemos marcharnos ya.
Guio a una dócil Nadia hacia el coche, mientras Jayne se quedaba observando. Justo cuando la puerta trasera estaba a punto de cerrarse, corrió para detenerlos.
–¡Nadia! Conteste sinceramente: ¿es esto lo que quiere?
Nadia se volvió para mirar directamente a la preocupada psicóloga.
–Necesito volver a donde pertenezco. –Sus ojos estaban empañados, su voz falsamente serena.
Jayne se pasó los dedos por su oscura melena, consumida por la frustración mientras su mente trataba de encontrar alguna solución.
–Escuche: coja esto y llámeme si necesita hablar. De lo que sea. Solo tiene que llamarme.
Y tendió a Nadia una tarjeta, algo que no solía hacer cuando las clientas dejaban el balneario, pero había algo en Nadia –una contaminada inocencia, una desesperada sensación de abandono, un irreconocible grito de ayuda– que le llegaba al corazón, tal vez porque tenía una hija de edad parecida.
–Por favor, llámeme en cualquier momento.
–Gracias, es muy amable. –Nadia pronunció las palabras sin emoción, como si ya estuviera perdida en esa zona oscura de su antiguo mundo, mientras Garry ponía en marcha el motor.
Jayne Ferrer se quedó observando impotente mientras Nadia era llevada lejos, muy preocupada por lo que pudiera sucederle a esa vapuleada joven a la que no había tenido tiempo suficiente para salvar.
Estrategia
El mundo del tenis estaba más candente de lo que lo había estado en toda una década y las entusiastas multitudes esperaban ansiosas las formidables batallas que esos gladiadores del juego disputarían en la pista central. La arcilla roja de Roland Garros parecía ejercer una extraña atracción y la atmósfera era seca y calurosa, de modo que la pista estaba más rápida que en años anteriores, determinando que muchos de los jugadores tuvieran que cambiar su modo de jugar.
César estaba más ansioso que nadie por el resultado de ese Grand Slam. La forma de Noah había sido impecable desde su derrota en el Abierto de Australia, y durante muchos meses había planificado cuidadosamente el modo de asegurar que su éxito estuviera unido a su beneficio personal. No mucha gente sabía que su reciente derrota a manos de Nordstrom en Roma había tenido lugar inmediatamente después de recibir la noticia del fallecimiento de su adorada abuela, allá en el oeste de Australia, ya que le gustaba guardar su vida privada para él; ese era su único santuario.
César se puso furioso al enterarse de que Noah había sido informado justo antes de salir a la pista para disputar la final, sobre todo porque había perdido una enorme suma de dinero; era la primera vez que había decidido apostar por Levique en contra de Nordstrom. Entonces descubrió que un miembro muy diligente de su personal en El Filo se había tomado como cuestión personal informar a Noah tan pronto como recibió el mensaje de la familia Levique, sin pensar en las consecuencias. Sobra decir que si bien César nunca había llegado a conocer a ese inexperto individuo, fue inmediatamente despedido y jamás volvería a trabajar en su imperio. Había determinados protocolos que esperaba que siguiera todo aquel que trabajara con él y no existían segundas oportunidades; siempre había demasiado en juego. Había sido contratado para hacerle ganar una importante suma de dinero, y no para perderlo, tanto en el Club Cero como en su programa automatizado de apuestas. Menos mal que, gracias a su estrella de la suerte, Roma no era un Grand Slam.
Era su visión de la mentalidad de los jugadores lo que otorgaba a César esa competitiva ventaja que necesitaba, y aquel había sido un giro inesperado que debería haber sido gestionado más eficazmente. Pero a pesar de que el camino tuviera algunos baches aquí y allá, continuaba felicitándose a sí mismo por su brillante Estrategia Número Uno. No podía estar más contento por cómo se había desarrollado durante el primer año, excediendo incluso sus propias expectativas.
Tenía puestas grandes esperanzas en los resultados de la segunda ronda, habiendo observado el modo como «el triángulo amoroso» (así es como lo llamaba) se había comportado en Melbourne, aunque sabía que este segundo año la perspectiva era totalmente diferente. Tenía suficiente experiencia para comprender lo que el miedo podría hacer en un hombre tan egocéntrico como Stephan y, lamentablemente, esa insidiosa emoción ya estaba causando estragos en su tenis. Mientras tanto, César había visto como el juego de Noah pasaba de ser alegre a letal en la primera parte del año. Aunque algunos aún se preguntaban si esa súbita mejoría sería sostenible, César sabía que Noah llevaba dentro el espíritu de lucha necesario para ganar, si se trataba de algo más que un simple título.
Resultaba extraordinario que aquellos dos hombres estuvieran tan hechizados por su bailarina de una forma que Iván nunca estuvo, y eso garantizaba que las apuestas fueran tan altas. El Abierto de Francia podría ser de cualquiera, y por tanto había decidido cubrir todas las bases, pero, cuando se trataba de arriesgar su dinero, prefería tener la certeza de saber de qué lado caerían las cartas.
