Capítulo 7
Una mala hierba no es más que una
flor
en el encubrimiento que se ve enseguida
si el amor da ojos al hombre.
James Russell Lowell,
Una fábula para críticos, 1848
Simon estaba orgulloso de su casa. Cada nicho a dos aguas, cada grifo y cada gárgola, cada ventana de tracería eran testigos de cuánto había progresado en la vida. Pero nunca había estado tan orgulloso como en aquel momento, de pie viendo a Christine deambular por la biblioteca. Casi ni le había dado tiempo a quitarse el sombrero y los guantes antes de apresurarse a explorar los estantes de las estanterías que iban del suelo al techo. Viendo cómo deslizaba las puntas de los dedos, reverenciales, sobre los grabados lomos de cuero, notó que el pecho se le hinchaba.
Christine dejó de atender al libro abierto que tenía entre las manos y lo miró con expresión de asombro:
—Debe de haber cientos de libros aquí.
Él apoyo la cadera en el lateral de su escritorio de pedestal y admitió:
—En realidad hay miles.
—¡Miles de libros! Y pensar que pertenecen todos a una misma perzona. —Seguía pronunciando mal aquella palabra, pero en ese momento él no se molestó en corregírsela—. ¿Los ha leído todos?
—Algunos. —Tomó la figurita de bronce del dios hindú Shiva del secante de su escritorio para aliviar la incomodidad que le provocaba la intimidad de encontrarse completamente solo con ella; ni en el salón de Margot ni en un tren o compartimento, sino en su propia casa—. Leía bastante más cuando era joven.
—¿Y ahora no? —preguntó ella.
Él dejó la estatuilla.
—Me veo obligado a leer mucho: informes de acciones, libros de contabilidad, boletines políticos… Queda poco tiempo para el ocio. —O el placer.
Ella hizo un mohín, un hábito sobre el que tomó nota mental para cortarlo cuanto antes.
—Suena terriblemente aburrido. ¿No lo echa de menos? Me refiero a leer libros.
—Es «terriblemente» aburrido... Y sí, en ocasiones sí. Aunque para progresar en la vida uno debe hacer sacrificios.
—Mmm —respondió, y por una vez lo dejó ahí, aparentemente absorta en el libro.
Curioso por ver qué había captado su interés tan rápidamente, se separó del escritorio. Acercándose a ella, echó un vistazo al volumen de hojas doradas que ella mantenía abierto. Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas. Un grabado en madera de una Alicia diminuta ante tres puertas cerradas e intentando alcanzar una tarta en la que ponía «Cómeme» llenaba la mitad de la página. Pasando la mirada de la imagen a ella, se preguntó si captaría los paralelismos entre la historia de Alicia y la suya propia. Ambas eran poco más que unas niñas, de ojos muy abiertos y peligrosamente impacientes por saltar dentro de la madriguera del conejo. Como Alicia, Christine solo había conocido una vida de desventuras, pero al final se había impuesto. Y Simon podía no haberla secuestrado, como había dicho ella poco antes, pero acompañarlo era un gesto de fe equivalente a atravesar un espejo hacia un nuevo mundo de posibilidades anteriormente inimaginables. Simon juró en silencio que nunca le daría motivos para considerar qué había puesto en juego con su confianza.
El hombre dijo en voz alta:
—Eso no significa que tú no puedas disfrutar de mi biblioteca. Usa todo lo que quieras, empezando por este libro, si te apetece.
Parecía que le acababan de dar las llaves del reino o, al menos, las de la puerta al País de las Maravillas.
—Cuidaré muy bien de sus libros, no tiene de qué preocuparse.
Mirando sus grandes ojos marrones, Simon dijo:
—Querida señorita Tremayne, de todas las preocupaciones de mi vida esta es la menor.
Ella deslizó el libro de vuelta en el estante y lo miró.
—Nunca sé qué pensar cuando estoy con usted. No sé decir cuándo está serio y cuándo se está burlando de mí.
Simon la miró fijamente. Sin pensar, se acercó a ella. Era tan joven, tan abierta y tan fresca. Recordó su vuelta a casa desde la India. Se había convertido en un hombre de mundo, rico y viajado, y aun así, en lo que respetaba a la sociedad civilizada era vergonzosamente raro y desafortunadamente inepto. Algunos recuerdos todavía tenían el poder de hacer que se avergonzase.
—Reírme contigo quizá, pero burlarme de ti nunca.
