Capítulo 14

Vamos, galanteadme, galanteadme,
que estoy de humor de fiesta,
y es bastante probable que consienta.


William Shakespeare,

Como deseéis, acto IV, escena 1, 1599


Montaron el resto del camino en silencio, su amable cháchara desapareció en cuanto Christine tomó asiento en la montura. Montar a lo amazona significaba anclar su trasero entre los muslos de Simon, una postura que podía parecer adecuada pero que en realidad era muy comprometedora. Con el brazo izquierdo agarrando la cintura de Simon, intentó pensar qué pasaría si inclinase la cabeza hacia arriba y se encontrase con su cuadrada mandíbula, su lisa mejilla y, finalmente, por fin, aquella húmeda y firme boca.

«Eres estúpida, Christine, y te has encaprichado.»

Pronto acabaría siguiéndolo sigilosamente y besando su sombra si no tenía cuidado. Decidida a controlar sus emociones, fijó la mirada en los campos y granjas que pasaban e intentó no pensar en la tortura agridulce de su pecho rozando el de Simon.

Cuando llegaron a Maidstone, carruajes y carros congestionaban la calle principal. Simon se apeó y ayudó a Christine a bajar poniéndole las manos en la cadera, otra tortura agridulce. Le dio el caballo a un mozo de cuadra con la cara húmeda y los llevó hacia la multitud; el sonido de una banda musical los dirigió al ejido y al escenario donde tendrían lugar los discursos.

Dando la mano a Christine, Simon se dirigió por el pasillo central hacia las filas acordonadas del frente. Rodeó varias sillas vacías sin detenerse hasta llegar a la primera fila. Mirando a su alrededor a damas y caballeros vestidos muy elegantes, a Christine se le hizo un nudo en el estómago. Con su gorro de paja y su vestido fino se sentía desgraciada y fuera de lugar.

—Simon —susurró tirándole de la manga—. No me puedo sentar aquí. —Inclinó la barbilla para señalar las cuerdas de terciopelo y la señal—. Estos sitios están reservados.

Él sonrió.

—Claro que lo están, para la familia y amigos de los oradores, lo que te incluye a ti, querida prima.

La referencia burlona a su falso parentesco hizo que su corazón diese un bandazo. Si solo estaban aparentando ser primos, ¿sus momentos más íntimos serían también falsos? Los momentos en que pillaba a Simon mirándola y en los que, al devolverle la mirada, sentía una conexión tan profunda, tan excitante que tenía ganas de llorar por su belleza agridulce.

Simon usó la punta de la bota para separar el soporte y se dirigió a la primera fila. Christine no tuvo otra elección que seguirlo, pidiendo perdón a los hombres y mujeres que estaban sentados cuyos pies tenía que esquivar. Se detuvieron junto a un asiento central. Ella se dejó caer agradecida.

Simon se abrochó el blazer.

—¿Nos vemos después?

—Sí, por supuesto —dijo ella fingiendo estudiar la costura de sus guantes blancos, esperando que no viese lo mucho que la invitación significaba para ella.

Él se inclinó hacia ella y sonrió.

—Bien. Búscame después.

—De acuerdo. —Derritiéndose bajo el calor de su mirada, todo lo que fue capaz de hacer fue musitar las palabras «buena suerte» antes de que Simon se fuese. Viendo cómo se dirigía con paso ligero hacia los escalones del escenario de tablones, se convenció de no esperar demasiado de la invitación. Y aun así…

La sensación de estar siendo observada le hizo mirar a su alrededor. Resplandeciente en un vestido de viaje, Fanny Albright la vio desde su asiento al otro lado del pasillo. Por el bien de Simon, Christine formó una sonrisa. Mirándola por encima del hombro, Fanny se dio un golpecito en el hombro de su madre. Lo sucedió una consulta entre murmullos y la señora Albright se inclinó para susurrar al oído a su acompañante, la señora Priestly. La mujer del hacendado inclinó la cabeza a la hija que tenía más cerca, quien, a continuación, dio un codazo a su gemela. Toda la fila se volvió para observar a Christine.

Clavándose las uñas en las palmas de las manos, Christine fijó su atención en el escenario. Simon, un hombre de cuello corto y grueso con traje de raya diplomática que no le quedaba muy bien y un individuo de pelo cano a quien reconoció como el alcalde salieron a la plataforma. Los dos candidatos tomaron sus respectivos asientos a cada lado del escenario.

