Capítulo 13
El 1 de abril ya ha pasado,
tú eres tonto y yo avispado.
Dicho popular británico del Día de las Bromas de abril.
Simon se quedó en la biblioteca después de que Harrison se fuese. Se colocó junto a la ventana observando los jardines, jardines que empezaban a florecer gracias a Christine. Perdido en sus pensamientos, se puso en alerta al verla acercarse resueltamente por el camino lateral que salía del establo. Hasta entonces no se había dado cuenta de que la había estado esperando, pero el agradable vuelco que le dio al corazón se lo hizo saber.
Jem, surgido de la nada, se reunió con ella y Simon se retiró de la ventana. Alzando ligeramente la cortina, observó que su conductor le tendía a Christine un cesto de mimbre. Ella lo asió, riéndose mientras intentaba acomodar el peso. Con la cesta apretada contra el pecho, articuló lo que debía de ser una expresión de alegría y se inclinó para plantarle un beso a Jem en la mejilla. Apretando la mandíbula, Simon vio la sonrisa tonta que se extendía por la cara del chico. La pareja intercambió miradas conspiradoras y se separaron. Christine continuó hacia la casa.
Simon dio la espalda a la ventana y el mal humor sustituyó a su anterior melancolía. En los dos años que Jem llevaba siendo su empleado nunca había dado motivos de queja, nunca había metido a una chica en problemas ni se había llevado algo que no fuese suyo. Fuese su tarea lavar el carruaje de Simon u ocuparse de los caballos, hacía su trabajo tranquilamente y sin quejarse. Si no fuera porque silbaba, Simon podría incluso olvidar que estaba allí.
Pero de pronto, inexplicablemente, Simon no se fiaba de él.
No con Christine.
Esos silbidos infernales, ya era suficiente, siempre la misma estúpida tonadilla una y otra vez. Aquel hábito nunca antes le había molestado, pero ahora le hacía rechinar los dientes. ¿Cómo podía confiar en un tipo que estaba siempre de tan maldito buen humor?
Dando vueltas, se obligó a evaluar la situación de manera objetiva. Si Jem y Christine iban a ser pareja ... ¿quién era él, Simon, para interferir en sus expectativas? Teniendo en cuenta su historia, a Christine podía irle bastante peor. Jem trabajaba duro, era constante. Como Christine, había crecido en una granja. Y eran de la misma edad.
Simon, sin embargo, tenía treinta y cinco. Era difícil de creer. Se pasó los dedos de una mano por el cabello. Salvo por un mechón plateado aislado, era del mismo negro azulado que el de su madre. Cuando viajó de polizón a la India, Lilith Belleville tenía la misma edad que él ahora. Parecía una mujer mayor. ¿Así era como Christine lo veía, como a un tío, un anciano, alguien con quien sentirse segura pero nada más?
El golpe en la puerta lo asustó, devolviéndolo a un presente que parecía tan desalentador como su pasado.
—Adelante. —Dejándose caer en la silla del escritorio, buscó un informe de acciones y fingió leerlo detenidamente.
La puerta se abrió. Era Christine, por supuesto. Entró. Tranquilizándose, Simon alzó la mirada y percibió el brillo de sus ojos, el cabello despeinado y el vestido manchado. Eran evidentes todos los signos de un amor de juventud y de un sano revolcón de mediodía. Si una rama de paja hubiese caído de su pelo no le habría sorprendido nada.
Mareado, bajó la mirada al cesto que llevaba la joven. El antebrazo izquierdo sostenía la parte inferior. Lo que quiera que hubiese dentro debía de ser bastante pesado. La respuesta caballerosa sería ponerse en pie, rodear el escritorio y aliviarla. Simon se quedó sentado en su asiento obstinadamente. «Si me vas a dejar, no te voy a ayudar ni un poquito.» Dejando a un lado la obstinación, si había ido a decirle que Jem y ella se iban a fugar, si lo que contenía la cesta era una rápida recolección de sus pertenencias, no estaba seguro de que sus piernas fueran a soportarle.
Con el corazón latiendo a toda prisa, dijo con brusquedad:
—¿Dónde has ido?
