Capítulo 2

«Comienza por el comienzo —dijo el rey, ofendido— y cuando acabes de hablar, te callas.»


Lewis Carrol,

Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, 1865


—Te ha mordido, ¿verdad? —Riéndose entre dientes, Trumbull tiró el trapo en la palangana llena de agua con sangre—. Siento mucho habérmelo perdido.

Mientras se recostaba en un sillón de su alcoba con un vaso de coñac colgando de su mano sana, Simon refunfuñó a su ayudante de cámara:

—Tu preocupación es conmovedora.

Disfrutando claramente, Trumbull le limpiaba la sangre y envolvía la mano de Simon con una tira de lino. Un ungüento cubría las heridas rojas que habían dejado unos impresionantes incisivos.

—Limítate a vendar la maldita cosa, ¿quieres?

Trumbull llevaba diez años siendo su ayudante de cámara y su amigo desde hacía más de quince. Se habían conocido en ruta hacia la India cuando Simon era un polizón de dieciséis años y Trumbull uno de los contramaestres más viajados de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Con sus centelleantes ojos azules, una curtida piel oscura e infinitas historias de marinero, Trumbull le había parecido terriblemente intrépido y sofisticado. El valiente hombre de los suburbios londinenses había navegado a Singapur y a Siam, incluso a las lejanas islas Molucas, lugares con los que Simon únicamente había soñado. Nada más llegar, Trumbull salvó a Simon de diversos desastres, incluyendo un encuentro con un miembro de los Estranguladores, una sociedad india secreta de asesinos cuyos miembros abusaban de viajeros, especialmente europeos. Simon le debía una.

Y él siempre pagaba sus deudas.

Cuando se fue de la India en 1857, escasos días después de que los cipayos tomasen Delhi y mataran a la mayoría de los europeos de la ciudad, no podía dejar a su amigo atrás. En los diez años transcurridos desde entonces, nunca se había arrepentido de hacerle sitio en su casa.

Casi nunca.

Trumbull levantó las tijeras y dio un tijeretazo al final del vendaje.

—Dicen abajo que es una pariente pobre, una prima —dijo lanzando a Simon una mirada astuta—. Por cierto, ¿cómo se llama la prima?

Un demonio. El mismísimo demonio. Simon soltó la copa, colocó el codo sobre el copetudo brazo del sillón y apoyó la mejilla sobre la palma de su mano sana.

—Todavía lo estoy decidiendo.

En realidad, todavía no lo sabía, ni el real ni el apodo más ostentoso que debía de utilizar cuando servía a sus clientes. En el ático no había tenido la claridad mental suficiente para preguntar. Y fuera había tenido que ser demasiado resuelto para librarse de Tolliver como para preguntar a las otras chicas.

Durante las últimas horas, había pensado en ella simplemente como La Criatura. Si tuviese un ápice de sentido común, la habría dejado en el hospicio más cercano. Frágil como una flor de invernadero, no habría durado ni dos semanas sola. Era un milagro que hubiese sobrevivido tanto tiempo y ello era una muestra de su espíritu de supervivencia.

Él también era un superviviente, pero no podía evitar admirarla. Una semana encerrada sola en el ático habría destrozado a muchas chicas normales. Se había preguntado a veces qué habría hecho para ganarse un castigo tan severo. ¿La cicatriz de su mejilla sería un tarjeta de visita de uno de los clientes más brutos del burdel? ¿Quizá se había opuesto a que la tratase brutalmente y había incluso mordido al culpable, y le habían encerrado por ello? Pero no, aquello no cuadraba. La herida, aunque reciente, tenía más de una semana.

El mayor misterio era por qué diablos se preocupaba. Saboreando el oporto mientras caía por su garganta, Simon pensó en aquella pregunta. Sin lugar a dudas, había visto pobreza y desesperación en abundancia en Calcuta y la había conocido de primera mano de niño en East London. ¿Por qué salvar a aquella chica? ¿Y por qué decidir actuar como el Buen Samaritano cuando tenía todo que perder y absolutamente nada que ganar?

