Capítulo 18
¡Y vean! La señorita Christabel
Se compone al salir de su trance;
Sus miembros se relajan, su rostro
Se entristece y suaviza, las capas finas y suaves
Cercanas a sus ojos; y ella llora
¡Grandes lágrimas que dejan a sus pestañas brillantes!
Al mismo tiempo que parece sonreír
¡Como los niños en una luz repentina!
Samuel Taylor Coleridge,
Christabel, parte I, 1797
El jadeo de Christine llenó la habitación. Con una mano en cada lado de la almohada sobre la que estaba tumbada, Simon se echó hacia atrás, descubriendo sus ojos aterrorizados en la penumbra. Con cuidado, se retiró y miró hacia abajo.
«Oh, Dios, no puede ser.»
Pero la oscura humedad que bañaba su pene no mentía.
Acababa de desflorar a una virgen.
La horrible realidad de lo que había hecho, de lo que se había llevado, le golpeó como un puñetazo en la boca del estómago. Rodó para tumbarse de espaldas con una mano sobre la frente.
—Deberías habérmelo dicho.
Mirando fijamente el techo, Christine se subió la sábana hasta la barbilla.
—¿Cómo iba a saber que pensabas que no lo era?
Él le lanzó una mirada de soslayo.
—Te encontré en un burdel. —Un segundo después habría renunciado a su última cena por la oportunidad de retirar aquellas crueles palabras.
Agarrando la sábana con los nudillos blancos, Christine se sentó. Con la boca temblando y el semblante herido, respondió:
—Te dije que no sabía a dónde iba cuando accedí a trabajar allí.
—Sí, pero pensé que… habías trabajado allí. Que al final te habían obligado. Dios Santo, estabas en camisón cuando te encontré. Asumí… Bueno, ya no importa.
Simon deslizó las piernas por el borde de la cama y se puso en pie. Encontró los pantalones en el suelo y se los puso. Con alguna dificultad, consiguió abrochar la solapa delantera y después se tambaleó hasta el lavamanos. Vertió agua fresca de la jarra en el barreño, empapó una toalla y escurrió el exceso. Con la tela mojada en la mano, volvió a la cama.
Con las rodillas levantadas, Christine se estiró observándolo con la sábana todavía rodeándola. Al ver la tela blanca moldeando las curvas de sus pequeños y firmes pechos, Simon no pudo evitar recordar la perfección con la que se ajustaban a sus palmas. Incluso entonces, se le hizo la boca agua al pensar en hacerse con el tesoro almizcleño que había entre sus muslos, no solo con la boca, sino también con su sexo, todavía como una piedra y palpitando.
Se sentó en el borde de la cama y estiró el brazo para alcanzar la sábana libre. Tendiéndola sobre su regazo, le ofreció la toalla.
—He pensado que quizá quieras… refrescarte.
Christine dudó y luego lo aceptó.
—Gracias.
Apoyando el hombro contra el cabecero, se volvió fingiendo interés en un par de acuarelas francesas de la pared de enfrente. Cuando notó que había terminado, dijo:
—Quizá deberías contarme toda la historia.
Durante un período de varios minutos el único sonido de la habitación fue el tictac del reloj de la chimenea. La paciencia nunca había sido una cualidad de Simon, pero al darse cuenta de que debía de ser difícil para ella, se armó de valor para dejarla contar la historia a su debido tiempo.
Un largo suspiro señaló que quizás estuviese preparada para comenzar. Simon le dijo:
—Esta vez no te juzgaré. Te lo prometo.
Ella se mordió el labio y asintió.
—Llevaba casi dos semanas en Londres cuando conocí a Madame LeBow. Era amiga de la mujer a quien pertenecía la pensión en la que me hospedaba. A decir verdad, no me preocupó su aspecto, pero cuando me ofreció trabajo me dije a mí misma que los mendigos no pueden elegir. —El cabello suelto se le salía de la trenza que colgaba sobre su hombro desnudo. Se colocó los mechones color caramelo detrás de la oreja antes de continuar—. Cuando llegué y vi qué tipo de casa era, le dije directamente que me iría. Se lo tomó bien, o eso pensé yo. Dijo que no era vida para cualquier mujer y que debía seguir mi juicio. Para mostrar que no había ningún rencor, me dio una cena caliente antes de irme. —Sus dedos se flexionaron sobre las sábanas—. Fui estúpida, lo sé, pero tenía mucha hambre.
