15
Antes de abrir la puerta había visto que el coche lo conducía un hombre de unos sesenta años pulcramente vestido. Todavía era atractivo. Pelo, barba y bigote canosos. La miraba de reojo. ¿Estás preparada? Sí, contestó Nora sin saber qué quería decir ni por qué lo decía. El hombre conducía en silencio mientras ella pensaba que en la vida no escogemos. No era capaz de mirarlo, no se atrevía a girar la cabeza en dirección a él, había fijado la mirada hacia delante, la había bajado porque necesitaba oler goma de neumático, pero no quería que él la viera haciendo aquello. Tenía la sensación de que el abuelo aún vivía y de que lo hacía a escondidas dentro de ella. Los últimos años con Roberto y las niñas no era libre, pero ahora, con todo aquello que empezaba a hacer, tampoco. Con la boina negra en la cabeza se sentía protegida, como si aquel señor no pudiese saber de ningún modo lo que pensaba.
Recordó la teoría del abuelo de los jarrones y las mujeres. Se la había contado el día que ella le preguntó por qué no volvía a casarse. La abuela ya hacía cinco años que había muerto. Yo ya he tenido mis jarrones. Nora, ya eres mayor y puedo decírtelo: yo nunca he sido fiel. Poco después de casarme con la abuela ya iba con otras. Lo hacía como un juego, por deseo, por necesidad, para compensar el estrés del trabajo, nunca para encontrar otro jarrón. En mi moral aquello estaba bien porque yo quería a la abuela y el resto solo era para pasar un rato: como quien va al cine, juega a tenis o hace crucigramas. Mi jarrón era la abuela, el mejor jarrón del mundo. El resto de las mujeres eran jarrones de segunda. Deja que te cuente que un jarrón, cuando ya lo has observado bien tres veces, pierde todo el interés; salvo tu jarrón, por supuesto. Con las otras mujeres yo nunca lo hacía más de tres veces. Miraba el jarrón por un lado, por otro y hasta por un tercero y ya me había cansado de él; hay pocos jarrones en el mercado que sean buenos. A la mínima que intuía que alguna de aquellas mujeres quería convertirse en mi jarrón, desaparecía sin dejar rastro. Porque yo ya tenía un jarrón. Nora tenía diecisiete años el día que el abuelo durante el postre le contestó eso. Por un lado no podía evitar sonreír pensando en lo animal que era el abuelo y en que las feministas lo habrían matado. Pero por otro le parecía que era sincero y que tenía claras sus prioridades. En aquel momento Nora añadió: ¡pero tu jarrón hace cinco años que se rompió! Tu jarrón ya no existe. Mi jarrón sigue siendo el que era. En mi vida solo habrá un jarrón y sus flores: tú, tu madre, tus hijas... El resto de jarrones y flores no son para mí, puedo mirarlos, puedo disfrutar de ellos un rato, pero no quiero más. Tener un jarrón es muy complicado y yo ya he tenido demasiadas complicaciones. Mantener una relación estrecha con una mujer es doloroso. Prefiero estar solo. Cuando Nora recordaba que nunca más podría volver a hablar con su abuelo sentía que se ahogaba. Había pocas personas sinceras como él. Algo oscuro y pequeño acababa de pasar por delante de la ventanilla, quizá fuese un pájaro. Pensaba que los pájaros eran el abuelo. Cada mañana en la terraza de casa la visitaba un carbonero común.
Se fijó en la mano del cambio de marchas, era una mano huesuda, como le gustaban a ella, y llevaba anillo de casado. Quizá era un mensajero silencioso que la llevaba hasta los brazos de él. Todo el mundo crea fantasías para vivir, le había dicho Nacho la otra noche. Ella sabía que las necesitaba, pero no tenía claro que estar en aquel coche con aquel señor cumpliera ninguna de ellas. ¿Estaría él allí donde fuesen? No había tenido un buen presentimiento, solo había subido al coche porque la conectaba con él. Había oído el grito ahogado de una gaviota y ahora conduciendo por un callejón del barrio del Poblenou el presentimiento no había mejorado. Se fijó en un niño que llevaba atada en la muñeca la cuerda de un globo amarillo e imaginó que el nudo se deshacía y el globo se le escapaba. El niño lloraba, pero el globo desaparecía en la eternidad del cielo. Ella quería ser aquel globo amarillo. Acababan de entrar en un hangar. Aquello era un almacén de material deportivo de artes marciales. Estaban rodeados de montones de tatamis.
—Sí, me dedico a eso, a distribuir este material por gimnasios y clubes de todo el Estado —le acababa de decir aquel tipo por toda explicación. Tenía la voz grave, le recordaba a Leonard Cohen.
