Capítulo 8

La buena sociedad usa el mismo idioma
en todas partes, y deben deshacerse
de los dialectos aquellos que los frecuenten.


Anónimo,

The Habits of Good Society, 1864


Simon no era el tipo de hombre que dedicase mucho tiempo a luchar con la desconfianza de sí mismo. Una vez elegía un modo de proceder, generalmente se ceñía a él. Tanto si la decisión era tan importante como vender sus acciones de la compañía ferroviaria en Great Western o tan insignificante como elegir sus camisas en Locke and Company, raramente contemplaba un cambio de opinión.

Pero su decisión de llevar a Christine a Kent había agrietado los mismísimos cimientos de la confianza en sí mismo. Por primera vez desde la adolescencia, se preguntaba si se había hecho cargo de más de lo que podía lograr. Así que cuando se encontró deambulando por la biblioteca en pijama a las dos y cuarto de la madrugada, su cruel voz interior se burlaba de él.

«Estás obsesionado con ella.»

Su primera cena había sido un asunto tenso, con él en una cabecera de la larga mesa de comedor de caoba y Christine en la otra. Entre los intentos de ella de utilizar la cubertería y él regañándola para explicarle el orden, la conversación no había surgido con facilidad. La mayor parte del tiempo ni siquiera surgió. Él no había pasado por alto la mirada de alivio que había cruzado la cara de Christine cuando había anunciado, a mitad de la tarta de manzana, que había decidido retirarse pronto. Por desgracia, aquella decisión solo le había llevado a no poder pegar ojo.

El fuego se había extinguido horas antes y Simon podía ver su propia respiración en el frío aire. Sacó el atizador del gancho de la chimenea y se inclinó hacia la lumbre. Acababa de conseguir una fogata considerable cuando se abrió la puerta de la biblioteca.

Christine entró de puntillas, cerrando en silencio la puerta tras ella. Con su bata de franela, su camisón y el pelo color miel agarrado en una trenza revuelta, tenía un aspecto joven e inocente. Y peligrosamente tentador.

Simon dejó el atizador, se puso en pie y se volvió hacia la luz.

—¿Problemas para dormir?

Como era de esperar, Christine se sobresaltó. Apretando la mano contra el corazón, dejó escapar un jadeo.

—No esperaba encontrar a nadie despierto a estas horas.

Con «nadie» se refería a él. Tenía que estar ciego para no ver cómo le había cambiado la cara.

Se sentía herido, pero decidió no mostrarlo.

—Ahora que estás aquí, quizá quieras acompañarme —dijo haciéndole una seña para que entrase.

Christine se mordió el labio inferior, dudando.

—Pensaba tomar prestado un libro, pero no quiero molestarte —dijo dándose la vuelta para irse.

Simon no quería que se fuese.

—Tonterías —replicó rápidamente, demasiado rápidamente—. Estaba a punto de servirme una copa. ¿Te puedo ofrecer otra? ¿Un licor, quizá?

Guardaba unas cuantas botellas de oporto y otras bebidas espirituosas en un pequeño mueble bar. Recordó un decantador de ratafía enterrado al final. Nunca había probado aquello, pero a las mujeres parecía entusiasmarles.

Acercándose al fuego, Christine estiró las manos.

—Ah, no, gracias. Me tomo… —Tragó saliva e incluso en la penumbra de la solitaria lámpara de escritorio Simon vio cómo se le encendían las mejillas—. Me temo que no tolero muy bien los licores.

Horas antes, durante la cena, casi no había tocado el vino, un buen borgoña francés que había seleccionado para acompañar el asado. Normalmente no era muy bebedor, una de las razones por las que había tolerado el clima indio mucho mejor que la mayoría de los otros hombres de la compañía destinados allí.

Al menos no tendría que guardar bajo llave los licores. Una cosa menos en su mar de preocupaciones.

—¿Me acompañas mientras yo tomo mi copa?

