Capítulo 6

Nada hay que aflija al hombre
con más intensidad
que sus propios pensamientos.


John Webster,

El diablo blanco, 1612


Simon pasó la última semana en la ciudad buscando consuelo en el trabajo. Pero daba igual lo tarde que se levantase del escritorio, Christine seguía enraizada en su mente. La mirada afligida que tenía cuando la vio por última vez le perseguía.

La noche de su partida había otro fantasma con quien los lazos del afecto familiar le obligaban a estar en contacto. Rebecca. Temiendo la noche que se avecinaba, pidió que preparasen su carruaje y partió a Whitechapel.

Su padrastro, Mordechai, vivía en Goodman’s Fields, una comunidad de clase media de sastres, tejedores y vidrieros, la mayoría de ellos judíos. Retirando la cortina de piel, Simon observó Leman Street, maravillándose de cómo había alterado el tiempo su percepción de aquella calle. Después de años colándose en edificios, la casa de tres pisos de su padrastro le resultaba un palacio y la solitaria morera, el mismísimo Jardín del Edén. Ahora el ladrillo oscuro por el carbón le resultaba deprimente, el jardín del tamaño de un sello estaba acribillado de malas hierbas y daba lástima y la tienda, a la altura de la calle, era un triste testimonio con el que luchar.

El olor a col hervida y grasa impregnaba el frío aire invernal cuando Simon bajó del carruaje y subió la calle hacia la casa. Apoyada en la ventana delantera, una señal rezaba «Se hacen trajes a medida». Unos cuantos escalones achaparrados de ladrillo llevaban a la entrada. Al llegar al último, Simon golpeó la puerta con el llamador.

La puerta se abrió. Reuben, el jefe de tienda de Mordechai y maestro costurero, lo saludó.

Shalom, señorito Simon. —Dio un paso atrás para dejarle entrar.

La campana de la tienda tintineó cuando Simon entró.

—Buenas tardes, Reuben. No pensaba encontrarte aún aquí.

Se quitó el sombrero. Buscando en el bolsillo del pecho del abrigo, sacó la kipá y se la puso.

—No por mucho tiempo. —Reuben se puso el alto sombrero negro que colgaba de una pinza junto a la pared—. Justo me iba a casa. El señor Mordechai está arriba —dijo señalando la escalera de madera.

Durante seis días a la semana, el primer piso de la casa de Mordechai estaba lleno de actividad del amanecer al anochecer. La madre de Simon había encontrado allí trabajo de costurera. No pasó mucho tiempo hasta que la atractiva viuda llamó la atención del sastre soltero. La proposición de matrimonio de Mordechai había sido la salvación de su familia y su amabilidad con Rebecca y su madre se había ganado la reticente aceptación de Simon y, más adelante, su respeto y afecto.

Aquel día era viernes y todos los sastres y costureras habían salido antes para celebrar la fiesta judía del sabbat. Simon pasó por delante de las silenciosas máquinas y las desiertas mesas de cortar hacia las escaleras de madera que llevaban a la casa de la familia.

Llegó arriba. La puerta estaba entornada, una señal de que a pesar de que seguramente llegase tarde aún le esperaban. Respirando hondo, cruzó el umbral. Se quitó el gabán, lo colgó en una gancho de la puerta y se dirigió al comedor a través del confortable y abarrotado salón.

Sentado en la cabecera de la mesa, ya con el mantel, Mordechai alzó la vista de su libro de oraciones.

—Así que al final has venido.

—Eso parece. —Deslizándose en su sitio habitual, Simon echó un vistazo a la silla al otro lado de la mesa, a la izquierda de Mordechai. Temiendo la respuesta, preguntó—: ¿Y Rebecca?

Mordechai cerró el volumen de piel y lo dejó a un lado.

—Nuestra Rebecca ha tenido una mala noche. No estoy seguro de si nos acompañará.

El humor de Simon, ya de por sí bajo, se hundió un poco más.

