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Cuando su padre murió Nora tenía tan solo dos años, pero de aquel día guardaba una frase: ¡ha muerto por tu culpa! Sus amigos y también Teresa la terapeuta le repetían que no podía ser que tuviese un recuerdo de los dos años. Fue el grito que le soltó su madre al abuelo cuando su padre se suicidó. Después de aquello apenas volvió a hablar. Cuando Nora tenía cinco años una vez le contó que su padre se había matado (quitado la vida, le dijo) porque se sentía una mierda al lado del abuelo. Su padre era profesor de piano y concertista. Ella se enamoró de él porque sus dedos la tocaban como al piano y su mirada también. ¡Bobadas!, exclamaba siempre el abuelo. También bobadas fue la respuesta que el abuelo dio a aquel grito de su madre. Nunca más se volvió a hablar de aquello. Su madre no volvió a gritar, no volvió a abrir la boca, salvo algunas pocas palabras. No volvió a reír. Todos aquellos años ni siquiera parecía respirar. Nora respiraba. No echaba de menos a su padre, no lo conoció. Le provocaba rechazo: un ser que se suicida teniendo una hija pequeña. ¿Por qué? Después de aquello su madre dejó de hablar: solamente cada noche le decía esa oración a Nora y la besaba cuatro veces. Nora esperaba aquel momento. Primero el abuelo la arropaba (cuando estaba en casa) y a continuación su madre le decía la oración. Era el único momento del día en que oía la voz de su madre y que su madre la miraba. La mujer vivía con la mirada perdida en el horizonte de la pared y no se movía de la banqueta de piano que había sido del padre. Pasaba los días sentada en aquella banqueta, era como si se la hubiesen encolado. Acariciaba el terciopelo rojo con movimientos circulares y lentos que dibujaba con la punta de los dedos, y con los labios pegados repetía la misma melodía.

La abuela la peinaba, la vestía, le daba la comida... a su madre. A Nora no. Ella aprendió muy pronto a hacerlo sola. Cuando no tenía colegio se iba con el abuelo y él le enseñaba el negocio. Pasaba horas sentada en su despacho. Le había construido una mesa junto al enorme escritorio del capitán, así lo llamaban. Desde esa mesa la niña dibujaba. El abuelo colgaba los dibujos que más le gustaban en las paredes. Ella tenía que esforzarse por hacerlo bien para que la colgasen. Nora dibujaba y olía plásticos, porque en aquella empresa el olor a goma para neumáticos lo contaminaba todo. El abuelo estaba vivo. Ella podía concentrarse en aquello que más le gustaba. Hagas lo que hagas, hazlo bien. Fue el abuelo quien la empezó a llevar a los museos. Cuando llegaba a casa se encontraba a la abuela peinando a su madre y esta en la banqueta con la mirada perdida. Nora prefería a su abuelo. Una tarde, cuando regresaron a casa como cada día, su madre había muerto. Nora tampoco lloró. Echaba de menos la oración de la noche, pero ya no veía a su madre clavada en aquella banqueta con la mirada perdida en la pared. Viva muerta. Le ha reventado el corazón de desamor, dijo la abuela. ¡Por fin!, pensó Nora, que solo tenía siete años. ¡Eso no puede ser!, exclamó el abuelo. Me han dicho que puede pasar, que hay una patología poco habitual, afecta al 0,1 por ciento de los humanos (los abuelos hablaban en porcentajes), a los que les explota el corazón porque se lo han roto. A nuestra hija se le rompió el corazón el día que Francisco murió, recordó la abuela. ¡Muy bien, pues a nuestra nieta no se le romperá el corazón nunca!, ya me ocuparé yo de que se parezca a mí y no a unos padres débiles que ya no están. ¡Que la han abandonado!, gritó el abuelo. Eso es lo que Nora sintió siempre: que sus padres eran unos débiles que la habían abandonado. Que solo los fuertes se quedaban con ella. Que solo los fuertes la querían. Ahora, en cambio, el abuelo le había dicho lo contrario. ¿No fueron débiles sus padres? ¿Y ella? ¿Era de los fuertes o de los débiles? ¿Quién era ella y en qué bando estaba?

