3

Acércate un momento. No puedo dejarte marchar así. Le dio un beso en los labios y le entregó una caja pequeña forrada de tela negra. Es para ti. ¡Ábrela! Ella le había dicho que parase, que necesitaba bajar del coche. Se dio cuenta de que no quería llegar a casa con aquel desconocido. Dentro de la caja había unos pendientes de oro en forma de doble hoja, y en medio de cada hoja, un diamante.

—Son de un anticuario de Segovia, Cambalache. La dueña me contó que eran de principios del siglo XIX y que los hicieron para la condesa de la ciudad, una mujer extraordinariamente bella. Desde que murió no los ha llevado ninguna otra mujer. ¡Póntelos! —dijo él con aquella sonrisa Bogart. Fuera del coche hacía frío.

—Son preciosos, pero no puedo...

—Pruébatelos. Te los quiero ver puestos. La leyenda dice que cuando la condesa de Segovia se ponía estos pendientes, los hombres caían rendidos a sus pies.

—¿De qué murió la condesa?

—Murió porque un hombre le juró amor eterno.

—¿Cómo?

—Cuando se ama no se debe prometer nada.

—¿Qué?

—Eso. Que la promesa pesa demasiado sobre el amor. Ningún amor puede aguantar juramentos ni promesas. ¿El amor es amor porque amas o porque lo has prometido? —Nacho prosiguió sin aguardar respuesta—: La condesa se casó con un hombre bello y fuerte que le había prometido amor eterno, pero el juramento los mató. Sospechaba que él se iba con otras y que a ella solo la amaba porque se lo había prometido. A pesar de que no era verdad, murió de desamor. Le explotó el corazón. Yo no sabía que el corazón pudiese explotar, pero parece que puede pasar, me lo dijo la dueña del anticuario. No te los puedes quitar. ¡Son tuyos! Ahora la condesa eres tú.

Nora había empezado a llorar. Nacho la abrazó y se le comió las lágrimas. Nosotros no nos prometeremos amor eterno. Mientras tanto daba vueltas con su dedo índice en la palma de la mano derecha de ella. Nora aún lloraba más. No llores, lo de la condesa de Segovia es mentira. Es solo una leyenda urbana. ¡La leyenda del corazón que explota por desamor! Nora sabía que no era mentira: los corazones de las personas sí que explotan por desamor. El corazón roto existe.

—Sé que me llamarás —dijo él. Ella había aceptado los pendientes.

—No lo haré. ¿Y él? —Muy poco de lo que Nora hiciese o dijese parecía afectarle.

—¿Quién?

—El hombre bello que le había jurado amor eterno.

—Dicen que se suicidó saltando del acueducto.

Cerró la puerta con fuerza y comenzó a caminar por la calle Balmes arriba. Aquella historia de amor que acababa de oír le resultaba demasiado familiar. ¡Me llamarás! Ella dijo que no con la cabeza sin girarse; los pendientes dorados brillaban entre la melena negra. No le llamaría. No lo quería. No lo amaría. Veinticuatro horas, pensó él. La incertidumbre le excitaba. Mientras tanto Nora caminaba concentrada en contar los pasos que daba. No debía mirar atrás. Veinticinco, veintiséis, veintisiete, ¿qué me está pasando? ¿Me he enamorado alguna vez? Treinta... ¿Quién soy? Treinta y dos, treinta y tres. Tiene un lunar junto al labio. No me giraré. Quien no sabe a quién ama, no sabe quién es. Yo no sé nada. Yo amo a Roberto. La verdad siempre. Regaré. Regar es como rezar con agua. Regaré mucho.