¿Qué le había dado? Su último acto espontáneo fue irse de Inglaterra dieciocho años antes. Su madre se había desposado con el sastre del vecindario, un hombre amable y bueno de su misma confesión, quien trataba a la pobre Rebecca, hecha añicos, como si fuese hija suya. Ver a su madre asentada y a su hermana atendida debió de darle a Simon algo de paz, aunque en todo caso la relativa facilidad de su nueva vida generó una inquietud, una desazón tan profunda que bordeaba con la desesperación.

Tenía que irse.

Solía evitar la sastrería de su padrastro; de alguna manera los telares, las mesas de cortar y los grandes rollos de tela le hacían sentirse mucho más acorralado. Pasaba el día en los muelles. Por la noche, vigilaba las tabernas de la ribera esperando encontrar a los sujetos a quienes odiaba. Si lo hacía, ni una veintena de McShane le podría impedir vengarse.

Pero ningún Reggie, Jimmy o McShane se cruzaron nunca en su camino y, después de un tiempo, se dio cuenta de que muy probablemente nunca lo harían. Volvió a pelearse. Cualquiera enorme y suficientemente estúpido para aceptar el desafío le servía. Con todas aquellas peleas consiguió unos fuertes brazos, unos nudillos brillantes llenos cicatrices y una reputación que bordeaba la locura. La satisfacción de golpear a su oponente hasta tirarlo al suelo siempre se esfumaba en cuanto se volvía a poner la camisa.

Una noche, la desesperación lo llevó al borde del agua. La tentación de tirarse por la baranda había sido enorme. De alguna manera encontró la fuerza para resistir, para darse la vuelta. Más tarde aquella noche, tumbado sudando y temblando sobre las sábanas limpias de su pequeña y acogedora cama, fue consciente de que ni aquello ni él tenían remedio. El odio que sentía hacia sí mismo y la culpa le remordían como una manada de sabuesos hambrientos detrás de un hueso. Si no se iba de allí pronto se encontraría completamente vacío, tan muerto por dentro como Rebecca.

Unas semanas después, se encontró agachado en las entrañas de un fardo de la Compañía de las Indias Orientales hacia Bombay, con la suma de sus lamentables y escasas pertenencias metidas dentro de un almohadón. Milagrosamente, se las arregló para esconderse durante toda la primera semana en alta mar hasta que uno de los marineros, Trumbull, lo descubrió. El capitán le había dado un buen puñetazo, pero tampoco estaba dispuesto a perder una semana de viaje para devolver a un tipo desaliñado que se negaba a decir su apellido. Puso a Simon a trabajar fregando las cubiertas del barco, reparando los cabos dañados y ocupándose de los animales que llevaban a bordo como sustento para la larga travesía.

Pero a Simon no le era extraño el trabajo duro y, además, poder llenarse los pulmones de aire limpio y sin carbón y sentir el sol quemándole la espalda le restaba dificultad hasta a la más cruel de las tareas. Mientras trabajaba escuchaba los relatos de los marineros, historias engreídas en su mayor parte, pero llenas de travesías pasadas a la India y otros países exóticos. Un día seguía al otro y Simon comenzó a volver a hacer planes. Y a soñar.

La húmeda y calurosa India era el cementerio de muchos jóvenes y ambiciosos ingleses, pero la pobreza y el autodesprecio habían endurecido a Simon y su facilidad con los números le ganó un puesto en la tesorería de la Compañía, donde pronto escaló puestos. Mientras muchos de sus compañeros tiraban el dinero en putas y licor, él lo utilizó para comprar acciones de la compañía y diversos intereses de navegación. Su austeridad había merecido la pena. Diez años después volvió a Inglaterra convertido en un hombre rico y bastante más sabio.

Pero aquel día no había sido sabio.

Tenía que sacar de su casa a La Criatura, y rápido. Lo único que faltaba era que llegase a oídos de alguna cotilla londinense el rumor de que él, soltero, estaba dando cobijo a una prostituta bajo su techo y tendría que olvidarse de trabajar en la administración. Ni de perrero.

Pensar en su propia debilidad y su propia estupidez era más que deprimente. Alcanzó el decantador de coñac de la mesa de mármol y se sirvió otra copa.

—Estate quieto —le reprendió Trumbull.

Simon dejó la copa a un lado maldiciendo en voz baja.

