18

Mientras preparaba la tortilla de patatas su cuerpo orquestaba todos los movimientos necesarios para hacerla bien, las manos seguían las pautas que requería una buena tortilla, pero su cabeza tan solo podía pensar en las gaviotas y en regar. La gaviota desplumada es un pollo. Puso en la sartén las patatas cortadas en dados, a Cloe le gustaban así. Bajó el fuego y, agitando la sartén enérgicamente, removió el contenido con suavidad. Lo salpimentó. No podía soportar el contacto del metal con sus labios. Cuando las patatas ya estaban fritas, crujientes como las prefería su hija pequeña, añadió cuatro huevos que había batido. Llevaba a cabo todas estas acciones sin apenas pensar, de manera mecánica. ¿Estás segura de que llegas?, le preguntó uno de los cocineros de gorro blanco y orejas verdes. Aquello era lo mismo que le habría dicho el taxista de dos apellidos: tan solo uno es de verdad. Me llamo Paul Smith Page. El pensamiento se le escapó a las construcciones de bambú: la más antigua, en Manchuria, es de hace tres mil años. Son unas construcciones que lo aguantan todo, se mueven con la tierra si hay terremotos. El abuelo le hablaba siempre de las estructuras, no de los recubrimientos. Si la estructura de bambú está bien hecha es prácticamente eterna.

Al final no voy, me quedo en casa de Pablo. ¿Quién era el tal Pablo? Nora le respondió que la tortilla de patatas estaría buena para desayunar o comer al día siguiente. Mamá, ¿por quién me has tomado? A desayunar no iré seguro, a comer quizá. Aquella niña ya hacía muchos años que montaba en bicicleta sin ruedines. Habría podido seguir pensando en el tal Pablo y en su pequeña Cloe durante horas, pero la distrajo totalmente un mensaje que le acababa de entrar. Te invito a cenar en casa. No la de Pedralbes, la de Sant Pol. ¡¿Lo había leído bien?! ¿Nacho la invitaba a cenar en su casa sin terceros? ¿Normal? Volvió a pensar en las estructuras. Seré estructura. A él le daré el recubrimiento, pero la estructura no la tocará nunca más.

Mientras conducía volvió a pensar en los cinco plátanos del paseo delante de la casa de la playa: una mañana de enero llegaron unos hombres y los podaron, podaron dos, uno muy alto y fuerte, con un tronco inmenso, y otro pequeño y joven, también fuerte, que estaba al lado. En primavera le gustaba conducir con el coche sin capota y sentir el aire en la cara. Era como bañarse en el mar en pleno diciembre. Los otros tres troncos los serraron de raíz. Los gusanos la atraían: esos cuerpos que se mueven arrastrándose. Uno de los tres troncos estaba podrido, por eso lo habían talado, pero ¿y los otros dos?

Conducía hacia el Maresme y a pesar de haber tomado la decisión de ser solo recubrimiento, se seguía sintiendo viva como hacía años que no se había sentido. ¿Qué la esperaba en Sant Pol? No podía engañarse: se moría por verlo. Llegó a una casita blanca delante del mar. Había una terraza en el primer piso y allí se encontró con una mesa puesta con mantelería de lino, velas, ostras abiertas, también erizos gratinados. Vino blanco. Él le dijo que las había preparado así rellenas para ella. Sé que te gustan. Sonrieron: ella con la boca, él con los ojos. Nora pensó en Bogart como la primera vez en el aeropuerto. Las sillas de la terraza eran de madera oscura y la mesa también. Ella se movía lentamente.

—Podríamos ir a vivir a una casa de bambú —dijo ella.

—¿Cómo?

—Hablemos del juego.

—¿Qué juego?

—Nacho, no disimules.

—Ahora no. Ahora estamos juntos. Mejor no hablar de ello.

—¿Por qué?

—Porque a veces hay cosas que vale más no saber.

—Yo las quiero saber. —Había clavado la mirada en un erizo de pinchos lilas.

—No quieres. —Él solo la miraba a ella, aquella mujer lo había enamorado.

—Las construcciones de bambú se mueven con la tierra si hay un terremoto.

Pensaba en el abuelo y en su frase: ¡sé tú! Ella no sabía por qué era como era. Seguía con la mirada clavada en el erizo: tenía los pinchos lilas. Los erizos de colores son los machos, los comestibles; los negros y de pinchos más largos son las hembras. Mientras pensaba todo esto frotaba suavemente el índice y el pulgar de la mano izquierda, ella sabía que dentro de cada uno de esos dedos tenía dos pinchos de erizo enterrados desde que era pequeña. Las hembras son venenosas. Se había clavado pinchos y su abuelo siempre se los sacaba, pero aquel día ella no quiso que se los sacara. No quiero, quiero llevarlos conmigo toda la vida, así tú también estarás siempre. Había funcionado.

