Capítulo 3

Seguro que seremos perdedores
cuando peleemos contra nosotros mismos,
es una guerra civil, y en todas esas disputas
los triunfos son defectos.


Charles Caleb Colton,

Lacon, 1825


«Piensa, Simon. Piensa.»

Simon miró con ojos cansados los números romanos del pequeño reloj que había sobre la esquina de su escritorio. Las doce menos cuarto. Llevaba más de dos horas encorvado sobre el escritorio de mármol de su alcoba esforzándose en escribir la carta a Margot como si fuese su discurso inaugural en el Parlamento. Solo era una carta, por Dios, un par de líneas escritas en un folio. ¡No era tan complicado!

Pero era terriblemente complicado tratar de explicar a una antigua amante por qué debería aceptar, alimentar, alojar y educar a una extraña. Una mujer extraña que resultaba ser una prostituta, una antigua prostituta.

Cierto era que suponía un reto, lo que se demostraba con la docena de bolas de folios arrugados que yacían sobre su alfombra oriental. Y porque su cabeza no dejaba de pasar del papel a su «prima», que dormía a escasas cuatro puertas más allá. Al menos creía que dormía. Nadie había oído ni pío de ella desde que había devorado el contenido de su bandeja de la cena y pedido un segundo pedazo de tarta que también se había zampado.

¿Cómo trataría Disraeli la situación si estuviese en el lugar de Simon? Dizzy no acabaría bajo ninguna circunstancia en el lugar de Simon. Era su rival, Gladstone, quien merodeaba por las calles de East London para reformar a prostitutas, ese viejo estúpido santurrón.

Benjamin Disraeli no era tonto, santurrón ni nada similar. Y hasta —Simon consultó el reloj una vez más— diez horas y veinte minutos antes, él tampoco se consideraba tonto.

Pero se había comprometido con aquel objetivo, aquel estúpido objetivo, y ahora no podía hacer otra cosa que cumplirlo. Decidido, sacó la pluma y se esforzó en ordenar sus dispersos pensamientos. En el vestíbulo, el reloj de pie tocó la medianoche. Frotándose la frente, Simon decidió que era inútil. Al día siguiente defendería la situación de Christine en persona, confiando en el elemento sorpresa —y su larga amistad— para convencerla.

Se rindió y dejó la pluma en su lugar. «¡Demonios!»

Agarrándose la mano herida, se levantó dando un suave puntapié a su silla. Aún cuando la sangre goteaba a través del vendaje, tenía que luchar para quitarse de la cabeza las imágenes de la Criatura. De Christine. Christine en el ático con su mirada fulminante justo antes de hundir los dientes en su mano. Christine en la bañera, casi desnuda, con el labio inferior temblando de tal manera que tuvo ganas de besarla hasta borrar todas sus preocupaciones y su dolor.

A pesar de que la mano le escocía, notó que su sexo se endurecía. Si fuese supersticioso, culparía a la luna llena, que dejaba entrar un rayo brillante a través de la ventana. Sonrojado, apagó la lámpara del escritorio, se dirigió a la ventana, tiró la venda y observó la plaza enmarcada por los setos. Salvo la iglesia que presidía la esquina opuesta de la calle, las ventanas de la hilera de mansiones de la era georgiana frente a la suya estaban uniformemente oscuras y en silencio.

Afinó el oído para escuchar el tráfico de la calle cercana, Regent Street. A su alrededor reinaba el silencio, haciendo que la ausencia de ruidos se convirtiese en un sonido muy particular. Qué diferente era aquello del bullicioso vecindario de Whitechapel de su niñez. En aquella época se quedaba dormido escuchando las riñas en gaélico de la vieja pareja irlandesa del piso de arriba, los gatos maullando en el callejón bajo su ventana y las dulces baladas masculladas por los borrachos que se congregaban en la puerta de Las Tres Monjas.

¿Cómo podía ser alguien capaz de dormir en medio de aquel silencio? A su izquierda estaba Regent’s Park, pero incluso la parte exterior del parque estaba desierta a aquellas horas. Excepto una pareja de amantes que tiritaban en un banco de hierro forjado junto a York Gate, sus vecinos parecían haberse retirado a dormir, precisamente lo que él debería estar haciendo.