—Entiendo —dijo alcanzando el decantador de vino tinto y llenándose la copa.

—No pongas tan mala cara. Le he administrado láudano y ha dormido tranquilamente la mayor parte de la tarde. No creo que tarde mucho en despertarse.

La señora Milstein, una de las varias matronas que cocinaban para Mordechai desde que la madre de Simon había fallecido, salió de la cocina.

Shalom, señorito Simon. —Colocó una gran sopera de loza en la mesa y comenzó a servir la sopa con un cucharón.

—Señora Milstein. —Simon le pasó el primer cuenco con sopa a su padrastro.

Rezaron las oraciones del sabbat y después Simon metió la cuchara en el potaje y dio un sorbo cauteloso. Agradablemente sorprendido, miró de reojo la cocina, donde la matrona estaba ocupada en trinchar el cordero.

—Esta sabe cocinar —susurró.

Mordechai le hizo un guiño conspirativo.

—Y tampoco es fea.

Simon sonrió.

—Supongo que es viuda.

Enterrado entre los pliegues de su barba gris, la boca de Mordechai formó una sonrisa.

—Y pudiente. Su marido era dueño de una de las mejores panaderías de Spitalfields. La mayoría de las mañanas hay cola desde la puerta hasta la torre.

La viuda de un panadero era una buena pesca en aquel pequeño mundo. Simon siguió sorbiendo la sopa.

—Nunca entenderé por qué insistes en quedarte aquí. ¿Por qué no te retiras y me dejas comprarte una casa en Knightsbridge o en Richmond?

Las cejas de Mordechai se arrugaron.

—Este es mi hogar. La tumba de tu madre está aquí. Mi tienda está aquí. No tengo ninguna intención de irme, muchas gracias.

«Tozudo anciano.» Simon sacudió la cabeza, dividido entre el respeto y el enfado.

—Lo próximo que me dirás será que este también es mi sitio.

El ceño fruncido de su padrastro se relajó. Sacudió la cabeza.

—No, tú lugar es fuera, es el mundo. Solo deseo que encuentres la felicidad allí. Esa ambición impaciente tuya, esos oscuros pensamientos de venganza, son un lastre para tu alma. Nunca encontrarás paz hasta que los dejes a un lado.

Previendo el comienzo de la trillada discusión de siempre, Simon buscó su copa de vino.

—Conoceré la paz el día que me acerque al presidente de la Cámara y haga el juramento del Parlamento.

Mordechai entrecerró los ojos.

—Y ese juramento, ¿lo harás con la verdadera fe de un cristiano? —Alzó una ceja, esperando la respuesta.

Simon se puso tenso.

—Disraeli lo hizo.

—No le estoy preguntando a él, te lo estoy preguntando a ti.

—Muy bien. Sí, si tengo que hacerlo.

Mordechai abrió la boca para replicar, pero el reproche que tenía la intención de hacer se convirtió en un suspiro.

—En muchos aspectos eres como tu madre. Tienes su pasión, su fuego.

Simon miró su mano derecha. El sello de ónice que llevaba en el dedo corazón era el único legado de la familia que le había quedado.

—Mejor parecerme a ella que a mi enclenque padre.

Mordechai sacudió la canosa cabeza.

—Era humano, Simon. Lo criaron para una vida diferente. Tu madre lo sabía. Ella nunca lo culpó.

Simon agarró con fuerza el pie de su copa.

—Ella nunca lo vio con claridad.

—Cuando amas a alguien, no ves sus errores. Ella lo quería con todo su corazón, como yo la quise a ella y aún la quiero. El amor es el mayor regalo, y la mayor lección, que la vida nos ofrece. A veces parece que nos parte por la mitad, pero aun así no estamos completos sin él. Rezo porque lo encuentres antes de que sea demasiado tarde.

Simon estaba a punto de decirle que se ahorrase las oraciones cuando Rebecca apareció.

