Capítulo 19

Cuán presto la vieja aflicción sigue
a una pequeña dicha.

Petrarca,

Cancionero, 1360


El sonido de la puerta cerrándose detrás de Simon rompió el frágil autocontrol de Christine. Se dobló en el descansillo de la escalera. Abrazándose las rodillas, dejó caer sus lágrimas.

Así fue como la encontró Margot.

—Christine, querida, ¿qué pasa?

Mirando a los ojos violetas preocupados de su amiga, no fue capaz de disimular.

—Iba de camino al desayuno cuando he oído… —El resto de su confesión se convirtió en un sollozo.

—Maldición. —Margot se sentó en el escalón junto a ella. Un pañuelo de volantes apareció en su mano. Se lo pasó.

Agradecida, Christine lo aceptó y se sonó contra los pliegues perfumados.

—Podría ser su amante y mantener la cabeza alta, porque lo quiero, y pensaba, esperaba, que él sintiese lo mismo por mí. Pero no voy a ser su esposa por caridad, como si fuera un secreto vergonzoso que esconder.

Margot pasó el brazo por los hombros de Christine.

—Eso es justamente lo que le tienes que decir esta noche.

Christine arrugó el húmedo pañuelo en una bola apretada.

—Le diré eso y más, le tiraré a la cara su preciosa licencia especial y después… —Sus hombros se desplomaron—. Y después me iré.

Margot la miró con recelo.

—Salir corriendo nunca ha solucionado nada. Lo de ayer lo confirma. Si quieres a Simon como dices, debes mantenerte firme. Hazle saber que no aceptarás menos que un matrimonio entre iguales, una pareja completa e igualitaria. Haz que te corteje, que te enamore, que luche por ti.

Christine resopló.

—¿Cómo puedes estar segura de que lo hará?

Margot apartó el brazo de los hombros de Christine.

—No tiene elección, te quiere. —Al bufido de la joven Margot insistió—: Te quiere, Christine, y mucho más de lo que creo que sabe. —Con la cara brillante y resuelta, se puso en pie—. Antes de tomar una decisión, hay alguien a quien debes conocer.

Tratando de evitar crearse falsas esperanzas, Christine también se puso en pie.

—¿A quién?

—A la hermana de Simon.

vinheta

Más animada tras un baño caliente y varias tazas de té con miel, Christine estaba sentada frente a Margot en un carruaje. Aunque todavía tenía que ver en qué podía cambiar conocer a la hermana de Simon, se permitió dejarse convencer.

Agarrando con una mano los cojines de terciopelo color lavanda, Margot frunció el ceño:

—No sé qué le ha dado a mi cochero. Con estos golpes uno pensaría que nunca antes ha llevado unas riendas.

—Quizá se deba a las malas condiciones de las carreteras —sugirió Christine. Apartando la cortina de la ventana y mirando fuera preguntó—. ¿Estás segura de que vamos en la dirección correcta?

Edificios en declive se apilaban unos sobre otros y sus tejados a dos aguas encorvados no dejaban pasar más que un hilo de luz. La suciedad sobresalía de la basura que caía por las alcantarillas enmarcando las carreteras torcidas y empedradas. Una gruesa cortina de polvo de carbón llenaba el aire.

Margot asintió.

—He visitado a Mordechai y Rebecca muchas veces durante estos años, aunque los he descuidado un poco últimamente.

Mordechai, según le habían contado a Christine, era el padrastro de Simon y Rebecca. Su madre, Lilith, había sucumbido al tifus mientras Simon estaba en la India. En lugar de desarraigar a Rebecca a su regreso, la había dejado al cuidado de Mordechai. Cuando estaba en la ciudad, los visitaba semanalmente.

—¿Rebecca nunca se recuperó del ataque? —preguntó Christine.

Margot dudó.

—Su cuerpo está bien. Es su mente la que está dañada.

—¿Está loca, entonces? —dijo Christine notando un escalofrío ondeando en su interior. Durante el tiempo en el ático de Madame LeBow había temido perder el juicio tras días y días de oscuridad.

Examinando la costura de los guantes, Margot dijo:

—Después de la violación, su mente se retiró a un mundo de fantasía. Cree que es una niña pequeña y se comporta como tal. Si realmente es una lunática o si sencillamente ha elegido permanecer dentro de un caparazón seguro es una pregunta que ni los mejores médicos han podido responder.

Christine sacudió la cabeza. Tanto para sí misma como para Margot murmuró:

—Nunca me lo ha contado. —¿Como podía jurar lealtad a un hombre que no le confiaba ni sus secretos ni su corazón?