Estaban de pie en medio de aquel mar de tatamis.
—¿Qué pinto yo aquí? —dijo Nora.
—Venga, no te hagas la inocente —le dijo él—. ¡Quítate la ropa!
Nora, con inseguridad, había empezado a desnudarse de espaldas al hombre. Había dudado unos segundos imperceptibles, pero lo estaba haciendo, se estaba desabotonando el abrigo y había dejado la boina sobre un tatami. ¿A qué juego jugaba? ¿Por qué se desnudaba en lugar de decirle que todo aquello era un error? Que ella con quien quería estar era con Nacho, que aquello solo lo hacía por él. ¿Qué hacía aquel tipo mientras ella se desnudaba? No quería mirarlo, se sentía vulnerable, no sabía por qué hacía lo que hacía, pero a la vez no podía negarlo: lo hacía. Después del abrigo se estaba desabrochando la chaqueta con la mirada fija en el tatami que tenía delante. Eran bases de tatamis de calidad, de madera de caoba, y futones de diversos grosores. Se preguntaba encima de cuál de aquellos tatamis acabarían haciéndolo. Vivía dormida y reaccionaba a impulsos.
—De vez en cuando tengo ganas de sexo. O mejor dicho, de estar con una mujer que no sea la mía. Como hoy. Entonces me ducho, me pongo ropa muy elegante, la mejor colonia que tengo y lo hago... ¡No te gires! Me gusta mirarte mientras te desnudas y que tú no me veas a mí. Eres la mujer más guapa con la que lo habré hecho nunca. —Nora no sabía si echar a correr o ponerse a llorar. Ahora ya se había quitado las medias—. ¡Estupendo! Así, vuelve a ponerte las botas. —Mientras hacía lo que aquel hombre le pedía, él prosiguió—: Luego me calmo durante unos días. Espero que te guste. Ahora te taparé los ojos y la cara entera con una tela azul. La única mujer a la que he amado murió hace demasiados años mientras lo hacíamos: se le quedó la cara azul. Yo hui porque no era mi esposa, era la de otro. A pesar de que era más mía que de nadie. Tuve miedo. La abandoné. Nunca más he podido estar con ninguna mujer que no lleve una tela azul en la cara. Tú te pareces a ella. Eres más guapa, pero compartís un tacto, cierta frialdad líquida. Cuando hayamos terminado te tumbaré encima de un tatami, te besaré los labios azules y me marcharé. Al cabo de unos minutos te vendrá a recoger un taxi para llevarte a casa. No nos veremos nunca más. Estos tatamis son lo mejor que hay para descansar el cuerpo y el alma; si luego te tumbas, lo entenderás.
Cuando dejó caer las bragas negras sintió que él la cogía por el cuello, sin llegar a ahogarla, y haciendo fuerza lateralmente con las rodillas le abría las piernas. La explicación de la mujer azul era su cuadro. ¿Por qué? Poco después sintió que el desconocido le calvaba su enorme miembro por detrás. Nora imaginaba que era Nacho. Las manos de aquel hombre le agarraron los pechos y cuando descubrió aquellos corazones que llevaba pegados los empezó a acariciar: veo que vienes preparada, ya te han avisado. Me gusta. Al cabo de un segundo se los arrancó los dos a la vez. Fue justo en aquel momento cuando el hombre se corrió. Luego todo sucedió como le había dicho. Con mucha delicadeza la tumbó sobre el tatami que tenía delante, la tapó con una manta gruesa y la besó. Mientras lo hacía, ella notó en su mejilla una lágrima húmeda que atravesaba la tela azul del ojo de aquel hombre. Siempre te busco, había dicho antes de desaparecer. Ella notaba el calor del cuerpo que acababa de irse y un escozor en los pezones.
Si haces el muerto en el mar, cuando pasa un avión por encima la visión es la de un Cristo de color blanco que vuela propulsado gracias a dos hilos que saca y que luego se convierten en uno. El Cristo corre en horizontal a gran velocidad gracias a dos líneas de gases blancos que propulsa. El Cristo avanza, siempre avanza, y los mortales que lleva dentro se sienten pájaros por un rato breve, el tiempo que dura el vuelo. Sonríen con ilusiones de un destino que buscan. Si el Cristo, por lo que sea, se cae, todo el mundo llora. Era invierno, pero se imaginó haciendo el muerto en el mar. Bañarte en el mar en pleno invierno te da otra visión de la vida. ¿Por qué pintaba cosas que después ocurrían? Nora creía en el sol. Buscaba a Nacho. ¿Dónde estaba? Cuando llegó el taxi ella ya se había vestido. El hombre del Mercedes tenía razón: aquel tatami descansaba el cuerpo y el alma.