Simon nunca había olvidado lo que era estar hambriento. El dolor de barriga constante y el terrible vacío eran recuerdos sensoriales que lo acompañarían el resto de su vida.
Él se acercó a ella. Tumbándose, le pasó un brazo protector por los hombros.
—No creo que fueras estúpida, estabas desesperada.
Ella apoyó la cabeza en la curva de su hombro.
—Debió de poner algo en el estofado. Cuando me desperté, estaba atada y ella estaba de pie ante mí con una vela. Nunca olvidaré su cara, sus ojos, cuando me dijo que ahora le pertenecía y que estaría en el ático a pan y agua hasta que me rindiera, me muriese de hambre o me volviese loca. Llevaba casi una semana cuando me encontraste.
Él la apretó con más fuerza contra su cuerpo.
—Tranquila, cariño, ya ha terminado. Ahora estás a salvo.
A salvo de todo menos de él. En sus pantalones, su virilidad era como un arma de fuego preparada para disparar, estirando la tela con tanta fuerza que temía que en cualquier momento saliesen disparados los botones.
Lamentándose, retiró el brazo de sus hombros.
—Me alegra que me lo hayas contado, pero ahora necesitas descansar.
Ella le agarró el brazo.
—¿Te lo he contado y ahora no quieres nada más conmigo?
Simon sacudió la cabeza.
—No, no es eso. Estás cansada, es tarde. Estoy… Dios, Christine, estoy intentando ser considerado.
—¿Considerado?
Asintió golpeándose la coronilla con el cabecero. Casi agradecido por la distracción, dijo:
—Te he quitado tu virginidad con la delicadeza de un toro en celo. Lo mínimo que puedo hacer es dejarte descansar.
—¿Y si no quiero descansar? —dijo lanzando una mirada a la sábana que Simon tenía sobre el regazo—. Es más, creo que tú tampoco.
Llevando solo la sábana, el pelo color caramelo saliéndose de la trenza, los ojos marrones oscuros de deseo, era la tentación personificada. Decidido a ser fuerte, dijo:
—No tienes intención de ponerme las cosas fáciles, ¿verdad?
Las comisuras de su boca se alzaron hacia arriba.
—Ninguna. —Le agarró la mano y la colocó sobre su pecho izquierdo—. Si no quieres escuchar a tu corazón, escucha el mío. Late por ti, Simon. ¿Lo oyes?
«Como un pájaro atrapado que bate sus alas», pensó, sintiendo cada palpitación como si proviniese de su propio pecho. Con la mano sobre su seno admitió:
—Si fuese un hombre mejor, encontraría la fortaleza para resistirme.
—Eres el único hombre que quiero.
Aquello lo remató.
Simon deslizó la mano hasta la cadera de Christine apartando la sábana. Tirando de su manta, le enterró los dedos en el pelo e inclinó la cabeza sobre la suya.
—Christine, dulce Christine —gimió lamiéndole los párpados cerrados, succionando su labio inferior, mordisqueando la suave piel de su cuello—. Esta vez lo haré bien, te lo juro.
—Nada de promesas —dijo por segunda vez aquella noche, su boca húmeda contra su oreja.
Ella hundió la cabeza. Su boca descendió a su pezón derecho trazando cálidos y húmedos círculos con la punta de la lengua. Las promesas, incluso las que se había hecho a sí mismo, se ahogaron en la avalancha de placer que sentía.
Las manos expertas de ninguna otra mujer le habían causado tal excitación, tal avalancha. Abarcando su cadera con las manos, se dejó caer sobre los cojines, poniendo a Christine sobre él. Aquella vez no tuvo que pedirle que le ayudase con los botones. Ella encontró la bragueta, sus dedos temblando ligeramente mientras bajaba por la fila de botones. Lo tomó en la mano, los dedos cerrados a su alrededor. En medio de un placer insoportable, recordó que se suponía que él debía ser su tutor no solo en Historia, Geografía y Matemáticas, sino en esto también.
Le apartó la mano y le dio un beso en la palma.
—Esta noche es para ti. —Por mucho que deseara perderse en su interior, todos sus instintos gritaban que para que Christine disfrutase de la experiencia debía sentir que tenía el control. Móntame —dijo con voz ronca, en parte como una orden, en parte como una súplica.
