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El día más fácil fue ayer. Hacía horas que Nora había llegado a la casa de Pedralbes. Quería evitar cualquier error. Ya se lo había dicho a Yuri: este será el último cliente. Me voy a Londres. Hace unos días descubrí que a mi marido le habían crecido los pies. Ahora ya no tenía un cuarenta y seis, tenía un cuarenta y siete. Nos hacemos viejos, nos encogemos y nos crecen los pies. ¿Por eso te vas?, le preguntó el ruso. Se estaba poniendo un vestido de látex negro ceñido en una estancia pequeña toda de madera que tenía una de las pocas ventanas exteriores del prostíbulo y una mirilla para controlar la llegada del cliente y comprobar si seguía las instrucciones acordadas. Abrió la ventana y respiró. Se sentía bien. Hacía mucho que había dejado de oler plástico de neumático y hoy era un día especial. Se fijó en que en el edificio de enfrente había dos terrazas simétricas y dos personas haciendo exactamente lo mismo bajo el sol del mediodía. Nora las miraba y se iba poniendo cosas: ahora una cinta negra de terciopelo que se le ajustaba al cuello. Mientras el hombre replantaba, la mujer quitaba hojas. Los observaba y había comenzado a tocarse, siempre que se vestía de puta se tocaba, le excitaba igual vestirse que desvestirse, era un ritual. Los olores. Quizá el cliente ya había llegado.

Todavía no miraba, no quería, aguantaría un rato el misterio. Seguía con los vecinos jardineros. La mujer estaba sacando mierda: podando hojas y ramas muertas, recogiendo restos y poniéndolo todo dentro de unas bolsas de plástico negras. Él replantaba un manzano. La frase de los Navy Seals se repetía continuamente en el cerebro de Nora: el día más fácil fue ayer. Ahora ya se había puesto una media, el tacto de las medias al subir por la pierna también le excitaba. Un tanga negro del que colgaban unas piedras preciosas. Se había comprado un perfume nuevo. Necesitaba un olor nuevo que nadie relacionase con ella. Al tiempo que iba haciendo todo esto, se miraba el sexo y pensaba en la serie de su infancia Kung Fu, en aquel maestro shaolín, el monasterio del bosque joven y sus flashkbacks. El mundo de las artes marciales a través del budismo llegaba a actos extremos: caminaban sobre el agua. Muy pronto, muy al principio de su existencia consciente, Nora creía que Jesucristo era un monje budista que había aparecido por allí de manera inesperada. Una vez compartió esta reflexión con el abuelo y él no lo desmintió. Así que Jesucristo era eso y ellos eran los únicos que lo sabían.

Había dejado una nota sobre la cama del cliente donde le pedía que se tapase los ojos con una venda negra, que se tumbase en la cama con los brazos en cruz y que esperase. Ella no hablaría ni tampoco la podría ver. Él tenía que dejarse hacer. Por la mirilla comprobó que el hombre ya había llegado, el último cliente, la última vez; obedecía sus instrucciones al pie de la letra. Nunca más volvería a hacer de puta. Era atractivo, de unos cincuenta años bien llevados, vestido elegantemente, aunque se le veía alicaído. Muchos clientes estaban tristes cuando llegaban. Aquel sería el último y también fue el primero, Nora lo conocía bien, a pesar de que hacía tiempo que había dejado de mirarlo: cuando deje de intentar averiguar qué tesoros esconden los silencios de mi marido, tendremos un problema. El cliente de hoy era su marido. Desde el día que lo pilló en la habitación de al lado con aquella tiarrona que hacía con él lo que quería, la puta a la que habían espiado ella y María, había estado programando el momento. Este será el último cliente, le había dicho al ruso. Hoy, por primera vez en mucho tiempo, se volverían a desear como hacía años que no lo hacían, como mínimo él. El deseo de los desconocidos.