Acercándose al atril, el alcalde Albright comenzó «señoras y señores, hoy nos reunimos no solo para proclamar la llegada del verano, sino de una nueva era de paz y prosperidad…»

A pesar de su promesa de ser breve, el discurso del alcalde parecía divagar sin cesar. Finalmente presentó al candidato del Partido Liberal, el señor W. C. Bullworth, quien se acercó atropelladamente al atril.

Cuando el señor Bullworth terminó de dar vueltas a los papeles, Christine casi sentía pena por él. Su oratoria vacilante, junto con las gotas de sudor que caían de su gruesa cara, hicieron poco por él ante un público que bostezaba y se cambiaba de postura.

A continuación presentaron a Simon. Poniéndose en pie, estiró el brazo para estrecharle la mano a su oponente antes de dirigirse al atril. Christine se echó hacia delante en el asiento para no perderse ni una sola palabra o mirada.

Simon no decepcionó. Habló con claridad, mirando escasamente el discurso escrito que obviamente había confiado no solo a su memoria, sino también a su corazón. Hablase del precio del maíz o del sufragio masculino, su mirada conectaba con la multitud. Más de una vez sus ojos parecieron posarse en ella. Sonrojada, le sonrió para animarle, agradecida de ser al menos una pequeña parte de aquel momento especial.

A mitad del discurso, una voz gruñona gritó desde la multitud: —¡Abajo Disraeli y la clase dirigente, larga vida a los radicales!

Mirando por encima de su hombro, Christine entrevió a tres hombres de pie en la parte posterior del pabellón. Con la mirada furtiva, sin afeitar y con gorra de lana, obviamente no tenían planeado nada bueno. El que interrumpió, con barriga de barril y cuello grueso, sostenía una pancarta que rezaba «Recuerden a los mártires de Hyde Park».

Los susurros llenaron la carpa. Con el corazón palpitando con fuerza, Christine se volvió hacia el escenario.

Alzando la mano para pedir silencio, Simon no mostraba más reacción que una media sonrisa tolerante.

—Por favor, estoy encantado de responder a la observación del caballero.

Procedió a hacerlo, aprovechando la interrupción como una oportunidad de hablar largo y tendido de la posición de los conservadores progresistas acerca de la reforma parlamentaria.

—Así que, como ve, extendiendo la franquicia a los contribuyentes, la propuesta de reforma conservadora supera las modestas reformas propuestas por el señor Gladstone y los liberales.

Uno de los rufianes intentó interrumpir de nuevo, pero aquella vez el público lo abucheó sin cesar hasta que él y sus dos compinches se largaron.

Estalló un aplauso. Christine se unió, aplaudiendo hasta que le dolieron las palmas. El programa terminaba con Simon como claro vencedor. Filas y filas de personas que querían felicitarle se apiñaban junto al escenario esperando poder cruzar unas palabras con él. Absorta por el entusiasmo, Christine se puso en pie para unirse a ellos. Esperando en la cola, estaba casi en el escenario cuando un empujón la golpeó en un lado y la dejó frente a frente con Fanny Albright.

Esta le echó un vistazo desagradable mientras retorcía las comisuras de los labios.

—El blanco es una elección atrevida. ¿Hoy no toca jardinería? —Antes de que Christine pudiese responder, Fanny abrió una mano sin guante y le tiró un puñado de tierra a la cara.

Desprevenida, Christine se tambaleó. Fanny aprovechó la confusión para colarse. Frotándose la mancha de las cejas, la joven vio a su rival subir los escalones que llevaban al escenario y otorgar a Simon un beso de felicitación muy llamativo. Un beso por el que Simon parecía avergonzarse, pero que no evitó. Parpadeando para controlar las lágrimas, Christine desapareció rápidamente entre la multitud hacia el pasillo. Casi al final, notó una mano en su hombro. Pensando que debía de ser Fanny, se giró sobre sí misma, decidida a devolverle lo mismo que ella le había hecho.

Simon la miró fijamente, con expresión confundida y preocupada.

—Christine, prometiste que nos veríamos al final.

Cruzando los brazos ante la mancha, sacudió la cabeza.

—Parecías… ocupado.

La mirada confusa de Simon se deslizó por su sonrojada cara y después se movió hacia sus brazos cruzados.

—¿Estás bien?

Christine abrió los brazos y los dejó caer a los lados.

