Capítulo 12
No hay nada más molesto que un secreto.
Proverbio francés
Simon estaba en medio de una reunión con William Harrison, el representante del partido, cuando la puerta de la biblioteca se abrió de par en par. Ambos levantaron la vista de los papeles que cubrían el escritorio. Christine se deslizó al interior, vestida para montar a caballo con un traje azul pavo real.
Se detuvo al ver a Harrison junto al escritorio.
—Oh, perdónenme. No quería importunarles.
Un mes antes, Simon se había lanzado de lleno a darle una clase acerca de la vital importancia de llamar antes de entrar. Sin embargo, en ese momento rodeó el escritorio, sintiendo que una tonta sonrisa le alzaba la comisura de los labios.
—Su intromisión es bienvenida. Necesitamos urgentemente un receso, ¿verdad, Harrison?
El hombre se quitó el lápiz de detrás de una de sus puntiagudas orejas y dio un paso adelante rápidamente.
—Así es, pero especialmente cuando el intruso es una jovencita tan encantadora.
—Déjeme que le presente a mi pupila, la señorita Christine Tremayne —dijo Simon esforzándose por no sonar paternalista—. Christine, este es el señor William Harrison, el representante del partido en Maidstone. El señor Harrison ha venido desde la ciudad para asesorarme acerca de las elecciones.
—Señor Harrison, es un placer. —Christine dedicó una ligera sonrisa a Harrison, claramente embelesado, y le tendió la mano, y Simon se encontró luchando consigo mismo para dominar el golpe de estúpidos celos que sentía.
Desde detrás de sus anteojos redondeados, el pálido rostro de Harrison se iluminó. Tomó la mano de Christine.
—Señorita Tremayne, tenga por seguro que el placer es mío.
Retirando la mano, ella se dirigió a Simon.
—Había pensado en preguntarle si quería venir a montar, pero veo que está trabajando. Me voy entonces. Buenos días, señor Harrison.
Pasó por su lado hacia la puerta. Viéndola irse, Simon sintió que se arrepentía y mucho. Aquel día era su cumpleaños, su treinta y cinco cumpleaños, un secreto que repentinamente deseaba no haber guardado para sí. Cómo deseaba estar pasando el día con Christine en lugar de estar encerrado con el representante del partido. ¿En qué momento leer las transcripciones del Parlamento y los discursos del partido había perdido su interés?
—Qué preciosidad —dijo Harrison volviendo al escritorio y a la copia de la propuesta de ley de educación del señor Forster que había encima—. ¿Su pupila, dice?
Siguiéndolo, Simon puso tono neutral y respondió:
—Sí, la traje de Londres en enero.
Aquella admisión hizo que los estrechos hombros de Harrison se desplomasen.
—¿No querrá decir que vive «aquí»? —La pregunta casi parecía una súplica.
Simon buscó la transcripción y fingió examinarla. Con la mirada pegada a las letras de tinta negra sin sentido asintió:
—Sí.
—Supongo que también habrá una carabina.
Ay, los políticos y su refinado arte de ocultar la verdad sin mentir del todo.
Simon alzó la mirada del informe.
—Mi gobernanta cumple ese papel, sí.
Harrison sacudió la cabeza.
—Una atractiva joven soltera viviendo bajo tu techo. A Dizzy no le gustaría.
«Que la parta un rayo», estuvo tentado a decir Simon; pero se contuvo. Dejando a un lado el informe, dijo:
—No hay absolutamente nada inapropiado entre nosotros.
Aquella declaración era, hablando estrictamente, la verdad, salvo por los tórridos sucesos que tenían lugar en su mente. Precisamente el día anterior se había pasado casi una hora preguntándose cómo sería seguir con un dedo la elegante columna de su cuello. Pensar en el pequeño bulto entre la unión de su oreja izquierda y la mandíbula le volvía loco.
