Capítulo 10

Los pensamientos secretos de un hombre atropellan todas las cosas, lo sagrado, lo profano, lo limpio, lo obsceno, lo serio, lo ligero,
sin vergüenza ni culpa.


Thomas Hobbes,
Leviatán, 1651


Tres semanas después

A Simon el episodio en la alcoba de Christine le sirvió como recordatorio de lo rápido que una situación puede ir de mal en peor. También le sirvió de advertencia.

En las tres semanas y un día desde que había irrumpido en su cuarto, había revivido la escena en su mente incontables veces. Tres semanas y un día podían no ser un mes, pero era tiempo más que suficiente para examinar no solo sus acciones, que eran tan ignominiosas como patéticas, sino también el motivo que las había causado. Ahora que era capaz de mirar más allá de su enfado, veía la emoción por lo que había pasado: una cortina de humo, una farsa.

Desde el momento que había cruzado el umbral y fijado los ojos en Christine, que estaba ante el lavamanos, no había deseado otra cosa que besarla. Incluso ahora le sorprendía pensar lo perfectamente que se ajustaba a sus brazos, lo bien que se había sentido al tenerla entre ellos. Había tomado conciencia de Christine como mujer, de sí mismo como hombre y de la gran cama de latón con dosel a pocos pasos de ellos. Afortunadamente para ambos, Christine había recobrado la sensatez.

«Cuando me hablas con dulzura, cuando me tocas, aparece un dolor de esos que nunca desaparece.»

Cuántas noches sin dormir había pasado rumiando aquella angustiada declaración. Durante cuántas cenas le había dado vueltas a la comida con el tenedor preguntándose si ella siquiera sentiría una mínima parte del crudo e impaciente anhelo que lo atrapaba a él cada vez que se encontraba a solas con ella, una situación inevitable teniendo en cuenta que era su tutor.

Al menos sus lecciones progresaban más rápido de lo que se había atrevido a esperar. Era cierto que Christine poseía una mente aguda y vivaz. Había descubierto, encantado, que sus habilidades de lectura y escritura estaban mucho más avanzadas de lo que su rústica forma de hablar le había hecho creer. Ya había dado buena cuenta de la sección de ficción de su biblioteca, las novelas principalmente. Las hermanas Brontë, George Eliot y Wilkie Collins eran algunos de sus autores favoritos. Los personajes de los libros demostraban ser mucho mejores profesores que él. Christine sacaba mayor beneficio de su ejemplo que de los varios abecedarios, manuales de pronunciación y libros de etiqueta que le había impuesto. Pocos días antes le había preguntado, como de la nada, si no le parecía que la señora Albright era «una arpía bastante altanera». Ocultando una sonrisa, admitió que sí. Con rostro serio, Christine le elogió por su «sagacidad» y volvió a su libro. Asombroso.

Sentada a la mesa de la biblioteca, alzó la mirada del volumen sobre Historia antigua que había estado leyendo, con una mano sobre el globo terráqueo. Sobre Egipto, esperaba Simon. Christine miraba por la ventana, embelesada.

Simon también se descubrió disfrutando de las vistas, pero no era la nieve lo que capturaba su atención. Era Christine. Estaba especialmente encantadora con su vestido de cuadros verdes, rojos y azules, cuya cintura estrecha realzaba a la perfección su esbelta figura. Aun así, no podía evitar pensar que el vestido le quedaría mucho mejor si liberase el escote en forma de uve del recatado pañuelo.

Por Dios, ya estaba otra vez. Decidiendo que ya era momento de que ambos dejasen de anhelar lo que no podían tener, dijo:

—El receso ha terminado. Ven y toma asiento, si no te importa.

El suspiro con el que respondió Christine le dejó meridianamente claro que volver a su asiento y a su clase no le agradaba en absoluto. Dando la vuelta sobre sí misma, puso ojos suplicantes.

—¿No puedo salir un momento? La pregunta lo pilló por sorpresa.

—¿Con este tiempo?

—La nieve cae tan suave y bonita y no hemoh…

—«Hemos».

Christine suspiró hondo, obviamente intentando ser paciente.

—Todavía no «hemos» visto una nevada como Dios manda.

Unos meses antes se habría mantenido firme, pero ahora se descubrió ablandándose.

—Supongo que el antiguo Egipto puede esperar a que volvamos.

