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Cocinaba un filete grueso de buey. El sonido de la carne cuando se asa se parece al de la lluvia: miles de pequeñas burbujas que se queman. Nora, como el abuelo, no usaba aceite, cortaba un trozo de grasa de la misma carne y lo frotaba contra la plancha. La carne es una superficie irregular y cada pequeña parte en contacto con el fuego se quema y hace un ruido. Cuando la giras recuerda a un paisaje de otoño visto desde el cielo. Mientras preparaba la carne pensaba en los gritos de aquella mañana en el mercado entre la carnicera y la señora de las verduras. ¡Mira, mira!, le decía la primera a la otra mientras salía con un lechón en brazos y lo ponía sobre su mostrador con la cara y las patas colgando. ¡Ay, chica, qué horror, parece una criatura!, decía la verdulera. A Nora, que hacía cola para comprar su buey, le había parecido una situación que ejemplificaba la historia del mundo, la mayoría de guerras de todos los tiempos, y los westerns. Luchas entre agricultores y ganaderos. Los segundos necesitaban grandes extensiones de terreno para que pastasen las vacas. ¿Quiénes eran los cowboys? Los niños de las vacas. Los agricultores necesitaban terreno para cultivar. Cuando se entregó a Nacho lo hizo siguiendo la dirección que le indicaba el deseo. Se había enamorado por primera vez en la vida. No le había salido bien, y él la había hecho sentir como un trozo de carne cruda. No tenerlo, no estar con él, seguía siendo demasiado parecido al infierno, pero Nora había cerrado la puerta. Sería difícil, pero ¿qué no lo era? Su padre, su madre, la abuela y al final también el abuelo habían muerto, a Nacho lo mataba ella. Los «para siempre» no llegan de repente y mucho menos en relaciones de dependencia. Nacho no desaparecería así como así, lo sabía, pero mientras tanto ella seguiría su camino.

Recorrido emocional, amistad instintiva para sobrevivir. Ahora pensaba en Cowboy de medianoche, en aquel joven del Medio Oeste, Jon Voight, que llega a Nueva York con su guitarra y termina haciendo de chapero. Conoce a Dustin Hoffman, que intenta ayudarlo. Se encuentran, se ayudan, se hacen amigos. Uno, alto y con chaqueta de cuero marrón. El otro, bajito y enfermo, siempre vestido de negro. Quieren salir de Nueva York. Finalmente consiguen pagarse un Greyhound y Hoffman muere. Nora lloraba y el abuelo la abrazaba. También recordó la gran cantidad de veces que habían visto Dos hombres y un destino. Dos ladrones que empiezan a robar poco a poco y se convierten en los reyes del mambo. Paul Newman y Robert Redford, guapos, inteligentes, embusteros y muy astutos. Con el abuelo las veía y lloraban, sobre todo en el momento de Raindrops Keep Fallin’ on My Head. No mataban a sus víctimas. Eso les gustaba. A los enemigos no hay que matarlos nunca físicamente. La fuerza está en la mente. A Nora le sorprendía ver a su abuelo llorar. Los hombres no lloran, le habían dicho de pequeño. Con Nacho había sentido el miedo más antiguo del mundo: el miedo al rechazo, a no merecer ser amada, a ser menos que el otro. Un miedo que no es de la persona que lo vive, es un miedo acumulado generación tras generación.

¿Qué debió de sentir mi padre? ¿Quién sabe nada del dolor que pasa otra persona? En el fondo el mayor miedo es pasar el dolor solo, estar sintiendo dolor por una cosa que hemos creído compartir y de repente no es así. Pensó en la noria del parque de atracciones más antiguo del mundo, el Tivoli de Copenhague. También en aquel barco pirata donde Roberto y ella habían cenado un par de veces. Entonces aún se deseaban. La mirada se le perdió en el póster que habían traído del viaje, en la parte de abajo se leía Tivoli en letras enormes y el resto era de un azul eléctrico, azul noche, y en la parte de arriba del póster, aquel caballo blanco volador. Un caballito de feria. Ella siempre quiso tener un caballo. Mientras pensaba en todo eso de los westerns y del sufrimiento se comía la carne con deleite, cruda. Además de la carne también mordía un tomate de Montserrat. Y una copa de vino tinto para acompañarlo. El alcohol la ayudaba a olvidar. Cuando muerdes el tomate te explota en la boca y sientes su frescor en todas partes, y a veces te chorrea un poco de líquido por las manos, la barbilla y el cuello. Hoy no podía trabajar y Roberto había llamado para decir que llegaría tarde. Roberto cada día llegaba más tarde y cada vez eran más los días en que no llegaba; y a ella le daba igual. Nora se preguntaba si los minicocineros la seguían protegiendo a ella y a su familia como siempre lo habían hecho. Si lo que estaba pasando era bueno o malo. Si aquel dibujo enmarcado al lado de la tela azul, un retrato que había hecho la Cloe niña de los cuatro, ya había tenido su momento, su vida, y si ahora tocaba otra vida. Todo tiene su tiempo. El de la familia feliz se había acabado y ella no sentía zozobra por perderla. Tampoco miedo. Lo que podía perderse ya se había perdido.