¿Era su imaginación o se había sonrojado?
—Por ahí —se defendió ella mordiéndose el labio inferior.
Dejó a un lado el informe y forzó una rígida sonrisa.
—Dime, ¿has ido «por ahí» sola o con un acompañante?
Ella sacudió la cabeza con resolución, con demasiada resolución.
—Solo hemos ido Canela y yo.
—Mmm —respondió Simon sin creerla ni un segundo. Su mirada se concentró en los nudillos blancos que agarraban la cesta—. ¿Qué llevas ahí, ladrillos?
Iluminándose, ella dejó el cesto sobre la mesa y estiró el brazo derecho.
—Es un secreto. Lo llevo guardando semanas, casi un mes.
A Simon se le subió el corazón a la garganta. Aquello le hacía difícil respirar, pero de algún modo lo consiguió.
—¿Casi un mes?
Por Dios, ¿ya estaba todo hecho? Su mirada se deslizó a su mano izquierda. El alivio lo inundó al ver que el dedo anular seguía desnudo y se fue tan rápido como había llegado al darse cuenta de que probablemente Jem no se podría permitir un anillo de oro.
Christine tuvo la audacia de sonreír ampliamente, haciendo que Simon desease arrancarle la sonrisa de los labios con los suyos propios.
—Jem no quería esperar, pero yo le dije que quería guardarlo.
Vacilando, Simon abrió la boca para preguntar… Solo Dios sabía qué cuando un quejido lastimero lo detuvo.
Bajó la mirada a a cesta y luego alzó los ojos al rostro radiante de Christine.
—Es tu regalo de cumpleaños —anunció—. Espero que él sea de tu agrado.
El asombro puso a Simon en pie.
—Un regalo de cumpleaños… para mí, ¿pero cómo lo sabías? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Cómo un regalo puede ser un…? —Se detuvo al darse cuenta de que estaba balbuceando.
—Por favor, no te enojes con la señora Griffith. La acosé hasta que me dijo la fecha —dijo levantando la tapa del cesto. Un cachorro mestizo sacó la cabeza y los hombros. Un cruce entre un cocker spaniel y un border collie. El animal tenía el aspecto más extraño que Simon había visto. Una oreja caída era negra, la otra marrón y negra a partes iguales. Poniendo sus patas blancas delanteras en el borde de la cesta y olisqueando con el negro hocico de botón, se asomó para oler a su alrededor.
Simon alzó la vista del cachorro a Christine.
—Un perro —dijo estúpidamente—. ¿Me regalas un perro? —El perro era el mejor amigo del hombre, el símbolo eterno de la lealtad desinteresada. Una obra de arte de valor incalculable no le habría agradado ni la mitad.
La inseguridad se apoderó del rostro de Christine. Su sonrisa se disipó.
—Eh, sí, señor. Me ha dado tanto. —Se detuvo para tocar el colgante de ámbar de su cuello—. Quería que tuviese algo que le recordara a mí cuando me vaya, pero no se me ocurría nada. Entonces me vino a la memoria la conversación que tuvimos cuando estaba tumbada y me leyó Cumbres Borrascosas. Lo recuerda, ¿no?
Simon lo recordaba perfectamente. Christine estaba tumbada en el sofá del estudio con el tobillo colocado sobre una pila de cojines. Para entretenerla le leyó, aunque el deprimente relato de Emily Brontë sobre aquel amor desafortunado no habría sido su elección. Justo había llegado al pasaje en el que Nelly Dean rescataba al cocker spaniel de su amante de la puerta del jardín donde lo había colgado el villano Heathcliff.
Dejando el libro a un lado, se descubrió confesando:
—Toda mi vida he querido tener un perro.
Christine había levantado la cabeza del cojín de borlas.
—¿Nunca ha tenido un perro?
Con la mirada fija en el libro cerrado, admitió:
—Mi familia vivía en la ciudad. Un perro habría sido… poco práctico.
«Teniendo en cuenta que casi no podíamos comprar ni nuestra propia comida.»
