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Un día poco fructífero por lo que respecta al trabajo: medio esbozo del mudo. No se soportaba así. Desde el sofá veía aquel cuadro de la mañana. La ilustración la desconectaba de su mundo de verdad, la llevaba a la concreción. Necesitaba un cambio. Libertad. ¿Quiénes eran aquellos cuerpos? A Roberto lo tienes para que te proteja del mundo y en especial de los hombres, le recordaba siempre Julia. ¿Por qué no contestaba, aquel cabrón? No soportaba la idea de pensar que él podía estar muerto o herido en cualquier lugar del Maresme y que a ella nadie la avisaría. Ellos como dos no existían en ninguna parte. Tenía que hablar con Julia, contárselo todo. Sentía que aún no podía verbalizar nada. Buscó en Internet Segovia. Le recordaba a algunos de sus pueblos favoritos del Bajo Ampurdán, más grande y sin mar. Le habría gustado irse a vivir a un palacete de Segovia con él. A la casa de la condesa que murió de amor jurado. Los juramentos que no se han hecho no se pueden romper. Cuando el ser deseado se suicida, ¿dónde queda el amor? Se solidifica, se convierte en una piedra dura dentro del cuerpo y un buen día toda la persona es piedra y muere de solidez. La tristeza es piedra y la piedra dentro de la persona mata. El amor se solidifica y muere de dolor. Nadie debería vivir triste pudiéndolo evitar.

Había dejado el móvil en el dormitorio porque ya no se soportaba más comprobando la pantalla cada cinco minutos. Con Bach pretendía olvidarse del mundo y reencontrarse con su marido. Se sentía una idiota con aquella historia del hombre del avión. La canción de Mina E se domani le hizo saber que Roberto, el sushi y el vino blanco habían llegado. La primera vez que hicieron el amor fue con ese vinilo. Subió las escaleras con calma, llevaba la melena recogida en un moño alto sujeto con un lápiz de los suyos y los pendientes de Segovia. Cuando llegó a la sala, Roberto la miró. Ella como única respuesta se quitó el lápiz. Sobre la mesa había sushi, wasabi, jengibre fresco y las copas ya servidas. Se sentaron. Él acababa de quitarse la corbata. ¿Quieres jugar? Sí, contestó Nora. Le tapó los ojos. Le daba la comida y el vino. Cada vez que la alimentaba también la tocaba, y ella se dejaba. Nora, ¿estás bien?, y le daba un beso en el cuello. Sí, ¿por qué? Otro beso. No, por nada. Hace tanto que no jugamos..., mordisco en la oreja. Yo también lo echo de menos. Juega conmigo, ahora la otra oreja. Quiero ser tu puta.

Sentada encima de él, y a cuatro patas en el suelo: cada vez que Roberto la buscaba para besarla, ella le apartaba la cara. Sabía que eso le excitaba: el querer y no poder, que ella pasase de la sumisión al control. Estuvieron así, jugando al gato y al ratón, durante un buen rato hasta que Nora volvió a dejarse hacer como una muñeca. Entonces Roberto la tumbó sobre la mesa. Él de pie en un extremo. Ella con los ojos tapados imaginaba que todo aquello se lo estaba haciendo Nacho. Cuando la penetró de aquel modo ya no podía aguantar más, se incorporó de medio cuerpo y, agarrada al torso de su marido, se corrieron a la vez. Entonces él la subió en brazos al dormitorio. La dejó encima la cama y se fue al baño. Ella aprovechó para comprobar que en su móvil no había entrado ningún mensaje. Eran las once pasadas. Roberto volvió a la cama, tumbados los dos boca arriba mirando el techo y cogidos de la mano se echaron a reír. ¡Cada día follamos mejor! ¿Qué me has preguntado antes de unas bolas doradas? Nada. Son de la barandilla de la casa de la playa. ¿Estás segura de que allí hay bolas doradas?

Continuaron riendo. Esto de hoy tenemos que repetirlo. Casi se me había olvidado, añadió. Después, como pasaba cada noche, su marido se durmió. Al cabo de unos minutos ya estaba roncando. Nora se preguntaba qué estaría haciendo ahora Nacho. El amor no es sustitutivo, mucho menos el deseo. Las manos de Roberto eran fuertes y grandes; las acariciaba desde la muñeca hasta la punta de los dedos mientras las veía veinticinco años atrás. Ahora el vello rojo del dorso se estaba volviendo blanco y las pecas se convertían en manchas. Entendió aquello de que un amante te hace estar mejor con tu marido. Justo entonces entró un mensaje. La pantalla del móvil iluminó la mesita de noche. Estuvo unos minutos pensando si lo leía o si apagaba el aparato del todo. El mensaje era una calle de Pedralbes, una casa. Nora se acercó otra vez a su marido y lo besuqueó, él hizo algunos ruidos al tiempo que pronunciaba palabras incomprensibles, y se giró. Dormido. Los somníferos. Le daba la espalda. Ella se puso un vestido negro básico encima del tanga y todo lo demás, luego el abrigo. Bajó la escalera con los zapatos de tacón de aguja en las manos. Cuando salía del párking con su Mini verde sabía adónde iba, pero no qué encontraría allí ni cómo regresaría. Noche fría de finales de febrero: las persianas de la mayoría de bares estaban bajadas, no había gente por la calle. El silencio de invierno es más profundo que el de verano. ¿Adónde iba? A algún sitio para estar con él. ¿Por qué?

El silencio de la nieve la perdía: lo detenía todo, tan solo quedaba el latido del corazón. Tanto en la nieve como en el fondo del mar le parecía flotar y ser inmortal. Ella no quería morir, sabía que después de la muerte la vida continuaba y los muertos se lo perdían todo. Pensaba en sus padres, en su vida si no hubiesen muerto. El silencio de cuando vas en bicicleta al lado del mar una mañana de invierno es menos silencio que el de la nieve. Quería vivir. Seguía conduciendo hacia el desconocido. No se reconocía en aquellas acciones. Aún podía volver a los brazos de su marido y oírlo roncar durante horas. Todos sus músculos contenían el miedo a afrontar el momento que hacía demasiado que deseaba. La tensión de la espera. Continuó conduciendo mientras pensaba en las bolas doradas del sueño y en cómo aquella señora las había dejado brillantes. Las quería coger. También pensó en las naranjas y los limones: una vez el abuelo le había contado que los cítricos, si no se tocan entre sí, pueden aguantar meses sin pudrirse. La clave es que no se toquen entre sí. Cuando el abuelo le contaba eso ella pensaba en la soledad del limón. Tal vez no se pudra, pero si para durar más no puede tocar a nadie que se le parezca no sé si merece la pena. ¿Qué estaba haciendo? ¿Era eso lo que contaba aquella película que veía siempre con Roberto, El ángel azul? El descenso de una vida con principios y valores morales a su propio pozo. ¿Qué hacía? Vivir, dejarse llevar. Lo peor era que su marido fuese bueno. Sus hijas ya no la necesitaban. Pensó en los pechos de aquella vecina Mary Poppins que limpiaba las bolas doradas. Quería estar con él.