21
Nora le contó que ella medía el paso del tiempo desde la muerte de Atón, su mastín: el tiempo se puede controlar convencionalmente o tomando como unidad de medida la vida de un perro. Estaban en el restaurante de ostras de Sarrià. Se sentaron afuera. Nacho no dejaba de observarla de aquel modo nuevo que empezaba a inquietarla. Prefería al hombre que la utilizaba que aquella cara de perro. Ahora ella se había cerrado. La ostra que no puedes abrir porque es un animal herido que se protege con rabia. ¿Qué queréis?, les preguntó el camarero brasileño, que hablaba con acento seductor. Cualquier trabajo puede hacerse con excelencia y João hacía años que ejemplificaba esa máxima. Durante unos meses fue amante de Julia, ahora Nora lo imaginaba siendo cliente suyo, pero no tenía aspecto de ser de los que pagan para que les digan que los desean. Nora tenía algún amigo casado que iba de putas, no muchos, y además prefería que no le contasen nada, siempre le habían dado asco los hombres que iban de putas y luego te lo contaban. Recordó la frase de Salva: Nora, yo no lo entiendo, cuando voy de putas siempre se corren en cinco minutos, y en cambio con María hay días en que estoy más de una hora y nada. Nora no contestó. ¡Pobre María! Mientras ella se perdía en estos recuerdos, Nacho ya se había entendido con el camarero.
Había pedido ostras y un buen vino blanco. João lo acompañó con rebanadas de pan de centeno y mantequilla. La plaza se llenó de niños que iban detrás de una pareja joven y sus pompas de jabón. La chica llevaba un vestido de bailarina blanco con un chaleco negro encima y una peluca de plumas rojas. En la cara tenía pintadas una fase de la luna y dos estrellas. Era delgada, se le marcaban los huesos de encima del pecho. Él era una nariz de payaso verde, sombrero de copa negro y gafas de sol. Ella hacía pompas medianas, él gigantes, y los niños las perseguían por toda la plaza. Algunas se elevaban por encima de los árboles y Nora las seguía con la mirada hasta que explotaban solas. Las pompas por la noche brillan entre las farolas y la luna llena. También les acompañaba un perro, con manchas blancas y negras, famélico, y una caja de música de donde salía la banda sonora de Amélie.
—¿Sabes que al mismo tiempo que tenemos una vida propia formamos parte de algo más grande? —Esta frase ya la había oído una vez, pensó mientras seguía una pompa gigante de jabón que ascendía por encima de un tejado azul—. No creo en Dios, pero sí en las piedras de la iglesia. —Y esta, más de una vez. ¿Y qué? Eran frases vacías, sin contenido, porque él no la amó, él la utilizó. Hizo una pompa preciosa con ella y la reventó. Y ahora ¿qué quería? Recordó el día que Cloe le preguntó quiénes eran los dioses. Hablaron de ello un rato y la conclusión de la niña fue: mi idea es que una botella de agua se convirtió en un Dios y por eso el mar es azul. Sonreía recordando aquella Cloe de siete años que estaba descubriendo el mundo—. Yo te he contado mi dolor. No se lo había dicho nunca a nadie.
—Valoro que me hayas contado tu verdad, pero también me has convertido en una puta... ¿Siempre tienes que hablar con esas frases? La verdad, no sé si guardo un secreto o no. No tengo ni idea. Pero tú me has convertido en lo que soy ahora y yo tengo que dejarte. Lamento lo que dices de tu madre, pero no te da derecho a tratar al resto de las mujeres como trozos de carne. ¿Sabes por qué me dejé? Porque estaba enamorada de ti, porque te quería a toda costa. Al principio no lo entendí, no fue hasta el joven aquel granujiento de las fotos... y entonces también me dejé como castigo por haber sido tan estúpida. Por haberte querido. ¡Me enamoré y te quise!
—Esa historia se ha acabado. A partir de ahora solo estamos tú y yo.
—Tal vez para ti se ha acabado, pero yo sigo allí, follándome a tus clientes de una sola noche. No puedes convertir a una mujer en puta y luego de un día para otro pretender que lo deje de ser porque ahora tú quieres que sea así. Porque te has dado cuenta de algo. ¡¿Y ahora de qué te has dado cuenta?! ¿Acaso me quieres?
—Sí, te quiero... ¿Tú miras hacia fuera o hacia dentro?
—No lo sé. ¿Tiene alguna importancia hacia dónde miro a la hora de hacer de puta? ¡¿No puedes dejar de decir frases hechas y mirarme a mí?!
—La tiene siempre.