—Estoy segura de que lo hará pronto. Aunque rara vez habla de Rebecca. Se siente terriblemente culpable.

—¿Culpable? —dijo Christine levantando al cabeza—. ¡Seguro que no es culpa suya! —Simon podía haberle roto el corazón, pero no podía dejar de defenderle.

Margot suspiró.

—Claro que no, aunque se culpa de todos modos. No tenía más que quince años en aquel momento y como un niño convenció a Rebecca para ir a un lugar al que no deberían haber ido. Su padre había muerto el año anterior. A pesar de su tierna edad, Simon asumió el papel de sostén y protector. Nunca se ha perdonado haber puesto a su hermana en peligro y no haber sido capaz de defenderla de los atacantes. Supongo que por eso le resulta difícil perdonar a los demás y dejar que sus seres queridos vean sus verdaderos sentimientos. —La seria mirada de Margot se detuvo en Christine.

Esta trató de no conmoverse, pero no pudo. Pobre Simon, ¡haber tenido que cargar con aquella culpabilidad durante veinte años! En su pecho surgió un sentimiento de lástima tanto por el niño asustado y enfadado como por el hombre contenido.

Mirándose las manos entrelazadas dijo:

—Diciéndome esto, trayéndome aquí, has traicionado la confianza de Simon, ¿verdad?

Margot no lo negó.

—En esta ocasión, traicionar el secreto de un amigo me parece menos malo que dejar que la mujer que quiere salga de su vida.

Los golpes del carruaje le ahorraron a Christine tener que responder. Observó una línea de casas de ladrillo, cada una de ellas presidida por un pequeño cuadrado de hierba. Una cinta de acera agrietada era lo único que mantenía a raya la frenética calle.

—¿Aquí es donde creció Simon? —preguntó Christine recogiendo sus cosas.

Margot sacudió la cabeza.

—Cuando Mordechai desposó a su madre, se trajo aquí a la familia.

El cochero, Freddie, no consiguió reducir la velocidad del carruaje y Margot murmuró una blasfemia; entonces abrió la puerta de un tirón y salió.

Calculando el hueco entre el carruaje y la cuneta, Christine la siguió.

—¿Y antes?

—Vivieron en un montón de apartamentos, incluyendo un piso encima de una tienda de ginebra y una vez en la propia calle.

Dejando que Christine lo asimilase, Margot miró a su conductor.

—De verdad, Freddie, esto es inaceptable. Hablaremos más tarde.

Escondido en el asiento, Freddie respondió asintiendo silenciosamente y se ciñó la peluca sobre la cabeza como preparándose para estornudar.

—Qué chico —murmuró Margot agarrando a Christine del brazo y alejándose.

Christine estaba demasiado ocupada absorbiendo todo lo que Margot había dicho como para dedicarle al cochero más que una mirada de soslayo. ¡Su orgulloso Simon había vivido en la calle! Deseando que se lo hubiese contado él y agradecida porque alguien lo hubiese hecho, se acercó a su amiga y caminaron hasta la puerta que llevaba al pasado de Simon.

vinheta

Rebecca estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo de su habitación con la señorita Lucy y su gata persa, Phoebe, compartiendo su regazo.

Desde el salón principal oyó decir a su padrastro:

—Querida amiga, me alegro mucho de verte.

Normalmente el ruido de abajo habría hecho difícil, si no imposible, escuchar la conversación, pero era sábado, el sabbat hebreo, y el taller estaba vacío y en silencio.

Dejando la muñeca a un lado, Rebecca aguzó el oído cuando una voz familiar de mujer respondió:

—Espero no interrumpir.

Al reconocer a la amiga de Simon, la señorita Margot, le invadieron los nervios. Se levantó de golpe, se puso a Phoebe en el brazo y salió corriendo al estrecho pasillo.

Llegó al salón principal y siguió corriendo.

—Señorita Margot, ¿lo ha traído? —Al ver a la joven delgada junto a la puerta se quedó paralizada.

Margot sonrió.

—Rebecca, cariño, tienes una memoria de elefante, pero me temo que mi doncella, Marie, todavía no ha terminado de coser el nuevo vestido de gala de la señorita Lucy. —La mirada de Rebecca se dirigió a la chica de la puerta—. Mientras, he traído a una nueva amiga para que la conozcas, la señorita Christine.

Rebecca saludó a la chica con una mirada.

La nueva, Christine, se acercó igualmente. Tenía unos ojos marrones claros que parecían amables.

