ABIERTO DE AUSTRALIA I

Enero

 

Fanfarria

 

La tensión era palpable y la atmósfera electrizante cuando el circo ambulante del tenis mundial llegó a la ciudad de Melbourne para el primer Grand Slam del calendario. Una fanfarria de medios rodeó la llegada de la superestrella Número Uno y su nutrido entorno. Con su metro noventa y cinco de estatura, cabello rubio y ojos azules, el rubio escandinavo atrajo la atención de todos los que estaban a su alrededor. Un aura de egocentrismo le envolvía como una nube. Había quien, admirándole, le tildaba de perfeccionista, y quien despreciaba su obsesivo control y arrogancia... Sin embargo, no había duda de que, en cualquier caso, las masas deseaban verle, escucharle y saber todo acerca de sus actividades, tanto dentro como fuera de la pista.

A Stephan le gustaba el Abierto de Australia porque había sido el escenario de su primera victoria en un «grande» un año atrás. Por tanto sentía debilidad por esa muchedumbre de australianos y, en correspondencia, la mayoría de ellos le adoraba. Incluso aquellos que no lo hacían no podían negar su supremacía en ese excepcionalmente lucrativo deporte global. Además, y de forma un tanto sorprendente para aquellos no tan cercanos a él, su juego había mejorado significativamente durante los últimos seis meses, su anterior volatilidad casi totalmente desaparecida. Muchos comentaristas trataron de identificar las causas, sus teorías variando desde su nuevo entrenador, el cambio de representante o la ruptura con Ava, su novia durante más de tres años. Incluso el encargado de mantener sus raquetas, Ron, que había sido incorporado recientemente a su lista de empleados, fue mencionado como artífice de su sólido éxito durante los últimos seis meses. Sin embargo, solo Stephan, César y un puñado de abogados, además de su personal, sabían la verdad.

Ese año, al comienzo de la nueva temporada de torneos de Grand Slam, Nordstrom estaba decidido a ganar y ¡que Dios se apiadara de aquel que se interpusiera en su camino!

De pie en toda su longitud, Stephan saludaba a la muchedumbre luciendo unas gafas de sol edición dorada de Dolce & Gabbana (parte de un nuevo acuerdo de patrocinio), una camisa azul pálido –con los primeros tres botones sin abrochar mostrando su bronceado pecho–, así como una entallada americana azul marino, vaqueros de diseño y zapatos de alta gama de Giuseppe Zanotti. Un generoso ademán y la sonrisa marca de la casa aseguraron que todos los presentes pudieran ver que vivía y respiraba la vida de una estrella del deporte internacional pendiente de mostrar las marcas de sus patrocinadores.

Era la quintaesencia del playboy del mundo del tenis. Patrocinado y respaldado por marcas de todo el mundo, se mostraba zalamero, suave, sofisticado y completamente letal para cualquiera de sus contrincantes. Todos querían emularle, jugar como él, ser como él. Pero en ese momento de la historia, vivía en un mundo aparte de todos ellos, y planeaba observar tranquilamente como los siguientes tres jugadores de la clasificación se peleaban entre sí para conseguir ascender de posición. Por mucho que lo intentaran, Stephan no tenía ninguna intención de dejarles siquiera que se acercaran.

Le gustaba su estatus y los muchos beneficios adicionales que su nivel le proporcionaba. Pero ser Número Uno, tal y como había descubierto para su sorpresa el año anterior, le había traído un regalo aún mayor. Un regalo al que por nada del mundo pensaba renunciar.

El entorno de Stephan le condujo hasta la zona de recepción del Casino y Complejo de Entretenimiento César Crown, propiedad de King, donde fue calurosamente recibido por el propio César en persona. Intercambiaron un sentido abrazo, estrechándose las manos y posando confiados para las innumerables cámaras cuyos flashes destellaban a su alrededor. César vivía para una publicidad como esa, y dado que Stephan se sentía genuinamente agradecido por lo que César había hecho por él, ahora más que nunca el dios del tenis se prestó encantado a comentar la excelencia de las instalaciones de primera clase de su buen amigo en Melbourne.

Mientras toda la conmoción por las celebridades se desataba en la entrada principal, los guardias de seguridad abrieron la puerta de una segunda furgoneta que se había dirigido directamente a la entrada trasera. Aunque había algunos avispados fotógrafos merodeando cerca de ese acceso, lo único que vieron fue a dos hombres escoltando a una joven que llevaba un abrigo ceñido, un pañuelo de seda cubriendo su cabeza y unas enormes gafas de sol. Apenas hubo movimiento entre la prensa antes de que ella se apresurara a desaparecer de su vista. Uno de los fotógrafos advirtió su pequeña estatura y delgada constitución; pero no logró identificarla como alguien famoso aunque intentó sacar algunas fotos.

Con la cabeza gacha y una mano protegiendo su rostro de potenciales miradas entrometidas, fue conducida por los pasillos a través de la cocina hasta llegar al ascensor de servicio. Las puertas se abrieron en la última planta y ella fue escoltada directamente a la lujosa suite del ático donde se quedó a solas. Cuando la puerta se cerró tras ella, advirtió que no le habían dado la llave de seguridad.

César soltó un pequeño discurso a la multitud allí congregada, deshaciéndose en elogios sobre el insuperable tenis de Stephan y resaltando su estrecha amistad, antes de pasar el micrófono de vuelta a Stephan y abrir el turno de preguntas a los periodistas.

–Stephan, bienvenido de nuevo a Melbourne, ¿Asistirá a la cena de jugadores de esta noche?

–Nunca me he perdido una de las legendarias recepciones de César, de modo que sí, allí estaré.

–¿Irá acompañado de alguien especial?

–Ah, ya veo que no se anda con rodeos. Tengo mucha gente especial en mi vida, como bien sabe, y siempre estoy abierto a alguien más. –Hizo un guiño marca de la casa que fue recibido por los gemidos de las féminas de la multitud–. Pero no, no iré con nadie especial esta noche. Mi atención en Melbourne está centrada en el juego. Estoy deseando charlar con los otros jugadores por primera vez este año, pero me temo que me acostaré pronto. Salvo, por supuesto, que las circunstancias cambien... ¡Les mantendré informados! –Risas entre el público.

–¿Cómo se siente por estar aquí este año?

–Fenomenal. Me encanta el Open de Australia. Aquí fue donde gané mi primer Grand Slam. Estoy muy contento de poder defender mi título aquí este año.

–¿Cuál es su estado de forma en este momento?

–Excelente. –La forma en que Stephan pronunció la palabra, con aplomo y sin demasiada presunción, resultó sorprendente para todos los presentes.

–¿Está preocupado por alguno de los otros jugadores que han ascendido en la clasificación este año?

–No especialmente; ¿conocen a alguien por quien debiera preocuparme? –Nuevas risas.

–¿Prevé algún problema para llegar a la final este año?

Hizo una pausa para mirar directamente a los ojos del reportero antes de contestar.

–No que yo sepa. Déjeme que sea claro: Estoy aquí para ganar este título.

Y con ello se dio por zanjada la rueda de prensa y Stephan empezó a firmar amablemente algunos autógrafos a los persistentes admiradores con acceso especial.

No fue hasta que sus guardaespaldas le tendieron la llave de seguridad de la suite, que guardó rápidamente a buen recaudo en el bolsillo superior de su chaqueta junto a su corazón, cuando su rostro se relajó ostensiblemente mostrando una genuina sonrisa. Se dio la vuelta para saludar a sus fans y dar las gracias a César por su excepcional hospitalidad antes de disculparse para ir a reunirse con su entrenador y su representante.

Bajo ninguna circunstancia podía permitirse perder ese torneo si quería conservar lo que era suyo y, por tanto, no tenía ningún reparo en mantener a su secreta y más preciada posesión bajo llave si era necesario.

Impecable

 

Nadia se quitó los accesorios y el abrigo, guardándolos cuidadosamente en el armario. Solo entonces pudo sentir la excitación de no llevar nada bajo el abrigo, salvo el sujetador azul pálido, que apenas cubría sus tensos senos, y sus casi transparentes braguitas de encaje. Aparte de sus zapatillas de baile, que se había calzado nada más llegar al hotel, era todo lo que vestía.

Stephan le había pedido que se quitara la falda y la blusa en el avión, dejando que atravesara la aduana solo con el abrigo. Dado que estaban en pleno verano australiano, ambos sabían que su aspecto resultaría cuando menos ridículo y, en el peor de los casos, de lo más sospechoso, como si estuviera ocultando algo. Sus súplicas para hacerle cambiar de opinión solo sirvieron para divertirle y reafirmar su decisión de que obedeciera sus instrucciones, amenazándola con hacerle quitar la ropa interior si continuaba insistiendo. Sobra decir que, a pesar de estar profundamente avergonzada, Nadia trató de permanecer lo más tranquila y estoica posible cuando tuvo que pasar ante inmigración.

Aparte de una posible exposición de su muslo mientras bajaba de la furgoneta, estaba agradecida por que su falta de ropa hubiera pasado desapercibida. Reflexionó sobre cómo últimamente a Stephan le gustaba poner a prueba sus límites, pareciendo disfrutar del reto de llevarla cada vez más lejos. Ya había experimentado muchas emociones cumpliendo sus exigencias, pero hasta ahora había conseguido no defraudarle porque, para ella, eso significaría fracasar.

Se miró en el espejo para comprobar que su piel estaba limpia y sin mácula, liberando su generosa y larga melena del moño bajo. Stephan solo le permitía llevarlo suelto cuando estaban a solas, nunca con los demás. Consideraba que su melena era una cuestión privada, algo único entre ellos.

Ella desconocía cuánto tiempo estaría en la conferencia de prensa, pero quería adoptar la posición exacta para él, y asegurarse de moverse con lentos y cuidados contoneos tal y como Stephan deseaba. Lo último que quería era decepcionar a su Maestro.

Miró cautelosamente la enorme cesta de frutas llevada a la habitación y sintió la tentación de arrancar una de las orondas uvas y aplastarla entre sus dientes, pero se lo pensó mejor: ahora lo hacía constantemente. Él controlaba su comida al igual que hacía con los demás aspectos de su vida, pues ella le había concedido voluntariamente esa responsabilidad. Después de todo, él era su Número Uno y por tanto le pertenecía por entero. A cambio, él se esmeraba en atender sus necesidades, aunque fuera en sus propios términos.

Encaramada sobre el taburete especialmente colocado en el centro de la suite a petición de Stephan, trató de calmar su respiración y permanecer sentada, con la mirada baja. Su lencería confeccionada a mano relucía contra su piel bajo la luz del sol que se filtraba a través de las persianas entornadas. Sus piernas estaban muy abiertas y los pies apenas tocaban el suelo, con los dedos en punta bajo las zapatillas de ballet.

Mientras las palmas de su mano descansaban sobre sus rodillas, permitió que su mente divagara y empezó a reflexionar sobre cómo su vida había evolucionado desde que abandonó el ballet. Un inesperado giro, y todo gracias a César. Nunca hubiera podido anticipar el camino que había recorrido...

Se permitió mostrar una ligera sonrisa al repasar los últimos recuerdos de su sumiso despertar sexual con Stephan y cómo su relación continuaba profundizándose e intensificándose cada día. Pero en cuanto escuchó el sonido amortiguado de la llave de seguridad en la puerta, su rostro quedó libre de emoción y su cuerpo inmóvil. Los años de baile le habían proporcionado un impecable entrenamiento para esta sorprendente nueva carrera, y aunque su sueño en la vida era, y siempre lo sería, el ballet, no podía creer en su suerte al haber aterrizado en esa posición. Se sentía cuidada, segura y deseada sin dar nada a cambio, mientras respetara las reglas, las cada vez más numerosas reglas de Stephan. Ralentizó su respiración y cerró los ojos, contenta de esperar en esa pose la llegada de su Maestro y su próxima orden.

La puerta se abrió y se cerró sigilosamente. Nadia pudo sentir la presencia de Stephan, pero mantuvo los ojos mirando hacia el suelo, saboreando la excitación que ya trepidaba entre ellos. Él caminó hacia ella e inmediatamente se hincó de rodillas, aspirando a fondo su delicioso aroma.

–No te muevas.

La voz susurraba en su entrepierna mientras hundía la nariz en sus braguitas. Pudo sentir como sus palabras provocaban escalofríos en el cuerpo de Nadia, adorando el poder que ejercía sobre ella. Nada en su vida le había resultado tan estimulante; lo único que igualaba esa sensación era levantar el trofeo de ganador delante de una multitud que le adoraba. Estaba decidido a tener ambas cosas durante mucho tiempo.

Nadia, en el borde del taburete, permaneció firmemente inmóvil y silenciosa mientras los dedos de él se deslizaban bajo el encaje transparente, dejándola expuesta. Inhaló automáticamente sintiendo su roce. «Ábrete más». Escuchó su orden al tiempo que las enormes manos sostenían sus rodillas en posición horizontal y su lengua encontraba la entrada tan ansiosamente codiciada. Su respiración se volvió entrecortada mientras él besaba sus pliegues internos atormentando suavemente ese punto dulce con la punta de su lengua y un pellizco de sus dientes. Necesitó de toda su concentración para no echar la cabeza hacia atrás y absorber el delicioso placer que él extraía de ella.

Haciendo gala de una gran determinación, permaneció en su posición erguida, permitiendo a su Maestro el completo acceso a lo que era suyo, sin palabras ni obstrucciones. La presión fue creciendo dentro de ella a medida que la lengua de Stephan exploraba obstinadamente sus profundidades. Su cuerpo temblaba en respuesta aunque sin ceder a sus audaces demandas. Comprendía demasiado bien la importancia de la disciplina y el control en esas situaciones, y su Maestro la había adiestrado a la perfección para cumplir sus estrictos requerimientos.

Estaba a punto de dejarse ir completamente cuando Stephan afortunadamente pronunció la palabra: «¡Ahora!», indicando su permiso para que alcanzara el orgasmo. Fue entonces, y solo entonces, cuando su mente cedió, permitiendo a su cuerpo perder el control. Sus gemidos llenaron la habitación mientras su clímax liberaba los reprimidos espasmos de su éxtasis en su ansiosa boca, que reivindicó vorazmente su secreta posesión. Él nunca se había sentido tan poderoso.

Todo en ella le permitía creer que podía conquistar el mundo.