—¡Simon! —Con los ojos brillantes, fue corriendo hacia él, haciendo volar su largo pelo negro—. Me alegro mucho de verte.

—Y yo a ti, Becca. —Formó una sonrisa, aunque verla siempre le rompía en pedazos el corazón. Aquel año cumpliría treinta y seis, pero ella era tan candorosa como una niña.

Se echó para atrás. Como si de pronto hubiese recordado la muñeca que llevaba en brazos, la empujó contra él.

—Simon, mira la señorita Lucy. Reuben le ha hecho un nuevo vestido. Mira, tiene perlas de semilla de verdad en la parte delantera. ¿No está guapa?

—Sí, guapísima —respondió fingiendo admirar la cara desgastada de la muñeca.

Como única confidente de Rebecca desde la violación, la señorita Lucy había soportado muchas tormentas emocionales. Unos años antes, Simon le había comprado un bonito reemplazo, pero Rebecca no había querido saber nada de ella. Al contrario que él, su hermana no ponía en peligro su lealtad.

—Rebecca —la llamó la señora Milstein desde la cocina—, es hora de dejar a un lado a la señorita Lucy y tomar la cena. Te he hecho una sopa. Tienes que comerla antes de que se enfríe.

Rebecca frunció el ceño. Sus ojos grises, un reflejo de los de Simon, se enfurecieron:

—No tengo hambre y no voy a comer su horrible sopa. Quiero a mi mamá. ¿Dónde está mi mamá?

Agarrando la muñeca, rompió a llorar. La señora Milstein salió apresuradamente de la cocina. Dedicando una mirada de disculpa a Simon, pasó un brazo por encima de los hombros de Rebecca y la guio a su alcoba, en la parte trasera de la casa.

Mordechai partió un trozo de jalá y le pasó el pan judío a Simon.

—Sigues culpándote. —No era una pregunta.

Simon había perdido el apetito, así que apartó el cuenco.

—¿Por qué no habría de hacerlo? Fue culpa mía.

Mordechai dio un puñetazo en la mesa. Imitando a la cubertería y las copas, bramó:

—Fue culpa de aquellos hombres malvados. ¿Cuándo verás que no te debes culpar?

Simon dejó de un golpe la copa, haciendo caer el vino.

—¿Que no me debo culpar? Me rogó que la llevase a casa, debí haberla escuchado. Pero en lugar de eso arruiné su vida por un asado de ganso.

Mordechai sacudió la canosa cabeza.

—Eras un niño tratando de ser un hombre. Quizá si te pudieses perdonar aprenderías a perdonar a los demás.

Demasiado cansado para vivir de nuevo aquella manida situación, Simon se apartó de la mesa y se levantó.

—Debo irme.

Mordechai también se levantó y lo siguió hasta la puerta.

—Simon, ¿piensas huir de esto el resto de tu vida?

—No estoy huyendo. Me voy a Kent por la mañana. Espero pasar la primavera y quizás el verano. —Se quitó la kipá y tomó su gabán—. Dile a Rebecca que le escribiré.

vinheta

En el West End, Christine, durmiendo, luchaba con sus propios fantasmas.


—Has sido una mala chica, Chrissie —escupió Hareton acorralándola contra la chimenea de la casita de campo hasta que las llamas casi rozaban sus faldas.

Alimentado por el miedo, el cuerpo de Christine tomó vida propia. Echó la mano hacia atrás y de algún modo descubrió el atizador en su sudorosa mano.

Alzando el hierro, dijo:

—Liza y los chicos están en un lugar donde no les puedes poner las manos encima y yo también lo estaré pronto. Ahora, apártate.

Pero en lugar de separarse, se acercó más a ella con una boba sonrisa quebrando su rostro.

—Los dos sabemos que no vas a usar esa cosa. Vamos a dejarlo, cariño, antes de que alguno de los dos resulte herido.

Antes de que alguno de los dos resulte herido.

