Capítulo 20

Los peligros quieren la recompensa
de los placeres.


Francis Bacon,

«Del amor», Ensayos, 1625


Cayeron con fuerza sobre los adoquines. Sintiendo que habían tirado su cerebro en un cajón, Christine susurró:

—Rebecca, ¿estás bien?

Con boca temblorosa, esta separó la palma ensangrentada de la carretera.

—P-pica.

—Sé que pica, cariño, pero no podemos pensar en eso ahora. —Sin prestar atención a sus rodillas ensangrentadas, Christine se alzó para acuclillarse, moviendo a Rebecca consigo—. Vamos a correr hasta aquella calle del final y buscaremos a alguien que nos ayude.

La pierna izquierda de Rebecca se dobló. Christine la agarró.

—Mi tobillo. Me lo he torcido —dijo Rebecca con cara triste—. Ay, Simon, ¿qué vamos a hacer?

Con el corazón latiéndole a toda velocidad, a Christine le llevó un momento darse cuenta de qué nombre había utilizado Rebecca para dirigirse a ella. Tampoco importaba. Lo que importaba era que ahora ya no funcionaría la huída que habían planeado. Aquello solo les dejaba una opción.

Christine bajó la mirada hacia Rebecca.

—Vamos a tener que escondernos en ese callejón de ahí arriba.

Enmarcado entre una cervecería y una fábrica de vidrio, el callejón estaba lleno de cajas, toneles y contenedores apilados rebosantes de basura, el refugio perfecto.

Castañeteando los dientes, Rebecca sacudió la cabeza.

—No-no puedo.

Con la mano libre, Christine estiró el brazo y apretó la mano de Rebecca para animarla.

—Sí que puedes. Y debes.

Rebecca tenía la mirada ausente, los ojos muy abiertos y estaba boquiabierta. Christine se preparó para oír un grito que seguro las delataría.

Pero el quejido que emergió de su garganta no fue mayor que el ruido de un guijarro deslizándose en una plácida corriente.

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Simon cabalgó a toda velocidad hacia Godman’s Field. Al llegar a Leman Street, vio que el carruaje de Margot ya no estaba estacionado enfrente, pero las bostas frescas de la cuneta sugerían que los caballos habían estado allí no hacía mucho. Una peluca empolvada adornada con un lazo púrpura, el uniforme de Margot, estaba tirada en la alcantarilla. Se bajó de la montura y ató rápidamente el caballo al poste.

La puerta de la tienda de Mordechai estaba abierta, la señal de la ventana rezaba «cerrado». Simon entró y se apresuró por el pasillo de máquinas silenciosas y mesas de cortar vacías hacia las escaleras. Subiéndolas de dos en dos, llegó al primer piso.

La puerta a los apartamentos privados de Mordechai estaba entreabierta. Con los sentidos en alerta, Simon pasó el umbral. Al hacerlo, el talón de la bota derecha resbaló. Miró hacia abajo. Sangre, una gran cantidad, cubría los suelos encerados.

«Por Dios, por Dios, por Dios.»

Un sudor helado le recorrió la espalda haciendo que se le pegase la camisa. Sacó la pequeña pistola de bolsillo que había llevado y siguió las manchas escarlata hasta el salón, donde encontró a Mordechai y a Margot. Bajando la pistola, Simon corrió hasta donde Mordechai estaba arrodillado a los pies de Margot, luchando con las cuerdas que la ataban a la silla. Con una sola mirada, Simon vio la sangre que caía de la cabeza canosa de su padrastro y las marcas rosas en los laterales de rostro de Margot. Hasta hacía poco había estado amordazada.

Dividió la mirada entre ambos.

—¡Madre mía! ¿Estáis bien?

—He estado mejor —admitió Mordechai.

Guardando la pistola en el bolsillo, Simon se dejó caer al suelo y se encargó de la tarea de liberar a Margot usando su navaja.

Esta asintió rápidamente.

—Sí, pero Christine y Rebecca…

—Se las ha llevado ese hombre malvado. —Mordechai miró a Simon con ojos afligidos.

Margot estiró las muñecas hacia el cuchillo de Simon.

—El primo de Christine, Hareton. Se disfrazó de mi cochero y ahora pretende usar a Rebecca como rehén el tiempo suficiente para llevarse a Christine al puerto.

Con la boca seca, Simon le pasó la navaja a Mordechai y se levantó.

—¿Por qué al puerto?

Nunca había visto a Margot llorar, pero al verla entonces supo que estaba peligrosamente cerca de hacerlo.

—Ay, Simon, pretende llevársela a Virginia.