—Buen chico. —Trumbull juntó los dos extremos del vendaje en un limpio nudo de marinero y dio un paso atrás para admirar su obra—. Listo —exclamó, y a continuación alcanzó la copa llena de Simon y bebió su contenido de un delicioso trago.

Simon se recostó estirando las piernas hacia el calor del hogar.

—Supongo que la señora Griffith la ha instalado, ¿no?

Había ordenado a la gobernanta que dejase a su «prima» en la alcoba de invitados amarilla. Con su orientación al este, su luminosidad y sus muebles livianos, la habitación sería un paraíso para una chica privada de la luz del sol y el aire, dos lujos de los que el ático de Madame LeBow carecía. Que casualmente estuviese al final del pasillo en que se encontraba su propia habitación era pura coincidencia.

—No sé si lo llamaría «instalada» —admitió Trumbull asiendo el decantador.

Simon lo movió.

—¿Qué quieres decir?

Trumbull frunció el ceño.

—Creo que le ha dado un ataque cuando la bañera ha entrado en el cuarto. Esa pequeña es una bruja. Ha jurado que no se daría ningún maldito baño y le ha dado un buen empujón a la pobre Janet cuando ha intentado persuadirla de que entrase en la bañera. —Se atusó una rubia ceja—. Con ese temperamento, voy a creer que después de todo es pariente tuya.

Simon soltó una maldición. La chica estaba causando problemas. ¿Por qué no había escuchado a su sentido común y la había mandado a Newgate con las otras? Pero en lugar de eso, se había inventado la historia de que era su prima expósita. Al haber hecho aquello, se obligaba a tratarla como tal. Aun así, ahora estaba bajo su techo, al menos hasta que decidiese qué hacer con ella. No quería que lo tomaran por tonto.

Separando el escabel de una patada, se puso en pie.

—¿Por qué no se me ha informado?

Trumbull respondió con una sonrisa avergonzada.

—Pero, señor, se lo estoy contando ahora.

Simon agarró el pomo de latón con la mano buena. Aquella era su casa, el único lugar en el mundo en que solo mandaba él. No estaba dispuesto a dejar que ninguna pilluela le diese la vuelta a su cuidadosamente creado dominio, aunque hubiera sido él quien le hubiese dado la llave del reino.

Salió al pasillo con Trumbull siguiéndole.

—Vaya despacio, señor. No es bueno recalentar la sangre después de haber perdido tanta.

Dirigiéndose a la guarida de La Criatura, Simon no se molestó en detenerse.

—Ya me arroparás más tarde con un filete de ternera y una copa de jerez. De momento… Pero, Dios mío…

Se detuvo a medio paso. La mitad de su servicio estaba congregado ante la puerta de la alcoba con la señora Griffith, el ama de llaves, y la sirvienta, Janet, liderando la fila. Esta última parecía estar ocupada relatando los detalles de su espeluznante discusión.

—Y después sus ojos han enloquecido y se me ha echado encima como…, como un chacal.

Simon estaba absolutamente seguro de que Janet nunca había visto con sus propios ojos un chacal en un libro, y mucho menos uno vivo.

—Ya basta —dijo acercándose—. El espectáculo ha terminado. Podéis volver a vuestras tareas. Ya.

Trumbull se materializó a su lado.

—Ya lo habéis oído. Vamos, vamos.

Simon se volvió hacia su ayudante.

—Eso también te incluye a ti.

Trumbull frunció el ceño.

—¿Y dar las gracias? Al fin y al cabo te salvé la vida. —Hizo un aspaviento teatral y se unió a la procesión que se dirigía a las escaleras.

Simon esperó a que sus empleados se dispersasen. Cuando se dejó de oír el último paso de retirada intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave, por supuesto.

Detrás de él se oyó un débil carraspeo.

Simon se dio la vuelta. La señora Griffith estaba ante él sujetando un llavero.

—Creo que es la pequeña plateada, la tercera por la izquierda. —Con los ojos legañosos, le alcanzó el llavero antes de irse.

Nervioso, Simon se volvió de nuevo hacia la puerta. No se molestó en llamar.

—Voy a entrar —anunció girando ya la llave.

La puerta se abrió. Al entrar, se preparó para que cualquier proyectil volase hacia él, así como a que le clavara las uñas y le mordiese. Para lo que no se había preparado era para el silencio.

