6
Aquella tarde su abuelo había llegado a la casa del Tibidabo para celebrar el cumpleaños de su bisnieta mayor. Era el 13 de junio y Jana estaba exultante; se parecía a su padre, Cloe era más como ella. Cuando Nora salió a la terraza del primer piso se encontró a su abuelo sentado. Miraba aquella ciudad que le crecía a los pies. A pesar de tener setenta y ocho años conservaba una presencia poderosa. Pero Nora aquella tarde lo vio distinto: vestía totalmente de blanco y se había dejado la melena suelta. Le hizo pensar en Neptuno. Debilidad. Ella siempre lo había visto de negro, con el pelo recogido en una coleta y con sombrero. Abuelo, ¡te has dejado el pelo suelto!, le dijo mientras lo abrazaba. Sí, le dio un beso en la frente. El abuelo nunca le había dado un beso en la frente. No le gustaban: dar besos en la frente a la mujer que amas es de débil o de imbécil. Roberto llevaba una corona de papel dorado en la cabeza que le habían hecho las niñas y jugaba a fútbol con ellas y sus amigas. Julia, la amiga tía que no se perdía ningún cumpleaños, bailaba por toda la planta con un vestido de seda transparente. Bailaban juntas: Nora y Julia siempre se tocaban, y a Roberto le gustaba. Decía que parecían dos adolescentes enamoradas. Nora, con un collar de margaritas que le había hecho Cloe, después de cocinar la tarta, avisó a todo el mundo de que llegaba el momento de los regalos y que el primero lo habían preparado su hija pequeña y ella.
Bajaron al estudio porque aquel regalo solo podía entregarse allí. Cantaban y reían por las escaleras y alguna niña nueva en la casa preguntaba: y ahora ¿dónde vamos? Era un concierto de piano. Cloe tocó un par de piezas sencillas de Mozart (a Jana le gustaba Mozart), y también Sur les ponts d’Avignon y El corro de la patata. Entre pieza y pieza se tiraba un pedo y cantaba: «Aniversario mortal, que te lo pases fatal, que te atropelle un tranvía y después funeral, los regalos para mí, las facturas para ti...». Todo el mundo se reía, sobre todo Jana. Después del concierto de Cloe, el abuelo y Jana pidieron a Nora que tocara también y Nora eligió su pieza favorita: el Preludio número 1 de El clave bien temperado. Roberto seguía con la corona en la cabeza y sonreía a su mujer con confianza. Sabía que a Nora no le gustaba tocar en público. Una vez terminado el preludio, el abuelo dijo que no lo había hecho bien. Ella volvió a tocar, y así hasta seis veces. Esta vez sí, ¡ahora sí que lo has sentido de verdad! Y la besó, no en la frente, sino en las mejillas, como lo hacía siempre. Nora respiró. ¿Qué sabía el abuelo de sentir de verdad? ¿Alguna vez había sentido algo de verdad? Cuando era pequeña también la besaba en la boca, pero su abuela y su madre le decían que no debía hacerlo. Nora deseaba que desapareciesen del mundo. En ocasiones le daba besos a escondidas y Nora se sentía feliz. Única. Aquel señor que mandaba tanto y que no moría, la besaba a ella. Sería su secreto. Su madre y su abuela no entendían nada. Un día desaparecieron del mundo. No estaban muertas, pero tampoco estaban aquí del todo.
—¿Y el Claro de luna de Beethoven no lo tocas? —le preguntó el abuelo, que sabía de sobra que era una pieza que nunca le había interesado.
—No, toco el de Debussy.
—Deberías tocar el de Beethoven.
—¿Por qué, abuelo, si Bach es nuestro Dios? —A Roberto, cuando oía cómo Nora hablaba con su abuelo, le parecía volver a ver a la niña de la que se enamoró. El tono de voz cambiaba: se tornaba inseguro, más agudo. Ella ni se daba cuenta. Sus movimientos también eran diferentes: rápidos, más cortos, nerviosos.
—Bach es nuestro Dios, sí, querida. Pero el Claro de luna de Beethoven es nuestra vida.
—¿Papá tocaba el Claro de luna?
—Fue escuchando su Claro de luna cuando tu madre se enamoró de él. Nunca se lo dije a ellos: tu padre tocaba el Claro de luna como nadie. —El abuelo estaba distinto.