Christine abrió los ojos de par en par, de alarma o de deseo, no lo podía decir.
—¿Que te monte? —Con una rodilla a cada lado de su torso, se quedó quieta como una estatua—. Pero no sé.
Simon soltó un quejido frustrado.
—Agárrate al cabecero.
Christine obedeció, alzándose sobre él para agarrar el borde curvilíneo con las dos manos. Él bajó el brazo entre ellos, su pulgar escurriéndose en su humedad. Simon sonrió. La mente de Christine podía estar indecisa, pero su cuerpo estaba decidido. Poniéndole una mano en la cadera, utilizó la otra para guiarse hacia ella y después dobló las caderas hacia arriba. Christine estaba tan excitada, tan húmeda y tan resbaladiza que entró de un golpe.
Se le escapó un quejido mudo, pero esta vez no escondía ni rastro de dolor. Lo miró fijamente.
—Oh, Simon. —Se pasó la lengua con rapidez por el hinchado labio inferior y él estaba casi seguro de que perdería el control y explotaría.
Controlándose, le agarró el trasero, la punta de sus dedos rozando la unión curvilínea entre las dos medias lunas. Aquella caricia íntima tuvo el resultado deseado. Soltó el cabezal y le agarró los hombros, sus recientes uñas nuevas marcándole la piel.
Comenzó a moverse, torpemente al principio, aunque cada vez con más confianza. Simon la siguió golpe a golpe, lamiendo el delicado hueso de su clavícula, chupando los botones rosas de su pecho. Pronto se movían al unísono de modo tan sublime que era imposible decir dónde terminaba Simon y dónde empezaba Christine.
Mirando su cara encendida, supo el instante exacto en que llegó su clímax. Sus ojos ardientes centellearon y sus labios hinchados se abrieron en un jadeo. Dejó escapar un grito ansioso y a Simon le dio igual quién pudiese oirles. Le pasó los brazos por la húmeda espalda y empujó hacia arriba, la tensión de los músculos interiores de Christine desencadenando su orgasmo. Por una vez, no silenció su placer, sino que dejó salir fuertes gritos, «Christine, Christine», una y otra vez. Su nombre fue la única palabra que exclamó al rendirse a la satisfacción.
Se volvió a hundir contra los cojines, más satisfecho de lo que recordaba haber estado nunca. Húmeda y temblando, Christine parecía derretirse sobre él. Simon le pasó un brazo alrededor y la atrajo hacia sí. Ninguno dijo nada, contentos de compartir la paz silenciosa del momento. Cuando finalmente se volvió para mirar su cara hundida en la curva de su hombro vio los surcos de lágrimas medio secas en sus mejillas.
Volvió el arrepentimiento.
—He sido demasiado brusco. Te he vuelto a hacer daño.
Christine movió la cabeza contra su pecho.
—No.
Simon le apartó el cabello húmedo de la sien.
—Entonces, ¿por qué lloras?
—Porque ha sido muy bonito, porque te quiero muchísimo.
Le quería, todavía. Aunque su corazón dio un vuelco con aquel milagro, los antiguos miedos encontraron el camino a la superficie. ¿Y si comenzaba a depender de él? ¿Y si él terminaba necesitándola?
¿Y si le fallaba?
Acababa de hacer las paces con el hecho de que quería a Christine en su vida. No quería a ninguna otra mujer en su cama. Escuchar su triste historia había sido similar a que le arrancasen el corazón. La imagen de su espalda llena de cicatrices le hizo querer atrapar a Hareton Tremayne y asesinarlo, minuciosa, lenta y dolorosamente. ¿Acaso aquello era amor?
El amor era complicado, o eso había dicho Margot, y su vida era mucho más complicada con Christine en ella.
El amor seguía siendo un misterio. El deseo sí lo entendía.
En el pasillo, Margot dejó la bolsa de Simon junto a la puerta de la habitación, después tiró del envoltorio de seda de la llave que llevaba en el bolsillo. Se inclinó y la pasó por debajo de la puerta. Bonsoir, mes enfants. Sonriendo, deshizo sus pasos hacia las escaleras.