Ella se dio la vuelta para calentarse la espalda mientras recorría con el pulgar del pie el estampado de la alfombra.

—Si quieres.

Al ver sus dedos rosas sobresalir bajo el dobladillo del camisón, Simon sintió una rara y peligrosa ternura. Si tuviese un mínimo de sentido común, la mandaría directamente de vuelta a la cama.

En su lugar dijo:

—Me gustaría muchísimo. —Y se acercó al mueble bar pasando por delante de ella.

Se sirvió una generosa copa de oporto y llevó la copa a la mesa. Instalado tras la seguridad del escritorio, dio un gran trago y, tras bajar el vaso, le preguntó:

—¿Has tenido una pesadilla?

Con aspecto de que la había vuelto asustar, Christine sacudió la cabeza.

—Esta noche no, pero a veces las tengo.

Las pesadillas eran muy molestas. Se apresuró a ofrecerle lo que consideró un consuelo:

—Madame LeBow está encerrada y tampoco tienes que seguir preocupante por tu primo. No te volverá a hacer daño, lo juro.

Sus ojos serios se encontraron con los de Simon.

—Lo sé, señor.

Simon dio otro sorbito y admitió:

—Yo también sufro a veces de la noche oscura del alma. —¡Por Dios! ¿Qué había pasado para que confesara algo así?

Christine abrió sus preciosos ojos de par en par.

—¿De verdad?

Él asintió agradeciendo la leve punzada del alcohol.

—¿Te sorprende?

Ella dudó.

—Las pesadillas aparecen cuando tienes miedo, y es difícil imaginar que tengas miedo a nada.

—Te sorprendería. —Apuró la bebida y dejó el vaso en la mesa.

—Comprobémoslo —dijo ella tiernamente. Viendo cómo cruzaba la alfombra hacia él, Simon sintió que su corazón tamborileaba con el sonido de cada paso que se aproximaba.

Se acercó al escritorio y se puso detrás de él. Él no se movió, aunque la fragancia de Christine lo envolvía y le hacía sentirse mareado y débil. Algodón limpio sobre piel limpia y calentada por el fuego, un ramo de flores flotante. Probablemente el aroma solo era del jabón, y aun así el más caro perfume francés no le habría atraído más.

Christine pasó un dedo por el trabajado borde de la mesa y volvió a preguntar:

—¿Con qué sueñas?

Por Dios, no debía de tener ni idea de lo cerca que estaba de la garra del león o de lo falible que era su fuerza de voluntad. Simon cruzó las manos detrás de la espalda entrelazando los dedos con fuerza.

—No lo sé exactamente —respondió con una mala mentira—. Mis sueños son solo un embrollo de imágenes, de las cuales olvido la mayoría en cuanto me levanto. —Cómo deseaba que aquello fuese suerte.

—Entonces tienes suerte.

—Suerte —repitió él, quemándole la palabra en la lengua.

La culpa por la violación de Rebecca le había perseguido durante casi dos décadas, dos continentes y varias fortunas. No esperaba librarse nunca de ella. No merecía librarse de ella. «Conmigo estarás a salvo», le había prometido en un alardeo orgulloso de novato engreído.

Pero últimamente estaba siendo acorralado por un tipo de sueño diferente; no era una pesadilla, pero sí algo profundamente inquietante: Christine entre sus brazos. Y en su cama. Al mirarla ahora y verla solo con su ropa de noche y sin llevar nada más que él, reconoció lo mucho que quería hacer aquel sueño realidad.

Christine levantó de la mesa la estatuilla que usaba como pisapapeles y la acercó a la luz de la lámpara.

—Mi padre solía decir que tenía ojos en la espalda, pero nunca había oído nada de tener un tercer ojo en la frente.

—Tiene un tercer ojo porque es Shiva —dijo Simon, agradecido de dejar sus sueños por una materia más segura.