Oyó un chasquido sobre su cabeza. Se echó hacia atrás al ver una delgada silueta aterrizar en la cornisa, a escasos metros de él. ¿Un ladrón? Iluminada por la luz de la luna, la figura se deslizó por las tejas hasta la esquina de la casa donde la cañería rozaba las ramas superiores de un viejo roble. Para llegar allí tendría que pasar por delante de la ventana de Simon. Con los brazos estirados, se preparó para agarrarlo.

Su siguiente paso hizo que el culpable acabase en el centro del rayo de luz de luna. No, no podía ser. Una brisa batió las amplias faldas sobre un par de largas y ya familiares piernas, y él dejó caer los brazos.

Era la Criatura. La señorita Tremayne. Christine.

Abrió la boca para llamarla, pero la cerró. Hacía poco que había llovido. Las tejas debían de estar aún mojadas y los canalones llenos de hojas de roble. Si la asustaba, aquella tonta podía tropezarse. Y caer de una casa de tres pisos sería casi seguramente letal. Aunque consiguiese no romperse el cuello, había que pensar en los brazos, las piernas y la columna vertebral. Casi podía oír a los chicos de los periódicos gritando los titulares: «Vicecomisionado secuestra a una señorita de la noche para un día de distracción… Prostituta cae muerta en la casa del aspirante a parlamentario».

Observar sus pasos temblorosos hacía que se le empapase la frente con sudor. Calculó el tiempo que le llevaría arrancar las sábanas de la cama, enrollarlas para hacer una cuerda improvisada y lanzársela. Demasiado tiempo, decidió. Conteniendo la respiración, vio cómo se acercaba al árbol. Casi había llegado cuando…

«¡Aaaah!»

Patinó sobre la barriga, con los pies colgando y las manos intentando agarrar los ladrillos. El corazón de Simon se desplomó. Ya estaba con medio cuerpo fuera de la ventana cuando vio que una maceta vacía de un balcón y la cornisa del segundo piso habían detenido su caída. Con el pecho agitado, trató de calmarse. La vio caminando por los ladrillos, justo debajo de él; comenzó a escalar de nuevo hacia arriba, con las manos rodeando la cañería. La indecisión paralizó a Simon. Si intentaba esperarla a mitad de camino podía empeorar mucho las cosas. Pero si no lo hacía y se volvía a caer… Sintiéndose diez años mayor de lo que era pocos minutos antes, Simon metió el cuerpo en la habitación.

Ella llegó a la cornisa y se dejó caer contra la pared. El árbol, su claro objetivo, estaba a menos de treinta centímetros. Las ramas superiores eran robustas y Christine no podía pesar mucho más de cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Pero, Dios Santo, estaba oscuro. Y húmedo. Y resbaladizo, por supuesto.

Christine desapareció de su campo de visión. Simon se tensó, esforzándose por hacer el menor ruido posible. Un momento después se oyó un tenue golpe seco, después el crujido de las ramas de un árbol y un sollozo reprimido. El tictac del reloj del bolsillo de la bata de Simon marcaba los segundos mientras ella descendía por el árbol. Un segundo golpe seco y un gemido anunciaron que había llegado al suelo, probablemente de una pieza y razonablemente en buen estado. Simon se apresuró a su armario. Para cuando se quitó la bata, se vistió y volvió corriendo a la ventana, ella ya se había ido.

Examinó el patio delantero cerrado y, más allá, la calle silenciosa y el parque ahora vacío. Demonios. Parecía que el tiempo había llevado a sus casas a las únicas dos personas que podían haber sido testigos de la huida de Christine y a dónde se dirigía.

No importaba. Sabía a dónde iba.

vinheta

Christine abrió la puerta de la calesa y salió, apretando los dientes cuando los amoratados puentes de sus pies tocaban el adoquín.

Desde su asiento, el conductor le llamó la atención.

—¿Estás segura de que quieres que te deje aquí?

Estaban ante el antiguo negocio de Madame LeBow. La casa rosada de listones con sus columnas amarillas brillantes y sus moradas molduras de jengibre parecían todavía más sórdidas con las ventanas selladas y un letrero de madera, «Los V-A-G-A-B-U-N-D-O-S serán detenidos», clavado sobre la puerta principal. Definitivamente no era el destino que debía de haber esperado el conductor cuando Christine lo detuvo en la esquina de Regent Street.

Levantando la vista hacia el hombre, lo descubrió echándole un vistazo. Un desagradable escalofrío le recorrió el cuerpo.