Margot no era la única persona que había pasado la noche en una vigilia silenciosa. Apoyado contra una farola en la acera de enfrente de la escuela, Hareton inclinó la botella de ginebra y dio un gran sorbo. Saboreó la quemazón abriéndose camino hacia abajo como si saborease su inteligencia durante las últimas semanas desde que había seguido la pista a Chrissie y Belleville.
Cuando los vio juntos en la feria del Primero de Mayo, le quedó claro como el agua que al tipo le gustaba. En cuanto a Chrissie, la cara de tonta que se le puso cuando Belleville le regaló la corona de flores por poco resulta la perdición de Hareton. Casi no había sido capaz de contenerse y salir corriendo a arrancarle aquella estupidez de la cabeza. Después, cuando los vio deambular hacia el parque, estuvo tentado de seguirlos, clavarle un puñal en la espalda a Belleville y llevarse a Chrissie. Pero no habría habido dinero y sí demasiados posibles testigos. Así que mantuvo a raya su temperamento y volvió a la propiedad de Belleville, donde planeó su siguiente movimiento.
Belleville podría ser rico como un rey, pero como cualquier hombre tenía debilidades; en su caso era el viejo, su abuelo. El distanciamiento entre ambos debía de ser más profundo de lo que decían los rumores. Cuando Hareton había anunciado que Chrissie visitaba al vejete, un secreto con el que se había tropezado después de seguirla un día poco después de su llegada a Kent, Belleville se había enfadado más de lo que se había atrevido a suponer. En lugar de guardar el soborno e irse, se había escondido en el jardín. El cheque de quinientas libras le quemaba en el bolsillo mientras se estremecía contra la dura madera del banco del cenador. El sacrificio había merecido la pena. Al comienzo de la mañana siguiente había visto a Belleville irse a caballo con una alforja que parecía bastante pesada agarrada en la cintura de su caballo. Pero eran las idas y venidas de Christine las que le ocupaban. Su paciencia tuvo su recompensa aquella tarde, cuando la vio irse en un carruaje cargado con maletas. Se sirvió de uno de los caballos de Belleville que parecían más rápidos y salió detrás de ella. No le sorprendió mucho que el carruaje girase hacia la estación de tren. Una vez allí, solo tuvo que pasar al vendedor de la taquilla un billete de cinco libras para descubrir su destino: Londres. Hareton compró un billete para el siguiente tren. Seguirla hasta la Academia Mayfair había sido cosa de niños. ¿A qué otro sitio iba a ir?
Pero no esperaba que Belleville apareciese. Apostaba que estaban juntos escondidos en la cama.
Vaciando la botella, la volvió a meter en el bolsillo de la arrugada gabardina. Quinientas libras podrían ser una fortuna, pero ni siquiera comenzaba a desvanecer el escozor de la traición de Christine. Más que el dinero, era a ella a quien quería. Afortunadamente para él, era más listo de lo que la mayoría de la gente consideraba y paciente cuando la ocasión lo requería. Con un poco de paciencia y, sí, suerte se llevaría tanto el dinero como a Christine.
Christine se levantó con los rayos de sol entrando por la ventana. Rodando sobre el costado, estiró el brazo buscando a Simon. Su mano encontró un espacio vacío y sintió un escalofrío de miedo. Se apoyó en el codo observando la habitación. Lo descubrió en el lavabo, enjabonándose la mandíbula y relajado. Así que la noche anterior no había sido un sueño.
—Simon.
Él le devolvió la mirada en el espejo y sonrió.
—Buenos días.
—Buenos días. —Sin estar muy segura de cómo comportarse con él ahora que los iluminaba la luz del día, se colocó la sábana alrededor antes de sentarse a ver cómo se afeitaba.
Su padre tenía barba. Hareton, por su enfermedad de la piel, solía pasar días sin afeitarse antes de que la barba irregular le hiciera usar la cuchilla, aunque nunca se había molestado en mirarlo. Pero aquel era Simon, y ella estaba ansiosa por saberlo todo de él. Aun así, tuvo que mirar hacia otro lado cuando levantó una cuchilla muy afilada y acercó la hoja a su mejilla. Fue entonces cuando descubrió la bolsa junto a sus pies.
—Tu bolsa, ¿de dónde la has sacado?
Retiró una franja de la mejilla a la mandíbula y luego respondió.