—¿Shiva? —Como era de esperar, sus ojos se abrieron de par en par.

—El dios hindú de la creación y la destrucción —comentó él.

—¿Es un ídolo? —De pronto dejó la figurita en la mesa como si le fuese a chamuscar la mano.

Simon se rio agradeciendo el desahogo que le concedía el humor.

—No debes temer por mi alma inmortal, al menos no por esta estatuilla. Mientras que muchos hindúes adoran a Shiva como a una deidad, para mí solo es un recuerdo de mis años en la India.

—¿Has estado en la Indía? —exclamó, tan incrédula como si él hubiese viajado a la luna.

Pronunció «Indía». Normalmente Simon habría señalado el error, pero estar tan cerca de Christine en el silencio de la noche demostraba ser más embriagador que el propio licor.

—Viví allí desde los dieciséis años hasta casi los veinticinco.

Se dio cuenta, con retraso, de que no le había ofrecido un asiento. Pensando que los modales de Christine no eran los únicos que debían mejorar, rodeó el escritorio y señaló la zona donde antes habían tomado el té.

Sentándose en el sofá de piel, Christine se colocó debajo sus largas piernas, ajustando el camisón alrededor de los tobillos. Unos tobillos exquisitamente esbeltos y de una desnudez tentadora.

—¿Te gustó? La India, me refiero.

Obligándose a apartar la mirada, Simon se instaló en el sofá más lejano a ella. Entre ellos había una mesa de alas abatibles, una barrera débil pero mejor que ninguna.

Y a pesar de ello, la intimidad de sentarse juntos a solas de noche y llevando únicamente sus pijamas le mareaba. Simple como era la pregunta, tuvo que pensar un momento.

—Me gustó bastante. La cultura es literalmente otro mundo en comparación con Inglaterra.

Había asumido que el asunto acabaría ahí. Para su sorpresa, ella siguió insistiendo:

—¿En qué sentido?

Comenzó, titubeando, a dibujar el cuadro de sus años en la India lo mejor que pudo. Los adosados con sus tejados de paja inclinados, las relucientes paredes blancas y los porches. Cómo, durante lo peor de la época de calor, familias enteras pasaban la mayor parte del día holgazaneando en sillas de mimbre y sorbiendo lassi bajo ventiladores que zumbaban. La belleza brutal de la jungla, especialmente durante las temporadas de monzón, cuando árboles que llevaban en pie cientos de años podían ser arrancados tan fácilmente como nabos.

Más tumultuoso era el clima político.

—Unos meses antes de que se rebelasen los cipayos, la policía nacional del norte comenzó a distribuir chapatis.

Durante su relato Christine había escuchado con atención, deteniéndolo regularmente con preguntas que hacían reflexionar. Ahora preguntaba:

—¿Qué es «cha-pa-ti»?

—Es una especie de pan plano y especiado, pero mucho más delgado del que estamos acostumbrados aquí. Los indios lo sirven con la mayoría de las comidas. En este caso, sin embargo, los cipayos lo pasaban de mano en mano en grandes cantidades. A todos nos sorprendió, aunque nunca se determinó su significado. Cuando estalló la revolución, muchos recordaron los chapatis y atribuyeron su reparto a una especie de señal secreta.

Christine inclinó la cabeza frunciendo levemente el ceño.

—Yo leí que la revolución fue debida a que los cartuchos de los rifles de los soldados indios fueron embadurnados de grasa.

Simon no esperaba que supiese aquello. Impresionado, continuó:

—La idea de morder los extremos de los cartuchos tratados con grasa animal para abrirlos resultaba excesivamente ofensiva tanto para los hindúes como para los musulmanes. Canning, el gobernador general en aquel momento, emitió una ordenanza prohibiendo el uso de dichas grasas, pero era demasiado tarde. Tras generaciones viviendo bajo órdenes del Imperio británico, los cipayos tenían escasas razones para confiar en nuestra palabra. Aunque sus motivos para amotinarse iban más allá de los cartuchos.