—Me alegro mucho de conocerla, señorita Belleville. —Bajo el gorro de paja fina, alzó las cejas—. ¿O prefieres que te llame Rebecca?

Eludiendo la pregunta, esta apretó los labios.

—Tu gato es muy bonito. —Christine estiró una fina mano enguantada hacia Phoebe, colgada del hombro de Rebecca—. ¿Puedo?

Rebecca dudó y después sonrió.

Acariciando al gato suavemente, Christine dijo:

—Yo también tengo un gato. Su nombre es Puss.

El ronroneo de Phoebe tranquilizó el resentimiento de Rebecca. Al contrario que alguna gente, su gato era demasiado inteligente para dejar que la gente mala se acercase.

A regañadientes, afirmó:

—El suyo es Phoebe.

Margot se unió a ellas. Acariciando a Phoebe debajo del mentón, se volvió hacia Christine.

—Debes reconocerlo, Christine. Es de la última camada de Pompie.

Las comisuras de la gran boca de la chica se alzaron en una dulce sonrisa. Dirigiéndose al gato, dijo:

—Ya me parecía que me resultabas familiar. Has crecido, ¿verdad, bonita? —Con dos dedos, le frotó suavemente las orejas.

Rebecca dirigió la mirada a la nueva. Delgada, casi frágil, Christine parecía tener diecinueve o veinte años. Con sus grandes ojos marrones y su boca del revés no era guapa, aunque sí atractiva. Parecía amable. Rebecca se preguntó cómo se habría hecho la cicatriz de la mejilla, pero se abstuvo de plantear esa cuestión.

Christine dejó de jugar con el gato.

—Margot me ha dicho que la señorita Lucy tiene un armario de trajes impresionante.

Era una indirecta muy obvia. Rebecca dudó, sopesando los riesgos. Guardaba la casa de muñecas de la señorita Lucy, incluido su armario en miniatura, en su habitación, el santuario donde nadie, ni siquiera su adorado Simon, podía entrar. Pero hacía mucho tiempo, demasiado, que no tenía una compañera de juegos.

Decidida, le tendió la mano a Christine.

—Ven a verlo.

Christine no dudó como hacían la mayoría de los adultos. Deslizó la fría mano dentro de la de Rebecca. Sin hacer caso de la expresión estupefacta de su padrastro, Rebecca la condujo a la habitación.

—Tu señorita Tremayne es buena con ella —dijo Mordechai a Margot cuando se atenuaron los pasos de las dos mujeres. Señalándole un sillón que había pasado tiempos mejores, le preguntó—: Dime, ¿es igual de buena con mi hijastro?

Margot se hundió en el cojín desgastado con un suspiro.

—Como siempre, dices poco pero ves mucho.

Mordechai no lo desmintió.

—Me limito a esforzarme en practicar las palabras del filósofo estadounidense, el señor Emerson, quien nos dice «el ojo de la prudencia nunca debe cerrarse». —Caminó hacia la mesa auxiliar de roble desgastada y levantó el tapón de un decantador de loza—. Ahora tomaremos vino y mientras bebemos me puedes contar qué tiene que ver esta encantadora chica con Simon.

vinheta

Christine pasó la mayor parte de la hora siguiente sentada con las piernas cruzadas en el suelo de la habitación de Rebecca. Alzando la vista por encima del gorro de terciopelo en miniatura que le acababa de poner a la señorita Lucy sobre el cabello dorado, bromeó:

—Es reconfortante por fin conocer a una mujer que posee incluso un número mayor de trajes que yo. —Incluso aunque esa mujer fuese una muñeca con la cara destrozada.

Rebecca dudó y después su boca se alzó en una asimétrica sonrisa. Por un instante se pareció tanto a Simon que a Christine le dio un vuelco el corazón.

—Sí —coincidió Rebecca con los ojos brillantes—. La señorita Lucy es bastante presumida... —dudó y después añadió— para ser una muñeca.

Aquello pilló con la guardia baja a Christine y se rio. Aunque acababa de conocer a Rebecca, estaba más que medio convencida de que la hermana de Simon no estaba loca, sino que había decidido vivir en un mundo que ella misma creaba. Pensando en la difícil decisión que afrontaría más tarde, Christine casi envidiaba su habilidad de alejarse de las situaciones desagradables.

Un golpe en la puerta principal del edificio hizo que las dos mujeres alzasen la vista. Una mirada cautelosa sustituyó la expresión sosegada de Rebecca.