La Criatura estaba sentada en el borde de la cama, resollando sobre su mugrienta mano abierta. A juzgar por la nariz y los ojos de color escarlata, llevaba así un rato.

Simon odiaba pocas cosas más que ver a una mujer llorar. Su indignación desapareció. Cerró la puerta tras él y se acercó a ella.

Acercándose a su lado, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó.

—Toma, niña… señorita. —Maldición, ¿cómo se llamaba aquella mocosa?

Ella alzó la vista. Fulminándolo entre lágrimas, le quitó el cuadrado de tela tan pulcramente planchado.

—Christine, Christine Tremayne. —Enterró la nariz en la tela y sopló. Con la nariz enrojecida y limpia preguntó—: ¿Por qué les ha dicho que somos primos? —dijo la palabra «primo» como si fuese particularmente repugnante.

Simon no esperaba que lo fuesen a criticar. Quizá que lo atacasen, pero no que lo cuestionaran.

—Bueno, tenía que inventarme algo, ¿no? La verdad no serviría de nada. —Se pasó la mano por el pelo, sintiéndose indefenso mientras ella se limpiaba nuevas lágrimas de la cara—. Me llamo Simon Belleville. Soy vicecomisionado de Su Majestad y ahora tu benefactor.

Ella enrolló el pañuelo agarrándolo fuertemente con el puño.

—No necesito un benefac…

—Permíteme que discrepe. Ya has cometido dos ataques violentos no provocados y ni siquiera es hora de almorzar. Hay mujeres que han terminado en el psiquiátrico de Bedlam por menos.

Ella se levantó rápidamente de la cama alzándose sobre sus pies descalzos. Viéndola a la luz, Simon se dio cuenta de que tenía unos bonitos pies enrojecidos. El resto de su cuerpo también era bonito, o al menos mantenía la posibilidad de serlo bajo la pátina de suciedad.

Christine se puso las manos sobre las caderas y el pañuelo cayó al suelo.

—Quiero que me devuelva a mi gato. ¿Qué ha hecho con él? No me diga que lo ha dejado morir de hambre.

Flaca como un tallo de tulipán, era alta para ser mujer, alrededor de un metro setenta, conjeturó Simon.

—Morirse no creo. Estoy seguro de que ese animal está disfrutando de un ratón bien cebado ahora mismo.

—¡Así que lo ha abandonado! —El sonido agudo de su voz, el anhelo desnudo de sus ojos y aquel tembloroso labio inferior le hicieron sentir mezquino, miserable y, sobre todo, avergonzado.

¿Avergonzado él? Ridículo. Absurdo. Ya no tenía nada que ver con aquellos blandos sentimientos. Solo había que ver en los problemas que ya le habían metido.

Ansioso por cambiar de conversación, él dijo:

—Es de tu bienestar de lo que he venido a hablar. ¿Tienes familia? ¿Alguien con quien pueda contactar en tu nombre?

Bajo la máscara de porquería, el rostro de ella palideció.

—Mi madre murió de parto hace cinco años y el corazón de mi padre se detuvo el año pasado. Desde entonces solo estamos los pequeños y yo.

—¿Los pequeños? —repitió él, las palabras clavándose como migas de pan tostado. Por Dios, ¿se había topado no solo con una prostituta, sino también con su prole ilegítima?

Limpiándose la nariz con la manga del camisón, la chica asintió.

—Mis hermanos y mi hermana, prometí al granjero que se los llevó que mandaría dinero para sus gastos.

Simon soltó el aire dándose cuenta de que lo había contenido.

—Entiendo.

Golpeando los dedos contra el mentón, pensó que Christine Tremayne y él tenían mucho en común. Como él, era huérfana con un hermano dependiente de él; en su caso, hermanos. Con una extraña sensación de afinidad, la contempló con nuevo interés. Si se lavaba, alimentaba su cuerpo y aprendía a hablar y a comportarse de modo un poco más refinado, no había ninguna razón por la que no pudiese encontrar un trabajo en un hogar respetable como doncella. O quizás un pudiente comerciante o tendero quisiese desposarla. Las expectativas de ella no debían de ser muy altas, pero al menos podría mantener a su familia sin acudir a un asilo para pobres o a un prostíbulo.

Observándola, casi notaba cómo giraban los engranajes de su mente.