—¿Viste algún combate?

Simon sacudió la cabeza.

—Yo había reservado mi pasaje meses antes. Mi barco zarpó el 11 de mayo de 1857. Los cipayos incendiaron Delhi justo al día siguiente.

Ella se abrazó las rodillas.

—Tienes suerte.

Simon sonrió a la ironía.

—Tendré que mantenerte cerca para que me lo recuerdes.

—Me gusta estar cerca de ti, sentarnos y… hablar. —La mirada de Christine contempló la suya un breve y deliberado momento, y cualquier duda que hubiera podido albergar de que fuese suya desapareció.

Simon respiró hondo.

—A mí también.

Iluminada por la luz de la fogata, con su flexible cuerpo en posición relajada, era la tentación personificada. Qué fácil le resultaría ponerse en pie, caminar hacia ella y tirar de uno de los tirantes color miel que llevaba sobre sus delgados hombros. Como un ancla, lo enrollaría en su mano, la pondría lentamente en pie y la acercaría hacia él. La fantasía le apremiaba, poniendo a prueba su honor, su temple como hombre y no animal.

El carillón del reloj del pasillo le devolvió la cordura. El mundo diurno, aquel reino gobernado por principios y planos, pronto les alcanzaría. Seguir allí sentados significaría correr un riesgo muy posible de que los encontrara uno de los sirvientes, cuya nada envidiable tarea era barrer y atezar el hogar y encender el fuego. A pesar de que fuesen supuestos primos, no sería bueno para ellos que los viesen reunidos en pijama.

Simon esperó a que sonase la cuarta y última nota.

—El desayuno se servirá dentro de muy pocas horas. Deberías intentar dormir algo —dijo.

Ella rechazó la sugerencia girando con rapidez uno de sus adorables dedos.

—Estoy acostumbrada a levantarme pronto para ordeñar. No debes preocuparte por mí.

—Pero lo hago —dijo, y añadió rápidamente—. Los insomnes debemos cuidarnos unos a otros.

—In.. som… —repitió ella frunciendo el ceño—. Usas unas palabras enormes.

Simon se levantó confiando en que la bata lo cubriese.

—Insomne —repitió— es una persona que tiene dificultad para dormir.

Ella desdobló las piernas y también se puso en pie.

—Ah, bueno, entonces creo que eso vale para los dos —dijo con una pequeña risa inclinándose para ceñirse la bata.

Simon la siguió con los ojos, deseando que la bata se abriese y el camisón cayera al suelo. No por arte de magia, sino por la de sus propias manos.

Sin embargo, con esas mismas manos metidas en el fondo de los bolsillos, la acompañó a la puerta. En el umbral, Christine se volvió tan rápidamente que sus cuerpos casi se rozaron.

—Buenas noches, Simon.

Él tragó saliva recordando su primera imagen en el ático, las curvas y ángulos a los que se pegaba el fino camisón.

—Buenas noches, Christine.

No solo había perdido la noción del tiempo. Durante las últimas horas, habían dejado de ser maestro y alumna, benefactor y protegida, y, en su lugar, simplemente se habían convertido en Christine y Simon. Amigos. Se apoyó en el marco de la puerta viendo cómo su nueva «amiga» doblaba la esquina y desaparecía de su vista.

—Buenas noches, preciosa Christine —dijo, esta vez para sí mismo.

Cerró la puerta y volvió dentro. No había ningún motivo para volver a la cama, pero el sofá era tentador, con los cojines todavía cálidos donde Christine se había acurrucado como un gatito. Se colocó uno debajo de la cabeza, cruzó los brazos sobre el pecho y estiró las piernas. Con los pies colgando sobre el brazo tubular del sofá, cerró los ojos, solo para descansarlos, por supuesto.