Ella alzó las cejas.

—¿Volvamos?

Parecía que no lo había contado en el trato. Algo molesto, Simon echó la silla hacia atrás y se puso en pie.

—No puedo dejar que vayas sola ni puedo ordenar, con la conciencia tranquila, a uno de mis lacayos que salga a lo que amenaza ser una tormenta de nieve. Iré a por mi abrigo y te veré en la puerta del porche sur.

Simon salió hacia su alcoba. Al entrar encontró a Trumbull apoltronado en uno de los sillones tapizados junto al fuego. Su ayudante de cámara alzó la copa en un breve saludo, la inclinó y terminó el contenido de color ámbar.

—Buenísimo —dijo frotando los labios.

Simon observó la botella abierta junto al codo de su ayudante.

—Lo que te estás tragando es un whisky de veinticinco años.

—No me lo estoy tragando, amigo, lo estoy saboreando.

—Intenta no saborear la botella entera.

Trumbull murmuró que Simon no tenía ninguna gracia, pero el aludido no estaba de humor.

—Voy a dar una vuelta, así que si no te importa moverte… —dijo inclinando la cabeza hacia el armario de nogal que ocupaba la mayor parte de una de las paredes.

Trumbull dejó la copa en la mesa auxiliar con un fuerte suspiro, se puso en pie y se acercó lentamente al armario. Abrió las puertas dobles y rebuscó quitando ropa de las pinzas. Con el abrigo sobre el brazo, se volvió hacia Simon.

—Pero tú odias la nieve.

Lo que Simon odiaba era el invierno. El cielo gris hacía que las tortuosas calles del East End pareciesen todavía más feas, las ráfagas de viento parecían encontrar siempre las grietas en las paredes de yeso. El débil sol de invierno no era capaz de penetrar las nubes de polvo de carbón sobre el cielo nublado. Incluso ahora, el sonido del viento racheando entre los árboles sin hojas le traía a la mente las noches de invierno acampado frente al fuego de la cocina. Envueltos con todas las telas que tenían, Rebecca y él no eran capaces de levantar los brazos de tan tapados como estaban y, aun así, resultaba muy difícil mantenerse calientes.

—Quizás estoy empezando una nueva vida. —Giró la cabeza hacia Trumbull, que enrollaba una cara bufanda de lana rasposa alrededor del cuello de Simon.

Sonriendo, Trumbull le tendió el abrigo.

—Si todavía jugase, apostaría mis últimas monedas a que la encantadora señorita Christine está detrás de esta repentina necesidad de salir a dar una vuelta.

Sintiéndose transparente como el cristal, Simon dio la espalda a Trumbull y metió los brazos en las mangas del abrigo.

—¿Estás sugiriendo que es inapropiado que caminemos juntos? Rodeándolo, Trumbull le dio el sombrero y los guantes de piel forrados de vellón.

—No estoy sugiriendo nada parecido, chico. Es solo que no me gustaría que te hiciesen daño.

Con un pie en el pasillo, Simon se volvió.

Trumbull tosió fingidamente.

—Me refiero a que no te caigas.

Simon se reunió con Christine en la puerta de la terraza.

—Pareces una momia —dijo ella con rostro divertido mirando la bufanda que le cubría la barbilla y la mayor parte de la boca.

Notando el sabor de la lana, Simon echó hacia abajo el maldito envoltorio y estiró el brazo por detrás de ella hasta la puerta de la terraza. Antes de poder alcanzar el pomo, ella ya la había abierto con rapidez y salido fuera.

—¡Qué bonito! —exclamó alzando la cabeza hacia la nieve.

A Simon le castañeteaban los dientes.

—Si tú lo dices.

—Oh, Simon, ¿tienes que ser tan gruñón? —Sin esperar respuesta, pasó rápidamente junto a él y bajó las escaleras.

«Cascarrabias.» Temblando, Simon asió la barandilla y bajó, los tacones de las botas resbalando en los escalones nevados.

—No te vayas muy lejos —le gritó.

Pero ella ya estaba corriendo a toda velocidad por el camino nevado hacia Jem, que estaba clavando la pala en la nieve y la llamó. Tensando la mandíbula, Simon apretó el paso.

Jem se tocó la frente cuando lo alcanzó.

—Buenos días, señor. Es la última persona que esperaba ver en este barrizal.