—Aun viniendo a caballo, no parece que sea capaz de mantenerme limpia —bromeó en respuesta al claro rostro de sorpresa de Simon—. Es un día importante para ti. Deberías ir sin mí. Sé volver a casa sola.

—Tonterías. —Agarrándola del brazo, la dirigió a la salida. Cuando escaparon de la multitud, señaló las tiendas y casetas de rayas que salpicaban la hierba.

—¿Tienes hambre?

—Sí —admitió ella, sorprendida porque realmente tenía mucha hambre—. Pero ¿qué pasa con el alcalde, toda esa gente…?

—Les dije que tenía un compromiso… contigo. —Sonrió y a Christine le dio un vuelco el corazón.

Pasaron las horas siguientes probando exquisiteces de la feria: galletas de jengibre, cuajada y huevos encurtidos. Christine se mostró escéptica cuando Simon le sugirió que probase las ostras ahumadas, pero después del primer bocado dubitativo no solo devoró su media docena, sino también la mitad de las de Simon.

Tomando el plato vacío de Christine, la boca de él dibujó una sonrisa:

—No puedo imaginar el daño que causarías si te gustasen de verdad.

Sonriendo sin cesar, fue a buscar un cubo de basura.

Los minutos se sucedían. Pasando el peso de un pie al otro, Christine estaba a punto de salir en su busca cuando lo vio caminando a zancadas por el campo hacia ella. Con los brazos detrás de la espalda, se aproximó.

—Simon, tienes algo detrás de la espalda, ¿verdad? —preguntó ella con el mismo tono que usaba cuando intentaba conseguir una confesión de uno de sus hermanos.

Mirándola con las cejas alzadas, él preguntó:

—¿Yo? Ah, ¿te refieres a esto? —dijo sacando la guirnalda de flores más maravillosa que Christine había visto—. No puedes ser la Reina de Mayo sin una corona.

Primaveras, caléndulas, tulipanes, alhelíes y rosas tempranas unidas en una abundancia de colores que llenaban los ojos de Christine. Aquel hombre adorable y tontorrón no sabía nada de las costumbres del campo, pero conocía perfectamente el camino al corazón de una mujer.

Alzando el brazo para retirarse el sombrero, resopló para quitarse las lágrimas.

—Si hay una reina, será una de las alumnas mayores.

—En mi reino, no —dijo Simon quitándole el sombrero y poniéndole la corona en la cabeza.

Christine no encontró ninguna respuesta para aquello. Caminaron en silencio unos minutos más. Armándose de valor, finalmente preguntó:

—¿Qué hizo que te decidieses a quedarte al baile?

Con el blazer colgando sobre su hombro, Simon se encogió de hombros.

—A Harrison le preocupa que la soltería me afecte en las elecciones. Me ha estado presionado para que me deje ver más por la ciudad, estreche más manos, agarre un bebé o dos, incline una jarra en la taberna de vez en cuando, esas cosas.

Christine pensó en el pobre señor Bullworth, sudando bajo un traje demasiado estrecho, y dijo:

—No parecía que tuvieses mucha competencia.

—Si Bullworth fuese mi único oponente estaría de acuerdo.

—¿No lo es?

Simon sacudió la cabeza.

—Nathan Oglethorpe es el titular y un conservador de la vieja escuela. Probablemente odie más a Disraeli y la dirección progresista que está tomando el partido que aquellos tres radicales que vimos antes. Habría venido, pero su mujer dio a luz anoche. La próxima vez no tendré tanta suerte.

—Estoy segura de que también le vencerás —dijo ella con convicción, antes de enrojecer al ver su cara de diversión.

—Ya veremos.

La tomó del brazo y caminaron hasta la sección dedicada a casetas que exponían artesanías locales. Conociendo su generosidad, Christine tuvo cuidado de no mostrar demasiado interés en ningún objeto por miedo a que pensase que era una indirecta. Pero cuando llegaron a un puesto lleno de caballitos de madera no pudo resistirse y se detuvo. Caballos de madera de todas las formas, tamaños y variedades cubrían el banco de trabajo, la mesa y un trozo de la hierba que había por delante. Su mirada se detuvo en un caballito blanco y negro que, a pesar de estar recién pintado y sus bridas elaboradamente talladas, se parecía a uno con el que solían jugar sus hermanitos. Aunque Chester se les había quedado pequeño años atrás, lloraron como bebés cuando les dijo que tendrían que dejar atrás el juguete. Con un nudo en la garganta, se encorvó para golpear la mecedora.