Nervios
Nadia no se había sentido tan nerviosa en toda su vida. Cuando llegó a París la noche anterior se quedó sorprendida al descubrir que era la víspera de la final del Open: ¡entre Stephan y Noah! Aunque se había encontrado bien en la clínica, su rápida salida, el viaje y la falta de sueño habían hecho que volviera a sentirse letárgica. Aún no había visto a Stephan, pero toda la serena tranquilidad que había absorbido en Suiza se estaba evaporando de su cuerpo con cada minuto que pasaba. Él no había dejado instrucciones respecto a lo que debía ponerse o hacer, lo que implicaba que se sintiera como una virtual fracasada. Intentó echar mano de una parte de la fuerza que había ido acumulando, pero estaba demasiado confusa para centrarse. Le aterrorizaba que él aún quisiera castigarla por haberse librado de lo que quiera que hubiera planeado en la demoníaca mazmorra de Roma; sin embargo, estaba eternamente agradecida a su estómago por esa espontánea erupción.
Mientras recorría el salón de la suite de un lado a otro, escuchó que llamaban a la puerta. Era el conserje que venía a supervisar la entrega de toda clase de equipamientos para la suite. Una cámara, una pantalla, una silla de brazos y una antena hicieron súbitamente que la habitación pareciera mucho más pequeña. Nadie le dirigió la palabra, simplemente asentían en su dirección ocupados en sus tareas, y lo único que pudo hacer fue echarse a un lado y dejarles trabajar. Una vez que todo estuvo en su lugar, se marcharon tan rápidamente como habían llegado, dejándola muy intrigada sobre qué demonios estaba ocurriendo.
Entonces Stephan en persona apareció, con aspecto del Ser supremo y Número Uno que era. No se le veía especialmente alegre allí de pie con su ropa de tenis de marca color azul, pero tampoco enfadado: simplemente tranquilo y controlado, por lo que Nadia pudo colegir de su actitud y la mirada en sus ojos.
–¡Nadia! –la llamó para que se acercara–. ¡Mírate!
Ella no estaba segura de si estaba complacido o no; su cuerpo tembló nerviosamente mientras se acercaba despacio a él bajo el escrutinio de su mirada.
–¿Estás contenta de verme, o se te ha comido la lengua el gato, querida?
–Hola, Maestro. Por supuesto que estoy contenta de verle. –Se quedó perfectamente quieta delante de él, sus ojos mirando modestamente al suelo.
–Así está mejor. –Pasó sus dedos por sus brazos descubiertos, deteniéndose donde antes habían estado los moratones–. Se te ve bien, ciertamente mejor que la última vez.
–Gracias, señor. Me siento mucho mejor.
–Estupendo, ¿estás preparada para el gran partido?
–Tan preparada como se pueda estar, señor.
–Bien. Ven. –Le tendió la mano, que ella aceptó pensando que saldrían de allí, pero él simplemente la acompañó unos pocos pasos haciendo un gesto para que se sentara en la silla que acababan de traer.
Ella se sentó tímidamente en el borde y levantó la vista hacia él, perpleja. Entonces Stephan levantó su cuerpo con facilidad, recolocándola para que ocupara todo el asiento.
–Hoy vas a ver mi partido desde aquí.
–Pero ¿por qué? Normalmente suelo ver las finales de Grand Slam con César..., señor.
Empezó a sentir una fuerte ansiedad cuando Stephan se arrodilló junto a la silla y sacó unas finas tiras de Velcro de los bolsillos.
–No te preocupes, ya se lo he explicado a César y sabe que no estarás allí.
Cogió suavemente una muñeca y la colocó sobre el reposabrazos de la silla, asegurándola con una de las tiras.
–Por favor, Maestro, no tiene que hacer esto... –Las lágrimas brotaron de sus ojos mientras automáticamente retiraba la otra mano cuando él estaba a punto de repetir el proceso. Sintió su garra alrededor de la muñeca cuando él la ató en su lugar. Luego aseguró sus codos de la misma forma, completando el movimiento restrictivo de ambos brazos–. Por favor, señor, ¡esto no es necesario!
–Pero ¿no lo ves, Nadia? Lo es. No me has dejado más opción. Esta es la única forma para saber definitivamente cómo te sientes, la única forma de poder entrar en tu cabeza. Es la primera parte de tu trabajo de investigación para el equipo de la profesora Klarsson. ¿Recuerdas nuestra cena en Roma?
Pasó otra tira más larga alrededor de su regazo utilizándola como cinturón de seguridad para sujetar su cuerpo a la silla, y luego aseguró sus tobillos a las patas.
Las lágrimas caían ahora libremente de los ojos de Nadia, mientras empezaba a sollozar ruidosamente llevada por el pánico.
–Tanta tristeza... –Le secó suavemente las lágrimas con el pulgar–. ¿O acaso temes que pueda descubrir la verdad? Al menos después de este partido lo sabré con seguridad de una forma u otra.