Enfurecido bajo sus capas de ropa, Simon posó una mano con ademán posesivo en el codo de Christine.

—Yo ya paseaba en la nieve cuando tú todavía llevabas pañales. —Tirando de ella hacia su lado, la llevó hacia delante.

Las dos últimas terrazas del jardín todavía no se habían beneficiado de los trabajos de Jem y la nieve le llegaba a Christine a las pantorrillas. Una vez o dos Simon bajó la bufanda y, con los labios entumecidos, sugirió que diesen la vuelta, pero Christine se reía y le rogaba que siguiese adelante.

—Tengo una idea mejor —anunció cuando alcanzaron la tercera y última terraza. Señaló al bosque que colindaba con el jardín—. Una carrera hasta el roble. —Se agarró las faldas y salió disparada como una flecha.

Simon no tenía elección. Sacándose las manos de los bolsillos, echó a correr detrás de ella.

Se detuvo al borde del bosque para recuperar el aliento. El suelo y las ramas de los árboles deshojados estaban cubiertos de nieve. Entornando los ojos, examinó el enorme camino que serpenteaba entre los árboles. ¿Dónde estaba Christine?

—Christine, esto no tiene gracia.

Oyó un débil crujido tras él.

—Ay, pensaba que te había perdido.

Se dio la vuelta y recibió una bola de nieve justo entre los ojos.

«¡Malvada!»

Aquello era la guerra. Agachándose para cubrirse, comenzó a juntar su arsenal.

Otro fajo se desmenuzó contra el árbol que tenía sobre la cabeza. Esquivando los restos, se llenó las manos y se levantó mirando cuidadosamente detrás del tronco. Nada se movía. Debía de haberse quedado sin municiones.

Forzando su tono más serio e imperativo, gritó:

—Christine, si no dejas esta tontería de una vez, tendrá que pasar un mes hasta que puedas volver a ver la calle.

—Oh, de acuerdo. —Con las manos a los lados, salió al descubierto.

La bola de nieve de Simon le dio justo en el cuello.

—¡Me has engañado! —Salió corriendo para cubrirse.

—Esto es lo que los franceses llaman un «ruse de guerre» —exclamó con voz alegre, y le tiró otra bola en el trasero mientras se retiraba.

Christine desapareció de su vista. La mano enguantada apareció entre un grupo de árboles. Desde allí ondeó un pañuelo blanco.

—Me rindo.

Él sonrió palmeando la bola de nieve más grande hasta entonces.

—¿Cómo sé que no es otro de tus trucos?

—Tendrás que confiar en mí.

Probablemente eso le habría dicho Eva a Adán.

—Mmm, tendré que pensarlo.

—Por favor, Simon, tengo frío.

Así que finalmente se había cansado de su jueguecito. Casi sintiendo que se hubiese rendido tan pronto, Simon soltó la bola de nieve y salió al claro.

El misil, más grande que el de él, le tiró el gorro de la cabeza.

—Un «rus de guer» —gritó ella triunfante antes de desaparecer hacia el matorral.

Aquello era la guerra. Simon no había corrido en años, pero solía ser realmente bueno. Recogió el sombrero, lo hundió en su cabeza y salió corriendo hacia los árboles. Sin prestar atención a las ramas cubiertas de hielo, acorraló rápidamente a su presa.

Esperó a tenerla a un brazo de distancia y entonces la embistió.

—¡Te tengo! —dijo. Y agarrándola con los dos brazos la apretó con fuerza contra él.

Con la espalda pegada a su pecho y la cabeza atrapada bajo su mentón, Christine intentó salir un momento y luego se detuvo.

—¡Ya basta! De acuerdo… —dijo jadeando—, me… rindo.

Riendo, aflojó los brazos y la giró entre sus brazos. Copos de nievele brillaban en las puntas de las pestañas. Sus mejillas y sus labios estaban teñidos de un rosa oscuro. Simon dejó de reírse y la observó fijamente. Eso debía de haber sentido Apolo cuando capturó a la dríade Dafne. Pero al contrario que en su abrazo condenado, Christine no mostraba ningún signo de convertirse en laurel. Lejos de quedarse rígida como un tronco, parecía derretirse contra él. Envueltos como estaban, la emoción de tenerla abrazada contra él, tan íntima e inapropiadamente cerca, le calentaba el cuerpo.