Como siempre, la realidad y la ficción, la razón y el miedo, se unían para producir el terrorífico final del sueño. Habían encontrado a Hareton. Lo habían encontrado como ella lo dejó, sin vida, en el suelo de la casa junto al atizador ensangrentado que, en pleno ataque de pánico, había tirado al suelo. No había manera de sortear la prueba condenatoria, por lo que desapareció aquella misma noche con la sangre de su primo mancillando su vestido. Condenada, se vio de pie en un patíbulo con las manos atadas y un viento helado levantándole el pelo alrededor de la cara, la cuerda apretándole el cuello. Debajo estaban congregados hombres y mujeres, niños y niñas de Nantwitch. Mirando hacia arriba, sus voces se unían en un único cántico: «¡asesina, asesina!».

Entonces el sueño cambió. La multitud desapareció dejando una silueta negra contra el lienzo del cielo plomizo. Simon Belleville la miraba con sus oscuros ojos y un viento suave susurraba entre las esclusas. Christine le gritó que no había querido matar a Hareton, solo aturdirle. Que no era una asesina. Pero el cáñamo que rodeaba su garganta estaba tan apretado que convertía sus palabras en un suave graznido.

—Fue un accidente —intentó decirle otra vez mientras se preguntaba por qué, al final de su vida, se preocupaba de que Simon Belleville, antes que cualquier otra persona, supiese la verdad. Pero le preocupaba, mucho, tanto que todavía intentaba gritarle cuando desapareció la trampilla que había bajo sus pies. De pronto estaba jadeando, intentando librarse de la cuerda, intentando mantener la mirada del señor Belleville y hacerle ver la verdad. En su lugar, el señor Belleville sacudió la cabeza solemnemente y articulaba la palabra «asesina».

—¡No soy una asesina!

—Christine, ¡despierta!

La joven se sentó con el camisón adherido a su húmeda piel. La brillante luz de la mañana inundaba la habitación. Parpadeando para acostumbrarse a ella, miró al rostro preocupado de su compañera de habitación, Clara.

Ya vestida, su compañera estaba entre los dos catres con un gesto de preocupación en su pecoso rostro.

—Estabas teniendo otra de tus pesadillas.

Christine asintió a duras penas. El horrible final del sueño podía no haber ocurrido, todavía. Pero el episodio en la casa de campo era muy real. Haber golpeado a Hareton hasta la muerte era una parte tan permanente de Christine como la cicatriz de su mejilla o tener una boca demasiado grande.

Deslizó una mano por el enmarañado pelo y trasladó la mirada de Clara al reloj de la mesilla de noche. ¡Por Dios, eran las siete y media! El señor Belleville la recogería a las ocho. Saltó de la cama y pasó corriendo delante de su amiga hacia el lavamanos. Considerándose afortunada de que uno de los sirvientes hubiese bajado las maletas la noche anterior, se echó agua en la cara y se vistió rápido con su recién adquirida ropa: un vestido de viaje color vino, una capa de lana y unos botines de cuero de becerro. Convencer al gato de que se metiera en la cesta le llevó un poco de tiempo, pero con la ayuda de Clara lo consiguió sin que le arañase.

Unos minutos después de las ocho, se despidió de Clara apresuradamente y bajó las escaleras con la cesta de Puss en una mano y su bolsa de viaje en la otra. El señor Belleville la esperaba en el vestíbulo. Por su mirada, llevaba un rato esperando.

—Llegas tarde. —Levantó su reloj de bolsillo y resopló.

Saliendo de la casa, se encogió de hombros. Podía tener derecho a sacarla de la escuela que él había pagado, pero eso no significaba que ella debiera aguantar su maltrato. De acuerdo con la señorita Ashcroft, una mujer tiene derechos igual que un hombre.

—Como una dama, llegar tarde es mi… mi elección —terminó, odiando esa confusión en la elección de las palabras en la que todavía incurría.

Resoplando, Simon se acercó para llevarle la bolsa de mano.