Cuando te preguntas si tu pareja te es infiel es que ya lo está siendo, y entonces ¿para qué quieres saber más? Bajó al estudio y se dejó caer sobre el sofá rojo, sin nada, sin ropa. No estar pendiente del móvil era una liberación. Se tapó con aquella manta de lana persa. Pensó en cuando comer le daba asco: entraba en un restaurante y tenía que salir porque en lugar de ver personas comiendo ella solo veía tubos con bocas, tubos que ingerían, animales feroces muertos de hambre que mataban a quien fuera para sobrevivir. Le parecía asesino. Comer es altamente vulgar. Aquellos tubos eran fieras matadoras. Debía hacer lo que tenía que hacer, solo que había olvidado qué tenía que hacer y entonces no comía, solamente dormía. No podía pasar sin comer, pero durante un tiempo tan solo podía hacerlo sola, sin ser vista, y tampoco toleraba la visión de nadie comiendo. Comer era sinónimo de matar, era el vacío, el asesinato, el final.

Recordaba los barcos de pesca cuando regresan rodeados de gaviotas. Pensaba en Nacho y en aquel tiburón que habían visto ambos de pequeños en la lonja de Palamós. Eso nunca ocurrió, Nacho y yo nunca fuimos pequeños al mismo tiempo, pero podría haber pasado. Cuando hace frío en la montaña y no tienes nada para taparte, lo mejor es caminar. Más o menos como en la vida. Hacer de puta de lujo le gustaba. Llamaría al ruso. No se dormía y el pensamiento daba vueltas por lugares que no controlaba. Quería seguir siendo puta de una noche. Notaba que quería y con eso le bastaba. El ruso se había quedado con el negocio de Pedralbes y ella quería continuar un tiempo. Hasta que entendiese otra cosa. A menudo confiaba más en aquello que notaba que en aquello que sentía o sobre lo que reflexionaba. Pensó en aquel chico en monopatín con el que se había cruzado. Tenía el pelo largo y rizado, cara expresiva; cuerpo fuerte con pantalones de hospital, camiseta de manga corta y bajaba arrastrado por un golden gigante. Existen momentos de felicidad y nada más. El resto es lo que es. Quienes viven para encontrarla a menudo se suicidan. ¿Por qué se había suicidado su padre? El cielo es un póster inmenso. Y cuando lo arrancas, ¿qué hay? El universo. Y el universo, ¿qué es? Otro póster. Y si arrancas el universo, ¿qué queda? Paredes, eso le había dicho Jana una vez cuando era pequeña. ¿Cómo nos quedamos los demás cuando alguien querido se suicida? Mamá, ¿la eternidad cuándo se acaba? Se durmió.

La despertó el sonido de la lluvia contra los cristales. Por un momento pensó en la carne de buey en la sartén, aquel chisporrotear, y el olor a sangre hecha. Qué buena, se la había comido casi cruda. Recordó el sueño que acababa de tener como quien ve una película en tres dimensiones. Volvía a casa, y justo a la altura de aquel colegio de monjas, un chico de unos dieciocho años en monopatín, pelo largo y rizado, cara expresiva y cuerpo fuerte con pantalones de hospital y camiseta de manga corta, bajaba arrastrado por un perro gigante. Se sonrieron, él paró en seco y le dijo: ¿quieres bajar conmigo? ¿Cómo?... Te subes al monopatín, te coges fuerte a mi cintura y Totó tira de nosotros. Nora iba con bailarinas plateadas, dos coletas, boina, un sujetador negro con aros que le resaltaba los pechos, un corsé negro, medias sujetas con liguero y una americana negra por encima. Se subió y bajaron sin parar hasta la rotonda; abrazada a él imaginaba que era Nacho. Como cuando ella y él lo habían hecho treinta años atrás entre la Fosca y Palamós. El perro tiraba mucho y todo iba muy rápido. Los pechos de Nora estaban pegados a la espalda de aquel chico. Notaba los latidos de su corazón y los pezones duros. En la rotonda se detuvo, al lado de una caravana sin ruedas que estaba en medio de la plaza. Pensó que aquella caravana le era familiar. Se hizo de noche y se iluminaron unas letras: ARCO IRIS. Las letras eran como las que hacía de pequeña en el colegio con una regla. El chico había parado el monopatín porque pasaba un coche y entonces Nora le dijo gracias. ¿No sigues? No. ¿Por qué? Porque no hace falta. Me gustas. Podrías ser mi hijo. Pero no lo soy. Antes de irse y decirse adiós, Nora acarició a aquel perro un rato. Cuando el chico ya desaparecía Balmes abajo, la música de Dancing Clown todavía sonaba y ella volvía a subir la avenida con una bola de oro en cada mano. No le había preguntado el nombre.