Horas después, se despertó con el aroma de bacon frito y huevos revueltos, sintiéndose tan fresco como si realmente hubiera dormido toda la noche.

vinheta

—Tengo algo para ti —dijo Simon aquella mañana durante el desayuno, bajando el diario para lanzar una mirada a Christine. Sentada a su derecha, estaba excesivamente atractiva con un vestido de lana azul añil terminado con escote y puños de encaje. Su bonito pelo estaba recogido con un simple lazo. Salvo unas vagas sombras bajo los ojos, no había rastro de su escapada nocturna. Especialmente su apetito no parecía sufrirlo.

Al no tener ni idea de lo que le gustaba, el día anterior Simon había solicitado a su cocinera que sirviese un poco de todo. El aparador de superficie de mármol alojaba bandejas de plata con higaditos asados, bacon y salchichas, huevos al plato y escalfados y un abultado surtido de panes, mermeladas y gelatinas. Por lo que podía ver en su rebosante plato, Christine lo había probado todo.

—¡Un regalo! ¡Para mí! —exclamó con los ojos brillantes antes de poner una mano sobre su boca llena.

Simon apartó el diario y deslizó hacia ella el paquete envuelto con papel marrón.

—No es nada —dijo, y su nerviosismo le hizo arrepentirse de no haberle comprado un regalo de verdad, algo frívolo, personal y divertido.

Ella alzó el paquete y lo agitó.

—Es un libro, ¿verdad? —Una sonrisa de placer iluminó su rostro.

Era un libro, pero Simon se limitó a decir:

—Ábrelo y lo sabrás.

Christine tiró de la cuerda y rasgó el papel.

—Es un libro. ¡Dos libros! —Sacó el volumen más grande y lo levantó.

—Presta atención a la Z y cuidado con la S por el ilustre Charles W. Smith. —Miró a Simon con expresión desconcertada.

—Un manual de elocución que elegí en Londres —explicó, evitando su mirada echando más azúcar al café—. Smith es un célebre filólogo y esta es su obra más reciente. Pensé que podríamos usarla como punto de partida para la lección de gramática de hoy.

Hojeándolo, ella preguntó:

—¿Si leo esto me enseñará a hablar «correcta»?

—Si te refieres a si aprenderás a hablar correctamente, sí, este libro debería mostrarte el camino correcto, siempre y cuando lo estudies fielmente.

Christine alzó el segundo libro, que era más pequeño. Antes de que pudiese preguntar, Simon le informó:

—Un diccionario de pronunciación. El manual de Smith se centra en la colocación y la pronunciación correctas de las zetas y las eses, pero este diccionario es una guía para decir las letras de las palabras. —No era una lectura demasiado fascinante, reflexionó. ¿Por qué demonios no había elegido una novela o dos?

—Oh —dijo ella. Tras cerrar el libro, parecía de todo menos entusiasmada—. Qué práctico.

Una década antes, Simon también había considerado práctica la obra anterior del señor Charles W. Smith, Consejos sobre elocución y hablar en público. Margot se la había hecho leer una y otra vez. Una tarde de domingo, hirviendo de frustración, se abrió camino en el salón lleno de conocidos de Margot con el manual de Smith sobre otros libros bajo el brazo. Entre jadeos y risitas, había abierto la ventana y había tirado el odioso manual al pasaje junto con otras gemas soporíficas como Errores de pronunciación y expresiones inapropiadas, Pobre letra Z, su uso y abuso y Etiqueta para caballeros y señoritas. Sin mediar palabra, se había dado la vuelta y había salido dando fuertes pisotones. Aquella noche encontró sus libros reconstruidos sobre su cama con una nota con la letra de Margot encima. «Vuelve a empezar.»