Esperaba sus lecciones diarias con la anticipación hambrienta que de niño, los domingos por la tarde, tenía cuando iba de excursión al mercado de Billingsgate. Una vez allí, se detenía junto a los carros de los vendedores ambulantes, comiéndose con los ojos las ostras y castañas asadas y los pasteles salados hasta que uno de los vendedores le daba algo o lo tiraba. Pero no importaba cuán tentador fuera el bocado, nunca era tan delicioso como la idea de su mente.
Y Christine, ¿la probaría y perdería entonces su sabor? Aquella era un pregunta que debía quedar sin responder. Dejando a un lado su futuro político, era su pupila. Podía darle o quitarle cada bocado de comida, cada trozo de su ropa y el mismísimo techo bajo el que vivía. No quería que se acercase a él por estar agradecida. Si fuera algo que se pareciese lo más mínimo a un caballero, no querría que se acercara a él de ningún modo.
La tos forzada de Harrison devolvió a Simon al presente.
—De verdad, Belleville, eres lo suficientemente listo para saber que, en política, las apariencias lo son todo. Con Gladstone y los liberales dando charlas sobre la moralidad y los apuros de los pobres, tú eres uno de los activos más valiosos del partido. No solo eres un hombre hecho a sí mismo, una muestra de la democracia conservadora, sino que tu vida personal es intachable. Si eso cambiase …. —Harrison se pasó el dedo índice manchado de tinta por el cuello y fingió cortárselo.
«Estaría acabado», admitió para sí, preguntándose por qué aquella idea no le daba tanto miedo como lo habría hecho semanas antes.
Simon forzó una sonrisa.
—No hay de qué preocuparse, Will. A final de verano, la señorita Tremayne se habrá ido de Valhalla. Su estancia aquí será agua pasada.
La conversación volvió a asuntos más seguros, como la posición del partido acerca de la educación primaria universal y las últimas cifras de producción de carbón. Simon conseguía dar respuestas apropiadas, pero solo escuchaba a medias. Sus pensamientos seguían volando hacia Christine. Sabía que no podía arriesgarse a que se quedara más allá del verano; dado su sorprendente progreso, tampoco sería necesario. Pero hasta entonces, no se había permitido considerar lo rápido que pasaban los días. Como granos de un reloj de arena que pronto se gastarían.
Mirando a la ventana detrás de Harrison, prometió que a partir de entonces no malgastaría ni un minuto de su tiempo juntos.
Christine se apeó y dirigió a Canela desde el camino de gravilla a un grupo de árboles. Después de asegurarse de que no había ningún tejo venenoso cerca, dejó que la yegua pastase y emprendió su camino hacia la casa.
No era cualquier casa, sino la abadía de Stonevale.
Cada crujido de sus botas la acercaba más al territorio prohibido, pero se dijo a sí misma que había llegado demasiado lejos para dar la vuelta. Nadie sabía que estaba allí, y menos Simon. No le sorprendería que olvidara su cumpleaños completamente y se encerrase con el señor Harrison hasta la cena. Solo esperaba que la sorpresa que había escondido se mantuviera así hasta entonces.
La repentina sensación de que la perseguían hizo que se le erizase el vello de la nuca. Se dio la vuelta.
—¿Quién anda ahí?
Observó el camino, que se bifurcaba para conectar la cochera, el establo y el prado. La zona estaba tan desierta que resultaba espeluznante, salvo por unos cuantos cuervos que se daban un festín con el cadáver de un pájaro menos afortunado. Soltó un suspiro nervioso y continuó. Nervios, se dijo a sí misma, y el sentimiento de culpa por traicionar la confianza de Simon. Aquello que le torturaba tenía que ver con aquella casa, estaba segura. El dolor de sus ojos cuando le hizo prometer que se mantendría lejos de ella había sido imposible de pasar por alto. ¿Estaría ocultando algo?