Christine forzó una voz alegre y dijo:

—Parece que tenéis otra visita. —Medio esperando que Simon hubiese descubierto finalmente su paradero, Christine dejó a la señorita Lucy en su silla de miniatura y descruzó las piernas para ponerse en pie—. ¿Vamos a ver quién es? —Estiró la mano para ayudar a Rebecca a levantarse.

Esta sacudió la cabeza.

—Yo espero aquí.

Christine no se dejó decepcionar, recordando que ya había hecho un progreso tremendo. Dejando caer el brazo a su costado, asintió:

—Muy bien entonces, pero si es Simon volveré a buscarte.

Estirando la mano buscando el cepillo de la muñeca, Rebecca no alzó la mirada.

—Si es Simon, no tendrás que hacerlo.

Mordechai cruzaba el recibidor del salón para abrir la puerta justo cuando Christine entró en el salón. Lanzó a Margot una mirada inquisitiva. «¿Simon?»

Cobarde como era, Christine deseó que Rebecca la hubiese acompañado. Aprovecharía todos los aliados que pudiese reunir. Seguro que Simon no se enfrentaría a ella con su hermana presente.

Dejando a un lado la copa de vino, Margot suspiró.

—Si lo es, no creo que esté contento de que te haya traído aquí.

Un estallido en el recibidor cortó la respuesta de Christine. Con el corazón palpitando con fuerza, salió corriendo a la entrada con Margot pisándole los talones.

Mordechai estaba tumbado junto a la puerta. Christine se dejó caer sobre sus rodillas a su lado.

Margot llegó al pasillo detrás de ella.

—¿Está…? —preguntó, con cara pálida.

Christine miró hacia arriba y sacudió la cabeza.

—No, respira. —Le pasó una mano por debajo de la cabeza. Estaba llena de sangre.

Margot los esquivó y miró al pasillo. Volviendo dentro dijo:

—Quien quiera que lo haya atacado ha debido de salir corriendo. Mandaré a Freddie a por un doctor… y un agente.

—Me temo que Freddie está indispuesto. —Vestido con el uniforme de la academia de Margot, Hareton salió de detrás del biombo de teca. Con una pistola en la mano, empujó a Margot al interior y se movió para bloquear la puerta—. No me mires tan sorprendida, Chrissie. Deberías saber que vendría a buscarte tarde o temprano —dijo formando una sonrisa a la que le faltaban algunos dientes—. He decidido que temprano.

Agarrando el uniforme púrpura y dorado que colgaba sobre su figura de espantapájaros, Margot preguntó:

—¿Qué has hecho con mi cochero?

Hareton la apartó hacia atrás con la parte plana del brazo.

—No pienso responderte, zorra. —Entrecerró los ojos mirando a Christine. Tirando del martillo del revólver apuntó a Mordechai—. De pie, prima, o mandaré al viejo con su Creador.

Con el corazón latiendo a toda velocidad, dejó la cabeza de Mordechai en el suelo con suavidad y se puso en pie sobre sus temblorosas piernas.

—No te librarás de esta —dijo con una voz que pretendía que llegase al fondo de la casa. Rezando para que Rebecca la oyese y supiera esconderse añadió—. Y aunque lo hagas, Simon hará que te cuelguen por ello.

—Cierra el pico, Chrissie, no van a colgar a nadie y menos a mí. —La vena que cortaba la frente llena de cicatrices de Hareton había empezado a latir, un signo de que lo había pillado—. Si supieses lo que es bueno para ti, no volverías a decir ese horrible nombre en mi presencia. —Se echó hacia atrás para golpearle la mejilla.

El golpe hizo que a Christine le zumbaran las orejas y se le llenaran los ojos de lagrimas. Se habría caído de no ser por Margot, que la agarró. Con los brazos entrelazados, las dos mujeres volvieron al salón, con la pistola de Hareton apuntándoles en la espalda.

Le indicó a Margot que fuese hacia una silla de respaldo de barrotes. Christine comenzó a seguirla, pero su cortante voz la detuvo.

—Tú no, señorita. Tú te vienes conmigo.

Cruzando los brazos temblorosos ante su pecho, Christine lo miró fijamente. Tenía miedo, claro que lo tenía, aunque también había aprendido que había cosas peores que el miedo a la muerte.

—Dispárame si quieres, pero no voy a ir contigo a ningún sitio.

Hareton sacudió la cabeza.

—Chrissie, Chrissie, ¿de verdad crees que me he puesto en peligro estas últimas semanas solo para matarte? No es a ti a quien dispararé —dijo volviéndose hacia Margot—. Empezaré por ella.