A lo largo de los siguientes años consiguió dominar no solo sus zetas y eses, sino también su temperamento. Pero este seguía ahí, alojado bajo la débil superficie, una bestia encarcelada que en ocasiones gruñía e intentaba moverse y, a veces, escapaba de su custodia y de su razón. Instruyendo a Christine debía ser cuidadoso, muy cuidadoso. Todavía no habían tenido su primera lección y la frustración física ya le estaba poniendo de mal humor. Si tenía un ápice de la paciencia que había tenido Margot con él, lo consideraría una victoria.

Afortunadamente, Christine sería una alumna más obediente de lo que él había sido. Su joven mente era todavía tan maleable como una masa de barro y, aun así, se había mostrado astuta y curiosa, casi penosamente ansiosa de expandir su mundo más allá de sus anteriormente estrechos horizontes.

Con todos aquellos factores a su favor, no podía ser muy difícil moldearla para que pareciese una dama.

vinheta

¿Cómo podía una frase tan simple ser tan difícil de decir?

Sentado a la mesa de la biblioteca, Simon le arrebató de las manos el libro y releyó la frase que, estaba seguro, ya odiaban los dos.

—Sara la Sirvienta Suplicó a su tía Sofía que Sujetase Su Sagrado Sombrero para Socorrer a un Soso Soldado.

Comenzando a enfadarse, se colocó el lápiz detrás de la oreja.

—Eso mismo acabo de decir. —Podía no conocer palabras grandes, pero sí conocía las pequeñas, que llevaba usando desde que tenía dos años.

Simon se rascó el puente de la nariz.

—Lo que dijiste fue «zozo». La palabra es «soso». Es una palabra simple de dos sílabas y cuatro letras, y ninguna de ellas es la zeta. Vuelve a empezar.

No tendría la mejor formación, pero eso no la convertía en una bobalicona. Con el rostro encendido, Christine acercó el libro hacia sí. Colocando los codos en la mesa, principalmente porque sabía que a Simon le disgustaba, forzó cada palabra entre dientes.

—Deja de moverte de una vez. Cualquiera que entrase ahora mismo pensaría que estás enferma —dijo mirando fijamente su mano derecha.

Siguiéndola, se dio cuenta de que estaba tirándose de la coleta. Desenrolló los dedos y la soltó.

—Necesito estirar las piernas. —Cansada de aquel tiquismiquis, empujó la silla hacia atrás.

—Es «las piernas», y siéntate otra vez. No vas a ningún sitio.

Un delicioso pensamiento maligno la golpeó. Simon estaba siendo muy reservado, la tentación de burlarse de él era demasiado atractiva como para resistirse.

—¿Incluso si tengo que usar el excusado?

Como era de esperar, se le pusieron las orejas rojas.

—Ninguna dama, bajo ninguna circunstancia, admitiría algo así en presencia de un caballero.

Christine ocultó una sonrisa. Aparentemente, las verdaderas damas ni meaban ni cagaban. No era ninguna sorpresa que las pocas que había conocido se mostraran tan rígidas y erguidas..., excepto la señorita Ashcroft, por supuesto. Era una mujer que sabía cómo divertir a sus acompañantes.

—¿Qué haría entonces? —Fingió abrir los ojos de par en par.

—Pediría que se le disculpara. —Simon estaba apretando tan fuerte la mandíbula que casi se podía oír el ruido de los dientes.

—Muy bien, si me disculpa… —dijo ella echando la silla hacia atrás.

—No. Siéntate bien, codos fuera de la mesa, y lee el fragmento otra vez.

Ella dejó escapar un fuerte suspiro, aunque no había nada fingido en su frustración. Esperaba que las clases con Simon fuesen difíciles, pero también interesantes. Sobre todo se había imaginado leyendo libros en la biblioteca, novelas especialmente. Pero en lugar de eso, ya casi era hora del almuerzo y hasta entonces solo había leído una única frase aburrida.

Un golpe en la puerta le ofreció un descanso. Entró la señora Griffith con su amable rostro.

—Veo que sigue con los libros, señorita.

Christine dejó en la mesa su odiado texto.