El golpe que se oyó en la puerta hizo que diera un paso atrás. Ordenó que pasasen y una doncella entró un servicio de té de plata. Dejó la bandeja en la mesa de alas abatibles y Simon la despidió con un asentimiento. Era hora de comprobar las habilidades de anfitriona de Christine.
Con rostro serio, Christine lo siguió hasta la silla que él estaba sujetando para ella. Tocó el tapete que cubría el respaldo alzando los ojos sin atreverse a preguntar.
Con un nudo en la garganta, Simon admitió:
—Lo hizo mi madre.
—A mi madre también se le daban bien las agujas. En cambio yo soy una manazas. —Sonriendo, alzó las manos y movió los dedos como para demostrarlo.
Sus manos todavía no eran las de una dama, pero progresaban hacia aquella gran meta, igual que el resto de su ser. Los cortes se habían curado y los callos de las palmas de sus manos parecían haberse suavizado, pero el interior de sus pulgares aún se veía áspero y las uñas de sus diez dedos estaban mordidas hasta no quedar nada.
—Bonitas manos —dijo él. Dándose cuenta de que estaba actuando como un pícaro, dio un paso atrás—. Serían todavía más bonitas si dejaras de roerlas.
Ella se rio débilmente.
—Eso es lo que solía decir mamá.
—Tu madre era una mujer sabia. Apuesto a que también te decía que bebieses el té antes de que se enfriara. —Christine hizo una mueca y él continuó—. Es hora de ver qué has aprendido en la escuela. Siéntate y no derrames nada. La alfombra es de Persia y cuesta una maldita fortuna.
Los modales en la mesa de Christine no eran precisamente los de una señorita, pero eran mejores de lo que él podría esperar. Consiguió servir el té sin ningún incidente. Una vez le hubo pasado su taza y su plato de tarta, pareció relajarse. No había duda de que le gustaba la comida. Comía efusivamente pero despacio. Sus movimientos estaban marcados por un intento de ser cuidadosa y moderada. Si ocasionalmente respondía a las preguntas antes de tragar o llenaba de crema un pastel en lugar de partir un trozo del tamaño de un bocado, él tendía a dejarlo pasar. Sabía de primera mano que el refinamiento social, incluso en el más pequeño de los gestos, requeriría bastante más tiempo que los tres meses que Christine había pasado con Margot. Roma no se hizo en un día. Y una dama tampoco.
—¿Por qué hace esto por mí? —preguntó con la boca llena de tarta de semillas de amapola—. ¿Para decir que será mi tutor y que me enseñará a ser institutriz cuando se presente al Parlamento?
Observando el sándwich de salmón ahumado y pepino de su plato, Simon pensó un momento. Era una pregunta excelente, una que se había preguntado muchas veces durante la última semana.
—Como dije antes, alguien una vez se metió en muchos problemas para ayudarme. Supongo que ayudarte a ti es mi manera de pagar mi deuda.
Si no hubiese sido por Margot, Simon seguiría comiendo bocaditos de queso cortados con su navaja y mezclando lunares con rayas. Pero la realidad es que se sentía atraído por Christine. ¿Era porque era joven, encantadora, valiente y estaba sola? ¿Porque ayudarla a tener una buena vida era su primer acto desinteresado en veinte años? No. No era totalmente desinteresado. Estar con ella, simplemente sentándose a su lado a tomar el té, le ayudaba a sobrellevar el sordo y vacío dolor de su interior. Había vivido con aquel vacío durante años y solo en los últimos meses se había dado cuenta de que algo faltaba en su vida, en él.
Colocando otro sándwich en su plato, ella dijo:
—¿Se refiere a la señorita Ashcroft?
Desprevenido, casi se atraganta con el té.
—¿Te lo ha dicho ella?
Colocando la servilleta en el regazo, sacudió la cabeza.
—Fue una sensación que tuve… cuando los vi juntos.
Qué lista era. Peligrosamente lista. Jurando guardarse sus secretos para sí mismo, dejó el plato y la taza a un lado y se puso en pie. Un caballero habría esperado a que ella terminase, pero no se estaba sintiendo especialmente caballeroso en aquel momento.
—Me gustaría enseñarte Valhalla mientras todavía haya luz.
Empujando el último bocado de pan en su boca, ella dejó el plato y se levantó.
—Me encantaría.
Valhalla era tan enorme que a Christine le costaba creer que fuese solo una casa. Pasando de habitación en habitación, cada cual más lujosa que la anterior, tuvo la misma emocionante sensación de asombro, la misma certeza de pertenecer a algo más grande e importante que ella misma que había tenido en sus excursiones con la señorita Ashcroft al Museo Británico, al Parlamento y a la catedral de San Pablo.