Comprendió que llegados a ese punto las palabras serían inútiles, y optó por permanecer en silencio mientras él apuntaba la cámara hacia ella. Casi de inmediato, la enorme pantalla cobró vida, mostrando la cobertura televisiva de Roland Garros, con solo su cara y cuello apareciendo en la esquina superior. Para cualquiera que viera esa imagen parecería como si ella se hubiera prestado voluntariamente, en lugar de estar atada a la silla.
–No necesitaba hacer esto, señor, no así. Solo tenía que preguntar...
–Sé que puedo preguntar, y también que puedo exigir. Lo que no sé es si puedo confiar en ti cuando no estoy aquí. ¿Qué pasaría si cambiaras de opinión o decidieras darte un respiro? Eso no puedo controlarlo, y ciertamente no estoy preparado para perderme una sola microexpresión de tu dulce rostro que pueda utilizarse como análisis. De esta forma me puedo concentrar totalmente en ganar, sabiendo que estarás aquí cuando vuelva.
Ella estaba desolada, abatida por que creyera que necesitaba hacerle esto, por que su relación hubiera llegado hasta ese extremo. Últimamente la confianza entre ellos se había evaporado.
–Necesito saberlo, Nadia. No puedo vivir sin saberlo.
Sus palabras sonaron suaves mientras sus ojos azules parecían profundos pozos de emoción para, al momento siguiente, volverse fríos como el acero mientras se levantaba para marcharse.
–Deséame suerte.
–Buena suerte, Maestro.
Ya no era capaz de sobrellevar sus cambios de humor, de modo que su respuesta fue automática, si bien no pudo evitar que la tristeza asomara a su voz. Las semanas en Suiza ahora parecían quedar muy lejos. La tensión y los nervios de estar con Stephan hacían que se sintiera como si acabara de correr un maratón.
–Por tu bien, Nadia, espero que en esta ocasión sientas lo que dices.
Bajó la vista para mirarla a los ojos y le pellizcó la mejilla, ni demasiado fuerte ni demasiado suave. Entonces se dio la vuelta y salió a grandes zancadas de la suite, dejándola desconcertada frente a la pantalla gigante, nuevamente abandonada.
Pasado
Para César el Abierto de Francia era siempre un momento agridulce. Durante más de dos décadas, antes de cada final, solía pasear por las bulliciosas calles de Saint-Germain, pasando ante los elegantes edificios art nouveau, donde el somnoliento sonido de un saxofón te esperaba a la vuelta de cada esquina, para ir a visitar al artista que una vez había pintado un retrato para él. Era de una hermosa joven, sonriendo a una persona invisible con la que estaba compartiendo ostras y champán en una terraza de una animada calle de París. La alegría de vivir de la mujer perfectamente capturada en sus ojos esmeralda y su deslumbrante sonrisa.
Se llamaba Ashleigh Cooper. Ella era la única mujer a la que se había atrevido a amar, aunque no por mucho tiempo. Una vez más se preguntó por qué sometía cada año a su memoria a ese viaje, sin saber si calmaría su dolorido corazón o lo llenaría de nueva angustia. A pesar de todo, sabía que sus piernas recorrerían la misma ruta cada año, justo unas horas antes de la final de Roland Garros.
Sin embargo, este año era diferente. Este año, el artista que había pintado su más preciado retrato no estaba en su lugar de costumbre, y no fue hasta que César habló con alguien del vecindario, cuando descubrió que el hombre se había mudado a Malta, buscando un clima más cálido en su vejez.
Sin el artista allí, no había nadie que mantuviera vivos sus preciosos recuerdos. Cualquier rastro de Ashleigh ahora solo existía en su mente. De modo que, un tanto desilusionado, se sentó en un café sin ostras ni champán, pidiendo simplemente un café solo y recordando, a solas, la mejor semana de su vida.
Era la víspera de su vigésimo primer cumpleaños, el momento en que cruzaría el umbral de la juventud a la madurez. Su papá había alquilado el Lido, el famoso cabaret teatro de los Campos Elíseos, para una celebración de hombres solos. Tony no tenía en muy alta estima a las mujeres –salvo para satisfacer sus obvias necesidades– y ciertamente nunca podía verse a ninguna cuando había negocios de por medio.
Una fuente de champán entró en erupción cuando el camarero sirvió el primer mágnum de Louis Roederer Cristal en el castillo de copas dispuesto para recoger la cascada de burbujas. Rodeado de sus amigos, César escuchó los discursos de sus padrinos, Clive y Gordon, mientras hablaban sabiamente de la responsabilidad de haber nacido siendo un King, y aún más atentamente el discurso de su papá, cuyas palabras eran para él aún más preciadas.
–Hijo mío, en esta importante ocasión, en la cúspide de tu vida adulta, las palabras no pueden expresar el amor que mi corazón siente por ti –comenzó Tony, señalando con el pulgar el lado izquierdo de su pecho–, y lo orgulloso que estoy por tus logros a tan temprana edad. Has superado todas mis expectativas, y puedo asegurarte que eran muy altas.