Tal vez sí que compartían el hecho de esconder un dolor profundo y eso los conectaba de manera espontánea, pero él la había traicionado y Nora ya no podía dar marcha atrás. El amor no juzga, le había dicho una vez su madre, pero el dolor sí, pensaba ella, y la traición todavía más. Ahora ya sabía a qué se refería aquel hombre con la pregunta del dolor profundo, allí había alguna forma de verdad que ella hacía unos meses que tocaba como no había tocado nunca antes: el dolor de entregarte a otro y que este te traicione. Las pompas seguían volando y ellos ya se habían terminado las ostras. La chica de peluca con plumas rojas tenía también una lágrima tatuada bajo el ojo derecho, era de purpurina. El dolor profundo le daba miedo y lo había expulsado de su vida. Pero con él no lo controló, se dejó llevar, se quitó la armadura y Nacho ni se dio cuenta. Ella le entregaba lo más genuino que poseía y él le clavaba un puñal. Ahora sabía que también podía sobrevivir sin armadura. Que le clavasen el puñal en el pecho, ella sola se lo arrancaba, se bebía la sangre y se lamía la herida. Nacho le acariciaba la mano. Cuando te han apuñalado, el dolor del puñal no te deja sentir más. Se habían quedado callados, mientras cada uno pensaba en sus cosas. Nora recordó de nuevo la frase de aquella artista plástica de Nueva York: competimos para aprender a cooperar para volver a competir. Se llamaba Joyce Pensato.
—Ahora cuando buceo ya pienso que me podrían pescar —dijo él, que parecía no darse cuenta de nada.
—Yo siempre buceo desnuda, con la boca abierta, y últimamente un anzuelo se me clava en la lengua, por la parte de abajo, y me arrastra hacia fuera. Hacia arriba, muy alto. Cuando te pescan en el mar siempre vas hacia arriba.
—¿Sabes qué significa eso? —le preguntó él, que no había dejado en ningún momento de dar vueltas con su dedo índice en la palma de la mano izquierda de Nora.
—Una mentira. —Ella acababa de retirarle la mano.
—Nora, lo del juego se ha acabado, te compensaré.
—Sí, seguro, eso es lo que deben de decirles todos los chulos a sus putas.
—¡Mírame!
—Ya te miré una vez... —le acababa de contestar sin mover la cabeza y con la vista clavada en la lágrima tatuada de la bailarina de pompas de jabón—. Estoy pensando en la toma de aire de los coches.
—¿En qué?
—Está mal hecha. ¿Dónde llevan la entrada para airear el interior de los coches?
—La tienen en el morro, en la parte de abajo —respondió Nacho.
—Exacto. Y el tubo de escape está a la misma altura detrás. Eso está pensado para un coche solo, pero no tiene en cuenta que nos pasamos todo el día unos detrás de otros, en la ciudad, en la carretera. Lo que unos absorbemos son los gases resultantes de la combustión de los otros. Al final del día somos una cadena de mierda. Hemos creado un sistema de dependencia en el que nadie tiene ya su propio aire. Debería establecerse como norma que la entrada de aire para ventilar el coche estuviese en la parte de arriba, como ya pasa con los cuatro por cuatro preparados para sumergirse. Necesito mi propio aire para vivir. ¿Y tú? —Se dio cuenta de que hacía meses que no olía goma de neumático, aún llevaba el trozo en el bolso.
Nacho no decía nada, le importaba una mierda todo eso de las entradas de aire, pero en cambio se había quedado mirando los labios de Nora. Hoy no harían el amor, Nora ya se lo había dejado claro, pero él no se cansaba de mirarla. Aquella mujer hacía meses que no olía el trozo de plástico del bolso, ni lo tocaba, o como mínimo él hacía tiempo que no la pillaba haciéndolo. Se dio cuenta de que sus pupilas estaban llenas de luz. Hasta entonces eran inexpresivas y con poca vitalidad. Estaba regresando a la vida, se había cargado un tabú como una casa, era valiente, y eso la hacía potente ante los ojos de él. Intentaba recordar todas las veces que habían estado juntos y que él no había valorado. Ahora mataría por volver a estar juntos como hasta entonces. Aquella noche su cabeza aún parecía más fuerte. Aquella mujer de maneras tan femeninas tenía también mucho de hombre. Aún no conocía su dolor profundo; qué le había pasado.
El objetivo en la vida de Nora fue durante muchos años pasar desapercibida; ya no le preocupaba, siempre había antepuesto la vida, el hecho de estar vivo, a su sufrimiento o a aquello que ella sentía. No lloraba nunca porque llorar no era fértil, llorar era de idiotas. Se le había muerto casi todo el mundo, ¿y qué? ¿Por qué tenía que llorar? Si no puedes hacer nada, échatelo a la espalda y sigue adelante. Si no había llorado ante la muerte, mucho menos lo haría ahora. Ella estaba viva y aquel hombre que tenía delante la había tocado, pero no hundido. Le gustaba su vida de ahora y lo que estaba descubriendo. La exposición había ido bien, se sentía liberada de un gran peso. No sabía cuál. Su marido estaba más raro que nunca y a ella le daba igual. Aquel hombre que tenía sentado enfrente y por quien habría matado meses atrás ahora la deseaba con locura y eso también le daba igual. Le hacía gracia. Nunca se había sentado a cenar después de una exposición con aquella tranquilidad. A él le vino una frase de Simón del desierto: aquí se aguanta hasta el final. El predicador cristiano que se subió a una columna y comenzó a hablar, Simón, el Estilita. Era de la película en la que Silvia Pinal, actriz mexicana con unos pechos enormes, se le aparecía a Simón del desierto en múltiples formas, entre ellas la de mujer de perdición. Desierto del Sinaí. Al final hay un salto hacia delante: Simón del desierto ahora es un personaje moderno, un intelectual. Harto de estar en la discoteca, le dice a la mujer que quiere irse. Respuesta de ella: «Aquí se aguanta hasta el final».