Decidida a descubrirlo, acortó por lo que otrora había sido un verdadero jardín y siguió el camino principal hacia la casa. Vista desde el otro lado del valle, la abadía de Stonevale le había parecido gloriosa y reluciente. Ahora, al acercarse, vio que el musgo y los líquenes cubrían las viejas piedras y que varias de ellas se desmoronaban. Las ventanas oscuras, la pintura desconchada y un postigo roto se sumaban al ambiente de putrefacción y abandono.
Una torreta octogonal sobresalía del lado este de la casa. Levantándose las faldas, pasó por encima del esqueleto pelado de un rosal y se acercó a la ventana con parteluz. Verdaderamente, era un crimen lo que el pueblo de Kent hacía con los rosales. Encontrando apoyo en uno de los ladrillos del borde de la base, se puso de puntillas pendiente de su tobillo recién curado. El vidrio emplomado de la ventana estaba blanco del polvo. Sacando un pañuelo del bolsillo, limpió un pequeño círculo y miró dentro. Además de ventanas cubiertas con cortinas de terciopelo descolorido y muebles tapados por mantas no había mucho más que ver.
—¿Allanamiento de morada?
Christine se volvió. El dueño de aquella voz áspera le pinchó con la punta de su bastón.
—No iba a robar nada, de verdad que no. La puerta estaba abierta, bueno…, no estaba cerrada con llave, así que… —dijo sin voz.
—Entraste a caballo, ni corta ni perezosa.
Christine asintió y él retiró el bastón rápidamente. Relajándose un poco, miró de reojo hacia arriba. Los ojos grises que le miraban debajo de las frondosas cejas no resultaban menos duros por estar cubiertos por la edad, sus rasgos cincelados no eran menos imponentes por estar cubiertos por arrugas ni los anchos hombros bajo el gabán menos imponentes a pesar de estar su dueño algo encorvado. El abrigo ligeramente desgastado y el pelo de castor apolillado le sugerían que debía de ser un sirviente, tal vez el cochero. Al contrario que ella, él vivía allí.
—Ha sido un error por mi parte entrar sin permiso, pero solo quería echar un vistazo.
El hombre se encogió de hombros.
—Error o no, ya estás aquí. —Giró sobre sí mismo y comenzó a caminar hacia la fachada principal de la casa.
Christine dudó, sin saber si seguirlo o salir corriendo hacia su caballo. Esto último habría sido lo prudente, pero tenía que ver la casa.
—Bueno, si usted es el gobernante, al conde no le importará —gritó apresurándose tras él.
Él se dio la vuelta abruptamente y Christine consiguió por poco evitar chocar con el.
—Oh, no es un hombre tan horrible como habrá oído. —Se volvió para subir las escaleras de piedra, pero no antes de que Christine vislumbrase la sombra de una sonrisa bajo el cuidado mostacho.
Se adentraron en un pórtico y la puerta de madera se abrió chirriando. Un distinguido caballero calvo vestido todo de negro los observaba.
—Una invitada, supongo.
«¿El conde?», se preguntó Christine, y alzó el brazo para asegurarse de que llevaba el sombrero recto.
El cochero asintió. Miró a la joven
—¿Cómo has dicho que te llamas? —dijo, alzando una ceja.
Detrás de ella, la puerta se cerró emitiendo un crujido. De pie en el recibidor iluminado por la luz de la cerilla, con la mirada pasando del techo artesonado a las armaduras que cubrían ambos lados del enorme vestíbulo, Christine tragó salvia, consciente de que nadie, ni siquiera la señora Griffith, sabía dónde estaba.
Alzando el mentón, contestó:
—No lo he dicho, pero ya que pregunta me llamo Christine Tremayne.
Para su disgusto, el cochero dejó escapar una carcajada.
—Qué joven insolente, ¿verdad, Jamison?
—Así es, milord.
«¡Milord!»