—Sí, estoy segura.

Dado su estado —el vestido rasgado, los arañazos en la cara y los brazos, las hojas enredadas en su pelo—, probablemente el chofer se preguntaba si le pagaría el trayecto. Ella metió la mano en el bolsillo rezando por que las monedas que había encontrado en el fondo del cajón de un tocador siguiesen ahí y no se hubieran perdido entre la hierba del jardín del señor Belleville.

Milagrosamente no se habían caído. Suspiró, su alivió teñido ligeramente con un sentimiento de culpa. Nunca antes había robado, pero con una valiosa vida en juego no parecía un pecado importante. Además, si el señor Belleville le hubiese permitido llevar con ella a Puss desde el principio, no estaría en su situación actual. Persuadida por esa idea, contó cuidadosamente las monedas: cincuenta y cuatro peniques. Por suerte, estaban todas allí.

—¿Cuánto es? —preguntó, y luego pensó que quizá debería haber preguntado por el precio antes de sacar a la vista toda su fortuna. Si hubiese estado sola, se habría golpeado el lateral de su cabeza hueca. ¿Acaso las últimas dos semanas no le habían enseñado nada?

El conductor se rascó el lateral de la peluda mandíbula con una sonrisa lasciva en la boca.

—Dímelo tú —contestó con voz empalagosa moviendo las cejas.

Por aquel entonces ya había visto esa mirada masculina las veces suficientes como para saber que implicaba problemas. Iluminada desde atrás por la farola, solo esperaba que él no pudiese ver a través de su vestido de verano, un desecho de las doncellas de Belleville. Por desgracia, ni los zapatos ni la ropa interior formaban parte de la donación: semanas atrás había renunciado a la modestia y al orgullo. Lo dejaría mirarla embobado el tiempo que quisiera siempre que no la tocase.

El único momento en el que se sintió avergonzada, verdaderamente avergonzada, fue durante el episodio de la bañera, cuando sintió la mirada fría y oscura del señor Belleville deslizándose por su cuerpo. «¿Cinturón o látigo?», había preguntado con el mismo tono directo con el que alguien que sirve el té de las cinco pregunta «¿limón o nata?». Pero la mirada que le había dedicado, entre lástima y disgusto, le había hecho desear estar un poco menos sucia, un poco menos delgada y un poco menos llena de cicatrices.

Aunque no importaba, se recordó, porque no lo iba a ver nunca más. Cuando encontrase a Puss, acamparía allí para pasar la noche y con la primera luz se pondría todo lo presentable que pudiese y comenzaría a caminar. Aquella vez se había propuesto ir solo a los «buenos» barrios. Llamaría a todas las puertas si era necesario, hasta que alguien accediese a darle un trabajo honesto. Daba igual lo humilde de la tarea, lo haría siempre que no incluyese «aquello».

«Aquello» era lo que Madame LeBow pretendía hacerle hacer, e incluso ahora Christine se avergonzaba al pensar qué inmadura pueblerina, qué idiota había sido al creer por un solo instante que aquella mujer de intensos coloretes rojos y vestida de manera indecente podía ser el ama de llaves de un hogar respetable. Pero la mujer que dirigía la pensión que alojaba a Christine la había presionado para que aceptase, asegurando que su «amiga» regentaba una casa muy buena. Con su último cuarto de penique y el estómago tan vacío como sus posibilidades, Christine se dio por vencida. Las dos mujeres intercambiaron miradas petulantes y un escalofrío le recorrió la columna.

Para cuando vio qué tipo de casa era la que regentaba la señorita LeBow ya era demasiado tarde. La sopa narcotizada que había devorado nada más llegar hizo un rápido efecto y cuando uno de los matones de Madame LeBow la agarró y colgó sobre su fornido hombro, sus extremidades eran ya las de una muñeca de trapo. Se despertó en el ático con jaqueca, la boca pastosa y la madame vigilándola amenazantemente. Su «sarnoso animal» y ella estarían encerrados, le dijo, hasta que entrara en razón o se pudriesen.