Incluso César se quedó un tanto sorprendido al ver una lágrima asomar por el rabillo del ojo de su padre, siendo rápidamente apartada. Nunca había visto a su padre en ese estado emocional. Aunque ni por un solo segundo había dudado de lo mucho que su padre le quería, se había criado creyendo que mostrar los sentimientos era dejar ver tu debilidad al oponente. Emocionado por las palabras de su padre y viéndole bajar la guardia, sintió que le quería aún más.
–Esta noche, París aguarda todos tus deseos. Nada le será negado a mi único hijo. Disfrutarás de la tarde y la noche, tendrás acceso a la ciudad de París como nunca lo habías hecho antes. Durante los próximos siete días y siete noches beberás el mejor champán, cenarás en los restaurantes más caros, dormirás con las mujeres más hermosas. La semana es tuya, César: haz con ella lo que quieras.
Todos pudieron notar la excitación de César cuando se alzaron las copas en su honor.
Él respondió a su padre simple y llanamente:
–Gracias, papá, por mi vida. –Nunca se habían dicho palabras tan justas.
Rara vez el Lido cerraba sus puertas a las hordas de turistas que llevaban ocupando sus asientos tantas décadas, pero esa noche el espectáculo fue dedicado solamente a un pequeño grupo de hombres que celebraban la mayoría de edad de César. Tony animó a sus invitados a tomar asiento, mientras César y él lo hacían en el mejor sitio, en medio de todos: un orgulloso y festivo momento compartido entre padre e hijo, mientras el reloj se acercaba lentamente a la medianoche.
Tony se inclinó sobre su hijo y susurró en su oído:
–Quiero que observes el espectáculo detenidamente y me hagas saber cuál de las chicas te gusta más. Yo haré que sea tuya: por esta noche, por la semana, o lo que quieras.
–Pero papá, no puedes...
–Por supuesto que puedo, y lo haré. Está todo organizado. He elegido solamente a las mejores bailarinas para esta noche, y créeme, hijo mío, son aún más bellas de cerca que sobre el escenario.
César era muy consciente desde pequeño de las bravatas sexuales de su padre. Finalmente, él también iba a convertirse en un hombre de verdad. Sintió como se henchía de orgullo con la idea de satisfacer a su padre de esa forma. Había estado tan centrado en sus resultados académicos, en el deporte y en hacer dinero, que su experiencia con las chicas era hasta el momento bastante insignificante, lo que hacía que esa noche fuera aún más especial. Miró afectuosamente a su padre y asintió.
–Ese es mi chico. –Tony apretó el hombro de su hijo haciendo un guiño de aprobación–. Tú elegirás primero, y luego veré qué puedo hacer por tus amigos.
Al llegar la medianoche, todos los oídos se quedaron sordos con la pirotecnia que vieron explotar en el escenario como celebración. Las seductoras bailarinas aparecieron detrás de una cortina de humo de colores, capturando la atención de los hombres tan rápidamente como sus mandíbulas se descolgaban al unísono. Sus ojos eran incapaces de decidir dónde mirar –tetas, culos, piernas..., ellos y sus erecciones hundiéndose silenciosamente en los lujosos asientos–, sabiendo que aquel iba a ser un espectáculo privado muy especial.
La bailarina a la izquierda de la del centro cautivó inmediatamente a César. Aunque estaba perfectamente sincronizada con las otras, había algo indiscutiblemente menos chabacano en ella. Sus piernas eran tersas y largas, sus pechos perfectamente proporcionados y la esbeltez de su cintura acentuaba un perfecto trasero. Sin embargo, después de tomarse su tiempo en memorizar cada curva de su cuerpo, César se sorprendió al descubrir que eran sus brillantes ojos color esmeralda y su cálida y seductora sonrisa lo que le mantenía extasiado en el asiento. Era como si el resto del espectáculo hubiera desaparecido del escenario y el foco solo fuera capaz de iluminar a esa exótica bailarina que tenía ante él.
Tony no tardó en organizar que esa bailarina en particular fuera escoltada a una habitación privada, donde ella y César serían presentados tan pronto como acabara el espectáculo. César esperó ansioso su llegada, dando vueltas por la pequeña habitación. Estaba deseando poder satisfacer las expectativas de su padre sobre su hombría, aunque no podía hacer nada para impedir la tensión nerviosa que se apoderó de su estómago.
Finalmente la puerta se abrió, y cuando vio la sonrisa de ella iluminar la habitación, su corazón empezó a latir con fuerza y sus pantalones se hincharon espontáneamente, sintiendo por un instante que le faltaba el aire de los pulmones. La puerta se cerró discretamente tras ella y todo el ruido y los festejos quedaron súbitamente mudos.