—La llave estaba bajo la puerta cuando me he despertado.
—Así que somos libres —dijo ella esperando no sonar tan decepcionada como se sentía.
—Como pájaros. —Simon terminó de afeitarse, se empapó la cara con agua y la secó con la toalla. Una camisa recién planchada estaba colgada sobre el respaldo de una silla. Poniéndosela, se volvió y se acercó a ella—. Antes de que volemos del nido, ¿puedo pedir un beso de buenos días?
—Creo que se podrá conseguir. —Sintiendo que su timidez desaparecía ante su sencilla intimidad, le pasó los brazos alrededor del cuello dejando caer la sábana.
Lo sucedió un beso ardiente, incluso más embriagador que los que habían compartido. Para entonces ella ya estaba tan familiarizada con el cuerpo de Simon como él con el suyo. Apretarse contra él piel contra piel parecía tan natural como respirar.
Contra sus labios, dijo Simon:
—Me podría acostumbrar a esto.
—Yo creo que ya lo he hecho. —Preguntándose si lo tentaría, le mordisqueó el lateral del cuello saboreando el ron de malagueta y el jabón de pastilla.
—¡Atrevida! —Se echó hacia atrás para mirarla con expresión preocupada—. Debes de estar inflamada de ayer.
Viendo el bulto que estiraba el delantero de sus pantalones, ella sonrió.
—No tanto. —Encantada con lo fácil que era excitarlo, extremadamente excitada ella misma, deslizó las manos por la camisa y caminó con los dedos por la línea de vello áspero que dividía su barriga.
Él le agarró las manos y le dio un beso en cada palma.
—Me tengo que ir, cariño, pero volveré esta noche. —Inclinándose, ahogó las protestas de Christine con sus labios.
—Negocios —dijo poniendo una mueca—. ¿No pueden esperar?
—Me temo que no. —La besó en la punta de la nariz y después dio un paso atrás—. Margot y tú podéis poneros al día mientras no esté. Supongo que te apetece, ¿verdad?
A regañadientes, lo dejó ir y él cruzó la habitación para terminar de vestirse.
Christine lo siguió con la mirada.
—¿Simon?
Él se detuvo al ponerse el chaleco.
—¿Mmm?
Christine se armó de valor y después soltó:
—Cuando volvamos a Valhalla, ¿viviré allí como tu amante?
Los dedos de Simon se detuvieron en un botón.
—¿Considerarías ese acuerdo?
Observando la cara de Simon, retorció la manta con una mano mientras admitía:
—Si es la única manera de que podamos estar juntos, sí.
En tres largas zancadas, él hizo desaparecer la distancia entre ellos. Abalanzándose sobre ella, la besó sonoramente.
—No sé qué he hecho para merecerte, pero fuera lo que fuese me alegro.
Esta vez fue Christine quien se decidió a apartarlo.
—Venga, vete. Cuanto antes te vayas, antes volverás conmigo.
Con un gemido, Simon se apartó de ella. Tirando del abrigo, se acercó a la puerta y, con la mano en el picaporte, se volvió.
—No viste mucho de Londres la última vez que estuviste aquí. Piensa qué te gustaría hacer esta noche.
Christine formó una gran sonrisa justo cuando la puerta se cerró detrás de él. Por muy entretenido que fuera que la acompañase por la ciudad, solo había una cosa que quería hacer cuando volviese. Y no requeriría un carruaje. Ni ropa.
Abrazándose las rodillas, dejó que su mente retorcida imaginase todas las maneras con que expresar aquel glorioso acto. En una noche, había pasado de niña inocente a mujer conquistada. Debería sentir vergüenza, remordimientos, quizás incluso algo de miedo.
Pero se sentía fantástica.
A pesar de ser nueva en el acto sexual, estaba segura de que lo que había vivido con Simon había sido más que la mera satisfacción física, aunque ella la había sentido en abundancia. No, solo podía haber una explicación. Simon debía de ser su alma gemela.
Almas gemelas o no, no podía pedirle que sacrificase su carrera por ella y, por supuesto, nunca se podrían casar. Aunque nadie descubriera su época con Madame LeBow, seguía siendo una lechera. Y Simon era un noble; dos, por derecho de nacimiento.