A Nora no le molestaba que su marido fuese de putas, lo que lamentaba era no haberlo descubierto antes. ¿Cómo sería hacerlo como puta con su marido? Habían jugado a fantasías en las que ella era una puta, pero lo de ahora era una realidad, aquel hombre había pagado dinero por lo que iban a hacer, y a ella le excitaba. El dinero la convertía a ella en puta y a él en cliente. ¿Sería mejor que hacerlo como marido y mujer? Nora entendía que su marido fuese de putas. Incluso pensaba que ella en su lugar también habría ido. Lo que no sabía, sin embargo, era si Roberto la perdonaría algún día a ella cuando descubriese que hacía de puta de lujo. Lo vio por la mirilla. Estaba allí, quieto. ¿Qué debía de estar pensando? Siempre había sido bueno siguiendo instrucciones, un hombre obediente. Será un buen marido y te protegerá, le había dicho el abuelo. ¿Protegerla de qué?

No es fácil hacerlo como puta con tu marido de hace más de veinte años y que él no te reconozca, aunque lleve los ojos tapados. No es fácil hacerlo con el hombre con el que has estado follando toda la vida y que no se dé cuenta de que eres la misma; que aquella puta por la que ahora está pagando es también su mujer. Nora había pensado mucho en ello: en qué significa la identidad, en quiénes somos. En cómo reconocemos los cuerpos que amamos. Las proporciones, nuestros cerebros componen una imagen mental de las cosas para poder reconocerlas, se decía repetidamente. ¿Cómo haré para que no me reconozca de entrada? Todos tenemos una forma de movernos, de acercarnos. Yo también. Había estado ensayando otra forma de caminar, de mover el cuerpo, las manos. Otro ritmo. Incluso intentaba cambiar la respiración. Practicaba formas de hacerlo más aceleradas. Respiraciones más cortas. ¿Cómo sabemos quién es quién? ¿Cómo nos reconocemos si tenemos los ojos tapados? Por el olor. El perfume nuevo. La leyenda del impostor. El hombre y la mujer de las terrazas se habían sentado a la vez, cansados. El manzano ya estaba plantado en una maceta más grande, había penetrado la nueva tierra, y la mujer miraba satisfecha las bolsas de plástico llenas de restos y hojas muertas.

Cuando hace años que abrazas un cuerpo, sabes perfectamente la posición de tus manos al hacerlo. No de una manera consciente. La mayor parte de todo lo que hacemos con los seres queridos no pasa por el consciente. Sus manos recorrían un cuerpo sorprendentemente conocido, pero aún por descubrir. Seguro que Roberto notaría algo extraño, algo demasiado semejante a todo, pero su tarea era llevarlo a tal nivel de excitación que le hiciese olvidar por un momento que aquella puta se parecía demasiado a la mujer a la que mejor conocía del mundo: la suya. Roberto y aquel manzano eran un todo.

También había pensado a un nivel más profundo en lo de cómo nos reconocemos: todos somos seres que cambiamos, rodeados por un mundo que también cambia, y aun así cada día reconstruimos la realidad. Cada mañana nos miramos en el espejo y decidimos quiénes somos. A ella desde pequeña eso le parecía milagroso, el gran milagro de la existencia constante. Se miraba e intentaba ser ella misma sin olvidar su papel. Seguimos un proceso diario de fijar cosas. Con la distancia y los años había llegado a la conclusión de que hacerse mayor era conseguir mantenerse en el hoy y en la estabilidad. Una lucha diaria de fijar cosas porque la inercia es la deriva, si no la contrarrestas te lleva irremediablemente al hecho de que todo sea mutable. Aquellos dos tipos, hombre y mujer, caminaban por sus terrazas respectivas, daban vueltas siguiendo un mismo ritmo, parecían formar parte de una coreografía estudiada, y observaban los frutos de su trabajo. Ella acarició las hojas de la hiedra durante unos instantes; a Nora, que acababa de calzarse los tacones de aguja, aquellos segundos le parecieron eternos. Cuando se subía a los tacones se sentía como un flamenco. Las piernas se movían inseguras y la posición en la que le quedaba el cuerpo le presionaba el sexo de una manera que le multiplicaba las ganas de disfrutar de él. Los tacones de aguja y los tangas con colgantes o perlas excitaban a Roberto. A ella también. Le gustaba jugar con las perlas y su cuerpo. Él, el vecino de la terraza, se abrazaba al manzano y respiraba. Aquel arbolito acababa de ser trasplantado a otro sitio y no se había dado cuenta de nada. No tenía ni idea de lo que estaba pasando a su alrededor.