El cuerpo de Nadia se colapsó sobre su hombro cuando el orgasmo la consumió: un arte que él había ido perfeccionando desde la primera vez que estuvieron juntos. La sostuvo con fuerza antes de llevarla en brazos hasta la sala contigua, desde la que se dominaba la vista de Melbourne y el caudal color chocolate del río Yarra, donde la depositó en el sofá y esperó paciente a que recuperara completamente la consciencia. Aunque su pene palpitaba bajo los pantalones al verla así, controlaría su apetito sexual durante las semanas del torneo, y en su lugar canalizaría la testosterona en el juego. Era una disciplina excelente y una de sus reglas más inmutables, lo que le mantenía en un estado de agresividad hacia sus adversarios sin contar con que, en última instancia, esa autonegación le motivaba para ganar.

El trofeo concedido al final del torneo solo marcaría el principio de sus celebraciones, y para ello necesitaba el cuerpo de Nadia flexible y preparado. Pero lo más importante, pensó astutamente, su abstinencia garantizaba que ella permaneciera desesperadamente necesitada de él y de sus caricias, y él podía elegir si concedérselas o denegárselas en cualquier momento. Semejante poder suponía su arma definitiva en el control de su deliciosa sumisa, por lo que su habilidad para dirigir la vida de ella estaba en la palma de su mano. Hasta ahora no había tenido que negarle nada; su comportamiento había sido totalmente impecable.

Tomó un puñado de uvas y se las dio a comer una a una. Le gustaba la forma en que sus labios perfectos no replicaban, ni le indicaban si tenía hambre, simplemente se abrían y aceptaban lo que quisiera poner entre ellos. Valoraba profundamente que no le hablara hasta que se dirigiera a ella, o la forma en que respondía a sus distintos humores y emociones. Nunca discutía con él si salía hasta tarde o se quejaba si no volvía a casa. Por esas razones, se había vuelto cada vez más preciada para él, profundamente enredada en su vida. Un tesoro que estaba dispuesto a proteger a toda costa.

Con una silenciosa sonrisa ella aceptó las uvas que lánguidamente le ofrecía mientras continuaba tendida en el sofá del salón y él permanecía sentado en el suelo junto a ella, adorándola, como ella hacía con él. Cuando contempló el mohín de sus labios rodear cada voluptuosa uva, sus pensamientos regresaron al momento maravilloso en que presenció su primer orgasmo capturado en sus ojos, evocando lo desesperada que estaba por cerrarlos y perderse en las sensaciones que su cuerpo estaba experimentando. Pero no lo hizo porque él le ordenó no hacerlo, y cada uno de sus deseos eran órdenes para ella. Se lo había demostrado una y otra vez.

Ella era la perfección personificada y, como tal, él la había situado en un alto pedestal que destacaba por encima de todos los demás. Una altura similar a la que se exigía de él en la pista, por lo que no esperaba menos de ella. En su mente, eso era lo que garantizaba su mutuo éxito.

Atención

 

–Bienvenida a Melbourne, mi pequeña picaruela.

–Bueno, gracias, amable señor. Estoy encantada de estar aquí.

–Igual que yo. Es nuestro primer Grand Slam juntos, de los muchos que seguirán.

Cada vez que decía cosas así ella sentía una cálida ola recorrer su cuerpo de dentro afuera.

–Te he conseguido entradas para que puedas presenciar cada uno de mis partidos, Nadia. Es importante que no te pierdas ni un segundo de mi juego durante este torneo. –Acarició la parte interna de sus muslos con sus labios mientras hablaba.

–¡Oh!, ¿en serio? Entonces espero que gane cada uno de sus partidos lo más rápido posible.

–¿Esas tenemos? ¿Estás insinuando que encuentras aburrido mi tenis?

–Bueno, no exactamente aburrido, pero a veces...

En un rápido movimiento, Stephan se sentó en el sofá y Nadia se encontró boca abajo sobre su regazo, su cara aplastada contra uno de los mullidos cojines.

–¿Pero a veces...? –repitió él la pregunta–. Tal vez quieras pensar detenidamente tus siguientes palabras antes de hablar, Nadia, y te recomiendo vivamente que consideres también tus modales.

Enredó los dedos en su abundante melena, retorciéndola en su puño hasta la altura de la nuca mientras con su otra mano acariciaba los montículos gemelos de sus nalgas. Era esa mezcla de fuerza y ternura la que Nadia encontraba innegablemente erótica. Al tiempo que él, tras cada caricia, introduciría su dedo índice entre sus húmedas piernas para confirmar que estaba tan excitada por ello como él. Nadia aún estaba perpleja por sentirse tan enardecida ante su dominación, sus saciadas entrañas volviendo a inflamarse en anticipación de algo más.

Él giró su cabeza hacia un lado para poder mirarla a los ojos cuando contestara.

–¿Y bien?

–Bien, ya sabe que no me importa mirarle...

¡Zas! El sonido de su mano al palmear una de sus nalgas recorrió la habitación antes de que notara el leve escozor y él aplastara simultáneamente su cara contra el cojín, sofocando su grito de sorpresa.

Cuando le levantó la cabeza, ella no perdió tiempo en disculparse.

–Lo siento, señor. Gracias por recordármelo.

Se había acostumbrado tanto a que ella se dirigiera a él como «señor» que se regocijaba cada vez que se le olvidaba, pues así tenía la oportunidad de azotar cualquier parte de su cuerpo que estuviera accesible en ese momento. En ese preciso instante, Stephan parecía encantado de que el que estuviera al alcance de su mano fuera su casi desnudo y sedoso trasero en forma de corazón, su parte favorita.

Era un juego que había empezado justo después de su primera sesión maratoniana juntos, cuando advirtió lo mucho que ella se excitaba si su mano palmeaba su piel. Una suerte para ella, ya que desde su punto de vista era una parte importante del juego y castigo, por razones no solo eróticas sino también de otro tipo. Así, se había habituado a palmear partes de su cuerpo ante cualquier falta y esperar pacientemente (o impacientemente, dependiendo de su humor) hasta que ella se disculpaba por las palabras que acababa de decir y daba las gracias. A veces los manotazos aterrizaban en rápida sucesión dejándola sin aliento e incapaz de comunicarse con claridad, y entonces él le pedía que se quitara una prenda y repetía el proceso sobre su piel desnuda para asegurarse de que la lección fuera aprendida con mayor efectividad. Aquello reforzaba sus respectivos papeles y mantenía siempre presente la tensión sexual entre ellos.

–Eso está mejor. Ahora, dime.

–¿Podría sentarme, por favor, señor?

–Puedes sentarte entre mis piernas.

Ella se sentó mirando hacia él, dejando que sus tentadoras manos descansaran sobre el bulto de su miembro erecto. Él sacudió la cabeza, incapaz de ocultar la sonrisa en su rostro ante su manifiesta intención.

–Pero no mirándome a mí, descarada picaruela. Date la vuelta mostrándome la espalda y siéntate sobre las manos, de lo contrario te las ataré.

Ella hizo un mohín antes de seguir sus instrucciones, no teniendo dudas de que acabaría atada en menos de un minuto si no lo hacía, dado su gusto por atarla.

No podía negarse la tensión frustrada, que en ocasiones bordeaba la desesperación, creciendo dentro de ella ante la aparentemente interminable disciplina que él mantenía sobre su propio cuerpo durante los torneos, cuando le denegaba cualquier acceso a este. Sin embargo, esas reglas no se aplicaban a él, que soltó diestramente su sujetador y dejó que cayera lentamente desde sus hombros, dando a sus manos libre acceso a los senos. Mientras sus palmas masajeaban y jugaban, Nadia apoyó la espalda contra su viril pecho, sus ojos dejando de ver la habitación cuando las sensaciones reemplazaron la conversación.

Un súbito pellizco en su pezón la devolvió inmediatamente al presente.

–¿Y bien?

–Lo siento, señor, pero me ha distraído de lo que estábamos hablando.

–¿Te he distraído? ¿O te has olvidado?

–Eh, bueno, ambas cosas, señor, creo.

–¿Es cierto eso? Desde mi llegada, Nadia, pareces tener algunos problemas de concentración, ¿no estás de acuerdo?

Sintió un cambio de tono en su voz pero no pudo ver su rostro para descifrar si aún seguía jugando o empezaba a enfadarse por su falta de atención. No se atrevió a girarse para comprobarlo.

Con experimentada habilidad él apretó y pellizcó cada uno de sus pezones con su dedo gordo y el índice. Las sensaciones hicieron que su mente se evadiera una vez más a un estado de aturdimiento y perdiera la concentración en sus palabras mientras su mundo dependía de su tacto, su anterior orgasmo aún responsable por ese alto estado de excitación que se infiltraba por su cuerpo.

–Oh, señor, por favor...

–¿O hay algo más que te distraiga?

Tiró con fuerza de uno de sus pezones mientras continuaba acariciando el otro. Ella no consiguió articular más que unos pocos y desesperados gemidos que resonaron por toda la suite.

–¡Nadia, céntrate! ¡Puedes hacerlo mejor!

Su voz llegó baja y profunda a su oído mientras sus dientes le mordían el lóbulo, haciéndole soltar un grito mientras procuraba mantenerse inmóvil con las manos bien aplastadas bajo su trasero. Aquella era una auténtica tortura sensual.

–Estábamos hablando del tenis. Al menos lo intentábamos. Ya sabes, el deporte en el que soy el Número Uno del mundo –añadió con orgullo mientras volvía a abrochar su sujetador con velocidad récord–. Viendo lo incoherente que estás, he tenido una idea que garantizará que mi tenis no te resulte «aburrido» cuando lo veas. Para mí es de vital importancia que tu atención permanezca volcada en mi persona y no se desvíe en ningún momento de mi juego. ¿Me estás escuchando?

Nadia asintió contra su pecho, con lo que se ganó un rápido y punzante manotazo en el muslo.

–Sí, sí, señor, tiene mi atención. Discúlpeme.

–Tus modales están empeorando por momentos, Nadia, y ya sabes lo que pienso al respecto. No volveré a advertirte. –Otro rápido manotazo aterrizó en el muslo contrario.

Ella se sentó muy erguida, sintiendo su agitación.

–Lo están, señor. Lo siento sinceramente. No volverá a suceder.

Su mano tensa se relajó y empezó a frotar las marcas enrojecidas que le había dejado en la piel.

–Contarás todos los saques directos y faltas que haga con mi servicio durante cada partido que juegue en el torneo. Por cada saque directo, recibirás mi placer; por cada falta, aceptarás mi dolor. Este plan nos ayudará a centrar tu atención y mantener tu interés por el juego.

–No dudo que lo hará, señor. Definitivamente.

La mente de Nadia retrocedió a los últimos meses y a cómo Stephan había ido introduciéndola poco a poco en sus conceptos del placer y el dolor. O afortunadamente, y para ser más precisa, del dolor seguido del placer. Nunca antes imaginó que ese intenso mundo de los sentidos pudiera existir dentro de una relación y, de forma segura y paulatina, descubrió que su cuerpo esperaba ansioso aprender de cada una de las experiencias que él podía ofrecer.

Después de cada sesión, Stephan se tomaba su tiempo para asegurarse de haber entendido bien las reacciones de ella con cada cosa que probaba. Aunque al principio Nadia se había sentido increíblemente incómoda por tener que proporcionarle una detallada descripción de sus sentimientos en respuesta a sus inquisitivas demandas, empezó a apreciar la forma en que él dedicaba todo ese tiempo a estar seguro de comprenderla bien, algo que nadie había hecho nunca con ella. Nada le había hecho sentirse tan especial, por lo que voluntariamente ofrecía su cuerpo y su mente para servirle y complacerle. Adoraba el poder que tenía sobre ella y disfrutaba con su atención.

Stephan se quedaba inmensamente complacido cada vez que la tolerancia de Nadia para el dolor aumentaba gradualmente durante el tiempo que pasaban juntos. Ella estaba más que decidida a continuar con sus llamadas «sesiones de acondicionamiento», ya que la gratificación sensual que él ofrecía después siempre hacía volar su imaginación, y el dolor no llegaba nunca sin placer.

–¿Crees que serás capaz de hacer el recuento de las estadísticas de cada partido?

Nadia se reprendió por haber permitido que su mente vagara de nuevo, la voz profunda de Stephan arrastrándola una vez más a la realidad.

–Ciertamente pondré todo mi empeño, señor.

–Esperemos que tu empeño esté al cien por cien, Nadia. Porque si apuntas algo mal, serás castigada. ¿Lo entiendes?

–Entiendo el placer y el dolor, señor, pero no estoy segura sobre... –Vaciló, ya que no podía ver su rostro para juzgar su reacción.

–Dilo, Nadia.

–Bueno, respecto al castigo... ¿Cuál será exactamente?

–He configurado una lista.

–Oh, ya veo. Parece bastante preparado para ello.

–En todo lo que te concierne, mi dulce posesión, no hay nada que deje al azar.

Aunque sus palabras podían interpretarse de muchas formas, se contentó pensando en lo mucho que ella significaba para él.

–Quiero que destaques aquellos castigos que te parezcan aceptables o no, para utilizarlos como referencia más adelante. Esto es importante, Nadia, y se convertirá en parte de nuestro acuerdo mutuo. Completarás la tarea esta tarde.

–Sí, Maestro.

A pesar de que Nadia era muy consciente de cómo sus dedos estaban jugando dentro de ella como si fuera un arpa, supo instintivamente que no bromeaba y por tanto le contestó con deferencia. También esperaba con todas sus fuerzas poder concentrarse mejor cuando estuviera viéndole jugar al tenis que cuando jugaba con ella como hacía ahora. Al menos, de la otra forma, podría evitar potencialmente los castigos, de no sentirse atraída por su lista.

–Una pregunta más si puede ser, señor. –Se concentró en recordar sus modales, mientras observaba la marca de la palma de su mano que empezaba a borrarse de sus muslos.

–Sí, por supuesto.

–¿Podré utilizar algo para grabar las estadísticas durante el partido?

–Oh, Nadia, pensé que me conocías mejor.

Las piernas de él la obligaron a abrirse más ampliamente sobre el borde del sofá. Los expertos dedos la llevaron a la cúspide y la dejaron ansiosa, su cuerpo sumido en una estremecedora mezcla de frustradas terminaciones nerviosas, y sus manos empezaron a entumecerse bajo el peso del cuerpo.