Respiró entrecortadamente, casi sin notar que el frío le cortaba los pulmones.

—Es usted una digna oponente, señorita Tremayne, pero parece que es mi prisionera. ¿Alguna sugerencia sobre qué hacer con usted? —Su mirada se deslizó a la boca de Christine, esa boca que en cualquier momento le haría volverse loco, y decidió que aquellas tres semanas y un día de fortaleza probablemente no alcanzasen el día veintitrés.

Una de las manos de Christine se deslizó hasta el brazo de Simon y se detuvo ahí

—Teniendo en cuenta que nunca he sido prisionera de guerra, no sé qué decir. ¿Cómo actuaría un francés? —Se humedeció los labios como insinuando la respuesta.

«Dios mío, ¿por qué?» Simon sentía que le ponían a prueba como a Moisés, pero él no tenía ni un ápice de aquella fuerza del profeta bíblico. Apoyando una mano enguantada bajo la mandíbula de Christine, le alzó el rostro hacia el suyo.

—Me imagino que un francés haría algo así. —Descendió la boca hacia la de Christine, haciendo que los cristales de sus fríos alientos se uniesen en una única nube.

Un fuerte ulular rompió el silencio. Se separaron. Simon miró al intruso: un búho nival estaba posado en la rama que había sobre sus cabezas. Christine lo observaba con mirada experta.

Sonrojada, señaló al horizonte.

—¿Qué hay al otro lado de este bosque?

Más alterado de lo que quería admitir, Simon se quitó los guantes llenos de nieve y los golpeó contra el muslo.

—Pastos.

—¿Son tuyos?

—Sí.

—Entonces los quiero ver. ¿Me los enseñarás?

Simon se encogió de hombros forzadamente.

—Si quieres, pero no hay mucho que ver.

Caminaron en silencio y emergieron en un amplio campo cubierto de nieve. Al entrar en él, la esperanza de que la curiosidad de Christine ya estuviese satisfecha pronto se disipó.

Ella señaló la colina blanca frente a ellos.

—Desde esa colina de ahí se ve el valle, ¿verdad?

Simon admitió de mala gana:

—Así es.

—El último que llegue arriba es un huevo podrido. —Se levantó las faldas y salió corriendo.

Aquella colina y el valle que se veía desde arriba eran los lugares que menos le gustaban a Simon de la finca y, probablemente, de la Tierra. Si mentir la hubiese detenido, lo habría hecho de buena gana, pero ya estaba donde no podía oírle.

Él se apresuró hacia ella, alcanzándola cuando estaba poniendo un pie en medio de la roca cubierta de nieve.

—Estás decidida a romperte el cuello, por lo que veo.

Le tendió la mano, pero ella la retiró.

—Qué angustias eres. Soy de paso tan firme como una cabra montesa.

Él le agarró la mano.

—Es una pena que tengas el juicio de un pavo real para hacerlo.

Subieron. Llegaron a la cumbre jadeando. Christine se acercó al saliente.

—Es bonito, como un campo encantado.

Simon la siguió.

—Un campo, al fin y al cabo.

Mirándolo con curiosidad, ella insistió:

—Debe de ser precioso en primavera, cuando los campos están en flor —dijo alejándose y aproximándose al borde todavía más.

Mirándola, a Simon le temblaban las rodillas.

—Supongo.

Le tendió la mano, pero ella sacudió la cabeza.

—Nunca habías estado aquí arriba, ¿verdad?

Con fingida indiferencia, se encogió de hombros.

—Una vez, con el tasador que contraté.

Había pasado el tiempo suficiente para asegurarse que su linde limitaba con la de su vecino más cercano. Y que Valhalla, la casa que estaba construyendo, sería mucho más grande y lujosa que la desgarbada estructura de granito que ahora señalaba Christine.

—¿Cómo se llama esa iglesia grande de allí? —preguntó ella.

Con el corazón acelerado, respondió:

—No es una iglesia, es una abadía medieval. La abadía de Stonevale. Es una residencia privada desde que Enrique VIII disolvió la orden, junto con la mayoría de los lugares de culto más ricos.

Fascinada, ella continuó mirando fijamente.

—¿Quién vive ahora?

Por primera vez desde que habían salido notó el frío entre los huesos.