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Jadeando, Rebecca se tambaleó hacia el callejón oscuro, con los desiguales adoquines clavándose en la fina suela de sus zapatillas. Aquellos hombres malvados las seguían. ¿O era solo uno? No se acordaba. El sudor le manchaba la frente y le salaba los ojos. ¿La visión borrosa explicaba por qué, en lugar de su hermano Simon, una chica de pelo color caramelo parecía ser la que la llevaba?

Apoyándose sobre el brazo delgado al que estaba atada, cojeó hacia el pasaje. Al entrar las recibió un olor nauseabundo.

La chica, Christine, tiró de ella hacia una pila de tablas podridas. Se escondieron detrás. Un chillido furioso salió de algo pequeño y blanco que se revolvía sobre sus pies.

Rebecca miró hacia abajo a unos ojos negros, pequeños y brillantes, y jadeó:

—¡Un ratón!

Christine le indicó que guardase silencio.

Unos pasos se acercaron hacia ellas.

—Chrissie, no sirve de nada, sé que estáis aquí.

El corazón de Rebecca palpitaba en su garganta. Era el hombre malo. ¡Las había encontrado! Se volvió hacia Christine, quien se puso un dedo en los labios.

Silbando, Hareton comenzó a caminar por el callejón. Los tacones de sus zapatos provocaban un sonido metálico contra las piedras. A Rebecca la inundó un sudor frío que le hizo castañetear los dientes. Se puso la mano libre delante de la boca para ahogar el ruido por temor a que las delatase, como había hecho aquella vez…

De pronto el silbido se detuvo y también las pisadas. Christine y ella intercambiaron miradas aterrorizadas. Los ojos de Christine se abrieron de par en par. Rebecca siguió la mirada congelada de su acompañante hacia el rostro del hombre malvado.

—Aquí estáis, tesoros. —Abalanzándose sobre ellas, el hombre malo tiró con fuerza de Christine y las arrastró a ambas.

Agarró el mentón de Christine y alzó su rostro de un tirón hacia el suyo.

—Este lugar es bonito y privado, y tenemos muchísimo tiempo hasta que zarpe el barco.

—¡Vete al infierno! —Christine le golpeó con la mano libre, pero, acorralada como estaba, Hareton evitó el golpe fácilmente.

Miró a Rebecca, torciendo la boca, con saliva acumulándose en los bordes. Se lamió el labio inferior.

—¿Te apetece mirar? —Desplazó la mirada hacia Christine—. No somos tímidos, ¿verdad, muñeca?

Del almacén cerrado de la memoria de Rebecca, la voz de otro hombre malo preguntó: «No somos tímidos, ¿verdad, cariño?».

Aquella vez sus súplicas no habían funcionado, y al mirar a los ojos malvados de aquel hombre supo que entonces tampoco funcionarían. Una de sus muñecas todavía estaba atada a la de Christine, pero en su interior se soltó un nudo invisible.

—¡Déjala! —gritó Rebecca hincando los dedos en la cara estupefacta de su atacante.

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«¡Aaaah!»

Luchando para buscarlas entre las explicaciones confusas de varios vendedores ambulantes furiosos, Simon oyó el grito que provenía de un callejón al otro lado de la calle. ¿Rebecca o Christine? Con el corazón palpitando con fuerza, salió corriendo.

El callejón era oscuro como la noche y nauseabundo como una alcantarilla. Sacando el arma, se adentró en él. Tanto agradeciendo como maldiciendo, Simon descubrió que la oscuridad no solo lo ocultaba a él sino al trío de sombras del lado opuesto.

—Acabo de decidir que en realidad no necesito ningún rehén. —Con la cara roja, Hareton Tremayne apoyó la culata del revolver en el pecho de Rebecca.

—Entonces nos tendrás que matar a las dos. —Christine tapó con dificultad el cuerpo de Rebecca con el suyo, al mismo tiempo que atacaba a su primo con la mano y el pie libres.

Bañado en sudor, Simon se acercó más. Todo lo que amaba, todo lo que le importaba estaba a unos pocos pasos. Por primera vez en años, rezó: por una mano firme, un ojo certero, un milagro o algo parecido.

Echó hacia atrás el martillo de su pistola y apuntó.

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El ruido de la pistola rugió en el estrecho callejón, un bombardeo casi ensordecedor resonó entre las paredes de los dos edificios. Christine pestañeó ante el picor del polvorín y esperó a que la inundase un dolor abrasador. Cuando no ocurrió, abrió los ojos y se volvió hacia Rebecca, también inmóvil. La hermana de Simon estaba pálida, pero la única sangre que tenía encima era la de Hareton.