–Eso sería hacer trampas y llevar tu castigo a un nuevo nivel. –Sus hábiles dedos la mantenían en un estado de constante excitación, hasta el punto de que creyó estallar ahí mismo en mil pedazos–. Además, ¿cómo si no puedo estar completamente seguro de que prestas atención a algo que para mí es tan importante?

Durante un fugaz instante, deseó poder abofetearle de tanta como era su frustración ante sus incompletos servicios.

Él le giró la barbilla hacia su rostro como si intuyera sus errantes pensamientos, y así ella pudo distinguir su mirada profundamente divertida a la vez que decidida mientras esperaba a que lo asimilara.

–Esa ciertamente es una forma de asegurar mi atención, Maestro. –Su jadeante respuesta surgió acorde con el ritmo de su exploración, lo que pareció complacerle infinitamente.

–Naturalmente, procuraré aumentar mis saques directos. Después de todo, lo que busco es el premio último.

Nadia no había previsto que el pellizco que sintió en el cuello coincidiría con las yemas de sus dedos presionando su inflamado clítoris a través del ligero encaje, y luego los firmes y rítmicos golpecitos contra él. Menos mal que no le había abofeteado, aunque tampoco se hubiera atrevido ni podido, dada la rapidez de sus reflejos.

Aproximadamente en el cuarto o quinto golpecito, no pudo evitar perder temporalmente la concentración: su mente una vez más entrando en ese espacio que tan hábilmente controlaba él a través de esa parte de su cuerpo.

Y una vez más, él se regodeó en su pacientemente adquirida experiencia, sabiendo muy bien que su pericia sexual a la hora de estimular a Nadia había sido tan cuidadosamente afinada como su destreza en las pistas de tenis. No pudo borrar la sonrisa en su cara. Sinceramente no era capaz de decidir si prefería que ella se equivocara o acertara...

Invitación

 

Cuando recuperó la consciencia del todo, Nadia se sorprendió al descubrir que Stephan había abandonado la habitación. ¡Y sus braguitas habían vuelto a desaparecer! Odiaba pensar cuánto dinero se gastaba él en lencería que acababa desapareciendo o siendo destruida tras usarla una vez.

Un crujido del papel cuando se dio la vuelta, llamó su atención sobre la lista de castigos de Stephan, convenientemente dejada entre sus pechos y firmemente sujeta por el sostén. ¡Imposible de ignorar!

Aunque no creía sentir debilidad por los castigos en sí mismos, dedicó un buen rato a estudiar la lista tal y como le había pedido él, convencida de poder tolerar la mayoría de las opciones que proponía. Confinamiento, ser privada de bailar, ser atada, humillada... A pesar de que él la había ido introduciendo poco a poco en todos ellos durante el tiempo que llevaban juntos, no podía afirmar que quisiera que ninguno de ellos sucediera, confiando secretamente poder evitarlos. Por mucho que pensara que debía tachar «varios grados de castigo corporal», no podía negar que empezaba a acostumbrarse al sorprendente dolor asociado con esos procedimientos, especialmente porque siempre era precursor de un placer extremo y a menudo embriagador.

De alguna forma, la idea de verse privada de su tacto y de los orgasmos –también incluidos en la lista– tuvo un impacto mucho más aterrador en su psique, provocando escalofríos en su espina dorsal. Stephan había complacido a su cuerpo hasta tal extremo, que se sentía condicionada o, más aún, dependiente por sentir ese placer varias veces al día.

Reducir sus orgasmos a uno al día ya era bastante castigo. Pero negárselos durante un período de tiempo determinado, decidido por él..., eso, bajo su perspectiva, sería equiparable al infierno.

Suspirando sonoramente en la vacía habitación, se dijo que el castigo no estaba pensado para ser placentero. De hecho, en sus notas había incluido un recordatorio a ese respecto. Desde el principio siempre le había dejado claro que los castigos eran una parte necesaria de su relación, aunque solo tendrían lugar tras cualquier violación por parte de ella de una de las reglas acordadas. Así figuraba claramente en el texto del anexo enviado a los abogados y, en consecuencia, se convirtió en una condición de su contrato con César.

Con todo y con eso, fue únicamente la anotación al final de la lista de Stephan la que le preocupó. «Podrá darse cualquier variación y/o combinación de algunas de las anteriores». ¡No era capaz de imaginar que quería decir con aquello! Esperaba no tener nunca la oportunidad de descubrirlo pero, una vez más, se dijo que tal vez debería...

Desde luego, hasta el momento no tenía ninguna queja. Y además, lo último que deseaba era decepcionar a su Maestro. Así que decidió que podía vivir con su lista y, sin hacer ningún cambio, estampó su firma con la fecha de ese día en el documento.

Sobresaltada por una llamada a la puerta, Nadia envolvió su cuerpo en una bata, echando un vistazo a través de la mirilla.

–Traigo un envío para Nadia de parte del señor Nordstrom.

Abrió la puerta al conserje, que le deseó buenas tardes y luego colocó el envío en la mesa. Justo cuando empezaba a sentirse muy incómoda por no tener dinero para una propina –no había necesitado ni siquiera llevar monedero desde que entró a formar parte del mundo de Stephan–, él mismo entró en la habitación.

–Ah, Richard, excelente servicio. Yo mismo acabo de llegar.

–Gracias, señor. No dude en pedir lo que sea si necesita algo más. Estoy a su servicio.

–Gracias, lo haré.

Richard asintió mirando a Stephan y abandonó rápidamente la estancia. Aparentemente no hace falta propina, pensó Nadia aliviada, mientras Stephan abría la caja y sacaba un vestido comprobando la talla.

Nadia estaba deseando hablar pero permaneció en silencio mientras Stephan la sonreía.

–¿No vas a preguntar?

–Estoy segura de que me lo dirá a su debido tiempo.

Él alzó las cejas, por lo que añadió rápidamente «señor» a su declaración y fue recompensada con un beso en los labios.

–He decidido que asistas al evento de esta noche, llevando este vestido.

Y le mostró un vestido de cóctel sin mangas con escote halter y talle ajustado. Estaba confeccionado en seda imitando un volante plisado tipo péplum. El color era un maravilloso aguamarina, un tono que Stephan elegía cada vez más a menudo para Nadia, ya que hacía juego con sus ojos, aunque en esta ocasión era un poco más pálido. Y, como siempre, incluía la lencería a juego.

–Oh..., muchísimas gracias, señor.

Se contuvo antes de hacer la pregunta obvia. Él se dio cuenta y la animó a continuar.

–Está bien, puedes preguntar.

No necesitó que se lo dijera una segunda vez.

–Creía que no quería que me vieran con usted en público, señor.

–No serás vista exactamente conmigo, pero eso no significa que yo no quiera verte cuando salgo. Me gusta saber que estás en mi línea de visión. Si alguien pregunta, puedes decir que César te ha invitado como viejo amigo de la familia. Mi equipo te escoltará hasta allí y te dirá cuándo retirarte. Trata de no hablar con nadie demasiado tiempo; no quiero que atraigas innecesariamente la atención o, mejor dicho, que otros se sientan atraídos por ti. Como sabes, me perteneces.

Su risa era amable, pero sus palabras frías como el acero. Nadia nunca había conocido a nadie que tuviera la habilidad de enardecerla de esa forma por dentro y, simultáneamente, provocar escalofríos en sus huesos. Ciertamente él había perfeccionado el arte de semejante oxímoron.

–Por supuesto, señor. No le decepcionaré.

–Ya sabes que habrá consecuencias si lo haces. Vamos, pruébatelo ahora; quiero comprobar que es de tu talla.

Nadia cogió el vestido y empezó a caminar hacia el dormitorio.

–Aquí mismo estará bien, Nadia. Te aseguro que no hay nada que no haya visto antes y no quiera volver a ver.

Sus mejillas se sonrojaron al instante, mientras Stephan se acomodaba en un sillón, bebiendo Perrier y observando cada uno de sus movimientos. Ella se enfundó cuidadosamente el nuevo vestido, sintiendo los ojos de él clavados en su perfectamente moldeada silueta y en la gracia de sus movimientos.

Finalmente se plantó delante de él, esperando su inspección, pero sabiendo que su aprobación no estaría asegurada hasta que examinara cada detalle y quedara contento.

–Casi, pero no del todo. –Cogió el teléfono.

–Voy a mirarme en el espejo, señor. –Y se giró para ir hacia allí.

Él tapó el auricular con una mano antes de responder.

–¿Es decisión tuya o mía, Nadia?

–Suya, señor.

–Exacto. Quédate donde estás. –Volvió su atención al teléfono–. ¿Hola? Sí, necesito que una costurera suba a mi suite inmediatamente.

Colgó y empezó a desabotonarse la camisa.

–No te muevas ni un centímetro. Voy a arreglarme.

Dio gracias por que no cerrara la puerta del cuarto de baño, lo que le permitió apreciar la vista de su magnífico y recién duchado cuerpo. Aunque sabía que no volvería a sentirlo dentro de ella hasta el final del torneo, no pudo evitar la excitación que ese cuerpo desnudo provocaba en su interior. Podría pasarse horas contemplando esa vista; era como observar un póster de tu artista favorito cobrando vida. Sus oportunidades como mirona hacían que su cometido fuera casi un privilegio. Sintió como sus rodillas se doblaban literalmente cuando su tenso y blanco trasero y los bronceados músculos de su espalda y sus hombros quedaron a plena vista. Cada vez que veía el tatuaje con la bandera sueca en su nalga derecha no podía evitar sonreír.

Su Stephan. Hecho en Suecia. Él se volvió a tiempo de ver como ella se pasaba inconscientemente la lengua por su carnoso labio inferior, advirtiendo sus ojos llenos de lujuria.

–¿Disfrutando de las vistas?

–Oh, más de lo que imagina, señor.

Una nueva llamada en la puerta interrumpió su ensoñación y Stephan se vistió rápidamente para dejar pasar a la costurera.

Nadia se sentía como un maniquí mientras era girada y retocada con rápidas puntadas de acuerdo con las instrucciones de Stephan. Quería que el cuerpo del vestido le quedara más entallado para enfatizar su pequeña cintura y que alargara un poco el bajo de la falda.

Cuando la costurera se marchó, le explicó que no tenía ninguna intención de que sus piernas se vieran expuestas a los ojos de lascivos hombres –o mujeres– invitados. Cuando ella puso los ojos en blanco, se ganó un rápido manotazo en la muñeca.

Adorno

 

Stephan no se había sentido tan posesivo con nada en toda su vida. Era como si Nadia estuviera hecha de intrincado y frágil cristal, requiriendo la constante protección que únicamente él podía proporcionarle, convencido de que solo podría brillar cuando disfrutara del resplandor de su presencia. No podía soportar la idea de que nadie más la tocara –ni siquiera accidentalmente– y cada vez sentía más frustración por que la gente desconociera que poseía ese inestimable tesoro. Empezaba a convertirse en un fastidioso resquicio que requería ser cerrado lo más pronto posible.

Como hijo único, idolatrado desde su primer aliento de vida, había sido criado como la niña de los ojos de sus padres. Aquellos que no pertenecían a la familia habrían dicho que fue demasiado consentido, y sus amigos del colegio sabían que tenía tendencia a ser egoísta, calculador y, a veces, especialmente cruel en sus acciones hacia los demás. Lamentablemente, mucha gente no descubría su capacidad para manipular e intimidar hasta que el daño estaba hecho.

Su habilidad para el deporte y su intelecto natural habían permitido a su confiada y dominante personalidad persuadir e impresionar a los adultos de su vida, que le veían como un líder desde su más tierna edad. Eso solo sirvió para que sus padres vieran reforzada su percepción del genio absoluto de su único hijo, despejándole el sendero para que pudiera conseguir lo que quisiera en la vida y apoyándole en toda actividad que emprendía, poniendo a su disposición sus recursos económicos.

Unos años atrás, les había hecho saber que prefería que se quedaran en casa en lugar de acompañarlo a los torneos, pretextando que su presencia le ponía más nervioso y que quería centrarse en ganar, una explicación que aceptaron cordialmente, apoyando de todo corazón su decisión. En su mente, ellos eran el medio para un fin y ya habían servido a su propósito. Últimamente apenas hablaba con ellos, aunque siempre les llamaba después de ganar un torneo importante; sabía que le escucharían incondicionalmente mientras les describía los intrincados detalles de sus victorias, disfrutando enormemente cuando lo hacía. Al menos de esa forma podía vivir su propia vida, en sus propios términos y sin complicaciones ni distracciones.

De modo que aunque apreciaba su buena fortuna por haber conseguido a Nadia, no estaba demasiado sorprendido por que algo así le hubiera sucedido. Era de esperar, si lo pensaba detenidamente, y ciertamente no parecía que Iván hubiera sabido sacarle todo el partido a esa oportunidad. Menudo desperdicio, pensó mientras salía del ascensor de camino a la recepción de César. Estaba henchido de orgullo, encantado de haber tomado la decisión de que Nadia asistiera a la fiesta de esa noche. Su perfecto adorno, como un hermoso ángel delicadamente colocado en lo más alto de un árbol de Navidad.

Para ser admirada por muchos pero tocada solo por uno.

Hasta que decidiera apartarla cuidadosamente de la vista de nuevo.

Stephan cuadró los hombros y cruzó las puertas, no necesitando mostrar invitación al evento ni, mucho menos, acreditarse. Todos sabían quién era y le encantaba que fuera así. Pedirle que se identificara sería como insultar su estatus. Inmediatamente se sintió rodeado por los cuchicheos sobre lo feliz y confiado que parecía estar este año, todo lo cual fue rápidamente recogido por los periódicos australianos, si bien llevó aún menos tiempo verlo publicado en internet. Stephan charló despreocupadamente con los asistentes, como si no tuviera otra cosa mejor que hacer, firmando amablemente autógrafos y haciendo un deliberado esfuerzo para conversar con los otros jugadores y, lo más importante, con todos sus patrocinadores.

Durante todo ese tiempo las cámaras de los fotógrafos no dejaban de centellear. Todo el mundo deseaba ser visto charlando con el Número Uno del mundo, a la vez que él quería dejar claro lo relajado que se sentía ante el inminente torneo. Incluso posó con cada uno de los animales nativos australianos, comprendiendo que esa clase de fotos eran las que entusiasmaban a los medios y vendían miles de copias de las revistas femeninas. Era un ejercicio de relaciones públicas fundamental, ya que le proporcionaba buenos negocios, si bien los avezados profesionales del circuito de tenis sabían que su personalidad daría un giro de ciento ochenta grados cuando compitiera en las pistas de tenis durante los próximos quince días.