Ella le dijo que se llamaba Ashleigh Cooper, tenía diecinueve años y llevaba en Europa siete meses, tras haber abandonado su Australia natal para conocer mundo. Era vivaz, cautivadora, e incluso más atractiva para el ojo de César sin todo ese maquillaje utilizado para salir a escena, tal y como su padre le había advertido. Se comportaba como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo, consiguiendo que sus nervios se evaporaran mientras la conversación fluía animadamente entre ellos. Él no estaba seguro de cuáles eran los arreglos llevados a cabo por su padre, pero apartó cualquier preocupación al fondo de su mente. Después de todo, era su vigésimo primer cumpleaños.
Tony se vio inesperadamente obligado a volar de vuelta a Londres antes de lo planeado, de modo que dejó a César disfrutar de París sin él. Ahora César tenía libertad para pasar todo su tiempo con Ashleigh; muy oportunamente, a ella le habían dado la semana libre, lo que causó numerosas fricciones con las otras bailarinas. Los dos jóvenes amantes se hicieron inseparables en su exploración del otro y de las delicias de la ciudad de París. La primavera empezaba a dar paso al verano, y así fue como, para su gran satisfacción, César pudo introducir a Ashleigh en el mundo del tenis a través de Roland Garros. Cada centímetro de él sintiéndose como ese poderoso hombre en el que su padre quería que se convirtiera, con la mujer más hermosa sobre la que nunca había posado los ojos acompañándole a presenciar el deporte de sus sueños. Ese sería uno de los momentos más preciados de su vida. Se preguntó cómo sería compartir el resto de su vida junto a una mujer tan cariñosa: algo que nunca había experimentado en su juventud.
La semana transcurrió en un torbellino de compras, museos, galerías de arte, eventos deportivos, cenas, clubs y unos encuentros sexuales tan apasionados que no les importó quedarse sin tiempo para dormir. Tenían el resto de sus vidas para recuperar el sueño.
Ashleigh estaba impresionada por su estilo de vida; para una chica corriente de Australia, esa absoluta opulencia resultaba embriagadora.
–Vives la misma vida que la gente de esas revistas de papel cuché, César. Nada parece real. Es como un cuento de hadas.
–Bueno, entonces hagamos que sea nuestro cuento de hadas, y tú mi princesa. Nunca he sentido nada parecido por nadie, Ashleigh.
–Pero mi mundo es muy diferente al tuyo. Mis padres ni siquiera han salido de Nueva Gales del Sur, y mucho menos han viajado a otro país.
–¡Pero mírate, Ashleigh, mira lo que has conseguido por ti misma! Yo nunca he tenido que preocuparme por la comida, el vestido o el alojamiento. Ni siquiera sabría por dónde empezar.
–Eres demasiado generoso, César. Cuando vuelvas a Londres, estoy segura de que habrá muchas otras mujeres en tu vida.
–Ninguna será tan especial como tú. Te lo aseguro.
A medida que su semana juntos llegaba a su fin, César sabía, en lo más profundo de su corazón –incluso para ser un joven de veintiún años que se había enamorado por primera vez–, que Ashleigh estaba hecha para él.
De modo que le hizo una proposición.
–¿Por qué no vienes a Inglaterra conmigo para que podamos estar juntos? Yo lo organizaré todo con mi papá.
Ella se rio ante su entusiasmo.
–Ya veremos... No estoy segura de cómo va a responder a esa sugerencia.
–Tú no le conoces como yo.
–Cierto, ni tampoco tan bien como algunas de las bailarinas...
César se preguntó por qué ponía en duda sus palabras.
–Simplemente venimos de mundos distintos, eso es todo.
–Eso no significa que no puedan unirse. ¡Te quiero, Ashleigh! ¡Y haremos que esto se haga realidad!
–Yo también te quiero, César. Y confío y ruego para que tengas razón.
El último abrazo fue largo y sincero, sus fuertes brazos rodeándola sin querer dejarla marchar. Secó cariñosamente las lágrimas que brotaban de los ojos de ella mientras se daban el último adiós y le prometía que volvería a por ella tan pronto como pudiera. Se quedó contemplando a la mujer de sus sueños caminar hasta la entrada trasera del Lido y se prometió llamar a su padre tan pronto como regresara al hotel.
De vuelta en su habitación del hotel, rodeado por los recuerdos y olores de sus actividades con Ashleigh unas horas antes, llamó a su padre a Londres.
–Oh, no, no, no, hijo mío. Ya has tenido tu diversión. Te necesito de vuelta aquí, hay mucho que hacer.
–Pero papá, no lo entiendes. ¡Me he enamorado de ella! Quiero estar con ella y ella quiere estar conmigo.
–¿Es cierto eso? Entonces tal vez deberías preguntarle cuál es su tarifa si vas a prolongar tu convivencia con ella otra semana u otro mes, ¿no? ¿Lo has discutido con ella? Tienes que ser más astuto, César, esperaba más de ti. Este no es tu futuro. Ella es una puta en venta, nada más que una transacción. Y una distracción, por lo que parece.
Las palabras de su padre fueron como balas alcanzando su pecho. Una tensa emoción nubló sus pensamientos y oscureció su mente.
–Nunca encontraré a nadie como ella –consiguió susurrar por el teléfono.