Continuaba en el sofá rojo. El abuelo era un hombre que tenía que decir lo que pensaba para no dejar de pensar lo que decía. La vida sin Nacho había vuelto a ser gris como antes. Recordó el día que María Plaza, una amiga de Jana, de cinco años, le había contado que estaba enamorada de Nil. Y ¿quién es Nil, María? ¿Un niño de la clase? No, es un niño grande de quince años del equipo de fútbol de mi hermano y es guapo. ¿Quieres que te cuente un secreto? Le he escrito una carta. Y ¿qué dice la carta? Nil, no me olvides nunca aunque sea mala. María Plaza exclamaba: mientras los niños quieran a las niñas todo va bien. Pensaba cualquier cosa con tal de no hacer lo que quería hacer. Pero ya había dado suficientes vueltas. Le gustaba Paul Newman. Robert Redford no.

—¿Yuri? —Acababa de marcar el número; al final no había sido tan difícil.

—Sí, yo mismo. ¿Con quién hablo? —Aquel ruso hablaba un catalán perfecto, pronunciaba un poco más fuertes las consonantes y en especial las erres. Le gustó su tono de voz, la tranquilidad que transmitía.

—Con Nora. Quería hacerte una propuesta.

—Ah, hola, Nora, me han hablado bien de ti. ¡La pintora!

—Gracias.

—Por cierto, ¿sabes que los chinos en los viajes a Marte empezarán a poner al astronauta número doce?

—¿Qué?

—Será una puta del espacio. Como aquello que se hacía hasta el siglo XIX: en los barcos de largo recorrido iba un maricón al que se follaban todos y que casi nunca llegaba a puerto. —El ruso este acababa de decir la palabra «maricón» exactamente como lo hacía el abuelo, marcando mucho más las consonantes de lo que era necesario.

—¿Cómo dices?

—Nada, que en Rusia se están poniendo de moda unos cubiculums de dos por tres. Son como unos aseos públicos, pero con una cama. Y allí puede entrar cualquiera y hacer lo que quiera. Estoy pensando en iniciar un negocio así aquí.

—Ah, ya —dijo Nora—. No me interesa.

—No, no, ya lo sé. Tú eres de otro tipo de escuela, otro tipo de mujer. Pero le estaba dando vueltas precisamente ahora cuando has llamado.

—Ya.

—No vayas nunca a Rusia...

—No pensaba hacerlo.

—Mejor. Es mi tierra, pero... ¿por qué llamas?

—Querría que hiciésemos negocios.

—¿Es sobre tu pintura?

—¿Sobre la pintura? —Este hombre no dejaba de sorprenderla.

—Me gusta lo que pintas.

—Gracias. No, llamaba porque querría seguir haciendo de puta. Solo con algunos clientes, pocos, escogidos, poderlos valorar antes... Vamos al cincuenta por ciento. —Lo decía nerviosa, pero la manera de hablarle de él la calmaba. A aquel hombre todo le parecía lo más normal del mundo, tanto daba si hablaba del astronauta número doce, de las pinturas o de hacer de puta.

—Vale. Y ya te digo que tus cuadros me interesan.

—Gracias.

—¿Cuándo quieres que empecemos?

—Cuando tengas una propuesta.

—Ahora mismo: tengo una exmodelo de pintores. Una mujer que tiene pasta, lee mucho y tiene ganas de venir a la casa de Pedralbes. No lo ha hecho nunca con una mujer, ¿quieres probarlo? ¿Lo has hecho tú alguna vez con una mujer?

—No.

—¿Te aviso para el día y la hora?

—Sí.

Al final llamar al ruso no había sido tan difícil. Se sentó al piano. Quería pintar un nuevo cuadro. Se lo haría con una mujer. Nora ya no sabía en qué creía: ¡sé tú!, le había dicho el abuelo. Lo intentaba. Pensó en Julia: ¿por qué no se lo había montado nunca con ella? Sabía que una de las fantasías de Roberto era ver a dos mujeres follando. Por eso le gustaba tanto estar en compañía de Julia y ella; se tocaban y él las miraba. Patina y vive. Ahora la mirada se le volvió a perder en el póster: aquel caballo blanco que se imaginaba potente. Tivoli era el parque de atracciones más antiguo del mundo.