—Tengo una amiga llamada Margot Ashcroft. Dirige una escuela, una academia para damas.

La expresión alicaída de Christine se convirtió en un ceño fruncido.

—Ya fui a la escuela, muchas gracias. —Fulminándolo con la mirada, alzó el mentón—. Sé leer, escribir y contar. Yo llevaba las cuentas de los lácteos para mi padre y después para Hareton. —Al mencionarlo, sus mejillas se encendieron detrás de la mugre.

Sorprendido, él se encontró preguntando:

—¿Quién es Hareton? —¿Un hermano? ¿Un amor? ¿Quizás un marido?

Cuatro dientes blancos impecables rasgaron su labio inferior.

—Mi primo, el real. Vino a vivir con nosotros y a dirigir la lechería después de que padre muriese.

Habiendo crecido en Whitechapel, Simon había conocido a hombres que habían vendido a sus hermanas, mujeres e incluso hijas a prostíbulos. Esforzándose por ser delicado preguntó:

—¿Ese primo tuyo fue quien te trajo a Londres?

Ella sacudió la cabeza.

—No… exactamente.

Él se balanceó sobre sus talones intentando tener paciencia.

—¿Y qué significa «no exactamente»? O lo hizo o no. Dime, por favor, cuál de las dos.

Sus desafiantes ojos marrones enrojecidos le clavaron la mirada.

—Huí, para su información. Llevé a los niños a una granja de Shropshire donde él no les pudiese poner sus sucias manos encima y yo también me fui.

—¿A Londres?

Asintió.

—Sí, pensé en buscar trabajo. Un trabajo honesto —añadió mientras sus ojos lo retaban a rebatirla—. No supe qué clase de lugar era LeBow hasta que llegué. La propietaria me hizo creer que regentaba un hogar decente y que yo trabajaría de friegaplatos o algo así. Cuando vi lo que se avecinaba ya era demasiado tarde. No me dejaría irme aunque lo intentase. Y lo intenté.

Simon dejó escapar un soplido.

—Entiendo.

Y lo hacía, porque su historia era tanto trágica como común. Su primo, Hareton, era un salvaje. Había hecho que la chica huyese a Londres, como hacían hordas de jóvenes que escapaban de sus pueblos en busca de refugio, emociones o simplemente por cambiar el trabajo soporífero del campo. Como la mayoría de ellos, Christine había buscado un trabajo honesto. Al principio.

Recordando que lo que necesitaba de él era ayuda, no lástima, forzó un tono de esperanza en su voz.

—Lo que te ofrezco es la oportunidad de hacer borrón y cuenta nueva, de mejorar y comenzar de cero. En la escuela de mi amiga adquirirás una educación diferente…

—Eso fue lo que dijo Madame LeBow.

Simon notó que se ruborizaba.

—En este caso se trata de la clase de habilidades que una mujer, una dama, necesita aprender en su vida.

Ella arrugó la nariz.

—¿Como cuál?

—Bueno, veamos. —¿Qué enseñaba Margot en esa condenada academia?—. Qué decir en compañía educada, qué no decir, cómo elegir un puro…

—No fumo —dijo haciendo una mueca.

—Para un caballero —soltó, preguntándose si estaba jugando con él o si realmente era tan corta—. Cómo caminar…

—¡Llevo caminando toda mi vida! —Con las manos en sus estrechas caderas, caminó pisando con fuerza hacia la ventana—. ¡Mire! —Giró sobre sí misma y volvió hacia él pisando como un elefante.

—Maravilloso. —Un leve dolor se había apostado en sus sienes, aunque Simon se armó de fuerza para no prestarle atención—. Pero en la mayoría de actividades hay una manera conveniente y otra inconveniente de hacerlo.

Ella, cruzándose de brazos, resopló.

—Si voy a esa escuela, ¿aprenderé lo que necesito para encontrar un trabajo?

—Estoy seguro de que la señorita Ashcroft te explicará el programa cuando os veáis. Si resulta que tiene una plaza, te tratarán bien, tendrás una cama propia, tres comidas al día y ropa limpia.

Ella cruzó los brazos con más fuerza y lo miró con clara sospecha.

—Madame LeBow me prometió casi lo mismo.