Tras consultar su reloj y echar un vistazo por la habitación, le sorprendió que Nadia no hubiera llegado aún. Se suponía que debía ser escoltada hasta allí a las ocho en punto siguiendo sus instrucciones. Las cámaras continuaban lanzando sus fogonazos cuando Marlene, la campeona suiza femenina, se acercó a él, distrayéndole de su creciente agitación. Se habían conocido siendo júniores, así que se saludaron calurosamente entablando una amistosa charla, y capturando la ávida atención de la prensa. Al fondo de la habitación, Nadia hizo su entrada sin grandes fanfarrias, sintiéndose ligeramente ansiosa y sin embargo emocionada por que Stephan hubiera dado ese importante paso al invitarla a un acto de su vida pública.

En realidad había llegado puntual, pero se había tomado uno de esos raros momentos para poder observar a Stephan sin que él lo supiera, admirando su universal magnetismo mientras ejercía su dominio sobre todos cuantos le rodeaban. Contempló sus labios sonrientes, que hacía tan solo un rato acababan de darle un beso, y observó sus manos gesticular mientras hablaba, sabiendo que esos mismos dedos habían incendiado con pericia su interior apenas unas horas atrás. Intentó apartar sus ojos de su presencia, apoyándose contra una columna para calmar la creciente excitación de sus más recientes y decadentes recuerdos. Que él pudiera provocar ese efecto desde lejos era cuando menos desconcertante, teniendo en cuenta cómo, en el pasado, siempre había sabido contenerse.

Se dijo que esa fiesta no era muy diferente a las recepciones del ballet después de una gala, aunque definitivamente había vibraciones más intensas aquí que en los insulsos encuentros de filántropos y bailarines. Sonrió para sus adentros al comprender que muchas de las personas reunidas allí tenían aspecto de lo que eran: atletas vestidos para un cóctel. Algo que parecía funcionar, aunque la mayoría de las mujeres daban la impresión de sentirse más cómodas con sus zapatillas de deporte y sus muñequeras que con los zapatos de tacón y las lentejuelas. Nadia descubrió que estaba disfrutando de ser una forastera en ese competitivo mundo, en lugar del centro de atención, algo que nunca llevó con naturalidad en sus encuentros sociales; una naturalidad que solo encontraba actuando sobre el escenario.

Stephan, por otro lado, parecía disfrutar de la gloria de ser el Número Uno, con todo el mundo reclamando su atención. Se comportaba como si fuera la cosa más natural del mundo tener a la gente merodeando a su alrededor esperando para conocerle y saludarle.

Conteniendo el aliento, comprendió que su atractiva presencia pillaba a muchos desprevenidos –tanto hombres como mujeres–, pero, a diferencia de las masas, sabía que él era capaz de hacerle cosas que nunca les haría a ellos. Se sintió muy especial cuando sonrió secretamente a esa realidad.

Interrupción

 

Con su mirada recreándose en la deliciosa vista de su Número Uno, Nadia no prestó atención cuando retrocedió desde detrás de la columna y tropezó directamente con otro hombre.

–¡Oh, Dios mío, lo siento! –se disculpó antes de que sus ojos establecieran contacto con él.

–Vaya, vaya... ¡Mira quién está aquí! No necesitas disculparte, yo no lo siento en absoluto.

Nadia reconoció inmediatamente la voz, junto con el seductor calor de ese cuerpo. Levantó los ojos para ser recibida por un rostro magnífico y un cálido abrazo.

–¡Noah! ¡Estás aquí! ¡Qué bien te veo! –exclamó encantada de encontrarlo e incapaz de apartar sus ojos de su musculoso pecho y sus brazos. No había duda de que había estado entrenando más seriamente desde la última vez que lo vio.

Su genuina sonrisa, cuando sus ojos se encontraron, le llegó al corazón.

–Por supuesto que estoy aquí, Elle. Es genial poder verte por fin, han pasado siglos. Tú estás impresionante.

Su mano agarró las suyas haciéndola girar trescientos sesenta grados para admirarla, mientras ella se ruborizaba, riendo. En pocos segundos se encontró dentro de sus brazos, devolviéndole el abrazo con convicción, al tiempo que se relajaba ante esa familiar presencia, absorbiendo ese rayo de luz que era Noah. Sonrió de oreja a oreja a la vez que inhalaba su masculino aroma y luego exhalaba profundamente, como si hubiera sido la primera vez que respiraba aire puro en mucho tiempo. Cerró los ojos y apoyó la cabeza contra su ancho pecho mientras el recuerdo del tiempo que pasaron juntos en Londres volvía a su mente.

Pero esos instantes quedaron súbitamente detenidos cuando recordó dónde estaba. Sus ojos se abrieron de golpe mientras obligaba a su cuerpo a soltarse de su abrazo.

–Eh, pero ¿qué ocurre? ¿Qué pasa?

–No pasa nada, nada en absoluto, es solo que, bueno, hay mucha gente aquí, ya sabes, tanto público... –Sus ojos recorrieron inquietos la habitación. Estaba desesperada por cambiar de tema y no atraer más atención sobre sí misma–. ¿Qué tal estás? Es evidente que tu entrenamiento se ha vuelto más intenso.

Noah la miró perplejo mientras se preguntaba qué le sucedía. Advirtió su preocupación, un leve temor en sus ojos, pero dejó pasar un instante antes de olvidarlo por el momento.

–Ese es el objetivo, pero tenemos cosas más importantes de las que hablar que el tenis. ¿Dónde te has metido? Apenas me devuelves las llamadas. ¿Qué me cuentas?

–He estado genial, muy bien. No hay nada nuevo. Ya sabes, solo lo típico, lo mismo de siempre... –Cuando su voz se quebró, comprendió que había pronunciado las palabras precipitadamente y que sonaba tan aturdida como poco convincente. Se sentía como un niño, insegura de qué decir o hacer en ese nuevo ambiente.

Noah pudo notar su incomodidad.

–Eh, no importa. Escucha, ¿tienes tiempo para quedar? Podemos marcharnos de aquí si prefieres un poco más de privacidad. Me moría por verte de nuevo. –Colocó la mano alrededor de su cintura para guiarla hacia la puerta.

Ella la apartó rápidamente.

–Me encantaría, pero no puedo, no ahora. Necesito quedarme aquí.

Stephan finalmente la divisó. Su mirada de acero la hizo sentir como si le hubiera colocado una garra de hierro alrededor del cuello, e inconscientemente se llevó las manos a la garganta y tosió.

–¿Qué pasa, Eloise? Estás temblando.

–¿Lo estoy? Debe de ser el aire acondicionado o algo así. Lo siento, Noah, pero ahora no puedo hablar. –Al advertir la preocupación en sus ojos, se sintió culpable por no haber estado en contacto con él desde hacía bastante tiempo–. Sin embargo estaré por aquí todo el torneo. Tal vez podamos quedar en otro momento.

Miró cautelosa en dirección a Stephan, solo para ver como este se disculpaba del grupo con el que charlaba y empezaba a caminar hacia ellos con firme determinación.

–Y dime, ¿con quién has venido? Iván no compite.

Antes de que pudiera contestar, Stephan estaba a su lado, con una sonrisa plasmada en su rostro y la mano tendida.

–Noah, me alegra volver a verte. Felicidades por tu magnífica temporada del año pasado. –Se dieron la mano el uno al otro mientras Nadia se revolvía nerviosa entre los dos hombres de su vida.

–Hola, Stephan. Lo mismo digo, aunque me hubiera gustado mucho tener el título del Open de Estados Unidos bajo mi cinturón –declaró con un guiño amable. Considerando la catastrófica derrota que había sufrido a manos de Stephan en la final, la forma en que parecía sobrellevarlo resultaba impresionante.

–Siempre te quedará este año, pero no pienso ponérselo fácil a ninguno, y menos despojarme del título ahora que lo tengo. –Stephan le devolvió el guiño–. Y dime, ¿vosotros ya os conocíais?

Aunque parecía una pregunta casual, Nadia percibió la tensión subyacente bajo su, en teoría, inocente pregunta. De pronto sintió la necesidad de hablar primero, para así proteger tanto a Noah como a sí misma.

–Nos conocimos brevemente durante el torneo de Wimbledon el año pasado.

Noah le lanzó otra de sus miradas de extrañeza antes de hacer la misma pregunta.

–¿Y vosotros dos?

Nadia se dijo que la cosa no iba a acabar bien.

–Después del Abierto de Estados Unidos. Parece que el tenis tiene una forma especial de unir a la gente. –La risa de Stephan sonó totalmente falsa–. En cualquier caso, me alegra mucho volver a verte, Noah.

Era su forma de despedirle mientras colocaba posesivamente un brazo alrededor de los hombros de Nadia.

–Vamos, Nadia, César ha estado preguntando por ti.

Ella miró nerviosa a Noah, advirtiendo la confusión escrita en su rostro mientras era guiada a través de la gente por el hombre que le había pedido permanecer de incógnito en la fiesta. ¡Una táctica completamente inútil!

Noah se quedó mirando a Eloise, a quien ahora aparentemente Stephan llamaba Nadia, totalmente perplejo y preguntándose qué acababa de suceder.

¿Estaría ella ahora con Stephan? Ciertamente eso era lo que parecía. Tal vez ese fuera el motivo por el que no la había visto ni sabido nada de ella últimamente, salvo algunos mensajes aislados intercambiados aquí y allá. No podía imaginar a alguien tan dominante como Stephan dejándola escapar de su vista más de unos minutos, como obviamente había ocurrido. Por primera vez en su vida, Noah sintió como la sangre literalmente le hervía ante esa situación. Era una sensación extraña y desagradable. Una que no le gustaba en absoluto...

Ahora más que nunca estaba decidido a hablar con Eloise sobre lo que estaba ocurriendo. No solo porque ella estuviera indiscutiblemente radiante, aún más hermosa de lo que la recordaba, sino porque ocultaba algo. Ya no era totalmente ella, o al menos no esa persona de la que se había enamorado en el barco recorriendo los canales. Había una tensión subyacente que no era capaz de descifrar sin hablar primero con ella.

Justo cuando creía que tal vez tuviera alguna oportunidad con Eloise, ahora que Iván estaba fuera de escena, parecía que había caído presa de las dominantes garras de Nordstrom. Precisamente él entre todos los hombres a elegir, ¿o es que no había podido elegir? Necesitaba preguntarle qué estaba sucediendo, asegurarse de que aquello era algo que deseaba por propia voluntad. Si era así, no habría mucho que pudiera hacer, pero si no lo era...

La sensación de fuego en la sangre recorrió sus venas por segunda vez esa noche, decidiendo en ese instante que haría cualquier cosa para asegurarse de que ella estuviera a salvo.

Soltó un profundo suspiro con la esperanza de atemperar sus desenfrenadas emociones, y miró de nuevo hacia Eloise, ahora rodeada por Stephan, su representante, César y otra mujer que reconoció de la Federación Australiana de tenis. Todo parecía normal y, sin embargo, ella estaba nerviosa y no dejaba de mirar de reojo en su dirección. Cuando sus ojos se encontraron, le hizo un gesto para que le llamara y ella contestó con un leve asentimiento. En respuesta le lanzó un beso haciendo que sus labios se curvaran en una suave y tranquilizadora sonrisa.

Stephan se dio cuenta de ello y una severa expresión cruzó su frente mientras se movía para bloquearle la vista. Noah decidió dejarla tranquila por el momento y marcharse pronto a casa. Era evidente que esa noche ya no tendría oportunidad de hablar con ella otra vez.

Nadia tenía muy claro que su interacción había arruinado los planes de Stephan y se reprendió por haber bajado la guardia con Noah: era un acto de indisciplina y Stephan no merecía ser tratado así. ¡Aunque tampoco Noah se merecía las iras de Stephan! Por mucho que hubiera tratado de olvidarse de Noah durante los últimos meses, volverlo a encontrar había despertado fuertes sentimientos que no esperaba. Pero en ese preciso momento, en ese foro público, necesitaba hacer algo para enmendar su comportamiento, de modo que se obligó a apartar todo pensamiento sobre Noah de la cabeza, juntó las manos delante de ella y bajó los ojos hacia el suelo para indicar su subordinación al Número Uno.

Afortunadamente sus acciones fueron recibidas por Stephan con un gesto de asentimiento, tendiéndole poco después un vaso de vino que atrapó de la bandeja de un camarero. Para sorpresa de ambos, se bebió hasta la última gota, lo que se sumó al calor que ya sentía en su rostro por las fuertes emociones que sacudían su cuerpo.

En cuanto Nadia terminó su vino, Stephan hizo un gesto a Garry para que la escoltara de vuelta al hotel, señalando el final de su velada en el dominio público. Una hora más tarde, aproximadamente, tras asegurarse de ser fotografiado hablando con un numeroso grupo de modelos que asistían al evento, Stephan se disculpó pretextando que tenía que estar preparado y bien descansado para su primer partido.

Había decidido no decirle nada a Nadia por el momento sobre su conversación con Noah, ya que no tenía intención de que eso le distrajera durante los próximos quince días. Sin embargo, ahora que estaba al corriente de que se conocían, pensaba estar muy pendiente de Noah.

Nadia durmió intranquila, revolviéndose y dando vueltas entre las almidonadas sábanas de algodón egipcio. Su subconsciente luchaba con los acontecimientos de la noche, mientras sus sueños parecían un torbellino de bruma física y mental en los que con frecuencia se imaginaba ahogada por las garras de hierro de Stephan, sus brazos cruzados pegados contra su delgado talle. En cada sueño, Noah aparecía cerca, casi a su lado, y sin embargo, aunque podía verle y sentir su calor, estaba frustrantemente fuera de su alcance. La sorpresa y preocupación que asomaba a sus ojos, a pesar de estar sonriendo, le encogía el corazón. Intentó gritar para llamar su atención, solo para descubrir que la palma de Stephan se cernía contra su boca, negándole la libertad de hablar.

Sobra decir que se despertó muchas veces empapada en sudor, agradecida por que sus inconscientes sueños no fueran su realidad consciente.

Actitud

 

Para la mayoría de la gente, la interesante interacción ocurrida a primera hora de la noche entre aquel trío habría pasado desapercibida. Pero César nunca se había considerado a sí mismo como «la mayoría de la gente», y el incidente no pasó inadvertido a sus ojos. Se felicitó a sí mismo por su brillantez al observar como su Estrategia Número Uno se estaba desarrollando, sin poder negar que todo su plan se estuviera volviendo cada vez más interesante de lo que hubiera creído posible.