Y, sin embargo, después de la noche anterior separarse era impensable. Vivir fuera del matrimonio era la única forma de que estuviesen juntos. ¿Y si alguna vez Simon decidía que era hora de engendrar un hijo legítimo? Lo afrontaría cuando llegase el momento, si llegaba.
Ahora estaba deseando compartir las noticias con Margot. Simon y ella le debían muchísimo a su querida amiga. Desnuda como un bebé, se deslizó de la cama y caminó de puntillas hasta el lavamanos. A menos que Margot hubiese cambiado su rutina mañanera, Christine la encontraría entretenida en un desayuno tardío.
Simon estaba a mitad de camino hacia la puerta cuando el aroma de bacon y huevos le recordó que no había comido desde el desayuno del día anterior. Siguiendo el olor seductor hasta la sala del desayuno, se descubrió esperando que Margot hubiese desayunado antes. Por mucho que deseara expresarle su agradecimiento, una parte de él todavía no estaba preparada para compartir la intimidad entre Christine y él.
Sacando la cabeza por la puerta abierta, se dio cuenta de que no tenía elección. Sentada a la cabecera de la mesa, Margot se inclinaba sobre un periódico doblado, con una taza de té enfriándose junto a ella.
Alzó la mirada y sonrió.
—Buenos días.
—Buenos días —dijo Simon pasando por su lado hacia la mesa auxiliar y apilando comida en su plato.
Dando golpecitos con el lateral de la cuchara contra la cáscara de un huevo pasado por agua, ella preguntó:
—¿Has dormido bien?
Casi no había dormido nada. Escondiendo una sonrisa, tomó asiento frente a ella y comenzó a engullir.
—Sí, gracias.
Ella observó el plato lleno hasta el borde y sonrió.
—Parece que dormir te ha dado bastante hambre.
Simon pinchó una rodaja de salchicha con el tenedor.
—¿Chismorreos a esta hora? Puedes dejarlo, no me sacarás nada.
Ella dejó escapar un suspiro.
—Así que estás decidido a actuar como un perfecto caballero. Qué aburrido. Al menos dime que Christine y tú os habéis reconciliado.
—Sí —pinchando más huevos revueltos, admitió—. Se ha ofrecido a ser mi amante.
¿Era su imaginación o su amiga no parecía para nada contenta?
—Eso es perfecto, supongo.
—Debería, pero no lo es. —Soltó un suspiro y se atrevió a confesar lo que sabía desde que se había despertado viendo el dulce rostro de Christine en la almohada junto a él—. La quiero.
Resplandeciente, Margot preguntó:
—¿Qué ha dicho Christine cuando se lo has confesado?
Simon trazó el borde de la taza de té vacía.
—No se lo he dicho todavía, pero lo haré. Esta noche cuando le pida la mano.
—¿Te piensas casar con ella? —dijo Margot con los ojos brillantes.
Simon asintió, todavía acostumbrándose a la idea.
—Le he hecho creer que tengo asuntos que arreglar, pero en realidad esos asuntos son conseguir una licencia especial.
—Es fantástico, aunque ¿no deberías pedírselo primero? —Una expresión melancólica se deslizó por su rostro—. Una mujer solo se casa una vez. Qué sabes tú si la novia tiene en mente una boda algo menos apresurada...
Él no hizo caso a aquella objeción femenina. Después de la noche anterior, era imposible que se diese un cortejo convencional. Y Christine, su Christine, era demasiado práctica para desear un escándalo.
—Una ceremonia sencilla y tranquila le gustará.
Margot lo observó, estrechando la sonrisa.
—¿Y a ti, Simon? ¿Te gustará una ceremonia sencilla y tranquila?
El comentario dio incómodamente cerca de la verdad. Él se separó de la mesa.
—¿Es tan horrible querer mantener la noticia alejada de los periódicos hasta las elecciones para salvaguardar una carrera para la que me he pasado una década preparándome?
Un silencio inusual fue su única respuesta. Entonces Simon se puso en pie y caminó hasta la ventana. Observando la tranquila calle cubierta por las sombras de los olmos, recordó las palabras de Disraeli del último verano: «Consigue una mujer… que te dé credibilidad, a ti y al partido». Si el primer ministro descubría que la prometida de Simon no solo era una lechera sino una antigua reclusa de un burdel, estaba seguro de que le retiraría su apoyo. Pero si el descubrimiento llegaba después de que Simon ganase su asiento..., bueno, sería otra cosa.