—Sería más bien un privilegio. Y una mujer puede cambiar de opinión, no los horarios de los trenes. —Con el equipaje en la mano, se dirigió a la puerta principal, haciendo que Christine lo siguiese.

Aquel encuentro marcó el tono del resto de la mañana.

De camino a la estación de London Bridge, estuvieron sentados en un silencio hostil uno frente a otro; de vez en cuando chocaban las rodillas cuando el conductor encontraba un surco en la carretera. En la estación, el señor Belleville le dio las maletas a un porteador y la llevó entre la multitud a la línea de la compañía South Eastern Railway, todo ello arreglándoselas para no prestarle atención.

No fue hasta que subieron al elegante vagón amarillo y negro de primera clase, cerca de la parte delantera del tren, cuando se dirigió a ella.

—¿Has desayunado?

Sentándose en el asiento de lujosa tapicería junto a la ventana, ella sacudió la cabeza.

—Si no recuerdo mal, no había tiempo.

Frunciendo el ceño, metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una bolsa de papel marrón.

—Considera que el desayuno está servido.

Mirando la bolsa en silencio, Christine cruzó los brazos y él replicó.

—Como quieras. —Colocó la bolsa en el asiento vacío junto a él—. En caso de que el martirio pierda su encanto…

Christine masculló. Podía no saber qué significaba «martirio», pero sabía que se estaba riendo de ella. Con la cara colorada, pasó la mirada de la bolsa a él.

El señor Belleville sacó una pluma de plata maciza, o eso parecía, y comenzó a garabatear. No alzó la mirada, pero Christine percibió la sonrisa en su voz cuando dijo:

—Ya que no hay más pasajeros, podrías tragarte el orgullo y también el desayuno. No habrá mirones, te lo prometo, solo una manzana y unas cuantas galletas.

Christine abrió la boca para pedirle que dejase de burlarse de ella cuando se le ocurrió una pregunta:

—¿Quiere decir que tenemos este enorme vagón todo para nosotros?

Él se encogió de hombros.

—No me gusta la muchedumbre.

¡Tener dinero como para pagar por todo un compartimento de primera clase! Christine todavía intentaba hacerse a la idea cuando oyó el sonido metálico de la campana que indicaba la partida, el sonido agudo del silbato y, de pronto, el emocionante tirón que provoca la locomotora cuando se tambalea. Apretó la nariz contra la ventana. Cuando los edificios de la ciudad dejaron paso a los verdes campos, se puso cómoda en su asiento y volvió la atención a su compañero de viaje.

Escudriñando lo que contenía el estuche de escritura que había colocado en su regazo, el señor Belleville no parecía compartir su entusiasmo. Estaba sentado junto a la ventana, pero hasta el momento no se había molestado en mirar a través de ella. Estudiando su cabeza ladeada, Christine se descubrió sacudiendo la suya. Simon Belleville podía tener miles, incluso millones de libras en el banco, pero no tenía ni un chelín de alegría alojado en su grande y bonito cuerpo.

El rugido de su estómago cortó sus reflexiones. Con un ojo en el señor Belleville, pasó los dedos por la bolsa de papel que había junto a ella. Haciendo una mueca al oír arrugarse el papel, se preguntó cómo iba ser capaz de abrir la lata de galletas. Sin alzar la vista, Simon dijo:

—¿Al final tienes hambre?

Aquello era la gota que colmaba el vaso. Le arrojó la bolsa. Esta le dio en el pecho y aterrizó en su regazo.

Él miró la manzana que rodaba por el suelo enmoquetado que había entre ellos.

—Si hubiese sabido que tiendes a tirar comida, te habría comprado un asiento en tercera clase.

Ella le señaló la cara con un dedo tembloroso.

—Yo no le pedí que me trajese el desayuno, no le pedí que me metiera en la escuela y, sobre todo, no le pedí que me secuestrara y me llevase a Kent. Este es su maldito problema, así que no me culpe si ahora lo siente.

Él alzó las cejas.