Habiendo cerrado un trato para representar a Noah Levique a primera hora del día, tenía la tranquilidad de haber cubierto todas sus bases, y ya había convencido a unos cuantos patrocinadores australianos para que apoyaran a esa estrella emergente. Hablando de la cual..., y dada la mirada en el rostro de Nadia cuando Stephan la arrancó de las garras de Noah, César estaba encantado por que sus propias estrellas parecieran estar tan alineadas y Stephan estuviera cumpliendo su parte del acuerdo tan diligentemente. Por el momento César tenía toda la información que necesitaba, sin apreciar ningún motivo para realizar ajustes en su estrategia o en sus cuantiosas apuestas. Algo que le complacía enormemente.

* * *

 

Desde su derrota en la final del Open de Estados Unidos, Noah estaba mucho más decidido a ganar. No había olvidado las palabras de Eloise en el barco sobre dejar de fumar si quería ser el Número Uno. Lo que le hizo darse cuenta de que quería ser el mejor.

Empezaba a comprender que si realmente quería algo, debía luchar para hacerlo realidad, en lugar de esperar a que sucediera. Obtener grandes resultados no era posible sin mucho trabajo duro y un poco de suerte, y hasta ahora simplemente se había dejado llevar por la corriente de la vida, permitiendo que su talento para el tenis se moldeara de forma accidental.

Este año sin embargo iba a ser diferente. Estaba preparado, más centrado, y quería ganar con más empeño que nunca. Todo lo cual le había llevado a hacer un gran número de cambios en su carrera.

No solo su entrenador había empezado un nuevo e intensivo régimen de preparación para infundir las características de un ganador en su mente, sino que también había aceptado la oferta de César King para que El Filo gestionara su carrera. En el proceso había descubierto de primera mano lo persuasivo que César podía ser. Había escuchado rumores de todo tipo sobre la enorme personalidad de César, pero nunca esperó que el hombre superara su reputación. César era mucho más que una llamativa personalidad. En el trato directo era más profesional, informado, decidido, imperturbable, inteligente, perceptivo y apasionado de lo que los medios describían. Y, en última instancia, su agencia había hecho una oferta a Noah imposible de rechazar, así que no lo hizo. Después de todo, si funcionaba para los primeros cinco jugadores del ranking, también funcionaría para él.

Noah se había esforzado mucho para alcanzar la primera división, y ahí era donde pretendía quedarse. Su pasión por el juego le había permitido llegar hasta ahí, pero se dio cuenta de que hacía falta esforzarse aún más si quería asegurar su senda ganadora en cada uno de los partidos que jugaba. Su motivación acababa de alcanzar nuevas cuotas y confiaba en pillar desprevenidos a sus contrincantes, ¡incluso si algunos de ellos eran sus amigos!

Con esa actitud en mente pretendía jugar mejor que nunca el Abierto de Australia. Y después de ver esa noche la mirada en el rostro de Nordstrom tras llevarse a Eloise, estaba más decidido que nunca a llegar a la final para poder borrar esa suficiencia de su arrogante rostro.

Saques directos

 

A la mañana siguiente Nadia se entretuvo bajo los fuertes chorros de agua fría de la ducha para reanimar su cansado cuerpo y agotada mente. Necesitaba estar bien despierta para el primer partido de Stephan en el Abierto de Australia. Unos pantalones cortos azul marino y un polo azul pálido de Ralph Lauren habían sido previamente depositados en su habitación por Stephan: una señal evidente de que debía intentar mezclarse con el resto de la informal multitud australiana. La gorra de visera indicaba silenciosamente que ni un solo mechón de su pelo debía quedar al descubierto.

Sonrió para sus adentros, adorando la intimidad entre ellos por medio de la cual podían comunicarse eficazmente sin decir palabra. Una parte de su cometido era asegurarse de seguir siendo el secreto de Stephan y, por lo tanto, no debía ser reconocida o asociada con él en público. La noche anterior había sido una lamentable excepción, y mientras se vestía se prometió a sí misma que no volvería a comprometerle de nuevo. Temiendo lo peor cuando regresó a su suite esa noche –o como mínimo algún tipo de interrogatorio sobre su relación con Noah–, se sintió muy aliviada cuando Stephan no dijo una palabra al darle las buenas noches.

No era capaz de decidir si temía o esperaba cruzarse con Noah en algún momento de los próximos quince días. En cualquier caso, se dijo que tratando con una fuerza como la de Stephan, debía apartar de su mente la distracción de la noche pasada y demostrar a su Maestro que estaba completamente centrada en él. No obstante, debía admitir que era mucho más sencillo manejar sus sentimientos por Noah cuando estaban en continentes separados, con la tecnología facilitando su tan necesitada discreción.

Cuando entró por primera vez en el recinto del Rod Laver Arena se quedó impresionada por la animación reinante entre el público. La gente se había pintado la cara a juego con los países a los que apoyaba, y unas enormes pelucas hacían que sus cabezas parecieran del mismo tamaño que los hombros, dándoles la apariencia de personajes de dibujos animados. Niños y abuelas se mostraban igual de bulliciosos que los gritos de los hombres en la cancha. Era como si cada miembro del público a su alrededor creyera ser parte fundamental del juego. El apoyo a Stephan era evidente, con grandes zonas de la grada inundadas de azul y amarillo. No era precisamente la atmósfera festiva del Open de Estados Unidos, pero se le acercaba. El ruido se volvió ensordecedor cuando se anunció que los jugadores pronto saldrían a la pista. El partido sería retransmitido a través de unas pantallas gigantes que ahora mostraban la llegada de los tenistas por el Paseo de los Campeones, jalonado de retratos de las grandes figuras del tenis del pasado y el presente.

Cautivada por las imágenes de su Número Uno, Nadia era muy consciente de la tensión que se estaría formando dentro de Stephan ante el comienzo de tan importante torneo, al igual que le sucedía a ella antes de la primera representación de un nuevo ballet. Se habían vuelto tan inseparables durante los últimos meses que era como si la adrenalina segregada por el sistema nervioso de él estuviese replicando en su propio cuerpo. No quería hacer nada que perjudicara su ritmo, sabiendo que durante los torneos el más mínimo contratiempo podía hacerle cambiar rápidamente su actitud de alegre a agresiva, y en esas ocasiones era responsabilidad suya acomodarse a sus cambios de humor. Le gustaba tener ese cometido en su vida, aunque continuaba negando que le llenara igual que el ballet, porque eso sería como negarse a sí misma.

Nadia no tenía ninguna duda de que Stephan iba en serio cuando le pidió que recordara las estadísticas de cada partido disputado y, por tanto, necesitaría estar muy atenta al juego. Se decía que si era capaz de memorizar la coreografía de ballets enteros, no sería tan difícil. Después de todo, eran solo saques directos y faltas.

Cuando se disponía a ocupar su asiento, se preguntó si podría arreglárselas apuntando el tanteo en un trozo de papel, por si acaso. No quería tener que vérselas con algún castigo el primer día de torneo. Solo le llevó un momento rebuscar en su bolso y comprender que Stephan había ido un paso por delante de ella. Estaba segura de llevar un bolígrafo y un cuaderno en el bolso ayer mismo, aunque hoy habían desaparecido. En su lugar encontró unos pequeños prismáticos, presumiblemente para verle jugar más de cerca, dado que su asiento estaba ubicado en lo alto del estadio para así poder mezclarse con el resto de ávidos admiradores. Además, su teléfono había sido apagado, y había una nota pegada a él.

¡Ni se te ocurra! Sabes que me enteraría.

 

Se sorprendió al tener la súbita tentación de romperla y decir que se le había caído del bolso. Pero le resultaba imposible mentir a Stephan; incluso no ser clara con la verdad se estaba convirtiendo en un proceso agónico. Era como si él tuviera acceso directo a su mente; solo necesitaba echar un rápido vistazo a su rostro para saber que le estaba engañando. Además, si era sincera consigo misma, no tenía ningún deseo de decepcionarle: nunca.

Al igual que una droga, su aprobación se había convertido en su adicción.

Sonrió y volvió a dejar el teléfono en el bolso. Ajustó las lentes de sus prismáticos, enfocando a su Número Uno, plantado más sereno que nunca sobre la línea de fondo. Excepto por una raya amarilla en su camiseta y sus pantalones cortos, era como si él y la pista azul fueran uno. Stephan estaba comprobando las pelotas que le habían dado, y cuando se dio la vuelta pareció mirar directamente a su asiento. Sus ojos penetraron instantáneamente en la pequeña privacidad que tenía en la tribuna.

Stephan sabía exactamente dónde estaba sentada Nadia, y cuando alzó la vista hacia ella, se permitió durante un breve instante recordar su mirada justo antes de salir hacia el estadio. Un rostro tan angelical que las profundidades de sus ojos se quedaron permanentemente grabadas en su cerebro. Consideraba uno de sus triunfos el tener en ese momento concreto el poder absoluto de colmar o negar su placer. Ella era totalmente dependiente de su siguiente movimiento. Semejante dominación sobre su cuerpo y su mente había demostrado ser un infinito afrodisíaco para su ego.

El olor de sus braguitas aún seguía muy presente en su mente, ya que había inhalado discretamente los restos de sus fluidos mientras se preparaba en el vestuario para entrar en la pista central, hacía menos de quince minutos. Eso garantizaba que sus sentidos estuvieran inundados de Nadia y su mente centrada en aquello que estaba exactamente en juego. No había duda de que, con ella en su vida, se sentía completamente invencible. Y con esa mentalidad entró en la pista como dueño del escenario, permitiendo que sus admiradores le adoraran mientras le vitoreaban y gritaban en su honor.

Stephan se obligó a apartar la imagen de Nadia de su mente, reemplazándola con la de servir el primero de los muchos saques directos. Ese control garantizaba que su concentración estuviera ahora en el juego y en nada más. Cada uno de sus mejores partidos era jugado punto a punto, y este no sería distinto.

Las manos de Nadia temblaban mientras trataba de enfocar a Stephan con los prismáticos. ¿Cómo podía tener semejante ascendiente sobre ella, justo segundos antes de comenzar el partido? Podría jurar haber detectado una leve curva en sus labios y un guiño de ojos, que provocó que cruzara las piernas para sofocar una nueva oleada de deseo palpitando entre ellas, antes de que su rostro se transformase en una intensa máscara de absoluta concentración.

–Preparados. Al servicio... Jueguen. –La voz del juez de silla reverberó en los oídos de Nadia mientras permanecía sentada muy erguida, prestando absoluta atención al juego que se desplegaba ante ella y al excelente atleta que estaba allí por una sola razón.

Ganar.

Y eso hizo. Con contundencia.

Nadia no necesitó preocuparse por su habilidad para llevar el recuento. Dieciséis saques directos y ninguna falta, contra un jugador ruso que ni siquiera era cabeza de serie, fueron fáciles de seguir, especialmente cuando el partido de tres sets duró solamente cuarenta y dos minutos. Había visto a Stephan transpirar más durante una de sus «sesiones de acondicionamiento» de lo que lo hizo en todo el partido bajo el calor del sol de verano. Estuvo ágil, cómodo y preciso. Después de unas pocas palabras y risas con el comentarista del partido, abandonó la pista tan triunfante como entró, saludando a la multitud e inclinando la cabeza hacia el grupo femenino de fans venidas de todas partes del mundo que parecían venerarle.

Había pasado algún tiempo desde que el tenis tuviera un Número Uno con aspecto de modelo, la presencia de un dios escandinavo y una habilidad única para situarse en otra categoría. Nadia se sentía la persona más afortunada del planeta, porque, aunque Stephan tenía ojos para mucha gente, sabía que poseía el derecho de propiedad sobre su cuerpo y, por ahora al menos, él le pertenecía solamente a ella. Rápidos estremecimientos de excitación recorrieron su cuerpo mientras disfrutaba del íntimo conocimiento de saberse suya.

Le llevó menos de un segundo decidir que lo mejor era no contactar de nuevo con Noah, porque eso abriría una puerta que no estaba segura de poder cerrar y no quería que Stephan la cerrara por ella. Aunque podía imaginar la decepción de Noah, estaba segura de que era lo mejor para todos.

Se entretuvo en su asiento mucho después de que su Número Uno hubiera abandonado la pista, sorprendida por lo mucho que había llegado a amar ese juego.

Acorralada

 

Era un día perfecto; lucía un maravilloso cielo azul y una suave brisa suavizaba el calor del sol de enero. Tras las entrevistas con los medios, Stephan tendría su sesión de fisioterapia post-partido con Greta y una conversación con su entrenador, así que Nadia decidió caminar de vuelta al hotel a través del paseo que discurría a lo largo del río Yarra y disfrutar viendo a la gente.

No pudo encontrar al equipo de seguridad de Stephan, y no quiso llamar innecesariamente la atención poniéndose en contacto directo con él, de modo que abandonó el recinto del Rod Laver Arena como cualquier otro espectador, encaminándose hacia el corazón de la ciudad.

Al llegar a las puertas, encendió su móvil y vio que tenía tres mensajes de Noah. En ese mismo instante su teléfono empezó a sonar; era él. Las mariposas empezaron a revolotear en su estómago, aunque se convenció a sí misma de que eran más producto de los nervios que de otra cosa. Titubeó antes de responder, pero, sabiendo que a Stephan le preocupaban los días venideros, quería aprovechar la oportunidad para decirle a Noah que no tratara de contactar con ella durante un tiempo.

–Noah, hola.

–¡Por fin! ¿Dónde estás?

–En la puerta principal –respondió sin pensarlo. Entonces se reconvino–. Escucha, Noah, tienes que dejar de...

–No te muevas, estaré allí en un minuto –interrumpió, antes de colgar.

Ella apagó rápidamente el teléfono para que no pudiera llamarla de nuevo, pensando que Stephan probablemente esperaba que lo tuviera apagado. No sabiendo qué hacer, miró a su alrededor presa del pánico preguntándose si debía esperar y reunirse con él o salir corriendo a través de las puertas. Su indecisión la mantuvo momentáneamente paralizada, mientras sus pies, enfundados en zapatillas de deporte, permanecían firmemente anclados al suelo.