—La habitación principal y las habitaciones de huéspedes más grandes tienen el cuarto de baño dentro —le dijo el señor Belleville cerrando la puerta de una habitación de estilo masculino con trabajadas paredes de piel, muebles de nogal y pesados paños de terciopelo.
Ella la siguió al pasillo.
—¿Cuántas habitaciones hay aquí?
Él hizo una pausa como para calcular.
—Cincuenta y tantas incluyendo la cocina y las del ala de los sirvientes.
¡Cincuenta y tantas! Christine estaba a punto de preguntar quién más, además de la familia real, podía necesitar tantas habitaciones cuando llegaron a una arcada. Dos puertas de cristal se abrían a un balcón sobre la parte trasera de la casa. Había grajos posados en el parapeto de piedra esculpida y se descubrió envidiándolos. Revolotear cuando y por donde quisiera debía de ser una vida maravillosa. ¿Alguna vez conocería tal libertad? Volvió a mirar al señor Belleville, quien esperaba en la caja de la escalera, y le preguntó:
—¿Qué hay ahí fuera?
—Los jardines.
—Quiero verlos.
Él alzó una ceja.
—Estamos en pleno invierno. No hay nada que ver más que un montón de arbustos secos y hierbas debilitadas.
—No me importa.
Relajó su severa mirada y se acercó a ella. Su aroma, a ron de malagueta y lana cálida, envolvieron a Christine y la devolvieron a su bochornoso primer encuentro en el ático del burdel. Medio loca como estaba, se había atrevido a besarle la mano. A pesar de lo aterrador de su aspecto, su instinto le dijo que no le haría daño. Y no se lo había hecho. Incluso después de que ella se lo hiciese deliberadamente, no le había demostrado más que preocupación. Las veces que se habían encontrado en el salón de la señorita Ashcroft parecía tremendamente distinguido y serio. Aquella mañana en la estación de tren de Londres no había pasado por alto cómo el revisor y los porteadores habían saltado para obedecer sus órdenes o cómo los otros pasajeros se hacían a un lado para dejarle pasar.
Pero verlo en su entorno, su Valhalla, era una experiencia enteramente diferente. Su poder no era menos potente allí, pero también parecía menos rígido, más propenso a sonreír. Estando con él así, expuesta y solos, no pudo seguir negando el deseo de su corazón.
Quería, deseaba que la besase. Si se decidiese a romper las barreras entre ellos y hacerlo no dudaría, no le abofetearía la cara como debería hacer una verdadera señorita. En su lugar, sería ella misma y le devolvería el beso.
La voz del señor Belleville la devolvió al presente.
—Te has dejado el abrigo. Te vas a resfriar. —Arisco como era, se preocupaba de su bienestar.
Concentrando la mirada en el alfiler de su corbata, ella sacudió la cabeza.
—Estoy acostumbrada a trabajar fuera durante el invierno. —Además de la costumbre, necesitaba desesperadamente aire fresco para poder respirar de verdad.
Él dejó escapar un suspiro.
—Muy bien, pero solo un momento. No te he traído aquí para matarte de frío, ¿sabes?
—Lo sé.
De repente, Christine inhaló la canela del pastel que se le había quedado en las comisuras de la boca y se relamió.
¿Era su imaginación o la mirada de él se había quedado parada en sus labios? Antes de poder decidirse, el señor Belleville la rodeó para abrir la puerta. Al principio se quedó atascada como si no la hubiesen usado mucho. Al segundo intento se abrió y salieron.
Como había dicho Simon, hacía bastante frío sin el abrigo, para alegría de Christine. Resistiendo la urgencia de frotarse los brazos, bajó agarrada al pasamanos, haciendo que los pájaros saliesen volando. Un tenue sol de invierno se mecía sobre las secas copas de los árboles. La escasa luz hacía que solo pudiese ver los escalones de piedra que llevaban a los jardines, que se disponían en terraza. Un cenador ocupaba el primer nivel. En el segundo había una fuente de piedra, blanquecina y dura como un hueso, bordeada por varias macetas de ladrillo sin flores. El camino continuaba hacia una tercera y última terraza, ahora cubierta por la niebla. El señor Belleville tenía razón. El jardín no tenía mucho que ver en ese momento, pero Christine podía imaginar perfectamente lo glorioso que debía de ser en la primavera, lleno de color, de abejas, pájaros y flores, y el cálido aire perfumado de madreselva y lavanda, azahar y rosas.
Él se acercó a su lado. Apoyando una mano en la barandilla, usó la otra para señalar.