El conde dio la espalda a Jamison, a quien Christine ahora tomaba por su mayordomo, y se liberó del enmohecido abrigo negro. Quitándose el sombrero, se lo pasó al sirviente. Al contrario que el pobre Jamison, cuya coronilla era tan brillante como una bola de billar, el conde tenía toda la cabeza cubierta de un canoso cabello grueso que caía como una visera sobre su frente.
—Té en el estudio, Jamison. —dijo tendiéndole también los guantes.
Christine solo quería echar un breve vistazo.
—Oh, pero no me puedo quedar —dijo dispuesta a marcharse.
Las manos retorcidas, y sorprendentemente fuertes, del conde le agarraron el brazo izquierdo.
—¡Tonterías! Claro que te quedarás, ¿verdad, Jamison?
—Debería, milord —respondió el mayordomo obedientemente, con la expresión tan serena como el busto de Bach que tenía la señorita Ashcroft sobre el piano.
Se comportaban como si ella no tuviese nada que decir al respecto, como si encerrar a jóvenes en contra de su voluntad fuese algo habitual. A pesar de haber cometido un error entrando en la casa, Christine sintió resentimiento.
Encogiéndose para soltarse de la mano del lord, exclamó:
—No bebo té.
—¡No bebe té! —dijo el conde con la boca abierta—. ¿Entonces qué bebe por las tardes? Espero que no sea alcohol.
—Oh, no, señor, nunca, de verdad. —Christine pensó un momento—. Leche, normalmente.
—Leche —dijo el conde poniendo una mueca—. Ese líquido empalagoso, yo no lo soporto, pero si es lo que le gusta podrá tomarlo. Ya lo has oído, Jamison. Trae a la chica un vaso de leche.
Tras haber dado las órdenes, lord Stonevale comenzó a caminar a toda prisa con zancadas rápidas a pesar de su cojera. «¿Por qué estará tan acostumbrado a hacer las cosas a su manera, igual que Simon?», pensó Christine siguiéndolo.
Al llegar a un estrecho corredor, el conde redujo el paso. Abriendo una de las muchas puertas, le hizo un gesto a Christine para que entrase.
Ella lo hizo, entrando a una sala con olor a humedad. Montones de libros cubrían las paredes, la mayoría de los muebles y la mayor parte de la descolorida alfombra. Christine siguió al conde buscando el camino entre las pilas de libros hasta un par de sillones de respaldo alto frente a la chimenea.
—Siéntate. —Levantó un grueso tomo de piel del cojín y se separó para que ella lo ocupase.
Lo hizo y él se dejó caer con rigidez en la silla de enfrente. Una figura negra pasó contorneándose y rozando sus faldas.
El gato negro dio un salto aterrizando en el regazo del conde.
—Aquí estás, Tom, me preguntaba cuándo te dejarías ver. —Con expresión cariñosa, estiró la mano y acarició al gato.
Lo siguió un ronroneo. Christine se relajó. Observando cómo el conde arrullaba al gato en la oreja derecha se sintió más cercana a él.
Alzando la vista mientras le acariciaba el mentón a Tom, lord Stonevale dijo:
—Este maldito mausoleo ha sido la sede de mi familia desde hace más de trescientos años. Crecí aquí, conozco a toda la nobleza local. —La apuntó con un dedo torcido—. Pero no conozco a ningún Tremayne.
—Mi familia es de Cheshire —respondió ella cautelosamente.
—Ajá —dijo dándose un golpe en el muslo y asustando a Tom, que respondió con un maullido—. Me había parecido detectar un toque de las Midlands en tu forma de hablar.
Christine notó que se le calentaban las mejillas.
—Estoy trabajando para deshacerme de ello.
—¿Para qué? Te queda bien.
Jamison entró con el té. Dejó la pesada bandeja de plata en la isla de libros delante de Christine e hizo una reverencia para irse.