—¿Qué te hace pensar que lo siento?

Las palabras de enfado salieron atropelladamente junto con el dolor.

—El último día en la escuela actuó como si no fuese nada más que su molesto… equipaje.

Durante un momento el señor Belleville la miró confundido. Después la observó con seriedad.

—¿Sigues insistiendo con eso? Dios Santo, debes de ser más sensible que una flor.

—No estoy insistiendo. —Ella cruzó los brazos—. Y no blasfeme.

Simon la miró como si le hubiese crecido un tercer ojo, después echó hacia atrás la cabeza y… ¡se rio! El estruendo salía de lo profundo de su pecho y el sonido era ronco, pero intenso. Nunca antes le había oído reír y la transformación que causaba en él le hizo contener la respiración. La piel se arrugaba en los bordes de sus ojos nublados y las líneas que rodeaban su boca se relajaban. Tenía una bonita y amplia sonrisa, con esos dientes fuertes y rectos. La mirada de Christine se posó en la fina franja por encima del labio superior y notó cómo se agitaba su corazón.

Él se pasó la mano por la esquina del ojo.

—Eres toda una paradoja.

Tensando el espinazo contra la tapicería alzó el mentón.

—¡No lo soy! Y me da igual que se ría de mí —añadió preguntándose qué significaba «paradoja» y deseando que no siempre tuviera que usar esas palabras tan largas y complicadas.

—No es un insulto, ¿sabes? Es… Bueno, es igual. —Levantó la pluma y comenzó a escribir anotaciones en el periódico con su limpia y delgada letra, pareciendo haber olvidado su disputa y a Christine.

Furiosa, ella recogió la manzana. Pasándosela de palma a palma, fingió ser Salomé y la manzana, la cabeza amputada de Simon Belleville. Divertida con la idea, le dio un fuerte y sonoro mordisco.

Pasaron por un túnel y el compartimento se quedó en la penumbra. Ella, con la manzana en la boca, le preguntó:

—¿Qué está leyendo?

Él, con la mirada en el papel, contestó:

—The London Times, y no hables con la boca llena.

Sin hacer caso a la reprimenda, ella preguntó:

—¿Incluye un capítulo de una de las novelas del señor Dickens?

Él separó la mirada del diario y la miró.

—El Times publica los últimos debates parlamentarios y artículos y mensajes del extranjero.

—Ah. —Christine no se podía imaginar nada más aburrido—. ¿Y por qué le interesan tanto?

Él soltó la pluma y la miró.

—Porque tengo la intención de presentarme por Maidstone en las próximas elecciones generales.

Eso explicaba por qué parecía estar trabajando todo el tiempo.

—¿Cree que puede ganar?

Él frunció el ceño.

—Ganaré.

—Madre mía, qué confiado —cacareó ella, agradecida por llevar esta vez la delantera.

Él resopló y volvió a su trabajo. Aburrida, Christine envolvió el corazón de la manzana y miró por la ventana. Ahora que habían salido del túnel, los rascacielos de Londres habían dejado paso a cabañas de paja, iglesias blancas y campos helados. La familiaridad de la escena hizo que le doliese el corazón por su hogar y su familia. Se enjugó los ojos mientras el deseo de ver aquellas tres lindas caras retorcía su corazón. Pero preferiría morir a ponerlos en peligro, por lo que en el futuro próximo debía permanecer alejada. Parpadeando para limpiarse las lágrimas, echó un vistazo al hombre que la estaba ayudando precisamente a aquello.

Para su desgracia, no lo encontró mirando los diarios, sino a ella.

—¿En qué pensabas ahora mismo?

Era la primera vez que le preguntaba por sus pensamientos. Sorprendida tanto por la pregunta como por la intensidad con que aquellos ojos grises la miraban fijamente, se tomó un momento para responder:

—En mi familia.

—Los echas mucho de menos.

No era una pregunta, pero respondió igual.

—Sí.