Al contrario que él, Christine no apartó la mirada. Inclinando el rostro hacia el suyo preguntó:
—¿Por qué no tiene uno ahora?
Agitado, él pensó un momento.
—No he tenido mucho tiempo de… —Perdiendo el hilo, la descubrió poniendo los ojos en blanco—. Pues, ¿por qué no? —concedió finalmente, y ambos terminaron riendo.
Al mirarla ahora, le sobrecogía que su triste confesión se hubiese quedado marcada en su mente y también se sentía absolutamente avergonzado por los innobles pensamientos que había tenido sobre ella.
—Me regalas un perro —repitió, y echó la cabeza contra la silla, maravillado.
—Jem preguntó y descubrió que la perra del herrero había tenido una camada. El mes pasado me llevó a verlos y elegí a este muchacho, pero esperamos a que lo destetasen antes de llevárnoslo. Jem fue a recogerlo anoche después del trabajo. Ha sido un amigo magnífico.
Un «amigo» magnífico. Christine y Jem solo eran amigos. De pronto la estima de Simon hacia Jem aumentó. Era un buen tipo, trabajaba duro. Y sus silbidos resultaban inspiradores. Hizo una nota mental de subirle el sueldo.
Pero no tanto como para poder mantener a una mujer.
Mordisqueándose el labio, Christine miró a la cesta.
—Está bien, ¿no? Si no le gusta, supongo que lo aceptarán de vuelta. Si no, Jem ha dicho que…
Se detuvo cuando el perro salió de un salto de la cesta. Meneando el rabo, derrapó por el escritorio desperdigando los papeles de Simon.
—Dios Santo, supongo que está inquieto. —Christine estiró el brazo y le rascó detrás de la oreja. El perro abrió sus labios negros y una pequeña lengua rosa cayó de un lado.
—Le he estado llamando Jake por uno de mis hermanos, pero ahora es suyo. Tiene que ponerle nombre —dudó—. Quiero decir, si se lo quiere quedar.
Su mirada se fijó en las manos de Simon, los dedos entrelazados sobre el chaleco. Todavía no había tocado al perro, quien, junto con Christine, lo miraba atentamente. «¿Qué monstruo no acariciaría a un cachorrillo?» parecían preguntar los dos, y Simon se inclinó a pensar lo mismo.
—Por supuesto que me lo quiero quedar —respondió violentamente, más violentamente de lo que quería. Como al tirar de la cadena de un bolso abierto, la garganta de Simon parecía cerrarse tanto que le costó un esfuerzo exprimir las siguientes palabras—. Es fantástico —«Tú eres fantástica»— y Jake es un buen nombre. —Tragando para no ahogarse, añadió—: Un buen nombre para un buen compañero —«Es algo muy bueno lo que has hecho por mí.»—. Pero es que no sé mucho de perros; nada, francamente. Necesitaré que me ayudes a cuidarlo, que me enseñes a hacerlo. Tendrá que ser educado. —Se pasó ambas manos por el pelo, no porque se le metiese en los ojos sino por hacer algo—. Por Dios, ni siquiera sé qué comen los perros.
Pasó la mirada del cachorro a Christine. El sentimiento en su interior era desesperadamente fuerte y dulce, y al mismo tiempo lo partía en dos. Lo agarró con fuerza negándose a renunciar a ello, al momento, a Christine. Pronto tendría que renunciar a ella, su tentación más dulce. Aunque no tan pronto, no aquella noche. No entonces.
—Puede confiar en mí, señor —respondió—, pero supongo que parece un poco tonto con el lazo. —Estiró el brazo por encima del escritorio para alcanzar la tela escocesa que formaba un lazo caído alrededor del cuello del cachorrito.
Simon recordaba haberlo visto en el cabello de Christine pocos días antes.
—No, no lo hagas —dijo rápidamente rozando con las yemas de los dedos el dorso de su mano—. Déjaselo por ahora. Solo podrá ser un regalo de cumpleaños esta noche. Después de medianoche se convertirá en un perro normal.
Ella sonrió, acentuando el hoyuelo del lado izquierdo de su mentón.
—No lo había pensado así.