—Así es, pero si es la hora del almuerzo supongo que puedo parar un rato. No me gustaría que la deliciosa comida de la cocinera se enfriase por mi culpa. —Por el rabillo del ojo vio la mirada de Simon.

Viéndola ella también, la gobernanta dudó.

—Aún no, señorita Christine, pero le garantizo que el pastel de pichón merece la espera. —A Simon le dijo—: Siento molestar, señor, pero tiene visita: la mujer del señor Priestly y otras cuatro feligresas —dijo dándole una pila de tarjetas de visita color crema.

¡Visitantes del pueblo! Qué giro de acontecimientos tan inesperado, pensó la joven. Quizá podría decir adiós a Sara la sirvienta y su horrible tía Sofía para el resto del día. Simon, sin embargo, no parecía muy emocionado.

—¡Maldición! —barajando las tarjetas leyó—: Señora Charles Priestly, señoritas Dorothea y Daphne Priestly, señorita Frances Albright y señorita Faith Pettibon. —Con una expresión sombría, se metió las tarjetas en el bolsillo del abrigo y se puso en pie—. ¿Dónde las has dejado? —preguntó a la señora Griffith, y Christine tuvo la descorazonadora sensación de que no solo se olvidarían de la lección.

—En el salón este con una bandeja de refrigerios que va de camino —respondió la doncella.

—Ya debería estar allí. —Agarrando la corbata para apretarla, miró a Christine como si de pronto recordase que estaba allí—. Lo siento, pero nuestra clase tendrá que esperar. No se puede hacer nada. El señor Priestly es un magistrado y una persona muy respetada. La mayoría del resto de los granjeros votarán lo que él vote. No puedo permitirme ofender a su mujer.

Resuelta a no fallarle, Christine se levantó de un salto, repasando mentalmente el protocolo para servir el té, ya que, como prima de Simon, le pedirían que lo hiciese. Si no se hubiera destrozado tanto el peinado…

—Iré en un momentito. Necesito excusarme para arreglarme.

Simon se quedó callado. La miró durante un doloroso momento antes de decir:

—Christine, dadas nuestras… circunstancias, creo que lo mejor será que no nos acompañes hoy.

—¿Nuestras circunstancias? —repitió ella.

Lanzó una mirada significativa en dirección al ama de llaves.

—Aunque seamos primos y tú seas huérfana, dado que yo soy soltero, habrá gente que no verá muy adecuada tu presencia aquí. Entiende que me presento al Parlamento en las próximas elecciones.

Christine se quedó paralizada. Las elecciones, sus grandes planes, planes que no la incluían y nunca lo harían. Qué tonta había sido de imaginar que haber estado solos en el estudio podía haber significado algo para él también, algo más que una misión de misericordia.

—Sí, por supuesto. —De algún modo consiguió que aquellas palabras atravesaran el nudo de su garganta.

Él dejó escapar un suspiro, sin duda aliviado por librarse de ella aunque solo fuese aquella tarde.

—¿Qué te parece si damos un descanso a nuestro amiga Sara y comenzamos por geografía cuando vuelva? Podemos empezar con la India si te apetece.

La India, el país sobre el que habían estado hablando la noche anterior. Lejos de tranquilizarse, aquello había sido lo peor que le podría haber dicho. Si hubiese sacado un cinturón y la hubiera golpeado no le habría herido más. La intimidad de la noche anterior había sido mancillada con la realidad. Cada vez que recordase el momento lo vería manchado.

—Empezaré ya mismo. —Decidida a no mostrar el daño que le había hecho, miró fijamente el globo terráqueo gigante. Sobre su pedestal de latón, ocupaba el hueco de los ventanales que daba a los jardines.

Simon dudó.

—Christine…

—Vete, entonces —dijo más bruscamente de lo que quería—. Tus invitadas estarán preguntándose dónde te has metido. No debes hacer esperar a las damas.