—A pesar de lo delgada que eres, creo que te quedaría pequeño —señaló Simon.

Sintiéndose estúpida, ella admitió:

—Estaba pensando en mis hermanos.

Con la mirada atenta, Simon dijo:

—Me habías dicho sus nombres. Jake, como el perro…

Ella asintió brevemente.

—El otro es Timothy, pero salvo cuando tiene problemas por hacer travesuras le llamamos Timmy. Su cumpleaños es dentro de dos semanas. Son gemelos, ¿sabes?

Simon dudó.

—Me encantaría comprarlo si crees que les gustaría. Puedo hacer que Jem lo lleve a la oficina de correos mañana.

—Oh, no —dijo sacudiendo la cabeza—. Van a cumplir diez y están bastante más interesados en ponis de verdad que en los de madera, pero gracias.

Recordó el comentario de lord Stonevale de que Simon era el último de la familia Belleville. Sin pensarlo dos veces preguntó:

—¿Quieres tener hijos? —Simon abrió los ojos de par en par y alzó sus grandes cejas—. Lo siento —añadió rápidamente—. No es asunto mío.

Él sacudió la cabeza.

—No tienes que disculparte. Es una pregunta razonable. —Tocando la trenza recién pintada de otro de los ponis tallados respondió—: Me gustaría tener un hijo que siguiese con la familia, pero no sé qué tal padre sería. Mi padre murió cuando era un niño y, cuando estaba vivo, no teníamos una relación muy estrecha. ¿Por qué lo preguntas?

Quizá fuesen las ostras, pero de pronto no parecía ser capaz de pensar en otra cosa que en sus ansias por besarle. Mirándole la boca, Christine murmuró:

—Por nada en particular, era curiosidad.

—Por cómo me miras, me estoy empezando a preguntar si me he dejado algo sin afeitar.

—Oh, no…, quiero decir, no lo sé. ¿Te estaba mirando? —preguntó conociendo perfectamente la respuesta.

Él sonrió.

—Sí, señorita Tremayne, definitivamente lo estaba haciendo y provocando que me preguntase qué ideas se le pasaban por esa cabeza suya.

«Creo que estoy enamorada de ti.»

Sorprendida, Christine registró su mente confusa en busca de una respuesta más aceptable.

—Solo pensaba en lo diferente que estás hoy. Tu pelo, nunca lo había visto sin estar mojado y brillante.

Con el sol calentándole la cabeza, los mechones negros azulados brillaban tan lisos como el ala de un cuervo. En aquel momento, Christine habría entregado su lugar en el cielo, suponiendo que no lo hubiese hecho ya, por pasarle la mano por el cabello.

—Normalmente utilizo aceite de Macasar. Hace que no se me caiga el pelo en los ojos —se pasó una mano, cohibido, por los gruesos rizos que se le caían sobre las cejas y añadió—, justo lo que está ocurriendo ahora.

—Ah —dijo ella sintiéndose estúpida. Aceite de Macasar, otra cosa que no conocía—. Estás más guapo sin él —añadió sin pensarlo, y luego notó que le ardía la cara.

Aquella vez no era la única que se sonrojaba. Simon se había desabrochado el último botón de la camisa de cuello redondo y un color rosa delator subía por su cuello.

—En ese caso quizá considere adoptar un nuevo estilo. —Con cara mas seria añadió—. Es mucho más fácil modificar la apariencia que la naturaleza.

—¿Por qué querrías cambiar tu naturaleza?

Simon se encogió de hombros.

—Harrison dice que se me considera distante, frío. Supongo que puede tener razón. La verdad es que soy tímido.

Segura de que le estaba tomando el pelo, observó su rostro.

—Simon, ¿cómo puedes decir que eres tímido después de dar ese gran discurso delante de toda esa gente y habértelas apañado con esos gamberros?

—Una cosa es estar detrás de las barricadas en el atril y dirigirse a una multitud informe y otra conversar con una única persona cara a cara.

Preocupada por sus propios fallos, a Christine nunca se le había ocurrido que Simon sufriese de falta de confianza en sí mismo. Intentando aceptar aquella extraña idea, sacudió la cabeza.

—Un político tímido, tendremos que ponerle remedio.