Christine bajó la mirada. Su primo estaba tirado en el suelo encogido, agarrándose el hombro ensangrentado.

—¡Ayúdame!

Riachuelos de sangre salían entre los dedos separados de la mano que le tendía.

Intentó sentir lástima, pero la única emoción que notaba era alivio. Dando una patada a la pistola para alejarla de su alcance dijo:

—Volveré en cuanto encuentre a un agente. —Dándole la espalda, agarró a Rebecca por el hombro y la guio a la entrada del callejón.

Simon apareció entre el humo que se dispersaba.

—¡Simon! —Saludando con fuerza con el brazo libre, se dirigió a él con Rebecca a su lado.

Se reunieron a mitad de camino. Unos brazos fuertes, los brazos de Simon, envolvieron a Rebecca y a Christine. Enterrando la mejilla en el pelo de Christine, acariciándole el moflete con la nariz, dijo:

—Estás a salvo. Estoy aquí.

Christine cerró los ojos, agarrándolo tan fuerte y tan cerca como podía. Sin palabras, apretó la mejilla contra el lateral de su cuello húmedo y dejó salir las lágrimas.

Estaban a salvo. Simon estaba allí, al menos por el momento.

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Más tarde aquella noche, Christine encontró a Simon en la biblioteca de Margot, con una copa de coñac colgando de su mano. De pie junto a la puerta, se dio un momento para admirar su robusta belleza. Las lámparas gemelas sobre la repisa de la chimenea eran la única fuente de luz, la última reflejando sus rasgos de perfil. Con grandes medialunas amoratadas bajo los ojos y el cabello negro como la noche peinado hacia atrás, le recordaba mucho a cuando lo vio la primera vez en el ático de Madame LeBow. Un ángel negro, su ángel negro, si no fuese por…

—Aquí estás. —Simon levantó el libro de su regazo y la saludó con una sonrisa agotada.

Se sentaron juntos en el sofá. Él le agarró la mano, entrelazando sus largos dedos con los de Christine.

Para comenzar una charla trivial, ella dijo:

—Margot y el inspector jefe Daniels se han gustado bastante. Antes de salir de la comisaría la ha invitado a cenar. Se acaban de ir.

La boca de Simon se relajó en una sonrisa.

—Me alegro. —Dudó, borrando la sonrisa—. ¿Y Rebecca?

—La señora Fitz le ha hecho un ponche y ya duerme como un corderito. Todavía está sobrepasada, por supuesto, pero está en sus cabales.

Simon sacudió la cabeza.

—Y pensar que todos estos años su curación pasaba por tratar de liberar el dolor.

—Todo lo que importa ahora es que está en el camino correcto para ponerse bien. —Le apretó la mano antes de separar la suya—. Sé que es difícil, pero intenta ser paciente.

Él hizo un mohín.

—La paciencia nunca ha sido una de mis cualidades, pero lo intentaré. —Su mirada se centró en ella—. Y tú ¿cómo te encuentras?

—Unos cuantos arañazos y moretones, nada que no se solucione —dijo forzando una sonrisa insegura—. Los Tremayne somos tipos duros. Simon, ¿qué va a pasar con Hareton?

Él endureció la expresión.

—En cuanto se recupere será procesado. El secuestro es un delito capital.

Christine tragó saliva.

—¿Lo van a ahorcar?

Él entrecerró los ojos.

—No me digas que después de todo lo que te ha hecho sientes piedad por él.

—No es piedad, sino… —«Dios mío, ¿cómo lo explico?»—. He pasado gran parte del año creyendo que había cometido un asesinato. Incluso sabiendo que le había golpeado en defensa propia, era una carga muy difícil de soportar. Hareton se merece que lo ahorquen, pero no soy capaz de dejar de pensar que en parte yo seré responsable.

—Algunos hombres han nacido para la horca y tu primo es uno de ellos. Su destino lo ha creado él. —Su mirada se suavizó—. Pero si te va a tranquilizar, veré qué puedo hacer. Como antiguo vicecomisionado, quizá pueda hacer que reduzcan su pena a una vida entre rejas.

Christine soltó un suspiro de alivio.

—Gracias.

—Bueno, arreglado esto, tengo algo para ti. —Le soltó la mano para meterla en el bolsillo. Como Christine esperaba, sacó una pequeña caja de terciopelo. Se la acercó—. Cásate conmigo, Christine.

Simon levantó la tapa de terciopelo. Un destello de fuego le hizo bajar la mirada. Un gran diamante cubierto de rubíes la saludaba desde su nido de satén color crema.