Estamos llenos de información que nuestro cuerpo tiene asumida y no somos conscientes de ello. Nora ya hacía tiempo que cavilaba cómo ingeniárselas para que Roberto no la reconociese. Que encontrase coincidencias, sí, claro, qué menos, pero que lograse que fuesen eso, solamente coincidencias; que pensase que tan solo eran casualidades, que la vida está llena de casualidades como sentir que la puta cara de hoy es la más parecida a tu mujer con la que has estado nunca. Durante aquel mes eterno en el que lo preparó todo, más allá del hecho de hacer de puta, ya hacía mucho tiempo que se había dado cuenta de que era una excusa para encontrarse, una nueva puerta de Alicia... Más allá de todo eso, había descubierto que era una gran actriz. Todo aquello era una apuesta consigo misma: hacerlo con su marido y que él no la reconociese hasta el final. Echar el polvo de sus vidas y que él se muriese por saber quién era ella. Nora era un camaleón. Todo lo que había sido fijado, sus cimientos, ya hacía tiempo que se había dado cuenta de que podía ser mutable y que no pasaba nada. De hecho, sí que pasaba, lo que había descubierto le gustaba. Ella en este nuevo mundo se sentía bien. Por eso seguía en él: un universo donde todo era posible. Pero, claro, donde todo es posible nada es seguro desde el punto de vista emocional. Había descubierto que no tenía miedo a la inseguridad.

La mujer y el hombre de las terrazas acababan de entrar y ambos habían corrido las puertas de cristal al mismo tiempo. Cerrado. Encarcelados dentro, cada uno en su casa después de replantar un manzano y recoger restos. Misión cumplida. Nora acababa de pincharse la palma de la mano izquierda con el tacón de aguja del zapato derecho y miraba aquellos ventanales. Se había hecho una marca. Las terrazas ahora vacías no le parecían las mismas de antes. Se levantó, se recorrió el cuerpo entero con las manos —el vestido de látex; se acarició los pechos— y cerró la ventana. Había llegado el momento de comenzar la función. Caminaba por el pasillo que la llevaba hasta él. Ya estás aquí, oyó que decía. Ella siguió avanzando en silencio y no dejaba de ver el manzano replantado. Jardinería. Me han dicho que eres muy guarra, ¿por eso tardas tanto? ¿Es parte del juego? La mujer saca mierda, el hombre replanta y abona. Nora, sin decir nada, se había acercado a Roberto y lo estaba desnudando lentamente. No dejaba aún que él la tocase; a pesar de los intentos que hacía el hombre de acariciarla, ella se lo impedía con los movimientos. Él exclamó: tienes la piel suave, ¡quiero recorrer todo tu cuerpo con mis manos! Para abrirle los pantalones le había puesto el tanga sobre la boca, aquellas perlas le caían en los labios y Nora no permitía que las mordiese, cuando parecía que lo conseguía ella se apartaba. Para indicarle que no podía moverse le acababa de clavar un tacón de aguja en el hombro derecho. Roberto sufría de placer, de deseo insatisfecho, gemía, mientras ella controlaba la situación. De repente se paró en seco, él.

Seguía desnudándolo, pero él había frenado claramente la excitación. Nora se dio cuenta de que pasaba algo: estaba reconociendo que ella era ella y no podía permitirlo. Tenía que vencerlo. La ventaja de hacer de puta con tu marido de los últimos veinte años es que sabes cómo excitarlo. Volvió a ponerle el tanga de perlas en la boca, esta vez se lo encajó entero mientras le clavaba el tacón de aguja en el estómago. Roberto volvía a gemir. Aquella mujer, la puta esta, ¿cómo podía saber todo esto? ¿Cómo podía saber, sin conocerlo de nada, las cosas que a él más le excitaban? ¿Por qué su piel y su cuerpo se parecían tanto a...? No se permitía ni pensarlo, ni mencionar su nombre dentro de su cabeza. Nora hacía eso, pero al mismo tiempo cada vez que él la buscaba para besarla ella le retiraba la cara. Sabía que le excitaba.