Margot interrumpió sus pensamientos.
—¿Entonces piensas esconder a Christine?
—Solo hasta después de las elecciones —dijo separándose de la ventana, cuya pacífica imagen no se correspondía con su humor—. La oposición hará cualquier cosa por desacreditarme. Sabes tan bien como yo que el pasado de Christine no soportaría su escrutinio ni el de la prensa.
Margot sacudió la cabeza.
—Si así es como te sientes, me pregunto por qué no haces que simplemente sea tu amante.
Su reprobación le hirió.
—Anoche Christine era virgen, esta noche ya no. Me gusta pensar que si lo hubiese sabido me habría abstenido de tocarla. De todos modos, la he desflorado y ahora solo hay una acción honorable. El matrimonio.
Las comisuras de la boca de Margot se hundieron.
—Muy noble por tu parte. Para asegurarte, intenta mostrar un poco más de entusiasmo romántico cuando abordes a Christine esta noche.
Sabiendo que no tenía mala intención, Simon no hizo caso al obvio sarcasmo. Mostrando una sonrisa, caminó hacia ella.
—Esta noche seré tan encantador, tan elegante, y tan tremendamente romántico que Christine no soñará con decir una palabra que no sea «sí». Puedes tomarlo como una promesa. —Le dio un beso en la cabeza y se dirigió a la puerta.
Margot alzó el diario.
—Ten cuidado y no hagas promesas que no está en tu poder cumplir.
Al salir al pasillo, Simon se dio cuenta de que Christine le había hecho la misma advertencia.
Christine se retiró de la puerta de la sala del desayuno, sintiéndose como si la hubieran golpeado. Así que aquello era lo que Simon pensaba de ella, que era una carga que asumir, un sórdido secreto que esconder. Se preparó para entrar y decirle con palabras claras lo que podía hacer con sus ideas de deber, honor y licencias especiales.
Se detuvo poco antes de hacerlo. Apoyando la húmeda espalda contra la pared de papel pintado, se dijo que montar una escena no correspondería a la amistad de Margot, especialmente cuando la noche llegaría pronto. Pronto para arrugar la licencia en una bola y tirársela a la cara junto con el anillo y cualquier otra cosa con que quisiese ser condescendiente.
Temblando, alzó el brazo y tiró de la cadena de oro que rodeaba su cuello. Tiró con más fuerza y los pequeños eslabones se clavaron contra su piel. Finalmente la cadena se soltó. El ámbar, todavía caliente de su piel, cayó en su mano. Agarrándolo con fuerza a pesar de que temblaba, deshizo sus pasos por el vestíbulo hasta las escaleras. Arrojó el colgante y la cadena a la maceta de una palmera que ocupaba la esquina del descansillo y después se dejó caer para sentarse en el escalón superior.
Los pasos de Simon se oyeron en el pasillo. Al darse cuenta de que no le daba tiempo a correr escaleras arriba sin que la viera, se levantó y salió al descansillo como si fuese la primera vez que lo hacía aquella mañana.
Él la vio y sonrió.
—Pensaba que no te vería de nuevo antes de irme. —Reuniéndose a mitad de camino, Simon se acercó para besarla.
Retirando la cara, Christine le ofreció la mejilla.
—Esta mañana está llena de sorpresas.
Frunciendo el ceño, Simon se echó hacia atrás.
—¿Algo va mal? No pareces tú.
Christine sacudió la cabeza forzando una sonrisa.
—Es que ya no soy yo, ¿verdad? Soy una mujer conquistada, ¿o es que se te ha olvidado? Una mirada de culpabilidad se extendió en el rostro de Simon, o eso le gustó pensar. Él le tocó la mejilla con una leve caricia que casi la destruye.
—Haz que una de las doncellas te prepare un baño.Te vendrá bien para el dolor muscular.
Ella miró hacia la puerta detrás de él.
—¿No tienes que irte ya? La reunión debe de ser importante, no querrás llegar tarde.
Simon tuvo las agallas de sonreír.
—Es verdad —dijo subiendo un escalón—. Christine, ¿estás segura de que estás bien?
—Sí, Simon —respondió con firmeza con un tono casi cortante—. Nunca en mi vida he estado más segura.