9
Abrió la nevera. Se comió medio mango saboreando el gusto. Se daba tiempo. Luego dos tomates y vino blanco. No necesitaba más a la hora de comer. Mientras mordía miraba la pantalla de su móvil. Ahora ¿qué? ¿Llamaría? La cantidad justa de alcohol para compensar la excitación que sentía. Nadie le había roto el corazón y no lo harían ahora. Era como el abuelo, una superviviente. Nacho le había dicho que él también era un superviviente y que sabía que ambos guardaban un secreto. ¿Superviviente de qué? De nuevo en el estudio se sentó en la mesa de trabajo y comenzó a perfilar con carbón el mudo de McCullers. Aquel señor Singer en el que todos creían hallar a la única persona capaz de entenderlos. Se daba golpecitos en los dientes con el extremo del lápiz, le hacía dar vueltas y seguía picando. Volvió a escuchar aquella frase de días atrás en Londres: me llamo Paul Smith Page, pero de estos dos apellidos solo uno es de verdad. ¿Y si el taxista fuese el mudo de la novela a quien de manera sorprendente le había vuelto la voz? ¿Y si todo hubiese ocurrido por aquella frase? ¿Qué debía de quererle decir? Desde aquellas palabras todo había cambiado. Las personas que muerden los lápices son inseguras. En cambio darse golpecitos en los dientes indicaba concentración, fuerza de voluntad y determinación. Frases del abuelo que ella repetía. Desde el avión solo veía aquel reposacabezas blanco con letras rojas. Cuando estaba embarazada, las dos veces, tenía sueños de agua. ¿Por qué nadie se había dado cuenta de que estaba muerta? No quería vivir sin nadie que le pellizcase los pezones.
Sonó el móvil. Hizo una mueca de victoria: ¡sí, él también está enganchado! ¡Lo sabía! Yo no estoy enganchada, solo lo hago para... Expresión rápidamente seguida por otra neutra. Era su marido, que le decía que aquella tarde llegaría pronto, que Cloe se quedaría a dormir en casa de una amiga y que podrían tener una cena romántica. ¿Qué haría entonces si la llamaba él? Roberto, puede que tenga reunión con el editor. ¿Con el editor? ¿A la hora de cenar? Sí, ya ves, me lo ha pedido, ya sabes cómo son... pero todavía no es seguro. Le diré que no. Yo también tengo ganas de cenar contigo, a ver si me lo puedo organizar. Te quiero. Hasta luego. El te quiero lo había dicho ella y el hasta luego él. Hacía más de un año que su marido no le proponía una cena romántica. Quizá sería mejor así: cenar con su marido y dejarse de historias. ¡Y este que no llama ni dice nada! Tenía que decidir algo y hacerlo. Pero no decidía nada, estaba confusa. Cuando estás dividido en dos lo mejor es que la vida decida por ti. Sus ojos verdes estaban inexpresivos. Notaba que le hacía falta respirar, dejar el pensamiento en blanco. Tiró el móvil contra el sofá. No llama. Imbécil. Hacía demasiados años que no jugaba al juego de la seducción y no estaba acostumbrada a él. Había olvidado qué era la frustración antes y después del deseo; si es que lo había sentido alguna vez. Empezaba a pensar que ella no estaba hecha para estos juegos y que era mejor continuar con la vida de siempre.
Era un sofá rojo de seis plazas que habían comprado en París. Roberto se había enamorado de él. Ella hizo que se lo enviaran a Barcelona como regalo de cumpleaños y luego no quedaba bien en ninguna parte. Fue a parar a su estudio. No se quejaba, le gustaba, era como dormir dentro de las cortinas de un teatro clásico. Allí se había echado algunas de las mejores siestas de su vida. El móvil se veía perdido en medio de tanto rojo, parecía un ser minúsculo abandonado en una duna del desierto sin agua. Nora miraba aquel aparato de reojo. Continuaba peleándose con la ilustración del mudo. Lo imaginaba gordo, con unos tobillos de elefante, los pantalones caídos, cortos. La ropa parecía quedarle toda pequeña... Seguía dándose golpecitos en los dientes con el extremo del lápiz mientras borraba parte de lo que había dibujado... ¡A la mierda el mudo! Después de decir eso y lanzar el lápiz sobre la mesa, que rebotó y cayó al suelo, se tumbó en el sofá rojo desnuda y se tapó con una manta de lana persa. Volvió a mirar el móvil y lo metió debajo de un cojín. Patética. Veía el lápiz con la mina rota debajo del baúl. Le sacaría punta. ¿Qué le habría dicho el abuelo si la hubiese visto así? Notaba el tacto de la manta sobre el cuerpo, en posición fetal, encarada hacia la pared, con los dedos de la mano derecha hacía círculos sobre uno de los cojines rojos y con la mano izquierda se tocaba el pendiente aplastado ahora contra el sofá. Objetivo: olvidar el móvil. Cerraba los ojos y notaba sus dedos y su lengua lamiéndole la cara. Tenía una lengua ancha.