Simon se puso rígido. Margot había ejercido de cortesana, pero sus protectores habían sido todos de la clase alta de la sociedad. Se había retirado de aquella vida unos años antes y su escuela era exactamente lo que anunciaba ser: una respetable escuela de élite.

—La señorita Ashcroft es una persona diferente. Su establecimiento es completamente honesto. Si está de acuerdo en admitirte, deberías considerarte muy afortunada.

Simon había conocido a Margot en su primera semana al volver de la India. Harto de banqueros que miraban por encima del hombro sus trajes de tela fina, camisa de cuello deshilachado y corbata a cuadros y lo echaban, había decidido emborracharse escandalosamente. Horas después, se coló en el comedor del moderno Hotel Claridge y pidió una botella de su mejor champán y una mesa junto a la ventana. El maître había estado a punto de llamar a dos guardaespaldas cuando Margot se levantó de su mesa e intervino.

Al día siguiente se despertó en su cama.

Simon volvió a prestar atención a Christine.

—Mi amiga es muy escrupulosa. —Al ver su mirada inexpresiva aclaró—: Quisquillosa. Una de las cosas en las que insiste mucho es que todas sus estudiantes se bañen regularmente.

Ella miró a la bañera y luego a él.

—En ese caso no iré. —Dirigió la mirada al otro lado de la bañera.

Igual de decidido, Simon dio un paso hacia ella.

—Podemos hacerlo por las buenas o por las malas. Te puedo desnudar y tirarte…

—Sí, ya te gustaría, prevertido.

—Es «pervertido» —corrigió él—. ¿Por qué no nos ahorras problemas a ambos y te bañas tú sola?

—Porque no.

Estaba atrapada y ambos lo sabían. Detrás estaba su cama; delante, la bañera. Para llegar a la puerta tenía que pasar junto a él, y Simon no tenía ninguna intención de moverse hasta que se hubiese bañado.

—De acuerdo entonces. No me dejas elección. —Dobló los dedos evitando hacer una mohín cuando le latió la herida.

Con la mirada clavada en sus manos, la joven tragó saliva.

—Pero no es bueno para la salud de una dama.

Siguiendo su mirada, reconoció que sus manos eran grandes y fuertes. Incluso aterradoras, suponía, aunque las callosidades que antes cubrían sus palmas habían desaparecido hace mucho tiempo. Aunque Simon aborrecía la violencia contra las mujeres, no tenía escrúpulos en hacer uso de su fuerza para ponerse firme cuando la situación lo requería, y ese era el caso de aquella situación.

Decidido, redujo la distancia entre ellos.

—Dado que ni por asomo te pareces a una dama, no tienes de qué preocuparte.

Ella abrió la boca y entrecerró los ojos.

—¿Por qué…?

Su mirada se dirigió a la puerta detrás de él.

Se movió rápidamente alrededor de la bañera, aunque él ya lo esperaba. La agarró fácilmente apretando sus brazos, frágiles como alas de gorrión. El grito que ella soltó podría haber roto los cristales. Pataleó, pero esta vez estaba preparado. La llevó a la bañera y la tiró desde uno de los lados. El agua se derramó sobre la alfombra. Simon dio un paso atrás justo a tiempo para evitar acabar empapado.

Ella se levantó casi inmediatamente, sacó una pierna escuálida por el borde de la bañera y salió vertiendo un tercio del contenido con ella. Tan decidido como ella, la siguió. Sin embargo, se detuvo abruptamente.

El agua hacía que el camisón se transparentase. La moldeaba como el lodo, remarcando cada planicie y cada ángulo: la aureola de sus pechos, la onda de su delgada barriga, sus afilados labios. Y el oscuro triángulo entre los muslos.

Simon sabía que debía darse la vuelta, o al menos apartar la mirada, pero no era capaz de sacar fuerza para moverse. En lugar de ello se quedó quieto, paralizado. Hasta entonces siempre le habían agradado las mujeres con curvas, la antítesis de las matronas delgadas como un espantapájaros de su niñez. Mujeres como su madre, que se privarían para que sus hijos pudiesen comer una patata más o una segunda rebanada de pan.

Pero a pesar de su falta de carne, las piernas de Christine eran largas y bonitas; sus pequeños pechos, redondos y rosados, y su delicada piel, inmaculada bajo la mugre.