—Sí, ¿verdad? Me da miedo preguntar, pero ¿qué tienes en mente?

Mirando a su alrededor, divisó la carpa de cerveza y al duo de mejillas sonrosadas que se balanceaban ante la solapa de la entrada. Con los brazos sobre los hombros del otro y los pies luchando por mantenerse en el suelo, el alcalde Albright y el hacendado Priestly parecían estar pletóricos.

—Venga. —Agarrando con firmeza la muñeca de Simon, tiró de él hacia la tienda.

—Christine, no puedes entrar —dijo clavando los talones cuando vio a dónde se dirigían—. No se permiten mujeres.

Acercándose a la entrada, le dio un empujoncito juguetón.

—No soy yo la que va entrar.

Simon clavó los talones.

—Pero, Christine, no tengo sed.

—Es una pena, porque parece que tus votantes, incluyendo el propio alcalde, parecen tener muchísima sed. Con suerte puedes invitar a una ronda antes de que se caigan de morros.

vinheta

—Ochenta y ocho pintas de cerveza hay en la pared, ochenta y ocho pintas de cerveza, si una de esas pintas se cayese…

Eran ochenta y siete, en realidad, pero Simon no iba a corregir ni al alcalde ni mucho menos al hacendado. Sentado entre ellos en el banco sin respaldo, intentó recordar si la jarra de metal que tenía delante era la tercera o la cuarta desde que Christine le había prácticamente empujado dentro y anunciado a todo el mundo que el señor Simon Belleville, el próximo parlamentario de Maidstone, invitaría a la siguiente ronda. Horrorizado, se volvió justo para ver que le guiñaba el ojo antes de salir disparada.

Mirando a través de la cortina de la entrada, se preguntó dónde estaría. La idea de que estuviese revoloteando por ahí con un rebaño de admiradores jóvenes de ojos saltones le bastó para ponerse en pie. A pesar de las protestas mal articuladas de sus acompañantes, se disculpó y se fue. Rodeó la fila de mesas de caballete, golpeando jarras y manos extendidas mientras se dirigía a la salida.

Fuera, se detuvo a respirar y aclararse la mente. Christine no estaba esperando y tampoco él quería que lo hiciese. Esquivando a niños que tocaban pequeñas trompetas y caracolas, caminó hasta el centro del ejido en el cual se había levantado un mayo de veinticinco metros para aquel día. Alrededor de una docena de hombres y mujeres jóvenes giraban alrededor del palo decorado con cintas, pero Christine no estaba entre ellos.

Observó los caminos que salían del prado. Christine podía haber tomado cualquiera de ellos. Exploró varios de los paseos y la multitud decrecía notablemente. Su preocupación se estaba convirtiendo en verdadera inquietud cuando por fin la descubrió sentada en un banco vacío. Con el gorro en el regazo, su mirada pensativa estaba fija en un grupo de niños que se pasaba la pelota a través de una guirnalda colgada. Lo vio y sonrió, haciéndole señas para que se acercase. Más que aliviado, se dejó caer en el asiento de madera junto a ella.

Sonriendo, se volvió hacia él.

—Bueno, señor, ha estado bebiendo —anunció con cara de placer—. Tienes las mejillas coloradas como frambuesas y el pelo alborotado. —Alzó el brazo para alborotárselo todavía más.

Simon fingió apartarse, pero en realidad notar sus dedos en su cuero cabelludo le sentaba maravillosamente bien.

—Lo que estoy es mareado, por no decir patoso como un potrillo. ¿Quieres caminar conmigo hasta que se me aclare la cabeza?

Estaba exagerando, aunque no mucho. Se puso en pie y la sangre se le subió a la cabeza. Ella se puso en pie en un instante y deslizó un brazo de apoyo alrededor de su cintura. Él se apoyó en ella, disfrutando la sensación de su delgado pero fuerte cuerpo, un cuerpo formado por trabajo duro y honrado como el suyo lo había sido. Cubriéndole la delgada mano con la suya, dejó que lo sacase de la feria, por una vez contento de dejarse llevar.

Suspendido sobre una pequeña corriente, el viejo puente de madera era perfecto para ver tanto la puesta de sol como los fuegos artificiales que comenzarían pronto. La madera crujió cuando la pisaron. Deteniéndose en el centro, Simon apoyó los antebrazos en la barandilla y miró al horizonte. Inhalando el aire de primavera y saboreando la proximidad de Christine, cerró los ojos y se dejó llevar por un momento de inusual paz.