—El viejo conde. —Más para él que para ella, añadió—: Debe de tener cerca de los ochenta.

Christine volvió a mirarlo.

—Podríamos visitarle alguna vez.

Aquello era el colmo. Antes de saber qué estaba haciendo, ya la había agarrado con fuerza y separado del borde hacia él.

—Ni se te ocurra acercarte nunca a esa casa, ¿me entiendes?

Sorprendida, ella asintió.

—Sí, pero, ¿por qué…?

—Por que lo digo yo —la interrumpió sacudiéndola un poco—. Mientras vivas bajo mi techo, tendrás que tolerar mis normas, todas mis normas. ¿Entendido?

Christine abrió la boca de par en par formando un círculo del que no salió ningún sonido.

Simon bajó la mirada a sus manos, los fuertes dedos apretaban la lana de su abrigo, y luego a los ojos como platos de Christine. Por Dios, ¿qué estaba haciendo? La casa en la que había crecido había estado llena de hombres a los que no les importaba dejar un ojo morado a una mujer, o algo peor, si se atrevía a desobedecer. ¿Y si, de vivir entre toda aquella brutalidad, se le había pegado algo?

—Perdóname—dijo dejando los brazos a los lados y dando un paso atrás—. Solo quiero que me prometas que no te acercarás.

Ella lo miró fijamente.

—Lo prometo.

Él asintió rápidamente. De pronto era él quien necesitaba salir, salir de aquel lugar cuanto antes.

—Voy a bajar. Quédate si quieres. Te esperaré al final.

Se balanceó y comenzó el descenso, sin detenerse cuando se dio cuenta de que no lo seguía. Un caballero habría esperado a ver que estaba segura abajo, aunque estuviese de mal humor, pero Simon no lo era. A pesar de la ropa cara y sus elevados modales, en su interior seguía el miserable chico de la calle que trabajaba en el puerto.

Casi al final, un grito lo detuvo. Simon se volvió alzando la mirada.

—¡Christine!

No respondió. Cegado por la nieve, regresó apresuradamente, con las botas deslizándose, la nieve cayendo de las ramas de los árboles y las piedras amenazando con tirarle.

Con el pecho ardiendo, llegó a la cima.

—¡Christine!

De nuevo no obtuvo respuesta.

Luchando por mantenerse en pie contra el creciente viento, se tambaleó hasta el borde y miró hacia abajo a la ondulada blancura.

—¡Christine!

Parpadeando por el frío, atisbó un montón cubierto de nieve atrapado en un helecho. ¡Christine! Enrollada sobre el costado, casi estaba desapareciendo bajo la nieve que caía.

Con el corazón en la garganta, bajó reptando hacia ella con las suelas de las botas derrapando.

La débil sonrisa de Christine lo recibió.

—Simon.

Abrumado por el alivio, se dejó caer a su lado.

—Te tengo. Estoy aquí.

Dominándose, se limpió la nieve del rostro y midió los daños. Tenía arañazos en las mejillas que no parecían serios y un bulto grande sobre el ojo izquierdo.

Con el rostro torcido, dijo:

—Se me torció el pie y resbalé. Me duele el tobillo.

Con valentía, intentó formar otra sonrisa que acabó siendo una mueca de dolor.

Él miró por encima de ellos. La franja que cortaba la nieve recién caída contaba el resto de la historia. Se había caído y había rodado por el terraplén. Los tojos que salían de la ladera habían debido de parar la caída. Muy probablemente le habían salvado la vida.

Siempre y cuando la llevase a cubierto y pronto. Faltaba poco para las cuatro y la temperatura caía con rapidez. En una hora sería de noche y haría mucho frío. Y la ropa de Christine estaba empapada.

Se volvió hacia a ella.

—Voy a tener que llevarte en brazos. Rodéame el cuello con los brazos y espera. ¿Podrás hacerlo?

Ella asintió y obedeció cuando él se acercó, dejando escapar un soplido cuando la levantó. Reforzando la pierna mala lo mejor que pudo, comenzó a descender por la ladera obligándose a dar pasos cortos con sumo cuidado. Aunque tampoco podía haber ido mucho más rápido si hubiese querido. Christine era tan liviana como un copo de nieve, pero sus faldas empapadas eran como levantar una pierda.

Cuando por fin llegaron al final, se permitió un momento de descanso.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó.