Acostumbrada a ser objeto de pensamientos lascivos, se puso un brazo por delante del pecho y con la otra mano se tapó el vellón marrón entre sus muslos. Clavándole la mirada como un puñal, siseó:

—Se arrepentirá de esto. Un día haré que se arrepienta, ya lo verá.

Aquella era, sin duda alguna, la puta más modesta que se había encontrado, tan dramática en su indignación que, sin esperárselo, se encontró colgando del precipicio de una disculpa. Pensando que la sangre no circulaba bien en su cerebro, dijo:

—Dejaré que te bañes entonces.

—¡Váyase al carajo! —Aún tapándose, le dio la espalda.

Él veía cada vértebra de su columna, pero no era aquello lo que le creaba un nudo en la garganta y desataba su temperamento. Bajo la ropa empapada, los cortes, moretones y diversas heridas formaban una tela de retales en su escuálida carne. Comenzando en su hombro izquierdo, se extendía cuán larga era hasta la parte posterior de sus muslos. Algunos se habían convertido en rabiosas cicatrices rojas, otros aún tenían costra.

Sin pensar, se acercó a la joven por detrás. Ella dio un salto cuando Simon le puso una mano sobre cada uno de sus hombros.

—¿Cinturón o látigo?

Sin darse la vuelta respondió:

—Cinturón normalmente, a veces una vara. El cinturón era lo peor. —Su tono le retaba a compadecerse, implicando que lo odiaría más si lo hacía.

Lentamente, con cuidado, volvió su cara hacia él. Esta vez, Simon clavó la mirada en sus ojos. Grandes, luminosos y horrorosamente tristes, parecían poder ver su interior hasta provocarle la sensación de ser él quien estaba casi desnudo.

Resistiendo la necesidad de apartar la mirada, rozó con sus dedos la cuchillada de su mejilla, con sumo cuidado, asombrándose de que alguien tan sucio tuviese la piel tan suave.

—¿Y esto?

Ella se encogió de dolor. Él dejó caer la mano esperando no haberle hecho daño y preguntándose si habría pensado qué era lo que quería. Una triste sonrisa se deslizó por su boca.

—Una botella de cerveza. Después de eso aprendí a esquivarlas.

Pobre chica, era un milagro que hubiese huido.

—¿No son del LeBow, verdad?

Vio cómo tensaba los hombros. Apretó los labios y lo miró con furia.

—¿A usted qué le importa?

¿Qué le importaba ella? Una expósita a la que había conocido apenas unas horas antes... ¿Quizás una especie de puente con el otro Simon, el chico vulnerable al que había intentado tantas veces mantener enterrado?

Se encogió de hombros y dejó la respuesta para más tarde, cuando pudiese reflexionarla en privado.

—Ese primo tuyo te hizo esto, ¿verdad?

Ella se estremeció.

—Sí, fue él. Madame intentó darme una vez, pero… —Su voz se apagó. Él esperó y después se dio cuenta de que no iba a terminar.

—¿Pero? —Le alzó la mejilla con el borde de su mano buena y usó los rígidos dedos de la otra mano para separarle el cabello de los ojos. Aunque estaba mojado, era agradable, sedoso, y Simon se descubrió impaciente por descubrir el color bajo la suciedad.

Ella se frotó el labio con los dientes, retorciéndolo bajo los incisivos, y Simon volvió a sentir un embarazoso golpe de deseo.

—Cuando me vio la espalda, dijo que era un bien dañado y que sería mejor mantenerme a oscuras y que ellos estuviesen suficientemente borrachos para no ser capaces de darse cuenta.

A Simon se le hizo un nudo en la garganta. Desde que había aceptado su comisión, había escuchado muchas historias desconsoladas. Lágrimas, súplicas y ofrecimientos ocasionales de sexo eran los acompañamientos habituales. Pero aquella chica no era como ninguna de las que había conocido. No rogaba por ella, solo por su gato. Ni lo engatusaba ni buscaba de ningún modo su simpatía. Haber repetido las crueles palabras de la madame sin una sola lágrima aumentaba la fuerza de estas diez veces.