—¿Y por qué no se lo dijiste?
—Porque soy un imbécil. Porque yo nunca he sido de decir las cosas. Tu padre sí lo era. Tu padre era un gran hombre y un gran músico. Yo, en cambio, tan solo he hecho goma para neumáticos.
—Te prometo que lo aprenderé —contestó Nora, sorprendida por las palabras de su abuelo. Nunca antes había hablado de su yerno. Los muertos de la familia eran un tema tabú. A Nora le hacía daño escuchar a su abuelo insultándolos. Que reconociese que se había equivocado era peor que si la insultase a ella.
La cosa quedó ahí. Todo el mundo aplaudió y luego subieron a la terraza a tomar la tarta y a abrir los regalos. Cantaban. Algunos bailaban en círculo alrededor de la mesa. Parecía que unos seres mágicos se hubiesen apoderado de la casa y sus habitantes, y que todos estuviesen borrachos. Unos seres diminutos con caras rojas, gorros de cocinero, orejas verdes y largas y unos cucharones dorados con los que repartían amor; movían los hilos de todos los asistentes en aquella fiesta de cumpleaños. Roberto y Nora bailaron una canción romántica búlgara que Jana tocó al violín. A ella no le gustaba el piano, decía que no quería tocar de cara a la pared, que era un instrumento de castigo. Si tengo que tocar dando la espalda a la gente, prefiero no tocar. Nora se sentó un rato en el regazo de su abuelo como cuando era pequeña, enroscada como una pelota. Se sentía satisfecha de aquella familia que había creado, se sentía feliz en los brazos de su abuelo. Se acurrucaba y cerraba los ojos con fuerza, como si no quisiera abrirlos nunca más. Si fuera por ella, se podría morir en brazos de aquel viejo patriarca, en aquel mismo instante, y la vida ya habría valido la pena. A mí me parece que vives escondiendo algo, le había dicho el hombre del avión. ¡Desde luego! La historia de su familia y la suya entera. ¿Por qué le venía todo esto? Recuerdos. Cloe había aprendido la semana anterior a ir en bicicleta sin ruedines. ¡Esta fue la gran noticia del día! Hacia las ocho de la tarde salieron todos a ver cómo montaba en bicicleta. Seguían cantando, bailando y dando palmas, todo en aquel estado de droga general liderado por los enanos de orejas verdes y caras rojas que andaban en fila india con aquellos cucharones; ahora se habían quitado los gorros de cocinero. ¿Por qué?
El abuelo sufrió un colapso, se cayó en redondo; los enanos desaparecieron. Ni rastro. Nora, que iba unos pasos por delante con Cloe, se giró cuando oyó el grito de Roberto. El abuelo se aguantaba en pie en brazos de su marido; le vio la cara desviada y medio cuerpo muerto. Se acercó corriendo y entonces el viejo patriarca soltó: me he acabado. Grande como era, se abrazó todo él (lo hacía de medio cuerpo porque el lado derecho se le había paralizado) a Nora y le dio un beso en los labios. Jana y sus amigas exclamaron: ¡puaj! ¡El bisabuelo le ha dado un beso en los labios a Nora! ¡Le ha dado un beso en los labios!... Aquel cuerpo pesaba mucho. Nora gritó que trajesen el coche. Entre Roberto, Julia y ella lo metieron tumbado en el asiento de atrás. Se había meado encima. Nora acababa de notar la orina de su abuelo entre las manos. No fue un pensamiento que pasara por el consciente, fue una sensación de final. Gritaba, daba órdenes. Ella y Roberto lo llevarían a la clínica y Julia se quedaría con las niñas. ¡Suerte de Julia! No les hacía falta hablar. Cloe preguntaba: ¿no montamos en bicicleta? ¡Me lo habíais prometido! No, ahora no, le dijo su madre, ve con Julia. ¡Sí!, oyó que exclamaba su amiga. Durante los minutos de trayecto, Nora acariciaba a su abuelo y se miraban a los ojos. Él los tenía abiertos; aún estaba consciente. En aquella mirada leía su vida. Allí adentro se ocultaba la verdad de todo. Cuando tu héroe se te mea encima, la vida adquiere otra dimensión y descubres que hay un final.