—¡No! —gritó Christine lanzándose hacia su amiga.

Sonriendo, Hareton bajó el revolver.

—Bien, ese es el espíritu que necesitas para llegar a los Estados Unidos.

—¡Estados Unidos! —repitió Christine casi sin creer haberlo escuchado bien.

¿De verdad podría llevársela a América y salirse con la suya? Pocos años antes, el país se había separado por una maldita guerra civil. La profunda división entre los estados del norte y del sur acababa de sanarse. Distraída, casi se le detiene el corazón cuando Hareton metió la mano libre en el bolsillo de su abrigo.

En lugar de sacar otra arma, extrajo dos pedazos de cuerda. Tirándoselos, le ordenó:

—Átale las manos y los pies, y asegúrate de hacer los nudos fuertes.

Mientras la mente le daba vueltas, Christine caminó hacia Margot. Intercambiaron miradas desesperadas. Margot le ofreció las manos y, después de un momento, Christine comenzó a enrollar la cuerda alrededor de sus muñecas todo lo holgadamente que se atrevió.

Esperando distraer a Hareton, preguntó.

—¿A dónde vamos a ir en América? —Cuanto más supiese, más podría Margot contarle a la policía. Y a Simon.

Hareton dudó pero no se pudo resistir a alardear.

—He reservado pasaje para dos a Virginia. Solo tú y yo, prima, con la pasta de Belleville para instalarnos adecuadamente.

«Virginia.» Margot y ella intercambiaron miradas llenas de significado.

Hareton se quitó el pañuelo y se acercó a ella. Le pasó la tela sucia a Christine y dijo:

—Amordaza a esa zorra.

Christine dudó y después fue detrás de la silla. Margot abrió la boca y, con las manos temblando, Christine le metió el pañuelo enrollado.

—Lo siento muchísimo —susurró, y después estiró los brazos para atarlo, consolándose con que Hareton no se molestaría en atar y amordazar a una mujer a la que pensaba disparar.

Rebecca entró desorientada en el salón, frustrando las esperanzas de Christine de que se mantuviese escondida.

—Simon, ¿eres tú…? —Su mirada se detuvo en Hareton, pistola en mano, y su boca se abrió de par en par.

—Bueno, bueno, ¿quién es esta? —Viendo que Hareton se paseaba en dirección a Rebecca, Christine comenzó a temblar. Si le pasaba algo más a su hermana, Simon se moriría.

—¡Déjala en paz! —Decidida a proteger a Rebecca a cualquier precio, Christine fue corriendo a su lado y la tomó en los brazos.

Hareton acercó la cara hacia ellas. Dirigiéndose a Rebecca preguntó:

—¿Cómo te llamas, bonita?

Apoyada contra Christine, la hermana de Simon temblaba.

—R-Rebecca. —Apretando la mano de la muchacha, Christine deseó que lo dejase ahí—. Rebecca Belleville.

Al ver que Hareton abría los ojos, Christine sintió que se le hundía el corazón.

Su primo dio un paso atrás, obviamente reflexionando sobre la información.

—Debes de ser pariente de mi amigo Simon, ¿verdad?

Con los dientes castañeteando, Rebecca soltó:

—E-es mi he-hermano.

—¿Está aquí? —dijo volviéndose hacia Christine—. En ese caso también la llevaré para que te haga compañía.

—Hareton, por favor, déjala en paz —suplicó Christine—. No está… no está bien de la cabeza.

—¿Estás celosa, muñeca? No tienes por qué. Solo pienso llevármela como rehén el tiempo suficiente para llegar al puerto. —Metiendo la mano en el bolsillo, sacó otra cuerda y la enrolló alrededor de la muñeca de Rebecca y después de la de Christine.

—Mientras, estaréis muy juntitas —cacareó atándolas. Volviéndose hacia Margot dijo—: Dile a Belleville que soltaré a su hermana antes de zarpar, pero que si intenta detenerme tendrá que buscarla en el fondo del Támesis.

vinheta

—¿A qué te refieres con que se han ido de visita? —preguntó Simon a la gobernanta de Margot más tarde. Metiéndose la mano en el bolsillo del abrigo, tocó el ámbar que acababa de desenterrar de la maceta.

Afligido todo el día por el extraño comportamiento de Christine aquella mañana, había decidido volver antes. Por casualidad, había descubierto la cadena de oro colgando de la hoja de una palma y, después de investigar un poco más, el colgante en la base de la maceta.