–Escúchame, César. Ahora eres un hombre, no un niño. Lo que dices no tiene sentido. Los hombres de nuestra clase no dejan que las mujeres dicten sus vidas y nunca mostramos debilidad. Ser débil es fracasar. El único amor verdadero en la vida es el compartido por los lazos de sangre. Tú por mí y yo por ti. Es todo; nada más en el mundo es importante, y mucho menos una zorra barata que baila en un club. Ese sentimiento que tienes es pasajero, ¿cómo lo llaman?, amor juvenil. Eso es todo. Desaparecerá, conocerás a otra mujer la semana que viene y la siguiente y así en adelante. En un mes ni siquiera recordarás su nombre. La habrás olvidado, será historia.
César se sintió ahogado por las palabras de su padre, el cruel rechazo de Tony a Ashleigh aplastando sus sueños de futuro juntos.
–¿César?
–Sí, papá –respondió de modo automático.
–Lo último que necesito es que te quedes encaprichado de una fresca que comparte el mismo nombre que un jugador de tenis australiano de los años cincuenta. Se acabó. Te quiero de vuelta en Londres esta noche. Asegúrate de cumplirlo.
La línea se cortó y César se quedó mirando con ojos ausentes hacia la ventana.
Por primera y única vez en su vida, había experimentado la ira de su padre. La había escuchado dirigida a otros en muchas ocasiones, pero nunca contra él, su adorado hijo. Con el paso de los años, se había visto obligado a reconocer las órdenes de su padre como definitivas; así era la forma en que su vida funcionaba. Y aunque se sintió atormentado por contradictorias emociones, metió obedientemente su ropa en la maleta de diseño y llamó al botones.
Justo cuando estaba a punto de cerrar la puerta tras él, se acercó decidido al escritorio y escribió rápidamente una nota para Ashleigh con el membrete del hotel.
Debo dejar París esta noche. Nunca olvidaré nuestra semana juntos. Te prometo que regresaré por ti, mi primer amor, mi amor verdadero. Estarás en mi corazón para siempre.
César
Al ver las palabras escritas su garganta se cerró. No estaba acostumbrado a expresar sus sentimientos en voz alta y mucho menos por escrito. Selló el sobre, lo puso a nombre de Ashleigh Cooper y le pidió al conserje del hotel que lo enviara personalmente al Lido. Una sustancial propina aseguraría su prioridad ante cualquier otro recado.
Cuando César regresó a Londres y trató de convencer a su padre respecto a Ashleigh, fue la primera vez que no coincidieron en algo. César estaba desesperado por tener a Ashleigh en su vida de forma permanente y su padre, obstinado, se negaba a escucharle, citando las mismas razones que le había dado por teléfono. César empezó a preocuparse al no recibir noticias de ella desde que regresó a Londres, y por eso, tan pronto como su papá se fue en viaje de negocios a América, regresó a París para ver a Ashleigh de nuevo y confirmar el amor que sentía por ella, sin tener en cuenta a su padre.
Sin embargo, no había ni rastro de Ashleigh por ninguna parte, era como si no hubiera existido. Ninguna dirección a la que acudir, ningún detalle de contacto... Habló con las otras bailarinas y lo único que descubrió fue que se había marchado súbitamente poco después de haber pasado su semana juntos y no regresó jamás. El gerente no fue de mucha ayuda diciendo que las chicas en ese negocio iban y venían como barcos de paso, asegurándole que había muchos más peces en el mar. ¡Eso era lo último que deseaba escuchar! Era como si se hubiera desvanecido en el aire.
César estaba fuera de sí y se encontró vagando por las calles de París durante horas como si ella fuera a aparecer milagrosamente. Lo único que tenía era una fotografía tomada durante su tiempo juntos con la que iba preguntando al azar a los extraños si la habían visto. Sin éxito. En su desesperación encontró un artista dispuesto a pintar un retrato a partir de la única foto que tenía de ella, en un intento por mantenerla vibrante y viva en su mente. Regresó a Londres de mala gana –una vez más– sin su querida Ashleigh, no teniendo ninguna pista de lo que podría haberle sucedido. Sentía como si estuviera llorando por un amor que no llegó a completarse del todo. Durante años hizo cuanto estuvo en su mano para encontrarla, sin la ayuda de su papá –que se negó a seguir discutiendo del tema–, pero fue como buscar una aguja en un enorme pajar.
Innumerables veces se preguntó qué podría haber hecho para que ella no quisiera volver a verle, pero no lograba dar con nada. Finalmente, acabó achacándolo a su inexperiencia con el sexo opuesto. Y aunque había tenido muchas relaciones con mujeres desde entonces, ninguna de ellas podía compararse con lo que sintió cuando estaba con Ashleigh. Ella era su única experiencia de verdadero amor y se negaba a creer que hubiera sido diferente para ella. Pero, a medida que las semanas se tornaron en meses, los meses en años, y los años pasaron, también lo hizo cualquier esperanza de tener un futuro juntos...