Estaba todo oscuro cuando sonó el teléfono fijo. En aquel momento soñaba que estaba en la casa de la playa delante del mar y que en el paseo había aparecido una caravana con letras de neón donde se leía ARCO IRIS. En el sueño también era de noche, pero aun así en la terraza de al lado una señora limpiaba con insistencia la barandilla y con un trapo frotaba sin parar unas bolas doradas. Se parecía a Mary Poppins y no dejaba de lustrar las bolas con un trapo blanco que se estaba quedando negro y un líquido de esos que hacen que brillen los metales. En la playa no había nadie, solo el tractor limpiador de arena y su conductora, Joana, una amiga de Nora. La saludaba y dibujaba un pez en la arena. «¡Sé tú!», gritaba. La vecina seguía limpiando las bolas doradas. Nora se sentía atraída por aquellas bolas, necesitaba tocarlas, pero no se atrevía. De las dos bolas salió un rayo de luz enorme que se prolongaba hasta las letras de neón de la caravana ARCO IRIS, y aquella Mary Poppins con bata de cuadros rojos y blancos que le llegaba por las rodillas y un pañuelo rosa en la cabeza comenzó a andar sobre el rayo luminoso. Este se había convertido en un puente inmenso entre sus terrazas y la caravana. «¿Vienes?», le preguntó la vecina alargando la mano; Nora se la cogió. Llevaba un camisón de flores corto y escotado que había sido de su madre. Mientras se acercaban a la caravana descalzas por encima de aquel puente de luz, se dio cuenta de que, aparte de las letras de neón, una pared estaba pintada con un paisaje de la selva y en medio estaba Pocahontas y un pez gigante que salía del agua, lo habían inmortalizado en el aire. No era un buen lugar para un pez. A pesar de ser de noche y soplar viento de mar, no tenía frío: los pies descalzos sobre el puente de luz le habían introducido un calor especial en el cuerpo. Antes de descolgar el teléfono ya había visto en la pantalla que era su marido.
—Nora, ¿qué? ¿Cómo lo tienes? ¿Cenamos? —Mientras Roberto le hacía aquella batería de preguntas, ella buscaba el móvil bajo los cojines para comprobar si había llamado.
—Lo tengo... bien. ¡Sí! Podemos cenar. —¡Ni rastro de Nacho! Intentaba disimular la frustración que sentía.
—Nora, ¿estás bien? ¿Al final no quedas con el editor?
—No. Le he dicho que no podía.
—¡Genial!... Llego dentro de un rato. Compraré sushi.
—No hace falta.
—Sí, sí hace falta.
—Muy bien, como quieras... Roberto, ¿en la casa de la playa la barandilla tiene bolas doradas?
—¿Qué?
—Nada, que creía que en la barandilla había bolas doradas... No me hagas caso, te espero. Prepararé una mesa con velas. —Tenía el mejor marido del mundo y ¿qué buscaba en el hombre del avión? ¿Y si todo había sido un sueño? Un hechizo del taxista. Pero entonces la tarjeta, los pendientes... ¿Y si lo había inventado ella?
Encendió el aplique del sofá y vio que eran las ocho de la tarde. ¡Y él sin llamar! Claro que ella no le había dicho quién era. ¿Y si no le aparecía? ¿Y si los números no le quedaban grabados? ¿Y si le había ocurrido algo? ¿Y si anoche, después de dejarla a ella, de camino a Sant Pol, donde vivía, tuvo un accidente? Ella nunca lo sabría. No podía soportar la idea de no verlo nunca más. Ella no existía en su mundo: si a él le pasase algo, a Nora nadie la avisaría. Todo lo que había hecho se repetía dentro de su cabeza, en aquel espacio que tenemos entre cerebro y ojos, como si hubiese quedado atrapada en un bucle infinito. El tacto de su mano, el ansia de que él la tocase. No tenerlo, no estar con él, era demasiado parecido al dolor. Si Nacho hubiese muerto, ella se convertiría en ceniza, pero su interior no quedaría vacío, siempre permanecería aquello que sentía por él y que no había experimentado nunca con nadie. Quizá aquella noche con el abuelo. ¿Se había enamorado? ¿Dónde quedaba la familia, al lado de todo esto? Roberto era un tema, pero ¿y las niñas? A la hora de cometer locuras, tener familia no era un buen compañero de viaje. La abuela también murió.