—¿Mejor? —preguntó Christine tocándole la manga.

Él se volvió hacia ella.

—Si me estás preguntando si voy a vomitar la comida de la feria, la respuesta es no. Incluso conseguiré bailar como te prometí.

Ella se encogió de hombros.

—Ah, no pasa nada. No me importa el baile ni los fuegos artificiales tampoco. Podemos irnos cuando quieras.

Sintiendo que le había fallado, observó su cara en la penumbra.

—No te lo estás pasando bien. Fue egoísta por mi parte dejarte sola tanto tiempo. Debería haberme puesto firme y haberme ido después de la primera ronda… —Se detuvo cuando ella alzó el brazo y le puso un dedo delante de la boca.

—Madre mía, cómo te pones cuando estás borracho. —Sonriendo, dejó escapar un suspiro—. Lo que estaba empezando a decir y quiero decir, si me dejas terminar, es que no me importa cómo pasemos la tarde…, siempre que la pasemos juntos.

Levantando la mano de Christine, la colocó sobre la suya contemplando la pequeña palma encallecida.

—Entonces, ¿por qué insistes en huir de mí en cuanto tienes oportunidad? —Ella iba a objetarle algo, pero él no estaba dispuesto a dejar el asunto—. Esta mañana has salido de casa sin mí, y después otra vez tras los discursos. Christine, si no quieres estar conmigo solo tienes que decirlo. No te voy a obligar a acompañarme.

Ella le miró a los ojos y dijo simplemente:

—No encajo en tu vida.

Simon la observó fijamente. Meses antes él habría dicho lo mismo, pero al escucharlo de sus labios se apresuró a negarlo.

—Eso no es verdad.

Ella sacudió la cabeza con expresión triste.

—Este vestido y estas botas eran lo último que me tenía que haber puesto. Cuando vi que todas aquellas mujeres me miraban por encima del hombro…

La confusión de Simon dejó paso al enfado.

—¿Qué mujeres? Dime sus nombres. Quienesquiera que fuesen, hoy será la última vez que sufres sus desaires.

Su suspiro enternecedor se oyó sobre el canto de los grillos.

—No puedes luchar contra el mundo por mí.

—Quizá no, pero no voy a verte angustiada porque a una manada de viejas de provincias no les haya gustado tu vestido. —Una idea se le cruzó por la cabeza—. Por cierto, no me has dicho qué ha pasado después de los discursos.

Ella hizo un gesto con la mano para dejar la pregunta y miró al agua.

—No importa. Me iré de aquí en pocos meses.

No decía nada más que la verdad, pero oír aquellas palabras de sus labios le hizo ver lo inminente y desalentador que era el futuro que había escogido para sí mismo. Poniéndole las manos sobre los hombros, Simon apoyó la frente sobre la de ella.

—No hables de irte.

—Vaya, vaya, ¡qué amistosos!

Simon giró sobre sí mismo. Dos tipos del trío de gamberros de aquella mañana bloqueaban la entrada del puente. Haciéndoles burla, con los rostros sin afeitar y las mangas de camisa enrolladas, obviamente estaban buscando pelea. Al ver las ganas de sangre de sus miradas demasiado brillantes y el modo en que estas giraban bruscamente hacia Christine, Simon sintió miedo por primera vez en años.

El más alto de los dos dijo:

—Tenemos que arreglar cuentas, Belleville.

Con el corazón latiendo a toda velocidad, Simon los miró.

—Pues arreglémoslas, en cuanto se vaya la chica.

Junto a él, Christine le asió de la manga.

—No te voy a dejar solo. —En voz más baja añadió—: Si es necesario, puedo pelearme con el mejor de ellos.

Él la quería por su valentía, pero no era el momento.

—¡Christine, haz lo que te digo! —Ya que no se movía, dijo entre dientes para convencerla—. Necesito que vayas a buscar a un agente. —Dudaba mucho que fuese a encontrar un oficial a tiempo, aunque diría lo que fuese necesario para alejarla del peligro.

Ella se puso pálida, después se agarró las faldas y salió corriendo hacia el lado más alejado del puente. Pero chocó contra el amplio pecho y la pastosa barriga de un tercer hombre, el cabecilla de aquella mañana.

—¿A dónde crees que vas, cariño?