—Es precioso —dijo, sintiéndose más triste de lo que había imaginado.

Simon estiró la mano en busca de su mano izquierda.

—No te preocupes si el aro es demasiado grande. Haré que lo modifiquen para que te quede bien antes de la boda.

Apartando la mano, ella dijo:

—No lo puedo aceptar. Lo siento.

Simon cerró la caja de un golpe.

—Entonces volveremos juntos por la mañana y seleccionaremos una piedra más acorde a tus gustos.

Ella soltó un soplido tembloroso.

—No es el anillo, Simon.

Con expresión cautelosa, él preguntó:

—Entonces, ¿qué es?

Ya sin sentir enfado, se obligó a hacerle el menor daño posible.

—Esta mañana cuando iba a desayunar oí las cosas que le decías a Margot.

—Supongo que eso explica por qué estaba tu colgante en la maceta, ¿no? —Al ver que asentía de modo reacio, preguntó—: ¿Qué escuchaste exactamente?

—Lo suficiente para saber que debido a lo que ocurrió entre nosotros anoche te sientes obligado a casarte conmigo. Pero, Simon, no lo estás. No me quitaste la virginidad. Yo te la entregué del mismo modo que te entregué mi corazón, libremente y sin ninguna obligación.

Simon expulsó un suspiro agotado.

—¿No confías en que estoy haciendo lo correcto para ambos?

Ella sacudió la cabeza.

—No voy a aceptar tu apellido sabiendo que no tengo tu corazón. Ni voy a vivir con el miedo de que mi pasado sea tu ruina. —Sintiendo que unas bandas de acero le aprisionaban los pulmones, se detuvo para respirar—. Con el tiempo acabarías odiándome por ello.

Con expresión furiosa, él le volvió a agarrar la mano.

—Yo nunca te odiaría. —Las luces y las sombras perfilaban los músculos de su garganta—. Soy un hombre de negocios, no un poeta. No siempre me resulta fácil expresar mis sentimientos, pero eso no significa que no los tenga. —Se llevó la mano de Christine a la boca y le dio unos besos suaves en los dedos—. Créeme, Christine, los tengo.

—Lo sé —dijo apartando la mano con un suspiro—. Pero aun así no es suficiente.

—¿Qué sería suficiente? —Cuando Christine rechazó responder, se le ensombreció la mirada—. ¿Quieres que nos separemos entonces? ¿Después de todo lo que hemos pasado?

Christine movió la cabeza, triste pero resuelta.

—Durante estos últimos tres meses he dejado que hicieses de mí tu mascota, que me moldeases en tu idea de cómo debía ser una verdadera dama. He trabajado tan duro para contentarte que he perdido la visión de quién soy realmente: Christine Tremayne, la hija del lechero y orgullosa de serlo.

Él tiró de ella hacia sí haciendo que la caja del anillo cayese a la alfombra a sus pies.

—Eres mucho más que eso. Puedes ser todo lo que se te ocurra.

Incluso enfrentado a la posibilidad de perderla, Simon no estaba dispuesto a aceptarla por quien era. Decidida, ella se levantó para irse.

—Soy quien soy, y hasta que no me puedas valorar por ello no podemos pensar en un futuro para nosotros.

Él se alzó junto a ella.

—Christine, no te puedo dejar marchar. No te voy a dejar marchar —dijo agarrando su rostro entre las manos—. Si la razón no te convence, convéncete con esto.

Apretó la boca contra la suya. El beso le dolía a pesar de que Simon lo hacía con cuidado. Por un instante, su voluntad se debilitó y se derritió contra él. Como sintiendo su vacilación, Simon deslizó una mano por su torso, marcando con su calor los pechos, la barriga y la curva entre los muslos.

En medio del tumulto, Christine encontró la fuerza para separar su boca de la de Simon.

—¡No es suficiente!

Simon dejó caer las manos, pero su mirada herida aún mantenía la de Christine.

—¿No hay nada que pueda decir o hacer que te haga cambiar de opinión?

Sacudiendo la cabeza, Christine se dio la vuelta.

La voz de Simon, ronca de la emoción, la llamó:

—Christine, te quiero.

Con lágrimas en los ojos, ella no se volvió.

—Quieres a una criatura que tú has creado, un reflejo de tus valores, tus pasiones, tus gustos. Es encantadora, pero no soy yo, querido Simon. No soy yo.

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Ante la puerta de su casa, Margot hurgaba en el bolso de mano buscando las llaves. Sentía los dedos torpes por la proximidad de su acompañante, que la miraba desde el escalón de mármol anterior. El inspector jefe Drew Daniels había insistido en acompañarla hasta la puerta y ella no se había quejado.