Simon se las arregló para sonreír, aunque detrás de sus ojos aumentaba una presión delatora. Habían pasado años desde la última vez, pero seguía sabiendo qué significaba aquella sensación. Aclarándose la garganta, dirigió la mirada a la puerta.
—Por ahora, creo que el pequeño Jake y yo necesitamos un rato solos para familiarizarnos.
Christine aceptó de buena gana su menos que sutil despedida.
—Le veré en la cena entonces —se despidió para irse.
Era una estupidez, pero Simon no pudo resistir llamarla.
—Christine.
Ella dio la vuelta sobre sí misma.
—¿Señor?
—Supongo que Jake necesitará dar una vuelta después de comer. —Al ver que asentía, se aventuró—. ¿Querrías venir con nosotros a nuestro paseo después de la cena?
Su mirada agradecida le llegó al corazón.
—Me encantaría.
Cerró la puerta detrás de ella justo cuando la primera lágrima se deslizó por la mejilla de Simon. Con los codos en el escritorio, se apretó las manos contra los ojos para detener la corriente, pero fue inútil. Caían una lágrima detrás de otra y pronto comenzó a sentir la sal en los labios. Con la cabeza inclinada, sintió que algo frío y húmedo le acariciaba el dorso de la mano. Levantó la cabeza y el cachorro se subió a su regazo.
Pasándose el dorso de la mano por los ojos llorosos, miró al perro, que se limpiaba una suciedad imaginaria de sus inmaculadas patas blancas.
—Eres un muchachillo atrevido, ¿verdad?
Pero los perros tenían que estar en el suelo. Simon estaba a punto de bajarlo cuando los ojos de Jake, marrones, grandes y suplicantes le atraparon. Como los de Christine, eran grandes, anchos y serios. «Quiéreme» parecían implorar los dos, y Simon no era capaz de explicar cómo había acabado siendo tan retorcido, encerrado, tan muerto por dentro para volver a dejarse amar.
«Quería que tuviese algo que le recordase a mí cuando…»
El lazo de Christine alrededor del lazo de Jake se estaba deshaciendo. Simon terminó de desatarlo y se lo metió en el bolsillo del pecho, el más cercano al corazón.
El perro aprovechó la oportunidad para colar su pequeña cabeza debajo de la mano abierta de su nuevo dueño. Simon le acarició la sedosa coronilla.
—¿Qué vamos a hacer con ella, eh, Jake?
«O más concretamente, ¿qué voy a hacer conmigo?»
El Primero de Mayo, la bienvenida al verano el primer día del mes, era una tradición consagrada en toda la Inglaterra rural que databa de tiempos precristianos. Simon no tenía experiencia como terrateniente rural, pero había hecho los deberes en las vacaciones. La celebración, que duraba todo el día, tendría lugar al alba, en el ejido, con coristas de la parroquia local y culminaría con una fogata al anochecer. Según la costumbre, había dado a sus sirvientes el día libre pagado. En lo que a él respectaba, estaría lo necesario para escuchar el discurso del alcalde, dar el suyo propio y rebatir al candidato oponente; después se escaparía. Cuando mencionó de soslayo sus planes a Christine la mañana anterior, su decepción era evidente.
—¿No te piensas quedar a bailar ni al asado de carnero? ¿Y a los fuegos artificiales? Siempre hay fuegos artificiales cuando se pone el sol.
Pasándole a Jake una rodaja de salchicha por debajo de la mesa, él admitió:
—No había pensado ir. ¿A ti te gustaría ir?
Se le escapó la pregunta antes de haberla pensado adecuadamente. Un momento después, a duras penas pudo contenerse y no pegarse en la frente por atorado. Christine era una chica de campo. Probablemente había bailado alrededor del fuego de mayo desde niña.
Ella sacudió la cabeza como dándolo por una causa perdida.
—Supongo que Jem me llevará.
Aquello era el colmo.
—«Yo» te llevaré —dijo Simon—. Nos quedaremos el tiempo que quieras, bailaremos alrededor del maldito asado hasta que nos sangren los pies.