Por una vez, él no parecía tener respuesta. Se dirigió a la puerta lentamente como si ya no tuviese tantísima prisa. La señora Griffith, extrañamente callada, lo siguió.

Girando el globo, Christine esperó a que la puerta se cerrase tras ella. Una vez cerrada, se separó de la ventana. Dando vueltas, buscó una señal de que la noche anterior había sido real, y no una trampa o un bonito sueño. La habitación, a la luz del día, era más bien altiva que agradable; los bustos de mármol de filósofos y políticos la miraban con malos ojos, muy dignamente. Hasta los estantes de sus queridos libros parecían querer asfixiarla, las paredes le apretaban. Necesitaba aire.

Abrió la puerta y se deslizó hacia el pasillo. Al pasar por la entrada, la puerta entreabierta hizo que escuchara la voz de Simon seguida por un coro de risas chillonas de señoras.

Pegándose contra la pared, estiró el cuello y miró dentro. Simon estaba sentado entre dos mujeres en un tresillo pensado realmente para dos personas.

—Oh, querido señor Belleville —canturreó la pelirroja de grandes senos de su izquierda—. Si hubiésemos sabido que es tan divertido habríamos venido antes. —Su mano había caído en la parte superior de la rodilla.

—Fanny, no debemos olvidar que el señor Belleville es un político —añadió la mujer mayor de su derecha. Se estiró para ajustarse los quevedos antes de que se siguieran deslizando por su larga y delgada nariz—. Debemos esperar que tenga una lengua de plata y humor inteligente. Pero, en serio, señor Belleville, ¿qué opinión le merece todo este escándalo de la mejora del Parlamento?

Christine se apartó de la puerta mientras sus fuertes gorjeos la seguían hasta el vestíbulo principal. Así que aquellas eran las damas mejores que ella, tan educadas que no estaba preparada para conocerlas, aquellas que ni meaban ni cagaban o al menos no lo admitían. Las lágrimas de enfado le recorrían las mejillas. Encontró su abrigo en el armario del día anterior. Quitándolo de la percha, salió por la puerta principal metiendo los brazos en las mangas.

El carruaje de las visitantes estaba aparcado en la entrada. Christine se apresuró para pasarlo rápidamente. Con el pelo despeinado y su paso decidido, si la veían suponía que la tomarían por una sirvienta de rango superior, no por la señora de la casa. Un momento después, el conductor lo confirmó llamándola «chica» y deseándole un buen día desde su asiento. No le hizo caso y aceleró, dirigiéndose a la parte posterior de la casa. Los escalones de piedra llevaban al campo sur y desde ahí al jardín en terrazas. Lo había visto el día anterior con Simon. Su inusual timidez cuando le pidió permiso a Christine para llamarla por su nombre, su insistencia en que considerase Valhalla su hogar —¡su hogar!—, el brillo en sus ojos cuando se había reído de ella al preguntarle por qué odiaba su casa..., todo aquello había sembrado la esperanza de que estuviese comenzando a verla como algo más que una invitada, una alumna o incluso una amiga. Mareada y aterrorizada, casi no había sido capaz de juntar dos palabras seguidas en la cena y la cubertería se le deslizaba como mantequilla entre sus dedos temblorosos. Cuando volvió a su habitación, no podía dormir recordando su cara, sus ojos especialmente. Y cuando se lo encontró en la biblioteca por accidente, se preguntó si no estaría soñando después de todo.

Mirando los yermos jardines, deseó poder ver la situación con otros ojos. Simon, el señor Belleville, era un caballero y, por tanto, tan inalcanzable como las estrellas que una vez había deseado. Ya no era una niña que se maravillaba con el firmamento, sino una mujer con responsabilidades. Responsabilidades llamadas Liza, Timy y Jake.

Por el bien de su familia, debía dejar a un lado sus estúpidas fantasías con el señor Simon Belleville de una vez por todas.