Debilitada por el hambre y medio loca tras pasar días y noches en una constante oscuridad, Christine estaba a punto de darse por vencida cuando el Ángel Negro, el señor Belleville, como ahora sabía que se llamaba, la encontró. A pesar de sus modales despóticos y la manera en la que había simplemente eludido cualquier mención a su gato, no podía evitar sentirse agradecida. Al fin y al cabo la había salvado de convertirse en una mujer de mala vida. Si las circunstancias hubiesen sido diferentes, quizá le habría gustado ir a la escuela de la que él le había hablado. Gratitud, esa debía de ser la razón por la que la idea de no verlo nunca más, de no tener la oportunidad de despedirse adecuadamente, hacía que su ánimo ya decaído empeorase todavía más.

Moviéndose en el asiento, el conductor se metió la mano en la capa para recolocarse.

—No tengo toda la noche. Decídete, ¿cuánto va a ser?

El miedo le revolvió el estómago lleno, pero se tranquilizó lo suficiente como para dividir la mitad de las monedas y alcanzárselas a él.

—Toma. Esto es todo lo que te doy.

El hombre le quitó las monedas de las manos e intentó agarrarle la muñeca, pero Christine la retiró antes de que pudiese cerrar los dedos a su alrededor.

La mano cubierta por un guante negro desapareció bajo su ropa. Agarrando las riendas, masculló:

—Puta piojosa. Te crees que eres la maldita reina de Inglaterra…

Antes Christine se hubiera quedado impactada de que le hablasen así, pero ahora se limitó a darse la vuelta. Esquivando basura y cristales rotos, se dirigió a los escalones de cemento del burdel rezando por tener la valentía para entrar. Suponiendo que lo consiguiese, ¿tendría la suerte de encontrar a Puss todavía allí? La suerte nunca había sido una característica de los Tremayne, salvo si tenía en cuenta la mala.

Antes de que Hareton llegase, los cinco años de vida terrenal de Puss habían consistido en comidas regulares, un plato diario de leche y noches acurrucado en la almohada de Christine. Incluso tras su destierro al granero, allí tenía paja cálida, ratones gordos y las entregas nocturnas de Christine de los más selectos restos de la cena. Su gato no tenía más idea que ella de cómo sobrevivir en las calles londinenses.

Llegó al último escalón y examinó la ventana de la planta baja, sellada como un ataúd. Para entrar necesitaría un empuje de metal o algo que le sirviese como palanca. Volviendo sobre sus pasos, miró hacia arriba. Las ventanas de los pisos más altos también estaban selladas. Alguien, el señor Belleville sin duda, había sido muy riguroso. Volviendo a subir las escaleras, se sintió casi aliviada. El episodio anterior en el tejado la había puesto nerviosa. Dudaba de que fuese capaz de volver a atreverse a escalar algo tan empinado en algún tiempo. No, la puerta era el único modo de entrar.

Tirando de la tabla, concentró cada ápice de su fuerza en sacar los clavos. La luz de la farola de la esquina la iluminaba tenuemente, aunque no lo suficiente. Se guiaba principalmente por el tacto, concentrándose en el borde que parecía tener menos clavos.

Se esforzaba, tirando, empujando y metiendo los dedos en cualquier hueco que pudiese servir como punto de palanca. Hacía tanto frío que podía ver el humo de su respiración, pero el sudor se deslizaba entre sus brazos. Un borracho se acercó a inspeccionar su obra, exhalando un aliento con olor a ginebra en su cara y preguntándole su nombre. Cuando ella le pidió ayuda, prefirió seguir andando. Pasó un carruaje. Se asustó temiendo que hubiese vuelto el conductor de la calesa, pero era un transporte privado y se detuvo solo el tiempo suficiente para dejar a cuatro hombres adinerados en la puerta del casino de enfrente. Christine contuvo la respiración, aunque no parecían interesados en ella, así que se volvió para seguir con su trabajo. Tras esto, no se molestó en alzar la vista, ni siquiera cuando la humedad dejó paso a una fría llovizna.

—¡La una en punto!

Reteniendo un jadeo, se agachó bajo la sombría puerta. Esperó con el corazón latiendo con fuerza a que el sereno pasase, encogida tras un pilar. El corazón le repiqueteaba en los oídos. Ya la habían marcado como una puta, lo último que necesitaba es que la arrestasen por allanamiento de morada.

El sereno pasó tocando la campana. Christine se quedó observando, con la boca seca, hasta que giró en la siguiente calle. Temblando de alivio, salió de su escondite para inspeccionar la puerta. La tabla casi no se había desplazado. Sus dedos eran un desastre rasgado, lleno de astillas y de sangre; se sentía como si su cuerpo hubiese pasado por una trilladora y, aun así, aquella maldita cosa no se había soltado, no lo suficiente. Se desplomó sobre el último escalón.