—Ahí también hay un huerto de árboles frutales, principalmente cerezos y manzanos, aunque no podrás verlos hasta mañana, cuando se disipe la niebla.
Ella observó sus manos, el vello oscuro cubriendo el dorso y sus dedos gruesos y largos, y a pesar del fresco viento se le calentaron las mejillas.
—¿Y rosas? ¿También las cultiva?
Él hizo un mohín.
—Lo intenté. Los arbustos que planté el año pasado sufrieron una especie de ataque de un insecto.
Refugiándose en lo mundano, ella se detuvo a pensar un momento.
—¿Eran verdes y pequeños, no más grandes que una mota de polvo?
—Eso me dijeron.
Ella escondió una sonrisa. Sus tierras podían extenderse hasta donde no alcanzaban los ojos, pero seguía siendo un hombre de ciudad puro y duro.
—Pulgones, probablemente. Si rocía un caldo de ortiga matará a los bichos, pero no las plantas. Si no funciona, tendrá que decirle a su jardinero que lo intente con zumo de cebolla y ajo.
—No soy muy ducho en horticultura —admitió él—. Desde que mi jardinero principal enfermó la primavera pasada he estado a merced de la Madre Naturaleza. Quizá puedas echarle un vistazo algún día y aconsejarme qué debo hacer.
Que le pidiera su ayuda, su consejo, hizo que se hinchase su estúpido corazón.
—Me encantaría. Quiero ser útil mientras esté aquí.
—Ya sabes que no eres una sirvienta. —Él le puso una mano en el hombro, girándola hacia él—. Mientras estés aquí, me gustaría mucho que considerases Valhalla tu hogar.
Ella sacudió la cabeza pensando en la imposibilidad de aquello.
—Oh, señor, no podría…
—Llámame Simon. Si no te importa, se supone que somos primos. —Una sonrisa se dibujó brevemente en su boca, su boca firme y lista para ser besada. Él detuvo su mirada en la cara de Christine, más colorada de lo que nunca había estado. Descendiendo entre la niebla, podría jurar que no solo su estúpida cabeza sino toda la casa daba vueltas.
—Simon —dijo en voz alta por primera vez, aunque ya había dicho su nombre en voz baja en más de una ocasión.
Él la miró como si le hubiese complacido enormemente.
—¿Yo puedo llamarte Christine?
Pedirle permiso era solo una cortesía, por supuesto, pero la galantería la revolvió igualmente.
—Sí, me gustaría que lo hiciese. —Agradecida de que no pudiera oír latir su corazón, se volvió para mirar los yermos jardines.
—Dime, Christine, ¿qué tiene exactamente mi casa que te ofende tanto como para considerar arriesgarte a tener una pulmonía para escapar?
Christine lo miró atónita.
—¿Que me ofende? Oh, no, señor, lo ha entendido mal. Lo que quería decir…
Se detuvo al ver de reojo la amplia sonrisa del señor Belleville. Le llegaba hasta los ojos, que estaban muy encendidos y le recordaban a su pequeño hermano Jake después de haber metido el brazo hasta el codo en el bote de miel.
Pero el señor Belleville, Simon, no era un niño. Debía de ser al menos una década mayor que ella. Además de la edad, era superior a ella en educación, riqueza y posición. No eran iguales y nunca lo serían, y aun así tenía la repentina urgencia de propinarle un sonoro bofetón.
Exasperada, lo acusó.
—Se está… riendo conmigo de nuevo.
—Así es. —Más seriamente, él añadió—: Pero soy completamente sincero cuando digo que quiero que te sientas como en casa.
Christine dudó. ¿Cómo explicarlo? Al haber nacido rico, nunca lo entendería.
Mordiéndose el labio inferior comenzó:
—A pesar de lo que pueda pensar de mí, mis padres no eran pobres. Mi padre se ganaba bien la vida con la lechería. Los días de mercado siempre éramos una de las primeras familias en agotar la mantequilla y el queso. Teníamos nuestro propio banco en la iglesia y la casa era lo suficientemente grande como para tener un salón que solo usábamos los domingos. —Hizo una pausa para colocarse un mechón detrás de la oreja—. Aun así, no creo que nunca me pueda a acostumbrar a un lugar tan lujoso, no como mi hogar.
La luz de los ojos del señor Belleville se apagó y su boca formó la habitual línea apretada.
—Te sorprendería ver a todo lo que se puede acostumbrar una persona cuando la situación lo requiere. —Se separó del pasamanos—. Deberíamos entrar. Se te están poniendo los labios azules.