Simon sufría al ver que los fornidos brazos del zoquete la atrapaban, tirando de ella contra su cuerpo de barril.

Inmóvil, miró a la gruesa cara por encima de la suya.

—¡Vete al carajo! —dijo clavando la rodilla entre los muslos de su atacante.

Simon vio la oportunidad y la aprovechó. Con los puños cerrados, pasó rodando junto a los dos sorprendidos ayudantes. La alcanzó justo cuando el atacante soltó a Christine de un aullido y se dobló. Ella se echó a un lado. Viendo la oportunidad, Simon dio un puñetazo al hombre debajo de la barbilla haciendo que se irguiese. Lo golpeó de nuevo, esta vez en su protuberante nariz. El crujido del cartílago bajo los nudillos fue un bonito sonido. Su oponente cayó por encima de la parte baja de la barandilla. Una salpicadura anunció su llegada al agua.

Unos pasos más allá, Christine gritó:

—Simon, ¡por la espalda!

Se giró sobre sí mismo cuando los otros dos matones se acercaron a él. En lugar de retirarse, se puso en posición, con los puños alzados. Los dos pares de ojos borrosos se abrieron como platos. Los hombres intercambiaron miradas aterrorizadas y salieron por piernas tropezándose uno con el otro con prisa por llegar al final el puente.

Pero Simon no había terminado, ni por asomo. Corrió detrás de ellos, pillando al más lento de los dos en las escaleras del puente.

Agarrándolo por el cuello de la camisa, lo levantó por encima de la barandilla.

—Las ratas van «debajo» del puente.

Agitando los pies, el hombre lloró:

—Por favor, señor, Sam y yo solo queríamos gastar una broma. Y además fue todo idea de Jack.

—Y fue una malísima idea. Tienes mi permiso para decirle a Jack que he dicho que te reúnas con él. Por cierto, intenta evitar esas rocas de ahí debajo. Parecen endemoniadamente afiladas. —Simon lo soltó un poco más.

—Simon, déjalo en paz.

Era Christine. Acercándose por detrás, le puso una mano en la espalda.

Indeciso, Simon se volvió hacia su presa. Las lágrimas y el sudor se deslizaban por sus mejillas peludas. Mirando más allá de la barba incipiente, Simon vio que no era mayor que Jem, probablemente tampoco era mayor que los matones de universidad que habían forzado a Rebecca. Solamente unos cuatro o cinco años mayor que Simon cuando intentó, y no consiguió, rescatarla.

«Era un niño, solo era un niño.» Inexplicablemente, sintió que la furia y el odio hacia sí mismo que había soportado durante casi veinte años desaparecían.

Simon lo levantó por encima de la barandilla, el miserable cobarde agarrado a él como un gatito.

—No te olvides, como te vuelva a ver te mataré, ¿entendido? —Tras ver que el chico asentía desesperado, lo dejó en el suelo y lo empujó hacia la salida del puente—. Lárgate.

El joven salió corriendo por el camino como una liebre.

Simon se volvió hacia Christine.

—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó ella.

Él se acercó, deteniéndose para recoger la corona de flores destrozada. Tendiéndosela, dijo:

—¿Por salvarme de cometer un asesinato? Creo que no.

Ella se quedó boquiabierta.

—No querrás decir que lo habrías tirado.

Simon no se detuvo a considerarlo.

—En un segundo. —Sopesando las palabras, intentó explicarse—. Ver sufrir a alguien que te importa es un modo de tortura singular, una pesadilla que repites una y otra vez en tu mente. Cuando vi a esa bestia ponerte las manos encima, cuando pensé que te podía hacer daño, algo estalló en mi interior. Lo siento si mis acciones te han angustiado.

Ella lo miró como si le hubiese salido otra cabeza.

—Como si me importase un pepino ese idiota. Temía por ti. Si hubiera muerto, podrían ahorcarte.

Simon notó que se le alzaban las comisuras de los labios.

—Christine, eres un extraño tesoro. —Unos movimientos lentos que venían desde abajo captaron su atención. Separó la mirada de la adorable y conmocionada cara de Christine y observó por encima del puente. Estaba anocheciendo, aunque todavía había suficiente luz para descubrir la figura baja y fornida de un hombre salir del agua y subir por el terraplén.

Simon se volvió hacia ella.

—Parece que finalmente no tendré cita con el verdugo.