César apartó a un lado su ahora frío café, junto con los recuerdos del pasado. ¿Cómo podía estar tan disgustado habiendo conseguido una licenciatura en matemáticas por Oxford y el siempre creciente imperio King? ¡A todas luces le había ido excepcionalmente bien!
Dejó unas monedas de propina en la mesa y se alejó del café y de Saint-Germain, liberando finalmente los adorados recuerdos que había almacenado durante tantos años. El tiempo seguía su curso y también él. Además, tenía otros intereses amorosos aparte de los suyos que le mantendrían ocupado durante los próximos meses, con significativos beneficios financieros.
Con eso en mente, César recorrió el camino de vuelta a Roland Garros de un humor sombrío, confiando en que la final levantara su ánimo. Aunque estaba decepcionado porque Nadia no iba a unirse a él para seguir el épico partido como había esperado, comprendía que acababa de regresar del balneario de Suiza después de estar enferma, y se alegró de que Stephan estuviera cuidando tan bien de ella.
Así que, bien surtido de champán, recibió a los otros invitados en su suite para la final del agridulce Slam, sabiendo que, cualquiera que fuera el resultado, tendría buenas ganancias.
Sabía mejor que nadie hasta qué punto los próximos tres «grandes» eran importantes para esos dos jugadores: dentro y fuera del trofeo. ¡Y la tensión se había puesto al rojo vivo!
Grito
Nadia se despertó para ver la estática de la pantalla, su cuerpo rígido y dolorido por haber estado atada a la silla durante tanto tiempo. No tenía ni idea de si la final del Abierto de Francia había acabado y supuso que algo había fallado en la tecnología. Tampoco sabía cuánto tiempo había dormitado; podían haber sido solo minutos o tal vez horas. Lo último que recordaba era que el partido estaba empatado a dos sets cada uno, y ambos hombres mantenían su servicio al principio del quinto set cuando las primeras gotas de lluvia empezaron a caer y se convirtieron en un inesperado chaparrón. Los dos jugadores tuvieron que salir de la pista durante lo que pareció una eternidad. Debió de quedarse dormida en la silla durante la interminable repetición de imágenes de otros partidos por los que no sentía ningún interés.
¿Habrían retomado el partido? ¿Habría quedado pospuesto? No podía creer que estuviera atrapada allí sin saber si se había reanudado el enfrentamiento, y si lo había hecho, cuál era el resultado final.
¿Qué pasaría si Stephan hubiera perdido y no volvía a por ella? ¿O si había ganado pero no estaba contento con sus microexpresiones faciales durante el partido? El pánico se apoderó de ella mientras trataba de arrastrar la silla hacia el teléfono. Pero sus torpes movimientos solo sirvieron para inclinarla a un lado, golpeándose la cabeza con el borde de la mesa cuando ella y la silla volcaron.
* * *
Las luces se encendieron cegándola. Al recuperar la consciencia advirtió que la silla había sido enderezada y se encontró cara a cara con Stephan. Él permaneció en silencio, su expresión inescrutable mientras ella intentaba devolverle una mirada impasible; ninguno de los dos queriendo revelar sus pensamientos al otro. Notó un terrible dolor de cabeza.
Garry corría de un lado a otro del dormitorio, recogiendo sus cosas lo más rápidamente posible y metiéndolas en su maleta para, a continuación, salir de la suite remolcando la maleta.
Finalmente, Stephan sacudió la cabeza apáticamente.
–¿Qué voy a hacer contigo, mi delicado pajarillo? –preguntó retóricamente de pie detrás de ella, sus dedos masajeando sus hombros y su cuello mientras aún permanecía atada a la silla–. No puedo soportar estar lejos de ti, pero necesitas que te corte las alas, aún debes aprender unas cuantas lecciones.
Sus dedos presionaron con fuerza el cuello de ella haciendo que el pulso se le acelerara. Ambos sabían que él tenía fuerza de sobra para rompérselo con un rápido giro, y ella no podía hacer nada para evitarlo, atrapada como estaba en la silla. Su respiración se volvió entrecortada; pero no se atrevió a emitir un solo sonido.
–Una pena. Lo que teníamos era casi perfecto. –La miró melancólico mientras se arrodillaba ante ella, sus manos separándole las piernas y acariciando sus muslos, mientras olfateaba su esencia ruidosa y profundamente antes de exhalar–. Y tú has tenido que arruinarlo todo permitiendo que Levique entrara en tu vida como una mala hierba, haciéndome débil por el miedo a perderte.
Su garra apretándola como una tenaza, sus dedos hundiéndose aún más en su carne tierna.
–¡Tú me has hecho esto! Tú has creado este entuerto.
Ella se mordió el labio para ahogar un gemido tensando las piernas para apartar el dolor.
–Te duele, ¿no es cierto, querida? Ser tratada de esta forma..., pero sabes que lo mereces, después de lo que me has hecho. –Sus dedos se clavaban salvajemente en la parte interna de sus muslos, sabiendo que sus señales volverían la pálida piel de color púrpura en pocas horas.