Antes de darse cuenta, Noah estaba frente a ella con su maravillosa sonrisa. Esta vez vaciló antes de abrazarla, y en su lugar le dio un rápido beso en la mejilla.

–¡Eres difícil de pillar!

No pudo evitar sonreírle.

–Lo sé, lo siento. Pero no puedo quedarme, me tengo que marchar.

–¿A dónde?

–De vuelta al hotel.

–Yo voy al otro lado, a la ciudad. ¿Te acompaño hasta el puente peatonal de Southbank?

Asintió mientras un grupo de adolescentes se acercaban a él para pedirle un autógrafo. Era una extraña sensación encontrarse al lado de Noah, ahora convertido en un famoso y fácilmente reconocible astro del tenis; simplemente no le parecía real.

Mientras estaba firmando, Nadia se deslizó silenciosamente lejos del pequeño grupo congregado en torno a él y salió por la puerta sintiéndose culpable por dejarle, pero sabiendo que era lo mejor que podía hacer. Si alguien del equipo de Stephan les veía juntos, intuía que las cosas no serían tan sencillas como la noche anterior.

Mientras se apresuraba a cruzar las puertas, escuchó como él la llamaba por detrás.

–¡Espera, Elle! ¿Por qué continúas ignorando mis mensajes? ¿Y ahora por qué huyes de mí? –La agarró de la mano, deteniendo su avance para que le escuchara–. No te preocupes, solo quiero hablar. Podemos hacerlo, ¿no?

Su rostro era una mezcla de frustración y tristeza mientras ella miraba ansiosa a su alrededor.

–Por favor, no me hagas esto, Elle. No hay ningún crimen en hablar, digamos, ¿como amigos?

No se daba por vencido mientras le suplicaba, hasta que finalmente la nostalgia de sus ojos la obligó a ceder. Él tenía razón: ¿desde cuándo no se le permitía hablar con la gente, especialmente con su único y exclusivo amigo? Súbitamente se sintió avergonzada de la forma en que le estaba tratando.

–Lo siento. Por supuesto que podemos hablar. Pero ¿podríamos salir de aquí? Está demasiado cerca de todo lo que rodea al tenis.

–Por supuesto. –Le sonrió afectuosamente.

Caminaron en silencio durante un rato hasta que percibió que ella se relajaba.

–Elle, necesito saber que estás bien, especialmente después de haber visto lo de anoche. Ya sabes lo mucho que me preocupo por ti.

Ella suspiró y se rindió.

–Por supuesto, yo también me preocupo por ti, Noah. Por favor, nunca dudes de ello. Es solo que han cambiado muchas cosas desde la última vez que nos vimos, lo que hace que todo sea aún más..., bueno, complicado.

–Eso me pareció. Y también que ahora estás con Stephan.

–No puedo hablar de ello.

–¿Por qué no?

–Simplemente no puedo. –Hizo una pausa antes de añadir–: A él no le gustaría.

–¿Y qué si no le gusta? Elle, para. Mírame un minuto.

Posó las manos en sus hombros dándole la vuelta para poder contemplarla. Los ojos de ella se negaban a encontrarse con los suyos, pero, cuando finalmente lo hicieron, no pudo descifrar sus pensamientos.

–¿Qué te ha pasado? Algo ha cambiado, no pareces la misma. Es como si estuvieras constantemente al límite, y eso me preocupa. Dime, ¿qué está pasando?

–Noah, por favor, tienes que entenderlo, de verdad que no puedo hablar de ello, pero estoy bien. No hay razón para que te preocupes y realmente no tengo más que decir. Si quieres hablar, ¿puedes elegir otro tema? Pero en cualquier caso, necesito seguir caminando.

Se escurrió bajo sus manos empezando a caminar a lo largo de la orilla del Yarra. No lograba definir lo que estaba sintiendo. Sabía que Stephan podía prácticamente leer sus pensamientos, pero con Noah era algo mucho más profundo. Como si pudiera entrar directamente en su corazón despertando una serie de emociones que no estaba acostumbrada a sentir y no entendía, haciendo que sus ojos se llenaran de lágrimas.

Su mente se negaba a ceder a su sorprendente aparición, por lo que continuó andando con paso firme.

–Está bien, si así es como tiene que ser, respetaré tus deseos por el momento. –Dio un par de zancadas para ponerse a su altura–. Pero quiero que sepas que no pienso rendirme hasta saber qué está sucediendo y si estás bien.

Deseó que la dejara en paz, pero pensó que el silencio era la opción más segura y, obstinadamente, continuó caminando a ritmo uniforme.

Pareció relajarse levemente cuando él cambió de tema. Le habló de su visita a la familia antes del torneo, de los días pasados en El Questro, al oeste de Australia, con su numerosa familia, explorando los fabulosos lugares solo conocidos por los lugareños y a los que no acudían los turistas. Incluso se atrevió a decirle que le gustaría llevarla allí algún día –cuando estuviera preparada–, para que conociera a su abuela a la que adoraba. Mientras no desviara la conversación a Stephan, la charla fluía fácilmente entre ellos.

Noah no hizo ningún intento por ocultar el hecho de que nunca había conocido a nadie como ella. Sorprendentemente, esa afirmación la tranquilizó, llegando a admitir que los días pasados juntos en Londres serían siempre un recuerdo muy especial. Era la primera vez, desde que conoció a Stephan, en la que él no consumía sus pensamientos, y sintió como se liberaba de la tensión que, sin ser consciente de ello, había ido acumulando. Él le preguntó por su baile y ella le habló de la lesión de su tobillo, de cómo ahora estaba en mejores condiciones físicas que nunca y, sin embargo, echaba de menos seguir actuando.

–Hemos llegado –indicó, cuando alcanzaron la pasarela peatonal.

–Está visto que siempre acabamos en una encrucijada.

–¡O en un lado del mundo y el otro! –Ambos se rieron.

–Me alegra volver a oírte reír, Elle. Te veo mucho más seria últimamente, más intensa.

Consideró el comentario un momento y no pudo negar que estar alrededor de Stephan la llenaba de una energía nerviosa, siempre tratando de anticipar su siguiente movimiento. Tal y como había constatado la noche de la exposición en que fue momificada, todo resultaba mucho más intenso que cuando estaba con el Royal Ballet, sobre todo desde una perspectiva psicológica. Sin embargo, charlar con Noah producía en ella un efecto totalmente contrario; se sentía ligera, despreocupada, joven.

–Aún sigues tan pura como siempre.

Se acercó para darle un leve puñetazo en el brazo, sabiendo que estaba tomándole el pelo, y él atrapó su muñeca a medio camino.

–Te he echado de menos. –Le levantó la barbilla con los dedos para poderse mirar nuevamente el uno al otro, sin soltar su mano.

–Igual que yo. Pero nunca tuvimos la oportunidad de empezar algo.

–¿Algún día?

–¿Quién sabe? Tal vez. –Retiró la mano de la suya–. Pero no durante algún tiempo.

–¿Sabes que hablaba en serio respecto a lo que te dije cuando nos conocimos?

–Esa tarde dijiste muchas cosas.

–Estaré ahí si necesitas que te salven.

Ella le mostró una cálida sonrisa, y se miraron de nuevo a los ojos antes de despedirse con un cariñoso abrazo.

–No hay nada de lo que preocuparte, Noah. Lo prometo.

Súbitamente el gesto de él cambió, como si algo se hubiera conectado en su cerebro.

–Todo esto tiene que ver con lo del Número Uno, ¿no es cierto?

–Noah... –empezó.

–Debes saber la reputación que él tiene, Elle...

–Por favor, no sigas... Soy feliz. No puedo negar que nuestra relación es intensa, pero no la cambiaría, sinceramente.

–Está bien, está bien. –Levantó las manos al aire en un gesto de rendición, aún preocupado pero aceptando sus palabras.

–Gracias.

–Solo hay una cosa que quiero hacer antes de que te vayas.

Ella miró ansiosamente alrededor, preguntándose cuánto tiempo llevarían allí.

–Solo será un minuto. Te lo prometo. –Buscó en su bolsillo y sacó un pequeño candado.

–¿Para qué sirve?

–Es para el aquí y ahora, y tal vez el futuro.

Ella le dio la vuelta y advirtió que estaba grabado.

Eloise & Noah

Para siempre

 

Trató de reprimir sus emociones y encontrar las palabras, pero no pudo, y se alegró de no tener que hacerlo cuando él suavemente le quitó el candado de las manos y lo enganchó a la barandilla del puente peatonal.

Solo entonces advirtió la enorme cantidad de candados enganchados a la barandilla del puente. Noah la contempló con adoración mientras ella leía algunos de los candados grabados con promesas y declaraciones de amor, secándose discretamente las lágrimas de los ojos.

–Ya había visto algo así en Europa, pero no sabía que también los australianos tuvieran esta costumbre... –Se detuvo y le miró a los ojos–. Noah, no sé qué decir...

–Entonces no digas nada. –La envolvió entre sus brazos y la besó suavemente en los labios. No quería obligarla a nada, pero tampoco despedirse sin hacerle saber lo profundos que eran sus sentimientos hacia ella–. Avísame cuando estés lista para ser liberada, tendré la llave esperando. –Palmeó el bolsillo del pecho donde la había guardado.

Ella se sintió conmovida por su acto, a la vez que sorprendida ante la fuerza de sus sentimientos mientras se tomaba un último momento para acariciar el candado, que ahora formaba parte permanente del puente. Su simple visión removió las profundidades de su corazón.

–Gracias... Siento que el momento sea tan malo...

–Ya nos llegará el día.

Con esas palabras, acompañadas de un guiño, la atmósfera entre ellos se aligeró: esta era una de las muchas habilidades de Noah.

–Supongo que esto es una despedida, hasta que pueda volver a acorralarte para vernos de nuevo.

Ella asintió, aunque su sonrisa no pudo ocultar la pena que asomaba en sus ojos.

La besó en ambas mejillas como había hecho en Londres y se dio la vuelta para alejarse.

–¿Noah? –le llamó. Sus ojos se encontraron mientras la gente pasaba a su alrededor–. Buena suerte en el Open.

–¡Gracias! Con un poco de suerte podrás vernos a ambos en la final. Y dile a Stephan de mi parte que ya puede dar todo lo mejor de sí para seguir siendo el Número Uno, pues ahora tengo ese puesto en mi punto de mira.

–Hmm, eso te lo dejo a ti, ¡yo no soy tan valiente!

–Ya veremos.

Sonriendo y despidiéndose con la mano, Noah se dio la vuelta para cruzar el puente con paso firme mientras ella le contemplaba con el corazón lleno pero pesaroso.

No era capaz de deducir por su tono si sus últimas palabras habían sido frívolas o solemnes, aunque sinceramente no hubiera sabido decidir qué prefería.

* * *

 

El fotógrafo que les había seguido discretamente durante todo el paseo estaba especialmente contento por haber decidido llevar su teleobjetivo esa mañana. Una decisión que sin duda sería muy bien pagada. Haber sido contratado por César para seguir cada movimiento de la chica en Melbourne ya era bastante lucrativo en sí mismo, pero después de haber visto a Nordstrom con ella la otra noche en la fiesta de los jugadores, y ahora pillarla con Levique, eso podría significar una gratificación aún mayor de la que esperaba. Era el momento perfecto para liquidar el descubierto de su cuenta bancaria después de haber gastado más de lo previsto en los regalos de Navidad de los niños. Estaba deseando volver a su estudio para imprimir las fotos y que pudieran estar sobre el escritorio de César esa noche.

Vergüenza

 

Nadia se sorprendió al descubrir que Stephan ya estaba en la suite cuando abrió la puerta. Sabía que había tardado más de lo debido en volver desde el recinto, pero no creía que hubiera sido tanto como para que llegara antes que ella.

–¿Dónde te has metido? Tenías el teléfono apagado. Los de seguridad no han podido localizarte por ninguna parte y no estabas cuando volví. ¿Ha pasado algo? ¿Te has perdido?

La bombardeó a preguntas tan pronto como entró en la suite, cerrando de un portazo tras ella e inhalando su dulce aroma mientras envolvía sus brazos posesivamente sobre su cuerpo. Estaba a la vez furioso y aliviado por su aparición, como un padre lo estaría al encontrar a su hijo extraviado.

Nadia se quedó sorprendida ante la intensidad de su reacción.

–Lo siento, señor –dijo rápidamente y con firme determinación, forzando a su mente a volver al presente, lejos de Noah y de vuelta a Stephan. Cualquier sentimiento cálido que pudiera quedarle por haber estado con Noah se evaporó rápidamente, transformándose en culpa. Se preguntó cómo se había dejado convencer para pasar tanto tiempo con él–. No pretendía preocuparle, solo dar un paseo aprovechando el día tan maravilloso.

–Y lo decidiste tú, ¿no es así?

No había duda de la tormenta que se avecinaba detrás de sus fríos ojos azules. Nadia supo que estaba en problemas.

–Sí..., bueno, yo... no pude encontrar a nadie de seguridad y no quise, bueno, sabía que no podía molestarle, ni reclamar la atención para mí... –Se sintió completamente aturdida, incapaz de articular palabra con él mirándola desde arriba, sus manos apretando dolorosamente la parte alta de su brazos.

–¿Quién toma tus decisiones, Nadia?

Sintió que la sangre abandonaba su rostro ante su error de juicio al ver como él retiraba de un manotazo la gorra de su cabeza y se apoderaba de su gruesa trenza. Tiró con fuerza de su cabello conduciéndola hasta una silla y obligándola a sentarse.

–¡Contéstame! –Su voz perforaba la habitación mientras se arrodillaba ante ella, le quitaba las zapatillas y los calcetines como si fuera una niña pequeña, y lanzaba todo ruidosamente contra la puerta.

–Usted, señor. –Su voz temblaba.

–¿Y acaso me mencionaste en algún momento que querías regresar andando después del partido?

–No, señor.

–¿O a los de seguridad?

–No, señor, no lo hice. Pensé...

–Ese es precisamente el problema, Nadia, ¿no es cierto? ¡Pensaste! Y pensaste equivocadamente. Ahora levántate y quítate la ropa.

Sintió como las lágrimas le escocían los ojos pero no supo si eran de vergüenza, miedo o arrepentimiento por haberle disgustado tanto. Sin duda eran una mezcla de los tres.

Él la miraba furioso mientras ella se deshacía de sus pantalones cortos y el polo, que cayeron al suelo dejándola toda temblorosa en ropa interior.