«No llores, Christine. No, ni se te ocurra.»

Chupándose los nudillos agrietados, miró a su alrededor. Quizá lo había hecho mal. Tal vez en la confusión de aquel día, Puss había conseguido salir. Ni siquiera en la granja había sido muy aventurero. Puede que estuviera deambulando cerca esperando a que le dejasen entrar.

Christine se puso de pie, buscó en el bolsillo la caja de cerillas y la vela que había encontrado antes. Gracias a Dios se le había ocurrido envolver las cerillas en un pañuelo. Si no lo hubiese hecho, estarían tan empapados como ella. Encendió la luz y volvió a meter las cerillas en el bolsillo.

—Gatito, gatito, gatito… Puss, cariño, ¿dónde estás, tesoro?

Meciendo la luz, encontró un camino a través de la basura hacia la parte trasera del burdel, agradecida de que los callos le protegiesen la planta de los pies. Ronca de llamar al gato, examinó la estrecha área del patio, después el callejón adyacente y de nuevo el patio. Encontró varios gatos, incluida una camada entera metida bajo una cesta del revés, pero no a Puss.

Después la vela se agotó.

La cera se escurría por su mano. Tirando la llama gastada, sintió que sus lágrimas de enfado se mezclaban con el agua de la lluvia y descendían por sus mejillas. Volvió hacia la casa, con la mirada fija en el frontón superior. Bajo aquel enorme pico estaba el ático. Y en el ático estaba Puss.

La puerta de la cocina también estaba cegada. Lanzándose hacia ella, golpeó la madera.

—¡No, no, no!

Creyó oír un crujido de la gravilla, pero estaba demasiado hundida en la miseria para alzar la mirada. Por el rabillo del ojo entrevió un rayo de luz. Excesivamente dorado para ser la luna, su brillo y su tamaño parecían aumentar cada vez que respiraba. «Que vengan y me lleven», pensó desafiante, sin que apenas le importase que fuera una brigada de ratas, el sereno o el borracho con quien se había cruzado antes.

Un duro brazo la agarró por la barriga. Abrió la boca para gritar, pero una mano enguantada le tapó la boca.

—Silencio, tonta, o te llevaré ante las autoridades yo mismo.

Era él, su Ángel Negro. El señor Belleville. Una absurda alegría surgió en su interior, un alivio tan fuerte que sintió que le temblaban las extremidades.

—Si te suelto, ¿prometes no salir corriendo?

Notando el sabor a cuero, asintió.

Él comenzó a soltarla y se detuvo.

—Y nada de morder, ¿entendido?

Ella asintió de nuevo y esta vez él la soltó.

Giró sobre sí misma para mirarle a la cara mientras él se inclinaba para recuperar su farol.

—¿Qué hace…?

—¿Qué hago «yo» aquí? —Con el ceño fruncido y la boca apretada, dejó el farol en el suelo y se irguió. Se acercó sobre ella y le preguntó—: ¿Qué estás haciendo «tú» aquí? No me digas que extrañas tu antigua vida tan pronto.

Aquel era un comentario cruel, pero Christine reconoció que se lo merecía. Golpeando el pelo mojado pegado a su mejilla dijo:

—Sabe perfectamente por qué he vuelto.

Él no llevaba sombrero y el pelo, tan mojado como el suyo, resplandecía como azabache pulido.

—Supongo que eres lo suficientemente terca y tonta como para arriesgarte a pillar una neumonía por recuperar a ese bicho sarnoso del demonio.

Ella alzó la barbilla.

—Bicho sarnoso… Puss es el mejor cazador de ratones de Nantwich, el gato más inteligente y tierno del mundo, y usted es demasiado frío para entenderlo.

—¿Así que Nantwich? —Una mirada de satisfacción se extendió en su rostro cubierto por las sombras.

¡Había perdido a su gato y ahora había revelado su procedencia! Derrotada, se dejó caer clavando las rodillas en el lodo.

—Ayúdeme, por favor. —Los hombros le temblaban. Todo su cuerpo temblaba. Los suspiros aparecían tan rápido y con tanta fuerza que incluso la tierra bajo sus pies debía de estar temblando.

Con los ojos como platos, él le alcanzó una mano para que se levantase, pero Christine se negó a agarrarla.