La joven observó lo elaborado del contenido de la bandeja —hasta la leche estaba servida en un cáliz de cristal a rayas— y tragó saliva. Quitándose los guantes, intentó calmarse. «Puedo hacerlo.» Sacó una de las servilletas de tela dobladas y la colocó en su regazo, después asió la tetera con lo que esperaba que fuese un aire de seguridad. La tetera era extrañamente pesada y el plato de porcelana china ligero como una cáscara de huevo. Con la mano libre alcanzó una taza y un platillo, acercó la boca de la tetera y lo sirvió.
Por una vez, no derramó ni una gota.
—¿Crema o limón, milord? —preguntó con una exhalación.
—No.
—¿Un terrón o dos?
—Póngame tres.
Christine añadió el azúcar y le tendió la taza y el platillo.
El conde alzó una rebanada de bizcocho de semillas de amapola y se embutió la mitad en la boca. Cayeron unas migas que engulló Tom, ahora sentado y supervisando con avidez a su dueño cada vez que se llevaba algo a la boca.
Limpiándose el mentón con la servilleta, lord Stonevale preguntó:
—¿Dónde vives?
Christine dudó. Los nobles eran extremadamente sensibles acerca de lo que Simon llamaba «corrección», algo que, por lo que ella entendía, resultaba ser un gran número de reglas que evitaban que una persona, especialmente una fémina, hiciese lo que de verdad deseaba. Una de las reglas era que las damas, especialmente las solteras, nunca trabajaban solas.
Reconociendo que no había nada que hacer, finalmente contestó:
—Con mi primo.
Cualquier esperanza de que Stonevale dejase el asunto de su linaje se desvaneció rápidamente. Dedicándole una dura mirada dijo:
—Debes de ser de la rama cadete de una de nuestras buenas familias. Ese primo tuyo, seguro que conozco a sus padres, ¿verdad?
Christine fijó la mirada en una mancha de moho del estucado mientras tomaba la taza de leche con las manos húmedas.
—Mi primo es el señor Simon Belleville… de Valhalla —añadió, esperando que finalmente se diese por satisfecho.
Las cejas del conde se alzaron hasta el nacimiento de su pelo.
—Así que eres la protegida de Simon —dijo para sí más que para ella, y su labio superior desapareció bajo su mostacho.
«¿Protegida?» A Christine le ardían las mejillas. Podía no conocer el significado de la palabra, pero pensó que sonaba bien. Solo esperaba que no significase nada sucio.
Alzando el mentón, se atrevió a preguntar:
—¿Puedo preguntarle de qué conoce al señor Belleville? —Con la boca seca, acompañó la pregunta de un sorbo de leche.
Con el ceño fruncido, él dejó la taza a un lado.
—Es mi nieto.
Un chorro de espuma fue la respuesta de Christine.
—Perdone, señor; quiero decir, milord.
Con la leche corriendo por su mentón y el gato del lord lamiéndole el vestido, Christine se esforzó en mantener la compostura. A pesar del desastre que había causado, había conseguido tragar gran parte de la leche, aunque por el lado equivocado. Le dolía la garganta, pero aquella punzada no era nada comparado con el dolor de su orgullo. Entonces no había duda de que en la mente del lord no era definitivamente ninguna dama. Cuando pidió a Jamison que llevase un paño húmedo y se lo pasó en silencio, su vergüenza era completa.
Dando toquecitos en el delantero de su vestido, el temperamento sustituyó a su herida dignidad.
—Todo este tiempo sabía que no era su pariente y aun así me ha dejado seguir parloteando. ¿Por qué?
El conde se encogió de hombros encorvándolos un poco.
—Hacía mucho tiempo que una voz joven no avivaba estas viejas salas, ¿verdad, Jamison?
—Una eternidad, milord.
El conde se inclinó para observarla.
—Simon no te ha mandado para espiarme, ¿verdad?
Indignada, ella sacudió la cabeza.
—Por supuesto que no. Si quiere saberlo, me hizo jurar que me mantendría alejada de aquí.
Stonevale entrecerró los ojos.