Simon estaba desgarrado. No estaba seguro de qué quería hacer primero: subir al siguiente tren para ir al pueblo de Christine, buscar al primo y despellejarlo vivo o dirigirse a Newgate para tener una conversación «privada» con la señora LeBow.

Alterado por la intensidad de su enfado y la fuerza de su venganza imaginaria en nombre de —por Dios— una extraña, dejó caer las manos y se retiró hacia la puerta.

—Jabón, señorita. Use mucho jabón.

Cuando ya tenía una palma en el picaporte, oyó una débil salpicadura.

—¿Señor?

Él miró hacia atrás. El camisón yacía en una húmeda bola junto a las huellas de sus pies mojados. Los curvilíneos bordes de la bañera ocultaban de la vista todo menos su cabeza y sus hombros, pero aquello no cambiaba el hecho de que estuviese desnuda. Desnuda y a unos treinta centímetros de él. La joven se recostó para mojar el resto de su pelo y Simon se descubrió clavando los ojos en el suave y elegante arco de su largo cuello y en el agua que cubría la parte superior de sus pechos. Notó que se le aceleraba el pulso. Y que su sexo se endurecía. Quizá no se hubiera equivocado demasiado llamándolo pervertido.

—¿Podría conseguir otra jarra de esa fantástica agua caliente? —preguntó ella con una voz nada parecida a la de una sirena, sino exasperantemente directa—. Esta se ha enfriado.

Simon tragó saliva y se volvió para irse.

—Creo que lo podremos arreglar.

Se fijó en que le habían dado una cantidad generosa del ungüento especial de Trumbull para los muchos cortes de su espalda, aunque se aseguraría de que una de las doncellas, y no su ayudante, se lo aplicase.

—Señor…

El picaporte se le resbalaba de la sudorosa palma. Lo soltó y dijo:

—¿Qué quieres ahora?

Ella sonrió. Una sonrisa de verdad, seductora en su aparente inocencia, iluminó su esquelético rostro e incluso desenterró un hoyuelo en el borde inferior de su boca. De pronto, Simon entendió por qué un hombre —cualquier hombre— gastaría su última moneda para conseguir que ella lo mirase como lo estaba haciendo entonces.

—Los baños hacen que me muera de hambre. ¿Podría tomar algo más que caldo? Me encantan los pasteles de carne —dijo sin tapujos—. Y las tartas de manzana y el budín de ciruela.

Simon casi se tropieza. ¡Aquella descarada mocosa le estaba dictando el menú! Por primera vez en años, se descubrió reprimiendo una sonrisa.

—Supongo que podré encontrar algo a lo que le puedas hincar el diente. ¿Eso es todo?

Ella tamborileó con el dedo en el borde de su boca mientras reflexionaba.

—Creo que también necesitaré ropa, aunque no sé qué talla uso.

«Una pequeña, increíblemente pequeña.»

—Y zapatos. Tengo los pies grandes para una mujer. —Para demostrarlo, sacó un pie del agua arqueando los dedos.

Simon miró el delgado tobillo y su perfecta curvatura brillando con las gotas y se le secó la boca. Antes de que lo descubriese mirándola, apartó la mirada culpable concentrándose en un cuadro con dos flores prensadas de la pared de enfrente.

—Hoy las tiendas están cerradas —dijo con una voz extrañamente ronca—, pero haré que la gobernanta busque un camisón para que lo uses provisionalmente. Cenarás aquí en tu cuarto, por lo que no necesitarás zapatos.

Ella hizo una mueca triste y él contuvo algo que sabía ligeramente a culpa. La chica era trasladada de un sitio al otro como un cubo de carbón y no era justo en absoluto, pero ¿había algo justo en la vida?

Estaba a punto de disculparse cuando ella se encogió de hombros.

—Los zapatos son más molestos que otra cosa. —Su mirada color verde se fijó en el pasillo detrás de él—. Señor Belleville, creo que me daré un baño en privado, si no le importa.

Aquella granuja arrogante le estaba echando de la habitación. Un cosquilleo extraño, una sensación que no había tenido en años tiraba de las comisuras de su boca. «Qué bien que ya me voy.»

No fue hasta que estuvo solo en el pasillo y cerró la puerta tras él cuando bajó la guardia. Por primera vez en lo que parecía una eternidad, no solo sonrió, sino que echó hacia atrás la cabeza y se rio.