—Señorita Tremayne… Christine, por favor… No debes hacer esto. Te vas a poner enferma.

Ella enterró la cara entre sus manos.

—No me importa.

—Pero a mí sí. —Se inclinó y tocó con un dedo la uña rota y sangrante de su dedo pulgar, con una astilla enterrada en la carne—. No merece la…

—Es… es todo lo que te…tengo. —Separó las manos y dirigió la mirada llorosa a su rostro—. Haré cualquier cosa que me pida. Cualquiera. —Más allá de la vergüenza, más allá del orgullo, estiró los brazos y le agarró las rodillas.

—Detente. —Él se separó, y de pronto todo lo que Christine podía ver era su guante, que parecía cada vez mayor y más oscuro ante sus ojos.

Ella soltó la piernas y movió los brazos con rapidez para protegerse la cara.

No ocurrió nada. Unos metros más allá ladraba un perro. Seguía sin ocurrir nada. La lluvia se redujo convirtiéndose en un tamborileo y seguía sin ocurrir nada. Ella bajó los brazos y abrió ligeramente un ojo y después el otro.

El señor Belleville estaba ante ella, con el ceño fruncido y una de sus botas dando golpecitos a un adoquín.

—Creo que se conoce como «ayuda». —Estiró una mano, desafiándola con la mirada a que la rechazase.

Esta vez la aceptó.

Él la levantó y la soltó. Desabrochándose el gabán, se lo quitó y le hizo un gesto para que se girase. Ella lo hizo y notó el abrigo sobre los hombros, envolviéndola con calor corporal y ron de malagueta.

—Mejor así, antes de que te mueras —masculló Simon ciñéndole la prenda, su aliento de alcohol rozando la mejilla femenina.

Christine metió las manos en los bolsillos. Al hacerlo, notó algo sólido y pesado que tiraba del forro de seda. Era una palanca. Medio asustada por tener esperanzas, se volvió hacia él.

—¿Eso significa que me va a ayudar?

Él dio un pisotón con la bota.

—Supongo que sí.

Nuevas lágrimas, esta vez de gratitud, cubrieron los ojos de la joven.

—Gracias. Gracias. Haré lo que…

—No supliques —la interrumpió. Sus manos volvieron a encontrar sus hombros y la miró a los ojos—. Ni a mí, ni a nadie. Nunca, ¿entendido?

Christine asintió, enmudecida por el poder de esa mirada.

Él la soltó y dio un paso atrás.

—Bueno. Empecemos por la ventana, ¿de acuerdo? —Tomó la herramienta, se acercó a la ventana y se puso a trabajar.

La facilidad con que retiró el tablón era casi insultante. Christine acababa de meter el brazo derecho en la manga del gabán cuando oyó un crujido delatador. El señor Belleville había roto la tabla por la mitad. Arrastró los restos de los fragmentos con sus manos enguantadas.

—Quédate ahí —exclamó cuando se acercó.

Se quitó el abrigo y lo enrolló alrededor de la barra. Después se echó a un lado y la golpeó contra el cristal.

La prenda había amortiguado el estruendo, aunque no completamente. Christine se separó las manos de los ojos y lo vio golpeando las esquirlas de cristal y la madera astillada para retirarlas. Tirando la herramienta, limpió el suelo bajo la ventana con el borde de la bota.

Entonces frunció el ceño, mirando hacia sus pies descalzos.

—También habrá cristal en el interior. Iré yo primero y luego te meteré.

Esta vez Christine supo no discutir. Asintió sin decir nada y él se quitó los guantes destrozados, agarró el farol y se volvió hacia la ventana. Agachándose bajo el travesaño, escaló para entrar. Mientras ella miraba cómo Simon alzaba una de las fuertes piernas y después la otra sobre el umbral, notó que la cara se le calentaba y el pulso le aumentaba. Incluso en la penumbra, podía apreciar la amplitud de sus hombros, esa esbelta cintura y cómo sus musculosos muslos se ceñían al pantalón como si fuera una segunda piel.

En el interior, él se separó de la ventana.

—Espera ahí.

Desapareciendo en la penumbra, le dio la espalda. Bajo la luz titilante, la mirada de Christine estaba fija en los músculos que se movían bajo su camisa mientras limpiaba el suelo. Mojándose los secos labios, se preguntó cuánto podían dar de sí un chaleco y una camisa.