Christine le sonrió con los labios teñidos de azul.

—Ya no siento el dolor.

Lo que quería decir es que no sentía los pies. Simon sintió miedo en su interior, pero lo mantuvo a raya. Atajó por el claro y después se metió por el matorral, agachándose para proteger su preciosa carga de las ramas desnudas que parecían barrer sus propias extremidades cada vez que pasaba junto a ellas. Cuando llegaron a los jardines, los pantalones de Simon estaban mojados hasta las rodillas y los pies y las manos tan fríos que no los sentía.

Christine se movió en sus brazos. Le castañeteaban los dientes y tenía la punta de la nariz roja y escamosa. ¿Sería por causa de la congelación? Un sinnúmero de malsanas posibilidades se abrían paso en su mente. ¿Qué pasaría si contraía la neumonía? ¿Y si perdía una extremidad por la gangrena? ¿Y si… moría?

Caminó más rápido, pisando sus anteriores huellas, cubiertas por la nieve pero aún visibles. Pasaron el cenador y continuó hasta que por fin llegó al inicio de los escalones de la terraza, la piedra tan brillante como el cristal. Ascendió mientras el hielo se astillaba bajo las suelas de sus zapatos; los músculos de las pantorrillas y los muslos se estremecían cuando luchaba por mantenerse en pie.

La señora Griffith debía de haberles estado observando por la ventana. Abrió la puerta cuando se acercaron.

—Madre mía, ¿qué ha pasado? —Se vio obligada a echar todo su peso contra la puerta para cerrarla tras ellos.

Al entrar, el calor repentino golpeó a Simon como la ráfaga de un horno de leña.

—Mi prima ha tenido una mala caída. Es posible que se haya roto el tobillo. Manda a Jem a por el doctor de inmediato —dijo dirigiéndose al vestíbulo dejando atrás a la gobernanta.

Christine levantó la cabeza por encima de su hombro.

—No deberíamos mandar salir a Jem con este tiempo. Seguro que no es más que un esguince.

Pero Simon no admitiría ninguna discusión. Subió las escaleras.

—El doctor Barker será quien lo juzgue.

La puerta de la habitación de Christine estaba entreabierta. Simon la abrió de un puntapié y la llevó dentro.

Una sirvienta, Janet, estaba de pie ante la chimenea, pasando el plumero por los objetos que llenaban la repisa. Al verlos, giró sobre sus talones.

Simon dejó a Christine al borde de la cama. Amontonando los cojines contra el cabecero, la colocó con cuidado de espalda y se volvió hacia la doncella.

—En mi alcoba hay una botella de whisky. Tráelo. Y más mantas. ¡Ahora! —bramó al ver que la chica no se movía.

—S-sí, señor —dijo la mujer soltando el plumero antes de salir corriendo.

Simon se quitó los guantes y se dispuso a liberar a Christine de su capa empapada. Al intentar desabrochar los botones de latón del delantero, notó que tenía los dedos torpes. Pasándole un brazo por detrás, tiró de la prenda y se la quitó.

—¿Mejor? —preguntó echándola a un lado.

Ella contestó con una inclinación de cabeza, atontada, y Simon se volvió para lanzar la ropa en las inmediaciones de una silla vacía.

Mientras los dedos le ardían, le quitó los guantes.

—¿Sientes mucho dolor? —preguntó frotándole los dedos helados.

Ella sacudió la cabeza.

—Me duele un poco el tobillo, pero no es para tanto.

Ahora que empezaba a descongelarse, la herida comenzaría a palpitar. Una mueca de dolor lo confirmó, pero discutir solo pondría en juego su escasa fuerza.

—Te pondré más cómoda mientras esperamos al doctor.

Había empezado con los cordones de las botas cuando volvió la doncella. Le pasó la botella y se inclinó para envolver a Christine con la manta. Enderezándose, preguntó:

—¿Alguna cosa más?

—De momento, no —dijo Simon derramando una medida generosa de whisky en un vaso de agua y poniéndoselo a Christine en la mano—. Bébetelo —le insistió—. Te ayudará a soportar el dolor.

Olisqueando el borde, ella hizo un mohín.

—Huele a medicina. ¿Qué pasa si el doctor me nota el olor en el aliento?