–¡Auch! –gritó a la habitación mientras él pellizcaba y retorcía su sensible piel.
–Eso es, Nadia, grita. Suéltalo, tal y como quería que hicieras en la mazmorra. Me excita oírte así, ya sea por un dolor desenfrenado o por placer, no me importa cuál. –Sacudió la cabeza consternado–. Sabes que necesitas ser castigada por lo que has hecho. –Retiró su garra y en su lugar tanteó su vagina con dedos expertos. Entonces se detuvo momentáneamente–. O tal vez lo he entendido todo mal. Tal vez es Levique quien necesita ser castigado... o simplemente hacer que sufra un desafortunado accidente.
Parecía estar contemplando seriamente las posibilidades que se le presentaban.
–Nuestro retrato sería perfecto sin él emborronándolo todo... Eso podría resolver nuestros problemas, ¿no crees, querida?
Nadia advirtió la violencia de sus ojos, desesperada por saber a dónde le llevaría esa línea de pensamiento.
–¡No, señor, por favor! –jadeó mientras él aceleraba la velocidad de sus atormentadores dedos–. ¡No hagamos que esto vaya sobre él!
–Oh, pero va sobre él, y ambos lo sabemos.
Por primera vez Nadia se preguntó si Noah habría ganado el partido, lo que podría explicar el humor de Stephan y su comportamiento. Si Stephan había sido derrotado, tenía todo que perder –incluida ella–, al llegar Wimbledon.
Por mucho que trató de enterrar su excitación, él tenía un control tan preciso sobre su cuerpo que su mente no pudo hacer nada. Era como arcilla en sus manos mientras él la manipulaba y jugaba, obligándola a entregarse al placer.
–Ahh...
–Un accidente de coche... no, un apuñalamiento quizás..., eso podría funcionar; no sería la primera vez que algún fan perturbado hubiera llegado tan lejos en nuestro deporte.
–¡No! ¡No lo hará! ¡Por favor, no hable así!
Nadia trataba desesperadamente de recuperar el control de su mente ignorando la inminente erupción entre sus piernas y centrándose en la furia que veía en sus ojos. Unos ojos que parecían haber abandonado la realidad y conjuraban toda clase de escenarios peligrosos. Hasta tal punto que la mueca de su rostro parecía positivamente diabólica, y no de este mundo.
El miedo y la excitación se entrelazaron en su cuerpo mientras era retenida, aguardando su siguiente movimiento.
–¡Eso es! Será Levique quien recibirá el castigo, teniendo que retirarse definitivamente del tenis, y nunca sabrá por qué. Entonces no podrá convertirse en Número Uno. Y tú serás mía de nuevo. Nadie más estará cerca de ti, ¡nunca! Amenaza borrada. –Sus ojos eran feroces.
–¡Dios, no! ¡Por favor, Maestro, señor, escúcheme! –Intentaba soltarse de su mano pero era inútil, y lo único que pudo hacer fue gemir mientras tartamudeaba las palabras entre esa emboscada sexual–. Haré cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa que me pida. Tráteme como quiera. Castígueme si merezco ser castigada. Como debió castigarme en primer lugar. –Su vacilante voz rogaba lastimeramente–. Soy su posesión para hacer lo que desee. Soy suya en todos los sentidos. Se lo prometo, se lo prometo. Haré cualquier cosa que me pida, seguiré todas sus órdenes. Le pertenezco... –Su voz cada vez más aguda y suplicante, a medida que las lágrimas brotaban de sus ojos como un depósito que se hubiera desbordado repentinamente.
Él la miró, sin mostrar ninguna emoción.
–Entonces demuéstramelo, querida, de una vez por todas.
Sus dedos provocaron su alivio instantáneo, haciendo que su cuerpo se estremeciera violentamente contra sus ataduras. En un abrir y cerrar de ojos él se desabrochó los pantalones para penetrar en su boca con su miembro totalmente erecto y palpitante. Una mano tiraba de uno de sus pezones mientras la otra retorcía su melena –su estilo preferido últimamente–, hundiéndose aún más en su garganta y asegurándose de que le engullera por completo, ahogando sus paradójicos gritos cuando su glande estalló con persistente placer.
Después de que los sonidos de su propia liberación invadieran la habitación, soltó a Nadia de la silla y la ayudó a llegar hasta el cuarto de baño, paseando impaciente de un lado a otro mientras ella hacía uso del retrete y se lavaba las manos. Sus piernas estaban aún tan débiles que Stephan tuvo que sostenerla cuando salieron de la habitación en dirección al ascensor de servicio, marchándose por una discreta puerta trasera hasta el coche que les estaba esperando. No había pronunciado una sola palabra.
Lamentablemente Nadia seguía sin tener idea de quién había ganado el Abierto de Francia y, si bien podía aventurar un resultado, desde luego no era tan valiente como para arriesgarse a preguntarlo.
3. En España conocida como Miénteme. (N. de la T.)