La señora Fitz levantó una figura de porcelana de Dresde de la repisa de la chimenea del salón y la golpeó con el plumero.

—No sé si me corresponde decirlo, señor Belleville.

—Te corresponda o no, suelta esa maldita cosa y dímelo —dijo arrebatándole el plumero.

Ella intentó agarrarlo.

—Señor Belleville, no tengo tiempo para sus travesuras.

Normalmente, ver a la señora Fitz, pequeña y robusta como un barril, balanceándose sobre los dedos de los pies le habría hecho sonreír, pero no había nada normal en aquel día.

Algo iba mal, muy mal.

Alzando el plumero, preguntó:

—¿Dónde?

Con la cara roja, la señora Fitz volvió a apoyarse en los talones.

—Oh, muy bien, han ido a ver a su padre, señor y a… la señorita Rebecca.

Maldita sea. Aquella vez Margot había ido demasiado lejos. Solamente él era quien podía decidir cuándo, si es que lo hacía, conocería Christine a su hermana. Hasta entonces, había sido capaz de ordenar los distintos aspectos de su vida en compartimentos claros. Presentar a Christine a su hermana, a su pasado, era equivalente a derrumbar el Muro de Jericó. Simon no agradecía la demolición.

Endureciendo la mandíbula, le devolvió el plumero.

—¿Hace cuánto tiempo se han ido?

vinheta

—Vamos, entrad.

Hareton empujó a Christine y Rebecca por la puerta del carruaje. Atado en el maletero del vehículo, el cochero de Margot daba golpes. Ahora que había despertado después de que le golpeasen la cabeza, el pobre Freddie debía de estar muy asustado. Christine no podía culparle.

Junto a ella, Rebecca clavó los talones.

—Yo no voy.

La vena de la frente de Hareton comenzó a latir. Se arrancó el sombrero.

—He dicho que subas.

Christine se inclinó hacia Rebecca.

—Ven, Rebecca, sube. Todo saldrá bien, te lo prometo.

Rezando porque no fuese una promesa que tuviese que romper, subió por los estrechos escalones hechos para uno, tirando de ella suavemente. Apretadas en el interior, se ocupó de tomar el asiento más cerca de la puerta.

Hareton la cerró de un portazo y subió al asiento del conductor. Aprovechando la oportunidad, Christine miró a Rebecca, pero la hermana de Simon tenía la mirada perdida. Se oyó el latigazo y los caballos aterrorizados salieron disparados.

—Valor, Rebecca. —Christine estiró el brazo para agarrar la mano libre de la hermana de Simon. Estaba fría como la nieve, pero la suya también—. Vas a tener que ser valiente, porque cuando te dé la señal quiero que saltes conmigo por la puerta.

Esta vez llegó a ella. La mirada de Rebecca se dirigió de la puerta cerrada a la ventana. Fuera, las manzanas de casas pasaban como un escenario pintado en una maqueta. Con los ojos saliéndosele de las órbitas, se volvió hacia Christine.

Christine asintió y repitió:

—Cuanto te lo diga, saltaremos por la puerta. Y nos saldrá bien.

Examinó la cara de cera de Rebecca y sus ojos vidriosos y sonrió del modo más alentador que pudo. Rezando porque fuese suficiente, Christine se volvió hacia la puerta. Controlando la nauseabunda sensación de velocidad, esperó la oportunidad.

Por suerte para ellas, Hareton no era un cochero consumado. Habiendo azotado al caballo delantero para que galopase frenéticamente, el resto del grupo lo siguió. Una carreta llena de frutas salió de un callejón. Hareton viró bruscamente a la izquierda, golpeando de refilón la carreta y esparciendo manzanas y naranjas a los cuatro vientos. Esquivando el carro, el carruaje chocó contra la acera llena de vendedores ambulantes. Christine y Rebecca se lanzaron al suelo. Levantándose sobre las rodillas amoratadas, la primera miró por la ventana para ver una gran cantidad de fruta tirada en la estrecha calle. Los niños se metían comida en los bolsillos, zapatos y bocas mientras esquivaban a los vendedores ambulantes, que salían corriendo detrás de ellos. Caballos relinchando, maldiciones londinenses y un aplauso de la multitud allí reunida completaban el tumulto.

Christine se levantó de un salto, alzando también a Rebecca.

—Es el momento. —Con la mano libre buscó el picaporte interior y usó el pie para abrir la puerta de un golpe. Mirando a Rebecca dijo—: A la de tres. Una, dos… ¡tres!