Él se volvió repentinamente. A Christine le dio un vuelco el corazón y se sonrojó. ¿La habría visto embobada como una colegiala? Rezando por que no fuese así, se apresuró hacia sus brazos estirados, con el pesado abrigo rozándole los tobillos. Con la prisa se tropezó y estiró las manos para detener la caída.

La cabeza y los brazos de él salieron disparados por la abertura. Sus manos la agarraron por la cintura haciendo que las de ella aterrizaran sobre sus hombros. Sus bíceps sobresalían bajo la húmeda tela de la camisa.

Él puso los ojos en blanco.

—No vas a estar contenta hasta que te hagas una herida, ¿verdad? Agárrate a mí.

«Debe de creer que soy la chica más patosa del mundo.» Sintiéndose más rara que un perro verde, bajó la mirada para ver cómo los dedos de él dejaban unas huellas oscuras sobre su camisa blanca. Incluso empapado, olía tan bien y parecía tan limpio que no quería tocarle. Retiró la mano.

—No te voy a dejar caer —dijo Simon de golpe, entendiendo su timidez como desconfianza. Le pasó un brazo por debajo de las rodillas y la levantó—. Solo tienes que ponerme los brazos alrededor del cuello y tener cuidado con la cabeza. Yo haré el resto.

Christine obedeció. El otro brazo del señor Belleville la agarró por los hombros. Acurrucando la cabeza, se descubrió con la mejilla contra el lateral de su cuello, lo bastante cerca como para notar su pulso golpeándole los músculos. El agua de la lluvia y el sudor empapaban su piel, el aroma a almizcle mezclado con el ron de malagueta y la loción de afeitado la envolvían. Christine inhaló, con el corazón latiendo con fuerza y una extraña sensación de nerviosismo.

Notó la decepción cuando la dejó en el suelo y se separó.

—¿Tu amigo se llama Puss? —preguntó él levantando el farol.

—Es una chica —le corrigió, intentando mantenerse en pie después de la sensación de ingravidez de estar protegida por él.

Manteniendo la luz en el aire, él buscó su mano y solo encontró la manga vacía del abrigo.

—Creo que es un poco largo. —Metió la mano dentro y encontró la de ella.

Ella bajó la mirada. Su palma era cuadrada, los dedos largos y gruesos. Aunque llevaba las uñas cortadas y limpias, no era lo que esperaba de un caballero. Sin embargo, su mano y la ligera presión con que le agarraba el codo cuando la guiaba por la despensa y al piso de abajo eran sorprendentemente amables, pese a que ella esperara encontrar porcelana de Dresde en lugar de un hombre de carne y hueso.

Cuando estaba casi acostumbrándose a que algo tan precioso la tocase, llegaron al vestíbulo principal. Simon la soltó y giró la luz hacia las escalera.

—Eh, gato. ¡Eh, Puss! —lo llamó mientras las maderas crujían bajo sus pies al subir—. Ven aquí.

Escondiendo una sonrisa, Christine levantó sus empapadas faldas y lo siguió.

—No tiene ni idea de gatos, ¿verdad? Con esa forma de gritar parece que le esté ordenando que venga.

A mitad de camino, él la miró desde delante por encima del hombro.

—Es que se lo estoy ordenando.

Christine sacudió la cabeza.

—Eso funciona con los perros, pero no con los gatos. Los gatos solo responden si los llamas amablemente. Así. —Se lo mostró canturreando—. Gatito, gatito, gatito, ven aquí —hasta que lo descubrió con los ojos en blanco.

—Eh, ya veo que es toda una ciencia.

Ella dejó escapar un suspiro.

—Búrlese si quiere, pero ya verá.

Encontraron a Puss en el tercer piso, enroscado bajo una de las camas abandonadas. Ronroneando, se levantó, se estiró y se acercó paseando a Christine.

Ella casi se desmaya de alivio y las lágrimas de gratitud se le escapaban por el rabillo de los ojos.

—Oh, Puss, cariño, casi me había rendido. —Se inclinó y puso al gato atigrado en sus brazos—. Cálido como una tostada —dijo frotando su mejilla contra el pelo sedoso. Mirando al señor Belleville, no pudo reprimir una sonrisa—. ¿Ve? Le dije que era inteligente.

Frunciendo el ceño, él se rascó los brazos, con la piel de gallina bajo su empapada camisa.

—¡Eso dices tú!