–¿Te he tratado mal, Nadia? –preguntó mientras la conducía al cuarto de baño.

–No, señor.

–¿Acaso no te respeto?

–Sí, señor.

–Entonces, ¿por qué muestras esa falta de respeto hacia mí?

–Lo siento, señor, no pretendía..., no sabía..., yo le respeto... –Para entonces las lágrimas rodaban por sus mejillas y sus palabras eran interrumpidas por los sollozos.

–¡Calla! No quiero escuchar tus balbucientes excusas. Entra en la bañera.

Nadia era consciente de que no le había ordenado quitarse la ropa interior, pero no se atrevió a decir nada dadas las circunstancias. Se introdujo vacilante en el agua tibia, manteniendo los ojos bajos y resistiendo la urgencia de hacer cualquier cosa que él no le pidiera.

–Tiéndete y echa la cabeza hacia atrás.

Deshizo bruscamente su trenza y tiró de su cabello hacia el agua, asegurándose de que estuviera húmedo antes de llenar sus palmas con champú. Frotó su cabeza con fuerza y le lavó el cabello antes de abrir el grifo de agua fría y aclararle la espuma mientras ella tiritaba.

–Es una pena que no estuvieras aquí cuando el agua estaba caliente; sin duda hubiera sido una experiencia mucho más placentera para ambos.

Alcanzó el suavizante para continuar el proceso, pero esta vez sus dedos masajearon la cabeza lenta y metódicamente, sus emociones aplacándose desde una rabia furiosa a una ira contenida.

El silencio entre ellos se hizo más profundo, ambos perdidos en sus propios pensamientos. Nadia profundamente arrepentida por el mal rato que había hecho pasar a Stephan, sabiendo lo importante que era el Open para él. Aunque le había encantado pasar esos minutos con Noah, sabía que algo así podría ocurrir, presintiendo el riesgo que corría desde el momento en que accedió a verle. Unas lágrimas silenciosas continuaron deslizándose por su rostro, seguidas de un suspiro cuando los dedos que la masajeaban adoptaron un ritmo más sensual. Lo último que quería era disgustarle y, muy a su pesar, eso era exactamente lo que había conseguido.

Stephan, por otro lado, se había quedado sorprendido ante su propia respuesta, preocupado por no saber dónde podía estar ella en aquel momento; la profundidad de su agresividad le había impresionado vivamente, solo para ser reemplazada por una confusa sensación de alivio cuando ella entró por la puerta. Estaba acostumbrado a tener el mundo girando a su alrededor, y no lo contrario, y se vio obligado a considerar si no estaba volviéndose demasiado dependiente por tener a Nadia a su disposición. Cuando descubrió que ella no le estaba esperando en la suite, la adrenalina se disparó por su cuerpo a la misma velocidad que si estuviera sirviendo para ganar un partido. Hacía mucho tiempo que había conseguido dominar sus emociones en el juego; eso era de esperar. Pero esto... no terminaba de comprenderlo.

Obligándose a apartar de su mente esa emoción desconocida, tuvo que admitir que cuando se trataba de un aspecto de su relación, al menos lo tenía muy claro. Dado su acuerdo y su consentida sumisión, era su deber asegurarse de que Nadia entendiera sin ninguna sombra de duda que bajo ninguna circunstancia toleraría otra desviación semejante en su conducta.

–Lamento mucho lo que he hecho, Maestro. Nunca quise disgustarle. Le prometo que no volverá a suceder.

Y con eso, sus perfectas palabras calmaron sus preocupaciones –al menos por el momento–, pues sabía por el tono y la desesperación reflejada en su rostro que su empleo del término «Maestro» había sido sincero.

–Disculpas aceptadas, Nadia. Pero aún no olvido ni perdono. Hasta ahora, no había comprendido lo importante que es para mí saber dónde estás y qué estás haciendo en todo momento. Debes saber que tu comportamiento de esta tarde ha sido inaceptable.

Esta vez abrió el agua caliente antes de aclarar con cuidado el suavizante de su pelo, por lo que ella le dio las gracias en un susurro.

La tensión entre ellos se redujo cuando la ayudó a salir del baño.

–Puedes quitarte la ropa interior.

Tímidamente se despojó de sus empapados sostén y braguita, con los ojos siempre mirando al suelo, y se los tendió a Stephan. Este los escurrió rápidamente antes de lanzarlos a la papelera, indicando claramente que no volvería a usarlos.

Luego le pasó concienzudamente la toalla por el cabello para secárselo y envolvió su tembloroso y desnudo cuerpo en un cálido y mullido albornoz. Sus musculosos brazos tiraron de ella contra su pecho, abrazándola con fuerza, mientras sus ojos se encontraban en el espejo empañado.

–Y dime, ¿disfrutaste de tu paseo?

Involuntariamente su cuerpo tembló al oír la pregunta, lo que hizo que él arqueara las cejas.

Respiró hondo para calmar su voz antes de contestarle.

–Sí, señor, el día era muy bonito y había ganado su primer partido.

–Es verdad, y muy contundentemente por cierto. ¿Y las estadísticas?

–Dieciséis saques directos, señor.

–Al menos has hecho algo bien hoy.

–He estado totalmente concentrada en usted, tal y como me pidió. Pero ¿señor?

–¿Sí?

–En estas circunstancias, sabiendo la angustia que le he causado, aceptaría voluntariamente su castigo si lo cree necesario.

Nadia confiaba en que eso le apaciguara, sintiéndose más que intrigada por saber cuál sería su respuesta.

–Me alegra oírtelo decir. Según mi experiencia, un castigo apropiado siempre asegura que la lección sea bien aprendida. Y recordada.

–¡Oh! –fue todo lo que consiguió responder. No estaba muy segura de qué respuesta esperaba, pero desde luego no era esa.

–Y ahora que has sacado el tema, tal vez debamos ponernos con ello inmediatamente. Sígueme.

Stephan irrumpió en el dormitorio y abrió las puertas del armario.

–Tengo diez cinturones colgados ahí dentro. Elige uno.

Nadia miró el interior del armario y de vuelta a los ojos de Stephan. No había humor en ellos, ni tampoco diversión. Simplemente esperaba su respuesta.

Desconocía qué cinturón le haría más o menos daño, ni siquiera si Stephan quería azotarla con él, aunque suponía que así sería. Ya había utilizado otros instrumentos como cucharas de madera, reglas, cepillos de pelo y trapos de cocina para recordarle al punto sus faltas. Incluso había disfrutado con las paletadas que recibió tras jugar al ping-pong con él por primera vez. Después de ganar el partido, quiso volver a «machacarla» de nuevo, asegurándose de que sus nalgas quedaran hinchadas y sonrosadas mientras tendía su cuerpo sobre la mesa. Aunque aquello la dejó ardiente y confusa, había sido por un buen motivo.

Ahora la situación era completamente diferente y estaba segura de que esta vez no debía esperar ningún placer. Sus dedos palparon nerviosamente el duro cuero y luego el suave, hasta finalmente detenerse en los cinturones de lona. Entonces dejó caer sus manos a los costados.

–Preferiría que eligiera usted, señor.

–Muy bien. Espérame en el salón.

Dolor

 

Stephan escogió un cinturón de cuero marrón oscuro que llevaba años sin usar pero que creyó que serviría para su propósito de hoy. El tiempo lo había ablandado pero aún conservaba la rigidez suficiente para controlarlo, y le gustaba su grosor. Le haría daño y dejaría señal, pero no tanta como algunos de los otros.

Entró con paso firme en el salón, deteniéndose para mirar el reflejo de Nadia en el cristal mientras contemplaba las luces de la ciudad centelleando al otro lado del río. El crepúsculo se imponía lentamente sobre el día. Ella estaba contemplando los trenes y tranvías que distribuían a la bulliciosa multitud alrededor de una de las ciudades más animadas del mundo, mientras él le soltaba suavemente el albornoz, dejando expuesta la parte frontal de su cuerpo.

–Voy a utilizar este cinturón para azotarte desde atrás, Nadia. –Hizo una pausa para asimilar el intenso rubor de sus mejillas, sabiendo que tanto el miedo como la excitación palpitarían en sus entrañas al oír esas palabras–. «En estas circunstancias», por usar tus propias palabras, lo emplearé en un principio para castigarte y, dependiendo de cómo lo toleres, para darte placer.

Dio un paso para acercarse aún más, alzando su cara hacia él con el dedo índice y asegurándose de que sus ojos se encontraran. Pudo percibir su sorpresa y supo instintivamente que ella no esperaba ningún placer, solo dolor, puesto que se trataba de un castigo. Era una buena señal: pillarla desprevenida le daba siempre ventaja, manteniéndola en ascuas, por decirlo de alguna forma.

Retiró rápidamente la sonrisa de las comisuras de sus labios causada por la anticipación que latía en sus venas. Necesitaba mantener el control de su mente antes de que otras partes de su cuerpo le tendieran una emboscada física.

–¿Lo aceptas, Nadia?

Nadia comprendió que debía hacerlo. Esta era una prueba que no podía permitirse fallar, aunque tampoco pretendía hacerlo.

–Sí, lo acepto, señor.

Bajó suavemente el albornoz por sus brazos, dejando que cayera a sus pies. La visión de su cuerpo desnudo –recatado y sin embargo terriblemente atractivo–, con los mechones de color cobrizo oscuro cayendo en cascada sobre sus pálidos senos y el telón de fondo del horizonte de Melbourne, aseguró la erección de su miembro. Contuvo un suspiro mientras se apartaba de ella y la conducía hacia la mesa.

–Inclínate con los senos descansando sobre la mesa, sujetándote a cada lado con las manos.

Nadia siguió sus instrucciones, la fría superficie haciéndola temblar, sus pezones endureciéndose contra el cristal mientras aplastaba su cuerpo y ladeaba la cara hacia las vistas.

–Ahora, separa las piernas. Necesito acceso a tus muslos así como a tu trasero.

Sus precisas instrucciones indicaban que esta no iba a ser una desenfadada e improvisada sesión. En la mente de Nadia no había la menor duda de que estaba a punto de aprender una lección al más puro estilo de Stephan.

El miedo a lo desconocido constreñía su garganta, e incluso mientras separaba las piernas pudo sentir el calor entre ellas, el frío del aire acondicionado acariciando sus muslos. Todo su ser parecía lleno de contradicciones: calor y frío, temor y excitación, anhelo de dolor y placer. No desear algo y quererlo. En cualquier caso sabía que ya no podía echarse atrás, y en lo más profundo de su inconsciente se decía que ese castigo, de alguna forma, le haría bien, purificándola de su honda conexión con Noah, o eso esperaba.

Stephan deslizó lánguidamente su palma sobre la piel de sus sedosas nalgas de alabastro, deteniéndose en la parte interior de sus muslos y, en última instancia, estimulándola sutilmente para abrirlos un poco más.

–Así está mejor. Perfecto.

Al oír sus palabras y sentir su roce, la respiración de Nadia se aceleró. Lo único en lo que podía pensar era en que aquello significaba la calma antes de la tormenta. La profundidad de su rabia cuando la vio llegar tarde resultó evidente y, aunque él había logrado controlarla, intuía que ahora, teniendo su cuerpo desnudo delante, no contendría más sus sentimientos y los descargaría sobre su desnudo trasero, algo que contrastaba enormemente con las suaves caricias de sus dedos sobre su piel en ese preciso momento. Todo su ser se hallaba en máxima alerta, como si estuviera en mitad del escenario bajo los cegadores focos, colocada en posición y aguardando a que la música comenzara, pero sin saber qué baile debía interpretar. Su corazón latía desbocado mientras trataba de relajar los músculos lo suficiente para fundirse con la mesa sin conseguirlo. Su disciplina era la única cosa que garantizaba que su cuerpo permanecería anclado en esa posición en lugar de salir huyendo.

Consciente de cada aspiración y exhalación de él, del más mínimo movimiento o ajuste que hacía, se convenció a sí misma de estar preparada y poder con ello. Una vez más su mente se repitió que deseaba y merecía ese castigo.

Sintiendo su nerviosa energía, Stephan le apartó el pelo de la cara, dejando que se esparciera por la mesa y que sus ojos volvieran a centrarse en las vistas. Pasó suavemente las yemas de los dedos por su brazo estirado, haciendo que se estremeciera en respuesta.

–No me importaría atarte las muñecas si eso facilita que mantengas la posición. –Su rostro quedó al nivel del suyo cuando se agachó a su lado, tomándose un momento para absorber su cuerpo desde encima y debajo del cristal.

–No me moveré, señor. Acepto esto. –Aunque su voz sonó vacilante, pudo apreciar la determinación de sus palabras.

Stephan tuvo que apartar los ojos de esa increíble visión de verla tan entregada. Una visión que le transportaba a un lugar que tal vez no quisiera abandonar. De modo que se apartó de la mesa del comedor para servirse un vaso de agua helada, aunque beberlo no consiguió sofocar la palpitación de su escroto.

–Recibirás un latigazo por cada minuto que me has tenido esperando. Pretendo marcar tu piel pero no hacerla sangrar. Cada vez que te sientes durante los próximos días, recordarás tu mala conducta y lo que me hiciste sentir, y así no volverá a ocurrir. ¿Lo entiendes?

–Sí, Maestro.

Eso es todo lo que necesitaba oír.

Nadia agradeció por un momento la distracción de poder calcular cuánto habían tardado ella y Noah en recorrer el camino de vuelta, sabiendo que ese sería el máximo de tiempo que habría estado esperando. Pero su mente se detuvo en seco cuando el primer latigazo del cinturón fustigó su tierna carne. Súbitamente se vio obligada a concentrarse solamente en asumir el dolor que Stephan le estaba administrando. Dejó de ver las brillantes luces de la ciudad, sustituidas por fogonazos de luz tras sus apretados párpados. Desesperada, presionó su torso contra la mesa de cristal, las manos aferradas a los bordes para poder absorber el impacto y evitar apartarse antes de recibir el siguiente latigazo, que era exactamente lo que cada músculo de su cuerpo le pedía hacer.

Su mente se concentró por entero en aceptar cada uno de los azotes diestramente aplicados con el cinturón. Le sorprendió que el cristal de la mesa no se hiciera añicos con la presión. Era endemoniadamente doloroso, pero podía hacerlo, debía hacerlo. Había sufrido dolores peores, aunque en circunstancias totalmente diferentes. Si al menos le hubiera permitido atarle las manos, podría haber sido un poco más llevadero.