Simon sonrió sin querer. Qué remilgada podía llegar a ser aquella chiquilla. Era difícil de creer que la hubiese encontrado en…, bueno, ¿qué más daba entonces?

—Dile que yo te lo metí en la boca.

Con expresión dubitativa, se llevó el vaso a los labios y lo inclinó. Un momento después, los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Ta-también sabe a medicina.

Simon le convenció de que diese otro sorbo y después dejó el vaso en la mesilla.

—Echemos un vistazo a ese tobillo. —Se inclinó y le quitó el zapato izquierdo.

Christine chilló. Se echó hacia atrás contra los cojines con la frente húmeda.

—Debes de pensar que soy como un bebé.

Simon sacudió la cabeza odiando haberle hecho daño.

—Pienso que eres la persona más valiente que conozco. Pero también tendré que quitarte las medias. Puedo usar mi navaja para cortar la tela.

Ella lo miró con horror.

—No, no hagas eso. Son nuevas.

Pero Simon ya tenía la mano en el bolsillo en busca de la navaja.

—Te compraré otras. Llenarás una cómoda entera, si quieres. Ahora estate quieta.

Apartó la manta, le levantó el dobladillo y con cuidado la liberó de la fina media de algodón. Christine le lanzó una última mirada de desaprobación, pero sentía demasiado dolor para ponerse a pelear con él y ambos lo sabían.

Simon barrió con la mano los pedazos de tela tirándolos al suelo, cerró la navaja y se la metió en el bolsillo.

—¿Mejor?

Christine asintió.

Simon se inclinó para examinar el tobillo herido, que ahora era dos veces el otro, con un bulto del tamaño de un huevo de gallina. En la India, el médico más cercano a menudo estaba a varios días de viaje y, como la mayoría de los expatriados británicos, se había hecho experto en tratar lesiones menores. Probablemente la de Christine fuera un esguince, pero aun así tendría que hacer reposo durante varias semanas. Pensó en lo activa que era, en lo mucho que le gustaba estar al aire libre, y el arrepentimiento se extendió en su interior. Su comportamiento grosero, su maldito mal genio eran de nuevo los culpables.

Encima de su cabeza, Christine dijo:

—Siento causar tantas molestias.

Cualquier otra mujer en su lugar le habría lanzado reproches hasta quedarse sin aliento, pero ella era Christine; la dulce, generosa e indulgente Christine. Simon se pasó la mano por el pelo.

—Si hay alguien culpable ese soy yo. No debería haberte dejado bajar sola. Podrías haberte torcido el cuello.

Christine no respondió. Simon alzó la mirada del tobillo. La joven dormía con la cabeza ladeada sobre los cojines, la respiración tranquila y regular y su piel todavía pálida, pero menos que antes.

A Simon le invadió la ternura. La tapó completamente y se acercó a la cabecera de la cama. Inclinándose, le apartó el pelo de la frente amoratada y le dio un suave beso en la hinchazón.

Entonces sonó una tos detrás de él. Simon se enderezó y se dio la vuelta. La señora Griffith, bandeja en mano, entraba por la puerta. Su boca abierta y su rostro sonrojado le demostraron que había visto lo suficiente para estar sorprendida.

Con la mirada pasando de la botella de whisky en la cama a lo que quedaba de las medias de Christine extendidas por la alfombra, la sirvienta dejó la bandeja junto a la cama.

—Jem ha ido a buscar al doctor —con la mirada ya en la paciente, añadió—: Deberíamos liberarla de esa ropa mojada.

Simon aprovechó para irse. Bajando la voz, dijo:

—Sí, por supuesto. Confío en su competente cuidado y en el del doctor, pero antes una cosa. —Le hizo una seña para que se acercase a él en el pasillo. Tirando de la puerta de la habitación de Christine, dijo—: Asegúrese de que no pase sola la noche.

La anciana mujer asintió y a Simon le pareció ver disconformidad en su arrugada cara.

—Me quedaré yo misma.

Más que agradecido, se tuvo que contener para no abrazarla.

—Gracias, señora Griffith. Significaría mucho para mí. Ah, y mande al doctor a mi estudio cuando concluya el reconocimiento. Quiero tener unas palabras con él.

—Por supuesto, señor.

Sin más órdenes que dar, Simon se fue andando pesadamente hacia las escaleras y se preparó para comenzar la actividad que peor se le daba.

Esperar.