—¿Y vienes igual?
Christine dudó.
—Quería ver qué había en este lugar que le hace tan infeliz. —admitió acto seguido.
Por primera vez desde que había llegado, el conde parecía desconcertado. Dejó caer la mandíbula y se le empañó la mirada.
—Nunca ha puesto un pie aquí, pero eso no significa que tú no puedas echar un vistazo.
Se puso en pie con esfuerzo y cojeó hasta la puerta, con los hombros encogidos como un anciano. Sorprendida por aquel cambio abrupto, Christine lo siguió con el gato caminando detrás de ellos.
La ruta duró una hora y solo cubrió una de las cuatro alas de la casa. Las otras tres llevaban cerradas años, le explicó el conde, desde que había fallecido su mujer. Tenía una hija que vivía con su familia en Cornwall y, cuando lo dejó ahí, Christine se dio cuenta de que no se llevaban bien. Tenía un primo, apartado tres veces, a quien conoció una vez y al que había considerado un jugador y un idiota. Su único hijo, el padre de Simon, llevaba muerto unos veinte años.
—Es poco modesto por mi parte señalarlo, pero la familia Belleville es una de las familias más antiguas de Inglaterra —dijo cuando volvieron al principio de su recorrido, el gran recibidor—. Nuestro antepasado, sir Simion de Belleville, navegó desde Normandía con Guillermo el Conquistador. Además de mí, Simon es el único hombre Belleville vivo. A no ser que se case y sea padre pronto, se perderá el linaje.
Christine notó un nudo en la garganta. A pesar de que no tenía particular interés en que los Belleville desapareciesen de la tierra, la idea de Simon casándose y teniendo una familia hacía que le doliera el corazón.
En algún lugar de la casa sonó un reloj de pie. En la cuarta y última campanada ella dijo:
—Le agradezco su hospitalidad, pero debería volver ya.
El lord asintió.
—Mandaré a Jamison al establo para que un mozo te acompañe.
Christine sacudió la cabeza.
—Es muy amable por su parte, pero no hace falta. Si uno de los sirvientes nos viese, Simon sabría que he roto mi promesa.
El conde frunció el ceño, pensando en su nieto.
—No te maltrata, ¿verdad?
La idea era tan absurda que Christine tuvo que obligarse a no reír.
—¿Maltratarme? Cielos, no, Simon es el hombre más amable que conozco. No mataría ni a una mosca si pudiese evitarlo, aunque supongo que no le gustaría que dijese esto. Es solo que ha sido tan bueno conmigo que no quisiera decepcionarle. Lo único que me hizo prometer desde que me trajo aquí es que me mantuviese alejada de su casa. —Dándose cuenta demasiado tarde de lo descortés que debía haber sonado, se apresuró a decir—. Perdóneme. A veces digo cosas sin pensar.
Él se pasó la mano por el pelo y a Christine le recordó a la forma en que Simon solía hacerlo. Solo que las manos del conde temblaban.
—No hay nada que perdonar, al menos no a ti, querida. —Se aclaró la garganta—. Ni yo tengo ningún derecho a pedirte que desobedezcas a mi nieto. Aun así, si pasases por aquí en un futuro próximo no nos parecería mal, ¿verdad, Jamison?
Christine no se había dado cuenta, pero el mayordomo había aparecido detrás de ellos. Se volvió hacia ella y sonrió.
—Claro que no, milord, la señorita Christine siempre será muy bienvenida.
Lord Stonevale volvió a parpadear.
—Espléndido, entonces así quedamos. Vendrás el próximo jueves a tomar el té. No, té no. Leche con galletas. —Sonrió.
—Lo intentaré. —Dividiendo la mirada entre los dos ancianos, Christine decidió que a pesar de sus autoritarios modales, el abuelo de Simon y su mayordomo le gustaban bastante. No le costaría mucho visitarles en otra ocasión.
Siempre que Simon no la descubriese.