—Sin duda ha sido un Primero de Mayo para recordar. —Una débil sonrisa se dibujó en sus labios y todo en lo que podía pensar Simon era lo mucho que quería, necesitaba, besarla.

Él estiró una mano hacia ella.

Ella jadeó.

—Simon, ¡estás sangrando!

Él siguió su mirada a su mano derecha, los nudillos abiertos, los dedos hinchados y colorados como ciruelas. Escondiendo la mano herida detrás de él, se encogió de hombros.

—No es nada.

Reponiéndose, Christine se hizo cargo.

—Hay que bajar la hinchazón cuanto antes. Hay un hombre que vende hielo no muy lejos de la entrada. Te envolveré la mano y luego iré a por el caballo.

Él se acercó más.

—No vas a hacer nada de eso. —Pasándole el brazo izquierdo por los hombros, la acercó hacia él—. Durante los últimos diecinueve años he llevado en la espalda el equivalente a una caja de ladrillos. Y hace un momento se han cortado las cuerdas y el peso ha desaparecido. El alivio es… indescriptible. Me vas a perdonar que insista en tomarme un momento o dos para saborearlo.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

—No entiendo nada.

—Lo sé. —Usó la mano buena para acercar el rostro de Christine a la luz crepuscular—. Basta con decir que no solo me he encontrado a mí mismo, sino a ti. Teniendo en cuenta que ambos descubrimientos llegan con retraso, creo que viene bien una celebración.

Sus ojos, abiertos de par en par, lo miraron a la cara.

—¿Simon?

—Bésame, Christine. Bésame, no como una prima, sino como un amor…, como una amante.

Y entonces Simon hizo lo que había soñado con hacer desde aquella primera noche en Londres cuando metió a Christine en la bañera. Se inclinó y rozó su boca con la de ella. La boca de ella era firme y húmeda, picante y dulce. Agarrándole la cabeza con la palma de la mano, le pasó la lengua por la unión de sus labios. Lentamente, como los pétalos de una rosa desplegándose bajo el sol de la mañana, los abrió para él.

Pero cuando la lengua de Simon tocó la suya, se detuvo y dio un paso atrás. Respondiendo a la pregunta que no había formulado, ella admitió:

—No sé hacerlo.

¿Era posible que besar no fuese un servicio en el que los clientes de Madame LeBow no se molestasen en gastar una moneda? Debía de ser así, por lo que había conocido de Christine en los últimos meses no tenía nada de provocadora o coqueta en su interior.

Pasando la lengua por el delicado canal interior de su oreja, humedeciendo el pequeño bulto en la unión de su mandíbula, susurró:

—Entonces deja que te enseñe.

Ella suplicó y volvió la cara hacia él. Sabía a miel y a luz del sol y al dulce de menta que había comprado poco antes. Con el primer intento de juntar su lengua con la de ella, la electricidad se extendió desde la base de su cuerpo hasta la punta de su columna vertebral.

—Mmm, aprendes rápido.

Ella hundió su rostro en el cuello de Simon y él vio de reojo su sonrisa.

—Es porque eres muy buen profesor.

Simon sonrió al aire.

—Pues la práctica hace la perfección. —Se inclinó y la besó de nuevo. Los besos se hicieron más intensos. Abriéndose paso en su boca, Simon no parecía dar o recibir lo suficiente. Debería detenerse, y se detendría antes de llegar al punto de no retorno, pero quedaban muchos momentos dulces e inocentes que saborear y él estaba decidido a no rechazar ninguno de aquellos que había ansiado durante tanto tiempo. Solo un rato más…

Cuando la primera gota le dio en el puente de la nariz, se dijo a sí mismo que solo era rocío de los árboles… Hasta que cayó la segunda y la tercera.

Maldita sea, estaba lloviendo.

Se separó de Christine. El crepúsculo había dejado paso a la noche. Las lámparas que salpicaban los distintos caminos que se ramificaban desde el ejido estaban encendidas. En el centro del campo, bailaban las llamas y los heroicos acordes de un violín se mezclaban con el sonido de los pies mientras los juerguistas corrían para ponerse a cubierto.

Simon sonrió a Christine, ella con la mirada inocente y la boca húmeda.

—¿Podría convencerte de aceptar un vale por el baile que te prometí?

Riéndose, le pasó el brazo por la cintura.

—Vayamos a casa.

Casa. Acercándola a él, Simon decidió que nunca antes había oído una palabra más dulce.