Nora no podía dejar de pensar en el juego. No podía olvidar que aquel hombre la había convertido en puta y que ella lo había permitido. Pero por otro lado no tenía ganas de poner aquel tema sobre la mesa otra vez. Ahora estaban bien. Seguirían jugando, pero solamente un tiempo, pensaba Nacho. Después de la exposición lo pararía todo. Las mujeres deseaban que él las abrazase. Con Nora por primera vez era él quien quería algo. Acababa de ser consciente de que la necesitaba. Desde su madre no había necesitado a nadie. Ya no era el rey del dolor, comenzaba a sentirse rey de un reino que tan solo ellos dos conocían. Tenía miedo de perder. Pero por primera vez en la vida sentía que quería correr el riesgo.

—Hay imágenes que tienen un significado que no se puede explicar con palabras. Mi exposición te sorprenderá. Lo sé —afirmó Nora—. Cuando te quiero siempre quiere decir otra cosa es el título que le he puesto.

—¿Cuándo te quiero?

—Cuando te quiero siempre quiere decir otra cosa.

—Y ¿qué quiere decir?

—No lo sé. Tú nunca me has dicho te quiero.

—Ni tú a mí tampoco. Te quiero leer un cuento... ¡Tumbémonos un rato en el tejado!

Aquella casa blanca tenía un tejado desde donde se veían el mar y las gaviotas. Se tumbaron allí, sobre unos colchones, cogidos de la mano, desnudos bajo unas mantas, y miraron el cielo. Nora pensaba en la gaviota perro, en el agua y en la mujer enfadada con los forasteros. Sin juegos; con él se sentía bien, a gusto, era ella de una manera nueva. Pero él lo había roto. Pasaron a la biblioteca. Nacho tenía una sala llena de libros; solamente libros y una chimenea. Ella se tumbó desnuda en la chaise longue. Él le chupó el dedo gordo del pie izquierdo durante unos minutos y luego se sentó en la butaca de al lado. Le leía El viejo en el puente de Hemingway, ella lo miraba. Escuchaba aquella voz que la seducía más que ninguna otra. Nora pensó en otro viejo: hay un hombre de pelo blanco y joroba que aguarda a la entrada de una librería de barrio. ¿Qué espera? Que un día entre su enamorada. La gente lo ve sucio y loco, pero hubo una vez, hace mucho tiempo, en que una chica lo amó como nadie antes lo había hecho. Eso ocurrió hace mucho tiempo, pero él aún la espera.

—A mí me da miedo morir. Sé que después de la muerte pasan tantas cosas... —Pensaba en sus padres y en todo lo que se habían perdido. Con aquel hombre que la había traicionado se seguía sintiendo, cuando hablaban, como si lo hiciese con ella misma. Pero no quería engañarse, él la había utilizado y para ella el amor con él se había acabado. Lo sentía igual, lo deseaba igual, pero había decidido ignorarlo. A ella no le explotaría el corazón.

—A mí no me da miedo morir. Lo que me da miedo es no entender la realidad. Ver una cosa y no saber qué es. No poderla descifrar. —Le contestaba eso y le parecía estar haciendo una confesión que nunca había admitido ante nadie. Lo que a él le daba miedo de verdad era no entender el porqué de la muerte de su madre.

Aquella noche hicieron el amor como una pareja normal. Sea como sea que hacen el amor las parejas normales. No había terceros. No había tatamis ni jóvenes con granos. Se amaron. Nora se prometió que aquella sería la última vez que lo amaría. Él se dijo que aquella mujer sería la suya, que la amaría para siempre. La había soñado en sus peleas juveniles en Segovia. La miraba, dormida sobre el brazo derecho, de lado, y pensaba que por ella se había ahostiado con aquellos que no le gustaban. Se había ahostiado por ella cuando aún ni la conocía. Pero no pasaba nada, desde la muerte de su madre él tenía derecho a pelearse con cualquiera por lo que fuera. ¡Pero si aún no la conocía! ¿Y qué? Él imaginaba lo que quería cuando quería. Nora viajaba por sus cielos abrazada al cuerpo del hombre de quien sí estaba enamorada, pero que la había traicionado. Somos todos figurantes. Aquí el único que sabe algo es el apuntador. Se hacía la dormida. Tenía derecho a la vida, tenía derecho a su nuevo reino. Cada día había más gaviotas en el pueblo.