—Mmm, fantástico, pero ¿no tienes miedo de aburrirte, un hombre de ciudad como tú? —replicó, claramente poco impresionada por el sacrificio.
—Me las arreglaré. —Se encogió de hombros y levantó el periódico. Dándole a Jake el último pedazo de salchicha, añadió—: Supongo que no me matará golpear un par de bolas de croquet y juzgar una tarta o dos. Incluso le podría venir bien a la campaña.
A la mañana siguiente, el Primero de Mayo, se vistió con especial cuidado con una camisa de cuello redondo azul añil, tirantes, pantalones de montaña y, por una vez, sin corbata. «Tienes que parecer menos distante, más cercano», le había aconsejado Harrison en su última reunión. Poniéndose el blazer de lino y dándole al gorro de paja un ángulo arrogante, Simon intentó decirse que solo actuaba según el consejo del representante del partido, pero la sonrisa que entreveía en el espejo de cuerpo entero mostraba la verdad de su ilusión particular. Se había vestido para agradar a una sola persona. Christine.
Sin embargo, cuando bajó el recibidor estaba vacío. Christine tampoco estaba en ningún otro lugar de la casa. Simon dobló el discurso, lo metió en el bolsillo y fue a buscar a la señora Griffith. La encontró en la despensa. La gobernanta recordaba haber visto a la joven media hora antes, cuando entró a la sala de desayuno, metió dos pastelitos en una servilleta y salió rápidamente por la puerta. Llevaba su gorro.
Aquella pequeña descarada lo había dejado plantado y se había ido con Jem, conjeturó Simon. Sintiéndose engañado, salió de casa y, pisando fuerte, se dirigió al establo. Tuvo un momento de confusión cuando miró el cubículo de Canela y vio que la yegua estaba allí. Con el corazón bombeando, se dirigió al guardarnés.
Hacía unos años que Simon no ensillaba a su caballo. La prisa hacía que sus dedos fuesen torpes, pero finalmente ajustó la cincha bajo la barriga del animal y se montó. Murmurando todas las maldiciones de marineros que podía recordar, dirigió al caballo hacia la carretera principal.
Encontró a Christine más de un kilómetro y medio más allá, junto al campo cerrado por el seto. Con el mentón apuntando al norte, no le hizo caso y siguió caminando.
—Te dije que yo te llevaría. —Deteniendo al caballo para que no corriese se puso a su lado—. ¿Por qué no me has esperado?
Protegiéndose los ojos con el borde de la mano, ella miró hacia arriba.
—No quería obligarte a bailar alrededor «de la maldita fogata» por mi culpa.
—Quizá haya cambiado de opinión. Quizá me apetezca bailar después de todo. —Habría cruzado unas brasas si ello significaba tenerla cerca—. Pero ¿por qué vas andando?
—Canela parecía tener un cólico ayer. Quería dejarla descansar.
Simon notó que el enfado desaparecía. Era casi imposible enfadarse cuando tenía un aspecto tan adorable, con un gorro de paja fina coronando su cabeza y un vestido blanco de muselina pegándose a sus sinuosas curvas.
Simon frenó y le tendió la mano.
—Sube antes de que llenes de barro ese encantador vestido y te salgan ampollas en los pies. ¿No sabes que hay más de dos leguas hasta Maidstone?
—¿Tanto? —dijo mirándole y alzando las comisuras de los labios, los ojos marrones brillantes por su travesura. Forzando su mejor acento de pueblo dijo—: Qué bien que tieneh un caballo, sino tendría que llevarte to’ el camino.
Dejando escapar una sonrisa, Simon respondió:
—Tengo una idea mejor. ¿Por qué no montamos los dos y guardamos los pies para el baile alrededor de la hoguera?
La mirada de soslayo que le dedicó Christine era tan ingenuamente seductora que se endureció.
—¿Estás seguro? —Levantando el brazo, golpeó una mota imaginaria del blazer de Simon—. Se te puede manchar esta bonita ropa.
Sonriendo, bajó el brazo para ayudarla a subir.
—Creo que me arriesgaré, señorita Tremayne, si no le importa.