Entonces fue la abuela quien pasó a vivir sobre aquella banqueta. La abuela, que podía haberse sumado al reino de los fuertes, decidió ser de los débiles. Cari, la señora que ayudaba a cuidar a su madre, ahora se ocupaba de la abuela. Nora y su abuelo estaban afuera viviendo. Durante el día, el abuelo en la empresa y ella en el colegio, y por la tarde los dos en la empresa, con los neumáticos. No paraba de dibujar mientras escuchaba al abuelo dirigiéndolo todo. Y la abuela con la mirada perdida en aquella pared que guardaría para siempre todos los secretos del mundo. Por la noche a veces el abuelo desaparecía. Nora no sabía adónde iba. La abuela lloraba. A ella también le explotó el corazón. Puede pasar. Continuaba con el piano, tenía que dibujar el mudo de la McCullers, pero en cambio sus dedos no dejaban de tocar. Quizá los débiles no son tan débiles ni los fuertes tan fuertes. ¡Quizá sí que fue todo culpa tuya! Miraba rabiosa una foto del abuelo que tenía enmarcada sobre el piano. Melena blanca, sonrisa por los ojos, camiseta negra, fondo azul. Nada más. Le sorprendió una evidencia: que gente a la que no conocemos de nada o situaciones totalmente anecdóticas nos pueden cambiar la vida. A veces un desconocido puede ser la puntuación que cambie nuestra frase. Pensaba en él, en cómo la había tocado. No quería, pero lo hacía. Su cara, aquella sonrisa también por los ojos y aquella manera de mirarla. Se puso la bata, acariciaba los pendientes con movimientos pequeños y circulares, un poco nerviosos; tocaba de nuevo algo que guardaba en el bolsillo derecho de la bata. Se recogió el pelo en un moño, se miró al espejo con esos pendientes de condesa. No recordaba la última vez que se había mirado en un espejo. Le parecía idiota: somos lo que somos, ¿para qué hace falta verlo? Pero ahora necesitaba hacerlo, con esos pendientes se sentía otra. Se abrió la bata un poco: los pechos, la entrepierna, aquel vientre plano... Se observó desnuda ante el espejo, con el pelo recogido y los pendientes. ¿De quién era ese cuerpo que el espejo reflejaba? Nunca se había identificado con su cuerpo. La manera en que se miraba ahora en el espejo tenía la belleza de una obra de arte.

En el bolsillo de la bata estaba su tarjeta. Era eso lo que tocaba, no quería reconocerlo pero se había pasado toda la mañana acariciándola. Una tarjeta elegante: Nacho Santillán, biólogo marino. Un número. No quería mirarla. Solamente la tocaba, lo hacía a escondidas de ella misma, era papel verjurado, acariciaba los extremos con los dedos, se había hecho un corte y se chupaba la sangre del dedo índice. No la sacaba del bolsillo. ¿Por qué? Reconocer que él existía y que ella lo quería. Sabía lo que ponía porque por la mañana la había cogido de la bolsa de viaje para esconderla en el bolsillo de la bata y la había mirado un momento por encima. Habría querido tirarla a la chimenea. Fantaseaba con la imagen de la tarjeta quemándose en el fuego. Era lo que merecía: quemarse. No podía. El fuego era otro de los elementos que formaban parte importante de la lista de cosas que le gustaban a Nora, una lista mucho más corta que la de las cosas que detestaba. No era capaz de hacer nada con esa tarjeta. Cogió un lienzo enorme. Comenzó a pintar. ¿Acaso no era eso lo que se suponía que tenía que hacer? Pintaba como había estado toda la mañana tocando. De las manchas salió el cuerpo de una mujer desnuda y un hombre con los ojos tapados, vestido con pantalones, americana negra, un sombrero. La mujer llevaba los pendientes de Segovia. Estaba abierta de piernas con las manos apoyadas sobre una vidriera y los brazos estirados en forma de cruz, de espaldas, solamente se le veía la melena, que le llegaba hasta el culo, y el perfil derecho de la cara. Tenía una nariz como la suya. ¿Quién era el hombre? De reojo, Nora miraba la mesa de ilustración con el libro de McCullers encima y los lápices negros. Se acordó de los niños en la playa. Tenía que trabajar. ¿Por qué no lo hacía? Se tocaba los pendientes, también los labios. Ella era fuerte. El mundo es de los valientes, decía el viejo. ¿Llamarlo o no llamarlo? Las últimas palabras del abuelo habían sido: ¡sé tú! Se sentía culpable porque en vez de ilustrar estaba haciendo un cuadro extraño y tocaba sin parar las mismas piezas. ¿Quiénes eran aquellos cuerpos del lienzo? ¿Quién era aquella mujer abierta de piernas? El amor relativo es razonable, pero ¿es amor? Cogió la tarjeta. Marcó el número. Desde el avión, ella era de él.

Temblaba, sentía una presión fuerte en la entrepierna y en el pecho. ¡Yo también soy débil! Hola, has llamado a Nacho Santillán, ahora no puedo ponerme, deja tu mensaje. Había comenzado a sudar solo con oírle la voz; se le había disparado la respiración. No podía creerse que estuviese haciendo lo que estaba haciendo. Ella, la esposa fiel. Los días son largos cuando estás enganchado a alguien, no le quieres llamar, y él tampoco te llama. Pueden ser eternos. No dijo nada, se quitó la bata y tocó otra vez el Claro de luna. Oía el ruido, la frialdad del pendiente en contacto con el teléfono. Hacía un poco de daño. También notaba el tacto caliente de la tela de terciopelo rojo de la banqueta bajo su sexo. Cuando terminó la pieza simplemente añadió: Bach es nuestro Dios, pero el Claro de luna es nuestra vida. ¿Por qué nadie se había dado cuenta de que estaba muerta? ¿Por qué nadie se había tomado la molestia de enterrarla? No soy, y si no soy estoy muerta.