—Y creo que también estás preocupada por ellos, ¿es así?

—Así es. —Esperando poder dejar el asunto, volvió la vista a la ventana.

—No tienes por qué —dijo mirándola fijamente—. Yo me encargaré de sus necesidades hasta que te asegures un empleo.

Estupefacta, volvió a mirarlo.

—¿Por qué?

Él entrecerró los ojos.

—Basta con decir que a mí también me ayudaron una vez.

Que de pronto le retirasen aquella pesada carga inesperadamente era algo inestimable. Vencida por la situación, tragó saliva.

—Cuando tenga un empleo se lo devolveré. Cada chelín —añadió, porque de pronto era muy importante que no pensase que era una avara.

Él parecía casi avergonzado.

—Ya he dicho que no será necesario.

Christine se inclinó hacia delante dejando ver las pantorrillas, pero estaba demasiado absorta para preocuparse.

—Pues yo creo que sí. Lo es.

Durante el resto del viaje estuvieron en silencio hasta que sonó el silbato del tren y el conductor bramó «Ashford.» El señor Belleville volvió a meter los diarios en su estuche y levantó la cesta y la bolsa que ella tenía a sus pies.

Salieron al anden y una fina neblina gris les dio la bienvenida. El carruaje del señor Belleville les esperaba en el otro lado de la entrada de la estación. Mirando a través de las barras de hierro forjado de la puerta, Christine supo de inmediato qué vehículo pertenecía al señor Belleville. ¿No sería aquel más grande, más brillante y más negro que cualquiera de los otros que esperaban en fila? Un grupo de cuatro sementales negros estaban sujetos por el arnés en el frente y su casco empenachado ondeaba con el frío viento.

El conductor bajó del vehículo y se acercó apresuradamente agarrando un gran paraguas negro.

—Buenos días, señor, señorita. Siento muchísimo la lluvia —se disculpó—. Había un sol espléndido hasta hace una hora. —Se quitó el sombrero y Christine entrevió su cara de ángel envuelta por unos rizos ruanos.

—No hay de qué preocuparse, Jem —le aseguró el señor Belleville—. No le pago lo suficiente para hacerle responsable del tiempo.

Christine reprimió una sonrisa detrás de su guante. ¿Su benefactor tendría sentido del humor después de todo?

El señor Belleville le dio una propina al porteador que había acarreado sus bolsas; después agarró el paraguas y lo colocó sobre la cabeza de Christine.

—¿Vamos? —preguntó dirigiéndola hacia el carruaje. La metió dentro y después se sentó en el asiento de enfrente.

Jem sacó la cabeza por la ventana del lado de Christine.

—¿Subo esto también, señorita, o prefiere quedárselo con usted?

Christine siguió su mirada hasta la cesta que había en el asiento junto a ella.

—Oh, es mi gato.

—¿Un gato dice? —Unos traviesos ojos azules miraron a su empleador y sonrió—. Es estupendo. Me encantan los gatos. ¿Es gato o gata?

¡Un amante de los gatos! Christine ya empezaba a apreciarlo.

—Puss es gata. Atigrada, de color negro y plata con sus cuatro patas blancas y…

—Supongo que ya podemos irnos, ¿verdad? —soltó el señor Belleville mirando a Jem con el ceño fruncido.

—Por supuesto, señor, saldremos en un abrir y cerrar de ojos.

Jem se subió al asiento del conductor y pronto deambularon por calles embarradas llenas de baches. Christine colocó los pies encima de un ladrillo envuelto con una toalla y se acurrucó bajo la manta de cuadros. Ahogando un bostezo detrás de su guante, se apoyó contra los suaves cojines de piel y dejó que se le cerraran los ojos. Cuando los volvió a abrir, el coche de caballos se había detenido.

—Bienvenida —dijo el señor Belleville desde el asiento de enfrente.