—¡Aquí está! —Agarrando la llave con una mano húmeda, se volvió y lo encontró junto a ella—. Gracias por esta agradable noche, inspector.

—Drew —la corrigió él con una sonrisa.

El brillo parpadeante de las lamparas redondas que enmarcaban su puerta dibujaba los planos de su atractivo rostro, suavizando las líneas de expresión y matizando sus sienes plateadas.

—Drew. —Le sonrió y se preguntó si realmente era demasiado pronto para invitarlo a entrar.

Realmente parecían compatibles. Durante la cena en el restaurante Paddy Green’s Song and Supper Rooms le había hecho, interesado, preguntas inteligentes sobre temas relacionados con dirigir una exitosa academia para damas. Cautivada por la novedad de que un hombre mostrase interés en su trabajo, se encontró charlando libremente como si se tratara de un viejo amigo. El submundo londinense, había insistido él cuando había intentado sacarle información, no era un asunto adecuado para los oídos de una dama. Después ella le convenció, aunque sospechaba que en su mayor parte había restado importancia a los peligros.

El inspector jefe la examinó.

—Me gustaría mucho besarte. ¿Puedo?

Realmente era un hombre muy agradable, así como elegante. Margot se humedeció la boca, repentinamente seca, con el corazón latiendo a toda prisa.

—Sí.

No era tan alto como Simon, pero aun así tenía que encorvarse para besarla. Apoyó la boca contra la suya y el tacto de su mostacho cuidadosamente recortado le provocó un ligero cosquilleo. Un momento después olvidó el mostacho y él empezó a mover la boca. Fuerza disfrazada de dulzura, pasión aderezada con paciencia, su beso expresaba la certeza de un hombre acostumbrado a mandar por su maestría, no por la fuerza. Que mantuviese las manos respetuosamente en los lados hizo darse cuenta a Margot de las ganas que tenía de sentirlas en sus pechos, en el interior de sus muslos, en todas partes.

Cuando dio un paso atrás, el pulso de Margot aumentó y le temblaban las piernas.

—Ha sido…

—¿Mágico? —sugirió con una sonrisa cómplice—. Sé que nos acabamos de conocer, pero ¿mañana sería demasiado pronto para volver? —Le pasó un dedo por la mejilla provocándole un escalofrío.

Sonriendo, Margot sacudió la cabeza.

—No eres un hombre que crea en perder el tiempo, ¿verdad?

En realidad, mañana no era suficientemente pronto. Lo quería ahora, en ese instante, pero también temía ofenderle pareciendo menos que una señorita.

Él dejó caer la mano y dio un paso atrás con expresión contrita.

—Perdóname, no quería presionarte. Es solo que… Maldita sea, tengo cincuenta años. —Mirando al escalón, admitió—: He estado solo desde que mi mujer murió el año pasado y, en general, contento hasta que… te he descubierto hoy. —Un delator color sonrosado apareció en los contornos de su barbuda mandíbula.

Margot estiró el brazo rozando con los dedos la anchura de su hombro.

—En ese caso, mañana será perfecto.

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Simon pasó el resto de aquella larga y solitaria noche en la biblioteca. En algún momento después de medianoche oyó llegar a Margot; pero se quedó ahí, demasiado abatido para salir en busca de la compasión de su sabia consejera. Además, sospechaba que ya sabía lo que le diría.

Eres un completo idiota.

Terminando el oporto, se dio cuenta de que había llevado muy mal todo aquello del matrimonio. Ni una vez contempló la idea de que Christine pudiera rechazarlo. Ahora que lo había hecho, bastante tajantemente, estaba perdido sobre qué hacer consigo mismo o con ella. No mucho antes se habría rebajado a acosarla o seducirla, pero ahora aquellas torpes tácticas no parecían dignas. Christine había crecido durante los últimos meses. No podía forzarla a casarse con él, igual que tampoco podía retirar las crueles palabras que había soltado tan a la ligera aquella misma mañana. Fuera de contexto, sus preocupaciones sobre el honor, el deber y la reputación debían de haber sonado muy condenatorias.

No fue hasta altas horas de la madrugada cuando se armó de valor para subir las escaleras hasta la habitación que habían compartido tan brevemente. Entonces ya había decidido, «¡que les parta un rayo al honor, al deber y al orgullo!». Fuera lo que fuese lo que hiciera falta para que cambiase de opinión, fuera lo que fuese lo que considerara suficiente, estaba preparado para dárselo. Respiró hondo y entró en la habitación, solo para descubrir que se había armado de valor demasiado tarde.

Christine se había ido.