Un nuevo azote y luego otro nublaron su mente, haciéndole romper su silencio con un gemido que casi perforó sus tímpanos.

Cuando ya no pudo contener los aullidos guturales provocados por el incesante castigo, Stephan hizo una breve pausa para introducir el cinturón del albornoz en su boca, mientras acariciaba cariñosamente su mejilla humedecida por las lágrimas.

–Ahora nadie podrá oírte, Nadia, ya puedes liberarte y gritar tan fuerte como necesites. Aún no he acabado contigo.

Descargar su rabia y decepción sobre el cuerpo de ella estaba demostrando ser un potente afrodisíaco, su erección aumentaba aún más con cada golpe, mientras se dejaba llevar por el poder que ejercía sobre ella. Solo cuando advirtió que el postrado cuerpo se sacudía de dolor, se obligó a parar, no queriendo ir demasiado lejos, demasiado rápido. Por un momento se sintió arrepentido ante la perversa alegría experimentada al ver la blanca piel de Nadia reaccionando a su cinturón y mostrando una serie de abultados verdugones. Necesitaba control, rápido, de modo que aflojó el duro mordisco del cuero haciendo que cayera más suavemente sobre su piel inflamada, proporcionándole un respiro. Sistemáticamente fue bajando a sus muslos y a la parte alta de sus piernas, hasta que los afilados y cambiantes azotes llegaron justo por encima de las corvas.

Nadia comprendió en ese momento que él podría estar ejerciendo más fuerza de la que le infligía, y trató de adaptarse al dolor y a su ritmo. Aquello era bastante más soportable. Permitió que sus ahogados gritos escaparan desde lo más hondo de su ser, sabiendo que cada nuevo golpe alejaba a Noah más y más lejos, haciendo que su influencia sobre ella retrocediera hasta un minúsculo rincón de su mente y su corazón.

Para su asombro, descubrió que el dolor físico era oscuramente catártico. Ni una sola vez se le ocurrió pedir a Stephan que parara, ni tampoco soltarse de la mesa, decidida como estaba a mostrarle su profundo arrepentimiento por haberle preocupado. Tal y como él había dicho, era una lección que nunca olvidaría y que tenía la firme intención de recordar.

A pesar de que ya no le quedaban gemidos que soltar, él mantuvo la mordaza en su boca. Los restos de su tensión nerviosa y su energía se evaporaron cuando él la hizo rodar sobre su flácido cuerpo para encontrarse con su mirada libidinosa. Ella soltó un quejido cuando sus escaldadas posaderas y sus muslos rozaron el gélido cristal de la mesa, aunque, una vez que se acostumbró a la sensación, la ayudó a calmar el agudo dolor de sus hinchados moratones.

–Gracias por aceptar mi castigo, Nadia. Nunca dejarás de asombrarme. –Su susurro seduciendo su oído mientras le colocaba cuidadosamente las manos por encima de la cabeza sosteniendo sus muñecas juntas.

Cuando ella consiguió enfocar su mirada, distinguió horrorizada la hebilla del cinturón cerniéndose sobre sus pechos. Una sucesión de rápidos y ligeros golpes en sus pezones volvieron a poner en marcha su agotado cuerpo, el latigazo directo de placer conectando con el súbito hormigueo de su vientre. Antes de que pudiera ordenar sus pensamientos, los correazos aterrizaron directamente en su clítoris y, después de unos segundos, se encontró gritando aún más fuerte por el fiero placer que le estaba infligiendo, aún más intenso que el dolor.

Exhausta. Rota. Totalmente suya.

Sin mediar palabra, Stephan la llevó a la cama como habría hecho con una muñeca de trapo. Insistió en que bebiera un poco de agua y no tardó en ponerse a masajear suavemente con un poco de refrescante ungüento sus atormentados muslos y nalgas. Tapó su exhausto cuerpo con las sábanas, sabiendo que necesitaba calor y descanso antes de recuperar totalmente la consciencia. Esa noche llamaría al servicio de habitaciones para que les subieran la cena; no había necesidad de salir a ninguna parte.

Desesperado como estaba por masturbarse y así liberar la presión que estaba a punto de estallar, sabía que debía controlar su urgente necesidad y volcar esa crispación en los partidos que le quedaban por delante. De modo que en su lugar encendió la cinta de correr al máximo de velocidad confiando en que el ejercicio y una ducha fría le proporcionaran la distracción necesaria, sofocando de paso la reprimida energía que le hacía rehén de sus necesidades sexuales.

Esa noche había roto una barrera, llevando los límites de su relación a un nuevo nivel, y Nadia había superado con creces el desafío. Utilizar el cinturón contra su sensible piel de alabastro y ver aparecer las marcas que le infligía provocaron una excitación en Stephan que le había cogido por sorpresa. Nunca en su vida se había sentido así, y no porque no tuviera un buen cúmulo de experiencias en ese sentido.

Cuanto más obsequiosa se volvía ella, más la reclamaba él en todos los sentidos. El problema era que nunca había conocido a nadie capaz de someterse al dolor tanto como él disfrutaba infligiéndolo, y eso que solía saborearlo al máximo, más con Nadia que con cualquiera. La mayoría de las veces había conseguido contener esas urgencias en la pista, de acuerdo con unas reglas y directrices específicas. Infligir dolor a sus adversarios era lo que le hacía competitivo. Sin embargo, la experiencia de suministrar ese orquestado dolor a Nadia superaba todas sus fantasías, provocándole un subidón sexual que nunca se hubiera atrevido a soñar.

Hasta esa noche.

Por primera vez, Stephan había dado rienda suelta a las oscuras y peligrosas semillas de su deseo; semillas que hasta ese momento habían estado profundamente enterradas en su psique sin que les permitiera ver la luz del día.

Domada

 

Durante los primeros diez días del Abierto de Australia, Nadia se vio inundada de flores, perfumes, baños relajantes, masajes y tratamientos faciales para mantenerla centrada y ocupada mientras Stephan continuaba su impresionante progresión hacia la final. Él estaba tan complacido por su comportamiento desde que cometió su falta, que incluso le había regalado un par de exclusivos pendientes de aguamarina con pequeños diamantes incrustados, para reflejar el brillo y el color de sus ojos. No solo Nadia empezaba a sentirse cautivada por el mundo creado para ella con sus regalos materiales, sino que también se volvió más dependiente que nunca de la liberación física que él le proporcionaba. Una de las distracciones favoritas de Stephan después de cumplir con sus compromisos laborales tras cada encuentro –entrevistas, masaje, charla con el entrenador y con el representante, etc.– era relajarse jugando con su cuerpo. En definitiva, ella se convirtió en el hobby que nunca había tenido.

Desde la primera vez que estuvieron juntos en las Islas Caimán, cuando la ató a la cama durante toda la tarde, empezó a obsesionarse con la reacción de su cuerpo ante cada cosa que le hacía. Encadenarla en distintas posiciones entretenía su mente cuando quería desconectarse del tenis, y esa necesidad de distracción estaba siempre presente durante el torneo. Descubrió que ver su piel cambiar del tono alabastro a un candoroso rosa cuando utilizaba una fusta o un cinturón sobre sus pechos, estómago, nalgas y muslos le excitaba lo suficiente para permitirle abstenerse de la liberación sexual, que debería esperar hasta que el trofeo fuera suyo. De modo que de esa forma su placer era desviado al infligirle dolor a Nadia, usando la fuerza suficiente para asegurar que las señales de su «castigo» fueran un recuerdo constante. Y si ella le satisfacía adecuadamente, eso derivaba en su eventual placer. En su mente no había duda de que ella disfrutaba de ese juego del ratón y el gato tanto como él.

En consecuencia, cuando Nadia se sentaba en la tribuna ansiosa por ver a su Maestro en la pista, podía sentir anticipadamente la tensión de su cuerpo ante cada saque directo que servía, lo que la obligaba a cruzar las piernas y ahogar los gemidos con la mano en cada uno de los partidos que jugaba. Él la había adiestrado bien.

Y luego, cuando Stephan regresaba a la suite, le esperaba agradecida sin saber nunca qué tendría reservado para ella. Descubrió que su cuerpo se tensaba ante la simple visión de un instrumento en su mano, preguntándose qué iría a hacer con él. A menudo sentía la necesidad urgente de liberarse, y si le era denegada, su cuerpo anhelaba el siguiente orgasmo como una drogadicta ansiaba su próximo chute.

Así que cuando Stephan no regresó en un espacio de tiempo razonable tras ganar su cuarto partido, ella se sintió como una rata enjaulada. No le había pedido permiso para salir y por lo tanto no había organizado nada con Garry y el equipo de seguridad; lo último que quería era sufrir la ira de Stephan si no estaba allí cuando él finalmente regresara.

Se sentía intensamente frustrada ante la prohibición de masturbarse en su ausencia, y casi ansiaba poder atarse sus propias manos para asegurarse de cumplir esa promesa. Llamó distraídamente al servicio de habitaciones, pero dejó la comida intacta, vio programas de televisión que no le interesaban, se dio un baño que solo le sirvió para acentuar su ansiedad, se subió a la cinta de correr para agotar sus urgencias, e incluso puso la música a todo volumen y bailó alrededor del enorme salón ataviada con su lencería color lila. Pero ni siquiera así dejó de notar la punzante urgencia en su vientre, exigiendo estallar.

Fue entonces cuando escuchó su móvil vibrar sobre la mesita de café. Creyendo que era Stephan, lo cogió para encontrar un nuevo mensaje de Noah. La culpa inundó su mente y su corazón mientras ignoraba una vez más sus súplicas de volverse a ver. Puso la música aún más alta, dejando que su cuerpo tomara el control, bailando con una forzada libertad que nunca se había permitido.

Cuando Stephan finalmente entró por la puerta, se abalanzó sobre él, echándole los brazos al cuello, y se hincó de rodillas, bajándole la cremallera de los pantalones como si su vida dependiera de ello.

–¡Uf! Espera. ¿Qué estás haciendo? –Sus manos inmediatamente atraparon sus muñecas, impidiéndole que fuera más lejos.

–No puedo soportarlo ni un minuto más. ¡Por favor, déjeme tocarle! ¡Le necesito!

–Ya conoces las reglas, picaruela. Aún no. –La apartó con brusquedad mientras se acercaba a la mesa del comedor para inspeccionar la fría comida sin tocar bajo la campana de acero que cubría el plato–. ¿No has comido nada? –preguntó–. Es tarde, ya deberías haber cenado, conmigo o sin mí.

Se acercó al teléfono y pidió comida para los dos. Nada de lo que él estaba pidiendo figuraba en el menú, pero así era la vida con Stephan.

–Ven conmigo, nos daremos una ducha rápida antes de que suban la cena.

Ella no tenía intención de desaprovechar la oportunidad de estar desnuda bajo la ducha con Stephan, a pesar de que ya se había bañado, así que se apresuró a seguirle hasta el cuarto de baño, quitándose rápidamente el sostén y las braguitas.

–Esta noche se te ve muy descarada. ¿Qué te pasa?

Las manos busconas de Nadia se ganaron un buen número de palmetazos en su húmedo trasero. Ella no quería suplicar, pero lo haría si no le quedaba más remedio; había alcanzado un punto de no retorno, frotándose y deslizándose contra el dios del tenis mundial. Ya no podía aguantar más.

–Por favor, señor, necesito liberarme. He tratado de esperar y seguir sus reglas...

Él la interrumpió.

–¿Acaso te has corrido mientras yo no estaba, Nadia?

–No, señor, llevo horas intentando distraerme.

Él giró su cara para comprobar si estaba diciéndole la verdad. Satisfecho, le agarró las manos a la espalda.

–¿Quién decide cuándo puedes correrte, Nadia?

–Usted, señor.

–¿Nadie más?

–Nunca.

–¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez?

–Esta mañana.

–¿Y de verdad ya no puedes esperar más?

–No, señor, preferiría no esperar ni un segundo más.

–Entonces tendrá que ser algo rápido; nuestra comida está a punto de llegar.

Y tras decirlo, le introdujo los dedos directamente en la entrepierna y apenas tuvo tiempo de frotar su clítoris un par de veces antes de que estallara con toda su fuerza, rápida e insatisfactoriamente.

–En el futuro, no te molestes en pedírmelo.

Ella dejó escapar un gruñido de frustración mientras él se aclaraba la espuma del cuerpo. A continuación cogió una toalla para secarla y se pusieron los albornoces justo a tiempo para la llegada de la cena.

Stephan no tenía ninguna intención de dormir sin Nadia a su lado, pero cada vez se le hacía más difícil mantener su abstinencia con ella buscando todo el tiempo su cuerpo. Y esa noche se la veía más exaltada que nunca, como una gata en celo. Sabía que había sido duro con ella en la ducha, pero se lo había merecido y, además, era él quien debía mantener el control.

–Nadia, esto debe terminar. Sabes que necesito continuar célibe hasta el final del torneo, y no me estás ayudando.

–¡Está claro que va a ganar! Por favor, solo una vez, necesito sentirlo dentro de mí, ¡ha pasado tanto tiempo!

–¿Cómo puedes quejarte? ¡Te doy placer varias veces al día!

–Lo sé, y no pretendo quejarme, señor. Pero ni siquiera me deja tocar su cuerpo. ¡Me muero por hacerlo! ¡Le añoro!

Sonaba desesperada incluso para sí misma. Ciertamente estaba siendo total e intensamente «servida» diariamente, pero hacía más de diez días que no sentía su pene dentro de ella. Incluso cuando respondía a sus abrazos se veía obligada a mantener las manos apartadas.

–Debes comprender que en el momento en que te permita tocarme, no querré que pares. Mientras no lo haga, sé que tendré la disciplina para ganar.

–Suena totalmente supersticioso. Es ridículo.

–¿Acabas de llamarme ridículo?

Nadia murmuró algo contra la almohada.

Él tenía que mantener el orden. Levantándose de la cama, se acercó al vestidor y regresó con una bolsa. Había querido evitarlo, pero ella no le había dejado elección. Ya era bastante difícil dormir a su lado cuando se ponía un sensual salto de cama y todavía peor cuando estaba desnuda. La final se acercaba y no podía permitirse distracciones, y mucho menos de Nadia, especialmente cuando estaba siendo tan deliberadamente desobediente.

–Ponte esto.

Sacó un mono de rayas blanco y negro y lo lanzó en su dirección.

–¿Ahora? ¿Por qué?

–Para que me parezcas menos atractiva.