Parpadeando, se volvió para mirar por la ventana y se quedó sin respiración. Si la residencia del señor Belleville en Londres le había parecido una mansión, su casa de campo equivalía a un castillo. Una fortaleza de granito cuyas torretas puntiagudas parecían estirarse hasta alcanzar el cielo cubierto de nubes. Grifos y gárgolas ocupaban cada rincón de la fachada.

El señor Belleville adivinó sus pensamientos.

—Lo llamo Valhalla.

—¿Batalla? —Un nombre extraño, ya que no parecía un campo de batalla sino un terreno llano y extensísimo.

—Valhalla —repitió con una paciencia inusual—. En la mitología nórdica, Valhalla es el gran salón de los dioses donde se reciben las almas de los héroes caídos.

—¿Como el cielo?

Él dudó.

—Sí, supongo.

Jem bajó los escalones del carruaje y abrió la puerta.

—Cuidado, señorita —le advirtió ayudándola a bajar.

Tras ella, el señor Belleville dedicó a Jem una mirada fulminante y ofreció su brazo a Christine. Ella lo aceptó como le habían enseñado y juntos cruzaron el patio delantero de ladrillos hasta los escalones de mármol que llevaban a la entrada. Dos sirvientes en librea aparecieron uno a cada lado de la arcada protegida por dos leones de piedra y sujetaron las dos enormes puertas de roble para que pasasen. Con el estómago agitado por la emoción, Christine entró en un enorme vestíbulo, ciertamente un salón para dioses y héroes. Había un fuerte aroma a cera de abeja y aceite de limón, y un gran panel de caoba oscura brillaba recién pulido. Inclinó la cabeza para ver mejor el techo abovedado, que le recordaba a una iglesia, igual que el grupo de vidrieras. Una escalera en espiral presidía el centro de la habitación y llevaba a los pisos superiores.

La gobernanta de Londres del señor Belleville, la señora Griffith, recorrió el corredor, cubierto de alfombras orientales, para saludarlos.

—Bienvenidos a casa, señor, señorita. Espero que hayan tenido un viaje agradable.

—Sí, gracias. —Christine dejó la cesta de Puss en el suelo y comenzó a desabrochar los botones de su capa. Hasta entonces, su destino parecía un vago sueño. Pero estando allí de pie mientras Jem llevaba las maletas, todo —el viaje, la casa y el hombre que estaba detrás de ella— le resultaron tremendamente reales.

Apareció una criada y el señor Belleville le dio su sombrero y su abrigo. A la señora Griffith le dijo:

—Té en la biblioteca tan pronto como pueda. —Volvió a mirar a Christine como si de pronto recordase que también estaba allí—. ¿O prefieres que te enseñen antes tu habitación?

—Oh, no —respondió, sorprendida de que le dejasen elegir—. No estoy nada cansada.

Él la miró a los ojos y asintió brevemente.

—Muy bien.

Christine creyó ver una sonrisa dibujándose en las comisuras de la boca del señor Belleville, pero antes de poder estar segura se retiró. No quería que la dejasen sola en aquel lugar nuevo tan grande, así que entregó su capa y se apresuró para seguirle. Sin embargo, un fuerte maullido de Puss la obligó a volverse.

—No hay nada de que preocuparse, querida —le aseguró la señora Griffith siguiendo su mirada hasta la cesta de Puss—. El gato la estará esperando en su habitación. Haré que lleven un plato de leche y un poco de agua. Y —añadió mirando en dirección a su empleador— una caja de arena.

—Gracias. —Christine le dedicó una sonrisa y siguió al señor Belleville.

Lo alcanzó bajo una arcada de una talla muy elaborada. Él agarró la puerta y le hizo una seña para que entrase.

Lo primero que vio Christine fueron las ventanas cubiertas con terciopelo, las lujosas alfombras persas y unos pesados muebles. Al pasar el umbral, con el corazón encogido, recordó una fábula de su infancia, La araña y la mosca.

Consciente de la mirada de su protector tras ella, creyó saber cómo se debía de haber sentido aquella pobre mosca.